RAWLS: LA MORAL Y SU MÉTODO

Jesús Rodríguez Zepeda
Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa, México

RAWLS: LA MORAL Y SU MÉTODO

Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 33, 2010, pp. 185 -193

Recibido: 21/09/2009

Aceptado: 05/08/2010

El libro de Carlos Peña, 1 pequeño en formato pero muy grande en pretensión y alcance académicos, ofrece al lector familiarizado con el pensamiento de John Rawls una perspectiva heurística para revisar la metodología moral del gran filósofo de Harvard. Es precisamente este carácter de estudio para enterados uno de los rasgos más atractivos del trabajo que ahora comentamos. En efecto, contra lo que pueden sugerir las primeras diez páginas, que registran un esbozo biográfico y una síntesis muy apretada del derrotero intelectual de Rawls, el lector no se encuentra con un trabajo de introducción o un texto de divulgación al alcance de cualquier lector con cierto interés en el tema, sino con un estudio muy preciso de una dimensión de la filosofía de Rawls que ha sido, acaso por su aridez y confusiones conceptuales (éstas últimas inducidas y nunca resueltas por el propio Rawls) muy poco atendida y menos aún evaluada con el sentido crítico y, diría yo, con la creatividad que este libro manifiesta.

De todos modos, las primerísimas páginas, que perfilan la figura personal de Rawls, no se reducen a un esbozo biográfico al uso, de esos que nuestros alumnos juzgan obligados cuando abordan a un autor relevante, haciendo un inmerecido e inútil homenaje al externalismo, sino que tratan de atar algunas experiencias del autor estudiado con la generación de algunas de sus categorías relevantes. El aire de familia que Carlos Peña establece entre la llamada "lotería natural" (que, a la base del llamado "igualitarismo de la fortuna", entiende que el azar que reparte cualidades y disposiciones individuales, al igual que la lotería social, que reparte emplazamientos de clase social y oportunidades derivadas de éstas, no puede ser tomada como criterio natural de justicia) y las experiencias personales del niño Rawls son una buena presunción, si no acerca del origen del concepto, sí acerca de la intuición moral que le subyace y que, probablemente haya alimentado también buena parte del estructuralismo socio-determinista del filósofo de Harvard.

Creo que Carlos Peña tiene razón al identificar en la pregunta de si existe alguna manera de encontrar al menos una fuente de normatividad en medio de sociedades plurales (p. 12) el leiv motiv de toda la obra rawlsiana. En efecto, la búsqueda de una concepción o sistema normativo, no externo a la propia historia política de la sociedad de referencia, capaz de persuadir a los ciudadanos acerca del modo en que deben estos diseñar la estructura básica de su sociedad, une el largo y a veces disonante rosario de obras y conceptos que Rawls nos heredó a la largo de su productiva vida académica. Ya desde su "Justice as Fairness" de 1958, Rawls había explicitado el par de principios que dan contenido a ese sistema normativo, y la frecuente reformulación de estos no los cambió tanto como para no identificar en ellos los valores políticos de la libertad moderna (derechos civiles y políticos bajo la figura de las "libertades básicas") y la igualdad socioeconómica (derechos económicos y sociales bajo la figura del principio de diferencia y la igualdad de oportunidades) que hicieron de Ralws, al decir de opiniones acreditadas como la de Amy Gutman, el más solvente defensor filosófico del Estado de Bienestar.

Pero esto es un elemento que Carlos Peña constata y deja aparte. A diferencia de otros estudiosos de Rawls, Peña no ve la necesidad de revisar en este texto los contenidos normativos precisos de los dos principios de la justicia (a los que no cita) y ni siquiera los dilemas de su recurso de justificación teórica por excelencia, el contrato social y su correlativo y definitorio velo de ignorancia (a los que dedica más bien poco desarrollo), sino que se dedica a la persecución del proceso intelectual interno que llevó a Rawls a revisar y modificar su propia metodología para pasar de una epistemología moral definida por el equilibrio reflexivo y el constructivismo kantiano a una caracterizada por el constructivismo político, la razón pública y el consenso traslapado (o entrecruzado, como prefiere verter Peña el adjetivo overlappingy cuya traducción al español ha construido una pequeña Torre de Babel entre nosotros, los lectores hispanohablantes de Rawls). En todo caso, Peña hila más fino de lo que se hace usualmente respecto de Rawls, pues lo que pretende mostrar es que Rawls era, a fin de cuentas, un filósofo más convencional de lo que creemos, relacionado con y formado por un debate epistemológico que vertebró buena parte de la filosofía del siglo XX con sus perplejidades sobre la objetividad, la realidad y la verdad.

El mismo Carlos Peña nos informa de que el que ahora discutimos es un primer resultado de este proyecto. Promete, para un texto venidero, evaluar la coherencia y plausibilidad de la intención de Rawls de acreditar la imparcialidad política como argumento central de una concepción de la justicia adecuada para sociedades de democracia constitucional. En esta lectura que ofrezco del libro de Carlos Peña, me es imposible seguir todos los hilos fundamentales de argumentación que ofrece; por ello, me constreñiré a comentar algunas de las que creo son ideas fuerza de su interpretación de Rawls. Otros desarrollos quedarán fuera, como el referido a la validación que Carlos Peña parece hacer de la crítica comunitarista, principalmente la de Charles Taylor, a la propuesta de imparcialidad rawlsiana, porque, entiendo, el desarrollo de este argumento será materia del texto próximo anunciado.

Una de las hipótesis que guían el argumento es de tal interés para Carlos Peña que, seguro debido, entre otras cosas, a su afán de comunicarla y justificarla, la formula al menos en cuatro ocasiones dispersas en el libro, a saber, la idea de que la clave de lectura de la metodología moral de Rawls, al menos hasta 1980, año de publicación de Kantian Constructivism in Moral Theory, reside en una suerte de realismo de dimensión pragmática, al modo en que Hilary Putnam estableció su concepción del realismo interno. Aunque luego va más allá, y sin discriminar entre la primera y segunda etapas de la obra rawlsiana, conjetura que esta concepción es clave para entender la noción rawlsiana de realidad. Para nuestros oyentes, debe recordarse que la hipótesis del realismo interno supone que no existe, para efectos de la percepción y el conocimiento, algo así como una realidad objetiva e independiente y del todo externa al sujeto cognoscente; "realidad" capaz de proporcionar a los enunciados de tal sujeto una garantía de objetividad plena y, con ésta, la dimensión de veracidad indubitable para su discurso.

Como señala con claridad Peña

Conforme al realismo interno, no existe un orden de objetos o entidades independientes de la mente, sino [que] lo que llamamos realidad es una descripción al interior de un sistema de conceptos. La verdad, entonces, en vez de equivaler a una correspondencia entre nuestros enunciados y un orden de entidades independientes de la mente, equivale simplemente a una justificación idealizada de nuestras proposiciones (p. 39).

Debe tenerse en cuenta, como nos recuerda el propio Carlos Peña, que Rawls no dedicó particular cuidado a explicar su propia concepción del conocimiento y de la realidad, aunque de sus referencias al respecto, queda más o menos claro que no se afiliaba a la idea de la verdad como correspondencia, propia del positivismo lógico, y tendía a coincidir con una idea de la realidad como instalada por la propia concepción de la que se parte intuitivamente y desde cuyo contexto se argumenta, sin suponer la preexistencia de objetos al margen de la percepción, la intuición, el entendimiento o el discurso. Bajo este criterio, John Rawls se situaría en el horizonte del pragmatismo tal como fue desarrollado no sólo por Putnam sino también por Richard Rorty y Donald Davidson.

Esta es la hipótesis con la que Carlos Peña inicia su argumentación y, en cierta medida, también con la que la cierra. Es lógico. El problema de la justificación invoca, casi mecánicamente, el problema de la realidad. La pregunta que debemos hacernos, sin embargo, es la de si en efecto John Rawls se ciñe en todos los casos a esta idea de que la justificación de los principios de la justicia supone una realidad predeterminada por la concepción que se toma como referencia, o si se debería tomar como referente una dimensión social significativa o un orden político contextual al que la noción de concepción le quedaría muy pequeña como recurso de definición. Explico mi reserva con un ejemplo: cuando en A Theory of Justice Rawls se refiere a los principios de la justicia, y con la intención de no introducir criterios de distribución que no pudieran, en principio, ser compartidos por todas las personas morales, enfatiza que, siendo la posición original meramente hipotética, las condiciones incorporadas en la descripción de la posición originaria son unas que de hecho aceptamos (o que podríamos aceptar, gracias a la persuasión filosófica), se refiere sin duda a condiciones fácticas que se dan al margen de la conciencia de los propios sujetos morales. 2 Si las condiciones de la justicia ya están dadas en nuestra experiencia social regular (por ejemplo bajo la figura de una serie de principios constitucionales que, si bien de plasmación imperfecta, orienta en buena medida el diseño y funcionamiento de las instituciones efectivas), sostener que los principios a justificar a partir de ellas están ya en nuestra concepción de la justicia sólo tiene sentido si entendemos que tal concepción no es una visión individual, discreta o aleatoria y por ende sujeta a la volubilidad o experiencias del sujeto individual. Tal concepción se identifica, más bien, con un conjunto de representaciones compartidas, enraizadas en la historia, la política o el derecho, que desde luego comporta un carácter simbólico y una dimensión comunicativa, pero que opera socialmente bajo una lógica estructural. Si existe una arquitectura en la obra de Rawls, y de ella no está exenta la noción de concepción, es aquella que prescinde del individualismo metodológico o epistémico y opta por un determinismo estructural que no apela a la conciencia de los individuos como criterio de validez, aunque la propia estrategia discursiva discurra sobre la base del entendimiento entre el lector y el autor del argumento moral. Otra cosa es el individualismo normativo, que hace que Rawls ponga a la base de su justificación, sucesivamente, las figuras de la persona moral y del ciudadano, y que lo afilia sin duda a la tradición liberal de Locke, Kant y John Stuart Mili.

Creo que Carlos Peña acierta al entender que este contexto de significación, que permite que la propia filosofía moral se conciba como la construcción kantiana normativa (más bien reconstrucción) sobre la base de principios e intuiciones socialmente compartidas, pueda leerse como una concepción a cuyo interior la objetividad, aún sujeta siempre a un cierto poso de discrepancias y desacuerdos razonables, sea alcanzable y defendible. Pero el lenguaje es engañoso, y ello nos debería mantener atentos a no confundir este desarrollo, que ejemplifica muy adecuadamente el llamado “giro pragmático” de la filosofía contemporánea, con una reivindicación del subjetivismo como la que, creo que de manera equívoca, Habermas hizo respecto de Hegel, confundiendo los alcances del macro sujeto hegeliano con los de la conciencia individual y, por tanto, viendo toda institución como expresión del principio de la subjetividad (por cierto, argumento citado, en otro contexto por el propio Carlos Peña). 3

En todo caso, si algún sentido tiene el estructuralismo rawlsiano (y sé que es atrevido denominarlo así) es por la idea de que las personas que podemos representar en la posición originaria son, en un sentido, sujetos autónomos dotados de poderes morales y, por ello, indistinguibles uno de otro y, en otro, representantes de categorías sociales de amplio peso: la ciudadanía democrática y la clase social; pero en ningún caso personas con nombre y apellido cuyas decisiones o deliberaciones supusieran un pluralismo en el sentido individualista y relativista de ser "cada cabeza un mundo". Tengo la impresión de que también el llamado "igualitarismo de la fortuna" depende en buena medida de esta visión estructuralista, aunque hablar de eso me llevaría a un comentario diferente al que ahora desarrollo.

Otra línea fuerte de la interpretación del libro de Carlos Peña es su reconstrucción del paradójico kantismo en Rawls. Digo paradójico porque aunque es muy conocida la intención de Rawls de anclar buena parte de sus conceptos en la filosofía práctica kantiana, desde la aparición de A Theory of Justice (1971) y con más fuerza a partir de Kantian Constructivism in Moral Theory (1980), han sido muchas las críticas a Rawls por el uso no precisamente ortodoxo o convencional que hizo de la herencia de Kant. Desde luego, no es extraño proponerse la dilucidación del kantismo de Rawls, toda vez que esta herencia, reconocida por Rawls de manera explícita, y habría que decir, casi como seña de identidad de la primera época de su obra (algo así como el Rawls kantiano que va de A Theory of Justice a Kantian Constructivism...) es crucial para determinar la metodología moral que venimos persiguiendo. En este tenor, Carlos Peña dedica un capítulo a establecer en qué consiste el kantismo de Rawls. Así que para entender mejor a Rawls, Peña comienza por el intento de aclarar el significado más defendible de la filosofía política de Kant.

No puedo menos que coincidir con la constatación de Carlos Peña de que en Kant no existe de manera clara una filosofía política. Pero decir esto no nos pone muy lejos del punto de partida, toda vez que, en efecto, Kant no escribió ni una crítica de la razón política ni una de la razón histórica, aunque ambos terrenos de reflexión no le fueron ajenos. El argumento que sigue a la constatación es el que muestra el aporte analítico de Carlos Peña, al proponer una interpretación de la filosofía política de Kant conforme a una suerte de complementación de la interpretación de Hannah Arendt (quien creyó encontrar en la Crítica del juicio los elementos centrales de esta filosofía) con la clave dada por las lecturas de Jasper y Saner, que ven en la metafísica temprana o precrítica de Kant, aquella en la que se muestra deudor de la monadología de Leibnitz, una prefiguración de la visión conflictiva-cohesionante de su reflexión política e histórica. Haciéndose eco de un (en mi opinión excesivo) juicio de Schopenhauer según el cual la filosofía del derecho de Kant no es más que "el mediocre pensamiento de un hombre común", Carlos Peña descarta que la filosofía política de Kant pueda hallarse en donde creyó abrevarla el propio Ralws, es decir, en la órbita de la teoría moral y, en particular, en el despliegue de la filosofía del derecho y del Estado de su Metafísica de las costumbres.

Sin embargo, cabe al menos apuntar que, si bien no sistemáticamente, Kant sí desarrolló “reflexiones sobre el fundamento y los límites de la obligación enfrente del Estado o de otros hombres" (p. 20), que es como entiende Peña los discursos propios de la filosofía política y, sobre todo, que en la obra referida identificó de manera inequívoca al Derecho (ese ámbito externo en el que se expresa, para regular las relaciones intersubjetivas, la autónoma razón autolegisladora) con la política misma. El propio Rawls, en A Theory of Justice, lee su kantismo como fundado en la recuperación de la noción de autonomía, es decir, de la figura de una persona moral capaz de establecer, sin dependencias externas, los principios de justicia que han de regir para la estructura básica de la sociedad (de allí, creo, su desafortunada metáfora de la persona noumenal para dar cuenta de esta autonomía). Aunque poco glamorosa, esta lectura de Rawls que acepta la continuidad, así sea poco original, entre moral y política en Kant, tiene su buena dosis de legitimidad teórica y no debería ser descartada tan fácilmente.

En todo caso, nada nos impide ver el problema de la filosofía política en Kant como un objeto poliédrico, en el que la continuidad entre moral y política cede a veces ante el peso del conflicto y de la historia, pero en el que éstas nunca quedan resueltas en mero conflicto ni carentes de una salida racional (el supuesto kantiano de un pueblo de demonios encuentra a fin de cuentas un espacio moral que le permite procesar el conflicto bajo leyes universales y a la vez el gobierno constitucional tiene que encontrarse tras la sangre y la violencia de la revolución).

Por cierto, en su brillante y crítico libro Understanding Rawls (Princeton University Press, 1977) Robert P. Wolff, buen conocedor de Rawls, encontró el contacto de Rawls con Kant justamente en la concepción de la posición original y en la autonomía (autolegisladora) que allí se despliega; contacto que el propio Rawls reivindicó en sus Lectures on the History of Moral Philosophy (Harvard University Press, 2000).

Otra de las virtudes de este libro es la incursión en el debate acerca del posible universalismo de Rawls. Autores como Brian Barry o Javier Muguerza han criticado fuertemente que Rawls, en los textos posteriores a A Theory of Justice, y de manera muy abierta en Political Liberalism (1993) renunciara al alcance universal de su programa de justicia y lo redujera a una defensa de la tradición política norteamericana y, en especial, a una codificación más o menos generosa y optimista del modelo constitucional de esa sociedad. Entienden que en el primer Rawls, aunque no de manera expresa, existe una argumentación cuyo desarrollo es compatible con una defensa universalista en sentido fuerte de las demandas de justicia distributiva. Pero Carlos Peña tiene razón. Ni siquiera en el momento de A Theory of Justice, mitificado curiosamente por estos detractores de la segunda etapa rawlsiana, puede encontrarse el añorado universalismo fuerte de su programa. Peña no descarta la posibilidad de sostener una suerte de universalismo rawlsiano, aunque lo acepta en una forma ciertamente débil, a saber, "a nivel de la índole del problema" es, decir, en el entendido de que "las cuestiones éticas son [siempre] dependientes de concepciones" y nada más (p. 69, nota 76). Si filósofos inteligentes como Barry o Muguerza, para no hablar de otros, no supieron leer el contextualismo rawlsiano (esta teoría moral sujeta a una concepción históricamente contingente) desde, al menos, Kantian Constructivism... es porque querían encontrar otra cosa en el primer Rawls y no porque en éste no estuviera ya presente esta perspectiva pragmatizada que Carlos Peña reconstruye con solvencia.

Ahora bien, quiero decir que la lectura universalista de al menos la primera época de Rawls tampoco es un despropósito. Sus referencias a una concepción general de la justicia, el privilegio concedido a la idea de persona moral autónoma (que, como tal no puede ser circunscrita a un espacio ni tiempo determinados) y la renuencia a la utilización de plasmaciones históricas en el contexto de la justificación discursiva de sus principios de justicia, hacen legítimo sostener, si no un universalismo rawlsiano, sí un universalismo de estirpe rawlsiana.

No quiero terminar sin hacer referencia, precisamente, al tema de las concepciones. Si una clave de lectura queda del todo acreditada en este libro es, precisamente, la que permite entender la obra rawlsiana como la formulación, primero, de una concepción moral y, luego de una concepción política, como reconstrucción, primero kantiana y luego política, de la experiencia social de una democracia constitucional como la norteamericana. Y digo "como la norteamericana" para dejar abierta esa posibilidad, dejada por el propio Rawls, de que su teoría pragmática de la justicia sea normativamente apta para otras experiencias nacionales en las que se registre la vigencia de un Estado democrático constitucional. Pero esta clave de lectura requiere otros desarrollos que podemos pedir sin reservas a un talento académico tan notable como el de Carlos Peña. ¿Qué son de manera estricta las concepciones? ¿La afirmación de su condición cultural no nos puede instalar en una suerte de indiferenciación analítica entre principios normativos, razón pública y materialidad institucional como sucede con la poco afortunada definición de cultura política en el Liberalismo político? Si como sostiene Rawls en A Theory of Justice, "... podemos suponer que cada quien tiene en sí mismo la forma completa de una concepción moral. " ¿qué obliga a Rawls a reservar el término mismo de "concepción" para albergar a sus modelos de justicia -justice as fairness en A Theory of Justice, political concepción of justice en Political Liberalism y political conception of right and justice en The Law of Peoples- y con ello separarlos de los términos asociados al bien (the good) y las doctrinas (doctrines)? Se antoja necesaria, en todo caso, una tipología de las formas de uso de esta noción crucial de concepción. Ello nos permitiría, por ejemplo, dar su justo valor a argumentos como el que en este libro aboga por entender la razón pública como una concepción en sí misma y no como, muchos creemos, un modelo de argumentación para los sujetos y el diálogo públicos fundado en, esa sí, los elementos de la concepción política de la justicia. Leif Wenar registró treinta y dos aplicaciones diferenciables del adjetivo razonable en la obra de Rawls. 4

No sería raro que una necesaria tipología del uso de "concepción" en Rawls arrojara números y perplejidades parecidos. Rawls: el problema de la realidad y la justificación en la filosofía política de Carlos Peña tiene una virtud adicional. Es un libro que nos obliga a releer a Rawls, a regresar a sus áridas páginas de filosofía moral, metodología y de kantismo y poskantismo y buscar, de la mano de nuestro colega chileno, las vertientes explícitas, pero también los ríos subterráneos de ese modelo de racionalidad filosófica que cambió nuestra manera de reflexionar sobre la justicia.

Notas

1 Carlos Peña, Rawls: el problema de la realidad y la justificación en la filosofia política, México, Fontamara, 2008.

2 John Rawls, A Theory of Justice, Oxford University Press, 1971, p 21.

3 Véase, J. Habermas, El discurso filosófico de la modernidad, Madrid, Taurus, 1993.

4 Leif Wenar, "Political Liberalism: An Intemal Critique", en Ethics. núm. 106 (octubre, 1995), pp. 34-35.