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PERDÓN, DERECHO Y POLÍTICA. CONSIDERACIONES A PROPÓSITO DE LA TRUTH AND RECONCILIATION COMMISSION

Isonomía, núm. 34, 2011

Instituto Tecnológico Autónomo de México

Pedro Rivas Pala

Universidad de La Coruña, España



Fecha de recepción: 11/06/2010

Fecha de aprobación: 15/08/2010

Resumen: En el contexto del proceso de justicia transicional de Sudáfrica, este trabajo considera el carácter no jurídico de las comisiones de verdad y reconciliación, para mostrar su índole política y comprobar su encaje en la excepcionalidad del momento histórico experimentado por una comunidad política en una situación de transición a la democracia. Esta excepcionalidad constituyente y fundacional tiene importantes consecuencias para la Teoría Política: el objetivo último de este trabajo es precisamente la comprensión profunda de tales consecuencias. Para ello, se lleva a cabo en primer lugar una reflexión en perspectiva filosófico-jurídica sobre las mencionadas comisiones que conduce a otra propia de la Filosofía Política.

Palabras clave: Justicia transicional, democracia, perdón político.

Abstract: In the context of the process of transitional justice of South Africa, this paper focus on the non-legal character of commissions as the Truth and Reconciliation Commission to demonstrate their political character, and verify that they fit in perfectly in the exceptionality of the historical moment that is experienced by a political community in a transitional situation. This constituent and foundational exceptionality of such a community does not have insignificant consequences for the political and philosophical theory, and expounding them is the ultimate objective of this work. To this end, it first conduct a reflection from the point of view of the interaction between Philosophy and Law (and how it relates to these commissions) leading to another reflection which is more in line with the interaction between Philosophy and Politics.

Keywords: Transitional justice, democracy, political forgiveness.

1. Introducción

En el ámbito de la denominada justicia transicional ha ocupado un lugar destacado el papel del perdón. Sin embargo, a primera vista resulta extraña la mención del perdón en los procesos de transición a la democracia. En efecto, no parece claro qué lugar puede ocupar el perdón en un proceso político y jurídico. Ahora bien, algunos de los procesos de transición más característicos han incorporado comisiones que tenían por objetivo la reconciliación y el perdón. El caso de Sudáfrica y la Truth and Reconciliation Commission es, sin duda, el más característico. El propósito de este trabajo es analizar si tiene sentido la búsqueda del perdón como objetivo de los procesos de justicia transicional. La principal aportación de este trabajo consiste en mostrar los límites del Derecho frente al perdón y, la relevancia fundamental que la justicia transicional (y el perdón en especial) tienen para la Teoría Política. Para todo ello, vamos a estudiar los debates que se han producido en el mundo académico sobre la actuación de la Truth and Reconciliation Commission. El primero de ellos discute la posibilidad de buscar la reconciliación con una Comisión que se asemeja a un tribunal de Derecho. El segundo considera el papel político jugado por la Truth and Reconciliation Commission y su legitimidad.

Al hablar de perdón en tales situaciones hay que concretar más, puesto que podemos referirnos con dicha palabra a la reconciliación política entre las partes del conflicto, a la amnistía para los perpetradores de crímenes o al perdón personal que las víctimas conceden a sus victimarios. Además estos tres sentidos no son contradictorios entre sí, de modo que es posible hablar de perdón en uno, dos o los tres sentidos al mismo tiempo. De la misma forma, parece más evidente aún que en dichos procesos de justicia transicional se trata con crímenes, habitualmente del género más grave que podamos imaginar, y que por tanto es igualmente el ámbito indiscutible de la justicia criminal tal y como la entendemos ordinariamente, es decir, de la justicia propia del Derecho. Ahora bien, a nadie puede escapársele que cualquiera de esos tres sentidos del perdón en los procesos de transición política parecen contradecir ese sentido habitual de la justicia en el ámbito del Derecho. Si resulta exagerado hablar de contradicción, al menos habrá que decir que son momentos, el del perdón y el del Derecho, claramente diferenciados. Y es que no parece tarea de los jueces y tribunales ordinarios lograr la reconciliación nacional, otorgar amnistía a los perpetradores y conseguir que las víctimas perdonen a sus victimarios.

Sin embargo, el proceso de justicia transicional de Sudáfrica, el más paradigmático y, por ende, el más estudiado y a la vez el más complicado, optó por crear una comisión híbrida o para-jurídica cuyos fines eran precisamente la reconciliación y el perdón a través de la verdad y la amnistía. E incluso en otros procesos encontramos comisiones de verdad que, aun no teniendo tal vez alguno de los fines mencionados (reconciliación, perdón, amnistía), aspiran a establecer un género de verdad para lo cual parecen tener que actuar como los tribunales ordinarios. La mezcla se hace todavía más patente al comprobar que tales comisiones hacen en muchos casos una tarea sustitutoria de los tribunales ordinarios, ante la imposibilidad o las enormes dificultades de que éstos funcionen o lo hagan en un tiempo razonable, si no ya con los plazos exigibles a un tribunal ordinario. Por eso, hay quienes por un lado han insistido en que tales comisiones serían asimilables a los tribunales ordinarios, y, por tanto, fácilmente justificables porque estarían persiguiendo hacer justicia, aunque no fuera exactamente el género de justicia que acostumbra a realizar el Derecho. Por otro lado, hay quienes han puesto en duda la propia labor de tales comisiones incidiendo en que su carácter híbrido o para-jurídico trae consigo mezclar el Derecho con fines y realidades que le son ajenos, con lo que se estaría dando apariencia jurídica a lo que no la tiene. En todo caso, tal discusión se entiende en el marco de la excepcionalidad de las situaciones donde se desarrolla la justicia transicional que se caracterizan por ser difícilmente comprensibles y justificables en las condiciones normales de un estado democrático de Derecho.

Ahora bien, ¿son realmente excepcionales esas situaciones? Si por excepcionales entendemos que no ocupan la mayor parte de la Historia política de una comunidad, entonces parece claro que lo son. Al menos la propia Historia muestra esa excepcionalidad. Ahora bien, que las transiciones políticas no ocurran todos los días o que sólo se hayan dado una vez en la trayectoria de muchas comunidades políticas, no debe hacer olvidar que se trata del momento más importante en la vida de dicha comunidad. Y es que con la palabra "excepcional" caracterizamos tanto situaciones de menor importancia (como al mencionar "la excepción que confirma la regla"), como de la máxima ("comportamiento excepcional" es decir, ejemplar). La excepcionalidad en este caso significa el segundo de los sentidos y además en un grado superlativo, pues nos encontramos precisamente ante un momento constituyente (con independencia de que se apruebe exactamente un texto constitucional o se reforme, o no se haga ni lo uno ni lo otro). Si se incide, como vamos a hacer en este trabajo, en el carácter no jurídico de tales comisiones es para mostrar el carácter político de las mismas, y comprobar que encaja perfectamente en la propia excepcionalidad del momento histórico que vive la comunidad política en situación de transición. Esa excepcionalidad constituyente y fundacional de tal comunidad tiene consecuencias no pequeñas para la teoría y filosofía política y exponerlas es el fin último de estas páginas. Por eso en un primer momento se llevará a cabo una reflexión msfilosófica sobre la relación del Derecho y las mencionadas comisiones, para desembocar en otra más propiamente filosófico-política

2. El debate sobre el alcance del Derecho en la justicia transicional

Como veremos, la literatura crítica sobre esta cuestión ha relacionado el Derecho con dos de los propósitos de la Truth and Reconciliation Commission: la clemencia y la amnistía. Concluye que ninguna de las dos pertenece al ámbito de lo jurídico, de forma que la actuación de la Comisión mezclaría ámbitos de manera improcedente. Frente a tales críticas, otros autores han defendido el carácter jurídico de la Truth and Reconciliation Commission mediante una ampliación del concepto de justicia.

Lo característico y original de la posición que aquí se defiende consiste en mostrar, en primer lugar, que no sólo las nociones de clemencia y amnistía son ajenas al Derecho sino que la de perdón también queda al margen de lo jurídico. Para ello se hace necesario reflexionar sobre los fines del Derecho. En segundo lugar, y como consecuencia de lo anterior, se defiende que una ampliación del concepto de justicia aleja a éste del ámbito del Derecho.

Tomando el caso concreto de Sudáfrica y de la Truth and Reconciliation Commission que se constituyó en aquel país en relación con el proceso de transición después del régimen del apartheid, Christodoulidis ha tratado de mostrar algunas de las paradojas e incongruencias que, a su juicio, se derivan de los fines y de la naturaleza de dicha comisión. La Constitución provisional señala como una de las funciones de la Comisión el facilitar la concesión de amnistía a aquellos perpetradores que llevaran a cabo una confesión completa de todos los hechos relevantes. De esta forma se ligaban el reconocimiento de los hechos (la verdad) y el remordimiento ante ellos por parte de los victimarios a la amnistía. Lo que le interesa a Christodoulidis es precisamente la ligazón de la clemencia (misericordia, gracia, mercy) ante el que se arrepiente con la amnistía. Y es que el remordimiento, necesario para que haya clemencia, es una respuesta personal que pertenece al mundo de la ética y que está en tensión con la justicia formal. Aún más, la expresión del remordimiento sólo puede ser para el Derecho un indicio del remordimiento (Christodoulidis, 1999, p. 216), algo inapropiado para fundamentar el perdón político y la clemencia (mercy). La Truth and Reconciliation Commission incorpora la clemencia como un elemento simbólico y estructural. Pero para el Derecho la clemencia es posterior a la justicia. Si no fuera así, se confundiría con ésta y no sería una virtud diferente. Cuando, por ejemplo, aparecen elementos relacionabas con la clemencia en el contexto de un atenuante, entonces permanecemos todavía en el ámbito de la justicia y no de la clemencia o misericordia (Christodoulidis, 1999, p. 217).

La clemencia no aparece en el Derecho en el ámbito de lo particular del caso, del carácter único del caso concreto. Introducir la clemencia en el universo de lo jurídico supondría comprometer la propia normatividad y certeza del Derecho (Christodoulidis, 1999, pp. 223-224). Si tomamos el carácter excluyente propio del Derecho, sostiene Christodoulidis, puede observarse mejor que la clemencia no tiene lugar alguno en lo jurídico a causa de esa condición excluyente de las normas que impide siquiera su mención. El Derecho tiene que ver con expectativas, funciones, reglas previas, reducciones y abstracciones de la realidad, certezas, seguridades, simplificaciones, etc. Esto es precisamente lo contrario de lo que acontece en la esfera de la clemencia (Christodoulidis, 1999, pp. 225-234, especialmente pp. 233-234). La lógica excluyente y abstracta del Derecho hace imposible alcanzar la particularidad de la clemencia. Por el contrario, introducir la clemencia en sede jurídica desharía el sentido mismo del Derecho. No debe aparecer en el momento de la aplicación porque invita a una reflexividad que el Derecho no puede acomodar en sí. Por eso, sólo la racionalidad ética puede acomodar la clemencia, porque es reflexiva y no excluyente: la comprensión del otro no se hace a través de categorías abstractas (Christodoulidis, 1999, p. 238).

Y es que, por un lado, la Truth and Reconciliation Commission era una comisión de carácter jurídico que interpretaba conceptos de las reglas que regían su funcionamiento y que tenía poderes de carácter procesal. Pero, por otro, sus objetivos, como se ha visto, iban mucho más allá de las normas ordinarias y de los procedimientos ordinarios y, por eso, su actuación carecía de las garantías exigibles a un tribunal de Derecho hasta el punto de que tenía poderes para crear sus propios procedimientos (Christodoulidis, 2000, p. 186). Sin embargo, se vio también obligado a respetar principios procesales básicos: esto complicaba que alcanzara esos fines que se había propuesto pues el esclarecimiento al nivel propio del Derecho de algunos hechos resultaba imposible por la lejanía temporal de los mismos o la dificultad de lograr pruebas (Christodoulidis, 2000, p. 187). Christodoulidis insiste en que la naturaleza dual del Truth and Reconciliation Commission, a medio camino entre tribunal de Derecho y confesionario público, hizo imposible que alcanzara sus objetivos, en especial la reconciliación que lleva en su nombre, pues el Derecho subvierte, trastorna la reflexividad que la reconciliación necesita (Christodoulidis, 2000, p. 183).

Lo que Christodoulidis señala sobre la relación entre clemencia y Derecho, Veitch lo traslada más específicamente al vínculo entre amnistía y Derecho. Y es que la amnistía se encuentra en el punto de encuentro entre el Derecho y la Política, es más, supone extender, estirar diríamos [stretch), los deseos políticos a través de categorías jurídicas. Sin embargo, tal cosa desafía la comprensión habitual de la moralidad y la temporalidad del Derecho (Veitch, 2001, p. 34). Pues bien, esto es precisamente lo que ocurrió con uno de los comités de la Truth and Reconciliation Commission: se trataba de un comité jurídico, sujeto a judicial review, formado por juristas profesionales y jueces, que debía aplicar statutory sections (Veitch, 2001, p. 35). Teniendo en cuenta que aplicar las normas supone enjuiciar los hechos reconstruyéndolos a la luz de tales normas, el problema radicó en que el fin del dicho comité era promover la reconciliación nacional por medio de la amnistía, es decir, se trataba de un fin político. Y de este modo, la Comisión tenía que juzgar a los solicitantes de la amnistía a la vez como individuos que han cometido crímenes particulares y como miembros de una clase que buscaba objetivos políticos (Veitch, 2001, pp. 38-39).

Pero este no es el único problema en relación con el Derecho. Para alcanzar el género de verdad que necesitaba la Comisión también se echa mano del Derecho aún cuando éste no busca ese mismo género de verdad. Propiamente, la Comisión no buscaba establecer la verdad sino establecer una memoria que sirviera al fin propuesto. La verdad que se buscaba era la verdad de la memoria o, dicho de otro modo, no se buscaba la verdad sino la memoria para lo cual era necesario que el ofensor reconociera lo que hizo. Este simple hecho convertía su crimen en político y le hacía merecedor de la amnistía (Veitch, 2001, p. 42). Así, la Truth and Reconciliation Commission pretendió derivar la justicia de la verdad cuando se trata de cosas diferentes. Lo que busca el Derecho es la justicia y en esa labor aparecerá la verdad. Por eso no tiene sentido pretender que sea jurídico un tribunal (o comité en este caso) que mira al futuro, y además en clave política, en vez de mirar al pasado (Veitch, 2006, p. 163). El error no estaría tanto en buscar un fin de carácter político cuanto en el empleo de mecanismos jurídicos.

Frente a esta perspectiva hay que incidir en primer lugar en la explicación que la propia Comisión da de su trabajo. En especial cuando señala que su objetivo era alcanzar una justicia restaurativa, que superara el mero sentido de la justicia como retribución. En su Informe Final, la Comisión afirma que la justicia restaurativa se preocupa de corregir desequilibrios, restaurar las relaciones rotas a través de la curación, la armonía y la reconciliación. Se focaliza por tanto en la experiencia de las víctimas (Truth and Reconciliation Commission, 1999, vol. I, cap. I, par. 36). El uso de la justicia criminal hubiera alcanzado a unos pocos de los tantísimos perpetradores y de este modo pocas víctimas hubieran podido contar sus historias personales. Es una descarga pública de su dolor, que da una visión más amplia de las violaciones de derechos y que permite a los victimarios reintegrarse en la sociedad (Truth and Reconciliation Commission, 1999, vol. I, cap. V, par. 99).

En esta línea, Kiss sostiene que la justicia restaurativa comparte con la justicia retributiva la afirmación y restauración de la dignidad de las víctimas, el hacer rendir cuentas a los perpetradores y la creación de condiciones para el respeto de los derechos humanos (Kiss, 2000, pp. 79 y ss.). Igualmente, Llewellyn y Howse defienden que la justicia restaurativa logra, de un modo mejor que la retributiva, la recuperación de la igualdad entre la víctima y su agresor, de manera que puedan vivir como miembros iguales de la sociedad, y la reintegración social de este último en la medida en que se ve involucrado activamente (Llewellyn & Howse, 1999, pp. 374-375).

Por su parte, Alien ha defendido que la actuación de la Comisión habría tratado de operar un compromiso entre los principios de justicia, unidad social y reconciliación. Para ello, habría empleado algo de cada uno de ellos sin llegar a desnaturalizarlos (Alien, 1999, p. 325). En el caso de la justicia se trataba de una justicia "como reconocimiento" (as recognition) que hizo posible el respeto por el Rule of Lawde quienes sólo tenían experiencia de un Derecho como el vivido bajo el régimen de apartheid. De este modo, las víctimas se reintegrarían como verdaderos actores de la vida pública (Alien, 1999, pp. 329-332). Similarmente la justicia que perseguía la Comisión puede verse como una justicia como ethos, entendido este ethos como el elemento educacional implícito en mostrar la corrupción del sentido de justicia en el apartheid Tal elemento educacional ayudó a recuperar la confianza en la política y a promover el sentido de justicia y de igualdad ante la ley (Alien, 1999, pp. 336-337). Por eso, como afirma Dyzenhaus, en realidad no se ha tratado de una justicia retributiva ni reestaurativa, sino de una verdadera justicia transformativa (Dyzenhaus, 2000, p. 485). Como se ve sólo desde un concepto de justicia más plástico, susceptible de ser ordenado en estructuras diferentes, es posible comprender la actuación de la Comisión (Dyzenhaus, 2000, p. 493).

Esa misma defensa de una justicia "como reconocimiento" presente en la labor de la Truth and Reconciliation Commission se encuentra también en Du Toit. Se trata de justicia involucrada en el respeto a otras personas como fuentes igualitarias de verdad y como titulares de derechos. Señala que el sentido de tal justicia se comprende si tenemos en cuenta que no estamos ante una democracia consolidada sino en una situación donde la dignidad de las víctimas ha sido radicalmente violada (du Toit, 2000, pp. 135-136). Por eso la justicia como reconocimiento se relaciona con las formas de respeto: la confianza básica en sí mismo, el respeto moral por uno mismo y la auto-estima socialmente reconocida (du Toit, 2000, pp. 138-139).

Al margen de la valoración sobre el éxito o fracaso de la Truth and Reconciliation Commission (aspecto que excede ampliamente estas páginas y al que se hará referencia de modo colateral más adelante), el interés de esta discusión para la Filosofía jurídica radica en que hace presente de nuevo la pregunta por el sentido del Derecho. Es decir, nos mueve a plantearnos cuáles son los fines del Derecho. Tal problema considerado en toda su intensidad excede todavía más el alcance de este trabajo, pero a la vez se hace inevitable dar alguna respuesta si queremos valorar la propia Truth and Reconciliation Commission y en general las comisiones de la verdad que son características de los procesos de justicia transicional. Dicho de otra forma: nuestra comprensión del Derecho se tiene que poner de manifiesto precisamente ante situaciones como ésta, tan poco convencionales y donde parece más bien que el propio Derecho corre el riesgo o bien de perder su sentido más habitual o bien de no estar a la altura de las circunstancias.

Pues bien, a mi juicio, los fines que se propuso la Truth and Reconciliation Commission y los que se proponen las comisiones de la verdad o asimilables, no son los fines del Derecho y en ese sentido el Derecho no sirve realmente para aquello para lo que se utilizó. Es más, en algunos casos obligan a recordar los elementos más clásicos que diferencian la moral del Derecho. A veces van más allá, obligando a tener presentes las diferencias entre la moral de fundamento religioso y el Derecho. Christodoulidis y Veitch lo han mostrado con respecto a la clemencia y la amnistía con argumentos en parte diferentes a los que se van a dar a continuación. Voy a referirme más concretamente a la imposibilidad de emplear el Derecho para lograr el perdón.

3. El perdón y los fines del Derecho

El perdón de las ofensas requiere de la relación de al menos dos sujetos, como en el caso del Derecho. Pero no estamos ante una relación jurídica porque al Derecho le interesan sólo aquellas conductas debidas a las que corresponde siempre, de modo mediato o inmediato, un derecho de los otros a que uno se comporte de esa manera determinada. Una conducta es relevante para el Derecho cuando es una conducta debida frente a los demás, que obliga precisamente porque es debida a los demás. En cambio, no se ocupa de aquellos deberes que uno tiene que no constituyen de ninguna forma un derecho de los demás (por ejemplo, comprender, ser amable, querer a los propios padres, no desear mal a nadie, etc.). Ahora bien, el perdón, en la medida en que es supererogatorio, ni siquiera constituye deber alguno. Es pura dádiva, don que se concede según liberalidad, no según justicia alguna. Todo lo más, el perdón puede fundamentarse como deber en el marco de una determinada moral con fundamento religioso. No estamos siquiera en el terreno de los deberes jurídicos, de manera que mucho menos podemos encontrarnos en el de los derechos. Pero, además, no hay que olvidar que el perdón pertenece al ámbito de la interioridad humana. Si tenemos en cuenta que el Derecho sólo alcanza ese ámbito cuando éste se manifiesta, y que sólo tiene interés en dicho ámbito en la medida en que le ayuda a valorar acciones externas, entonces no tiene nada que decir sobre el perdón de las víctimas. En efecto, la interioridad que deberá valorar no será nunca la de la víctima, sino en todo caso la del agresor. Estamos ante ese reino de los pensamientos, emociones, deseos y sentimientos sobre los que puede llegar a juzgar la moral, pero no el Derecho.

Si observamos los fines que la propia Comisión se planteó y los que quienes defienden su actuación le han asignado, nos encontramos de nuevo con una desproporción entre lo que puede ofrecer el Derecho y lo que se le pidió. Algunos de esos fines, como la recuperación del respeto por uno mismo, el asentamiento de las bases para el respeto futuro de las víctimas, el logro de la autoestima a través de la apreciación ajena; no guardan relación siquiera indirecta con el Derecho. Algunos otros, como la restauración o el inicio de la inclusión de las víctimas como sujeto político, el logro de la igualdad en la participación de las víctimas en la vida pública, el recuento de las violaciones de derechos; pueden verse favorecidos indirectamente por el Derecho. Pero que se alcancen o no dependerá de muchos otros elementos que en definitiva remiten a la autonomía de las víctimas a la hora de afrontar sus propios sentimientos y emociones. Todos esos elementos que han aparecido aquí no son los fines del Derecho y más en concreto no son los fines de los procedimientos en sede jurídica.

No sirve de nada pensar que nos encontramos ante situaciones porosas donde se entrelazan lo jurídico y lo moral, o incluso lo jurídico y lo religioso. No basta con pedirle al Derecho una mayor flexibilidad. Dicho de otro modo, a mi juicio, el Derecho tiene unos fines propios y en ellos se manifiestan los límites de su flexibilidad. En tales fines podemos encontrar el sentido del Derecho, más allá de los motivos particulares de los operadores jurídicos. La pregunta que está en la base del sentido del Derecho es más radical y es ahí donde se pone de manifiesto que el Derecho no sirve para lo que tales comisiones pretenden. Dicho de otro modo, la esencia del Derecho, lo que éste es en último extremo, se determina poniéndolo en conexión con la existencia humana. Y es que como todo producto humano, su más profunda realidad está determinada por su razón de ser y a ésta se accede indagando no en qué consiste, sino por qué existe. A mi juicio, ha sido Cotta quien mejor ha puesto de manifiesto que la pregunta por el Derecho es una pregunta antropológica. Para este autor, la pregunta por el Derecho no puede ser respondida ni desde una investigación de sus fines en sentido práctico (cuáles son los objetivos del legislador), ni desde la Sociología (cuál es su necesidad social), ni desde la Historia (cómo es la cultura de un determinado pueblo en un determinado momento), ni desde la suma de ellas. En su opinión, los caminos idóneos son dos: el que denomina la ontogénesis, o sea, el análisis del nacimiento, en sentido ontológico, del Derecho; y el análisis de la presencia del Derecho en la existencia humana. Ambos constituyen una contemplación del Derecho como una dimensión de la actividad humana y se dirigen a tratar de comprender por qué existe el Derecho en relación con las tendencias, necesidades y estructuras ontológicas del hombre (Cotta, 1985, especialmente cap. III).

Nos interesa el segundo de los caminos mencionados, en la medida en que muestra mejor el carácter irreductible del Derecho en relación con otras dimensiones de la actividad humana que le son próximas. Ahí, el Derecho aparece como una forma de organización de la coexistencia junto a otras, pues la existencia humana se despliega en numerosos ámbitos que responden a necesidades diferentes y hacen posibles distintas formas de la realización humana. En concreto, junto con el Derecho, Cotta analiza la amistad, la política y la caridad. El Derecho, en este planteamiento, sería una forma de coexistencia que presenta las siguientes características. Su ámbito humano de extensión comprendería potencialmente a todos los hombres, a diferencia del ámbito dual (tu-yo) que caracteriza a la amistad (donde el otro es visto como irrepetible, insustituible, no intercambiable, de modo que se trata de una relación disyuntiva, singular, cerrada, que margina a quienes no participan) y del grupo dotado de identidad supraindividual (nosotros) específico de la política (que requiere crear un grupo, y establecer una relación excluyente con el otro como no perteneciente). El principio constitutivo de la coexistencia jurídica es la existencia de una regla sobre la base de una verdad común; en el caso de la amistad ese principio constitutivo es la simpatía, como el bien común lo es de la política y el sentido de participación en el todo lo es de la caridad. La dirección del movimiento integrador es centrípeta en la amistad, centrípeto-asociativa en la política, y difusiva en el Derecho y en la caridad. Finalmente, el principio regulador que asegura la permanencia de la relación coexistencia! es la lealtad en la amistad, la solidaridad en la política, la aceptación del otro en la caridad, y el respeto a la reglas, que Cotta denomina legalidad, en el Derecho (Cotta, 1985, caps. VI VIII). Pues bien, si buscamos el lugar del perdón entre estas formas de coexistencia humana, parece que no puede ser otro que el de la caridad. En primer lugar, respecto a su ámbito humano de extensión, porque aunque el perdón que se busca supone en muchos casos una relación dual (como en la amistad, de persona a persona), sin embargo se pretende que esté abierto potencialmente a todos e incluso se extienda a quienes no se conoce. De hecho la Truth and Reconciliation Commission no fue un foro completo de los crímenes del período del apartheid pov mera imposibilidad de tiempo, y sin embargo aspiró a lograr el perdón de todas las víctimas y el fin más genérico de la reconciliación. En segundo lugar, el principio constitutivo sólo puede ser el de la caridad, entendido bien como la común condición de la víctima y el agresor frente a Dios (si se le da un sentido religioso), bien como la condición común humana de la víctima y el agresor (en un sentido secular). A este último respecto, en otro lugar he puesto de manifiesto que se trata del único recurso no religioso al que acuden quienes tratan de fundamentar la posibilidad moral del perdón. En tercer lugar, coincide con la caridad y con el Derecho en el carácter difusivo de la dirección del movimiento integrador. Y, por último, en relación al principio regulador, el perdón como la caridad no asegura la relación humana a partir del mero respeto de las reglas, como hace el Derecho, sino a través de la aceptación del otro.

Si el Derecho no es el instrumento adecuado ni para la clemencia, ni para la verdad como memoria, ni en consecuencia para la amnistía ligada al reconocimiento de la verdad y a la clemencia; menos aún lo puede ser para el perdón en sentido personal y para la reconciliación nacional que seguiría a todo lo anterior. Se está empleando un instrumento, que aparentemente funciona como lo hacen los instrumentos jurídicos, para algo para lo que no está hecho. Dicho de otra forma, no se puede esperar de una institución creada para un fin que sirva para otro distinto. O bien, si se querían obtener los bienes asociados al empleo de una institución de Derecho, debía haberse atenido a los resultados que tal institución podía dar. Considero que se trataba de revestir a las actuaciones del Truth and Reconciliation Commission de los bienes asociados al propio Derecho o, al menos, de los bienes que simbólicamente están asociados al mismo. Da la impresión de que nadie quiere dejar de lado esos bienes que están presentes en el Derecho y tal vez por eso se crean comisiones para-jurídicas, semi-jurídicas o pseudo-jurídicas. En el fondo se están buscando de alguna forma esos bienes característicos del Derecho y a los que no se quiere renunciar: la imparcialidad, la igualdad de trato, la segundad, y en definitiva la justicia. Ahora bien, precisamente por no ser jurídicas, carecemos de la seguridad de que esas comisiones actúen o no conforme a los principios clásicos del debido proceso, más allá de que evidentemente traten de evitar la arbitrariedad. Y, en todo caso, si el sujeto considera que no ha sido tal su actuación no tendrá a quien recurrir: no es en último término un tribunal de Derecho.

Por eso, ese afán por añadirle calificativos a la justicia de cara a justificar las actuaciones de la Truth and Reconciliation Commission (justicia transformativa, justicia como ethos, justicia como reconocimiento) termina por llamar justicia a lo que pertenece a otros ámbitos. Lo que persiguen esas justicias puede entrar en todo caso en el ámbito de la justicia política. Pero, en realidad ni siquiera está claro que los fines que los defensores de tales justicias señalan a la Truth and Reconciliation Commission se alcancen mediante ésta. Por ejemplo, pretender que se logre el respeto por la Rule of Law a través de la actuación de una comisión que no es un órgano jurisdiccional es a todas luces algo contradictorio. Igualmente parece contradictorio creer que se consigue reintegrar a las víctimas como sujetos políticos, o que se recupera la confianza en la política, por medio de la actuación de una comisión que no está formada por parlamentarios, miembros del gobierno o de los distintos partidos políticos, sino por personalidades por encima o al margen de la política. En ese sentido la propia Truth and Reconciliation Commission es más coherente cuando formula unos fines que sí parecen al alcance o al menos que están en relación directa con su actuación. De algún modo lo que pretende es restaurar un orden moral. Pero es que incluso la discutida función retributiva del Derecho busca restaurar el orden jurídico, no el orden moral. Por eso, las preguntas que los fines de la Truth and Reconciliation Commission obligan a formular son estrictamente políticas: ¿hasta dónde se extienden el ámbito de la justicia política, de la clásica justicia distributiva? ¿Hasta el extremo que pretende la Truth and Reconciliation Commission?

Ahora bien, como se dijo antes, ¿hacían mal la Truth and Reconciliation Commission y las demás comisiones de la verdad obrando así? La respuesta no depende en absoluto de lo que venimos diciendo. Lo único que se puede concluir hasta ahora es que tales comisiones eran órganos de carácter político. Es más, como veremos, responden perfectamente a lo que es propiamente político. A mostrar esto y a extraer algunas conclusiones de relevancia se dedican los siguientes apartados.

4. Dos comprensiones contrapuestas

De nuevo, nos encontramos con otra discusión en la literatura especializada sobre la cuestión. Desde los presupuestos de la democracia deliberativa se ha criticado la actuación de la Truth and Reconciliation Commission. Igualmente, desde las posiciones de la democracia agonista se ha rechazado el trabajo de la Comisión, aunque con críticas al planteamiento deliberativo. Frente a ambas posturas, este trabajo defiende a la Truth and Reconciliation Commission y trata de hacer un planteamiento original en tres aspectos. Por un lado, señala que la situación que afronta la Truth and Reconciliation Commission muestra las carencias de las teorías de la democracia deliberativa. Por otro, tal defensa indica también los límites e incoherencias del planteamiento de la democracia agonista. Y, por último, se concluye que la transición en Sudáfrica y el papel de la Truth and Reconciliation Commission permiten alcanzar una comprensión correcta de lo político que abre nuevas vías a la propia Teoría Política.

Algunas de las críticas que ha recibido la Truth and Reconciliation Commission proceden de quienes plantean la reconciliación política desde los presupuestos de una democracia deliberativa asociada al ideal habermasiano de comunicación intersubjetiva, orientada al consenso, entre sujetos libres e iguales. La propuesta de una democracia deliberativa viene a decir que las decisiones colectivas son más legítimas en la medida en que sean el resultado de la discusión pública entre sujetos libres e iguales (Gutmann & Thompson, 1996, passim). Los participantes son llamados a justificar sus preferencias políticas en términos que puedan ser aceptados razonablemente por los aquéllos a quienes les afectan. De este modo, los ciudadanos no tienen únicamente que hacer valer sus intereses particulares sino también que ser capaces de formularlos en términos de principios morales generales con los que todos puedan estar potencialmente de acuerdo (Gutmann & Thompson, 1996, p. 55). La deliberación se orienta, entonces, hacia el logro del consenso, aunque éste rara vez se alcance en la realidad (Gutmann & Thompson, 1996, p. 42). Por eso, a pesar de que finalmente el desacuerdo conduzca a una elección mayoritaria, la decisión será más legítima, y, por tanto, más vinculante moralmente para la minoría, en la medida en que las perspectivas, valores e intereses de todos los afectados por la decisión hayan sido justamente representados y tomados en cuenta. Sólo presuponiendo la posibilidad de llegar a un consenso, el conflicto y el desacuerdo pueden ser manejados dentro de un horizonte de sentido compartido por las partes en conflicto. El valor fundamental en el que descansa tal democracia es la reciprocidad, que requiere de los ciudadanos la búsqueda de términos equitativos de cooperación social por su propio bien (Gutmann & Thompson, 1996, pp. 52-53). La reciprocidad demanda que los ciudadanos estén dispuestos a justificar sus posiciones políticas frente a los demás y a tratar con respeto a los que hacen esfuerzos de buena fe por comprometerse en esta empresa mutua, aun cuando finalmente no sean capaces de resolver sus desacuerdos (Gutmann & Thompson, 2000, p. 36). Es decir, que deben dar no sólo razones contingentes basadas en sus intereses, sino razones morales generales por las que aquéllos con quienes se está en desacuerdo deban aceptar los resultados de la negociación (Rawls, 1996, pp. 146 y ss.). Sin embargo, la reciprocidad no exige de los participantes imparcialidad ni altruismo. Los ciudadanos no tienen que trascender su propio interés sino sólo representar (presentar, expresar, manifestar, formular) sus posiciones particulares en términos de principios generales que otros puedan razonablemente aceptar (Gutmann & Thompson, 1996, pp. 53-63). Ante la falta de consenso, la reciprocidad consiste en buscar y lograr un fundamento racional que minimice el rechazo de la posición contraria. O sea, perseguir puntos de acuerdo y no incidir en lo que radica en una doctrina comprehensiva no pluralista. Es decir, reconocer sinceridad y compromiso en el otro para lograr términos equitativos de cooperación social (Gutmann & Thompson, 2000, pp. 37-38).

Pues bien, esto debería ser lo propio de las comisiones de verdad, según el planteamiento de Gutmann y Thompson: la reciprocidad, es decir, dar una justificación moral. Por el contrario, advierten que detrás de la justificación de la Truth and Reconciliation Commission parece encontrarse principalmente el intento de llegar a un pacto por evitar una guerra, lo que en último término es tanto como no dar razones por las que no tener juicios ordinarios. Pero, más allá de esta crítica circunstancial, lo que se rechaza es la posición central del perdón en la actuación de la Comisión. En efecto, la búsqueda de la reconciliación significa hacer prevalecer un valor altruista en el obrar de los demás, en este caso concreto de las víctimas. Si además, se trata de una concepción de la reconciliación ligada estrechamente a una doctrina religiosa, resulta claro que la Truth and Reconciliation Commission está orientada por una doctrina comprehensiva del bien, que es precisamente lo que se trata de evitar (Gutmann & Thompson, 2000, pp. 26-33). Dicha doctrina no respeta el principio de formular razones morales generales y, por tanto, imposibilita el logro del consenso.

Frente al ideal deliberativo, los defensores de la democracia agonista sostienen que ésta es un ethos que afirma la contingencia y apertura de la vida política. El nosotros político es un logro difícil, frágil y contingente. Mouffe sostiene que los defensores de la democracia deliberativa se equivocan porque haría falta un consenso moral previo sobre los términos en los que el conflicto cobra sentido: y este consenso se constituye siempre políticamente. Lo político empieza antes, se discute siempre en una forma de vida, en una tradición compartida. Si hay conflicto político, es que entonces no hay siquiera esa forma de vida, esa tradición: hay más bien un conflicto entre identidades, no entre doctrinas comprehensivas razonables (Mouffe, 2000, pp. 26-32).

Aplicando estas tesis a las sociedades divididas, Schaap sostiene que en realidad en tales situaciones conviven varias tradiciones y es la hegemónica la que establece los términos de los conceptos. El consenso no se producirá a partir de nada común, sino que será en todo caso un resultado contingente de la interacción política. Por eso, los que no pertenecen a la tradición dominante aparecen como poco razonables, de forma que la tradición dominante termina por neutralizar a los que no pertenecen a ella (Schaap, 2006, p. 263). De ahí su crítica al planteamiento de Gutmann y Thompson. En efecto, en una sociedad dividida falta precisamente lo que ellos dan por supuesto: respeto, reconocimiento del otro, reciprocidad. El conflicto es más radical, es de identidades (Schaap, 2006, p. 266). Apuesta, por el contrario, por una democracia agonista que no cree en el consenso ni en que las partes en conflicto se acerquen o cambien (Schaap, 2006, pp. 269-272). Pero esta perspectiva también ha supuesto críticas al trabajo de la Truth and Reconciliation Commission. Así, por ejemplo, Christodoulidis sostiene que la Truth and Reconciliation Commission consideró que sería suficiente con crear un foro donde las víctimas se expresaran para convertir un conflicto destructivo en uno integrador. Para ello estaba dando por supuesto que en el país existía ya una auténtica comunidad de fines en los miembros de la sociedad. A su juicio, en realidad ni había una única comunidad ni la hay actualmente. Por el contrario, había y hay al menos dos, con narrativas diferentes, y esto no se resuelve con un foro que narra el pasado tal como se pretendió (Christodoulidis, 2000, pp. 192-194. Para una crítica más completa y más reciente, puede verse Christodoulidis & Veitch, 2008, pp. 9-36).

5. Justicia transicional y sentido de lo político

Tratar de resolver los fundamentos de la teoría política al hilo de la cuestión de este trabajo sería imposible además de pretencioso. Ahora bien, a mi juicio, la situación de transición del régimen del apartheid a un verdadero estado democrático de Derecho pone de manifiesto la inanidad de las teorías de la democracia deliberativa. Sin compartir la visión agonista, hay que dar la razón a quienes muestran la incapacidad de construir una comunidad política después del apartheid a partir de los principios formulados por Gutmann y Thompson. En efecto, no sólo es que no hay un punto de partida común, una identidad compartida que posibilite exponer razones morales generales y alcanzar un fundamento racional que minimice el rechazo de las posiciones minoritarias. A mi juicio, ocurre algo más radical. Y es que para valorar la actuación de la Truth and Reconciliation Commission y sacar algunas consecuencias para la filosofía política, hace falta recordar un hecho fundamental. La peculiaridad del apartheid radica, para el caso que nos ocupa, en que la población blanca tenía los derechos y libertades propios de un Estado democrático de Derecho. Es decir, no parece que criticar el régimen del apartheid o luchar activamente y sin violencia contra el mismo o simplemente votar a un partido "para blancos" dispuesto a terminar con el apartheid, supusiera perjuicio alguno para tal población en forma de merma de derechos, persecución, amenazas, peligro para la vida o integridad, etc. Porque como se acaba de decir, un ciudadano blanco gozaba de los derechos y libertades comunes a las democracias modernas. El problema entonces reside en que una enorme mayoría de la población blanca o bien apoyó o bien no hizo nada por terminar con el régimen del apartheid. Así, el partido anti-apartheid más característico tuvo un único diputado durante muchos años y logró su mejor resultado en las elecciones parlamentarias de 1981 y 1989 en las que apenas llegó al 20%. Por señalar otro ejemplo de loque se viene diciendo, Dyzenhaus ha mostrado cómo sentencias que aplicaban leyes características del régimen del apartheid fueron dictadas por jueces de todos los pelajes y de todas las ideologías políticas (Dyzenhaus, 1998, especialmente cap. 2). En definitiva, que la oposición y resistencia, o al menos la crítica, entre la población blanca al apartheid fue minoritaria y fácilmente individualizable. Esto distingue el régimen del apartheidáe otras situaciones de transición. Para los blancos, no estamos ante un régimen de terror que convirtiera la crítica en motivo suficiente para la eliminación física o la encarcelación del disidente. 0 ante un régimen que al menos impidiera la libertad de información y tuviera recursos para ocultar la realidad a sus propios ciudadanos. O ante otro que obligara a la colaboración con el mismo bajo amenazas de daños graves para uno mismo o para sus familiares. Ni ante el final de una guerra, durante la cual la debilidad del estado de Derecho ha sido aprovechada en ambos bandos por algunos para cometer crímenes impunemente, sin que los ciudadanos comunes puedan considerarse responsables siquiera indirectamente de tales crímenes pues o no los conocían o estaban movilizados militarmente.

Ante esta situación, ¿qué sentido tiene hablar de consenso, deliberación pública, términos justos de cooperación social, reciprocidad, empleo de razones morales generales, búsqueda de un fundamento que minimice el rechazo de la posición contraria, intento de hallar puntos de acuerdo que no pertenezcan a una doctrina comprehensiva común, reconocimiento en el otro de sinceridad y compromiso para lograr términos justos (equitativos) de cooperación social? No se trata de aquí de defender la venganza, sino simplemente de que la población negra no tenía ninguna razón para esperar esto de la mayoría de la población blanca. Y aunque la tuviera, la pregunta permanece: ¿por qué la población negra va a querer construir una comunidad política con la mayoría de la población blanca, la misma que ha mantenido o permitido el apartheid? Dicho de otro modo: ¿es razonable formar parte de la misma comunidad política con quienes, sin sufrir coacción alguna, han permitido los crímenes del apartheid? Para perseguir un consenso, primero hace falta considerar al otro capaz de perseguirlo. Pero, ¿no ha quedado claro durante todos los años del apartheid que la mayoría de la población blanca no quería ningún consenso con quien pertenecía a otra raza? ¿Cómo reconocer sinceridad y compromiso en quien ha apoyado o ha permitido con total libertad el régimen del apartheid?

A mi modo de ver, esta situación sólo podía resolverse coherentemente de dos maneras. La primera, por lo visto hasta aquí, con la expulsión de esa mayoría de la población blanca de Sudáfrica. La segunda, con la solución que aportó la Truth and Reconciliation Commission Esta fue completamente contraria a la pretendida desde los principios de la democracia deliberativa, pues se basó precisamente y de modo explícito en una doctrina comprehensiva del bien. En este sentido, hay que dar la razón a las críticas que desde un planteamiento agonista se hacen al ideal de democracia deliberativa. Y no dársela cuando sus críticas se dirigen a la actuación de la Truth and Reconciliation Commission. Porque si no hay otra alternativa posible a la que se ha planteado aquí, lo único coherente desde la democracia agonista sería reconocer y defender la opción de la expulsión. En efecto, si sólo queda el conflicto entre identidades y una de ellas (la de los defensores del apartheid) ya ha mostrado durante largo tiempo su decisión de reprimir a la otra, ¿qué sentido tiene pedir a quienes pertenecen a la identidad reprimida que interactúen políticamente, aunque sea de modo agonista, con sus represores? Desde el momento en que no defienden la alternativa de la expulsión, sus críticas a la actuación de la Truth and Reconciliation Commission carecen de coherencia. La alternativa que se presenta no es el fruto de una exageración sino la consecuencia inmediata de considerar la situación política de la transición sudafricana. Es evidente que las cosas podían haberse hecho de maneras diversas a las que plantea esta disyuntiva, pero se trataría de soluciones de difícil justificación, como se ha visto en los casos de los defensores de la democracia deliberativa y agonista, respectivamente. Y lo más interesante, a mi juicio, es mostrar la necesidad de llevar a cabo un conjunto de juicios de valor, de juicios sobre el bien humano que van mucho más lejos de lo que pretende el ideal deliberativo. La Truth and Reconciliation Commission formuló tales juicios con toda claridad cuando señaló cuáles eran los fines que perseguía y no tuvo inconveniente en señalar que se trataba de bienes comprensibles desde una concreta doctrina religiosa (la cristiana) y desde una tradición cultural particular (Ubuntu) (Truth and Reconciliation Commission, 1999, vol. I, cap. I, par. 32).

Hasta aquí podría dar la impresión de que la excepcionalidad de la situación sudafricana, con esa peculiaridad del apartheid a la que se ha hecho referencia, convierte la conclusión alcanzada en un caso tan particular que no puede extenderse al resto de transiciones políticas. Sin embargo, este carácter peculiar no debe hacer olvidar algo común: el carácter trágico del pasado político. Cada tragedia tiene sus condiciones distintivas (en este caso, qué papel jugaron los actores del drama), pero todas coinciden en unos hechos pasados penosos y amargos. Esta realidad no se da sólo en los procesos más recientes (las transiciones en la Europa del Este o en los regímenes militares del Cono Sur, por ejemplo), sino en otras más lejanas: desde las revoluciones del siglo XVII hasta la transición española pasando por las revoluciones nacionales del XIX (por citar solamente algunos casos), encontramos siempre situaciones precedentes de guerras, luchas y autoritarismo aunque sean en intensidad y sentido distintos. Sin que las dimensiones de los hechos trágicos sean comparables, en todas estas situaciones hay conciencia de salir de un pasado doloroso y de construir una realidad política diferente. Dicho de otro modo, ese carácter trágico común pone de manifiesto el carácter fundacional, originario, inaugural. Esta experiencia ha sido vivida por cada comunidad política presente al menos una vez en su historia y en muchos casos, varias veces. Es decir, no se trata de una excepción sino de algo común. Y es precisamente en esos momentos fundacionales cuando la comunidad política se define realmente a sí misma. Por eso, la manera de definirse no es nunca abstracta ni consiste en encontrar puntos de acuerdo al margen de una doctrina comprehensiva. Al contrario, consiste en formular aquellos bienes que deseamos estén presentes en nuestra sociedad y la caractericen por relación estrecha a los hechos del pasado inmediato que se acaba de sufrir. ¿Dónde si no se encuentra, por ejemplo, el sentido de la Primera Enmienda de la Constitución americana ("El Congreso no hará ley alguna por la que adopte una religión como oficial del Estado o se prohíba practicarla libremente, o que coarte la libertad de palabra o de imprenta, o el derecho del pueblo para reunirse pacíficamente y para pedir al gobierno la reparación de agravios"), el del artículo 1o de la Ley Fundamental de Bonn ("La dignidad humana es intangible. Respetarla y protegerla es obligación de todo poder público") o la inclusión del pluralismo político como valor superior en el artículo 1.1 de la Constitución española ("España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político")? En el caso que nos ocupa la Truth and Reconciliation Commission no hacía sino obedecer un mandato constitucional.

Una consecuencia más de lo dicho. Solamente ese pasado reciente explica la identidad política que se forma. Por eso, se entiende la referencia de los defensores de la democracia agonista a la inexistencia de una identidad común en Sudáfrica durante el apartheid ni tampoco cuando éste termina. Lo que no parecen aceptar es que la Truth and Reconciliation Commission, recogiendo ese mandato constitucional, ayudara precisamente a crear una nueva identidad. En todo caso, lo que pretendo resaltar es que esa nueva identidad no podía crearse con los valores abstractos y puramente estratégicos que nos presenta el ideal deliberativo. Porque tales valores (que además responden se quiera o no a una doctrina sobre el bien, por más que lo nieguen sus defensores) no aportan apenas nada a una comunidad política que se enfrenta a un pasado trágico. Y, aunque no tenga la intensidad del caso sudafricano, todo proceso fundacional está igualmente enfrentado a algún pasado trágico en la medida en que es transicional. La identidad de las comunidades políticas siempre se formula precisamente en relación a ese pasado y exige por tanto de bienes concretos, comunes por supuesto, que propongan una forma completa de plenitud humana en lo político. De ahí que los procesos de justicia transicional permiten, a mi juicio, comprobar que la comunidad política proporciona una identidad que concreta de modo fecundo la identidad humana (Cruz Prados, 2003, pp. 83-109, especialmente pp. 102-104). En el fondo el ideal deliberativo responde a una concepción de lo político como mero instrumento para buscar en lo privado la propia identidad y de ahí que se formule en términos de pura estrategia. Pero, en los momentos verdaderamente importantes de las comunidades políticas, en las situaciones originarias, fundacionales, que se manifiestan en los procesos de transición, esos valores deliberativos se muestran insuficientes aunque sólo sea porque no son capaces de asumir el pasado trágico y de crear una identidad a la altura de las expectativas de los miembros de dichas comunidades.

6. Conclusión

Por lo visto, todo momento transicional tiene algo de fundacional. Si el momento transicional no puede dejar al margen las concepciones comprehensivas del bien, entonces el momento fundacional del que estamos hablando (el de una transición) incorpora necesariamente concepciones comprehensivas del bien. En el proceso transicional se tocan las fibras más profundas de la propia comprensión como comunidad política. La situación recién vivida obliga a cada uno a enfrentarse con la comunidad política concreta que le ha tocado vivir en ese preciso momento y lugar, y a plantearse de modo conjunto sobre qué principios quiere constituirse, cuáles son sus bienes más preciados, cuál es el modo de mirar al pasado, quién es, en definitiva, y qué es lo que aprecia. En realidad esto ocurre en todo proceso fundacional, pero en el caso de las transiciones aparece un componente trágico (el pasado reciente) que manifiesta más claramente que lo que está en juego es la propia comprensión de quiénes somos como miembros de una comunidad política concreta. Y eso que está en juego entronca, y de nuevo se ve más claramente en los procesos de transición por ese carácter de enfrentarse a un pasado trágico, directamente con la propia consideración del propio yo y de la propia condición como ser humano.

Referencias

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Notas

* Este trabajo forma parte de los resultados del proyecto de investigación "Del discurso de la derrota al discurso del diálogo. Justicia transicional, memoria histórica y Constitución" dirigido por el Prof. Pedro Serna Bermúdez, subvencionado por el Ministerio de Ciencia e Innovación de España y los Fondos FEDER de la Unión Europea (código SEJ2007-64461/JURI).

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