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Una mirada al constitucionalismo popular*
A Look at Popular Constitutionalism

Isonomía, núm. 38, 2013

Instituto Tecnológico Autónomo de México

Roberto Niembro O.

Escuela Libre de Derecho, México

Fecha de recepción: 12/04/2012

Fecha de aprobación: 16/11/2012

Resumen: El propósito de este ensayo es exponer las tesis principales de una de las teorías constitucionales norteamericanas que más fuerza ha cobrado en los últimos años y que ha sido poco explorada en nuestro entorno: el constitucionalismo popular. Se trata de una propuesta especialmente útil para repensar críticamente nuestra in­clinación por algunos aspectos del constitucionalismo europeo de la postguerra, en particular la supremacía judicial y el desdén hacia los movimientos sociales como generadores de sentido constitucional. El artículo presenta las tres corrien­tes que pueden identificarse dentro del constitucionalismo popular: la de los pa­dres fundadores, el constitucionalismo democrático y el constitucionalismo popu­lar mediado. A continuación se alude a ciertos cuestionamientos que la teoría ha recibido por parte de partidarios y detractores y se desarrollan algunas reflexiones propias.

Palabras clave: constitucionalismo popular, constitucionalismo democrático, interpretación cons­titucional, supremacía judicial, diálogo constitucional.

Abstract: This article presents the main tenets of one of the most appealing constitutio­nal theories in the last decades: popular constitutionalism. The theory is particu­larly helpful at questioning our penchant for aspects of post-war European cons­titutionalism, particularly judicial supremacy and disdain of social movements as agents of constitutional meaning. It presents in detail three main strands within popular constitutionalism: the Founding Fathers’s strand, democratic constitutio­nalism and mediated popular constitutionalism. It then presents some of the ques­tionings that have been directed against the theory and shortly develops a perso­nal view.

Keywords: popular constitutionalism, democratic constitutionalism, constitutional interpreta­tion, judicial supremacy, constitutional dialogue.

I. Planteamiento

El propósito de este ensayo es exponer las tesis principales de una de las teorías constitucionales norteamericanas que más fuerza ha cobrado en los últimos años y que ha sido poco explorada en nuestro entorno: el constitucionalismo popular. El atractivo de esta escuela ra­dica en su utilidad para repensar críticamente nuestra inclinación por algunos aspectos del constitucionalismo europeo de la posguerra1 par­ticularmente, la supremacía judicial2 y el desdén hacia los movimientos sociales como generadores de sentido constitucional. Pues como ha puesto de manifiesto Pisarello, este constitucionalismo ha reconvertido el principio democrático en un mecanismo de selección de élites3 que cada vez más deja de lado los procesos de comunicación pública no or­ganizados.4

El constitucionalismo popular es una propuesta norteamericana que surgió a raíz del activismo conservador del Tribunal Rehnquist que, se­gún los populares, vino a romper con el acomodo que existía entre el activismo constitucional del pueblo y la revisión judicial a partir del New Deal.5 Este reparto del trabajo había sobrevivido incluso a tribunales tan activistas como los de Warren y Burger,6 pues aun cuando el primero de estos había decidido un caso tan paradigmático de la supre­macía judicial como Cooper v. Aaron,7 en otras ocasiones como Kate­zenbach v. Morgan8 había incentivado la participación y el diálogo con el Congreso para determinar el contenido de la Constitución.9

Así, aun cuando el constitucionalismo popular es una respuesta a una manifestación concreta del ejercicio jurisdiccional en el país veci­no, considero que algunos de sus planteamientos son útiles en nuestro contexto en tanto pone en cuestión el papel de los jueces como princi­pales intérpretes de la Constitución y reivindica el rol del “pueblo” en dicho carácter. Entre sus principales expositores encontramos a Mark Tushnet, Larry Kramer, Robert Post, Reva Siegel y Barry Friedman, aunque no todos los autores suscriben las mismas tesis, e incluso las ideas de un mismo autor pueden ser confusas y ambiguas, tal como es el caso de Kramer.10

El trabajo está dividido en tres bloques. En el primero, conformado por los incisos (II), (1) y (2), explico las distintas corrientes que conforman el constitucionalismo popular. Posteriormente, en el inciso (iii) planteó algunos de los cuestionamientos más importantes que se han hecho a esta escuela, pues no ha estado exenta de ataques, para poste­riormente presentar mis propias reflexiones sobre el constitucionalismo popular. Debo señalar que mi lectura del constitucionalismo popular y las soluciones que propondré están influidas por la teoría discursiva de Jürgen Habermas, sin que ello quiera decir que los populares abracen o sean partidarios de la concepción habermasiana de la democracia.11 Fi­nalmente, en el inciso (iv) concluyo rescatando las que, a mi parecer, son las principales aportaciones de la teoría constitucional en estudio.

II. Los Founding Fathers del constitucionalismo popular12

En términos generales el constitucionalismo popular se caracteriza por enfrentarse a la supremacía judicial y a la visión elitista según la cual los jueces son mejores intérpretes constitucionales,13 aunque no todos los populares necesariamente son “anti-Corte” o “anti-control judicial”.14 El punto clave es la limitación de la supremacía judicial y la elaboración de la doctrina constitucional como una agencia colecti­va, cuyo protagonista es el pueblo.15 Es popular, nos dice Tushnet, por­que distribuye ampliamente la responsabilidad sobre la Constitución y refuerza el papel de la gente en su interpretación.16 En palabras de Kramer: “El papel del pueblo no está limitado a actos ocasionales de creación constitucional, sino a un control activo y continuo sobre la in­terpretación e implementación de la Constitución, sin que el Tribunal Supremo pueda monopolizar la interpretación de la misma”.17 No bas­ta, dice el profesor de Stanford, con que el pueblo pueda crear derecho constitucional a través del proceso de reforma, sino de reivindicar su papel como intérprete constitucional.18

El problema principal que Kramer encuentra a la supremacía judi­cial es el desincentivo que provoca en los ciudadanos para argumentar sobre cuestiones constitucionales.19 Para el autor, la supremacía judicial es un principio ideológico que lleva a los ciudadanos a pensar que no pueden contradecir a los jueces del Tribunal Supremo. En esta lógi­ca, no se puede refutar la interpretación del Tribunal si primero no sen­timos que tenemos el derecho a hacerlo. Y esto suele ser así, pues se acepta que la última palabra interpretativa la tiene el tribunal y el único medio para modificar sus criterios es cambiando su composición. De esta manera, se impregna la forma en que los jueces conciben su función, cómo deciden los casos y escriben sus opiniones; cambia la for­ma en que los políticos, la prensa y otros actores internalizan los fallos del tribunal, haciendo que sus efectos vayan más allá del caso particu­lar. En suma, el monopolio judicial sobre la Constitución se ha pintado como algo inexorable e inevitable, como algo que fue pensado para ser así y que nos salva de nosotros mismos.20

Por el contrario, el constitucionalismo popular reconoce que el deba­te popular sobre la Constitución se lleva a cabo con independencia de las interpretaciones judiciales o incluso en su contra.21 La Constitución obliga a todos los poderes de gobierno, sin que ninguno —incluido el poder judicial— tenga alguna autoridad especial sobre ella. Si los jue­ces pueden interpretarla no es porque tengan cualidades específicas que los hagan más aptos para dicha tarea o porque les corresponda hacerlo en exclusiva, sino porque la Constitución los obliga como a cualquier otro. Según esta visión, el poder judicial es un agente más del pueblo cuya tarea es ser un líder de opinión, sin imponer una única visión.22

En efecto, una de las batallas del constitucionalismo popular es aca­bar con la idea de que los jueces hacen un mejor trabajo —que el res­to de nosotros— al interpretar la Constitución. En primer lugar, porque no hay evidencia de que los jueces hayan hecho mejores interpretacio­nes, e incluso en el caso de EEUU se puede decir que el debate legislativo sobre cuestiones como los derechos de los homosexuales, el abor­to, discriminación por raza, etc., estuvo más enfocado en cuestiones sustantivas que el de los tribunales.23 Pero también, porque los jueces son jueces y no filósofos o académicos, enfocados más en cuestiones técnicas y de legalidad.24

En cualquier caso, el hecho es que los populares no quieren decir que la interpretación del pueblo sea la única, ni siquiera la mejor,25 sino recordarnos que tanto el pueblo como los jueces se pueden equivocar. De este modo la orientación por uno u otros atiende a la visión que se tenga de la función de los jueces y de la capacidad de la gente para in­terpretar la Constitución, y no a una supuesta predisposición de los jue­ces para hacer mejores interpretaciones. Así, se puede considerar a la gente como puramente emotiva, ignorante y limitada, en contraposi­ción con una élite informada, atenta e inteligente, en cuyo caso los jue­ces serán los únicos intérpretes constitucionales,26 de manera que cuan­do dicen lo que es el derecho se termina la discusión. Por el contrario puede considerarse a los ciudadanos como sujetos capaces de deliberar y gobernarse a sí mismos y otorgar a los jueces la facultad de interpre­tar la Constitución, pero sin que ello afecte la posibilidad de que tam­bién se haga fuera de los tribunales.27

De esta forma, encontramos por un lado a quienes son pesimistas y temerosos de lo que el pueblo podría producir y por ello establecen ga­rantías extras; por el otro, a quienes tienen mayor fe en la capacidad de los ciudadanos para gobernarse responsablemente, sin que los riesgos que ello implica sean suficientes para controlarlos por medios no de­mocráticos. La opción por unos u otros medios —sigue Kramer— es una decisión del pueblo. Ahora bien, si el pueblo desea conservar la úl­tima palabra, ello implica oponerse a los jueces que la quieren para sí mismos, reprender a los políticos que insisten en que debemos rendir­nos sumisamente ante lo que el Tribunal Supremo decida, rechazar la idea de que el derecho constitucional es una tarea muy compleja o difí­cil para los ciudadanos comunes, pero sobre todo insistir en que el Tri­bunal Supremo está a nuestro servicio y no es nuestro maestro.28

Tushnet va más allá. Para este autor los argumentos que suelen asu­mirse en defensa del control judicial no son convincentes —que la Constitución se respeta y se cumple en mayor medida gracias a los tri­bunales—, por lo que propone su erradicación. En efecto, para el pro­fesor de Harvard ésta es una creencia indefendible, pues los tribunales también comenten errores y, en esa medida, resulta necesario plantear­se la posibilidad de que la gente logre la protección de los derechos a través de la política, quitando la Constitución de las manos de los jue­ces.29 Para este autor, no es que el control judicial sea insignificante, sino que la diferencia que hace es bastante limitada. Si bien acepta que dicha institución sería adecuada para proteger las precondiciones de un derecho constitucional popular: a) el derecho al voto, b) la posibilidad de criticar al gobierno y, c) la privacidad; así como para hacer frente a injusticias extremas, considera que en la práctica sería imposible redu­cir a tal punto la tarea de los jueces. De ahí que de un balance de los beneficios que nos otorga el control judicial se incline por su erradica­ción.30

En una posición contraria, los críticos del constitucionalismo popu­lar consideran que deshacerse del control judicial o de la supremacía judicial reduciría dramáticamente, sino es que eliminaría, la protección de las minorías.31 Más allá de la plausibilidad de esta tesis, no debe perderse de vista que los populares no están propugnando por un sis­tema sin restricciones institucionales que hagan más racional a la po­lítica, como puede ser la separación de poderes, el bicameralismo, el poder de veto, etc., sino de distinguir entre controles que son direc­tamente responsables ante el pueblo y los que no, como es el control constitucional con supremacía judicial.32

Otra de las características que distingue a la corriente en estudio es la forma de entender la relación entre política y derecho, pues para ésta ni la primera es mera voluntad y decreto ni el segundo pura raciona­lidad. Ambos se requieren recíprocamente y son fases distintas de un proceso social más largo e inclusivo. La Constitución es su punto de confluencia y por ello es que se yergue como una norma jurídico-políti­ca y no sólo jurídica. Tratarla de esta última forma ha hecho creer erró­neamente a los jueces y abogados que su interpretación les correspon­de en exclusiva.33 Es que para los populares la Constitución va más allá de los confines de lo legal.34 De esta manera, pretenden terminar con la distinción entre una Constitución en la que rigen los principios y sobre la que el tribunal manda, y una política no principialista donde rigen las meras preferencias mayoritarias.35 Por el contrario, buscan una política orientada por los principios de la Declaración de Independencia36 y un derecho constitucional que tome en cuenta lo legal y lo político.37

Esta concepción de la política y el derecho se extiende también a la visión que los populares tienen sobre los derechos fundamentales y del Tribunal Supremo. Para ellos la falta de acuerdo sobre el contenido de los derechos —que es una cuestión política y no son erradicados por el Tribunal Supremo— nos impide considerarlos como la única razón de las constituciones, siendo la política la que en última instancia de­termina el nivel de protección de nuestros derechos. Pero además, nos dicen, porque no podemos desconocer que los jueces constitucionales son parte y están determinados por el sistema político, el cual estruc­tura al Tribunal y configura la interpretación que hacen de la Constitu­ción.38 Por lo que si queremos que la Constitución signifique algo para nosotros, lo que tenemos que hacer es ser políticamente activos, pues dependiendo de nuestra participación política es que se establecen las condiciones bajo las cuales operan los políticos y en las que el Tribunal actúa.39

Esto no significa que la Constitución no sea vinculante o que los lí­mites que impone no deban ser cumplidos, sino que los poderes po­líticos y la comunidad en general también pueden interpretarla.40 En ese sentido, para poder conjugar la construcción político-popular de la Constitución con la revisión judicial, es necesario reconocer que el pueblo y las otras ramas de gobierno tienen la misma autoridad para desentrañar su significado, así como la existencia de otros espacios de deliberación constitucional. En otras palabras, se trata de reconocer que hay cuestiones constitucionales que se dejan al espacio de la políti­ca y que la política entra por las ventanas del Tribunal Supremo.41 Esto no es una tarea fácil, pues ambos principios —política y revisión judi­cial— podrían abarcar por sí mismos todo el espectro deliberativo.42

En suma, el constitucionalismo popular está basado en las ideas de que todos debemos participar en la configuración del derecho consti­tucional a través de nuestras acciones políticas,43 otorga un papel cen­tral a la ciudadanía en la interpretación de la Constitución, desacrali­za las visiones dominantes sobre el impacto de las decisiones de los tribunales,44 muestra la forma en que la sociedad influye, reconstruye y a veces socava el valor de las decisiones judiciales, impulsa una ma­yor participación en las estructuras políticas y económicas,45 y defien­de una mirada departamentalista del control de la Constitución, según la cual ninguna rama del poder tiene el derecho de arrogarse la supre­macía sobre las otras.46

1. El constitucionalismo democrático

Para esta vertiente del constitucionalismo popular representada por Post y Siegel la legitimidad de la Constitución radica en la habilidad que tiene para ser reconocida por los ciudadanos como su Constitu­ción. Esta forma de concebir el constitucionalismo está sustentada por tradiciones de activismo popular que autorizan a los ciudadanos a pre­sentar reclamos sobre el significado de la Constitución y a oponerse al gobierno cuando consideren que no las respeta. En este proceso los tri­bunales juegan un papel jurídico-político que les es atribuido constitu­cionalmente.47

En efecto, para Post y Siegel el Tribunal Supremo es un posible co­laborador de las instituciones democráticas en la construcción del sig­nificado constitucional, así como un catalizador del constitucionalismo popular. La relación entre jueces constitucionales y democracia no es de suma cero, pues los primeros pueden fortalecer a la segunda.48 Así como las creencias constitucionales de la gente están inspiradas y sus­tentadas por el derecho constitucional creado por los tribunales, ese de­recho está inspirado y sustentado por dichas creencias.49

En este sentido, se separan de Tushnet al otorgar un papel más sig­nificativo al poder judicial, no necesariamente excluyente del constitu­cionalismo popular. De hecho, para Post y Siegel alguna forma de au­toridad final de los jueces es necesaria para el Estado de derecho, pues aunque reconocen que existe una tensión y conflicto entre la suprema­cía judicial y el constitucionalismo popular, la democracia requiere que ciertas condiciones sean garantizadas por los jueces con el fin de que los ciudadanos puedan participar en la deliberación. El punto es encon­trar un equilibrio entre ambos.50

De cualquier modo, los ciudadanos no tienen por qué aceptar sin re­paros las decisiones judiciales (es decir, ser sujetos pasivos), ya que el debate popular sobre la Constitución infunde las memorias y los prin­cipios de la tradición constitucional, que no serían desarrollados si la ciudadanía fuera pasiva ante las decisiones judiciales.51 Y es que se concibe al constitucionalismo popular (entiéndase a los movimientos sociales) como un mecanismo mediador entre el derecho constitucional generado por la judicatura y la cultura popular.52

Los ciudadanos son autores del derecho y así deben sentirse. Las creencias democráticas sobre la Constitución autorizan y empoderan a los ciudadanos para argumentar sobre su sentido, aún cuando difieran de la interpretación judicial. Lo que buscan es generar una serie de ac­titudes y prácticas que provoquen y sostengan el involucramiento de la gente en cuestiones constitucionales.53 En este sentido, su propuesta teórica busca dar cuenta de los diferentes espacios, prácticas y medios por los que se lleva a cabo la disputa constitucional,54 los que según ellos, son insignificantes para la teoría tradicional; la cual, al descono­cer el papel de la gente, apoya tácitamente la supremacía judicial.55

Con ello no quieren decir que la gente o los otros poderes puedan desconocer las sentencias de los tribunales, lo que sólo puede hacerse en circunstancias excepcionales.56 Para ellos, la última palabra judicial en la protección de los derechos constitucionales refleja la necesidad de que los ciudadanos tengan certeza sobre sus derechos frente al go­bierno.57 Ahora bien, si se trata de la obediencia a la doctrina conteni­da en las sentencias, consideran, por un lado, que si el derecho consti­tucional se limitara a los fallos, éste sería un conjunto de decretos sin coherencia, integridad y visión, lo cual obligaría a los ciudadanos a li­tigar continuamente, impidiendo que el derecho constitucional lograra su cometido. Por otro lado, también reconocen que la vinculación ho­rizontal a la doctrina judicial haría del desacuerdo un acto de desobe­diencia a la ley. Por ello, a final de cuentas estiman que son los actores no judiciales los que determinan caso por caso y momento a momento el grado de deferencia debida a la doctrina judicial, lo que consideran es la puesta en práctica del diálogo constitucional.58

Para Post y Siegel la deliberación popular sobre cuestiones constitu­cionales, termine o no reflejándose en reformas institucionales, es pau­ta para la acción judicial. Esto no significa que los jueces se limiten a reflejar los desarrollos sociales, sino que participan en un debate social sobre el significado de la Constitución, condición necesaria de la de­mocracia.59 Desde esta perspectiva, el Tribunal está en un diálogo per­manente con la cultura popular —de la que no puede alejarse demasia­do si es que quiere evitar una crisis—60 y se involucra normativamente en cuestiones sobre las que los americanos tienen desacuerdos profundos —the culture wars—, haciendo valer sus propias convicciones so­bre la mejor forma de entender una tradición constitucional viviente.61

Así, esta corriente considera inadecuado que los jueces tengan como principio rector de su actuación el evitar conflictos, pues las controver­sias suscitadas por las decisiones judiciales pueden provocar la reac­ción y el activismo ciudadano. De esta forma, explican cómo los di­ferentes valores en competencia configuran el proceso de decisión constitucional62 y respaldan el papel de los representantes populares, especialmente el de la ciudadanía, en la aplicación de la Constitución. Las decisiones judiciales deben tomarse dentro de un sistema que inci­te a la argumentación entre funcionarios y ciudadanos sobre el signifi­cado de la Constitución,63 pues no basta con que den razones y princi­pios de sus decisiones, aun cuando éstas sean acordes con las mejores prácticas profesionales.64 Lo anterior no quiere decir que los tribunales deban convertirse en instituciones representativas como los son las le­gislaturas, sino de reconocer que la Constitución tiene una importante dimensión política que rebasa los confines de lo jurídico.65

En este sentido, la deliberación colectiva es la fuente última de le­gitimidad del derecho constitucional, que requiere de instituciones que permitan al pueblo involucrarse en la creación del derecho. Pues es el esfuerzo por persuadir y convencer a las instituciones que dicen el de­recho lo que provoca la movilización, contra-movilización, coalición y compromiso. Un proceso que puede generar nuevos entendimien­tos que los tribunales pueden reconocer como la Constitución.66 De ahí que la participación popular —base democrática de la Constitución— no debe ser vista con sospecha sino, al contrario, considerarse como una forma de mediar el conflicto.67

En esta línea, consideran que los movimientos sociales configuran el sentido constitucional al generar nuevos entendimientos que guían las posturas oficiales. Por ello, proponen superar las descripciones tradi­cionales de cómo se hacen los cambios constitucionales, por otra más compleja que dé cuenta de la importancia de dichos movimientos. De esta forma, rehúyen las descripciones corte-centristas de la tradición constitucional norteamericana, pues en su opinión, obscurecen los ca­nales de comunicación existentes entre el razonamiento judicial y los reclamos hechos fuera de los tribunales.68

Los movimientos sociales se configuran en parte de lo que deno­minan la cultura constitucional, práctica argumentativa que se lleva a cabo dentro y fuera de las instituciones gubernamentales, más allá de los canales formales de creación del derecho reconocidos por el sis­tema jurídico.69 Tanto ciudadanos como gobernantes pueden sustentar posturas constitucionales distintas que estén en un equilibrio dinámico y se condicionen recíprocamente. Ninguna autoridad, ni siquiera el Tri­bunal Supremo, tendría la autoridad para fijar el sentido de la Constitu­ción sin que pueda ser desafiado.70

De esta forma la Constitución y con ella la comunidad común a la que pertenecen los debatientes, se expresan a través de la argumen­tación, la cual está sujeta a las estructuras sociales que median entre el que emite y recibe el mensaje. Ahora bien, para que esas nuevas concepciones constitucionales perduren, necesitan ser persuasivas. De ahí que recomienden utilizar el lenguaje constitucional para formular sus peticiones y apelar a las tradiciones del pueblo al que se dirigen.71 Así, hablan de dos restricciones que distinguen a estos movimientos sociales como agentes creativos de derecho constitucional. La prime­ra es la “condición del consentimiento”, es decir, no pueden utilizar la coerción sino la persuasión y deben respetar a la autoridad, aunque en algunas ocasiones realicen actividades procedimentales irregulares y disruptivas, e incluso ilegales. En segundo lugar está “la condición de valor público”, pues para convencer a los ciudadanos que no perte­necen a sus filas deben expresar sus valores como valores públicos, tal y como hizo el movimiento sufragista femenino.72

De esta manera, conciben a los movimientos sociales como mediado­res entre el gobierno y la ciudadanía, permitiendo a los ciudadanos ex­presar sus inquietudes, críticas o su total resistencia a la política guber­namental.73 Entre las funciones de los movimientos sociales está la de educar e incitar a la opinión pública para modificar la agenda de las polí­ticas electorales, así como moldear el desarrollo del derecho constitucio­nal.74 Aunque reconocen que sólo representan a algunas personas y que su informalidad, parcialidad y falta de responsabilidad pública les hace un mal candidato para hablar por el pueblo. De ahí que sólo podrán ha­blar por todos si tienen éxito y su interpretación es acogida por las autori­dades que declaran el contenido del derecho constitucional.75

2. El constitucionalismo popular mediado

Barry Friedman nos presenta otra forma de abordar el constituciona­lismo popular al que llama constitucionalismo popular mediado. Según su descripción del constitucionalismo popular, en éste conviven distin­tas corrientes que comparten una posición común: la revisión judicial debe reflejar las opiniones populares sobre el significado de la Consti­tución.76

Esta síntesis sobre el constitucionalismo popular ha sido puesta en cuestión por Roberto Gargarella, quien considera que “no es nada ob­vio que los constitucionalistas populares quieran que las decisiones sean fundamentalmente un reflejo de las opiniones mayoritarias”.77 En opinión del profesor argentino, el constitucionalismo popular más bien se muestra hostil frente al sistema de revisión judicial hoy existen­te; considera que la idea de que el poder judicial representa la última instancia interpretativa de la Constitución es contraria al pensamiento fundacional norteamericano; que la práctica dominante en la interpre­tación constitucional enfocada al texto y excluyente de la ciudadanía resulta disvaliosa y, por último, que es un error pensar y concebir la in­terpretación constitucional de un modo tan centrado en la actuación de los tribunales.78

En cualquier caso, para Friedman el control judicial está justificado y no es contrario a la voluntad popular, puesto que los tribunales no se separan deliberadamente de la sociedad. Más bien interactúan con ella a través de un diálogo inevitable, en el que involucran a la ciudadanía en la interpretación de la Constitución. De esta forma, considera que la idea de un tribunal contra-mayoritario en los Estados Unidos es una exageración, pues éste siempre ha reflejado la opinión de la mayoría, por lo menos, con el paso del tiempo.79 Por uno u otro medio, nos dice Friedman, la visión mayoritaria ha logrado prevalecer. De hecho, el pa­pel que los jueces constitucionales tienen dentro del sistema es aquel que el pueblo les ha permitido jugar, de ahí que sea un error considerar que los jueces le han quitado la Constitución a la ciudadanía.80

Ahora bien, aun cuando las decisiones de los tribunales deben refle­jar las preferencias populares y ser respaldadas por el pueblo, la Cons­titución no puede significar sólo lo que la mayoría desee. La revisión judicial, dice Friedman, debe servir para algo más que para expresar las preferencias populares inmediatas y sustentarse en valores profun­dos que hayan existido durante un largo período. Y es que si el control judicial tiene un lugar dentro del sistema de gobierno, necesariamente en algunas ocasiones deberá desviarse de las preferencias populares, pues de lo contrario, se equipararía el constitucionalismo a la política común.81

Así, considera que la doctrina sobre el carácter contra-mayoritario del control judicial obvia el día a día del proceso de interpretación, esto es, un proceso dialógico en el que los tres poderes se ven involucrados y en el que la tarea de los tribunales es facilitar y moldear ese diálogo. De ahí que en la realidad no haya un enfrentamiento entre institucio­nes representativas y no representativas, por lo que resulta innecesario querer legitimar el control judicial. Desde esta perspectiva, los tribu­nales no son sistemáticamente menos mayoritarios que las otras ramas del gobierno.82

Los tribunales facilitan el diálogo, nos dice el autor, sintetizando las visiones constitucionales de la sociedad, enfocando el debate y organi­zando las ideas. Además, catalizan el diálogo orillando a la sociedad a debatir asuntos que de otra manera hubieran quedado fuera de la agen­da, y empujando a otras instituciones a participar. Incluso pueden dar voz a posiciones poco comunes y traerlas al centro de la atención, ins­pirando una discusión más abierta, vibrante y efectiva.83

Lo que hace el tribunal es determinar la forma en que el diálogo con­tinúa después de su sentencia, optando por una de las interpretaciones en pugna, aun cuando comúnmente dicha interpretación cambie a tra­vés del debate.84 Sin embargo, lo importante no es el papel que tiene el Tribunal Supremo en ese proceso, sino cómo el pueblo reacciona ante sus decisiones.85 En efecto, la discrepancia entre la visión popular y el poder judicial es lo que hace que el diálogo funcione.86

Partiendo de esta descripción de la práctica norteamericana, el pro­fesor de la Universidad de Nueva York pone en cuestión que los tribu­nales tengan siempre la última palabra. En algunos supuestos no tienen la última palabra sobre la constitucionalidad del acto impugnado por­que la ejecución de la sentencia no es automática. Las formas para evi­tar su ejecución van desde el indulto del poder ejecutivo hasta un acto abierto de rebeldía. Pero tampoco tienen la última palabra sobre la in­terpretación porque las decisiones judiciales no tienen necesariamente ese efecto. Así, considera que una cosa es lo que digan los jueces en ca­sos como Cooper y otra es lo que sucede en la realidad, como cuando el Congreso emite leyes contrarias a la interpretación del tribunal y la gente ignora y combate las decisiones judiciales con las que no está de acuerdo.87 Es más, estima que la definitividad de las interpretaciones judiciales no es deseable porque impide el dinamismo que requiere el proceso de interpretación y restringe el desarrollo de la Constitución.88

De igual forma, además de negar que en EEUU exista supremacía judicial, Barry Friedman defiende el carácter mayoritario del control judicial. Para nuestro autor, en dos sentidos distintos puede hablarse del carácter mayoritario: uno sustantivo y otro procedimental. El sus­tantivo se mide según los resultados y las fuentes a las que atiende. Se­gún los resultados, se trata de ver si las decisiones de los jueces se co­rresponden o no con las preferencias mayoritarias. Según las fuentes, se busca determinar en qué medida las decisiones judiciales atienden y residen en pruebas de dichas preferencias. Asimismo, de acuerdo al as­pecto procedimental se indaga en qué medida dicho control es respon­sable ante la voluntad mayoritaria.89

Como hemos visto, con respecto a las fuentes en su opinión los jue­ces hacen referencia y en algunas ocasiones basan sus decisiones en pruebas de la voluntad mayoritaria (prácticas de los estados, normas sociales, costumbres, etc.), además de que en la generalidad de los ca­sos defieren a sus decisiones.90 Por lo que toca a los resultados, consi­dera que si bien es inevitable que en algunos supuestos el control judi­cial se desvíe de lo que quiere la mayoría, esto es menos común de lo que pensamos, como lo demuestran las encuestas de opinión.91

Por lo que hace al aspecto procedimental Friedman considera que sí existen restricciones que hacen a los tribunales responsables ante la gente. La clave de ello está en las elecciones de los jueces. Mientras que en algunos casos los jueces son electos popularmente, en otros son nominados por presidentes que suelen reflejar la voluntad popular que los eligió. Así, las sucesivas vacantes y nombramientos que se dan en el Tribunal Supremo permiten que las visiones del electorado se refle­jen en la judicatura.92 Es así que la relación entre opinión pública y revisión judicial se encuentra mediada, en tanto los jueces no son electos y por tanto el control popular es indirecto, es decir, la decisión popular sobre la permanencia de la revisión judicial se expresa a través de los representantes.93

Pues bien, el análisis de Friedman de las encuestas de opinión ha sido criticado por Solimine y Walker, quienes consideran que su lectura de la práctica norteamericana es parcialmente equivocada. Para ellos, la información que utiliza el profesor de nyu es equívoca y no dice mucho sobre el apoyo de la gente a las decisiones judiciales. Además, estiman que dichas encuestas simplifican en demasía los fallos, que por lo demás en su mayoría escapan el escrutinio de la gente. De ahí que, para estos autores, la metáfora del diálogo sea por lo menos incomple­ta: primero, porque consideran que es irreal que la gente tenga conoci­miento de las decisiones del Tribunal, y cuando lo tienen muchas ve­ces es incorrecto. Segundo, porque no hay reconocimiento expreso de que la opinión pública sea una fuerza influyente en las decisiones del Tribunal, ni hay forma de demostrar de manera sistematizada dicha in­fluencia.94

Comparto en alguna medida la crítica que hacen dichos autores. Por un lado, creo que efectivamente el conocimiento de los criterios de los tri-bunales es una cuestión que en su gran mayoría sólo interesa a los ju­ristas, aunque esto se pueda deber al mismo diseño institucional y sin que esto quiera decir que los ciudadanos no interpreten la Constitu­ción o no estén interesados en ella con independencia de lo que digan los tribunales. Por otro lado, aun cuando es cierto que resulta compli­cado demostrar la influencia de la gente en las resoluciones judiciales, creo que esto es inevitable. Los jueces son parte de la sociedad y están influenciados por el proceso deliberativo que se da fuera de los tribu­nales.95 En este sentido, coincido con Friedman en que resulta gracioso presentar a los jueces como extraterrestres que vienen de Marte para imponer sus valores marcianos.96

Ahora bien, lo que sí me parece más difícil de afirmar —como lo hace Friedman— es que la opinión mayoritaria reflejada en las encues­tas de opinión coincide con la del Tribunal Supremo. Es verdad que en términos generales sí se puede saber si la población aprueba o no el tra­bajo del Tribunal, pero de ahí a sostener que la opinión popular coin­cide con la interpretación contenida en la mayoría de las decisiones ju­diciales hay un largo camino. Esto es así por las razones que Solimine y Walker apuntan, pero también porque como el mismo Friedman re­conoce, es muy difícil identificar “una voluntad mayoritaria”,97 sobre todo si se extrae de las encuestas de opinión. Detengámonos un momento sobre este punto.

En mi opinión, Friedman incurre en una contradicción cuando uti­liza el argumento de la coincidencia con la voluntad mayoritaria para justificar el control judicial por sus resultados y al mismo tiempo re­chazar la crítica contra mayoritaria. Así, por una parte sostiene que el control judicial es mayoritario por sus resultados, es decir, que se ade­cua a lo que quiere la mayoría y, por el otro, afirma que quienes criti­can esa institución por ser contra mayoritaria asumen equivocadamen­te que dicha voluntad puede ser identificada.98 Entonces ¿cómo puede afirmar que el control judicial es mayoritario por sus resultados? Esto es, en mi opinión no puede decirse al mismo tiempo que en algunos supuestos la voluntad mayoritaria sí puede ser identificada99 y, por el otro, negar esta posibilidad. En otras palabras, como no puede saber­se si al declarar la inconstitucionalidad de una ley el Tribunal está en realidad actuando contra la voluntad de la mayoría del pueblo (como una voluntad distinta a la del Congreso),100 tampoco puede saberse si lo está haciendo en sintonía con ella.101 Por eso considero más adecua­da la descripción de la práctica norteamericana que el mismo Friedman hace en otra parte de su trabajo, cuando dice que lo que hay es un de­bate entre diferentes grupos y los tribunales impulsan la voz de alguno de ellos en determinadas circunstancias, convirtiéndola en el foco de la discusión.102

Finalmente, quiero hacer notar que si bien su descripción dialógi­ca de la práctica judicial norteamericana puede ser acertada,103 eso no hace que la discusión sobre quién tiene la última palabra en términos institucionales, es decir, cuál es la interpretación constitucional que deba prevalecer por ser vinculante, deba ser abortada. Y esto es así por­que no se trata sólo de saber si en la práctica es la voluntad popular la que prevalece o no, sino de valorar la legitimidad y conveniencia de que institucionalmente sean los jueces los que tienen la última palabra. En términos precisos, hay que distinguir cuándo hablamos de la supre­macía judicial de hecho y cuándo de la supremacía judicial de derecho.

III. Preguntas y reflexiones sobre el constitucionalismo popular

En este apartado quiero plantear —aunque sea brevemente— algu­nas de las inquietudes que el constitucionalismo popular ha generado entre sus partidarios y detractores. Las preguntas sobre las que deseo reflexionar son: a) cuál es la relación entre control judicial y preferen­cias mayoritarias, b) la viabilidad del “pueblo” como intérprete cons­titucional y c) el seguimiento de la interpretación judicial y la (des) obediencia a los fallos. Como ya he mencionado, mi lectura del cons­titucionalismo popular está influida por la teoría discursiva de Jürgen Habermas.

La primera pregunta nos remite al debate aludido entre Friedman y Gargarella, es decir, nos plantea la relación entre control judicial y pre­ferencias mayoritarias. Si bien coincido con este último autor en que el constitucionalismo popular no busca que las decisiones de los tri­bunales sean un reflejo de las preferencias mayoritarias, sí creo que es una interrogante que ronda a esta teoría. En efecto, una vez que enten­demos —como hacen los populares— que la Constitución requiere de un proceso más fluido y abierto de razonamiento moral, no parece tan obvio que los jueces tengan que ser indiferentes ante la opinión públi­ca.104

En su artículo sobre la elección popular de los jueces, Pozen se ha referido a las características de lo que para él sería un control “mayo­ritario” en el que la opinión pública juega un papel significativo: a) un juez “mayoritario” no tiene porque ser un mero conducto de la opinión pública, pues puede ser tanto un líder como un seguidor de dicha opi­nión según considere si la gente tiene o no la información suficiente; b) el hecho de que otras ramas de gobierno hayan tomado cierta posición es en sí misma una cuestión incidental; aunque puede ser relevante so­bre el contenido de la opinión pública, y c) el populismo puede reducir­se a los casos en que la respuesta es incierta y la creencia popular parece clara, extendida y con dimensiones constitucionales, de manera que la visión de la gente sería irrelevante para los casos de reglas claras.105

Los detractores de este tipo de propuestas han puesto en cuestión que la población (norteamericana) tenga interés en cuestiones consti­tucionales y que el voto sea una forma de manifestarlas. Asimismo, nos dicen que aun suponiendo que existiera ese interés, sería muy di­fícil identificar sus preferencias o darles alguna prioridad, pues la gen­te puede tener visiones contrapuestas de lo que la Constitución signifi­ca.106

En mi opinión, la idea de un control judicial en diálogo con la so­ciedad civil debe ser tomada en serio si es que consideramos que las preocupaciones de la gente deben moldear e informar los conceptos políticos, indicando cómo se relacionan entre ellos y cómo deben inter­pretarse.107 Especialmente en condiciones de pluralismo social y cultu­ral, en las que el desacuerdo sobre el contenido de los derechos surge tan pronto queremos aplicarlos a casos de conflicto.108 Pues como dice Habermas, sólo cuando los organismos encargados de tomar decisio­nes permanecen porosos a los temas, orientaciones valorativas, contri­buciones y programas que les afluyen de la opinión pública, puede la ciudadanía significar algo más que una agregación de intereses parti­culares prepolíticos y el goce pasivo de derechos paternalísticamente otorgados.109

Es más, aun cuando no lo deseemos la interacción entre los valores populares y las razones que dan los jueces es inevitable,110 tal como su­cede cada vez que realizan una ponderación entre valores inconmensu­rables.111 Ahora bien, con esta propuesta no se busca un control judicial que se guíe por una supuesta respuesta correcta compartida por la ma­yoría, pues aun suponiendo que la hubiera, es muy difícil identificarla. En este sentido, creo que propugnar un control judicial que refleje las opiniones mayoritarias es prácticamente inviable, pues el supuesto de una interpretación clara y extendida entre la población me parece muy difícil de aceptar. Además creo que sería paradójico establecer una institución (tribunales) para controlar a otra (congreso) por no sustentar la visión mayoritaria, pero que sin embargo está mejor equipada para ha­cerlo. Más bien, creo que los jueces deben considerar a los ciudadanos como sujetos capaces de interpretar la Constitución y, por tanto, tomar en serio su opinión.112 Premisa que, de ser aceptada, nos obligaría a di­señar instituciones que incentiven a los jueces a entablar un diálogo con los distintos componentes de la sociedad civil al momento de interpretar la Constitución.113

Esto nos lleva a otra de las preguntas que los críticos del constitucio­nalismo popular han planteado en relación con la obra de Kramer, pero que puede ser dirigida a todos los populares: cuando utilizan el término pueblo ¿lo hacen cómo una metáfora, o es que realmente consideran al pueblo como una unidad orgánica114? Así, para Alexander y Solum el pueblo no puede actuar como un todo orgánico, sino que lo hace a través de las acciones de los individuos que lo componen. Por eso, consi­deran que si la apelación de Kramer al pueblo era una metáfora, lo de­bió haber dicho, y si no era así, estaba equivocado y confundido.115

A este respecto debemos precisar a qué nos referimos cuando habla­mos de we the people. Una primera forma de entender we the people es la constitucional, a la que en mi opinión se refiere Kramer y con lo cual se quiere decir que todos podemos participar en la deliberación constitucional, lo que implica rechazar que puedan establecerse fron­teras a quienes conformamos el “we”. Así, no debemos perder de vis­ta que cuando se refieren al “pueblo” como actor constitucional —aun cuando no tenga una sola voz o ésta no sea uniforme— lo que buscan es que todos nos sintamos con el derecho a interpretar la Constitución y promover la participación de la sociedad civil, es decir, incentivan una cultura pública ágil, móvil y aun nerviosa acostumbrada al ejer­cicio de las libertades.116 Por otro lado, se usa we the people de forma retórica para querer expresar que el pueblo tiene una idea compartida sobre un determinado tema. Esta manera de utilizarlo por parte de líde­res políticos o sociales desconoce la pluralidad de los que configuran el “we” y esconde las desigualdades que imperan en nuestras sociedades, por cual debe rechazarse y mejor hablar de we’ess.117 En este último supuesto es que tiene sentido que los populares se refieran a los movi­mientos sociales como grupos generadores de sentido constitucional y reconozcan que en principio no pueden hablar por el “pueblo”.118

Finalmente está el debate sobre si el constitucionalismo popular (en la vertiente de Kramer) aprueba el desconocimiento de los fallos del Tribunal. Este cuestionamiento lo hicieron Post y Siegel, para quienes vincular el departamentalismo con los valores del constitucionalismo popular conlleva el siguiente dilema: o se acepta que la decisión del Tribunal no es final y entonces no se está obligado a cumplirla, o se re­conoce que la decisión del Tribunal debe ser respetada y por ende se admite que la interpretación es final y definitiva para las partes del ca­so.119

A mí no me parece que ésta sea una buena crítica, pues la dicotomía entre supremacía judicial y acato a los fallos es falaz. Si no interpreto mal a Kramer, éste no busca que los fallos del tribunal sean desobede­cidos cuando las otras ramas del gobierno estén en desacuerdo con su interpretación, sino sólo que éstas no estén vinculadas por la doctri­na judicial y, por tanto, puedan interpretar la Constitución de manera distinta a como lo hace el Tribunal. Así, por seguir con el ejemplo que Post y Siegel dan en su trabajo, si se declara la inconstitucionalidad de una ley con base en la cual se priva de libertad a una persona, la postu­ra de Kramer no lleva a suponer que la administración pueda negarse a dejarlo en libertad, es decir, a cumplir con el fallo.120 En mi opinión, la lectura equivocada que Post y Siegel hacen de Kramer se debe a no haber distinguido entre el fallo y la doctrina que conforman una sentencia, pues el rechazo a la supremacía judicial solamente implica la no vinculación de los otros poderes a la doctrina judicial.

Bien entendido, lo que Kramer pretende es un sistema en el que las distintas ramas del gobierno puedan dialogar con el Tribunal Supre­mo y en el que el pueblo conserve la última palabra para interpretar la Constitución. Pues bien conoce Kramer la advertencia de Habermas en el sentido de que si el discurso de los “expertos” no se retroalimenta con la formación democrática de la opinión y la voluntad y es controla­do a través de una disputa de opiniones, acaba imponiéndose de forma paternalista en contra de los ciudadanos.121

La pregunta es ¿cómo puede funcionar dicho sistema?, pues aun su­poniendo que el pueblo actuara a través de ongs y asambleas popula­res ¿cómo haría valer sus opiniones frente a las instituciones estatales? Para algunos autores, esto es lo que hace impracticable y peligroso al constitucionalismo popular.122

En mi opinión, no se requiere de mucha imaginación para que ese cometido se cumpla. Por un lado, se necesita de la movilización polí­tica123 y el voto como instrumentos para expresar y hacer valer la opi­nión de la ciudadanía.124 En efecto, una vez que las élites políticas to­man nota de que mucha gente se empieza a movilizar, los partidos políticos se preguntan de qué manera pueden ajustar sus plataformas para acercar a estos ciudadanos a sus partidos y evitar que se unan a sus adversarios. Lo que puede traducirse, por ejemplo, en iniciativas de ley o nombramientos de jueces constitucionales con un perfil cercano a los movimientos sociales. De la misma forma que la mera existencia de los movimientos sociales muestran a los jueces lo que muchas perso­nas piensan sobre un determinado asunto, aun cuando a fin de cuentas no asuman la interpretación que éstos proponen.125

Por su parte, el voto cobra una especial relevancia en sistemas en los que el legislador ordinario puede responder a las declaraciones de inconstitucionalidad de los tribunales constitucionales. En efecto, más allá de los beneficios que en términos deliberativos nos aporta esta for­ma de diálogo constitucional intra-poderes,126 dicho mecanismo sirve para incentivar a que el “pueblo” se involucre en el proceso de inter­pretación, pues si los representantes electos pueden revisar las interpre­taciones constitucionales del tribunal —mas no sus fallos—, los ciuda­danos seremos llamados a juzgar la interpretación de los que aspiren a ser nuestros representantes.127

Para algunos, estos medios podrían no satisfacer el discurso de los constitucionalistas populares según el cual el pueblo tiene la última pa­labra. Yo no lo veo así, pues como el mismo Kramer reconoce, lo que tienen en común los populares es que insisten en cómo el pueblo bus­ca lograr sus objetivos a través del gobierno, ya sea a través de leyes, reformas constitucionales, acciones administrativas o decisiones judi­ciales.128 Así, lo que buscan es romper con la visión tradicional sobre el proceso de interpretación según la cual los tribunales tienen un mar­cado protagonismo, recordándonos el papel político que podemos ju­gar a través o más allá de las instituciones. En términos habermasianos se trata de “la lucha por el reconocimiento”, es decir, aquella sostenida públicamente por la sociedad civil para que las constelaciones de inte­reses y conflictos que se producen en la periferia sean abordados por las instancias políticas correspondientes, lo cual depende sobre todo de su vitalidad e impulso.129 Pues para generar poder político, la influen­cia de los discursos informales y públicos ha de extenderse a las deli­beraciones de las instituciones democráticas y ser adoptadas en resolu­ción formales.130

IV. Conclusiones

El constitucionalismo popular se presenta como una propuesta teóri­ca sugerente para repensar el papel del “pueblo” y de los jueces como intérpretes constitucionales. Máxime en un entorno en el que hemos optado por un constitucionalismo fuertemente elitista que no da cuenta de los movimientos sociales que se presentan todos los días en nuestras calles y que pierde de vista que “la democracia no es algo que se ‘da’ o se ‘concede’, sino más bien, un movimiento abierto, empecinado y pre­cario, a favor de la igual libertad de todos y contra las oligarquías y ti­ranías de diferente signo”.131

Entre sus principales virtudes está habernos recordado la importan­cia de tener en cuenta el carácter supremo (o no) de la interpretación ju­dicial al debatir sobre el control judicial de la ley; contradecir la acep­tación acrítica de los supuestos beneficios que nos brinda el control judicial; traer a la mesa de debate las teorías del diálogo constitucional para describir y propiciar un nuevo papel del juez constitucional, así como reubicar al “pueblo” como intérprete supremo de la Constitución e incentivar su participación.

Para ello los populares buscan romper con la visión tradicional so­bre el proceso de interpretación según la cual los tribunales tienen un marcado protagonismo, recordándonos el papel político que podemos jugar a través o más allá de las instituciones, invitándonos a tomar la palabra por nuestra propia cuenta y sin que tengamos que esperar a que la voz nos sea concedida. Así, pretenden modificar no sólo la autocomprensión de las élites que manejan el derecho como expertos, sino la de todos los implicados,132 pues confían en la capacidad de la sociedad ci­vil —aun cuando esté conformada por legos y discurra en un lenguaje inteligible para todos— de movilizar contrasaber y hacer sus propias traducciones de los correspondientes informes técnicos”.133 En pocas palabras, es una teoría que pone en primer plano a la sociedad civil y al espacio público-político, dotando al proceso democrático de un peso distinto y hasta ahora pasado por alto en la realización de los derechos fundamentales.134

Notas

1 Estoy pensando en México, aunque creo que lo mismo puede decirse de muchos países de Latinoamérica. Para Roberto Gargarella el estudio del constitucionalismo popular en Latinoamérica es importante en tanto la cuestión nuclear que nos plantea se refiere al desacople entre derecho y pueblo, cuestión que por diversas razones es especialmente relevante en la región. Véase Roberto Gargarella, “Prólogo”, en Micaela Alterio y Roberto Niembro Ortega (coords.), Constitucionalismo popular en Latinoamérica, México, Porrúa-Escuela Libre de Derecho, 2013. En este trabajo no voy a hacer una confrontación del constitucionalismo popular con otra teoría constitucional elitista, como podría ser el neoconstitucionalismo, pues dicho ejercicio requiere de una extensión que no me puedo permitir. Sin embargo, espero proporcionar las bases para que el lector que así lo desee pueda hacerlo. Para una confrontación de estos dos modelos, véase Micaela Alterio, “Neoconstitucionalismo y constitucionalismo popular frente a frente”, en el libro antes citado.

2 En un sistema con supremacía judicial todos los poderes públicos están vinculados a la doctrina constitucional del Tribunal Supremo, particularmente, el poder legislativo. En México, por ejemplo, la vinculación del legislador a la doctrina de la Suprema Corte de Justicia de la Nación fue establecida en el Recurso de queja derivado de la Acción de inconstitucionalidad número 37/2001 y sus acumuladas 38/2001, 39/2001 7 40/2001. Publicado en DOF de 5 marzo 2004. La cuestión de la supremacía judicial está vinculado estrechamente al debate sobre la (i)legitimidad del control judicial de la ley, aunque no es exactamente el mismo. Mientras que este último se refiere a la objeción que se presenta cuando un grupo de jueces no electos declaran la nulidad de una ley emanada del parlamento, lo que vulnera la igualdad de influencia política en la toma de decisiones finales sobre los conflictos que presentan los derechos (Waldron, Jeremy, “The Core of the Case Against Judicial Review”, Yale Law Journal, vol. 115, 2008, p. 1353), el carácter supremo o no del tribunal se traduce en si la interpretación de los tribunales es vinculante o no para el legislador. Ahora bien, lo que pasa es que cuando el legislador se encuentra vinculado a la doctrina del tribunal, la legislatura no puede responder a las declaraciones de inconstitucionalidad a través de una ley ordinaria, teniendo sólo la posibilidad de hacerlo a través de una reforma constitucional. De tal manera que la posición por defecto es la de los tribunales. Para el desarrollo de este punto, véase Roberto Niembro Ortega, tribu­“Las respuestas legislativas a las declaraciones de inconstitucionalidad como forma de diálogo constitucional”, en Revista Española de Derecho Constitucional, núm. 95, mayo-agosto 2012.

3 Gerardo Pisarello, Un largo Termidor. La ofensiva del constitucionalismo antidemocrático, Madrid, Trotta, 2011, pp. 129 y 139. Aunque como bien explica el autor, los frenos a los procesos de democratización en nombre de la propiedad y del gobierno de los notables son de larga data. Por otro lado, es necesario precisar que no todas las teorías europeas tienen este tinte elitista, aunque si las que más han influido en nuestro medio como es el neoconstitucionalismo.

4 Para Habermas los criterios valorativos de los procesos de legitimación articulados en términos de Estado de derecho dependerán tanto más de los procesos de comunicación pública no organizados, cuanto mayor sea el grado en que la pretensión de legitimación de los sistemas jurídicos modernos quede efectivamente desempeñada en términos de una igualdad ciudadana efectivamente puesta en práctica. Jürgen Habermas, Facticidad y validez, 5ª ed., trad. de Manuel Jiménez Redondo, Madrid, Trotta, 2008, p. 141. La permeabilidad y apertura de los discursos representativos a los temas e intervenciones, información y razones que fluyen de los espacios públicos autónomos estructurados discursivamente son la base de su propio funcionamiento racional y una condición necesaria para considerar que la participación se da en condiciones de igualdad, es decir, para la legitimidad de sus decisiones. Ibid., pp. 245, 251, 252, 385, 386, 432, 437, 610 y 611.

5 Según Kramer, en este acomodo plausible correspondía a los tribunales la protección de los derechos y el límite a las leyes estatales, y al proceso político el alcance de los poderes nacionales. Larry Kramer, “The Supreme Court, 2000 Term-Foreword: We The Court”, Harvard Law Review, vol. 115, núm. 4, 2001, pp. 125-128. Para Siegel, el problema del Tribunal Rehnquist fue propugnar por la idea de que las ramas democráticas de gobierno no gozan de una autoridad independiente para interpretar la Constitución una vez que el Tribunal ha dado su opinión. Véase Reva B. Siegel, “Text in Contest: Gender and the Constitution from a Social Movement Perspective”, University of Pennsylvania Law Review, vol. 150, 2001-2002, p. 349. En una posición contraria, Barry Friedman estima que las críticas al Tribunal Rehnquist por alejarse de las preferencias populares no son acertadas, pues sus sentencias han reflejado la opinión del pueblo. Barry Friedman, “The Importance of Being Positive: The Nature and Function of Judicial Review”, University of Cincinnati Law Review, vol. 72, 2004, p. 1299. Finalmente, para Chereminsky los populares olvidan que el Tribunal Rehnquist también ha protegido derechos, por ejemplo, sosteniendo la constitucionalidad de las acciones afirmativas en colleges y universidades, invalidando leyes que prohíben relaciones homosexuales, etc. Erwin Chemerinsky, “In Defense of Judicial Review: The Perils of Popular Constitutionalism”, University of Illinois Law Review, vol. 2004, núm. 3, 2004, p. 681.

6 Kramer, Larry, The People Themselves. Popular Constitutionalism and Judicial Review, Nueva York, Oxford University Press, 2004, p. 220. 7 358 U.S. 1 (1958). 8 384 U.S. 641 (1966).

7 358 U.S. 1 (1958).

8 384 U.S. 641 (1966).

9 Robert C. Post y Reva B. Siegel, “Protecting the Constitution from the People: Juricentric Restrictions on Section Five Power”, Indiana Law Journal, vol. 78, 2003, pp. 35 y 36. Para estos autores, el Tribunal incentivó el diálogo gracias a la deferencia que tuvo hacia el Congreso cuando éste hacía valer los derechos civiles previstos en la Sección 1 de la XIV Enmienda. Así, el Tribunal reconoció que la interpretación legislativa podía ser distinta a su propia interpretación sin que por ello fuera inconstitucional.

10 Larry Alexander y Lawrence B. Solum, “Popular? Constitutionalism?”, Harvard Law Review, vol. 118, 2005, p. 1602. Así, mientras en algunos de sus trabajos Kramer señala que quiere combatir la supremacía judicial, en otros afirma que no se trata de abolir la revisión o la supremacía judicial, sino de restringir al poder judicial, pues se reconoce que éste puede fortalecer a la democracia y realzar los valores constitucionales. Larry Kramer, “The Supreme Court, 2000 Term-Foreword: We the Court”, op. cit., p. 166. En mi opinión, aun cuando en algunos casos Kramer se refiere a la soberanía judicial (que los jueces tengan la única palabra) como su objeto de crítica, mientras que en otros habla de la supremacía judicial (que los jueces tenga la última palabra), lo que busca es combatir la vinculación horizontal a la doctrina judicial, particularmente del poder legislativo, e incentivar la participación social en la interpretación constitucional. Lo primero no debe confundirse con el desacato de los fallos contenidos en las sentencias, que Kramer no pone en cuestión.

11 Por razones de espacio no puedo detenerme a “encuadrar” el constitucionalismo popular dentro de una teoría de la democracia, sin embargo creo que este tiene algunos puntos de desencuentro con el modelo liberal de la democracia deliberativa y se acerca más a los modelos republicanos u otros de inspiración habermasiana, como el propuesto por Rainer Forst. Para la distinción entre estos modelos, véase Rainer Forst, “The Rule of Reasons. Three Models of Deliberative Democracy”, Ratio Juris, vol. 14, núm. 4, diciembre 2001, pp. 345-378. Para una referencia particular del constitucionalismo popular sobre la formación discursiva de la voluntad, véase Robert C. Post, y Reva B. Siegel, “Popular Constitutionalism, Departamentalism, and Judicial Supremacy”, California Law Review, vol. 92, 2004, p. 1036. Por otro lado, si bien es cierto que en su famoso libro The People Themselves (p. 244) Kramer hace una referencia a la democracia deliberativa como una teoría elitista, en trabajos más recientes ha hecho una lectura del sistema constitucional norteamericano y del control judicial que compatibiliza el modelo republicano de la democracia deliberativa y el constitucionalismo popular. Larry Kramer, “‘The Interest of the Man’: James Madison, Popular Constitutionalism, and the Theory of Deliberative Democracy”, Val. U. L. Rev., vol. 41, 2006-2007.

12 Tom Donelly se ha referido a Larry Kramer como el Founding Father del constitucionalismo popular en “Making Popular Constitutionalism Work”, Wisconsin Law Review, vol. 2012, p. 163. Sin embargo, en mi opinión, Mark Tushnet también puede ser considerado como tal.

13 Mark Tushnet, “Non-Judicial Review”, Harvard Journal on Legislation, vol. 40, 2003, pp. 453-492.

14 David E. Pozen, “Judicial Elections as Popular Constitutionalism”, Columbia Law Review, vol. 110, 2010, p. 2056.

15 Según la descripción de Balkin, el populismo promueve y defiende los intereses y posturas de los ciudadanos comunes, lo que conlleva una preferencia por la alternancia regular de las posiciones de autoridad y poder, y una inclinación por la participación popular en las estructuras políticas y económicas que afectan la vida diaria. Además, exige que la ciudadanía tenga una voz en las decisiones que la afectan, por lo que promueve y facilita su participación. Para el populismo, nos dice, las élites y su reclamo de pericia y entendimiento superior son sospechosas. De esta manera, un pueblo activo no es algo a lo que haya que tenerle miedo y deba ser limitado, pues es la vida misma de la democracia. Jack M. Balkin, “Populism and Progressivism as Constitutional Categories”, Yale Law Journal, vol. 104, 1995, pp. 1944-1981.

16 Mark Tushnet, Taking the Constitution Away from the Courts, Princeton, New Jersey, Princeton University Press, 1999, pp. x, 108.

17 Larry Kramer, “Popular Constitutionalism, circa 2004”, California Law Review, vol. 92, núm. 4, 2004, pp. 959, 973, 980.

18 Larry Kramer, “Undercover Anti-Populism”, Fordham Law Review, vol. 73, 2005, p. 1344.

19 Desde esta perspectiva, si el Congreso no se interesa por las cuestiones constitucionales se debe en gran medida al desincentivo que ha producido el control judicial con supremacía. De ahí que los críticos al constitucionalismo popular no atinan cuando señalan que el Congreso no se involucra en estas cuestiones y, por tanto, no deba confiarse a ellos la interpretación, pues precisamente ese desinterés —si es que existe— es lo que el constitucionalismo popular pretende cambiar. Neal Devins, “Tom Delay: Popular Constitutionalist?”, Chicago-Kent Law Review, vol. 81, 2006, p. 1061. Para Kramer hay dos razones por las que la supremacía judicial se implantó en EEUU. En primer lugar, por el escepticismo sobre el gobierno popular que caracterizó a los intelectuales de occidente a partir de la Segunda Guerra Mundial y, en segundo término, por el efecto que tuvo el Tribunal Warren sobre los liberales, con la excepción de John Hart Ely. Para Laurence Tribe, el relato que hace Kramer del constitucionalismo popular desde los inicios de la historia americana hasta mediados del siglo xx es engañoso y reduccionista. Para este crítico, sólo colapsando años e incluso décadas a un solo punto, es que Kramer puede decir que en ­alguna época la gente decidía qué sentencias quería o no obedecer. Laurence H. Tribe, “The People Themselves: Judicial Populism”, New York Review of Books, 24 de octubre de 2004. Como veremos más adelante, el constitucionalismo popular no propone el desconocimiento de los fallos judiciales.

20 Larry Kramer, The People Themselves. Popular Constitutionalism and Judicial Review, pp. 228-233.

21 Mark Tushnet, “Popular Constitutionalism as Political Law”, Chicago-Kent Law Review, vol. 81, 2006, p. 991.

22 Larry Kramer, “The Supreme Court, 2000 Term-Foreword: We the Court”, op. cit., pp. 53, 49, 82.

23 Larry Kramer, “Undercover Anti-Populism”, op. cit., pp. 1352 y 1355. Aunque también reconoce que pronuciarse defitivamente a favor del legislador requeriría de una investigación empírica casi imposible, por lo que considera que la postura que adoptemos se basa más en corazonadas empíricas sobre el gobierno popular y la confianza que depositamos en la gente ordinaria. Ibid., p. 1359.

24 Ibid., pp. 1355 y 1356.

25 Mark Tushnet, Taking the Constitution Away from the Courts, p. xi.

26 Larry Kramer, The People Themselves, Popular Constitutionalism and Judicial Review, p. 242. En efecto, para los críticos del constitucionalismo popular al pueblo (americano) no le interesa la interpretación constitucional, el que sólo está preocupado por los resultados. En este sentido, véase Neal Devins, “Tom Delay: Popular Constitutionalist?”, op. cit., p. 1056.

27 Mark Tushnet, Taking the Constitution Away from the Courts, pp. 6 y 7. Conforme a esta última perspectiva, por ejemplo, los legisladores no estarían obligados a seguir la interpretación del Tribunal Supremo, aunque sí a sustentar la Constitución. Es más, si éstos consideraran que la interpretación del Tribunal es incorrecta, no sólo tendrían permitido sino que deberían ignorarla.

28 Larry Kramer, The People Themselves, Popular Constitutionalism and Judicial Review, pp. 247 y 248. Al contrario, para los críticos del constitucionalismo popular esta corriente está basada en la idea “romántica” de que la defensa de los valores constitucionales puede confiarse a la gente. Erwin Chemerinsky, “In Defense of Judicial Review: The Perils of Popular Constitutionalism”, op. cit., p. 683.

29 Mark Tushnet, Taking the Constitution Away from the Courts, p. 126. En su libro, Tushnet pone varios ejemplos de cómo la Constitución norteamericana ha sido respetada gracias a los incentivos políticos, sin necesidad de intervención del Tribunal Supremo. Lo que le lleva a pensar que los legisladores no hacen tan mal trabajo al interpretar los derechos constitucionales.

30 Mark Tushnet, Taking the Constitution Away from the Courts, pp. 154-163.

31 Erwin Chemerinsky, “In Defense of Judicial Review: The Perils of Popular Constitutionalism”, op. cit., p. 683. Para una crítica a este argumento, véase Michael J. Klarman, “What’s So Great About Constitutionalism?”, Northwestern University Law Review, vol. 93, 1998, pp. 160-163; Juan Carlos Bayón, “Democracia y derechos: Problemas de fundamentación del constitucionalismo”, en Miguel Carbonell y Leonardo García Jaramillo (eds.), El canon neoconstitucional, Madrid, Trotta, unam, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2010, pp. 325 y 326; Diego Moreno Rodríguez Alcalá, Control judicial de la ley y derechos fundamentales. Una perspectiva crítica, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2011, pp. 305-325.

32 Larry Kramer, The People Themselves, Popular Constitutionalism and Judicial Review, pp. 245 y 246.

33 Robert C. Post, “Theorizing Disagreement: Reconceiving the Relationship Between Law and Politics”, California Law Review, vol. 98, núm. 4, 2010, pp. 1319-1350.

34 Robert C. Post y Neil S. Siegel, “Theorizing Law/ Politics Distinction: Neutral Principles, Affirmative Action, and the Enduring Legacy of Paul Mishkin”, California Law Review, vol. 95, 2007, p. 29.

35 Aunada a esta creencia, quienes defienden el control judicial en general, y en particular la supremacía judicial, sostienen que los congresistas les importa cada vez menos las cuestiones constitucionales, que el Congreso no habla por el pueblo y que incluso es más probable que el Tribunal Supremo tome en cuenta las preferencias mayoritarias. Neal, Devins “Tom Delay: Popular Constitutionalist?”, op. cit., p. 1056.

36 Mark Tushnet, Taking the Constitution Away from the Courts, p. 187.

37 Mark Tushnet, “Popular Constitutionalism as Political Law”, op. cit., p. 992.

38 Mark Tushnet, Why the Constitution Matters, Yale University Press, Pennsylvania, 2010, p. 1-4, 11, 91 Para Tushnet la Constitución importa sobre todo porque afecta a los partidos políticos que dirigen la política y establece la estructura en la que operan. Cuando consideramos que la Constitución sólo importa en los casos que se presentan ante el Tribunal Supremo, perdemos de vista la importancia de la Constitución en los asuntos que más nos afectan y que son el resultado de opciones políticas. Ibid., pp. 9, 11, 12, 94, 139 y 154.

39 Mark Tushnet, Why the Constitution Matters, pp. 6 y 173.

40 Larry Kramer, “‘The Interest of the Man’: James Madison, Popular Constitutionalism, and the Theory of Deliberative Democracy”, Valparaiso University Law Review, vol. 41, 2006-2007, pp. 699-700.

41 En este sentido, Friedman considera que es imposible mantener enteramente separada la política de las decisiones del Tribunal Supremo. Barry Friedman, The Will of The People. How Public Opinion Has Influenced the Supreme Court and Shaped the Meaning of the Constitution, Nueva York, Farrar Straus and Giroux, 2009, p. 380.

42 Larry Kramer, “The Supreme Court, 2000 Term-Foreword: We The Court”, op. cit., pp. 113-114 y 124.

43 Mark Tushnet, Taking the Constitution Away from the Courts, p. 157.

44 Es por esto que resulta incomprensible que los críticos del constitucionalismo popular sostengan que la gente no está interesada en la interpretación constitucional en tanto “no les interesa lo que dice el Tribunal Supremo”, pues más allá de que esto pueda ser cierto, ese es el punto que el constitucionalismo popular desea superar. Es decir, que se equipare el derecho constitucional con la doctrina judicial y, por tanto, que el desconocimiento de sus sentencias equivalga a un desinterés por la interpretación de la Constitución. Neal Devins, “Tom Delay: Popular Constitutionalist?”, op. cit., pp. 1056-1058.

45 Roberto Gargarella, “Una disputa imaginaria sobre el control judicial de las leyes. El constitucionalismo popular frente a la teoría de Nino”, en Miguel Carbonell y Leonardo García Jaramillo (eds.), El canon neoconstitucional, Madrid, Trotta, unam, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2010, pp. 407-420.

46 Roberto Gargarella, “Diálogo con Roberto Gargarella sobre constitucionalismo popular”, Jura Gentium. Revista de Filosofía del Derecho Internacional y de la Política Global, disponible en línea http://www.juragentium.unifi.it/es/surveys/latina/freeoter.pdf. Roberto Gargarella, “Diálogo con Roberto Gargarella sobre constitucionalismo popular”, Jura Gentium. Revista de Filosofía del Derecho Internacional y de la Política Global, disponible en línea Es importante hacer algún matiz en lo relativo al departamentalismo, pues como hemos visto Kramer acepta la supremacía judicial para algunos supuestos, tal y como sucedía con el acomodo entre decisiones populares y revisión judicial que surge a partir del New Deal. Asimismo, como se verá más adelante, Tushnet considera que el constitucionalismo popular es una especie de teoría dialógica, que en algunos casos —cuando hay un acuerdo sobre el sentido constitucional— acepta un control judicial fuerte.

47 Robert C. Post y Reva B. Siegel, “Roe Rage: Democratic Constitutionalism and Backlash”, Harvard Civil Rights-Civil Liberties Law Review, vol. 42, 2007, pp. 373-433.

48 Ibid., p. 404. En un juego de suma cero la ganancia o pérdida de un participante se equilibra con exactitud con las pérdidas o ganancias de los otros participantes. Por el contrario, tratándose de la relación entre jueces y democracia éstos pueden ayudar, por ejemplo, a incentivar el diálogo y mejorar la calidad del proceso de discusión democrática y de toma de decisiones, estimulando el debate público y promoviendo decisiones más reflexivas. Asimismo, los tribunales pueden servir como medio para la expresión de demandas populares que no fueron tomadas en cuenta en otras sedes de deliberación. Véase Roberto Niembro Ortega, “Una aproximación a la justicia constitucional deliberativa”, en Juan Pablo Pampillo Baliño y Manuel Munive Páez (coords.), Obra Jurídica Enciclopédica en Homenaje a la Escuela Libre de Derecho en su Primer Centenario, tomo de Derecho Procesal Constitucional, México, Porrúa, 2012.

49 Robert C. Post y Reva B. Siegel, “Popular Constitutionalism, Departamentalism, and Judicial Supremacy”, op. cit., p. 1038.

50 Ibid., pp. 1029, 1036, 1037.

51 Robert C. Post y Reva B. Siegel, “Roe Rage: Democratic Constitutionalism and Backlash”, op. cit., pp. 390 y 391. Así, para estos autores, la evolución de la doctrina judicial en buena medida se debe a la discusión, crítica y oposición de los ciudadanos a las sentencias del tribunal. De ahí que promuevan, entre otras razones, la movilización legal.

52 Larry Kramer, “Popular Constitutionalism, Circa 2004”, op. cit., p. 983.

53 Reva B. Siegel, “Text in Contest: Gender and the Constitution from a Social Movement Perspective”, op. cit., pp. 320-322.

54 Estos espacios son múltiples, como las legislaturas, las oficinas de asesores, etc. Ahora bien, a los constitucionalistas populares les interesa particularmente el debate que se da en las calles, plazas públicas, etc., a diferencia de la teoría tradicional que sólo se enfoca en los tribunales.

55 Reva B. Siegel, “Text in Contest: Gender and the Constitution from a Social Movement Perspective”, op. cit., pp. 324-326.

56 Post y Siegel se refieren a los casos en que “la vida está en riesgo” o la “supervivencia de la nación se ve amenazada”, es decir, se trata de circunstancias excepcionales. Robert C. Post y Reva B. Siegel, “Popular Constitutionalism, Departamentalism, and Judicial Supremacy”, op. cit., p. 1039.

57 Ibid., pp. 1031-1034.

58 Ibid., pp. 1040 y 1041.

59 Reva B. Siegel, “Text in Contest: Gender and the Constitution from a Social Movement Perspective”, op. cit., p. 315. Para Tushnet, el carácter distintivo de esta teoría dialógica es el énfasis que pone en cómo los movimientos sociales influyen en los jueces y cómo estos cambian su interpretación constitucional. Mark Tushnet, “Popular Constitutionalism as Political Law”, op. cit. pp. 998 y 999.

60 Robert C. Post y Reva B. Siegel, “Protecting the Constitution from the People: Juricentric Restrictions on Section Five Power”, op. cit., p. 26.

61 Reva B. Siegel, “Dead or alive: Originalism as popular constitutionalism in Heller”, Harvard Law Review, vol. 122, 2008-2009, p. 192 y 202.

62 Robert C. Post y Reva B. Siegel, “Roe Rage: Democratic Constitutionalism and Backlash”, op. cit., pp. 376 y 377.

63 Ibid., p. 379

64 Robert C. Post y Neil S. Siegel, “Theorizing Law/ Politics Distinction: Neutral Principles, Affirmative Action, and the Enduring Legacy of Paul Mishkin”, op. cit., p. 4.

65 Robert C. Post y Reva B. Siegel,“Protecting the Constitution from the People: Juricentric Restrictions on Section Five Power”, op. cit., p. 25.

66 Reva B. Siegel, “Dead or alive: Originalism as Popular Constitutionalism in Heller”, op. cit., p. 193.

67 Reva B. Siegel, “Constitutional Culture, Social Movement Conflict and Constitutional Change: The Case of the de facto era”, California Law Review, vol. 94, 2006, pp. 1339-1350. La idea es que la democracia es el mejor mecanismo que tenemos para convivir en sociedad plurales en las que existe un desacuerdo profundo –y que en algunas ocasiones genera conflicto- sobre la forma buena de vivir. Por otro lado, existen autores como Chantal Mouffe para los que el conflicto político es una condición indispensable para la existencia de la democracia. Chantal Mouffe, El retorno de lo político: comunidad, ciudadanía, pluralismo, democracia radical, Barcelona-Buenos Aires-México, Paidós, 1999.

68 Reva B. Siegel, “Text in Contest: Gender and the Constitution from a Social Movement Perspective”, op. cit., p. 300.

69 Ibid., p. 303.

70 Ibid., p. 344.

71 Reva B. Siegel, “Constitutional Culture, Social Movement Conflict and Constitutional Change: The case of the de facto era”, op. cit., pp. 1350-1366.

72 Reva B. Siegel, “El rol de los movimientos sociales como generadores del derecho en el derecho constitucional de Estados Unidos”, Los límites de la democracia, Seminario en Latinoamérica de Teoría Constitucional y Política 2004, Buenos Aires, Editores del Puerto, 2005, pp. 265-268.

73 Ibid., pp. 260 y 265.

74 Ibid., p. 260.

75 Ibid., pp. 269 y 270.

76 Barry Friedman, “Mediated Popular Constitutionalism”, Michigan Law Review, vol. 101, 2003, pp. 2597.

77 Roberto Gargarella, “Acerca de Barry Friedman y el constitucionalismo popular mediado”, Revista Jurídica de la Universidad de Palermo, año 6, núm. 1, 2005, p. 163.

78 Ibid., pp. 163-164. A esta crítica, Friedman respondió que “es poco claro lo que los constitucionalistas populares tienen en mente. El movimiento ha sido notoriamente impreciso en lo que respecta a sus objetivos finales”. Barry Friedman, “Las posibilidades normativas del control judicial de constitucionalidad: una repuesta a Roberto Gargarella”, Revista Jurídica de la Universidad de Palermo, año 6, núm. 1, 2005, p. 169.

79 De ahí que la adscripción de Barry Friedman al constitucionalismo popular sea por lo menos dudosa, pues contrario a lo que pretenden los principales expositores del constitucionalismo popular, Friedman contradice la crítica a la supremacía judicial. En cualquier caso me interesa detenerme en su teoría en tanto el mismo la ha bautizado como popular y ha sido debatida en esos términos. Más allá de ser uno de los esfuerzos más destacados en describir la práctica del Tribunal Supremo norteamericano desde la teoría del diálogo constitucional. Para Tushnet la teoría de Friedman es una teoría en la que el diálogo se da en largos períodos, mientras que en el constitucionalismo popular el diálogo se da en tiempo real, en el que participan la gente movilizada, los representantes y los tribunales, sin que estos últimos tenga prioridad. Su interacción, nos dice Tushnet, es lo que produce derecho constitucional. Mark Tushnet, “Popular Constitutionalism as Political Law”, op. cit., p. 999.

80 Barry Friedman, The Will of The People. How Public Opinion Has Influenced the Supreme Court and Shaped the Meaning of the Constitution, pp. 3-18, 369-385. Para los críticos del constitucionalismo popular, este hecho plantea una tensión en la tesis de Kramer, pues si el pueblo tiene la última palabra por qué no podría decidir que sea el Tribunal Supremo el que la ostente. Larry Alexander y Lawrence B. Solum, “Popular? Constitutionalism?”, op. cit., pp. 1601 y 1602. A esto se podría responder —siguiendo a Klarman— que si la mayoría quiere o no el control judicial es una cuestión empírica que no ha sido probada, pues del hecho de que la gente no se haya alzado en contra del control judicial o no se haya reformado la Constitución para prohibirlo, es difícil inferir su consentimiento sobre dicha institución. Más allá, de que el argumento del consentimiento mayoritario no tiene límites, por lo que igual podría ser utilizado para justificar una dictadura. Michael J. Klarman, “What’s So Great About Constitutionalism?”, op. cit., pp. 186-188.

81 Barry Friedman, “Mediated Popular Constitutionalism”, op. cit., pp. 2599 y 2601.

82 Barry Friedman, “Dialogue and Judicial Review”, vol. 91, 1993, pp. 580-582.

83 Ibid., pp. 668-671.

84 Ibid., p. 654.

85 Barry Friedman, The Will of The People. How Public Opinion Has Influenced the Supreme Court and Shaped the Meaning of the Constitution, pp. 369-385

86 Barry Friedman, “Dialogue and Judicial Review”, op.cit., p. 679.

87 Ibid., pp. 644-649.

88 Ibid., p. 652.

89 Ibid., pp. 589 y 590.

90 Ibid., pp. 592 y 601.

91 Ibid., pp. 606-609.

92 Ibid., pp. 609-614.

93 Barry Friedman, “Mediated Popular Constitutionalism”, op. cit., pp. 2597 y 2611.

94 Michael E. Solimine y James L. Walker, “The Supreme Court, Judicial Review, and the Public: Leadership versus dialogue”, Constitutional Commentary, vol. 11, 1994-1995, pp. 2-5.

95 Esta influencia no sólo se da porque los jueces sean parte y vivan en una sociedad determinada, sino porque a través de mecanismos como amicus curiae y audiencias públicas éstos pueden integrar diferentes perspectivas e intereses en los procesos judiciales, tal y como ha sucedido en Argentina, Colombia o Sudáfrica, véase Roberto Gargarella, “¿Democracia deliberativa y judicialización de los derechos sociales?”, Perfiles Latinoamericanos, México, flacso, núm. 028, julio-diciembre 2006. Micaela Alterio y Roberto Niembro Ortega, “La exigibilidad de los derechos sociales desde un modelo deliberativo de justicia constitucional: El caso vacantes”, Revista Iberoamericana de Derecho Procesal Constitucional, núm. 16, 2011.

96 Aunque no comparto la conclusión que desea extraer de esta premisa, que es que los tribunales no son contra mayoritarios. Barry Friedman, “Dialogue and Judicial Review”, op. cit., p. 615. Como tampoco debemos olvidar que los jueces tienen una orientación hacia los valores culturales de las elites, y que su relativa insularidad política reduce la posibilidad de que sean receptivos ante preferencias políticas no elitistas. Michael J. Klarman, “What´s So Great About Constitutionalism?”, op. cit., p. 189.

97 Ibid., pp. 616, 640 y 641. Para Friedman, la objeción contra mayoritaria trata a la voluntad popular como si fuera un conjunto de preferencias fijas, cuando realmente son cambiantes.

98 Ibid., pp. 583, 616, 631, 638 y 642.

99 Para Friedman, uno de esos casos es Roe v. Wade. Según él, las encuestas de opinión demuestran que una mayoría, o por lo menos un pluralidad considerable de la población, soportaba Roe desde el momento de la decisión. Ibid., pp. 659 y 660.

100 Barry Friedman, “The History of the Countermajoritarian Difficulty, Part One: The Road to Judicial Supremacy”, New York University Law Review, vol. 73, 1998, p. 349.

101 La posibilidad o no de demostrar empíricamente la coincidencia o no entre la voluntad mayoritaria y las decisiones judiciales es una discusión que corresponde al ámbito de la ciencia política. Aquí me limito a subrayar la contradicción que existe sobre este punto dentro de la propia teoría de Friedman. Ahora bien, aun suponiendo que dicha coincidencia pudiera probarse en un país determinado, eso no hace fútil la pregunta sobre la legitimidad de la supremacía judicial y/o control judicial de la ley desde un punto de vista procedimental, en tanto existe la posibilidad de que dicha coincidencia no se dé y se declare la inconstitucionalidad de una ley.

102 Barry Friedman, “Dialogue and Judicial Review”, op. cit., p. 643.

103 En los trabajos de Friedman es común encontrar la afirmación de que su cometido es meramente descriptivo, sin embargo, creo que también tienen fuertes implicaciones normativas. Ibid., p. 653.

104 Larry Kramer, “Undercover Anti-Populism”, op. cit., p. 1354.

105 David E. Pozen, “Judicial Elections as Popular Constitutionalism”, op. cit., pp. 2082. Esta descripción del control judicial mayoritario no es seguida por Pozen en todo su artículo, pues en la página 2114 afirma que de acuerdo a un control mayoritario, los jueces usan su discreción interpretativa para alcanzar resultados que van a satisfacer a sus votantes (pensando en los jueces norteamericanos que son electos). Con esta última visión no estoy de acuerdo.

106 Neal Devins, “The D’Oh! of Popular Constitutionalism”, Michigan Law Review, vol. 105, 2006-2007, pp. 1340-1345.

107 Bellamy, Richard, Constitucionalismo político. Una defensa republicana de la cons-titucionalidad de la democracia, trad. de Jorge Urdánoz Ganuza y Santiago Gallego Aldaz, Madrid, Marcial Pons, 2010, p. 105. Cabe precisar que Bellamy está en contra de cualquier tipo de control judicial, pues en su opinión la intervención judicial viene a crear condiciones de dominación. Para este autor, dicha premisa implica que los ciudadanos tomen parte directamente en ese debate y puedan desalojar a aquellos que fracasan en calibrar con precisión el interés público, lo que no pueden hacer con jueces que son inamovibles.

108 Jürgen Habermas, Facticidad y validez, pp. 180 y 336.

109 Ibid., p. 634.

110 En este sentido, véase Reva B. Siegel, “Dear o Alive: Originalism as Popular Cons-titutionalism in Heller”, op. cit., p. 201. En el caso Heller sobre el derecho a portar armas el Tribunal Supremo norteamericano hizo una referencia específica a la forma en que millones de americanos entendían ese derecho. Lo que para Siegel es una interpretación sensible al constitucionalismo popular.

111 Robert C. Post y Neil S. Siegel, “Theorizing Law/ Politics Distinction: Neutral Principles, Affirmative Action, and the Enduring Legacy of Paul Mishkin”, op. cit., pp. 25 y 30.

112 Se trata de confiar en que las personas comunes son capaces de debatir y formar una opinión razonable en cuestiones morales como las que involucran las discusiones sobre derechos fundamentales. Es decir, deshacernos de los estereotipos de irracionalidad y manipulabilidad de la gente común. Larry Kramer, The People Themselves. Popular Constitutionalism and Judicial Review, pp. 241-248.

113 Más arriba he hecho referencia a los amicus curiae y audiencias públicas.

114 Larry Alexander y Lawrence B. Solum, “Popular? Constitutionalism?”, op. cit., p. 1607.

115 Ibid., pp. 1606 y 1607. En el mismo sentido Laurence H. Tribe señala que si el pueblo alguna vez fungió como tribunal de última instancia, lo hizo en un sentido metafórico. Reconoce que a la larga el pueblo siempre ha tenido la última palabra, pero objeta que se les quiera dar sobre sentencias particulares, pues eso haría del derecho constitucional algo que no es derecho. Laurence H. Tribe, “The People Themselves: Judicial Populism”, op. cit. Como veremos más adelante, no creo que ése sea el objetivo de Larry Kramer.

116 Jürgen Habermas, Facticidad y validez, pp. 378, 379, 439, 452, 614. 660.

117 Jason Frank, “Stating Dissensus: Frederick Douglass and ‘We the People’”, en Andrew Schaap (ed.), Law and Agonistic Politics, Farnham, Ashgate, 2009, pp. 90-97. Sobre la noción de pueblo, véase Luciana Álvarez, “Sobre la idea de ‘pueblo’: Contribuciones al constitucionalismo popular desde la teoría crítica y la filosofía latinoamericana”, en Micaela Alterio y Roberto Niembro Ortega (coords.), Constitucionalismo popular en Latinoamérica, op. cit.

118 La importancia de estos movimientos está en que pueden descubrir temas relevantes para la sociedad, contribuir a las posibles soluciones de problemas, interpretar valores, producir buenas razones y devaluar otras. Jürgen Habermas, Facticidad y validez, p. 611.

119 Robert C. Post y Reva B. Siegel, “Popular Constitutionalism, Departamentalism, and Judicial Supremacy”, op. cit., pp. 1033 y 1034. Esta misma crítica la hizo Erwin Chemerinsky, para quien la igualdad interpretativa por la que propugnan los críticos de la supremacía judicial conlleva la posibilidad de desobedecer las decisiones del Tribunal. Erwin Chemerinsky, “In Defense of Judicial Review: the Perils of Popular Constitutionalism”, op. cit., p. 680.

120 Si bien Post y Siegel se refieren al caso de la vinculación del presidente a la doctrina judicial, el punto también se puede plantear en relación con el pueblo o el poder legislativo. Por ejemplo, si el poder legislativo no se encuentra vinculado a la doctrina del tribunal es posible institucionalizar una especie de objeción recíproca a través de las respuestas legislativas ordinarias a las declaraciones de inconstitucionalidad. La posibilidad general de objetar recíprocamente las decisiones que han ignorado razones recíprocas y no rechazables es para Forst la característica esencial de un diseño institucional acorde con los postulados de la democracia deliberativa. Rainer Forst, “The Rule of Reasons. Three Models of Deliberative Democracy”, op. cit., pp. 362 y 370. Sobre las admisibilidad de las respuestas legislativas ordinarias, véase Roberto Niembro Ortega, “Las respuestas legislativas a las sentencias constitucionales como forma de diálogo constitucional”, op. cit.

121 Jürgen Habermas, Facticidad y validez, pp. 431, 432, 477.

122 Larry Alexander y Lawrence B. Solum, “Popular? Constitutionalism?”, op. cit., pp. 1635-1637.

123 En este sentido, Tushnet nos señala que si queremos que la Constitución signifique algo todo lo que tenemos que hacer es ser políticamente activos. Mark Tushnet, Why the Constitution Matters, p. 173.

124 Para una propuesta alternativa como el “veto del pueblo”, véase Tom Donelly, “Making Popular Constitutionalism Work”, op. cit., pp. 159-194.

125 Mark Tushnet, Why the Constitution Matters, pp. 144 y 145.

126 Por razones de espacio no puedo detenerme a analizar estos mecanismos de diálogo constitucional entre poderes. Sin embargo, considero que estos son admisibles en sistemas de control judicial fuerte como el mexicano, véase Roberto Niembro Ortega, “Las respuestas legislativas a las declaraciones de inconstitucionalidad como forma de diálogo constitucional”, op. cit. Sobre los mecanismos de diálogo entre poderes en lo que se ha denominado como el nuevo modelo de constitucionalismo del Commonwealth, véase Stephen Gardbaum, “The New Commonwealth Model of Constitutionalism”, American Journal of Comparative Law, vol. 49, núm. 4. Sobre el caso de Canadá, véase Peter Hogg y Allison Bushell, “The Charter Dialogue Between Courts and Legislatures (Or Perhaps The Charter Of Rights Isn´t Such a Bad Thing After All)”, Osgoode Hall Law Journal, vol. 35, núm. 1, 1997.

127 Frank I. Michelman, “Judicial Supremacy, the Concept of Law, and the Sanctity of Life”, en Austin Sarat y Thomas R. Kearns, Justice and Injustice in Law and Legal Theory, United States, The University of Michigan Press, 1996, p. 161.

128 Larry Kramer, “‘The Interest of the Man’: James Madison, Popular Constitutionalism, and the Theory of Deliberative Democracy”, op. cit., p. 738, nota al pie 128.

129 Jürgen Habermas, Facticidad y validez, pp. 245, 393, 408 y 409.

130 Ibid., pp. 452 y 453.

131 Gerardo Pisarello, Un largo Termidor. La ofensiva del constitucionalismo antidemocrático, pp. 19 y 211.

132 Jürgen Habermas, Facticidad y validez, p. 531.

133 Ibid., p. 453.

134 Ibid., p. 531.

* Agradezco a Micaela Alterio los comentarios y críticas que hizo a este artículo, así como a los dos dictaminadores que calificaron el mismo.

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