Cuatro manifestaciones de uniteralismo en la obra de Luigi Ferrajoli

Four Manifestations of Unilateralism in the Work of Luigi Ferrajoli

Juan Ruiz Manero
Universidad de Alicante, España

Cuatro manifestaciones de uniteralismo en la obra de Luigi Ferrajoli

Isonomía, núm. 37, 2012, pp. 99 -111

Fecha de recepción: 03/04/2012

Fecha de aprobación: 19/06/2012

Resumen: El autor llama unilateralismo a la presentación de nuestros sistemas de normas e instituciones como si obedecieran a un único valor inspirador. El unilateralismo, en este sentido, implica la negación, explícita o implícita, de que tales normas e instituciones están atravesadas por tensiones internas que obedecen a que tratan de realizar valores que se encuentran, a su vez, en tensión entre sí. En el artículo se examina la posición de Luigi Ferrajoli en relación con cuatro ámbitos en los que, a juicio del autor, dicha posición es unilateralista en el sentido indicado: primero, el de la relación entre constitución y legislación; segundo, el de la distinción entre principios y reglas; tercero, el de la opción por un determinado sistema electoral; cuarto, el del problema de la guerra. Este unilateralismo desemboca, a juicio del autor, en una presentación distorsionada por parte de Ferrajoli de los problemas de estos cuatro ámbitos.

Palabras clave: Unilateralismo, Ferrajoli, constitución y legislación, principios y reglas, sistemas electorales, el problema de la guerra.

Abstract: The author calls unilateralism to the presentation of our systems of rules and institutions as if they were obeying a single inspirational value. Unilateralism, in this sense, implies the denial, explicit or implicit, that such rules and institutions are permeated by internal stresses that are due to the fact that they are trying to make values which are, in turn, under tension between them. The article examines Luigi Ferrajoli’s position on four areas in which, according to the author, this position is unilateralist in the aforementioned sense: first, the relationship between constitution and legislation, second, the distinction between principles and rules; third, the choice of a certain electoral system; fourth, the problem of war. This unilateralism leads, according to the author, to a distorted presentation by Ferrajoli of the problems of these four areas.

Keywords: Unilateralism, Ferrajoli, constitution and legislation, principles and rules, electoral systems, the problem of war.

0.

En este texto me voy a ocupar de un rasgo del pensamiento de Luigi Ferrajoli al que denominaré su unilateralismo. Este rasgo de unilateralismo atraviesa los diversos campos sobre los que versa la obra de Ferrajoli, pues aparece, a mi juicio, no sólo en su teoría del derecho, sino también en su teoría de la democracia constitucional y en sus tomas de posición directamente políticas. Lo que llamo unilateralismo viene a residir en la negación, que en la obra de Ferrajoli aparece por lo general de forma implícita, pero, en mi opinión, absolutamente nítida, de que nuestras normas y nuestras instituciones están atravesadas por tensiones internas que obedecen a que dichas normas e instituciones tratan de realizar valores que se encuentran, a su vez, en tensión entre sí. Y de que este tratar de realizar valores que se encuentran en tensión entre sí no es ningún defecto a superar de nuestros entramados institucionales, sino que obedece a que nuestros sistemas de valores están, a su vez, cruzados también por tensiones internas, pues la conciliación entre los valores que los integran, en la medida en que es posible, no es, desde luego, asunto sencillo.

Pondré cuatro ejemplos de ámbitos que, a mi modo de ver, no pueden entenderse adecuadamente sin atender a esta tensión entre valores; ámbitos que, en la teoría de Ferrajoli, aparecen, por el contrario, como vinculados a un único valor inspirador. Cuatro ámbitos, pues, en que la teoría de Ferrajoli aparece como unilateral en el sentido sugerido. Estos cuatro ámbitos son los siguientes: primero, el de la relación entre Constitución y legislación; segundo (que guarda una relación directa con el primero) el de la distinción entre principios y reglas; tercero, el de la opción por un determinado sistema electoral, y cuarto, el del problema de la guerra.

1.

En cuanto a la relación entre Constitución y legislación, creo que es opinión ampliamente compartida que la Constitución debe diseñarse de tal modo que sea capaz de atender simultáneamente a dos exigencias de no fácil conciliación: primero, la Constitución debe ser capaz de prevenir el dictado de contenidos legislativos juzgados inaceptables y de prevenir asimismo el no dictado de contenidos legislativos cuya ausencia es juzgada inaceptable; segundo, la Constitución no debe llegar a bloquear la deliberación futura (y especialmente la deliberación del órgano legislativo) sobre todo aquello que nos parezca que puede resultar controvertible, sino que debe constituir, más bien, un terreno sobre el que esa deliberación pueda llevarse a cabo. Pues bien, de estas dos exigencias Ferrajoli parece sensible únicamente a la primera. Y ello es lo que explica su insistencia en un lenguaje constitucional que sea “lo más taxativo posible” precisamente, dice, “como garantía de la máxima efectividad de los vínculos constitucionales impuestos a la legislación…” 1 Y, en otro lugar, ha escrito que “sería oportuno que la cultura iusconstitucionalista, en lugar de asumir como inevitables la indeterminación del lenguaje constitucional y los conflictos entre derechos […] promoviera el desarrollo de un lenguaje legislativo y constitucional lo más preciso y riguroso posible”, pues “el carácter vago y valorativo de las normas constitucionales” constituye a su juicio un defecto. 2 Pues bien, un lenguaje lo más taxativo, preciso y riguroso posible es adecuado si lo que pretendemos es que las prescripciones así formuladas puedan ser seguidas o aplicadas sin necesidad de deliberación por parte de su destinatario o de los órganos encargados de su aplicación. Este ideal de taxatividad puede ser aceptado, en mi opinión, y con matices, por lo que se refiere a las normas legislativas, pero no por lo que se refiere a las normas constitucionales. Pues las normas legislativas deben, en toda la medida en que ello sea posible, proporcionar guías de conducta y pautas para la resolución de los casos a los que sean aplicables que no requieran de deliberación por parte de sus destinatarios o del órgano jurisdiccional que deba usarlas como parámetro de enjuiciamiento. “En toda la medida en que ello sea posible” ya implica algunas restricciones: ciertamente es deseable, desde nuestra concepción de cómo debe distribuirse el poder, que la deliberación para la construcción del fundamento de la decisión sea obra del órgano legislativo y no, por ejemplo, de los órganos jurisdiccionales. Pero tampoco cabe ignorar que el objetivo de reservar al órgano legislativo la deliberación para la construcción del fundamento de la decisión, puede entrar, a su vez, en tensión con otros objetivos que también consideramos deseables, tal como que las decisiones no impliquen anomalías valorativas graves, lo que es inevitable si el caso individual a resolver presenta características adicionales a las tenidas en cuenta por el legislador que hagan que se sitúe más allá del alcance justificado de la regla legislativa de que se trate y si el órgano jurisdiccional no está autorizado a tener en cuenta tales características adicionales. Tal es la razón, por ejemplo, de que, mientras exigimos taxatividad para la configuración de los tipos penales, porque aquí entendemos que la exigencia de certeza y seguridad debe primar sobre cualquier otra, no extendamos esta exigencia a la configuración de, por ejemplo, las causas de justificación o las de exclusión de la culpabilidad. Y tal es también la razón, por otro lado, de que todos los ordenamientos contemporáneos contengan algún mecanismo, como puede ser la analogía, el distinguishing, o las figuras de los ilícitos atípicos (el abuso del derecho, el fraude de ley y la desviación de poder) para poder reaccionar frente a las anomalías valorativas que se derivarían de la aplicación irrestricta de reglas. Que todos los ordenamientos desarrollados contengan mecanismos de este género es un buen síntoma de la conciencia que hay en todos ellos de que la posibilidad de estas anomalías no puede nunca excluirse, dada la imposibilidad de que el legislador prevea todas las combinaciones de propiedades que haya que considerar como relevantes y que puedan presentar los casos futuros.

Pero si el ideal de la taxatividad puede y debe ser aceptado, con las restricciones que se acaban de indicar, por lo que hace al lenguaje legislativo, las cosas son muy distintas, a mi juicio, por lo que hace a las normas constitucionales. Pues las normas constitucionales, por su vocación de duración larga, por la dificultad de su modificación, por la necesidad de generar en su torno los más amplios consensos, no deben concebirse como destinadas a excluir la deliberación, sino más bien a constituir el terreno compartido sobre el que la deliberación se lleve a cabo. Y para ello es esencial, a mi juicio, el empleo de términos vagos y valorativos o, por decirlo mejor, vagos porque valorativos. Pondré un par de ejemplos, el primero referido a la Constitución española y el segundo a la Constitución de Estados Unidos. Supongamos que el constituyente español de 1978, en lugar de prohibir, con lenguaje valorativo y, por ello, vago, las penas o tratos “inhumanos o degradantes” hubiera prohibido, caracterizándolas descriptivamente, las penas o tratos que hubiera entendido que debían considerarse como inhumanos o degradantes. ¿Alguien puede pensar que el constituyente del 78 hubiera podido llegar a reunir en un listado todas aquellas penas o tratos que una deliberación adecuada, enfrentada a los problemas que la realidad de las cosas va presentando a lo largo del tiempo, puede hacernos llegar a considerar como inhumanos o degradantes? Parece más bien que creerse capaz de anticipar en términos de propiedades descriptivas todo lo que puede llegar a ser justificadamente considerado como inhumano o degradante es una muestra de soberbia epistémica carente de toda justificación. El ejemplo americano va en el mismo sentido y es el siguiente: hoy, tras Roe vs. Wade, es doctrina constitucionalmente aceptada en Estados Unidos que el respeto a la privacidad de la mujer implica el respeto a su decisión de continuar o no con su embarazo, pero parece claro que tal cosa no formaba parte de las convicciones de quienes elaboraron y aprobaron las enmiendas de la Constitución americana que el Tribunal Supremo invocó como respaldo de dicha conclusión. Enmiendas que pudieron operar como respaldo precisamente porque se encontraban formuladas en un lenguaje fuertemente valorativo.

2.

La segunda manifestación de unilateralismo en la obra de Ferrajoli a la que quiero referirme, guarda una relación estrecha con su manera de entender las relaciones entre Constitución y legislación: me refiero a la asimilación, por parte de Ferrajoli, de los que llama principios regulativos a las reglas jurídicas ordinarias. La denotación de la expresión “principios regulativos” coincide sustancialmente con lo que, en otras concepciones, se han llamado principios en sentido estricto. Tales normas, “principios regulativos” o “principios en sentido estricto”, presentan características propias tanto por lo que se refiere a su antecedente como por lo que se refiere a su consecuente. En cuanto a su antecedente, lo característico de los principios regulativos o en sentido estricto se halla en que los mismos no predeterminan las condiciones bajo las cuales hay una obligación concluyente de realizar la conducta ordenada en el consecuente; el antecedente del principio sólo contiene una condición analítica —que haya una oportunidad para realizar la acción ordenada en el consecuente— y su consecuente no pretende contener una obligación concluyente, sino meramente prima facie. Por otro lado, la acción ordenada en el consecuente aparece caracterizada por medio de uno de esos términos —como libertad, igualdad, no discriminación, honor, intimidad, libre desarrollo de la personalidad— que designan lo que es común llamar conceptos esencialmente controvertidos. Conceptos esencialmente controvertidos que se caracterizan por referirse a bienes de naturaleza compleja, esto es, bienes que presentan diversos aspectos que pueden relacionarse entre sí de diversas formas. Todo ello implica que para la aplicación de estos conceptos, y de los principios que los incorporan, es ineludible la elaboración de concepciones que articulen entre sí y con el conjunto, cada uno de estos aspectos del bien de que se trate, de un lado, y que establezcan, de otro, sus relaciones de prioridad con los diferentes aspectos de otros bienes a los que aluden otros conceptos esencialmente controvertidos incorporados a otros principios.

Pues bien, Ferrajoli atiende únicamente a que también entre las reglas ordinarias, como es el caso de algunas reglas penales, podemos encontrar ejemplos de normas formuladas en términos vagos porque valorativos; sobre esta base, asimila principios “regulativos” o “en sentido estricto” y reglas jurídicas ordinarias. Dice así: “términos vagos y valorativos de aplicación incierta están presentes […] en todo el lenguaje legal, comenzando por el lenguaje en el que están formuladas las reglas penales, que exigiría, sin embargo, el máximo de taxatividad: […] piénsese en la noción de peligrosidad social, o de culpabilidad o de enfermedad mental, o en figuras delictivas como las injurias, la asociación subversiva o los malos tratos familiares”, 3 de forma que “la diferencia entre la mayor parte de los principios y las reglas es […] una diferencia […] poco más que de estilo”, 4 puesto que los “principios regulativos” se comportan “exactamente como las reglas”. 5 Pues bien, en mi opinión, esta asimilación entre principios jurídicos y reglas jurídicas ordinarias impide a la teoría de Ferrajoli dar cuenta de que los mismos fenómenos son patológicos en un caso y fisiológicos en otro. Quiero decir que el carácter valorativo y por ello vago es sin duda un defecto en la configuración de los tipos penales —que entendemos debe realizarse por medio de reglas con autonomía semántica, como viene exigido por el principio de taxatividad o de estricta legalidad. Pero ese mismo carácter vago porque valorativo no es, sin embargo, defectuoso en absoluto en el caso de los principios jurídicos, dada la función de los mismos en el ordenamiento y en el razonamiento jurídico, como muestran los ejemplos que antes puse. Vale la pena poner de manifiesto algo a lo que Ferrajoli no presta atención en absoluto, a saber: que ningún sistema jurídico desarrollado obedece a un modelo puro de reglas ni tampoco a un modelo puro de principios. Y ello porque sólo con un modelo mixto de reglas más principios es posible atender a dos exigencias que consideramos irrenunciables, pues si un sistema jurídico careciera de reglas y fuera de composición únicamente principial, no podría cumplir una de sus funciones esenciales, que es la de guiar la conducta de la gente en general y la adopción de decisiones por parte de los órganos sin que ello implique para todos los casos y para todos los tramos de cada caso la necesidad de embarcarse en un proceso deliberativo; un modelo puro de principios multiplicaría, por ello, los costes de las decisiones y volvería éstas más difícilmente predecibles. Pero, por otro lado, un sistema que careciera de principios y obedeciera a un modelo puro de reglas, sería un sistema que aparecería como un conjunto de mandatos más o menos arbitrarios, sin presentar una coherencia de sentido y, en cuanto a la adopción de decisiones, no podría evitar la adopción de un buen número de ellas valorativamente anómalas. Por ello, en la evolución de la cultura jurídica el acento se desplaza más o menos según los periodos y según las tradiciones nacionales (pero situándose siempre en algún lugar intermedio) en un continuo que va desde el polo de las reglas, esto es, de la reducción de la complejidad en la toma de decisiones, al polo de los principios, esto es, al polo de la coherencia valorativa de las decisiones. Pero siempre, insisto, situándose en algún lugar intermedio: así suele decirse que, dentro del common law, el sistema jurídico americano es más principialista o sustantivista que el inglés, mientras que, dentro de los sistemas de la Europa continental, los sistemas actuales son, sin duda, más principialistas que los que obedecieron al modelo del Código de Napoleón. Pero todos ellos son modelos mixtos de reglas y principios.

3.

Una tercera manifestación del unilateralismo de Ferrajoli se encuentra en su opción sin fisuras ni matices por el sistema electoral proporcional. Aquí, me parece, es opinión común que un sistema electoral ha de atender simultáneamente al menos a dos exigencias que, una vez más, se encuentran en tensión entre sí. La primera de ellas es, obviamente, que el sistema logre que la composición de las asambleas electivas refleje, con la mayor exactitud posible, las preferencias de los electores. Y para lograr esta finalidad, un sistema proporcional con circunscripciones amplias es, sin duda, la mejor opción. Pero no creemos que sea ésta la única finalidad que debe inspirar el diseño de un sistema electoral. Pues también creemos, primero, que debe haber el mayor grado de cercanía posible entre los elegidos y los electores, y segundo, que debe haber un vínculo fuerte entre ambos y no tanto entre los elegidos y los órganos de gobierno de sus respectivos partidos. Y para lograr estas dos finalidades, un sistema electoral mayoritario de pequeños distritos uninominales parece ser la alternativa más idónea. Resulta, pues, que a la hora de diseñar un sistema electoral consideramos como finalidades deseables del mismo objetivos que, para su realizabilidad, empujan en favor de sistemas electorales muy distintos entre sí. Puede lograrse, desde luego, algún género de ajuste entre los diversos objetivos que consideramos deseables, y algún ajuste de este género es lo que tratan de lograr la mayor parte de los sistemas electorales realmente existentes; algunos de ellos, siendo de estructura mixta: parcialmente mayoritarios y parcialmente proporcionales. Pero en todo caso, el ajuste implica determinar la medida relativa en la que renunciamos al logro pleno de cada uno de estos objetivos en tensión entre sí: en qué medida, por ejemplo, renunciamos a que el Parlamento sea fiel reflejo de las preferencias de los electores para asegurar la cercanía entre éstos y los elegidos, o en qué medida renunciamos a esta cercanía para aproximarnos al ideal de la plena correspondencia entre preferencias de los electores y composición del órgano representativo. Pues bien, tal necesidad de ajuste resulta por completo ajena a Ferrajoli. En diversos textos, 6 Ferrajoli no señala, en relación con el sistema proporcional, más que sus virtudes, mientras que, en relación con el sistema mayoritario, tan sólo pone de relieve sus defectos. Sobre tal base, la opción por el sistema proporcional resulta, desde luego, nítida. Pero una vez más, en mi opinión, al precio de una simplificación unilateralista del problema, al desconocer la pluralidad de aspiraciones, en conflicto entre sí, que queremos ver realizadas mediante nuestros sistemas electorales.

4.

La última manifestación de unilateralismo en el pensamiento de Ferrajoli a la que deseo hacer referencia, tiene que ver con los argumentos de moralidad política internacional con los que apoya su tesis de que el recurso a la guerra debe entenderse como absolutamente proscrito.

Aquí también, me parece, es opinión común que, a este propósito, nos encontramos con exigencias en tensión que deben ser simultáneamente atendidas: por un lado, creemos que debemos avanzar hacia un orden internacional en el que haya desaparecido la permisibilidad y la posibilidad misma del recurso a la guerra en las relaciones entre los Estados; pero, por otro, creemos que el recurso a la guerra puede, en alguna ocasión particular, evitar males morales mayores que los generados por la propia guerra. En relación con este punto, el planteamiento de Ferrajoli es ligeramente diferente de los anteriores en el sentido siguiente: en los puntos a que nos hemos referido hasta ahora, Ferrajoli tiende a atender exclusivamente, como hemos visto, a una de las exigencias en conflicto y a partir de ahí es impertérritamente coherente. En relación con el problema de la guerra, no obstante, aunque el planteamiento general expreso de Ferrajoli atiende exclusivamente a la primera exigencia, sus tomas de posición concretas son sin embargo sensibles, en alguna ocasión, a la segunda. La forma en que Ferrajoli concilia una y otra cosa consiste en lo que podemos llamar un truco verbal, de acuerdo con el cual los casos de violencia interestatal que él mismo considera justificados se sustraen a la denominación de “guerra”, término que queda por ello implícitamente reservado para los casos de violencia interestatal que Ferrajoli no aprueba. Veámoslo, Ferrajoli entiende, por un lado, que la Carta de las Naciones Unidas contiene una prohibición absoluta de la guerra. Esta interpretación de la Carta no es, ciertamente, asumida por la mayoría de los Estados ni por los órganos de las propias Naciones Unidas, pero no voy a referirme aquí a los argumentos con los que Ferrajoli la apoya. Pues no me interesan tanto esta tesis y estos argumentos de derecho internacional, como los argumentos que respaldan la tesis de moralidad política internacional, según la cual, de acuerdo con Ferrajoli, el recurso a la guerra sería, en nuestro tiempo, ilegítimo sin excepciones. Estos argumentos se resumen en que la guerra, en nuestro tiempo, produce, necesariamente y en todo caso, más males morales que bienes: porque —dice Ferrajoli— “al golpear inevitablemente también a poblaciones civiles, se convierte en una sanción infligida a inocentes” y también porque la guerra actual está “sujeta inevitablemente a escalation hasta la destrucción del adversario” y resulta, como tal, “desproporcionada a cualquier violación”. 7 Pues bien, parece claro, a mi juicio, que no es una imposibilidad una guerra que excluya las poblaciones civiles como objetivo militar y que ponga y mantenga límites claros a una eventual escalada.

Y también parece claro que no puede excluirse a priori que una guerra así conducida evite, en algún caso, males morales mayores que los que ella misma pudiera causar. Pero lo curioso es que ante la sugerencia, por mi parte, de que tal pudiera ser el caso de las operaciones militares en curso contra Gadafi (la conversación entre nosotros dos abordaba este asunto en junio de 2011), la respuesta de Ferrajoli fue que tales operaciones militares contra Gadafi no sólo eran moralmente permisibles, sino moralmente debidas. Ciertamente, Ferrajoli añadía algunas críticas, absolutamente compartibles en mi opinión, a la manera cómo se estaban conduciendo las operaciones militares, pues éstas no se estaban limitando a la protección de las poblaciones civiles amenazadas, y hubieran debido limitarse a ello. 8 Pero aun así limitadas, ¿no constituían, o hubieran podido constituir, tales operaciones militares un caso de guerra justificada? Admitir esto hubiera implicado tener que revisar la tesis de la prohibición moral absoluta en nuestro tiempo del empleo de la guerra. Para evitarlo, la salida de Ferrajoli consiste en no emplear nunca, a propósito de la intervención militar armada en Libia, el término “guerra”. Pero me parece claro que esto no es más que un truco verbal para no reconocer que la ponderación de las exigencias aquí relevantes, en relación con las circunstancias del caso, desembocaba en la admisión del carácter justificado de esta guerra limitada.

5.

Para concluir, quizás todos estos rasgos de unilateralismo en el pensamiento de Ferrajoli sean manifestación de un rasgo de fondo del mismo constituido por la idea, muy firmemente arraigada en él, de que el establecimiento de fines y la ponderación entre los mismos son algo situado más allá de las fronteras de la razón. Y entender que muchas de nuestras instituciones obedecen a finalidades en tensión entre sí, obviamente obliga, tanto para entenderlas adecuadamente como para hacer propuestas de diseño de las mismas, bien a establecer alguna jerarquía entre estas finalidades en tensión, bien a llevar a cabo algún otro tipo de ajuste entre ellas. Esto es, obliga a realizar operaciones situadas en un terreno, el ámbito de los fines, situado, desde la perspectiva de Ferrajoli, fuera de los dominios de la razón. Si entendemos, por el contrario, que cada una de estas instituciones obedece a una única finalidad, lo que queda, a la hora de entender la institución de que se trate o de hacer propuestas de diseño de la misma, es atender a cuáles son los medios más idóneos para procurar dicho fin. Algo que, a diferencia de lo anterior, resulta completamente abarcable aun para una concepción estrictamente instrumental de la razón como la que Ferrajoli hace suya. De esta forma, Ferrajoli elude el politeísmo de los valores que está en la base de muchas instituciones, simplemente porque una visión monoteísta de esta cuestión no plantea dificultades insalvables para su concepción de los límites de la racionalidad. Pero la visión monoteísta equivale a un verdadero lecho de Procusto para muchas de nuestras instituciones y el precio a pagar por ello es, como han puesto de manifiesto los ejemplos examinados, el de asumir una visión en buena medida distorsionada de esas mismas instituciones.

6.

Y una coda final: Hart hizo alusión, en las primeras páginas de El concepto de derecho, a cómo algunas de las más brillantes teorías del derecho precedentes, como las de los realistas o la kelseniana, incorporaban muy centralmente afirmaciones extrañas y paradójicas que parecían hallarse en conflicto con las creencias más firmemente arraigadas acerca del derecho y ser fácilmente refutables por cualquiera. Afirmaciones del tipo de la de los realistas, según la cual el derecho no es otra cosa sino las decisiones de los funcionarios, o la kelseniana según la cual no hay una norma jurídica genuina que prohíba robar, sino tan sólo una norma que estipula la obligatoriedad de imponer una sanción a quien robe. Pero, a pesar de tan extrañas afirmaciones, lo cierto, señaló Hart, es que lo que tales teóricos dijeron sobre el derecho “realmente incrementó en su tiempo y lugar nuestra comprensión del mismo”. 9 Parece, pues, que buena parte de las teorías que más han hecho progresar nuestra comprensión del derecho, se han caracterizado también por proponernos imágenes en buena medida distorsionadas de él. Imágenes que, como dice el mismo Hart, “se parecen más a gruesas exageraciones de algunas verdades sobre el derecho, indebidamente atendidas, que a definiciones frías”. 10 En esta tradición parece inscribirse también la teoría de Ferrajoli que, pese a las distorsiones que, a mi juicio, incorpora en nuestra imagen del derecho es una de las teorías que, sin ninguna duda, más han hecho avanzar nuestra comprensión del mismo en los últimos decenios.

Notas

1 En Luigi Ferrajoli y Juan Ruiz Manero, Dos modelos de constitucionalismo. Una conversación, Madrid, Trotta, 2012, p. 83.

2 Luigi Ferrajoli, “Costituzionalismo principialista e costituzionalismo garantista”, en Giurisprudenza costituzionale, 3 (2010), pp. 2814-2815 [trad. cast.: “Constitucionalismo principialista y constitucionalismo garantista”, en Doxa, 34 (2012), en prensa].

3 En L. Ferrajoli y J. Ruiz Manero, Dos modelos de constitucionalismo…, cit., nota 1, p. 82.

4 L. Ferrajoli: “Costituzionalismo principialista…”, cit., nota 2, p. 2800.

5 En L. Ferrajoli y J. Ruiz Manero, Dos modelos de constitucionalismo…, cit., nota 1, p. 94.

6 Por ejemplo, Principia iuris. Teoria del diritto e della democracia, vol. 2, Bari, Laterza, 2007, pp. 181-184 [trad. esp., Madrid, Trotta, 2011, pp. 179-182]; Poteri selvaggi, Laterza, Bari, 2011, pp. 63 ss. [trad. esp., Poderes salvajes, Madrid, Trotta, 2011, pp. 86 ss.]; Dos modelos de constitucionalismo…, cit., nota 1, pp. 146 ss.

7 L. Ferrajoli, “Guerra, legitimidad y legalidad. A propósito de la primera guerra del Golfo”, en L. Ferrajoli, Razones jurídicas del pacifismo, ed. de G. Pisarello, Madrid, Trotta, 2004, p. 31.

8 Véase los juicios de Ferrajoli a este respecto en L. Ferrajoli y J. Ruiz Manero, Dos modelos de constitucionalismo…, cit., nota 1, pp. 129-130.

9 H. L. A. Hart, El concepto de derecho, trad. cast. de Genaro R. Carrió, Buenos Aires, Abeledo-Perrot, 1992, p. 2.

10 Ibid., p. 3.

Notas de autor

Correspondencia: Juan Ruiz Manero. Facultad de Derecho, Universidad de Alicante. C.P. 03690, San Vicente del Raspeig, Alicante, España. Correo electrónico: juan.ruiz@ua.es