Construcciones constitucionales y reglas constitucionales de decisión: reflexiones sobre el cincelado del espacio de implementación*

Constitutional Constructions and Constitutional Decision Rules: Thoughts on the Carving of Constitutional Implementation Space

Mitchell N. Berman *
The University of Texas School of Law, Estados Unidos

Construcciones constitucionales y reglas constitucionales de decisión: reflexiones sobre el cincelado del espacio de implementación*

Isonomía, núm. 38, 2013, pp. 105 -142

Fecha de recepción: 23/10/2012

Fecha de aprobación: 06/03/2013

Resumen: Los teóricos estadounidenses conocidos como “los nuevos originalistas” han pro­puesto en los años recientes una visión de la adjudicación constitucional y de la implementación constitucional extra-judicial que concede un lugar central a la distinción entre “interpretación constitucional” y “construcción constitucional.” La primera es entendida como el proceso consistente en determinar el significa­do lingüístico del texto constitucional mientras que la construcción es el proceso consistente en traducir el significado lingüístico a tests o reglas jurídicas, para­digmáticamente, aunque de forma no exclusiva, para hacer más preciso un texto vago. Este artículo, escrito en el contexto de un simposio sobre la distinción interpretación/construcción en la teoría constitucional, hace una evaluación crítica de la coherencia y utilidad de cincelar de este modo el espacio constitucional de implementación. Argumenta que suplementar la interpretación constitucional con la noción de construcción constitucional no salva al originalismo de los mu­chos cuestionamientos que enfrenta; que la distinción entre la determinación del significado lingüístico (o su “significado semántico” o su “contenido comunicativo”) y la construcción de tests o reglas jurídicas no es particularmente útil; y que la distinción más clara en este ámbito es la que distingue entre la determinación del significado o contenido jurídico de un texto y la formulación de doctrina para implementar o administrar ese significado jurídico. Ésa es la distinción que fun­damenta la distinción que yo y otros académicos hemos trazado con anterioridad entre “proposiciones constitucionales operativas” y “reglas constitucionales de decisión.”

Palabras clave: interpretación constitucional, construcción constitucional, reglas constitucionales de decisión, originalismo, no originalismo.

Abstract: American constitutional theorists dubbed “the new originalists” have in recent years advanced a view of constitutional adjudication, and of extra-judicial constitutional implementation, that centrally features a conceptual distinction between “constitu­tional interpretation” and “constitutional construction.” Constitutional interpretation is said to be the process of determining the linguistic meaning of the Constitution’s text, whereas constitutional construction is the process of translating the linguistic meaning into legal rules or tests, paradigmatically, but not exclusively, to render a vague meaning more determinate. This paper, written as a contribution to a sympo­sium on the interpretation/construction distinction in constitutional theory, critically assesses the cogency and utility of this way of carving the space of constitutional implementation. It argues: that supplementing originalist constitutional interpreta­tion with the notion of constitutional construction does not save originalism from the many challenges it faces; that the distinction between the determination of a le­gal text’s linguistic meaning (or “semantic meaning” or “communicative content”) and the construction of legal rules or tests is not especially useful; and that the more perspicuous distinction in the neighborhood lies between determining a text’s le­gal meaning or content, and crafting doctrine to implement or administer that legal meaning. That is the distinction that undergirds the distinction that I and other scho­lars have previously offered between “constitutional operative propositions” and “constitutional decision rules.”

Keywords: constitutional interpretation, constitutional construction, constitutional decision rules, originalism, non-originalism.

Empecemos por lo obvio: la doctrina constitucional enunciada por una corte con frecuencia no es idéntica al entendimiento que la corte enunciante tiene de lo que significa el texto de la Constitución. Considérese, por ejemplo, la doctrina que implementa la cláusula de Libre Expresión de la Primera Enmienda. La cláusula es tersa: “El Congreso no hará ley alguna… que coarte la libertad de expresión.” Pero una exposición exhaustiva de la doctrina jurisprudencial que de­sarrolla este imperativo pondría en aprietos al más docto de los exper­tos en libertad de expresión. He aquí un mero tajo preliminar y parcial:

Una norma constituye una restricción impermisible a la libertad de ex­presión si: regula la expresión sobre la base de su contenido o punto de vista y no está estrechamente ajustada al objetivo de alcanzar un inte­rés gubernamental imperioso; con la excepción de que la regulación so­bre la base del contenido de discurso no engañoso que proponga una transacción económica lícita está permitida si la regulación promueve directamente un interés estatal sustancial que no podría ser igualmen­te atendido por una regulación menos restrictiva de la libertad de ex­presión, y con la excepción también de que la regulación de conteni­dos está libremente permitida si, inter alia, el discurso regulado propone una transacción económica ilícita, o lícita pero de manera engañosa, o si es sexualmente explícita y apela, globalmente vista, a intereses lasci­vos, y presenta o describe conducta sexual de una forma patentemente ofensiva y carece de serio valor artístico, político o científico, o si in­cluye la representación sexualmente explícita de niños, o si el discurso, por su mera emisión, inflige daños o tiende a incitar una alteración in­mediata de la paz; todo ello sujeto a la advertencia de que, aun cuando el discurso puede ser permisiblemente regulado, si esa regulación toma forma de censura previa a la emisión, es entonces por lo general presun­tamente ilegítima; y además, una regulación de discurso neutra desde el punto de vista del contenido no es permisible a menos que esté estricta­mente ajustada al objetivo de satisfacer un interés estatal significativo y deje abierta una amplia gama de canales alternativos de comunicación.

Complicada como resulta esta síntesis, captura, en el mejor de los casos, sólo algunas de las regiones del derecho constitucional de la li­bertad de expresión. Nada he dicho todavía de las porciones de doctrina que disciplinan la difamación, la producción intencional de daño emocional o la invasión de la privacidad, o los espacios públicos res­tringidos, o los gastos de campaña, o la libertad de expresión de los funcionarios, y así sucesivamente.

Incluso partiendo sólo de un entendimiento pre-reflexivo, no teori­zado, acerca de lo que es o a qué equivale el significado constitucio­nal, o acerca de cuáles son los contornos conceptuales de la actividad de interpretación constitucional, parece extremadamente poco proba­ble que, al contribuir a la formación de esta intricada doctrina sobre la libre expresión, los jueces de la Corte Suprema creyeran que cada pie­za fuera una enunciación parcial de lo que significa la Primera Enmien­da, o que todo lo que estaban haciendo al anunciar y desarrollar esta doctrina cayera dentro de los confines de la actividad propiamente de­nominada interpretación, o que el resultado mismo equivaliera a una interpretación de la Primera Enmienda. De cierta forma, académicos punteros han venido llamando la atención precisamente sobre este pun­to por unos buenos 30 años (pensemos en los trabajos de Henry Mo­naghan sobre “common law constitucional” o en los de Larry Sager sobre “normas constitucionales infra-aplicadas”).1 Pero Richard Fallon fue particularmente útil para centrar la atención sobre ello hace una dé­cada cuando destacó que lo que hacen los tribunales federales durante el proceso de adjudicación se describe más apropiadamente bajo la am­plia etiqueta de “implementación constitucional” que bajo la de “inter­pretación constitucional”.2

Para un teórico del derecho constitucional, especialmente aquel de orientación más conceptual, la pregunta que plantea esta propuesta de cambio en la perspectiva y en el vocabulario —de “interpretación” a “implementación”— es la de cómo conceptualizar del mejor modo lo que sucede, o lo que debería suceder, dentro de este espacio de imple­mentación. Y por conceptualizar quiero decir cómo pensar de la mejor manera y cómo entender cualquier etapa más o menos distinta de implementación, y cualquier resultado más o menos distinto de la acti­vidad. Los teóricos que he mencionado han cincelado, todos ellos, el espacio en dos: Monaghan contrastó la “exégesis constitucional prote­gida por Marbury” con “el common law constitucional”; Sager distin­guió las “normas constitucionales” de los “constructos constituciona­les”; Fallon diferenció el “significado constitucional” de la “doctrina constitucional.” Adicionalmente, Kim Roosevelt y yo, seguidos aho­ra por otros, distinguimos las “proposiciones constitucionales opera­tivas” de las “reglas constitucionales de decisión”.3 Todos estos teóri­cos acogen, entonces, lo que en trabajos anteriores he llamado “la tesis del doble resultado”4: cada uno de estos marcos de análisis reconoce dos resultados de adjudicación constitucional conceptualmente distin­tos (ambos situados río arriba respecto de la aplicación, necesaria para alcanzar decisiones en los casos específicos, del derecho o la doctrina a los hechos), uno de los cuales es, de modo bastante llano, lógica y qui­zá normativamente previo al otro.

Es contra este trasfondo que podemos ubicar la distinción entre in­terpretación constitucional y construcción constitucional introducida hace una década por Keith Whittington,5 y adoptada y ulteriormente desarrollada por otros prominentes “nuevos originalistas” como Randy Barnett y Larry Solum.6 Como Solum presenta la distinción:

Interpretación es “la actividad consistente en determinar el significado lingüístico –o contenido semántico– de un texto jurídico”;

Construcción es “la actividad consistente en trasladar el contenido se­mántico de un texto jurídico a reglas jurídicas, paradigmáticamente en casos en que el significado del texto es vago.”7

“Pragmatistas” constitucionales como Rick Hills, que se oponen a la idea misma de labrar el espacio de implementación en piezas concep­tualmente distintas sobre la base de que “pragmáticamente hablando, el significado de una disposición constitucional es su implementación”,8 rechazan también, naturalmente, esta distinción particular. Pero a modo de nueva mirada sobre la tesis del doble resultado, la distinción me pa­rece, por lo menos a primera vista, inobjetable y potencialmente va­liosa. Digo que la distinción es inobjetable “a primera vista” y “po­tencialmente” valiosa porque, así no más por sí misma, no es muy útil ni informativa. Distinguir en estos términos actividades que ocurren en el espacio de implementación no es todavía, pienso, clarificar de qué modo preciso difiere este marco de análisis respecto de concep­tualizaciones previas de los dos tipos distintos de resultados generales normativos o proposicionales de la adjudicación constitucional.9 Sager habló de “normas” y “constructos”. ¿Es la interpretación simplemen­te el nombre del proceso consistente en derivar las normas, siendo la construcción el nombre del proceso que desemboca en, bien, los cons­tructos? Fallon habló de “significado” y “doctrina”. Plausiblemente, el significado es el resultado de la interpretación. ¿Es la doctrina simple­mente el resultado de la construcción?

Para esclarecer si la distinción interpretación/construcción es mera­mente una variante terminológica de una o varias de las otras tesis de doble resultado, necesitamos tener más información. En particular ne­cesitamos saber: (1) qué es el significado lingüístico o contenido se­mántico del texto constitucional, y (2) cuáles son las restricciones en la traslación del contenido semántico de la Constitución a reglas jurí­dicas —esto es, cuál es la naturaleza de esas restricciones y cuál es su contenido.

Los nuevos originalistas dan una respuesta razonablemente clara a la primera pregunta y por lo menos esbozan o dejan entender una res­puesta para la segunda, aunque lo que digan al respecto sea más difuso que lo que uno razonablemente desearía. De modo algo simplificado, y desarrollado con más amplitud por Solum, los nuevos originalistas consideran que el contenido semántico de un texto legal es el signifi­cado griceano de las oraciones, lo cual implica que el significado se­mántico de cualquier disposición constitucional sea, en esencia, su sig­nificado público original. Además, las reglas jurídicas, en su opinión, pueden permisiblemente alejarse del contenido semántico de la Cons­titución (entendido, más o menos, como su significado público origi­nal) sólo de maneras muy limitadas. En su mayor parte, la actividad de construcción es apropiada cuando el contenido semántico es incapaz de resolver disputas jurídicas concretas —paradigmáticamente, porque resulta muy vago o indeterminado por cualquier otro motivo. Y cuando se requiere de construcción, su alcance adecuado es necesaria y seve­ramente restringido —a hacer más precisa una norma vaga o a escoger entre significados originales en conflicto, o cosas así.10

Si uno adopta la distinción interpretación/construcción en las líneas generales que han quedado establecidas —interpretación es la activi­dad consistente en determinar el significado lingüístico y construcción es la actividad consistente en traducir el significado lingüístico a reglas jurídicas— y adopta las posiciones de los nuevos originalistas sobre el significado lingüístico y las restricciones que dicho significado impo­ne sobre el proceso de construcción y traslación (sean las que sean, con precisión, estas restricciones), uno tiene entonces herramientas de gran magnitud. Alguien pertrechado con todo este paquete es capaz de ha­cer, en la práctica de la implementación constitucional, movimientos que no haría, y es capaz de llegar a destinos a los que no llegaría, al­guien no pertrechado de ese modo. La pregunta es, consecuentemente, si uno debería adoptar este paquete de posturas. De forma muy gene­ral, esto es precisamente lo que deseo explorar en este ensayo.

Más precisamente, me propongo abordar tres preguntas distintas pero relacionadas. Primero ¿son verdaderas las recién bosquejadas posturas originalistas sobre el significado lingüístico y el alcance per­misible de la construcción? Segunda, si las posturas originalistas so­bre el significado lingüístico del texto constitucional y las restricciones que este significado impone a la enunciación de la ley y la generación de doctrina jurídica no son conjuntamente verdaderas ¿tiene todavía al­gún valor la distinción interpretación/construcción tal y como ha sido glosada por sus proponentes? Es decir ¿es su utilidad independiente de particulares y controvertidas afirmaciones sobre el significado lingüís­tico y la relación permisible entre significado lingüístico y doctrina? Tercera, si la distinción interpretación/construcción no es útil una vez desprovista de contenido originalista, ¿tienen entonces los pragmatistas razón cuando dicen que el proyecto taxonómico es fundamentalmen­te erróneo? En otras palabras ¿abogan nuestras razones para encontrar poco útil o poco iluminadora la distinción interpretación/construcción en contra también del esfuerzo más general por conceptualizar pasos o resultados distintos dentro de la implementación constitucional?

Antes de poder evaluar estas preguntas de modo provechoso, nos hará buen servicio ganar claridad acerca de una potencial ambigüedad alojada en el corazón de la distinción interpretación/construcción. Y antes de poder resolver esta ambigüedad, debemos especificar con pre­cisión de qué ambigüedad se trata, y ello exigirá algo de esfuerzo. Bre­vemente, en cualquier caso, la cuestión es la siguiente. Quien no haya adoptado todavía la distinción interpretación/construcción puede estar predispuesto a subdividir la implementación constitucional en tres pie­zas o actividades, no en dos: (1) la actividad consistente en determinar el significado semántico de un texto legal; (2) la actividad consisten­te en determinar el contenido jurídico del texto legal –o en determi­nar “lo que el derecho es”; y (3) la actividad consistente en traducir el contenido del texto legal en (otras) reglas jurídicas administrables de modo más fácil o económico, que conllevan un menor riesgo de sobre-disuasión, o que son, de cualquier otra forma plausiblemente considera legítima, más adecuadas para la tarea de aplicación judicial. Aún sin sostener todavía que esta sea una vía particularmente adecuada para conceptualizar el espacio de implementación, creo que a esta triple distinción se le puede dar un cierto sentido intuitivo. Si es así, y dado que tratamos de evaluar el más austero marco interpretación/construcción, necesitamos saber cómo proyectar esta tricotomía sobre la dicotomía.

En particular, necesitamos saber cómo podría la distinción interpre­tación/construcción ser masajeada, revisada o reconstruida para poder acoger la posibilidad de que lo que el derecho sea no resulte necesaria­mente idéntico al significado semántico (fijo) del texto legal. Debido a que los promotores más prominentes de la distinción interpretación/construcción también creen (con una posible excepción para el caso de los precedentes judiciales) que el contenido jurídico de un texto es jus­to su contenido semántico, entendido al modo originalista, no han di­cho mucho, yo creo, o quizá nada, acerca de lo que la interpretación, en contradistinción a la construcción, abarcaría en el supuesto (contra­fáctico, como creen que es) de que el contenido jurídico de un texto le­gal y su significado lingüístico no sean idénticos. A pesar de su silencio sobre esta cuestión, me parece que existen solo tres posibilidades rea­listas.

Primero, podrían negar categóricamente la posible no identidad del contenido jurídico y el lingüístico insistiendo en que la interpretación jurídica es simplemente la actividad consistente en tratar de desentra­ñar el contenido jurídico de un texto y su contenido lingüístico, que serían una sola y misma cosa. Adoptar este enfoque supone conceder que el valor o la utilidad de la distinción interpretación/construcción depende enteramente de ciertas perspectivas controvertidas acerca de lo que el derecho es, y que no tiene mayor valor conceptual o teórico. Esta es la estrategia del “todo o nada”.

Una segunda posibilidad considera la interpretación la actividad central y la construcción, el resto (esto es, todo lo que no es interpreta­ción es construcción) y se apega a la definición antes mencionada: in­terpretación es la actividad consistente en tratar de descubrir el conte­nido lingüístico. Si, de acuerdo con la posibilidad que estamos ahora contemplando, el contenido jurídico puede ser distinto del contenido lingüístico, entonces involucrarnos en “interpretación” no es involu­crarnos en la actividad consistente en determinar “lo que el derecho es,” y se sigue que parte de lo que sucede en el espacio de “construc­ción” no es solamente hacer cosas con o a las normas existentes, sino descubrir lo que esas normas jurídicas existentes son.

La tercera posibilidad, como la segunda, considera construcción aquello que no es interpretación, pero redefine la interpretación para dar un lugar central a lo que las definiciones arriba citadas omiten por completo —concretamente, que la interpretación jurídica es una bús­queda de contenido jurídico, o de “lo que el derecho es”, y no la acti­vidad de buscar simplemente contenido lingüístico (fijo) si las posturas no originalistas sobre lo que el derecho es son correctas. En este enten­dimiento, justo del mismo modo que la implementación constitucio­nal puede dividirse en las dos etapas de interpretación y construcción, la interpretación constitucional misma puede a su vez dividirse en dos: interpretación semántica o lingüística, e interpretación jurídica.

La Parte I desarrolla este crucial problema de umbral consistente en entender en qué parte de la distinción interpretación/construcción se encuentra el derecho. Lo que concluye es que resulta altamente pro­bable que la mayoría de los proponentes de la distinción interpreta­ción/construcción estén intentando defender la tesis compuesta según la cual la interpretación es la búsqueda de contenido jurídico, el con­tenido jurídico es el contenido lingüístico y el contenido lingüístico es fijo. La Parte II, en consecuencia, evalúa esta afirmación. Naturalmen­te, una evaluación crítica completa es imposible en este breve espacio. Aclarado esto, esta parte presenta un caso hipotético diseñado para ali­mentar la intuición de que la muy restrictiva postura originalista sobre el contenido del derecho constitucional es equivocada: aun dejando de lado el precedente judicial, el derecho no es siempre el contenido se­mántico fijo de un texto jurídico.11

La Parte III aborda entonces la segunda versión de la distinción in­terpretación/construcción —aquella según la cual la interpretación es la actividad consistente en determinar el contenido lingüístico de un texto, si bien ya asumido que el contenido lingüístico contribuye a, pero no determina, lo que el derecho es. Esta Parte sostiene que ha­cer una división bipartita entre interpretación lingüística, por un lado, y todo lo que sucede en el descubrimiento del derecho y la elaboración de doctrina, por el otro, no es útil ni iluminador. Finalmente, la Parte IV considera la tercera posibilidad —que la interpretación es la deter­minación de lo que el derecho es, mientras que la construcción es la ac­tividad de crear doctrina adyacente a, distinta de y suplementaria de, lo que el derecho es. Los pragmatistas consideran absurda esta posibili­dad y en consecuencia llaman a abandonar el proyecto taxonómico. La Parte IV rechaza esta conclusión. Sostiene que esta conceptualización del espacio de implementación resulta familiar y útil —refleja la pers­pectiva de las “reglas de decisión”, por ejemplo— al menos en la medi­da en que pongamos en primer plano a la interpretación como la activi­dad consistente en determinar lo que el derecho es y en el trasfondo la actividad consistente en determinar lo que el contenido lingüístico fijo de un texto es.

Sostengo, en breve: que una perspectiva originalista sobre la imple­mentación constitucional que invoca, o construye sobre, la distinción interpretación/construcción es falsa; que la distinción interpretación/construcción como está ahora formulada (interpretación es la activi­dad consistente en determinar el significado lingüístico) no parece que vaya a ser muy útil una vez despojada de sus objetables tesis originalis­tas acerca del contenido del derecho; y que existe otra forma de labrar en dos piezas la implementación judicial de la Constitución que es ilu­minadora y útil.

I. Interpretación, construcción y derecho

“Es destacadamente el cometido y el deber del poder judicial”, de­claró el juez presidente Marshall en Marbury, “determinar qué es el derecho.”12 ¿Cómo determina un juez (o cualquier otra persona, si vamos al caso) qué es el derecho? Un primer pase hacia una posible res­puesta podría invocar el concepto, o al menos el lenguaje, de la “in­terpretación.” Podríamos decir, por ejemplo: que los jueces deben interpretar los textos jurídicos para determinar qué es el derecho; que el sentido, función o propósito de la interpretación jurídica es desentra­ñar qué es el derecho; que el derecho es lo que, adecuadamente inter­pretados, establecen u ordenan los textos legales con autoridad. Pos­tulados como estos podrían ser erróneos o engañosos, pero resultan familiares y parecen facialmente plausibles.

Si esto es cierto, el objetivo de la interpretación jurídica es enton­ces el “significado jurídico” o el “contenido jurídico” o el “derecho.” No deberíamos empezar asumiendo que el objetivo es el “significado lingüístico” o el “contenido semántico”, incluso si eso es lo que ocurrirá si acaba pasando que “lo que el derecho es” resulta necesariamen­te idéntico al significado semántico de los textos jurídicos relevantes. Pues bien, los originalistas, o la mayoría de ellos, sostienen que esto es lo que acaba pasando. ¿Pero qué si están equivocados? Si el significa­do lingüístico y el significado jurídico se separan ¿qué tipo de signifi­cado constituye el objetivo de la interpretación? Claro, esta pregunta podría contestarse de manera relativamente fácil si distinguimos en­tre interpretación lingüística e interpretación jurídica. Pero la distin­ción interpretación/construcción no adopta esa solución; habla de inter­pretación, simpliciter. Así que la pregunta se mantiene: ¿a qué apunta o qué rastrea la interpretación, si el contenido jurídico de un texto o su efecto jurídico —su contribución al derecho— no es su significado lingüístico (fijo)?

Un ejemplo hará que tanto la pregunta en sí misma como su impor­tancia sean más claras. Imaginemos a un fotógrafo o a un medio de co­municación invocando la Primera Enmienda como defensa contra el procesamiento bajo una ley federal que penaliza la publicación de foto­grafías de caídos en la guerra o de sus familiares en duelo. Llamemos Jones a este caso.13 Tomando por presupuesta la inexistencia de prece­dentes vinculantes, la corte revisora en el caso Jones se hará preguntas como “¿viola una prohibición legal sobre fotografías periodísticas la garantía de la ‘libertad de expresión’?”, y “¿qué significa ‘libertad de expresión’?” Y en el camino hacia la resolución de estas cuestiones, la corte bien podría involucrarse en las modalidades tradicionales de ar­gumentación constitucional —textual, histórica, finalista, ética y simi­lares.

Supongamos que la corte se convence de que el significado públi­co original de “libertad de expresión”, aun entendido como un posi­ble concepto jurídico técnico, está limitado a la libertad de desarrollar aquellas actividades que emplean palabras con el propósito de comuni­car —esto es, hablar y escribir. Desde esta perspectiva, una prohibición de exposición o publicación de fotografías no podría constituir una res­tricción prohibida de la “libertad de expresión”, si esa frase es construi­da o entendida conforme a su significado público original. Pero, continuemos suponiendo, la corte no está todavía convencida de que este estrecho significado público original establezca el “significado” (jurídi­co) de la Primera Enmienda, o establezca “lo que el derecho es”. Por el contrario, la corte concluye que los objetivos fundamentales que están tras de la garantía de libre expresión alcanzan a cubrir al menos algu­nas de las formas de comunicación o actividad expresiva no lingüística y no discursiva. Si los redactores y ratificadores de la Primera Enmien­da hubieran pensado en cosas como el arte figurativo o hubieran cono­cido la fotografía, estima la corte con un alto grado de confiabilidad, hubieran querido extender la protección constitucional frente a injeren­cias gubernamentales también a estas cosas.14 En congruencia con ello, la corte contesta las preguntas arriba formuladas de este modo (más o menos): la prohibición de fotografías periodísticas viola la garantía constitucional de “libertad de expresión”, y la prohibición constitucional de restricciones a la libertad de expresión significa que el gobierno no puede restringir de modo irrazonable o arbitrario el derecho natural de las personas a desarrollar actividad expresiva.

No estoy exhortando a pensar que ésta sería la interpretación “co­rrecta” o “mejor” dados los hechos expuestos. Les pido únicamente aceptar que los jueces que conocieron el caso Jones entendían que es­taban haciendo “interpretación constitucional”, que intentaban, en congruencia con Marbury, esclarecer “lo que el derecho es”, y que parte de su respuesta fue que “lo que el derecho es” no es idéntico, en este caso, a lo que era el significado público original de la disposición cons­titucional relevante.

Ahora imaginemos una segunda norma, promulgada después de Jo­nes, que penalice la publicación de fotos sexualmente explícitas de cualquier dignatario extranjero. La norma es impugnada y, en un caso llamado Smith, la Corte formula la siguiente doctrina: la venta o dis­tribución, aunque no la simple posesión, de material fotográfico puede ser regulada si (a) el material muestra conducta sexual explícita; (b) la muestra sexualmente explícita no fomenta significativamente un obje­tivo o valor literario, artístico, político o científico serio; (c) la regula­ción del material atiende un interés estatal imperioso no relacionado con la preservación de las costumbres sociales existentes ni con la pro­tección de los espectadores frente a sentimientos de ofensa; y (d) el go­bierno no podría atender su interés imperioso de un modo menos res­trictivo para la expresión fotográfica.15

Si no estamos casados todavía con un entramado conceptual particu­lar, podríamos razonablemente suponer —de forma pre-teórica, si hace falta— que Jones y Smith involucran predominantemente dos tipos distintos de actividad judicial. Los observadores externos y los propios jueces podrían decir que en Jones la corte estaba tratando de interpre­tar la Primera Enmienda; que se puede decir, con sentido, que la Pri­mera Enmienda protegía a la fotografía contra la censura estatal inclu­so antes de que el fallo Jones hubiera sido emitido; que Jones era una decisión declarativa del derecho. Smith, podríamos decir, fue distinto, pues resulta mucho más complicado digerir que el test cuadripartito de Smith preexistía a esta decisión, tal como, según estimaba Miguel Án­gel, su David ya existía en el bloque de mármol del que lo había escul­pido. La regla que emergió de Smith fue, parecería, creada o construida de un modo que no se dio en la regla que derivó de Jones. Significativamente, esto no es meramente un juicio post hoc, puesto que los alegatos ganadores en ambos casos probablemente se leerían muy dis­tintos. Mientras los acusados en Jones argumentaron, podemos razo­nablemente imaginar, que “la Primera Enmienda, correctamente interpretada, protege a la fotografía de la censura estatal”, ni las partes ni amicus alguno en Smith hubiera argumentado de modo similar que la Constitución, “correctamente interpretada”, establece que una prohibi­ción de distribución de material sexualmente explícito es permisible si, o sólo si, las cuatro condiciones arriba apuntadas se cumplen. Si al­gunos de los escritos de alegato hubiera propuesto el test que la Corte Smith terminó por anunciar, o alguna variante, sus argumentos hubie­ran sido presentados en términos de lo que la corte debía hacer, y no en términos de lo que el derecho, debidamente entendido, ya era.

Si todo esto es medianamente correcto como descripción del modo en que los jueces y muchos (pero no todos los) observadores entende­rían lo que ha pasado en estos dos casos, podemos identificar provisio­nalmente tres actividades diferentes, y tres resultados distintos, de la adjudicación constitucional: (1) una determinación judicial respecto de cuál era el significado público original de la cláusula de Libre Expre­sión; (2) una determinación judicial respecto de qué es lo que la cláu­sula de Libre Expresión “hace”, o “significa”, u “ordena” o “abarca”, o respecto de cuál es su efecto jurídico, o respecto de lo que el dere­cho es; (3) una elaboración judicial o formulación de un test o doctrina para implementar o administrar el “mandato” de la Primera Enmienda o su significado jurídico. Para evaluar el marco analítico de la interpre­tación/construcción, debemos especificar cómo da cobijo a esta visión tripartita de la implementación constitucional.

Bajo una lectura posible de la literatura relevante, lo que es el dere­cho en un momento dado —por ejemplo, cuando un caso es remitido a un juez para su resolución— es una función tanto de la interpretación como de la construcción. Como apunta Solum: “Todos o al menos casi todos los originalistas están de acuerdo en que el significado original de la Constitución debería hacer una contribución sustancial al conte­nido de la doctrina constitucional”.16 Si leemos “doctrina constitucio­nal” como algo esencialmente sinónimo de “derecho constitucional”, entonces podemos razonablemente concluir que los originalistas no re­ducen, o no necesitan reducir, el derecho constitucional al contenido semántico del texto constitucional.

Por supuesto, el derecho constitucional no es reducible al contenido semántico del texto constitucional en un aspecto importante. Las sen­tencias judiciales (especialmente las de la Corte Suprema de EEUU) pueden enunciar, establecer o producir derecho que es superior al res­to de fuentes del derecho y que puede ser por ello descrito con justi­cia como “derecho constitucional” aun cuando sus sentencias enuncian normas, al amparo de la Constitución, que son inconsistentes con el contenido semántico del texto, entendido al estilo originalista o de otro modo. Y aunque los originalistas mantienen un famoso desacuerdo in­terno acerca de lo permisible de la adhesión judicial continuada a pre­cedentes que se apartan del significado original, pocos o ninguno de ellos niega que la decisión judicial no originalista sea derecho consti­tucional. Pero dejemos de lado la cuestión de los precedentes judicia­les, no porque no sea importante, sino porque añade a la discusión una complejidad extraordinaria.

La lectura de la construcción que estoy proponiendo ahora parece autorizar la posibilidad de que, aun cuando no exista un precedente judicial aplicable, nuestras normas supremas —el derecho que convencionalmente clasificamos como “constitucional”— puedan no ser solamente una función del contenido semántico. Factores o considera­ciones como “los valores e intereses sociales contemporáneos” podrían también contribuir (de algún modo todavía no especificado) al conteni­do del derecho —contribuir, esto es, a lo que el derecho es incluso an­tes de que las cortes digan algo respecto de él. Desde esta perspectiva, un juez podría interpretar una disposición constitucional para determi­nar que su contenido público original era M, y luego podría mezclar o combinar de alguna forma ese significado con, o (mejor todavía) ponderar y balancear dicho significado con, valores o entendimientos con­temporáneos, en desarrollo de una actividad denominada “construc­ción” a los efectos de determinar que el derecho es N.17

Esta es una lectura acerca de cómo puede funcionar la construcción. Pero no es, a mi juicio, la lectura más probable. En una segunda lec­tura, la construcción se refiere a una actividad que los jueces hacen sobre el derecho para hacerlo funcionar mejor (a su entender) en la resolución de los casos. Nuevamente supongamos que no hay prece­dentes relevantes, y supongamos que el significado semántico de una disposición P es M. Bajo la conceptualización de los nuevos origina­listas acerca del contenido semántico de un texto jurídico, esto significa que el significado público original de P era M. Tal vez M sea dema­siado vago para proveer suficiente orientación en la resolución de las controversias. Supongamos que P es la cláusula de Igual Protección, y que M era “los Estados deben tratar igual a las personas iguales en ausencia de muy buenas razones.” Una interpretación correcta concluiría que eso es el derecho: el derecho dice (en una primera aproximación) que una norma estatal o cualquier regulación estatal que pretende tra­tar de modo diferenciado a las personas por motivos no apoyados en muy buenas razones es jurídicamente nula. Pero un nuevo originalista podría admitir que esa norma jurídica no es suficientemente precisa o determinada para servir a los valores del Estado de derecho: los ciudadanos y los agentes gubernamentales tendrán dificultades para predecir cómo se aplicará esta norma en casos particulares, propiciando así liti­gio constante, que será resuelto de forma no uniforme, y así sucesiva­mente. Por ello podría considerar admisible que las cortes elaboren reglas de implementación en ejercicio de la construcción constitucional. Los niveles de escrutinio podrían ser, en consecuencia, doctrina consti­tucional perfectamente admisible. Pero esta doctrina refina, aumenta o suplementa lo que el derecho era o es.

Notemos que, mientras la primera lectura de la distinción interpre­tación/construcción (conforme a la cual la construcción puede ser un segundo paso en la determinación del derecho) acepta nuestra caracterización provisional de Jones como determinación de lo que el dere­cho es, esta segunda lectura rechaza tal caracterización. Mantiene que los pasos (2) y (3) arriba presentados ocurren los dos río abajo de la determinación del derecho. El derecho, bajo esta concepción, simple­mente es lo que el significado público original de la cláusula de Libre Expresión era. Y si los pasos (2) y (3) son o no kosher es una pregun­ta normativa, no conceptual; las respuestas dependen de juicios acerca de lo que es legítimo o permisible que los jueces hagan como cuestión de moralidad política. Nunca hacemos construcción para determinar lo que el derecho es; la construcción se ocupa solamente de “lo que poda­mos querer hacer o haber hecho con” el derecho.18

En términos generales, creo que los proponentes contemporáneos de la distinción interpretación/construcción —teóricos que, después de todo, se auto-describen como originalistas— adoptan esta última posi­ción. Esto es, cuando describen la interpretación constitucional como “el proceso de descubrir el significado del texto constitucional,”19 el “significado” que tienen en mente es, a la vez, jurídico, lingüístico y fijo. (No tomemos al pie de la letra este argumento acerca de cómo la mayoría de defensores de la distinción responderían a la opción que les presento. Nada en este ensayo depende de que esta generalización o predicción empírica sea correcta). La Parte que sigue argumenta en contra de esta postura reforzando el juicio según el cual el contenido del derecho está determinado por algo más que su significado semánti­co si el significado semántico es alguna modalidad de significado original, esto es, si el significado jurídico es fijo. En la Parte III desarro­llo la posibilidad de construir la distinción interpretación/construcción conforme a la primera posición. Esto es, planteo si esta particular con­ceptualización de la implementación constitucional es útil si aceptamos que algunas de las cosas que hacen los jueces en el proceso de determi­nar lo que el derecho es caen del lado de la división donde se halla la construcción.

II. Significado original y derecho

Estamos ahora asumiendo que la interpretación es la actividad con­sistente en tratar de determinar, a partir de fuentes jurídicas, lo que el derecho es, y también que —dejando de lado las complejidades crea­das por una larga historia de precedentes judiciales que sin duda contribuyen, de formas diversas, al contenido del derecho constitucio­nal— el derecho constitucional es simplemente el significado público original del texto constitucional. En otro lugar he argumentado exten­samente que los diversos argumentos formulados por los originalistas a favor de esta proposición son poco convincentes o peor que eso.20 No quiero simplemente repetirme y, en cualquier caso, no tengo espacio para un argumento plenamente desarrollado. Así que no intentaré aquí ofrecer nada que se parezca a una refutación definitiva de esta tesis. En su lugar, ofrezco una narración que podría sugerir, al menos para los no comprometidos, que reducir el significado jurídico o el contenido jurí­dico al contenido semántico fijo no es sostenible.

Supongamos que mañana descubrimos, o concluimos, que la pala­bra “protección” jugaba un papel importante en el significado públi­co original de la cláusula constitucional de Igual Protección. Suponga­mos, en otras palabras, que el significado público original del mandato constitucional según el cual “ningún Estado negará a persona alguna la igual protección de las leyes” era, en una primera aproximación, que ningún Estado debía discriminar irrazonable o injustamente al proveer la protección que la ley otorga a las personas en lo individual, y que “protección” se refiere aquí a cosas como la policía, los bomberos y las normas y procedimientos judiciales para la reivindicación de dere­chos.21

Desde luego, la doctrina constitucional desarrollada o declarada por los jueces ahora existente establece que la discriminación en cualquier tipo de actividad gubernamental estatal —incluida la provisión de be­neficios constitucionalmente graciables— puede violar la cláusula de Igual Protección. Si una particular discriminación en la provisión de beneficios viola o no la garantía constitucional de igual protección de­penderá del resultado del análisis exigido por el nivel de escrutinio ju­dicial apropiado para el caso – por regla general, una discriminación sobre la base de la raza o el género será más que probablemente con­siderada inconstitucional; la discriminación sobre cualquier otra base probablemente sobrevivirá. El punto clave, sin embargo, es que la dis­criminación en la provisión de beneficios será considerada una nega­ción de la garantía constitucional de “igual protección” si dicha dis­criminación se estima injustificada. Esto no sucedería bajo lo que nos imaginamos que era el significado original de esa cláusula, conforme al cual la acción del Estado puede equivaler a una negativa de igual pro­tección sólo si se satisfacen dos condiciones: la acción estatal es des­igual e involucra protección. Puesto en términos simples, “protección” como idea significativa se ha caído del entendimiento contemporáneo del imperativo constitucional de igualdad.

He aquí una pregunta que puede formularse acerca de este estado de cosas: ¿es o no una enunciación correcta del derecho actual decir que la discriminación en la provisión de beneficios puede violar la Enmien­da Decimocuarta?22 Uno puede verse tentado a aventurar que origina­listas y no originalistas contestan esta pregunta de forma distinta —los originalistas dicen que el derecho no dispone eso y los no originalistas dicen que sí. Pero, como he sugerido, esta respuesta es casi con toda seguridad incorrecta. Aunque los originalistas guardan su famoso des­acuerdo acerca de si los jueces tienen el deber jurídico o constitucional o moral de rechazar precedentes que, vistos con un lente originalista, son incorrectos,23 concuerdan sin embargo en que, a menos y hasta que el poder judicial revoque un precedente incorrecto, ese precedente es parte del derecho.

Así que cambiemos el supuesto sólo en esta pequeña medida. Asu­mamos que no hay precedentes de la Corte Suprema que sostengan que la cláusula de Igual Protección se aplica a supuestas desigualdades que no involucran discriminación en la provisión de protección. Pero asu­mamos que el siguiente aspecto de nuestro mundo sigue siendo cierto: “protección” como idea significativa ha pasado en cualquier caso a es­tar fuera de nuestro entendimiento actual del imperativo constitucional de igualdad. A pesar de que no hay decisiones de la Corte Suprema en juego, nadie cree que la cláusula de Igual Protección se limite a prohi­bir protecciones desiguales. De hecho, no ha habido pronunciamien­tos de la Corte Suprema sobre el punto precisamente a causa de este amplio entendimiento. Cada vez que un legislador, estatal o nacional, propone legislación que discriminaría injustamente en cuanto a la con­cesión de beneficios, una abrumadora mayoría de participantes en el debate —ciudadanos y funcionarios electos por igual— objetan que se­ría inconstitucional. Y los defensores de la legislación invariablemente responden señalando que la discriminación no sería injusta o irrazonable, nunca negando que la cláusula de Igual Protección prohibiría la tal legislación si ésta fuese injusta o irrazonable.

Vayamos más lejos. Supongamos que los tribunales estatales, al mo­mento de aplicar disposiciones de igualdad redactadas en términos si­milares a la cláusula federal de Igualdad, interpretan de modo rutinario que estas disposiciones estatales se aplican a la concesión de benefi­cios; rechazando universal e inequívocamente la extraña sugerencia de que la garantía federal se preocupa únicamente de la protección desigual. Y esto: el dicta en varias sentencias de la Corte Suprema deja claro que la cláusula no limita su aplicación a la legislación que invo­lucra “protección.” Por ejemplo, en casos en los que se ha negado a los demandantes legitimación activa para impugnar cierta ley, los jueces han transmitido, gratuitamente pero sin contradicción, el entendimien­to amplio del imperativo constitucional. Y finalmente esto: hace bas­tantes años, en respuesta a la sugerencia de un historiador en el sentido de que el significado público original de la cláusula de Igual Protección está limitada a “protección”, no prohibiendo entonces siquiera las más groseras desigualdades en la concesión de beneficios, comenzó una campaña para reformar la Constitución y agregar una disposición de igualdad que expresamente estableciera un ámbito de aplicación más amplio. Pero la campaña no llegó a ningún lado dado el consenso cua­si-universal de que resultaba innecesario.

Dados todos estos hechos, ¿qué es el derecho? ¿Prohíbe el derecho las desigualdades que no involucren el establecimiento de procedi­mientos y servicios justamente llamados “protección”? Me parece que los originalistas están comprometidos a responder a esa pregunta en sentido negativo: el derecho es solamente lo que algún rasgo original fijo de la Constitución (paradigmáticamente, su significado público ori­ginal) dispone, y el entendimiento generalizado de que la Constitución ofrece una protección más amplia frente a acciones estatales desiguales no es sino un error.24 Es un error no sólo sobre lo que el significado ori­ginal era, sino también, y más cerca del punto que estamos discutiendo ahora, un error sobre lo que el derecho es.

Esta respuesta me suena a algo bastante equivocado, que se apoya en una concepción de lo que es derecho extraña, estéril y asocial. Al restar toda importancia a lo que los miembros de un sistema socio-ju­rídico (un sistema no reducible, por cierto, a lo que ocurre en los tribu­nales) consideran que es derecho y a cómo su comprensión es causal mente efectiva para ellos, trata a las leyes estatales como algo que no es significativamente distinto de las leyes científicas. Pero el derecho estatal es diferente. Como ha subrayado Brian Bix: “el discurso jurí­dico se orienta a describir una práctica y un producto que es, según la opinión mayoritaria, un hecho social que tiene poca o nula existencia fuera de las acciones e intenciones de sus participantes”.25 Por lo tanto, bajo una concepción más precisa, como Gerald Postema dijo acerca del entendimiento clásico del common law, “el derecho, en su fundamento no [es] tanto algo ‘realizado’ o ‘puesto’ — algo ‘sentado’ por naturale­za o voluntad— sino más bien algo ‘adoptado’, esto es, utilizado por jueces y otros en… la deliberación práctica”.26

Como insinué más arriba, no intentaré desarrollar argumentos deci­sivos para persuadirlos de esta conclusión si lo que a mí me salta como algo claro a ustedes les salta de modo muy distinto. Déjenme, sin em­bargo, presentarles una variación de la historia.

Retiren su atención de una representación hipotética de nuestra cul­tura jurídica y de gobierno y diríjanla a alguna civilización antigua. Llamémosla Etrusca. Supongamos que los etruscos tenían textos jurí­dicos, pero poca adjudicación, pues los ciudadanos generalmente es­taban de acuerdo en cuáles eran sus obligaciones jurídicas y preferían también resolver los desacuerdos que quedaran de manera informal —de manera informal pero, necesariamente, a la sombra de la resolución jurídica formal. Un texto jurídico etrusco con autoridad, escrito en el 800 a.n.e., contenía la disposición P. Durante aproximadamente 500 años, empezando en el 700 a.n.e., los etruscos de a pie y los miem­bros de los poderes legislativo y ejecutivo entendieron en su abruma­dora mayoría que P significaba M. Esto es, entendieron que el derecho era M en virtud de P. Lo mismo hicieron los jueces (si bien quizá sólo en su calidad no oficial), aunque no tenían ocasión de fallar en ese sen­tido. Imaginen que un historiador moderno determina, a satisfacción de todos los historiadores del periodo, que el significado público origi­nal de P era N, no M. ¿Era M o N, el derecho en Etrusca del 700 al 200 a.n.e? ¿Sería de algún modo posible que el derecho fuera N aun cuan­do ni una sola alma viva en aquel tiempo creyera que el derecho era N o actuara conforme a tal creencia? Si no, parece seguirse que no es el caso que el contenido jurídico o el significado jurídico de un texto —el derecho asociado a él o (parcialmente) determinado por él— sea nece­sariamente el contenido semántico original de un texto.

III. Interpretación lingüística, no jurídica

Si una visión originalista robusta de la distinción interpretación/construcción no es viable, consideremos ahora entonces la primera po­sible clarificación de la distinción interpretación/construcción sugerida en la Parte I. Ese constructo, recordemos, se atiene a la idea de que interpretación es la determinación del contenido lingüístico de un texto, admitiendo sin embargo que el contenido lingüístico y el contenido jurídico —lo que el derecho es— puedan diferir. Bajo esta perspectiva, una vez una juez haya determinado el significado lingüístico (fijo) de una disposición constitucional, abandona la interpretación y se interna en el reino de la construcción aun si, como a veces será el caso, todavía no ha determinado lo que el derecho es. Esta imagen consta de los siguientes tres pasos:

  1. Interpretación constitucional —la actividad consistente en determinar el significado lingüístico (fijo) de la Constitución;

  2. Construcción constitucional determinadora-de-derecho —la activi­dad consistente en determinar, sobre la base del significado lingüístico de la Constitución y de otras consideraciones, lo que el derecho es; y

  3. Construcción constitucional creadora-de-doctrina —la actividad consistente en formular reglas o tests jurídicos diseñados para administrar de mejor modo el derecho constitucional (tal como ha sido determinado, quizá implícitamente, en el paso 2).

Podríamos preguntar si esta explicación presenta una imagen “ver­dadera” o “precisa” de la implementación constitucional. Pero yo haría un pregunta distinta —más en particular, preguntaría si esta representa­ción resulta útil o iluminadora. Este es, pienso, el mejor estándar para evaluar las conceptualizaciones que se ofrecen de la mayoría de los fe­nómenos, incluida la adjudicación constitucional. Y la respuesta, con­sidero, es no.

Para ver por qué, resulta útil calibrar esta conceptualización en con­traste con una visión alternativa. Y la visión alternativa más común, denominada algunas veces “pluralista”27 o “ecléctica”,28 contempla el derecho constitucional como el resultado de la interpretación constitu­cional, y a la interpretación constitucional como la aplicación constre­ñida-por-la-práctica de las modalidades (bobbitianas) de la argumen­tación constitucional: significado original del texto, propósitos de los autores y ratificadores, práctica histórica, precedente judicial, implicaciones estructurales, consecuencias, justicia y similares.29 Nadie niega que el significado lingüístico fijo sea una consideración importante de cara a la determinación del significado jurídico de la Constitución. Lo que muchos sí niegan, no obstante, es que tenga un estatus distintiva­mente privilegiado. Y si no lo tiene, es entonces engañoso o distractor asignar una particular etiqueta —¡y en particular la etiqueta “interpre­tación”!— a lo que es sólo uno entre los varios argumentos o conside­raciones que, en los casos apropiados, alimentan el significado jurídico de la Constitución. Ciertamente, podríamos querer una palabra especial para la investigación sobre el significado semántico fijo, si el significa­do semántico fijo constriñera firmemente el significado jurídico. Pero la hipótesis sobre la igual protección intenta mostrar que no es así.30

Los jueces deberían hacer indagaciones sobre muchas cosas en el camino que los debe llevar a determinar cuál es el efecto jurídico, el contenido o la relevancia de la Constitución —o lo que tiene por decir la Constitución, como norma, sobre un particular problema o disputa. Dado que una de las muchas cosas acerca de las que deberían indagar —una que resulta con frecuencia muy importante— es el significado original de alguna porción de texto constitucional, no es errado decir que existe una “actividad consistente en determinar el significado lin­güístico (fijo) de la Constitución.” Pero también existen las “activida­des”, digamos, consistentes en determinar los fines que alguna porción del texto, o el texto visto como un todo integral, intentaba alcanzar, y en determinar cuál ha sido el entendimiento post-promulgación del mandato constitucional. Si esto es así —y admito que he invocado un entendimiento generalizado acerca de que es así, en lugar de elaborar un argumento diseñado para convencer a los escépticos31— entonces no hay ninguna buena razón para atribuir un nombre especial a la pri­mera actividad, y mucho menos para favorecerla con el título de “inter­pretación.”

IV. Construyendo reglas constitucionales de decisión

El resultado del análisis desarrollado en la Parte III fue cuestionar la utilidad de la distinción interpretación/construcción cuando es presen­tada como una división entre, por un lado, la actividad consistente en descubrir el significado semántico y, por el otro, todo lo demás que sea necesario hacer en vistas a la determinación y el refinamiento del de­recho y la construcción-implementación de la doctrina jurídica. ¿Se si­gue de ello que la empresa conceptualizadora está errada?

Antes de concluir que sí, deberíamos considerar una conceptuali­zación alternativa de la distinción interpretación/construcción que no parece ser apoyada por sus actuales proponentes, pero que deriva con bastante naturalidad de nuestra discusión anterior. Si distinguimos el significado o contenido lingüístico o semántico (fijo) de un texto nor­mativo de su (posiblemente dinámico) significado,32 efecto o signifi­cación jurídica, podríamos concluir que la interpretación jurídica es el intento de determinar estos últimos y no el primero —en la medida en que ambos difieran en un caso concreto. Esto nos permite mantener una distinción bipartita en cuyo contexto los jueces interpretan lo que el derecho es y también elaboran doctrinas para administrar, ejecutar o implementar el derecho. Además, podríamos querer otorgar la etique­ta de “construcción” a este último conjunto de actividades. Si lo hace­mos, obtenemos los rudimentos de una distinción interpretación/construcción que, cuando es desarrollada de cierto modo particular, resulta, pienso yo, tanto esclarecedora como útil —aunque no sea la que los or­ginalistas (los “nuevos” u otros) tienen en mente. Diré algo sobre esta concepción alternativa de la distinción interpretación/construcción en esta Parte final. Pero quizá estemos en mejor posición para entender la concepción alternativa —el modelo de las “reglas de decisión”— habiendo considerado antes la objeción de los pragmáticos.

La objeción pragmática a la idea de tallar el ámbito de la imple­mentación constitucional en componentes conceptualmente distingui­bles ha sido expresada poderosamente por Rick Hills. Como yo lo leo, Hills está esgrimiendo dos argumentos entremezclados pero distintos. Primero, señala que separar el “significado” constitucional (o cualquier cosa similar) de la implementación doctrinal es multiplicar categorías sin sentido ni provecho. “Desde un punto de vista pragmático”, insis­te, “el significado de una disposición constitucional es su implementa­ción. Hablar de un principio constitucional ‘puro’ independientemente de cómo una institución —los tribunales, el Congreso, el presidente, la multitud, los profesores de derecho y así sucesivamente— implemen­ta ese valor, es hablar con vacías abstracciones metafísicas”.33 O como Daryl Levinson había señalado algunos años antes, “los derechos de­penden de las garantías, no sólo para su aplicación en el mundo real, sino para la definición de su alcance, forma y existencia misma”.34 Peor todavía, trazar algo así como una división significado/doctrina no sólo carece de sentido, sino que es falso y posiblemente dañino. El impulso clasificatorio o taxonómico, dice Hills, está comprometido con la exis­tencia de un “Snark * de valor constitucional no instrumental ‘puro’”, pero tal cosa, piensa él, no existe.35 Es simplemente incorrecto suge­rir, como hacen los defensores de una tesis del doble resultado que “las preocupaciones instrumentales deban… ser devaluadas a meros asun­tos de implementación, como si pudieran ser aisladas en una categoría sub-constitucional que las guardaría de infectar al resto de su doctrina con su contingencia”.36 Por el contrario, como Levinson apunta, “los derechos constitucionales son inevitablemente moldeados por, e incor­poran, cuestiones remediales. La adjudicación constitucional no sólo es funcional en el nivel de las garantías, sino en todos los niveles”.37

Creo que Hills y Levinson están en lo cierto (por lo menos) en un punto absolutamente crucial: la determinación del significado o con­tenido normativo de la Constitución no se realiza propiamente de una forma que descarte o limite las consideraciones adecuadamente descri­tas como prudenciales, instrumentales, funcionales o prospectivas. Yo soy pluralista o ecléctico en materia de “interpretación.” Pero creo que las conclusiones que los pragmáticos derivan de esta premisa son am­bas falsas. En primer lugar, no se sigue que todas las formas de concep­tualizar divisiones dentro del espacio de implementación sean necesa­riamente inútiles. Que un particular tallado tenga o no valor de contado para nosotros depende de la naturaleza de la talla y de las característi­cas o funciones de las piezas que la componen. En segundo lugar, no es un rasgo constitutivo de la división entre una etapa o resultado de la implementación constitucional y otro (con independencia de que las díadas sean llamadas “interpretación” y “construcción” o “significado” y “doctrina implementadora”, u otra cosa), que una de las dos sea relegada al ámbito del valor o los principios “puros” o sea de algún otro modo acordonada fuera de la contingencia. La interpretación y la cons­trucción podrían estar hechas fundamentalmente del mismo material.

Mis respuestas a las dos objeciones de los pragmáticos han sido for­muladas hasta ahora en términos modales. He sostenido que es posi­ble que una teoría bipartita evite los errores en los que se centran los pragmáticos. Pero puedo decir más. Yo creo que mi cincelado favorito del ámbito de la implementación —que distingue entre las determina­ciones judiciales del significado o el efecto normativo de la Constitu­ción (determinaciones que llamo “proposiciones constitucionales operativas”) y las directivas judiciales sobre los estándares o tests que los tribunales usan para determinar si una particular proposición constitucional operativa queda satisfecha (directivas que llamo “reglas consti­tucionales de decisión”)— evita, de hecho, tales errores. En breve, aun si es el caso que el derecho sea determinado del modo que prefieren la mayoría de los teóricos “pragmáticos” o “no originalistas”, conti­núa teniendo valor pragmático reconocer que los tribunales construyen normas, tests y marcos conceptuales —en una palabra, doctrina— para implementar derecho pragmáticamente determinado.

Pensemos en un caso real, Atwater v. City of Lago Vista.38 El caso surgió cuando un policía de Lago Vista, Texas, detuvo a una mujer, Gail Atwater, por conducir sin haberse puesto el cinturón de seguri­dad ni habérselo puesto a sus dos hijos pequeños. Aunque el agente Bart Turek hubiera podido simplemente darle un citatorio a Atwater, la arrestó, la esposó y la llevó a la estación de policía. Atwater demandó al agente, al jefe de la policía y a la ciudad, argumentando que su arres­to era una detención irrazonable bajo la Cuarta Enmienda.

Cuatro jueces de la Suprema Corte hubieran validado la pretensión de Atwater, argumentando que la puesta en custodia es una detención; que la Cuarta Enmienda proscribe las “detenciones irrazonables”; que el hecho de que una detención sea o no razonable dependerá entera­mente de las particularidades del caso; y que la detención, en el caso concreto, “fue patentemente irrazonable porque los intereses legítimos del Estado pudieron haberse atendido de igual modo con la mera emi­sión de un citatorio”.39 Cinco jueces disintieron y sostuvieron, en una sentencia escrita por el juez Souter, que el arresto no violaba los de­rechos de Atwater bajo la Cuarta Enmienda. La mayoría no dijo que las acciones del policía fueran razonables. De hecho, sugirió que no lo eran: “la pretensión de Atwater de vivir libre de confinamiento e in­dignidad inútil, supera claramente cualquier rasgo particular de su caso que la Ciudad pudiera esgrimir contra ello”.40 Pero éste no era el tipo de cuestión que la mayoría quería que protagonizara la resolución de casos bajo la Cuarta Enmienda, pues:

no se logra un equilibrio responsable en torno a la Cuarta Enmienda si se fijan estándares que exigen determinaciones sensibles y casuísticas acerca de las necesidades del Gobierno, a menos que se desee conver­tir cada evaluación discrecional en este ámbito en una oportunidad para la revisión constitucional. Con notable frecuencia, la Cuarta Enmienda tiene que ser aplicada con el impulso (y al calor) del momento, y el ob­jetivo al aplicar su imperativo de razonabilidad es el de establecer están­dares suficientemente claros y simples como para ser aplicados con su­ficiente probabilidad de sobrevivir el intento de reconstrucción que los jueces hacen meses o años después de una detención o registro. Los tribunales que persiguen llegar a un balance razonable sobre la Cuarta En­mienda favorecen de este modo el interés esencial del gobierno en tener reglas fácilmente administrables.41

En breve, la mayoría quería una regla, no un estándar. Y la regla que anunció fue ésta: “si un agente tiene razón probable para creer que un individuo ha cometido aunque sea un delito menor en su presencia, puede arrestar al transgresor sin violar la Cuarta Enmienda”.42

Hay por lo menos dos maneras de dar sentido o explicar esta doc­trina. Podríamos simplemente decir que eso es la regla o el derecho, y cerrar el tema: es per se razonable bajo el significado de la Cuarta En­mienda que un policía arreste a todo aquél que cometa un delito, en cualquier circunstancia, siempre y cuando el delito se produzca en su presencia. Alternativamente, podríamos interpretar (¡!) que la decisión hizo dos cosas, no una. Primero, la mayoría en Atwater, al igual que el voto disidente, interpretó que la Cuarta Enmienda convierte en incons­titucional cualquier detención no razonable, a resultas de un juicio que inevitablemente será del tipo “todas-las-cosas-consideradas”.43 Esa se­ría la “proposición constitucional operativa.” Segundo, elaboró una directiva —una “regla constitucional de decisión”— según la cual los tri­bunales deben presumir categóricamente que un arresto es razonable si concluyen que el agente de policía tenía una razón probable para creer que el arrestado había cometido un ilícito en su presencia. Esta caracterización de la doctrina puede explicar por qué Atwater perdió, a pesar de que ningún miembro de la Corte pareció dudar que ella hubiera sido objeto de detención irrazonable.

No me interesa en este punto argumentar si la segunda es necesaria­mente la mejor forma de reconstruir, conceptualizar o practicar inge­niería inversa a esta doctrina en particular. El punto del ejemplo es sólo ilustrar la distinción proposición operativa/regla de decisión en acción y mostrar cómo, contra la preocupación pragmática, esta forma parti­cular de taxonomizar el ámbito de implementación no es un ejercicio de conceptualismo árido o vacío. Por el contrario, existen por lo menos tres sentidos en los cuales la distinción podría ser consecuencialmente significativa, aplicada a este caso.

Primero, este tipo de cincelado de la decisión tiene una significa­ción expresiva distinta de la lectura de resultado único y podría enton­ces propiciar respuestas distintas de parte de actores no judiciales. Los ciudadanos, la legislatura y los departamentos de policía podrían desarrollar puntos de vista distintos sobre el comportamiento policial ade­cuado, y podrían generar mecanismos de revisión regulatoria distintos si entienden que la Suprema Corte ha afirmado que los arrestos entran en conflicto con el imperativo constitucional si no son razonables to­das-las-cosas-consideradas y ha optado por infra-garantizar el impera­tivo por razones específicas a la institución. Segundo, es probable que la caracterización como regla de decisión abra mayor espacio para que el Congreso intervenga en la formación de doctrina constitucional. Su­pongamos que el Congreso disiente del juicio predictivo de la Corte en cuanto qué tanto comportamiento policial bien-intencionado desincen­tivará la aproximación a la razonabilidad de la Cuarta Enmienda basa­da en el juicio ad hoc una vez consideradas todas las circunstancias, o con la evaluación de la Corte acerca de cuándo es excesiva la cantidad de litigio en la materia. Dado que uno podría razonablemente concluir que los juicios del Congreso sobre estos asuntos deberían prevalecer sobre los de la Corte, es plausible suponer que anunciar la doctrina At­water como una regla de decisión que emplea una presunción categó­rica sería una forma particularmente efectiva (aunque no esencial) de señalar cuándo y cómo podría intervenir el Congreso si así lo deci­diera. En tercer lugar y de modo relacionado, caracterizar la doctrina como una regla de decisión que implementa una proposición operativa de distinto contenido podría facilitarle a la Corte la futura revisión de su doctrina si lo considera apropiado. Al balancear los costos de sobre-disuadir a la policía de realizar arrestos razonables contra los de infra-disuadirla de realizar arrestos irrazonables (arbitrarios), la Corte expre­samente señaló “una ausencia de horrores que demanden reparación”.44 Pero ¿qué si la Corte hubiera subestimado sustancialmente la inciden­cia de arrestos arbitrarios y sin garantías por meras faltas? O ¿qué si la Corte hubiera tenido razón al momento de la decisión pero las circuns­tancias fácticas hubieran cambiado? Sin duda la Corte podría revisar la doctrina a la luz de la experiencia con independencia del modo en que la doctrina fuera clasificada. Pero es plausible suponer que las preten­siones rivales de estabilidad y flexibilidad encontrarían una reconcilia­ción más efectiva si se desarrollan prácticas de stare decisis que per­mitan que las reglas de decisión sean modificadas o abandonadas de modo algo más ágil que las proposiciones operativas.

Ustedes podrían decir que no necesitamos la distinción proposición operativa/regla de decisión para alcanzar ninguno de los fines apunta­dos, y tendrían razón. Pero si esta conceptualización tiene o no en el mundo real efectos de los que otras conceptualizaciones rivales care­cen no es el estándar de valoración apropiado. En términos pragmáti­cos, la cuestión es más si existe una probabilidad realista de que algu­nas cosas en el mundo sean diferentes si nuestra caja de herramientas conceptual nos permite distinguir entre declaraciones judiciales sobre lo que los tribunales consideran que la Constitución permite, autoriza o prohíbe —lo que los tribunales interpretan que el derecho es— y reglas de manufactura judicial relativas a cómo los tribunales adjudicarán las pretensiones de compatibilidad o incompatibilidad con lo que la Cons­titución permite, autoriza o prohíbe. Parece claro que la respuesta a esa pregunta es “sí”.

¿Pero qué hay del segundo argumento de los pragmáticos —en el sentido de que la conceptualización bipartita descrita en las líneas an­teriores implica (incorrectamente) que la interpretación sólo lidia con principios o valores puros, mensajes originarios o, en cualquier caso, no lidia con nada complicado, instrumental o contingente? Es posi­ble concebir que nuestro análisis de Atwater proporciona apoyo a esa preocupación. Ello, sin embargo, sería sacar la lección equivocada.

Por suerte, puedo defender esta pretensión de modo mucho más rápi­do, con sólo un ejemplo. Hace seis años, en el caso Vieth v. Jubelirer,45 todos los miembros de la Corte coincidieron en que la Constitución prohíbe el partidismo excesivo en la creación de nuevos distritos elec­torales. Pero la Corte se dividió al momento de determinar qué debía hacerse al respecto. Un grupo de cuatro Jueces, habiendo concluido que era imposible desarrollar un estándar judicialmente administrable, estaban dispuestos a sostener que las pretensiones de excesiva parcia­lidad en la creación de nuevos distritos plantean una cuestión política no justiciable; cuatro estaban dispuestos a adoptar tres tests distintos; al Juez Kennedy no se le ocurrió ningún test que le pareciera apropia­do y manejable, pero se negó a concluir, como el primer grupo, que el esfuerzo debía ser abandonado. He sostenido en otro lugar que la Cor­te debió haber reconocido que sólo la regla de decisión, y no la pro­posición operativa, debía ser “judicialmente administrable,” y he ofre­cido algunas sugerencias acerca de cómo podrían ser unas reglas de decisión razonables.46 Por ejemplo, propuse que los tribunales deberían concluir que una redistritación es excesivamente partisana, en viola­ción a la Constitución, si (pero “sólo si”) se realiza a la mitad de la dé­cada por un Gobierno estatal controlado por un solo partido, a menos que esté diseñado para alcanzar un interés imperioso.

Quizá ésta sería una regla de decisión sabia, quizá no. Mi punto aquí es sólo que no existe razón alguna para creer que la proposición ope­rativa que atribuyo al caso Vieth (y que estoy dispuesto a respaldar) —en el sentido de que el partisanismo excesivo en la modificación de distritos es inconstitucional— deba ser alcanzada de un modo ciego a hechos complicados y contingentes sobre política partidista en los Estados Unidos de hoy. Quise indicar que este tipo de hechos pueden tener apropiadamente influencia sobre una proposición operativa —y que las proposiciones operativas no tienen por qué ser reducidas a va­lores constitucionales “puros” y no instrumentales—47 al etiquetarlos como proposiciones en vez de principios. Y tengo la fuerte sospecha de que las contingencias prácticas influenciaron de hecho las conclusiones de por lo menos algunos miembros de la Corte en el sentido de que el excesivo partisanismo en la modificación de distritos es inconstitucio­nal. (Realmente, ¿cómo podrían no haberlo hecho?) Con seguridad los Jueces no se apoyaron todos en el significado original de una parte del texto constitucional, dado que algunos ni siquiera han ubicado en qué parte de la Constitución se encuentra este mandato.

He aquí, para resumir, una forma de dar cuerpo a la distinción interpretación/construcción: la interpretación es la determinación, mediante una serie de modalidades argumentativas, de las “proposiciones opera­tivas” de la Constitución —de lo que la Constitución “significa”, o de lo que su significación o efecto jurídico es. Construcción es el delinea­do de un catálogo de reglas diseñadas particularmente para ser usadas en el proceso de adjudicación constitucional, siendo las principales las “reglas de decisión”, las cuales guían a los tribunales en la determina­ción acerca de si un acto impugnado es o no constitucional. Esta par­ticular forma de conceptualizar el ámbito de implementación está en­raizada en la idea de que algunas veces, el Poder Judicial querrá decir algo como: “el derecho es X, pero los tribunales anularán una dispo­sición bajo impugnación incluso si Y (o sostendrán la disposición si y sólo si Z)” —o que incluso cuando el Poder Judicial no quiera poner las cosas en esos términos, los demás tendremos una buena razón para entender lo que diga en estos términos. Quizá, al final del día, ésta no sea una buena conceptualización del espacio de implementación por­que, pongamos por caso, puede no ser suficientemente fiel a la práctica existente o ser menos útil que otras conceptualizaciones rivales. Pero no es una objeción razonable contra este marco conceptual el que nos comprometa con un punto de visto anti-pragmático. No hace tal cosa. Muy probablemente, la articulación dominante de la distinción inter­pretación/construcción ayude a nutrir el malentendido cuando enfati­za que éstas son “actividades” distintas. Haríamos mejor en destacar que la implementación puede proveer distintos tipos de resultados, dis­tinguibles por las funciones que cumplen, y no necesariamente por las consideraciones argumentativas en las que descansan.

V. Conclusión

Los constitucionalistas han estado esculpiendo el espacio de imple­mentación constitucional durante ya varias generaciones. En los años recientes, varios teóricos talentosos y dedicados han convergido en apoyar un tipo particular de talla: una talla que distingue entre la in­terpretación del “contenido lingüístico” o “significado semántico” de la Constitución y la construcción de la doctrina jurídica diseñada para aplicar ese significado. Los proponentes de esta concepción han estado motivados, en su mayoría, por las creencias según las cuales (a) el de­recho (dejando de lado los precedentes judiciales) es sólo el significado semántico de un texto normativo, quedando éste fijado cuando se emite el texto; y (b) el papel adecuado de los jueces en la adjudicación cons­titucional no se limita a determinar lo que el derecho es.

He señalado que este paquete —el paquete del “nuevo originalis­mo”— no es atractivo porque la pretensión originalista toral según la cual el contenido, significado, significación, o efecto jurídico de la Constitución es fijo es equivocada. Pero incluso si tengo razón en eso, ello todavía no muestra que la distinción interpretación/construcción carezca de valor. Quizá la conceptualización del espacio de implemen­tación de los nuevos originalistas siga siendo útil aun cuando rechace mos su discutible afirmación de que el significado jurídico de la Cons­titución es fijo.

Si el significado o contenido semántico (fijo) o lingüístico de alguna parte de la Constitución no es siempre idéntico a su significado, efec­to o significación jurídicos (posiblemente dinámicos), entonces podría­mos distinguir entre interpretación “lingüística” —el intento de deter­minar aquél— e interpretación “jurídica” —el intento de determinar éstos. Y podríamos entonces preguntarnos cuál de esos dos tipos de in­terpretación queda capturada, en el contexto de la distinción bipartita propuesta entre interpretación y construcción, por interpretación, sim­pliciter. Gran parte del debate actual sobre la distinción interpretación/construcción a mí me sugiere que la interpretación está siempre y ne­cesariamente pensada como el intento de determinar el significado se­mántico o lingüístico fijo o estático. Construida de esa manera, la dis­tinción interpretación/construcción no es, me parece, nítida.

¿Pero qué si, en la encrucijada, seguimos el otro camino y distingui­mos entre la determinación de lo que la Constitución significa, en el sentido de lo que el derecho es (“interpretación”) y la creación de re­glas específicamente diseñadas para aplicar o hacer efectivo ese signi­ficado o ese derecho en el crisol de la adjudicación (“construcción”)? Esa visión de la distinción interpretación/construcción me parece bastante sensata. Algunas de las reglas para la adjudicación serán reglas que indican a los tribunales qué deben hacer una vez determinado que se ha producido una violación constitucional. Éstas serán “reglas de garantía” construidas. Mucha otra de la doctrina de aplicación que se construya, sin embargo, guiará a los tribunales al momento de determi­nar si ha habido, para empezar, una violación. Estas reglas son reglas constitucionales de decisión. Que elijamos decir que son producidas como parte de un ejercicio de “construcción constitucional,” es, pien­so, una cuestión poco importante.

Notas

1 Véase Henry P. Monaghan, “The Supreme Court 1974 Term –Foreword: Constitutional Common Law”, 89 Harv. L. Rev. 1(1975); Lawrence Gene Sager, “Fair Measure: The Legal Status of Underenforced Constitutional Norms”, 91 Harv. L. Rev. 1212 (1978).

2 Richard H. Fallon, Jr., “The Supreme Court 1996 Term –Foreword: Implementing the Constitution”, 11 Harv. L. Rev. (1997); Richard H. Fallon, Jr., “Implementing the Constitution” (2001).

3 Véase, e.g., Mitchell N. Berman, “Constitutional Decision Rules”, 90 Va. L. Rev. 1 (2004); Kermit Roosevelt III, “Constitutional Calcification: How Law Becomes What the Court Does”, 91 Va. L. Rev. 1649 (2005); Kermit Roosevelt III, “The Myth of Judicial Activism” (2006). Sobre esta distinción, también véase: Davi Chang, “Structuring Constitutional Doctrine: Principles, Proof, and the Functions of Judicial Review”, 58 Rutgers L. Rev. 777 (2006); Brannon O. Denning, “Reconstructing the Dormant Commerce Clause Doctrine”, Wm. & Mary L. Rev. 417 (2008); Robert M. Chesney, “National Security Fact Deference”, 95 Va. L. Rev. 1361 (2009); Jennifer E. Laurin, “Rights Translation and Remedial Disequilibration in Constitutional Criminal Procedure”, 110 Colum. L. Rev. 1002 (2010).

4 Mitchell N. Berman, “Aspirational Rights and the Two-Output Thesis”, 119 Harv. L. Rev. F. 220 (2006). Es cierto llamarlo “dos resultados” es un poco malnombrarlo, pues una taxonomía completa de los tipos de reglas conceptualmente distintas que emergen de la doctrina constitucional debería incluir, cuando menos, reglas sobre remedios, y quizá otras también. Véase Berman, supra, nota 3, pp. 12-13. Pero las proposiciones operativas y las reglas de decisión son las más destacadas.

5 Keith E. Whittington, Constitutional Construction (1999); Keith E. Whittington, Constitutional Interpretation (1999) [en adelante Whittington, Constitutional Interpretation]. Por supuesto la distinción interpretación/construcción resulta conocida desde otras áreas del derecho, quizá desde el derecho contractual más especialmente. Para una aplicación de la distinción al contexto constitucional antes de Whittington, véase Chester James Antieau, Constitutional Construction (1982).

6 La etiqueta “nuevo originalismo” es de Whittington. Véase Keith E. Whittington, “The New Originalism”, 1 Geo. J.L. & Pub. Pol’y 599 (2004). Sus principales características distintivas incluyen un enfoque explícito en el significado textual, más que en la intención del autor (en la medida en que las dos puedan diferir), una base justificativa “anclada más clara y firmemente en un argumento acerca de lo que se supone que los jueces interpretan y lo que ello implica, más que en un argumento sobre cómo limitar de mejor forma la discreción judicial,” id, p. 609, y una apreciación positiva de la distinción entre construcción e interpretación.

7 Lawrence B. Solum, “District of Columbia v. Heller and Originalism”, 103 Nw. U. L. Rev. 923, 973 (2009).

8 Roderick M. Hills, Jr. “The Pragmatist’s View of Constitutional Implementation and Constitutional Meaning”, 119 Harv. L. Rev. F. 173, 175 (2006), disponible en http://www.harvardlawreview.org/media/pdf/hills.pdf Quizá la exposición más influyente de la visión pragmática es la de Daryl J. Levinson, “Rights Esentialism and Remedial Equilibration,” 99 Colum. L. Rev. 857 (1999).

9 Esta forma de estructurar el análisis les parecerá a algunos lectores equivocada desde el origen, pues bajo una lectura habitual de Whittington, la construcción constitucional es la actividad de implementación constitucional realizada por las autoridades no judiciales, y en ese sentido ocurre fuera de la adjudicación. Puesto quizá de un modo algo simple: construcción constitucional : autoridades no judiciales :: interpretación constitucional : el poder judicial. Creo que esa nunca fue bien a bien la postura de Whittington. En cualquier caso, con seguridad no es su postura actual ni la de otros autores que han adoptado su vocabulario.

10 Solum es, pienso, más abiertamente ambivalente que la mayoría de los demás proponentes de la distinción interpretación/construcción en cuanto a lo que debe ser considerado permisible dentro de lo que apropiadamente ha llamado “la zona de construcción.” Él reconoce la posibilidad de que un seguidor de la distinción interpretación/construcción que adopte posiciones reconociblemente originalistas sobre la interpretación pueda “permitir que el significado original sea ponderado con una variedad de otras consideraciones, incluidos los precedentes, los intereses y valores sociales contemporáneos, etcétera”. Pero él no comparte esta posición. Además, su posterior observación de que “[c]aracterísticamente, los originalistas creen que el rol del significado original debe ser imperativo —esto es, que en ausencia de circunstancias excepcionales (o razones de mucho peso), las doctrinas constitucionales que contradigan o contravengan el contenido semántico de la Constitución (del modo fijado al momento de su origen) son ilegítimas”, Lawrence B. Solum, “What is Originalism? The Evolution of Contemporary Originalist Theory”, p. 27 (sin fecha) (ensayo no publicado) (en poder del autor), podría ser tomada como una descripción con la cual simpatiza considerablemente. Nunca me ha quedado del todo claro, sin embargo, a qué equivale este “principio de no contravención” (como podríamos llamarlo). Barnett, por ejemplo, insiste en un pasaje representativo que la construcción constitucional “debe permanecer dentro de las fronteras fijadas por el significado original,” Randy Barnett, Restoring the Lost Constitution: The Presumption of Liberty, p. 121 (2004). Pero el trabajo paradigmático de construcción lo que hace es traducir un significado original que viene en el estilo de los estándares a una forma doctrinal más en el estilo de las reglas. Y es un rasgo común y generalmente aceptado de las reglas el que acaben siendo sobre- o infra-inclusivas respecto del estándar con el que se corresponden o ayudan a aplicar o hacer efectivo. Está por tanto lejos de ser evidente qué es lo que determina si una construcción permanece o no permanece dentro de las fronteras fijadas por el significado original.

11 Esto es cierto, en un sentido banal, respecto del derecho que ni siquiera pretende ser la interpretación de un texto legal, como el common law tradicional. Me estoy refiriendo a derecho al que se atribuye una base textual.­

12 Marbury v. Madison, 5 US (1 Cranch) 137, 177 (1803).

13 Cf. Joseph Burstyn, Inc. v. Wilson, 343 U.S. 495 (1952) (donde se establece que las películas gozan de protección bajo la Primera Enmienda).

14 No cometan el error de pensar que, si los redactores o ratificadores, de haber sido en-cuestados, hubieran aceptado que la Primera Enmienda debe proteger actividades comunicativas no vocales, entonces el significado lingüístico original de “libertad de expresión” no debía haber sido limitado a la comunicación lingüística, como he propuesto que asumamos. Una tendera que cuelga un letrero que dice “prohibidos los perros” podría estar de acuerdo en que su propósito queda mejor atendido si, en lugar de admitirlo, también se le prohíbe el paso a tu tigre mascota. Ella podría incluso argumentar que así es como el letrero “debe ser interpretado”. Pero eso no implicaría que el “significado lingüístico” de “perros” incluye a los tigres, o que el significado original de la frase “prohibidos los perros” incluye una prohibición para el caso de los tigres.

15 Cf. Miller v. California, 413 U.S. 15 (1973) (donde se estableció el conocido test tripartito para la obscenidad.)

16 Solum, supra nota 10, p. 27.

17 Comparemos esto con la observación de Randy Barnett según la cual “para aquellos no originalistas que consideran que el significado original proporciona un punto de partida o una ‘modalidad’ de la interpretación constitucional, continúa en cualquier caso siendo importante captar de manera correcta ese significado original antes de pasar a otras modalidades o “traducir” el significado original a su aplicación actual”, Randy E. Barnett, “The Ninth Amendment: It Means What It Says”, 85 Tex. L. Rev. 1, 4 (2006). Dudo que la mayoría de no originalistas aceptaran hablar de traducir el significado original a su “aplicación” actual —de hecho, confieso no estar seguro de qué idea es la que Barnett justo pretende atribuir a los no originalistas. La mayoría de los no originalistas, sospecho, se describirían como personas que consultan otras modalidades argumentativas en el transcurso de un esfuerzo para determinar qué significa u ordena la Constitución. o qué es lo que el derecho es.

18 Whittington, supra nota 6, p. 611. La frase de la que cito dice lo siguiente: “Although originalism may indicate how the constitutional text should be interpreted, it does not exhaust what we might want to do and have done with that text.” Creo que el uso que estoy haciendo de este pasaje es fiel a la intención de Whittington, pero no estoy seguro.

19 Whittington, Constitutional Interpretation, supra nota 5, p. 5.

20 Mitchel N. Berman, “Originalism is Bunk”, 84, N.Y.U. L. Rev. 1 (2009).

21 John Harrison ha presentado una perspectiva sobre el significado original de la Cláusula que va en esta línea, véase John Harrison, “Reconstructing the Privileges or Immunities Clause”, 101 Yale L. J. 1385, 1433-51 (1992), aunque nada en mi argumento depende de que sus pretensiones sean históricamente acertadas.

22 Dejemos de lado la posibilidad, que Harrison también nos invita a adoptar, véase id., de que el significado público original de la Cláusula de Privilegios e Inmunidades incluyera la prohibición de muchas de las desigualdades que la doctrina existente localiza en, o atribuye a, la Cláusula de Igual Protección.

23 Con citas a parte de la literatura, además de comentarios sobre la dificultad que una respuesta negativa crea para los originalistas, véase Berman, supra nota 20, pp. 33-37.

24 Esto es un poco pintar con brocha gorda. Supongo que un originalista podría contestar que el derechos sí prohíbe desigualdades que no involucran protección, pero que ese derecho no es “constitucional.” No será una posición fácil de mantener y podría generar conclusiones que chocan con otros de los compromisos originalistas, incluidos compromisos (sobre las únicas limitaciones legítimas a la acción legislativa) que ayudan a motivar su originalismo, para empezar. Pero no puedo explorar adecuadamente aquí cómo podría desarrollarse esta línea argumental. Me complace ofrecer esta ruta a modo de rama de olivo a mis oponentes originalistas.

25 Brian H. Bix, “Global Error and Legal Truth”, 29 Oxford J. Legal Stud. 535. 538 (2009). Partiendo de esta premisa, Bix argumenta, correctamente en mi opinión, contra la idea de que un consenso duradero en una comunidad sobre lo que el derecho es pueda estar equivocado. Como él lo pone: “el consenso duradero es por sí mismo “creador-de-verdad” para partes del derecho del mismo modo que lo es para (la mayoría de partes) (d)el lenguaje. Id., p. 540. Pero Bix también admite, tentativamente, que las denuncias de errores jurídicos globales relativos a la interpretación de textos con autoridad, como la Constitución de EEUU, puedan ser probablemente correctas. Id, p. 543. Bix tiene ciertamente razón en que podría haber un error global sobre cuestiones tales como determinar cuál era el significado público original de una disposición constitucional o qué es lo que ciertos personajes históricos querían que esa disposición consiguiera, y cosas así. En la medida en que sostiene que todos en una sociedad podrían estar equivocados acerca de la interpretación jurídica de textos legales, no estoy seguro de que tenga razón. (Podría suponerse que, dados ciertos hechos, la visión hartiana del derecho podría respaldar lo que Bix sostiene aquí. Si la regla de reconocimiento establece, pongamos por caso, que el derecho es el significado público original de ciertos textos, y si el significado público original de un texto, elegido de este modo, fuese Q, pero todo el mundo creyera que el derecho derivado del texto, es P, parecería imprescindible concluir que todo el mundo está equivocado. Pero esto no es así de modo obvio. Podría decirse, en respuesta a un caso así, o que este malentendido estable y global señala que nuestra visión de la regla de reconocimiento en esa sociedad debe ser revisada, o que tanto peor para la visión hartiana del derecho. En cualquier caso, no entiendo que Bix esté defendiendo la tesis de que, en casos como mi ejemplo hipotético, todos los sujetos del derecho (y los legisladores vivos) estarían de hecho equivocados acerca de lo que el derecho es. Está ponderando una posibilidad teórica, no sosteniendo que sería la conclusión más probable, y creo que la lógica de su postura general sugiere con fuerza que no lo sería. (Le agradezco a Bix los útiles intercambios sobre sus posturas que hemos mantenido.)

26 Gerald J. Postema, “Classical Common Law Jurisprudence (Part I)”, 1 Oxford U. Commonwealth L. J. 155, 166 (2002).

27 Véase, e.g., Stephen M. Griffin, “Pluralism in Constitutional Interpretation”, 72 Tex. L. Rev. 1753 (1994).

28 Véase, e.g., Michael C. Dorf, “Integrating Normative and Descriptive Constitutional Theory: The Case of Original Meaning”, 85 Geo. L.J. 1765 (1997).

29 Las modalidades mencionadas en el texto son conocidas pero van más allá de las articuladas por el propio Bobbitt. Véase Philip C. Bobbitt, Constitutional Fate: Theory of the Constitution (1982); Constitutional Interpretation (1991).

30 En otro lugar he discutido otro caso en el cual muchos observadores concordarán en que el significado semántico fijo no tiene por qué constreñir el significado jurídico, o lo que el derecho es. Véase Mitchell N. Berman, “Reflective Equilibrium and Constitutional Method: Lessons from John McCain and the Natural Born Citizen Clause” (Univ. of Texas. Law, Pub. Law Research Paper No. 157, 2010) disponible en http://papers.ssrn.com/sol3/papers.cfm?abstract_id=1458108.

31 Para algo más de argumentación en apoyo a mi visión general según la cual el derecho es una práctica argumentativa y las normas jurídicas algo constituido por el razonamiento ­jurídico de los participantes actuando conforme con normas de argumentación constreñidas-por-la-práctica, véase Mitchell N. Berman, “Constitutional Theory and the Rule of Recognition: Toward a Fourth Theory of Law”, en The Rule of Recognition and the U.S. Constitution, pp. 269-94 (Matthew D. Adler & Kenneth Einar Himma eds., 2009).

32 Notemos que he tratado consistentemente al contenido lingüístico y al significado semántico algo necesariamente fijo. Quizá alguien quiera distinguir el contenido lingüístico del contenido jurídico con todo y admitir que el primero puede cambiar, incluso sin re-autorías (y, por lo tanto, que lo mismo puede ocurrir con el segundo). No me parece una línea de argumentación promisoria, pero evitaré hacer mayores comentarios hasta que la vea planteada.

33 Hills, supra nota 8, p. 175.

34 Levinson, supra nota 8, p. 858.

35 Hills, supra nota 8, p. 174.

36 Id., p.182.

37 Levinson, supra nota 8, p. 873. 38 532 U.S. 318 (2001). La discusión que sigue se nutre poderosamente de lo dicho en Berman, supra nota 3, pp.108–113. 39 532 U.S., pp. 369–71 (J. O’Connor, en disenso).

38 532 U.S. 318 (2001). La discusión que sigue se nutre poderosamente de lo dicho en Berman, supra nota 3, pp.108–113.

39 532 U.S., pp. 369–71 (J. O’Connor, en disenso).

40 Id., p.347.

41 Id. (se omite la cita interna).

42 Id., p.354.

43 La Corte había dicho precisamente esto en fallos anteriores que Atwater no tuvo la intención de anular. Véase, e.g., Illinois v. Rodriguez, 497 U.S. 177, pp. 185 y 186 (1990) (“[P]ara estar en condiciones de satisfacer el requisito de “razonabilidad” de la Cuarta Enmienda, lo que generalmente se exige a las múltiples determinaciones fácticas que los agentes del gobierno deben regularmente hacer… no es que sean siempre correctas, sino que sean siempre razonables… Si hay o no fundamento para realizar un [arresto] es el tipo de cuestión fáctica recurrente respecto de la cual se espera que los agentes del orden ejerzan su criterio; y todo lo que la Cuarte Enmienda pide es que la respondan razonablemente.”)

44 Atwater, 532 U.S., p. 353. 45 541 U.S. 267 (2004).

45 541 U.S. 267 (2004).

46 Véase Mitchell N. Berman, “Managing Gerrymandering”, 83 Tex. L. Rev. 781 (2005). Para una conclusión similar, véase Richard H. Fallon, Jr., “Judicially Manageable Standards and Constitutional Meaning”, 119 Harv. L. Rev. 174 (2006).

47 Hills, supra nota 8, p. 174.

* [N. de los T] La palabra “Snark” proviene del poema absurdo de Lewis Carroll titulado “The Hunting of the Snark.” La idea de Hill aquí es que el valor constitucional puro es tan ficticio o imposible como el Snark de Carroll.

* Traducción de Aldo González Melo y Francisca Pou Giménez. Publicado originalmente en Constitutional Commentary, vol. 27, núm. 1, pp. 39-69 (2010). Copyright original: © 2010 by Constitutional Commentary. Isonomía agradece a Mitchell Berman y a la revista referida el permiso concedido para traducir el texto al español y publicarlo.

Declaración de intereses

* Cátedra Richard Dale de Derecho y Profesor de Filosofía (por cortesía), Universidad de Texas en Austin. Presenté un esbozo temprano de este artículo en el encuentro anual del 2010 de la aals, y estoy agradecido con mis compañeros de panel y con los miembros del público por las provechosas conversaciones que tuvimos, con Rick Garnett por haberme invitado a partici­par y con Larry Alexander por sus característicamente lúcidos y productivos desafíos. Quiero expresar mi sincera gratitud con los profesores Francisca Pou Giménez y Alberto Puppo por ha­berme solicitado este artículo, y con los traductores por su excelente trabajo.