POR QUÉ UNA CONCEPCIÓN RESTRICTIVA DE LA RAZÓN PÚBLICA VIOLA LA NEUTRALIDAD ESTATAL: UNA CRÍTICA INTERNA AL LIBERALISMO POLÍTICO

Julio C. Montero
University College London, Reino Unido

POR QUÉ UNA CONCEPCIÓN RESTRICTIVA DE LA RAZÓN PÚBLICA VIOLA LA NEUTRALIDAD ESTATAL: UNA CRÍTICA INTERNA AL LIBERALISMO POLÍTICO

Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 30, 2009, pp. 101 -116

Recibido: 13/10/2007

Aceptado: 30/04/2008

Resumen: La tesis central de este artículo es que la concepción de la razón pública propuesta por John Rawls, incluso en su versión “inclusiva”, es demasiado restrictiva y viola el principio liberal de legitimidad y la tesis de la neutralidad del estado, que constituyen elementos centrales de la teoría política de Rawls y del liberalismo político en general. Finalmente, se propone una concepción alternativa de la razón pública liberal, centrada únicamente en un deber básico de civilidad, el deber de reciprocidad, a la que denominaré la concepción “abierta” de la razón pública.

Palabras clave: Deber de civilidad, democracia deliberativa, legitimidad, neutralidad, razón pública.

Abstract: The central thesis of this article is that the conception of the public reason defended by Rawls, even in its “inclusive” versión, is excessively restrictive and infringes the liberal principie of legitimacy and the idea that the State must remain neutral among the several comprehensive doctrines endorsed by its citizens. Finally, an altemative conception of the liberal public reason, which I cali the “open conception”, is proposed. This conception is grounded only on a basic duty of civility, namely the duty of reciprocity.

Keywords: Duty of civility, deliberative democracy, legitimacy, neutrality, public reason.

De acuerdo con John Rawls, existen al menos dos concepciones rivales de la razón pública: una concepción “excluyente” y otra “inclusiva”. La diferencia entre ellas es que la concepción excluyente impone a los participantes del debate público político más restricciones que la inclusiva. En este artículo voy a sostener que aun la concepción inclusiva de la razón pública, por la que Rawls parece inclinarse, es demasiado restrictiva y que viola el principio liberal de legitimidad y la tesis de la neutralidad del estado, que constituyen elementos centrales de la teoría política de Rawls y del liberalismo político en general.

Voy a comenzar ofreciendo en 1 una caracterización de la tesis liberal de la neutralidad estatal y de su relación con el principio liberal de legitimidad, así como de la idea de la razón pública. En 2 voy a exponer las concepciones excluyente e inclusiva de la razón pública y a ofrecer razones a favor de esta última, algunas de las cuales proceden del propio Rawls. En 3 voy a analizar esta concepción inclusiva y las restricciones que impone al debate público político. En 4 voy a argumentar que las restricciones fijadas por dicha concepción violan el principio liberal de legitimidad y la demanda de que el estado se mantenga neutral entre las distintas doctrinas comprehensivas y concepciones del bien defendidas por sus ciudadanos. Finalmente, en 5, voy a proponer una concepción alternativa de la razón pública liberal, centrada únicamente sobre un deber básico de civilidad, el deber de reciprocidad, a la que denominaré la concepción “abierta” de la razón pública.

1. Una de las características distintivas del pensamiento liberal contemporáneo es la de defender la idea de que el Estado debe ser neutral respecto de la distintas concepciones del bien sostenidas por sus ciudadanos. Esta es precisamente la tesis que se encuentra a la base del liberalismo político de Rawls. Como explica Will Kymlicka, el tipo de neutralidad al que apunta la propuesta de Rawls es una neutralidad de justificación y no de resultados. Esto significa que el Estado no está obligado a promover por igual todos los ideales de buena vida de sus ciudadanos, sino a justificar sus políticas públicas en términos que resulten neutrales respecto de las diversas doctrinas comprehensivas (Kymlicka, 1989, pp. 883-884). Esta exigencia se trasluce directamente en el principio liberal de legitimidad invocado por Rawls, según el cual el ejercicio del poder político “es apropiado y por tanto justificable sólo cuando es ejercido de acuerdo con una constitución cuya esencia todos los ciudadanos podría razonablemente esperarse que suscribieran a la luz de principios e ideales aceptables para ellos como razonables y racionales” (Rawls, 1996, p. 217).

El principio liberal de legitimidad constituye, a su vez, el elemento medular de la concepción deliberativa de la democracia que Rawls propone. En efecto, frente a las críticas provenientes del republicanismo cívico, Rawls afirma enfáticamente que toda constitución permanece sujeta a la voluntad del soberano democrático, el cual, por vía de las sucesivas enmiendas y otros mecanismos legales puede proponer nuevas interpretaciones de los valores en ella contenidos. En este sentido, la idea de que los principios escogidos en la posición original tendrían que ser mantenidos “a perpetuidad” sería simplemente un recurso retórico destinado a resaltar que los acuerdos sobre justicia política no pueden ser cambiados a voluntad por los distintos grupos que componen una sociedad para beneficio de sus intereses sectoriales, sin que ello implique de ningún modo que la concepción de la justicia podría ser establecida “de una vez y para siempre”. Por el contrario, de acuerdo con Rawls, su concepción política se mantiene abierta a los debates que la ciudadanía lleva a cabo en la esfera de la sociedad civil, los cuales pueden culminar con la adopción de nuevas normas públicas, e incluso con la ratificación o modificación de la constitución (Rawls, 1995, pp. 104-105 y 111). Pero todos estos procesos así como las leyes surgidas de ellos deben respetar el principio liberal de legitimidad.

La discusión de las cuestiones políticas fundamentales, y el consiguiente intercambio de puntos de vista entre los ciudadanos, es, entonces, la piedra de toque de una democracia constitucional bien ordenada (Rawls, 2000, pp. 138-139 y 142 y 1996, p. 239). Sin embargo, dado que el resultado normal del uso público de la razón bajo instituciones libres es la existencia de una pluralidad de visiones morales, religiosas y filosóficas omniabarcativas que dividen a la opinión pública en aspectos muy importantes, Rawls sostiene que toda sociedad que aspire a gobernarse mediante la deliberación conjunta de la ciudadanía tendrá que recurrir a una cierta idea de la razón pública. De acuerdo con él, esta especie de razón es pública de tres maneras:

[a] como la razón de ciudadanos libres e iguales es la razón de lo público; [b] su tema es el bien común, concerniente a cuestiones fundamentales de justicia política, que son de dos tipos, los contenidos esenciales de la constitución y los asuntos de justicia básica; y [c] su naturaleza y contenido son públicos, al ser expresados en el razonamiento público por una familia de concepciones razonables de justicia política, razonablemente pensadas para satisfacer el criterio de reciprocidad (Rawls, 2000, p. 133).

Como se desprende del pasaje anterior, Rawls circunscribe los temas que son de incumbencia de la razón pública a aquellos que involucran a los ciudadanos en su calidad de personas libres e iguales. Estos temas abarcan la determinación de los derechos individuales fundamentales de la constitución y las cuestiones de justicia distributiva. A su vez, esta razón pública se aplica a un círculo restringido de actores que forman parte de lo que Rawls denomina el “foro político público”, al cual pertenecen los jueces al emitir sus fallos, principalmente los miembros de la Corte Suprema, los funcionarios públicos, tanto los que conforman el poder ejecutivo como los representantes parlamentarios, los candidatos de los diversos partidos políticos que aspiran a ocupar cargos públicos y sus jefes de campaña, y, finalmente, los ciudadanos cuando se ocupan de cuestiones que ponen en juego las cuestiones fundamentales de justicia política (Rawls, 2000, pp. 133-134 y 1996, p. 215).

2. Es claro que el ideal de la razón pública está diseñado para proporcionar una respuesta a la cuestión de cuáles son los límites morales que debemos respetar al participar del foro público en una sociedad democrática. Existen, prima facie, dos maneras alternativas de resolver esta cuestión. La primera alternativa es la concepción de la razón pública que Rawls denomina “excluyente”, la cual sostiene que la inclusión en la deliberación pública de consideraciones explícitamente formuladas en términos de doctrinas comprehensivas resulta inaceptable. La segunda es la concepción denominada “inclusiva”. Esta concepción “permite a los ciudadanos, en determinadas situaciones, presentar lo que ellos ven como la base de los valores políticos arraigados en sus propias doctrinas comprehensivas, a condición de que hagan esto en formas que fortalezcan la idea de la razón pública en sí misma” (Rawls, 1996, p. 247).

La pregunta, entonces, sería: ¿cuál de estas dos concepciones es la más adecuada para regular la deliberación democrática? Tal vez el más asiduo defensor de la concepción excluyente sea Osvaldo Guariglia, quien sostiene que los derechos a la libre expresión y a la libertad de asociación y de culto de ninguna manera permiten justificar la pretensión de que “las convicciones particulares”, los “dogmas” y los fines de las múltiples asociaciones privadas -iglesias, agrupaciones partidistas y religiosas, etcétera- sean postulados como propuestas a ser consideradas en el debate público (Guariglia, 2002, p. 154). De acuerdo con él, la necesidad de imponer las más severas restricciones al uso público de la razón se debe a que cuando los ministros de los distintos cultos, o los dirigentes políticos que defienden determinada concepción del mundo y de la sociedad se dirigen a la ciudadanía como tal, “la ofenden en su calidad de personas libres e iguales al exhortarlas a proponerse ciertos fines o evitar otros, apelando a la autoridad de la Biblia, del Corán o del Manifiesto comunista” (Guariglia, 2002, p. 154).

Según señala Guariglia, la ventaja de este ideal extremo de la razón pública consiste en que eliminará inmediatamente de la arena política aquellas propuestas que conlleven alguna forma abierta o solapada de discriminación, lo cual, en su opinión, es fundamental para que se respete la igual dignidad de las personas en su calidad de ciudadanos (Guariglia, 2002, pp. 151-152).

Existen, sin embargo, buenas razones para inclinarse por la concepción inclusiva de la razón pública. En primer lugar, como Rawls mismo se ha encargado de resaltar, la concepción inclusiva “fomenta que los ciudadanos honren el ideal de la razón pública y asegura sus condiciones sociales en el largo plazo” (Rawls, 1996, p. 248). La idea de Rawls es que, frente a ciertas discrepancias fundamentales, personas que suscriben a puntos de vista opuestos podrían albergar dudas respecto del compromiso de sus conciudadanos con los valores políticos fundamentales de una sociedad democrática. Ante tal escenario, permitir que los líderes de dichos movimientos expongan en el foro público las conexiones existentes entre los valores centrales de la cultura pública compartida y sus propias doctrinas ayudaría a reforzar la cohesión social y la estabilidad, mostrándole a personas que suscriben visiones antagónicas que, a pesar de sus divergencias, coinciden en los mismos valores políticos básicos (Rawls, 1996, pp. 248-249).

En segundo lugar, es razonable pensar que la versión inclusiva de la razón pública tenderá a promover la tolerancia (Solum, 1994, pp. 224-225). En esta dirección, Lawrence Solum afirma que, mientras la concepción excluyente conduce a adoptar un deber de “intolerancia limitada”, en virtud del cual estamos obligados a rechazar las intervenciones públicas de los demás cuando éstas contengan referencias a razones privadas, la concepción inclusiva impone, en cambio, el deber de escuchar respetuosamente las justificaciones de origen religioso, filosófico o moral que los ciudadanos proporcionan como sustento de los valores compartidos, siempre que éstas propongan al mismo tiempo una justificación para sus propuestas que se mantenga dentro de ciertos contornos claramente estipulados a los que voy a referirme en breve. Por ello, según Solum, la concepción inclusiva de la razón pública es la que “parecería realizar mejor el trabajo de fomentar la virtud cívica de la tolerancia y por consiguiente, indirectamente, el de respaldar el deber de civilidad” entre los ciudadanos (Solum, 1994, p. 225).

Finalmente, la concepción inclusiva parece facilitar el objetivo central del liberalismo político de transgredir el nivel de un mero modus vivendi entre posturas antagónicas y lograr que la concepción política de la justicia se articule profundamente con las diversas doctrinas comprehensivas. En efecto, dicha articulación parece más sencilla de lograr si los participantes del debate democrático pueden exponer frente a sus conciudadanos dichas vinculaciones y, en parte, perfeccionarlas a la luz de la críticay la discusión conjunta (Rawls, 1996, pp. 159).

3. Quiero detenerme ahora en la cuestión que sigue. Aun la concepción inclusiva de la razón pública, que, como hemos visto, presenta importantes ventajas respecto de una visión excluyente como la defendida por Guariglia, mantiene un carácter esencialmente restrictivo en relación con el tipo de posturas que pueden defenderse en el debate público. Dicho con otras palabras, lo que constituye el núcleo de la idea de la razón pública propuesta por Rawls en cualquiera de sus dos variantes son las limitaciones que impone a los ciudadanos que toman parte de la deliberación pública. En efecto, dado que la razón pública está orientada a la creación de normas y leyes que obliguen coercitivamente a ciudadanos libres e iguales, los cuales suscriben a doctrinas comprehensivas divergentes, el principio liberal de legitimidad compele a todo aquel que quiera entrar al debate público a defender sus intereses utilizando razones que pueda “sinceramente” esperar que sean razonablemente aceptadas por el resto de la ciudadanía (Rawls, 2000, pp. 136-137; 1996, p. 217 y Guariglia, 2002, p. 155). Esto significa, para Rawls, que los jueces, los legisladores, los miembros del Poder Ejecutivo, y los ciudadanos cuando discuten cuestiones políticas esenciales, deben poder explicar a los demás las razones en virtud de las cuales adoptaron determinadas posiciones en términos que resulten aceptables para todos sus conciudadanos como libres e iguales. De este modo, el poder del Estado queda legitimado precisamente porque los ciudadanos podrían aprobar, puestos en el lugar del legislador, las mismas razones que éste invocó al sancionar las leyes (cp. Rawls, 2000, p. 135). En vistas de esta limitación, el contenido de la razón pública viene dado, en última instancia, por una “familia de concepciones políticas de la justicia”, las cuales deben satisfacer, según Rawls, las condiciones que siguen:

  1. sus principios deben aplicarse solamente a las instituciones políticas y sociales básicas (la estructura básica de la sociedad);

  2. debe ser plausible su presentación con independencia de cualquier tipo de doctrina comprehensiva;

  3. deben poder ser elaboradas a partir de ideas políticas fundamentales que puedan considerarse implícitas en la cultura política pública de un régimen constitucional, tales como las concepciones de los ciudadanos como personas libres e iguales, y de la sociedad como un sistema justo de cooperación;

  4. deben cumplir con el requisito de simplicidad, el cual las vuelve aptas para la justificación pública de su corrección y para juzgar si las políticas estatales concretas pueden o no ser consideradas como casos de su aplicación (para esta reconstrucción, ver Rawls, 2000, p. 143 y 1996, p. 223).

A este primer grupo de restricciones se añaden otras, referidas a lo que Rawls denomina “líneas directrices de investigación”. Éstas especifican modos de razonar, criterios de relevancia para la información y reglas de evidencia. Como consecuencia, al justificar las decisiones concernientes a las cuestiones políticas fundamentales sólo debemos apelar “a creencias generales actualmente aceptadas, a formas de razonamiento propias del sentido común, y a métodos y conclusiones de la ciencia cuando éstos no son objeto de controversias” (Rawls, 1996, pp. 224-225).

Finalmente, Rawls termina de acotar la familia de concepciones que podrían configurar el contenido de la razón pública al añadir una tercera restricción según la cual dichas concepciones deben ser de naturaleza liberal. A pesar de que existen múltiples liberalismos según el modo en que se ordenen sus ideas básicas y valores fundamentales, todos ellos comparten, según Rawls, las siguientes características:

Como producto de estas restricciones, aun bajo la interpretación inclusiva de la razón pública los ciudadanos están obligados por el deber de civilidad a dejar a un lado en la discusión de cuestiones políticas fundamentales una parte considerable de los argumentos y razones en base a los cuales han formado sus juicios y posiciones en la esfera de la opinión pública, para adoptar únicamente aquellos módulos de la discusión no restringida que se acomoden a una concepción liberal de la justicia. De esta manera, a pesar de que la lectura inclusiva de la razón pública posee un carácter ampliativo de las libertades de los ciudadanos y del tipo de razones que pueden introducir en la deliberación democrática, conserva, en el fondo, una naturaleza restrictiva. En esta línea, Thomas McCarthy afirma que la estrategia que Rawls adopta para asegurar la estabilidad conduce, en definitiva, a eliminar ciertas cuestiones de la agenda política “de una vez por todas”, o a declarar que dichas cuestiones “no son objetos propiamente dichos de discusión política” (McCarthy, 1997, pp. 56 y 59; Dryzek, 2002, p. 15; Knight y Johnson, 1999, pp. 286 y ss. y Rawls, 1996, pp. 150-151 y 183). La cuestión que, por tanto, deseo plantear, es la de si la exclusión de toda una gama de posturas, argumentos y razones del debate público, no implica una violación del principio liberal de legitimidad y de la tesis de la neutralidad del Estado.

4. ¿Por qué un ciudadano debería renunciar a introducir en el debate público ideas o propuestas que violaran las condiciones de justificación que estipula la concepción rawlsiana de la razón pública aun en su versión inclusiva? Naturalmente, una forma de responder a esto consiste en decir que en una sociedad signada por el hecho del pluralismo, en la que las personas poseen distintos credos religiosos y concepciones del bien, ninguna doctrina comprehensiva o metafísica puede constituir la base de una concepción compartida de la justicia. (Rawls, 1985, p. 246, 1996, pp. 234 y 245. Ver también Garreta Leclercq, 2007, cap. 6). De este modo, concepciones generales como el marxismo, el utilitarismo y el kantismo, o teorías comprehensivas como las de Dworkin y Raz, quedarían vedadas por el ideal de la razón pública. Pero esto no despeja la incógnita. En efecto, en una sociedad pluralista, un marxista, un utilitarista, o un comunitarista podrían válidamente preguntar por qué deben renunciar a persuadir a los demás para que su visión se convierta en el fundamento mismo de la concepción de la justicia que regula la estructura básica de la sociedad y a adoptar las reglas de deliberación establecidas por el liberalismo político. Responder a esto diciendo que la razón para ello es que estas visiones quedan excluidas por su naturaleza privada, general o comprehensiva implicaría sin duda incurrir en una circularidad argumentativa, ya que son los propios criterios de inclusión en el debate los que están en cuestión.

Una segunda alternativa seria sostener que las restricciones de entrada al debate público que Rawls fija se derivan necesariamente de su liberalismo político a un nivel más general. De este modo, toda persona que aceptara la concepción liberal rawlsiana debería aceptar necesariamente su concepción de la razón pública. Pero esto sería nuevamente una petición de principio. Pues la función de la razón pública es permitir a los ciudadanos revisar, discutir y modificar los elementos medulares de su visión compartida de la justicia política y los límites que se imponga al debate público tendrán un efecto crucial sobre la idea de justicia públicamente aceptada.

Existe una tercera respuesta para mi pregunta. Ésta consiste en sostener que el ideal de la razón pública propuesto por Rawls se deduce de ciertas ideas básicas ampliamente compartidas por los ciudadanos en una democracia constitucional moderna. En esta dirección Rawls dice:

¿Cómo podría la filosofía política encontrar una base compartida para resolver una cuestión tan fundamental como la de la familia de instituciones más adecuadas para asegurar la igualdad y la libertad democráticas? Quizá lo más que pueda hacerse es reducir el margen de desacuerdo. Aún así, incluso las concepciones profundamente sostenidas cambian gradualmente: ahora se acepta la tolerancia religiosa, y los argumentos a favor de la persecución ya no se profesan; de igual modo, la esclavitud, que causó nuestra guerra civil es rechazada como inherentemente injusta [...] Nosotros recolectamos convicciones tales como la creencia en la tolerancia religiosa y el rechazo de la esclavitud y tratamos de organizar las ideas y principios básicos implícitos en estas convicciones en una concepción política coherente de la justicia. Estas convicciones son puntos fijos provisorios de los cuales parece razonable tener que dar cuenta. Empezamos, entonces, mirando a la cultura pública misma como la fuente compartida de ideas y principios básicos implícitamente compartidos (Rawls, 1996, p. 8).

La tesis de Rawls sería, pues, que en una sociedad democrática existe una cultura de lo público significativamente diferenciada que contiene ciertas “ideas intuitivas fundamentales” ampliamente compartidas a partir de las cuales se constituye una concepción pública de la justicia (Rawls, 1996, pp. 8-11, 13, 15, 38, 2004, p. 5, etc.) Sería de estas ideas básicas implícitamente compartidas por todos de las que se derivarían el ideal de la razón pública y sus restricciones.

Sin embargo, la pregunta persiste: ¿cuáles son las ideas básicas de nuestra cultura pública compartida? La cuestión de cuáles sean los valores que configuran la cultura política de las modernas democracias constitucionales parece en sí misma objeto de controversias, pues se refiere a tradiciones vivas que deben ser constantemente interpretadas. En efecto, ¿cómo es posible construir una concepción pública unificada y estable, que permita distinguir con seguridad aquellas posiciones y argumentos que pueden entrar a la arena política de aquellas otras que, en cambio, deben ser erradicadas de la deliberación, cuando las propias ideas y valores esenciales presentes en una sociedad democrática permanecen ellos mismos sujetos a interpretaciones y a agudas disputas? En este sentido, Rawls convertiría su propia interpretación del peso que ciertos valores tienen en las democracias actuales en la vara con la que debe medirse la permisibilidad de los argumentos y reivindicaciones en el foro político de una sociedad bien ordenada. Las restricciones propias de la razón pública constituyen, por cierto, un criterio normativo que los individuos están moralmente constreñidos a asumir antes de ingresar a la arena pública y que queda, en principio, más allá de su voluntad ciudadana (Dryzek, 2002, p. 15; Knighty Johnson, 1999, pp. 286 y ss.; McCarthy, p. 48, en especial nota 16, y Knight y Johnson, 1999, p. 285).

Dadas estas dificultades, una concepción abierta de la razón pública, que permita a los propios ciudadanos delimitar en el contexto del propio debate público las razones que pueden considerarse como públicas de las razones meramente privadas, parece ajustarse mejor al principio liberal de legitimidad y a la tesis de la neutralidad estatal. En esta dirección, Thomas McCarthy ha argumentado que es precisamente en aquellos aspectos que conciernen a los derechos, principios y valores básicos en los que el uso público de la razón exige transgredir cualquier interpretación previamente establecida, de modo que, al proponer cambios estructurales, las diversas corrientes de crítica política y social puedan convencer a los demás ciudadanos de que existen buenas razones para que alteren sus juicios ya formados sobre cuestiones políticas fundamentales (McCarthy, 1997, p. 45; Dryzek, 2002, pp. 15-16). Es cierto que, como ya hemos indicado, la función que Rawls atribuye a la deliberación democrática es, justamente, la de ajustar los valores políticos contenidos en la constitución y en la cultura pública, proponiendo interpretaciones más inclusivasde éstos (Rawls, 1996, p. 238). A pesar de ello, conquistas tales como la ampliación del voto a la clase trabajadora durante el siglo XIX y el posterior surgimiento del Estado de Bienestar, la superación de la segregación racial, la creciente igualación entre los géneros en todos los aspectos, la incorporación de los derechos humanos de segunda y tercera generación a las cartas constitucionales de las democracias contemporáneas, y los recientes debates sobre la despenalización del aborto, el uso recreativo de drogas, y la unión civil entre personas de un mismo sexo son eventos que parecen haber cuestionado y conmocionado hasta lo más profundo la cultura pública de las sociedades occidentales. En efecto, lo que parece haber constituido el núcleo de los movimientos políticos y sociales que lograron construir modelos de democracia más inclusivos, más respetuosos de los derechos básicos, y más liberales, tales como los que conocemos en la actualidad, fue la constante y prolongada recusación de las interpretaciones dominantes de la cultura pública compartida en sus sociedades, generalmente realizada, en primera instancia, a través de una lucha por el reconocimiento a nivel de la sociedad civil. Transformaciones tan radicales como la superación de la discriminación racial o de género sólo pueden alcanzarse transgrediendo los límites del mundo común y las demarcaciones naturalizadas entre lo público y lo privado, e imponiendo en la agenda de debate aquellas cuestiones que supuestamente estaban fuera de discusión por constituir, en muchos casos, reivindicaciones que se juzgaban derivadas de doctrinas generales o controvertidas (Dryzek, 2002, pp. 87 y ss.; Benhabib, 1999, p. 82; Fraser, 1999, pp. 112 y ss. y Habermas, 1999, p. 257).

Por estas razones, considero que, del mismo modo en que el compromiso con la neutralidad constriñe al liberalismo a aplicar el principio de la tolerancia a la filosofía misma, éste lo obliga también a aplicarlo a la propia filosofía política y a asumir, por tanto, una concepción abierta de la razón pública, en la cual ninguna propuesta quede excluida del debate a priori. Por cierto, si no es posible determinar de manera no controvertida, o igualmente aceptable para todos, qué asuntos son compatibles con nuestra cultura pública compartida y qué asuntos no lo son, resulta mucho más recomendable no trazar ningún límite entre el razonamiento público permisible y el no permisible, que trazar entre ambos una frontera arbitraria (McCarthy, 1997, pp. 59-60). Precisamente por ello, considero que el principio liberal de legitimidad y el principio de la neutralidad del estado deberían conducimos a una concepción de la razón pública que dejara en manos de los propios participantes la tarea de hallar o crear un fundamento común, sin fijar restricciones de entrada al debate, pues esto último convertiría al liberalismo político en una doctrina comprehensiva más en la controversia.

5. Una buena cuestión para concluir este artículo es la de delimitar, al menos de modo general, las características que debería tener una concepción abierta de la razón pública que respetara la neutralidad de justificación y el principio liberal de legitimidad inherentes al liberalismo político. El rechazo de las restricciones que Rawls pretende imponer al uso público de la razón, ¿debería conducimos a asumir lo que Solum denomina un principio de laissez faire, en virtud del cual toda postura tendría que ser necesariamente aceptada como pública? (Solum, 1994, p. 217). Puesto que el ideal de la razón pública está destinado a regular un debate que concluirá en la promulgación de normas que se aplicarán a personas libres e iguales con ideas diferentes sobre lo bueno, su núcleo conceptual parece estar inevitablemente constituido por un principio de justificación pública como el que sigue:

en la deliberación democrática, sólo pueden pretender validez las normas que estén respaldadas por consideraciones que resulten aceptables desde el punto de vista de las diferentes perspectivas evaluativas a las que suscriben ciudadanos que están dispuestos, a su vez, a buscar términos de cooperación que estén respaldados por consideraciones que los demás puedan aceptar (cf. Cohén, 1999, p. 417 y 2001, pp. 280-281).

Es claro que este principio, que garantizaría la neutralidad estatal, entendida como neutralidad de justificación, únicamente podría volverse operativo imponiendo a la ciudadanía un deber moral, comparable al deber de civilidad. Siguiendo a A. Gutmann y D. Thompson, denominaré a este deber, deber de reciprocidad. Éste exige que

...en la deliberación democrática tanto los ciudadanos como los funcionarios de los tres poderes del Estado se muestren dispuestos a justificar sus propuestas relativas a leyes y políticas públicas en términos que puedan ser aceptados por ciudadanos que están dispuestos a proceder del mismo modo frente a los demás (cf. Gutmann y Thompson, 2000, p. 52 y Rawls, 2000, pp. 136-137).

La adopción de este deber requiere, naturalmente, que los ciudadanos dispongan de aquellas virtudes cívicas que les permitan mantener una actitud reflexiva respecto de las propuestas que defienden en la arena política, y, eventualmente, modificarlas, cuando las mismas enfrenten objeciones que no sean capaces de resolver exitosamente mediante razones que sean razonablemente aceptables para sus conciudadanos. Como consecuencia, incluso la concepción abierta de la razón pública que aquí estoy defendiendo presupone la existencia de una distinción entre las razones que pueden ser consideradas como públicas y las que son meramente privadas. Esta perspectiva no conduce, pues, al principio de laissez faire expuesto por Solum. Por cierto, aun cuando en una concepción de este tipo ninguna propuesta queda prima facie excluida de la discusión, el deber de reciprocidad nos permite distinguir entre un conflicto moral ordinario, en el que las partes intentan imponer sus puntos de vista facciosos o sectarios a los demás, y un desacuerdo auténticamente deliberativo, en el que, a pesar de las diferencias de puntos de vista, los ciudadanos honran el deber de reciprocidad e intentan hacer un uso conjunto de su razonamiento práctico a los efectos de acordar términos de cooperación mediante consideraciones que sean aceptables para todos.

Sin embargo, a diferencia de las concepciones que hemos llamado restrictivas, la concepción abierta parte de la idea de que la distinción entre razones públicas y privadas no puede ser trazada de antemano, sino que debe fijarse en el marco mismo de un debate en el que las partes se comprometan a respetar el deber de reciprocidad y al que puedan ingresar a priori todas las propuestas. Una formulación bastante concisa del modo en que funcionaría un uso abierto de la razón pública es la provista por Seyla Benhabib en el pasaje siguiente:

Consideremos asuntos como el aborto, la pornografía y la violencia doméstica. ¿Qué tipo de asuntos son? ¿Son cuestiones de justicia o cuestiones relativas a la buena vida? La distinción entre cuestiones de justicia y cuestiones relativas a la buena vida no puede ser decidida mediante ninguna geometría moral. Antes bien, es el proceso mismo de diálogo no restringido el que nos ayudará a definir la naturaleza de las cuestiones que estamos debatiendo. Todas aquellas cuestiones que los participantes de un debate público consideren de común acuerdo que no podrían ser universalizadas y sometidas a normas legales constituirán temas de la buena vida; las restantes serán cuestiones de justicia. Esto significa que los ciudadanos deben sentirse libres para introducir [...] “cualquier argumento moral dentro del foro político”. Pues únicamente después de que el diálogo haya sido abierto de manera tan radical podremos estar seguros de que hemos alcanzando un acuerdo en relación con la definición mutuamente aceptable del problema que tenemos por delante, y no algún consenso de compromiso que silenciará las preocupaciones de algunos miembros de la sociedad (Benhabib, 1999, pp. 82-83).

Mi argumento en este artículo puede resumirse del modo que sigue: las concepciones restrictivas de la razón pública violan el principio liberal de legitimidad y el principio de la neutralidad del estado. Estos principios, que exigen que las políticas fundamentales del estado sean justificadas en términos que todos los ciudadanos puedan aceptar como libres e iguales, son incompatibles con el establecimiento de restricciones de entrada al debate público que se asienten sobre una interpretación unilateral y controvertida de nuestra cultura pública compartida. Por el contrario, una concepción abierta de la razón pública, que permita una justificación realmente pública de las leyes adoptadas, parece acomodarse mejor a la idea de que el estado debe mantenerse neutral entre las diversas doctrinas comprehensivas de sus ciudadanos y al principio liberal de legitimidad. Para concluir deseo enfatizar, empero, que esta concepción abierta conserva la idea central postulada por Rawls, pues, por una u otra vía, obliga moralmente a todos los miembros de una sociedad a que reconozcan a sus conciudadanos como personas que merecen un respeto igual, y, por tanto, a que respeten el principio liberal de legitimidad. Por ello, espero que el presente trabajo sea considerado como un aporte a la colosal tarea del liberalismo político y a su permanente búsqueda de coherencia interna, que ha sido, quizás, una de las preocupaciones centrales Rawls.

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