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DERECHO Y ARGUMENTACIÓN. SOBRE CURSO DE ARGUMENTACIÓN JURÍDICA DE MANUEL ATIENZA
Law and Argumentation. On Curso de argumentación jurídica by Manuel Atienza

Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 40, 2014

Instituto Tecnológico Autónomo de México

Peña Carlos

Universidad Diego Portales, Chile



Fecha de recepción: 20/09/2013

Fecha de aprobación: 08/11/2013

Este libro intimida por su tamaño –nada menos que 900 páginas–, pero una vez que uno se interna en él, puede recorrerlo sin dificultad alguna, seguir sus pasos y aprender de sus miles de líneas. Lo primero que salta a la vista es la claridad casi desconcertante con que el profesor Atienza explica y expone problemas y conceptos que a cualquier otro escritor o teórico del derecho lo obligarían a torcer el lenguaje hasta límites casi indecibles. Una claridad tal sólo se alcanza cuando las cosas se han comprendido tan bien que se las maneja, como ocurre con el profesor Atienza y las teorías de la argumentación, con la naturalidad de quien simplemente respira.

Pero este libro es notable y es importante no sólo porque se trata de un curso espléndido que ahora se pone al alcance de todos, de los alumnos que sin dificultad podrán asomarse a sus páginas y de los profesores que podrán aprender de ellas y emplearlas en sus clases, sino además porque en él se contiene, me parece a mí, el precipitado de un largo trabajo intelectual que, cuando se lo mira en su conjunto, equivale a una entera concepción del derecho.

Porque, en efecto, este libro no es sólo un libro: es parte, como digo, de un proyecto intelectual en cuyo sentido creo que vale la pena detenerse.

Una de las características más notorias que poseemos los seres humanos –y que subyace en actividades tan diversas como el derecho, la educación o los juegos– consiste en la capacidad que exhibimos para dar razones o para recibirlas. Somos animales que pueden, a la vez, entender y responder a razones, dice, en la primera línea de su magnífico libro On What Matters, Derek Parfit. La vieja distinción entre quesito factor y quesito juras –es decir, entre lo que es el caso y lo que es correcto– entrecruza prácticamente toda la cultura humana: los seres humanos, en efecto, somos capaces de distinguir entre los deseos o preferencias que tenemos (la questio facti de nuestra subjetividad) y las razones que podemos esgrimir ante los demás para llevarlos a cabo (la questio juris).

Ahora bien, esa convicción según la cual los seres humanos somos capaces, como observa Parfit, de entender y dar razones, de comprender lo que arguyen nuestros interlocutores y a nuestra vez contradecirlos, está a la base de la comprensión del derecho que mediante el conjunto de su obra ha venido impulsando el profesor Atienza. Nos quedaríamos, pues, cortos, si presentáramos al profesor Manuel Atienza nada más que como el autor de este magnífico libro, puesto que este libro trasunta un proyecto intelectual de vasto alcance conceptual y político del que el profesor Atienza, en mi opinión, es la principal figura.

¿En qué consiste ese proyecto intelectual que el profesor Atienza lleva adelante y que, mediante libros como el que ahora presentamos, procura esparcir? El proyecto intelectual que el profesor Atienza ha llevado adelante –y expresión del cual es este libro– consiste en concebir al derecho, en una de sus varias dimensiones, como argumentación. No se trata, como es obvio, de reducir el derecho a la argumentación –nada más lejos, dicho sea de paso, del talante intelectual del profesor Atienza que adherir a ese tipo de reduccionismo o con cualquier otro– sino que de lo que se trata es de ocuparse de la dimensión argumentativa que el derecho posee para averiguar en qué consiste exactamente ella y qué lugar ocupa a la hora de inteligir el fenómeno jurídico.

La práctica del derecho, ha subrayado innumerables veces el profesor Atienza, casi se confunde con la actividad de argumentar. Con miras a una decisión cualesquiera, desde el término de un caso a la confección de una regla, los abogados se dedican ante todo a argüir a favor de la decisión que estiman correcta y los jueces, una vez que deciden, a abogar, esgrimiendo razones, a favor de aquello que han decidido. En medio de ese complejo intercambio lingüístico, lo que los abogados y juristas hacen es dar razones a favor o en contra de una decisión determinada o de un específico curso de acción. Y al hacerlo, someten ese intercambio a una serie de reglas con base en las cuales un observador imparcial podría, dentro de ciertos límites, decidir cuál de ellos estaba en lo correcto.

No cabe pues duda que el derecho se relaciona muy de cerca con la argumentación y que ella tiene un peso en las decisiones y la fisonomía que muestra finalmente el derecho. Y, como sugiere Dworkin en uno de sus trabajos, salvo que creamos que la labor de intercambiar razones que llevan a cabo cotidianamente los jueces y los abogados es una simple farsa, una puesta en escena, un baile de máscaras que oculta al poder o la arbitrariedad, no cabe duda que, para comprenderlo de veras, debemos detenernos en la argumentación y en los elementos, las razones, que mediante ella se intercambian.

¿De qué dependen las razones y cómo se constituyen? ¿De qué forma su intercambio con base en reglas –lo que llamamos argumentación– ayuda a entender en qué consiste el derecho?

La argumentación, como explica el profesor Atienza, puede ser apreciada desde dos puntos de vista, uno formal y otro material. El punto de vista formal considera los juicios o proposiciones con prescindencia de su contenido, trata, para decirlo en términos estrictamente técnicos, con lo que Russell denomina funciones proposicionales. El punto de vista material trata en cambio con el contenido de esos juicios o proposiciones. Dos argumentaciones pueden coincidir en el plano formal; pero no en el material, lo que muestra que se trata de cosas distintas. La obra de Aristóteles provee un buen ejemplo de esta distinción cuando trata del silogismo práctico que, formalmente apreciado, puede dar cuenta a la vez tanto del movimiento animal como de la acción humana. Lo que diferencia al movimiento animal de la acción humana no sería, pues, la estructura del silogismo, sino el contenido de las premisas (como explica en De Anima o en Acerca del movimiento de los animales).

Así pues, en el ámbito del razonamiento práctico, una de cuyas especies sería el razonamiento jurídico, parecen poseer más interés las razones que la forma del razonamiento. Pero, en tal caso, ¿cómo diferenciar buenas de malas razones?

Creo que si reconstruimos brevemente la forma en que la filosofía ha intentado responder esa pregunta, podemos asomarnos al punto de vista que el profesor Atienza despliega en este libro a la hora de relacionar el derecho con la argumentación.

En la historia de la filosofía a menudo se hizo depender las razones objetivas, las mejores razones, de la existencia de un mundo independiente de la mente. Las razones, se pensó, debían apelar a hechos del mundo exterior que nos obligaran compulsivamente, que derrotaran nuestra subjetividad. Sin embargo, uno de los giros fundamentales de la filosofía consistió en advertir que había razones objetivas para ejecutar acciones, o abstenernos de ejecutarlas, que eran independientes de la existencia o no de un mundo exterior.

Este paso fundamental de la filosofía se debió, como recuerda M. Dummett, a las matemáticas. 1 En efecto, fue un matemático, Gottlob Frege (1848-1925), quien llamó la atención acerca del hecho que el conjunto de proposiciones que llamamos pensamiento, los enunciados que proferimos acerca del mundo y acerca de nosotros, no son un fenómeno subjetivo o psicológico, como incluso Husserl llegó a creer, sino un fenómeno objetivo que se encuentra alojado en el lenguaje. Ninguno de nosotros, observó Frege, puede saber qué está pensando el otro y entonces comunicarse no puede consistir en verificar la coincidencia de imágenes mentales, percepciones del mundo exterior o experiencias subjetivas, sino en exponer razones, entidades lógicamente compulsivas, que nos muestran que la voluntad no tiene siempre la última palabra. En esas investigaciones (presididas por la pregunta ¿qué es el número?) Frege defendió la idea que los números no son ni atributos de objetos externos (si le entrego a alguien un puñado de naipes, ejemplifica, y le pido que me diga su número, él necesitaría saber si se trata de cartas, pilas o pares, algo que no ocurriría si le pregunto una propiedad de las cartas como el color) ni, tampoco, un proceso puramente mental (si así fuera, hablar de números carecería de toda objetividad). Al sacar los números de la mente (y con él a los conceptos de los que los números serían aserciones) abrió la puerta para el giro linguístico de la filosofía y para una nueva concepción de las razones: si los conceptos no están en la mente ¿de dónde podría provenir su objetividad y su carácter público salvo de la institución del lenguaje, el más común de todos los bienes?

Por supuesto, el giro linguístico permitió abordar, de una manera hasta entonces inédita, persistentes problemas de la filosofía, entre ellos el problema de la racionalidad, especialmente práctica, que había ocupado a la filosofía de Aristóteles a Hegel, la que de aquí en adelante, pudo concebirse como una forma del comportamiento con base en reglas.

A partir de allí, uno de los problemas de los que se ocupó Wittgenstein fue el de la posibilidad del lenguaje ¿Cómo es posible el lenguaje? Aparentemente, la respuesta salta a la vista: el lenguaje es posible gracias a un conjunto de reglas que permiten combinar indefinidamente un conjunto de signos. Pero ¿cómo son posibles las reglas? En el parágrafo 201 de las Investigaciones filosóficas, Wittgenstein afirma que ningún curso de acción puede ser determinado por una regla, porque cualquier curso de acción puede hacerse concordar con la regla. Kripke llamó a esto la “paradoja wittgensteiniana”: como una regla sólo puede ser formulada para un número finito de casos, se plantea el problema de qué justifica el empleo de la regla para un caso nuevo. La paradoja wittgensteiniana equivale a preguntar ¿en qué consiste una regla? Y la respuesta de Wittgenstein es que seguir una regla es una práctica compartida y no una interpretación. En otras palabras, los seres humanos, según Wittgenstein aprenderíamos a usar sistemas de proposiciones y a la base de esos sistemas de proposiciones no habría una proposición sino simplemente una forma de vida. En el fundamento de la creencia bien fundamentada, concluye en otro de sus trabajos, me refiero a Sobre la certeza, se encuentra una creencia sin fundamento, una costumbre, un acto de poder, una decisión. Un juego de lenguaje es entonces una mezcla de argumentación, poder y propósitos u objetivos.

Después de leer este, sin exagerar, espléndido libro del profesor Atienza, uno arriba a la conclusión que él debe compartir plenamente esa caracterización que Wittgenstein hizo de los juegos de lenguaje. En efecto, el profesor Atienza gusta caracterizarse a si mismo como una especie de pragmatista y a mí me parece que tiene toda la razón al hacerlo porque él cree que no tiene ningún sentido preguntarse cómo es el derecho en si mismo sin considerar la actividad que realizan los sujetos que en él se desenvuelven, la argumentación, y sin tener en cuenta al mismo tiempo que ninguna justificación es infinita, motivo por el cual ha de haber un punto de partida que, como sugiere Wittgenstein, casi siempre es resultado de una cierta correlación de fuerzas.

Esa concepción, llamémosla así, pragmatista del derecho, que concibe al derecho como una práctica en el sentido que Wittgenstein dio a esa última expresión, no es una tesis puramente conceptual, sino que posee alcances políticos y, por decirlo así, pedagógicos.

Políticos porque si el derecho es una práctica, se trata de una práctica que puede ser juzgada moralmente por la medida en que se endereza a satisfacer, en la máxima medida posible, el horizonte normativo al que pertenece; pedagógicos, por supuesto, porque si el derecho es lo que el profesor Atienza nos sugiere, entonces debiéramos enseñarlo de la misma forma en que su libro se estructura, mediante casos y argumentaciones, que permiten aprender la teoría de una forma que casi remeda la labor de un abogado quien mira los libros y revisa expedientes con miras a evaluar razones y alcanzar una decisión. Si el derecho se parece a un juego de lenguaje, las escuelas de derecho estarían cometiendo un error craso cuando ponen casi todo su empeño en obligar a los estudiantes a memorizar reglas, aprender esquemas conceptuales y conocer definiciones, que es la forma, hasta ahora predominante, en que enseñan derecho, puesto que ello sería tan torpe como enseñar a alguien un lenguaje natural aconsejándole lea con cuidado y con regularidad un diccionario o un manual de gramática. Quien se vea expuesto a aprender español leyendo un manual de gramática o llevando consigo a todas partes el diccionario de la real academia, aprendería, es cierto, algo de castellano, pero no sería un buen hablante, alguien capaz de usar el lenguaje con prontitud y con agilidad.

El libro del profesor Atienza no sólo es un espléndido curso de argumentación jurídica, sino a la vez una concepción global del derecho que enseña que el derecho no consiste sólo en reglas, sino también en un específico tipo de actividad, la de argumentar, que es, como decía Parfit, según citaba yo al inicio, la más humana y la más propia de todas las actividades.

Notas

1 Cfr. Michael Dummett, Origins of Analytical Philosophy. Cambridge (MA.), Harvard University Press, 1994, especialmente el cap. 2, y Frege: Philosophy of Language. Cambridge (MA), Harvard University Press, 1973.

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