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JOSÉ LUIS PÉREZ TRIVIÑO, DE LA DIGNIDAD HUMANA Y OTRAS CUESTIONES JURÍDICO MORALES

Isonomía, núm. 34, 2011

Instituto Tecnológico Autónomo de México

Javier Saldaña Serrano

Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México, México



Fecha de recepción: 01/06/2009

Fecha de aprobación: 01/06/2010

En el océano de literatura jurídica que aparece casi todos los días en los estantes de las diferentes librerías nacionales, suelen ser pocas las ocasiones en las que se pueden llegar a encontrar trabajos sobre un tema tan importante como es el de la dignidad de la persona; la mayor parte de los libros que aparecen se refieren a cuestiones de derecho positivo, p. ej. el derecho penal, civil, administrativo, no se diga el constitucional, etcétera, y aunque cada una de éstas debería tener como presupuesto básico al ser humano y la dignidad de éste, poca, muy poca atención es la que se le presta a tan trascendental asunto. Por eso deben recibirse con gusto trabajos que analicen el tema de la dignidad humana, y en un sentido más general, aquellos asuntos relacionados con las cuestiones morales en el derecho. Es el caso del libro De la dignidad humana y otras cuestiones jurídico-morales, del profesor José Luis Pérez Triviño, publicado por la prestigiosa editorial Fontamara. Trabajo interesante en el que he podido hallar muchos puntos de coincidencia y también algunos puntos de discrepancia.

El libro, si bien es verdad, se compone de diversos artículos que han sido publicados en diferentes lugares, guardan una cierta unidad, pues en la mayoría de ellos se puede vislumbrar una preocupación real por el ser humano y por la dignidad de éste.

El trabajo se compone de cinco capítulos, a saber: i) "Kant y la dignidad humana"; ii) "La noción rawlsiana de autorrespeto"; iii) "Penas y vergüenza"; iv) "El holocausto y la responsabilidad: altruismo limitado y dilemas trágicos"; v) "Derechos humanos, relativismo y la protección jurídica de la moral en el Convenio Europeo de Derechos Humanos". Cada uno de ellos, como señalábamos, intenta hacer ver la importancia de la idea de dignidad humana y en definitiva la relevancia moral que para el derecho debería tener la trasgresión de ésta. Como es de suponer, y dada la naturaleza de cualquier reseña, no me detendré en cada una de las partes que componen el libro. Sólo intentaré destacar algunos argumentos que por mis intereses intelectuales me han llamado más la atención. El resto de los temas que componen el trabajo, si bien son de suma importancia para la reflexión lusfilosófica, no pueden ser adecuadamente atendidos en una breve reseña.

El primer artículo se refiere a la idea que sobre la dignidad tuvo Kant, la cual ha sido, como el autor del libro hace ver, la que mayor influencia ha tenido tanto en la filosofía política como en la filosofía moral y jurídica de nuestro tiempo. Esto, sin duda es verdad. No hace falta sino fijar nuestra atención en algunas constituciones contemporáneas, especialmente la constitución alemana, para comprobar esta afirmación. Esto, como lo dijimos, es verdad. Sin embargo, no lo es menos que la concepción kantiana de la dignidad de la persona no ha sido, en la historia del pensamiento humano, ni la primera ni la única que ha existido. La tradición renacentista con Pico della Mirandolla, y antes, la concepción tomista de la persona humana y de la naturaleza que posee, ofrecen un cúmulo de argumentos lo suficientemente sólidos para poder hablar con solvencia de una idea que había preocupado al hombre desde los orígenes del uso filosófico de la noción de persona (enraizado en el derecho y luego en la teología cristiana). Pero al autor del libro le interesa la visión kantiana de la dignidad de la persona, y, por una coherencia argumentativa, hay que trabajar sobre ella, no sólo por los importantes argumentos que de ésta se desprenden, sino también por las consecuencias que algunos neokantianos han sacado en la reivindicación de sus propios posicionamientos.

Se ha convertido en un lugar común referirse a la filosofía moral kantiana a partir de su imperativo categórico. El filósofo de Königsberg, preguntándose por el presupuesto básico que ha de guiar la actuación humana, propone como axioma fundamental -en una de las formulaciones- el siguiente: "obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal". 1

La idea anterior es reforzada por otra formulación del imperativo categórico, basada en la consideración del hombre como fin en sí mismo y nunca como mero medio de la acción de otro. "Pero suponiendo que haya algo cuya existencia en sí misma pose un valor absoluto, algo que, como fin en sí mismo, pueda ser fundamento de determinadas leyes, entonces en ello y sólo en ello estaría el fundamento de un posible imperativo categórico, es decir, de la ley práctica"2 ¿Qué es eso que tiene un valor absoluto y que es el fundamento de las leyes? El hombre. Por eso reafirma: "Ahora yo digo: el hombre, y en general todo ser racional, existe como fin en sí mismo, no sólo como medio para usos cualesquiera de esta o aquella voluntad; debe en todas sus acciones, no sólo las dirigidas a sí mismo, sino las dirigidas a los demás seres racionales, ser considerado siempre al mismo tiempo como fin".3

Este es, en términos generales, el argumento central del imperativo categórico kantiano, el cual, como acertadamente señala el autor del libro que venimos reseñando, es la propuesta kantiana del principio supremo de moralidad y por tanto de humanidad. Ahora bien, al lado del señalamiento anterior, suele también explicarse, en la misma consideración kantiana de moralidad, otro argumento que conviene ubicar en su justa dimensión por la tergiversación que suele hacerse de él. Este es el famoso argumento de la autonomía de la voluntad, presupuesto que el filósofo de Königsberg establece en la propia Fundamentación de la metafísica de las costumbres al afirmar: "la autonomía es, pues, el fundamento de la dignidad de la naturaleza humana y de toda naturaleza racional"4. Más adelante precisa esta idea al señalar:

La autonomía de la voluntad es la constitución de la voluntad por la cual es ella para sí misma una ley -independientemente de cómo estén constituidos los objetos del querer-. El principio de la autonomía es, pues, no elegir de otro modo sino de éste: que las máximas de la elección, en el querer mismo, sean al mismo tiempo incluidas como ley universal.5

Hasta aquí no parece existir ningún problema en la descripción de las tesis kantianas; sin embargo, es importante advertir que este último argumento es el que comúnmente se emplea, sobre todo por una parte de la doctrina neokantiana, para reconocer que es la autonomía de la voluntad humana lo que realmente caracteriza a un hombre como ser autónomo y por tanto digno. Para esta doctrina de corte esencialmente liberal, sólo es digna aquella persona a quien se le respeta en forma incondicionada los dictados de su voluntad, convirtiéndose ésta en su propia ley personal. Así, para los seguidores de esta postura, es, al final de cuentas, la autonomía de la voluntad, y ésta en sí misma considerada, la máxima del obrar. Estableciéndose de este modo una voluntad absoluta e incondicionada.

Ahora bien, habrá que señalarles, a quienes así piensan, que lo anterior no es verdad en el autentico pensamiento de Kant, quien no confunde la autonomía de la voluntad empírica de cada hombre con la autonomía de la voluntad como fundamento de la ley racional. En efecto, la elección que haga la voluntad, cualquiera que ésta sea, ha de estar comprendida a la vez en el mismo querer como ley universal, esto es, tiene que ser el mismo querer para cualquier persona, si aspiramos a que nuestro comportamiento sea elevado a ley universal. En este punto quienes así interpretan a Kant se encuentran ante un dilema, porque es claro que el respeto a la elección del querer de una persona sólo puede ser reconocido y aceptado como tal en la medida en que sea parte de una ley universal, es decir, no que todos quieran lo mismo, sino que sea aquello que se pueda querer a la vez para uno mismo y para todos. Si no, no se vería cómo elevar nuestro comportamiento a regla universal.6 De modo que la pretendida absolutización de la autonomía de la voluntad, que algunos proponen por referencia a la voluntad empírica de cada hombre, se relativiza bastante, pues el comportamiento de una persona no puede ser tan autónomo que pretenda a la vez excluir la consideración del otro o de los otros.

El importante uisfilósofo mexicano Eduardo García Máynez explica con más claridad el argumento anterior: "Pero si el imperativo exige de nosotros que la máxima de la acción pueda ser elevada, por nuestra voluntad, a la categoría de ley de universal observancia, el principio de la autonomía resulta considerablemente restringido, ya que sólo será posible escoger aquellas máximas que valgan objetivamente para todo ser racional. Ello significa que la universalidad de las normas éticas no deriva de la voluntad del obligado, sino que se impone a este, independientemente de lo que en cada caso concreto pueda querer".7

Lo anterior, como lo señalábamos, conviene dejarlo claro porque, como podemos comprobar en muchos de los discursos de los defensores de la dignidad de la persona y de los derechos humanos, ni éstos ni aquéllos radican en la absolutización de la autonomía, y en consecuencia, tampoco en una libertad sin límites, como igualmente pretenden algunos defensores de dicha postura.

El capítulo II y el capítulo III, a pesar de referirse a asuntos diversos, guardan entre ellos una especial relación si se observan desde una perspectiva más general. El primero de estos se refiere a la noción de John Rawls sobre el "autorrespeto" y las diversas teorías contemporáneas que presentan esta cuestión; el segundo, hace alusión a las "sanciones vergonzantes" que se imponen para ciertos delitos y a ciertos delincuentes. Y digo que guardan entre ellos una especial relación porque es claro que lo que está en juego en cada uno de estos trabajos es el tema de la dignidad de la persona, tanto en lo que tiene que ver con el autorrespeto como con la eventual posibilidad de imponer algún tipo de sanción vergonzante para el delincuente. No quiero detenerme en tan importantes cuestiones. Simplemente quisiera señalar que algunas de tales reflexiones las comparto plenamente, p. ej., la certera respuesta que ofrece el autor al interrogante de si con los castigos avergonzantes se produce una afectación o una afrenta a la dignidad humana, respondiéndose que sí, por la degradación que sufre la persona del condenado

...El avergonzamiento es una forma típica de estigmatización. Las víctimas de un estigma aparecen en su entorno como portadores de una etiqueta que los trata como seres degradados. Y la idea de degradación choca frontalmente con la noción de que las personas deben ser tratadas con igual consideración y respeto, ya que eso es un elemento necesario de una vida humana digna (p. 78).

Ahora bien, aceptado lo anterior, conviene distinguir entre el avergonzamiento impuesto directamente (como contenido de la pena), y aquella vergüenza que se sigue indirectamente, como efecto secundario del hecho de que las penas son, y deben ser, públicas. En este sentido, la vergüenza y la humillación son una característica necesaria de toda pena, y pueden formar parte de la motivación para evitar las acciones que constituyen delitos.

El capítulo IV se titula "El holocausto y la responsabilidad. Altruismo limitado y dilemas trágicos". En esta parte el autor se propone, como lo dice en la última página del capítulo, "aportar una herramienta analítica para el posterior juicio moral". Más allá de esto, o de la posición que se adopte para la formulación de ese juicio moral (utilitarismo duro o deontologismo), me gustaría prestar más atención a lo que considero especialmente relevante en la reafirmación de la dignidad humana y de su defensa, esto es, "la responsabilidad moral del pueblo alemán" en el exterminio judío.

Sobre el tema central de este artículo, y particularmente sobre lo último afirmado, seguramente no faltarían voces que adujesen la innecesaria referencia al trauma del holocausto, argumentando que este es un asunto demasiado viejo, que sus repercusiones, sobre todo políticas, ya se pierden en el tiempo, y que volver sobre lo mismo es no querer superar este "desagradable" episodio de la humanidad. Este tipo de afirmaciones hoy no son por desgracia infrecuentes. Para nuestra sorpresa siguen apareciendo cotidianamente, en el mejor de los casos, y en el peor de estos, hay quienes se han atrevido a negar que dicho acontecimiento haya sucedido. Hay que decirlo con todas sus letras: este acontecimiento existió y el pueblo alemán fue responsable del mismo, como Jaspers lo denunció en su momento y Triviño repite: "cada uno de nosotros es culpable por no haber hecho nada" (p. 82).

Pero la responsabilidad moral del pueblo alemán ha de mostrarnos y enseñarnos algo más que la sola matización de los diferentes tipos o grados en los que dicha responsabilidad se pueda medir. Pienso que la mayor aportación del holocausto no sólo es mostrar las cifras de los millones de muertos que esta brutalidad acarreó, sino, sobre todo, recordarnos constantemente lo vulnerable que es el ser humano y los riesgos constantes que la dignidad humana corre en los tiempos actuales. Bastan algunos botones de muestra: las guerras en la antigua Yugoslavia, los millones de muertos en el África subsahariana, las muertes, que también se cuentan por millones, de inocentes seres humanos que no han nacido, las miles de personas que han sido violentadas en sus más esenciales derechos producto del terrorismo o de la intervención militar de las potencias internaciones, etcétera. Por eso, como dice Ernesto Garzón Valdés, no está moralmente permitido olvidar el holocausto:

Quien se cansa, quien considera que ya todo está dicho y que toda reiteración es supérflua, facilita el ingreso al olvido. Al hacerlo, reduce la conciencia de la propia dignidad, que no se agota en la defensa de la propia agencia moral, sino que incluye también el respeto a la dignidad del prójimo. Por ello, toda lesión de la dignidad del otro revierte como un búmeran sobre la propia dignidad. El Holocausto lo ha puesto de manifiesto con absoluta maldad; si alguna lección podemos sacar de esa calamidad, creo que ella es la de tener presente que la deshumanización colectiva no es un fantasma imaginario sino un peligro real quizás sólo evitable si nos mantenemos alerta estimulando el recuerdo de lo que fue a fin de salvaguardar la nota distintiva de nuestra humanidad: la dignidad de cada persona.8

El último capítulo del libro se titula "Derechos humanos, relativismo y la protección jurídica de la moral en el Convenio Europeo de Derechos Humanos". Y como en el propio título se puede apreciar, son varios los argumentos que en esta parte del libro se tratan. El propio autor los señala expresamente en la página 106: i) que la concepción en la que hay que entender al Convenio Europeo de Derechos Humanos es de índole liberal "lo cual supone que los Derechos Humanos son universales y forman parte de los principios morales a los que pueden llegar reflexivamente mediante un diálogo entre seres racionales"; 11) la protección de la "moral" en el CEDH "muestra evidentes concomitancias con los argumentos comunitaristas"; iii) el relativismo moral; y, ív) la crítica que hace a la pretensión de justificar la moral a través del Derecho.

Como hemos tratado de mostrar, son muchos los puntos de encuentro y coincidencia con el autor del texto. Sin embargo, creo que en esta parte esas coincidencias ya no resultan tan claras, entre otras cosas por lo que alcanzo a percibir es ya un marcado acento liberal del autor. Y tan arbitrario es calificar, por ejemplo, el Convenio Europeo de Derechos Humanos de "liberal" como lo sería calificarlo de "cristiano". Los influjos ideológicos en su redacción son múltiples.

Es sabido que uno de los defectos de los académicos, especialmente de quienes nos dedicamos a la filosofía del derecho, es precisamente encasillar corrientes y pensadores, marcar dicotomías teóricas en lo jurídico. Así, por ejemplo, el caso más patente en la historia de la filosofía del derecho es el antagonismo entre el iusnaturalismo y el iuspositivismo, falso por otra parte en la actualidad, aunque tuviera un sentido inteligible durante el siglo XIX y parte del XX. Esto también sucede en el amplio mundo de los derechos humanos, los que en aquella parte de su justificación teórica tratan de ser patrimonio, o de comunitaristas o de liberales, o de agnósticos o de cristianos. En la dicotomía liberales/ comunitaristas se centra el argumento del autor del libro al señalar que el comunitarismo es una amenaza a la concepción liberal de los derechos humanos, por no apelar a la universalidad de estos derechos, sino a lo que en cada sociedad se practica como derecho.

Los tres puntos que presenta como resumen en la página 115 dejan ver con toda claridad su posición:

i) La idea de Derechos Humanos recogida en el CEDH está ligada con una concepción liberal, lo cual supone que aquellos son universales, absolutos e inalienables. Por otro lado, los Derechos Humanos son prioritarios frente a los argumentos basados en las convenciones morales sostenidas por una sociedad; ii) A pesar de lo anterior, el Convenio introduce una cláusula limitativa de los Derechos Humanos "la protección de la moral", que puede interpretarse como un argumento comunitarista; iii) El comunitarismo constituye un serio ataque a los presupuestos filosóficos y políticos liberales...".

Por lo que al primer punto se refiere, habrá que decir que éste en parte es verdad, esto es, que los derechos humanos contenidos en el CEDH, como lo derechos reconocidos en otros documentos internacionales, p. ej., la Declaración Universal de Derechos Humanos, son derechos reconocidos a todos los seres humanos y por tanto son de carácter universal, y, como dice el autor, "absolutos" e "inalienables", pero no estoy seguro que estas características presuman que estos derechos y los documentos en los que se contienen sean, como parece proponer el autor, propios o exclusivos de la concepción liberal. Mi duda se enfatiza aún más si consideramos al liberalismo tal y como el autor lo plantea en la página 132: "Precisamente el liberalismo es una concepción que trata de solucionar los problemas en que se encuentra una sociedad que da cobijo a diferentes concepciones del bien, cuya coexistencia puede lograse a través de una teoría procedimental de la justicia".

Pienso que lo que si es plausible afirmar es que el discurso moderno de los derechos humanos tiene un contexto de aparición muy específico y bien determinado, el liberalismo del siglo XVIII, pero que éste y los diferentes cambios que ha sufrido en su devenir histórico ya han recibido suficientes críticas, precisamente por su acendrada visión individualista del hombre y su reduccionista concepción de la persona, como para hacerlo pasar como la propuesta más viable para la defensa de los derechos humanos. No estoy diciendo con esto que renuncie a la pretensión de universalidad de tales derechos. Hoy, como dice Pérez Luño, cualquier esfuerzo por la universalización de estos derechos nunca puede ser estéril u ocioso.9 Lo que digo es que no es acertada la idea de que es el liberalismo y sólo el liberalismo la corriente que mejor garantía ofrece para la protección de estos derechos.

En esta misma línea de reflexiones es igualmente oportuno tomar en consideración la advertencia que el autor hace acerca del relativismo, que el comunitarismo puede traer aparejado. Tal relativismo, sino me equivoco, es expresado fundamentalmente en lo que el autor denomina "relativismo ético sociocultural", el que, explicado muy brevemente, nos muestra que la gente en diversas sociedades mantiene diferentes concepciones morales acerca de las acciones humanas, y atribuye a esa diversidad de concepciones éticas (que nadie niega como hecho histórico) el valor normativo de ser todas ellas igualmente valiosas, a la par que minimiza la importancia de las coincidencias éticas entre las culturas.

Es verdad que la universalidad de los derechos humanos puede, en algún momento, chocar con los valores humanos y los derechos que en una sociedad determinada se favorecen, pero también es verdad que ésta no es la única alternativa. Cabe la posibilidad de que pueda haber una cierta concepción del bien que sea común entre las distintas y variadas comunidades, y que, lo más importante, sea perfectamente compatible con esa universalidad de derechos, al menos en sus aspectos más básicos. Es curioso darnos cuenta como para nosotros es especialmente atractiva la diversidad de opiniones morales, mucho más que las convergencias culturales, cuando puede suceder que dicha diversidad en ética no sea sino la excepción, porque la regla es justamente ese conjunto de coincidencias. Qué duda cabe, como dice Finnis, que

todas las sociedades humanas muestran una preocupación por el valor de la vida humana; en todas, la propia conservación es generalmente aceptada como un motivo adecuado para la acción, y en ninguna se permite matar a otros seres humanos sin una justificación bien definida. Todas las sociedades humanas consideran la procreación de una nueva vida humana como una cosa buena en sí misma salvo que haya circunstancias especiales. Ninguna sociedad humana deja de restringir la actividad sexual; en todas las sociedades hay alguna prohibición del incesto, alguna prohibición a la promiscuidad desenfrenada...".10

En definitiva, lo que trato de decir es que el comunitarismo moderado puede ofrecer algún argumento positivo en la universalización de los derechos humanos, y que no creamos ingenuamente que el liberalismo actual sea la única y mejor alternativa de tal universalidad y de la protección de los derechos. Por otra parte, parece ingenuo desconocer ahora que hay muchas formas de liberalismo tanto o más relativistas que algunas versiones del comunitarismo. En cualquier caso, aplaudo el interés del autor por defender estos derechos y valores universales contra las pretensiones del relativismo ético (sea comunitarista o liberal).

Finalmente, por lo que a la protección de la moral a través del derecho se refiere, quizá convenga decir, en la misma línea de lo establecido en el párrafo precedente, que el papel del poder político a través del derecho no puede ser el de "imponer" una moral determinada. Esto parece hoy una característica esencial de nuestras sociedades, pero dicha afirmación está muy lejos de ver al derecho como un simple espectador neutral del desenvolvimiento social por alcanzar el bien común. Ante la necesaria salvaguarda de la unidad social, es obvio que el derecho no puede permanecer indiferente. Tendrá que poner en juego los medios que tiene a su alcance para mantener dicha unidad, si no quiere la desintegración social y eventualmente su colapso.

La reseña ha resultado un poco extensa, pero no quiero terminarla sin decir que los comentarios que se han hecho aquí no han sido sino producto del interés que me ha causado la lectura del trabajo del profesor Pérez Triviño, un libro interesante que conviene leer para darnos cuenta de muchas coincidencias y para no dejar de lado nuestras diferencias, que, como se ha visto, son menores si se las compara con nuestra común inquietud por defender la dignidad de la persona humana y sus derechos universales, inalienables e indisponibles.

Agradecimientos

El autor agradece al profesor Rodolfo Vázquez, el gentil envío objeto de esta reseña.

Notas

1 Kant, E., Fundamentación de la metafísica de las costumbres, trad., cast., M. García Morante, Encuentro, 2003, p. 57.

2 Ibid., p. 65.

3 Ibid, pp. 65-66.

4 Ibid., p. 76.

5 Ibid., p. 82.

6 Cfr. Para este argumento: Serna, P., "El derecho a la vida en el horizonte cultural europeo de fin de siglo", en El derecho a la vida, Eunsa, Pamplona, pp. 23-79.

7 García Máynez, E., Filosofía del derecho, 13a ed., Porrúa, México, 2002, pp. 61-62.

8 Garzón Valdês, E., "La calamidad del Holocausto", en El control Judicial de la constitucionalidad de la ley, Ferreres, V. (aut.), Fontamara, México, 2007, p. 37.

9 Cfr. Pérez Luño, A., E., La universalidad de los derechos humanos y el Estado constitucional, Universidad Externado de Colombia, Bogotá, 2002, p. 44.

10 Finnis, J., Ley natural y derechos naturales, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 2000, p.115.

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