Secciones
Referencias
Resumen
Fuente
Cómo citar
Buscar
RAWLS Y EL “DERECHO DE GENTES”. APUNTES DE LECTURA *

Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 24, 2006

Instituto Tecnológico Autónomo de México

Ermanno Vitale**

** Universidad de Torino, Italia., Italia

Recibido: 29 Noviembre 2004

Aceptado: 24 Noviembre 2005

1. Un libro equivocado

N ihil de mortuis nisi bene. La severa crítica que presento a continuación del último libro de John Rawls, The Law of Peoples, podrá parecer un tanto irreverente. Mi intención es, sin embargo, justo la contraria: rendir un homenaje diferido –un homenaje per negationem, identificando y separando sus aspectos más débiles, menos persuasivos– a la parte más interesante y significativa de su pensamiento ético-político, para que su nombre pueda quedar asociado a esta última. La razón por la que he seguido esta estrategia es meramente biográfica: cuando en 1971 apareció el único verdadero gran libro de Rawls, yo tenía trece años. Diez o quince años más tarde, todo o casi todo lo que había que decir de Una teoría de la justicia ya se había dicho: es más, el libro que había devuelto el interés –como se dijo y se repitió hasta la náusea: aunque quienes se estaban formando en Turín, siguiendo directa e indirectamente el magisterio de Norberto Bobbio, tendían a pensar que este juicio era irremediablemente unilateral y excesivo– a una disciplina como la filosofía política, a la que se atribuía una salud pésima, estaba a punto de quedar superado. Ya que estaba a punto de experimentar, por la presión de los ataques de los comunitaristas, y en último término por las reflexiones del propio autor, un cambio de rumbo que se haría patente en 1993 con la publicación de Liberalismo Político.

Tuve ocasión de criticar en otra ocasión, en forma analítica, el segundo e importante libro de Rawls –que ha suscitado discusiones amplias y prolongadas, aunque no comparables a las que siguieron a Una teoría de la justicia– y no quisiera reiterar ahora lo ya dicho en otro lugar. Sé bien que la tesis de la ruptura entre ambos textos ha sido puesta en tela de juicio como suele suceder en estos casos– por quienes ofrecen una lectura conciliadora sobre la continuidad y la estratificación del pensamiento rawlsiano: y no niego que en el origen de esta interpretación puede haber también buenos argumentos. En síntesis, mi opinión es que mientras Liberalismo político es un libro débil en muchos de sus argumentos, no por ello es un libro “equivocado” –para un filósofo de la talla de Rawls un libro es equivocado si no contribuye a esclarecer, siquiera débilmente, la parte de la realidad que es objeto de reflexión–, El derecho de gentes es, en cambio, un libro equivocado, desacertado, porque carece tanto de profundidad analítica como del principal elemento que requería: la reconstrucción histórico-conceptual de la idea que se pretende reelaborar o renovar. Cuando apareció por vez primera en forma de un largo artículo, incluido en un volumen colectivo, la sensación fue la de que se trataba de un trabajo incompleto, que iba a ser reelaborado, pero que seguramente anunciaba desarrollos teóricos interesantes, todos ellos internos a la perspectiva del segundo Rawls. 1 Tomándolo ahora como un volumen independiente, revisado en profundidad, el juicio puede ser más maduro, aunque quizá no definitivo. Al releer mis apuntes de lectura, que presento a continuación por extenso aunque –quede claro– sin ninguna pretensión sistemática, mi impresión es que nos encontramos ante un libro pobre desde el punto de vista de la filosofía política, un libro muy alejado de la Teoría, esto es, de una obra que en cambio sí había dado una aportación fundamental para el despertar de esta disciplina. Es probable que tanto la fama del autor, como otras circunstancias añadidas, conviertan este libro en punto de referencia de amplios debates, y quizá haya también quien encuentre alguna doctrina loable y útil para justificar ese “orden” internacional que estamos intentando construir. 2 Aunque sobre este último aspecto sería preferible que primero se pronunciaran quienes se dedican al estudio de las relaciones internacionales, aunque alguna opinión tendremos también quienes provenimos de otras disciplinas.

He organizado mis notas sobre El derecho de gentes en torno a cuatro puntos, cada uno de los cuales corresponde –a mi entender– a algún defecto o limitación de esta obra. Son los siguientes: el inadecuado manejo crítico de una discusión bimilenaria, del que dependen las confusiones conceptuales que son discutidas a continuación; la inoportuna e inconsecuente reivindicación de la ascendencia kantiana del análisis y la propuesta contenida en The Law of Peoples; la inconsistencia de la tipología de las “cinco sociedades nacionales”, con la evidente confusión entre el concepto de “pueblo” y el de “estado” y el retorno a la falacia argumentativa conocida como domestic analogy; y, por último, la retórica del liberalismo implícita en la búsqueda de una “utopía realista” para el ámbito de las relaciones internacionales. 3

2. Jus gentium: un legado olvidado

Es bien sabido que Rawls, a diferencia de Bobbio o de Habermas, no se ha preocupado nunca –salvo por breves y esporádicas alusiones– de reconstruir la genealogía de las palabras-clave que utiliza en su trabajo. En A Theory of Justice, por ejemplo, establece un paralelismo entre la posición original y el estado de naturaleza, pero no aclara nunca a cuál de sus diferentes interpretaciones de este término se refiere. Esta laguna, o preferencia metodológica si se quiere, quedaba compensada de forma, por así decir, espontánea, gracias a que aquella obra tenía un objetivo polémico constante, el utilitarismo, que en sus diferentes manifestaciones no había perdido el contacto con sus padres fundadores y, a través de ellos, con el conjunto del pensamiento ético-político moderno. El utilitarismo proporcionaba la trama de referencias y aportaba ese legado histórico que Rawls podía dar por supuesto al elaborar su propia versión de la ética pública. Otro tanto puede decirse, aunque de forma menos clara, en el caso de Liberalismo político: en esta obra Rawls podía suponer la trama más débil, aunque no inexistente, de la polémica entre liberales y comunitaristas, así como entre las diversas variantes y “terceras vías” republicanas. Por el contrario, la ausencia, o la insuficiencia, de una adecuada reconstrucción conceptual salta a la vista cuando el objeto de análisis es un venerable concepto, como el de jus gentium, que, por un lado, cuenta con una larga tradición a sus espaldas que abarca por entero a la tradición del pensamiento filosófico y político occidental, y que, por otro, ha acabado cayendo en desuso, al haber sido abandonado por la teoría y haber quedado apresado entre la lógica de la posición realista, hobbesiana, y la posición del constitucionalismo cosmopolita de matriz genuinamente kantiana. Es desconcertante la manera en que Rawls liquida tan amplio legado en una única y breve nota de la Introducción, una nota que –dicho sea de paso– parece denotar una escasa familiaridad con el pensamiento político-jurídico antiguo y moderno: «El término “derecho de gentes” deriva del tradicional jus gentium y la expresión jus gentium intra se alude a lo que las leyes de todos tienen en común. No empleo el término “derecho de gentes” en este sentido, sin embargo, sino más bien para significar los principios políticos concretos que regulan las relaciones políticas entre los pueblos». 4 Rawls intenta eludir un análisis más detallado con el argumento de que él estaría empleando este concepto en una acepción completamente distinta a la de la tradición. Este intento de fuga pone de manifiesto hasta qué punto es inadecuada su reflexión sobre la venerable categoría del derecho de gentes. ¿Pero es realmente cierto que el uso de Rawls no tiene nada que ver con la tradición? Para empezar, ¿a qué tradición se refiere? ¿Y por qué seguir utilizando un término que remite de manera explícita a un tema recurrente para, a continuación, negar todo parentesco con cualquier significado anterior?

En primer lugar, la definición del derecho de gentes no es en absoluto clara ni monolítica. Existen al menos cuatro corrientes tradicionales de lo que podríamos definir como derecho natural internacional, el jus gentium, que corresponden a las diferentes concepciones del derecho natural y de las diferentes “visiones del mundo” que subyacen a ellas. Una aristotélica, una estoica, reelaborada por Cicerón, la del iusnaturalismo tomista y, por último, la del iusnaturalismo moderno, desde Grocio incluido, hasta Pufendorf y Kant, por citar tan sólo algunos nombres célebres. La idea quedó eclipsada a lo largo del siglo XIX, el siglo del romanticismo y de las formas extremas de nacionalismo, pero ha remontado el vuelo tras las dos guerras mundiales, situándose en el origen de la Sociedad de Naciones primero, y de la ONU después (basta recordar la Declaración universal de derechos del hombre).

Los manuales de derecho internacional positivo siguen haciendo referencia todavía a los “antecedentes” teóricos (crimina iuris gentium) de lo que ahora conocemos como crímenes contra la paz y la seguridad de la humanidad, es decir, a las violaciones graves de los derechos fundamentales tanto en tiempos de paz como de guerra. 5 De todos modos, el derecho de los pueblos, pese a ser ignorado en la práctica, nunca ha dejado de estar presente en las enseñanzas universitarias y ha servido como punto de referencia para las normas que rigen las relaciones internacionales y las negociaciones diplomáticas, desde las declaraciones de guerra hasta los tratados de paz. Concepciones diferentes, por tanto, de las que habría sido útil e interesante saber cuál ha sido la opinión de Rawls, y por qué. No obstante, si se me pidiera una definición genérica, extremadamente amplia, que abarcara las diferentes versiones del derecho de los pueblos, no sabría dar una fórmula mejor que la utilizada por Rawls precisamente en el pasaje en que intenta deshacerse de todo nexo de continuidad, aunque fuera problemática: para identificar el jus gentium, en una primera aproximación, dirigiéndome –por ejemplo–a un joven estudiante de filosofía política o del derecho, le diría que se trata de un derecho cuya finalidad es la de indicar los principios para la regulación de las relaciones recíprocas entre los “pueblos”. ¿Qué mejor descripción que ésta? De Aristóteles a Kant, la idea común, el mínimo común denominador parece haber sido precisamente la convicción, ciertamente argumentada en formas diferentes, de que existe un conjunto mínimo de normas por medio de las cuales la humanidad puede reconocerse y entrar en relación, más allá de las diferencias específicas que delimitan a los diferentes grupos humanos y de las normas particulares que rigen en su interior. En conclusión, la nota en la que Rawls intenta deshacerse del problema acaba proporcionando razones en contra de su propósito de cortar los lazos que unen El derecho de gentes a la “familia” de teorías que se han ocupado del derecho de gentes.

3. ¿Ascedencias kantianas?

Poco más adelante, sin embargo, Rawls parece cambiar de opinión al reivindicar, como ya hizo tiempo atrás, al comienzo de su Teoría, una genérica herencia kantiana: «La idea básica consiste en seguir la orientación de Kant en La paz perpetua (1785) sobre lo que denomina foedus pacificum [confederación pacífica de Estados]. Ello significa que debemos empezar con la idea del contrato social en la concepción política liberal de la democracia constitucional y luego debemos extenderla mediante la introducción de una segunda posición original en lo que se podría llamar el segundo nivel, en el cual los pueblos liberales celebran un acuerdo con otros pueblos liberales [...] y más adelante con los pueblos no liberales pero decentes». 6 ¿Es legítimo presentar El derecho de gentes como una reformulación del grandioso proyecto político kantiano adecuado a la realidad política contemporánea? Me pregunto sinceramente si la reivindicación de este legado no es puramente arbitraria, por fundarse en una interpretación extremadamente flexible y quizá distorsionada del proyecto kantiano.

Se podría observar, ante todo, que Kant considera sujetos de las relaciones internacionales, y, por tanto, posibles contrayentes de un pacto en el que se establece una federación o al menos una confederación mundial –un problema éste cuya solución no debería estar ausente en la perspectiva rawlsiana– a los estados, y no a entidades conceptualmente tan ambiguas e inaferrables como son los pueblos. Habrá ocasión de retomar más adelante este punto. En segundo lugar, se podría decir que Kant consideraba imprescindible para la paz, según se lee en el primer artículo definitivo, que los estados contrayentes fueran todos ellos republicanos –donde la expresión “republicano” puede ser asimilada a “liberal”–, de manera que llegaba incluso a considerar deseable que un estado republicano fuera lo suficientemente grande y potente como para convertirse en polo de atracción para los demás, cuando menos por lo que se refiere a la cuestión decisiva de la forma de gobierno (si al decir eso Kant tenía en mente los Estados Unidos, el tiempo ha demostrado que su esperanza era infundada). En definitiva, los representantes de los pueblos no liberales pero decentes que se incorporan a la posición original de la que nace el orden internacional como contrayentes adjuntos, de segunda división –Rawls parece sugerir que sólo después de que los pueblos liberales alcanzan un acuerdo primero y fundamental entre ellos, invitan a incorporarse y adherirse al pacto a los demás, aunque no a todos, sino sólo a los que se consideran “decentes”– no parecen encontrar un acomodo lógico en la “idea de base” que supuestamente deriva de la Paz Perpetua.

Pero éstas quizá no sean más que minucias, insuficientes para dudar del kantismo, siquiera profundamente revisado, de El derecho de gentes. Quizá hasta el propio Kant, doscientos años más tarde, habría tomado en consideración una hipótesis –por así decir– menos maximalista, sin escandalizarse demasiado por el hecho de que, al fin y al cabo, pueden acabar coincidiendo confusamente sobre el escenario de la teoría “actores” tan diferentes: hombres, marionetas y títeres. Establezcamos, pues, un umbral mínimo, que se podría formular de la siguiente manera: para poner el sello de la inspiración kantiana sobre una obra que pretende definir las condiciones de la convivencia pacífica entre los pueblos o los estados es preciso que dicha obra cumpla, al menos, los requisitos, o el espíritu de los requisitos, exigidos por Kant en los seis artículos preliminares para la paz perpetua, esto es, aquellos artículos que tienen por objeto establecer las precondiciones conforme a las cuales resultaría sensato empezar a negociar una paz que fuera algo más que un paréntesis entre dos guerras.

Antes de entrar a comentarlos desde la perspectiva que proporcionan los seis artículos preliminares de Kant, recordemos los ocho principios del derecho de gentes en la formulación de Rawls: «1) los pueblos son libres e independientes, y su libertad y su independencia deben ser respetadas por otros pueblos; 2) los pueblos deben cumplir los tratados y los convenios; 3) los pueblos son iguales y deben ser partes en los acuerdos que los vinculan; 4) los pueblos tienen un deber de no intervención; 5) los pueblos tienen el derecho de autodefensa pero no el derecho de declarar la guerra por razones distintas a la autodefensa; 6) los pueblos deben respetar los derechos humanos; 7) los pueblos deben observar ciertas limitaciones específicas en la conducción de la guerra; 8) los pueblos tienen el deber de asistir a otros pueblos que viven bajo condiciones desfavorables que les impiden tener un régimen político y social justo o decente». 7

Prima facie, los ocho principios del derecho de gentes parecen satisfacer sobradamente los seis artículos preliminares. Sin embargo, una lectura un poco más cuidadosa hace surgir las primeras dudas, que podríamos resumir en la idea de que Kant sea en realidad, ya desde los artículos preliminares, no sólo moralmente más exigente, sino también menos ingenuo que Rawls, a la hora de medir de forma realista los obstáculos que encuentra la paz. Recuerdo, para facilitar la comparación, los seis conocidísimos artículos preliminares: a)ningún tratado de paz que haya sido suscrito con reserva secreta sobre las guerras futuras puede valer como tal; b) ningún estado independiente (pequeño o grande, aquí es indiferente) debe poder ser adquirido por un estado diferente a título de herencia, canje, compra o donación; c) los ejércitos permanentes deben poder llegar a desaparecer definitivamente; d) no debe ser posible contraer deudas públicas derivadas de las relaciones externas del estado; e) ningún estado debe entrometerse por la fuerza en la constitución y en el gobierno de otro estado; f) ningún estado en guerra con otro debe poder permitirse actos de hostilidad que pudieran hacer imposible la confianza recíproca en el momento de la paz futura. A este propósito, Kant precisa inmediatamente que mientras los artículos preliminares a), e). f) deberían tener vigencia inmediata al ser legesstrictae, la aplicación de los restantes, que en cambio son leges latae, podría quedar aplazada. 8 Pero dos siglos me parece que son un periodo de tiempo suficientemente largo ya como para que haya quedado atrás esta prudente distinción de Kant.

El primer artículo preliminar establece, dicho de la forma más simple, que los tratados de paz no contengan pretextos para nuevas guerras. Es una manera de aplicar la que será definida, en la última página de la Paz Perpetua, como la fórmula trascendental del derecho público, o principio de publicidad. Una exigencia aparentemente pobre, la de Kant, pero que pone el acento sobre la primera condición de lo que hoy llamaríamos la democracia entre las naciones, es decir, de una situación en la que también las relaciones internacionales estén presididas por una de las característica típicas de la democracia, entendida como poder transparente, como poder público en público, según la definición de Norberto Bobbio 9 . Podría corresponder al segundo de los principios rawlsianos, pero este último es mucho más débil en su formulación: no se exige, en efecto, que los representantes de los pueblos tengan la obligación de informar acerca del efectivo contenido de los compromisos adquiridos en los tratados con otros pueblos. Y si es cierto que en una sociedad mundial formada por “pueblos” liberales organizados según la forma política de la democracia constitucional este detalle puede parecer superfluo o pleonástico, es igualmente cierto que no lo será tanto en una sociedad en la que, conforme a las “categorías” rawlsianas, hayan sido admitidos también otros “pueblos” no-liberales pero decentes.

El segundo de los artículos kantianos, aquél que se propone suprimir la concepción patrimonial del estado, puede parecer completamente obsoleto. Pero cuando contemplamos, en algunos estados del llamado primer mundo, la progresiva ocupación directa de los espacios de discusión pública y de decisión, así como de los poderes públicos, por parte de empresarios privados y potentados, la cuestión empieza a parecernos menos anticuada. Lo mismo puede decirse, en el tercer y en el cuarto mundo, de esos “señores de la guerra” que ocupan manu militari enteras zonas del territorio de estados-fantasma, que carecen de toda capacidad de ejercicio, siquiera parcial, de su soberanía. ¿Es que acaso no tienen estos jefes político-militares una concepción patrimonial de los territorios que ocupan, coincidan o no con los de un estado formalmente reconocido por la comunidad internacional? El primer aspecto de este problema escapa completamente al análisis de Rawls, mientras que el segundo debería encontrar respuesta sobre todo a partir del octavo principio, aquél que prevé y justifica, en el fondo, la intervención humanitaria en supuestos de violaciones graves de los derechos humanos. Eliminemos a los bárbaros señores de la guerra y liberemos a las poblaciones oprimidas y explotadas. El problema es que al seguir esta vía entramos en un contencioso sin fin y abrimos la caja de Pandora de las guerras preventivas –cuya legitimidad Kant rechaza de forma tajante, con el argumento de que en ellas está la causa profunda de todas las guerras–, 10 en el que se discute no sólo sobre la existencia de razones específicas para cada una de las posibles intervenciones, sino también sobre la cuestión de la moralidad o inmoralidad de la guerra como instrumento para impedir la violación de los derechos humanos, esto es, utilizando un recurso que supone la sistemática y consciente violación de los propios derechos humanos. Con ello se tambalea, de paso, el cuarto principio de Rawls el deber de no-intervención en cuestiones internas–, a la vez que queda clara la superior coherencia del quinto artículo preliminar kantiano.

¿Y qué decir, finalmente, de la abolición de los ejércitos permanentes? A Rawls no parece interesarle la cuestión, es más, no parece estar preocupado ni siquiera por la existencia no sólo de ejércitos permanentes, sino tampoco por la existencia de una organización militar, la OTAN, que ha dejado de ser una simple, si bien poderosa, alianza defensiva en el panorama mundial, para ir configurándose, frente a lo que se decía en su tratado constitutivo, como un órgano político-militar global permanente, sujeto a la voluntad del único verdadero actor con capacidad de decisión política internacional, la superpotencia estadounidense. Quizá sea inútil proseguir con esta comparación, que Rawls trata de eludir insistentemente, recurriendo a una estrategia que es ciertamente hábil, desde el punto de vista retórico, pero teóricamente inconsistente y peligrosa: cambiar el foco de atención de los estados a los pueblos, que son los verdaderos sujetos de su propuesta normativa para el orden internacional.

4. Categorías inconsistentes

¿Por qué los pueblos y no los estados? Rawls se plantea de forma explícita una pregunta tan obvia y su primera respuesta es la siguiente: «Esta visión del derecho de gentes concibe los pueblos liberales democráticos y decentes como los actores de la sociedad de los pueblos, del mismo modo que los ciudadanos son los actores de la sociedad doméstica». 11 Ya desde el comienzo, una respuesta como ésta parece levantar mayores dificultades (teóricas) de las que permite resolver. En primer lugar, la distinción entre pueblos democráticos liberales y pueblos decentes podría resultar ofensiva para estos últimos: pero si además se cae en la cuenta de que hay implícita una tercera categoría, la de los pueblos indecentes, me parece evidente que la posibilidad de obtener la colaboración de estos últimos se vuelve cada vez más lejana. Y es triste tener que reconocer finalmente que un planteamiento como éste no se aparta demasiado de la llamada “doctrina Bush”, con la que se ha pretendido identificar algunos “estados-canalla”: pero de esto nos ocuparemos más adelante.

En segundo lugar, Rawls no parece dispuesto a afrontar con todas sus consecuencias la falacia, de sobra conocida, de la domestic analogy. Es más, parece dispuesto a agravar su inconsistencia sustituyendo uno de los términos de la analogía clásica, el estado, por otro, el pueblo. La analogía original estaba basada en la idea de que tanto los individuos como los estados, considerados en abstracto como meros actores racionales, podían tener, o no tener, razones para salir del estado de naturaleza, o analógicamente del estado de anarquía internacional, pasando con ello de un juego estratégico a uno cooperativo. Igual que es posible pensar un contrato entre individuos que da origen, de manera hipotética, a una sociedad civil, se podría imaginar también un contrato en el que las partes sean esas mismas sociedades civiles a las que se ha dado vida siguiendo el método contractualista. La falacia, o al menos el límite, de este razonamiento analógico es doble. Por un lado, en la perspectiva artificialista que caracteriza al contractualismo moderno los estados, a diferencia de los individuos, no nacen ni mueren, y por eso no comparten el problema fundamental que tienen los individuos en el estado de naturaleza, el de la autoconservación. No sólo un estado puede perfectamente disgregarse y ser sustituido por otro, sino además, al menos en principio, el estado puede perfectamente desmem-brarse y dejar de existir para dar paso a una forma política mejor dotada para la seguridad del individuo. Lógicas diferentes presiden la razón individual y la razón de estado, y no es casualidad que entre ambas haya numerosos puntos de conflicto. Por otra parte, mientras el contrato entre individuos en el estado de naturaleza puede ser entendido perfectamente como un experimento mental que tienen como objetivo traer a la imaginación un estado –creado históricamente por medio de la conquista, etc.– que hubiera podido nacer del consentimiento de todos y cada uno de los ciudadanos, el contrato internacional no puede ser más que un acuerdo histórico, que de forma concreta a las instituciones políticas internacionales, o mejor aún supranacionales. 12

¿Qué puede pasar si cambiamos el concepto de estado por el de “pueblo”? Deberíamos concretar para empezar qué es un pueblo, pero, en todo caso –esto es, cualquiera que sea la concepción que escojamos entre las que están disponibles en la historia del pensamiento jurídico y político–, las dificultades para dar un uso sensato a este esquema analógico parecen agravarse: en efecto, mientras la analogía débil entre individuo y estado presuponía al menos la unidad de la voluntad –natural, en el caso del individuo, la persona natural; artificial, en el del estado soberano, la persona artificial–, sostener la analogía entre el ciudadano en la esfera interna y el pueblo en la internacional o supranacional equivale a concebir orgánicamente el pueblo como sujeto dotado de una voluntad única, que no es suma de las voluntades particulares, heterogéneas y conflictuales de los ciudadanos, sino expresión viva de un carácter moral fundamental, y que se aproxima peligrosamente a la más estricta e inquietante inspiración romántica.

Ésta es la encrucijada hacia la que se encamina El derecho de gentes, acentuando todavía más que en Liberalismo político la dimensión de la confianza en el sentido moral (¿occidental? ¿anglosajón?) que ya asomaba bajo el ropaje contractualista de Una teoría de la justicia: «los pueblos liberales tienen tres características básicas: un régimen razonablemente justo de democracia constitucional que sirve a sus intereses fundamentales; una ciudadanía unida por lo que John Stuart Mill llamaba “simpatías comunes”; y finalmente una naturaleza moral. 13 Admitamos generosamente como intuitiva –sin prestar demasiada atención al lenguaje no demasiado adecuado desde el punto de vista analítico– la primera característica institucional, según la cual a un pueblo “liberal” le corresponde grosso modo la forma de gobierno de la democracia constitucional (imaginando, por ejemplo, que se encuentre ya suficientemente adelantado el proceso de aprendizaje moral entre ciudadanos y entre ciudadanos e instituciones): ¿pero qué significa afirmar que los pueblos liberales, al igual que los pueblos decentes, 14 tienen un sentir común y una naturaleza moral? Con respecto al sentir común es el propio Rawls quien observa que «las conquistas y las migraciones han producido el mestizaje entre grupos con diferentes culturas y memorias», 15 y que, por consiguiente, no parece demasiado atinado hacer referencia a un sentir común del pueblo que esté basado en rasgos étnicos o lingüísticos. Pese a ello, de forma inexplicable, afirma que «el derecho de gentes comienza con la necesidad de simpatías comunes, abstracción hecha de su fuente». 16 Demos por buena la presencia de un acto de fe en el origen de la teoría, pero no olvidemos la advertencia y la autorizada opinión a este respecto de Hans Kelsen. En el origen de la democracia no hay ninguna necesidad de imaginar la existencia de un pueblo “unido”, si entendemos esta unidad como “sentir común”: «la unidad del pueblo, como coincidencia de los pensamientos, sentimientos y voluntades y como solidaridad de intereses, es un postulado ético-político afirmado por la ideología nacional o estatal mediante una ficción generalmente empleada y, por ende, no sometida a revisión. En definitiva, la unidad del pueblo es sólo una realidad jurídica que puede ser descrita con alguna precisión en los siguientes términos: Unidad de ordenación jurídica del Estado reguladora de la conducta de los hombres sujetos a ella». 17 No obstante, el reconocimiento de la ficción ideológica que sostiene la concepción organicista del pueblo, de matriz rousseauniana, no fue obstáculo para que Kelsen pudiera reconstruir normativamente la democracia de los estados modernos. Podríamos entonces preguntarnos –ahora sí por extensión analógica– si no sería posible pensar el “derecho de los pueblos” sin recurrir a esta ficción y sin convertirla en un postulado indispensable. 18

La tercera característica, la naturaleza moral de los pueblos liberales, es defendida por Rawls con el siguiente argumento: «Al igual que los ciudadanos razonables en la sociedad doméstica ofrecen cooperar en términos equitativos con otros ciudadanos, los razonables pueblos liberales o decentes ofrecen términos equitativos de cooperación a otros pueblos. Un pueblo respeta estos términos cuando está seguro que los otros pueblos harán lo propio». 19 Aunque siempre me he opuesto con firmeza, y no dejo de hacerlo, a la ecuación multiculturalista y diferencialista entre universalismo y occidentalismo –el universalismo como occidentalismo encubierto–, ante afirmaciones como éstas me veo obligado a reconocer que, lamentablemente, la analogía es cierta. En efecto, hay por un lado una ilegítima (e inmoral) apropiación de la moral en cuanto tal, que la hace coincidir con una moral y que lleva a afirmar que la moral es una característica de los pueblos liberales o decentes, aquellos que aspiran a convertirse en liberales o que, en todo caso, son funcionales a los pueblos liberales. Una vez que estamos en posesión de una verdad como ésta, podemos pedirles directamente a quienes no están de acuerdo con nosotros que cambien de opinión cuanto antes, porque de lo contrario va a estar justificada toda clase de intervención “correctiva”. Por el bien de los “indigentes morales”, claro está. Por otro lado, si la convertimos en una afirmación acerca de la naturaleza moral de los pueblos, acabamos aceptando precisamente ese enfrentamiento moral, propiamente ético, que se encuentra en el origen de los nacionalismos más encendidos, de los fanatismos y de toda clase de fundamentalismos. Hay en el último Rawls, sin duda a su pesar, una concesión a la perspectiva que se quisiera derrotar, y que supuestamente debería corresponder en exclusiva a las sociedades “indecentes” o a los “estados-canallas”: el estado o el pueblo como comunidad orgánica, como agregado ético, que en el plano interno aspira a restablecer continuamente la ecuación estado-pueblo-cultura, y en el plano internacional se ve abocado a entrar en liza, y no en una situación de cooperación, con los “extranjeros”, o mejor, con los “bárbaros”, asumiendo como lógica predominante la del choque de civilizaciones.

A este propósito, las dificultades de Rawls se manifiestan desde el comienzo, desde el momento en que propone una tipología de las diferentes “sociedades domésticas”: el primer tipo es el de los pueblos liberales razonables y el segundo el de los pueblos decentes; «además, en tercer lugar hay Estados criminales, y en cuarto lugar sociedades afectadas por condiciones desfavorables. Finalmente, en quinto lugar, tenemos sociedades que son absolutismos benévolos». 20 Quisiera destacar una vez más –y no por simple pedantería nominalista– hasta qué punto es confusa una tipología como ésta, en la que se presentan bajo la etiqueta genérica de “sociedades nacionales” no tipos distintos de sociedades nacionales, como sería de esperar y resultaría correcto, sino objetos de diferentes clases, como son dos tipos de “pueblos” (liberales y decentes, caracterizados respectivamente por una ideología y por una cualidad moral), un “estado” (al margen de la ley: pero, ¿de qué ley, si el estado soberano es por definición superiorem non recognoscens?) y dos “sociedades” (desventajadas y regidas por un absolutismo benévolo: la primera caracterizada por un rasgo económico, y la segunda por una particular forma de gobierno). Francamente, una buena mezcla, que desde luego no aporta demasiada claridad analítica. En todo caso, los primeros dos tipos pueden ser agrupados bajo la etiqueta de pueblos bien ordenados, a diferencia de los demás, que quedan excluidos, porque no respetan los derechos humanos (estados proscritos), porque no pueden respetarlos (sociedades desventajadas) o porque los respetan pero niegan a sus miembros la participación política (sociedades con absolutismo benévolo). La única consecuencia precisa de esta pseudo-tipología es que sienta las bases para legitimar la doctrina de la “guerra justa” contra los pueblos que no estén bien ordenados, en particular y especialmente contra aquellos que además están “proscritos”. Aunque con todos los reparos posibles, con la moderación y el recato de la mejor tradición liberal norteamericana, es decir, con un alto índice de prudentes consejos sobre el jus in bello, Rawls acepta la guerra “justa” contra los estados que hayan sido declarados “fuera de la ley” por una comunidad internacional que hubiera asumido –como de hecho ocurre en lo fundamental– su “derecho de gentes”. Sin deshacerse de la permanente confusión entre pueblos y estado, Rawls escribe: «El derecho de un pueblo a la independencia y a la autodeterminación no puede servir de escudo frente a la condena [de la sociedad mundial por la violación de los derechos humanos], ni siquiera en casos graves de intervención por otros pueblos». 21 Nadie niega que hay gravísimos problemas de respeto de los derechos humanos en numerosos países, y no sólo en aquellos que la comunidad internacional califica como criminales: la duda está en saber si en el marco del “derecho de los pueblos” diseñado por Rawls estas violaciones por parte de los estados no acaban siendo juzgadas y castigadas de forma totalmente arbitraria e instrumental, como de hecho hoy sucede. Se trata de una normatividad tan débil –como veremos en las conclusiones– que acaba amoldándose a la realidad. Se podría replicar que Habermas, en el fondo, con su idea de Weltinnenpolitik, ha acabado ofreciendo grosso modo la misma receta, y sería en parte cierto. También Habermas invita a modificar la realidad sin apartarse mucho de ella: la diferencia reside precisamente en los ingredientes y en las proporciones del fármaco –un placebo el primero, una cura compleja, y quizá todavía insuficiente, aunque complementada por un diagnóstico general extremadamente preciso, la segunda.

El ejemplo histórico que utiliza Rawls para dar fuerza a su argumento sobre la “guerra justa” es el de la Alemania nazi: no cabe duda de que fue una gravísima amenaza para el mundo entero, y de que los estados que aún eran democráticos se vieron forzados a entrar en guerra. Pero no se trató tanto de un caso de “guerra justa”, como de guerra necesaria, inevitable. En otros términos, es oportuno establecer con la mayor precisión teórica la línea divisoria que separa la reacción ante una ofensa manifiesta, esto es la reacción militar en caso de invasión o de ataque con evidentes fines expansionistas por parte de un estado cualquiera y la guerra preventiva sobre la base de una presunta amenaza por parte de estados “proscritos”, o que pueden albergar a grupos que están “fuera de la ley” o son terroristas. Ni siquiera es suficiente, para definir una guerra preventiva como “justa”, que un estado disponga de pruebas ciertas de la posesión de armas de destrucción de masa, o de medios equivalentes. Estas armas, en efecto, están también a disposición de “pueblos bien ordenados”, y sobre todo de la superpotencia global. Y afirmar que los pueblos liberales y decentes –por estar dotados de una naturaleza moral que se lo impediría– no harán nunca uso de ellas a menos que les obligue la necesidad de defenderse a sí mismos o de defender al mundo entero de los estados “proscritos”, es un pobre consuelo. El único país que dispone hoy de los recursos económicos, tecnológicos y militares para amenazar con éxito y a gran escala la paz mundial es precisamente los Estados Unidos. Por coherencia y moralidad, deberían encaminarse hacia un desarme unilateral o declarar preventivamente la guerra contra sí mismos.

5. Una ilusoria exaltación de lo que existe

La poca audacia normativa, prescriptiva, de El derecho de gentes debería estar al servicio de una mayor posibilidad de aplicación: éste sería un ejemplo, como el propio Rawls pretende dejar claro desde el comienzo, con un oxímoron audaz, de una utopía “realista” (como aquella que Rawls atribuye a Rousseau en el Contrato social): 22 «la filosofía política es utópica en sentido realista cuando extiende los límites tradicionales de la posibilidad política practicable». 23 Dejando al margen lo extravagante de la expresión “posibilidad política practicable” –sobre cuya consistencia lógica es preferible no indagar–, la impresión que deja la lectura de la última obra rawlsiana es que en ella no abunda ni el genuino impulso de la utopía, ni la prudencia circunspecta del realismo. En cuanto a esto último, es equivocada y descorazonadora la perspectiva escogida por Rawls en su análisis de la situación internacional, que recicla el modelo contractualista de la posición original con la fraudulenta sustitución de los individuos racionales por los “representantes” de los pueblos liberales y decentes. La elección de esta perspectiva prejuzga todo posible acercamiento, y toda posible crítica, a las relaciones de fuerza internacionales, así como a los sujetos reales que se encuentran en competencia en un ámbito que ya no es sólo político-militar, sino también económico-financiero. Sin este análisis, el impulso utópico queda inevitablemente confinado a la justificación de lo que existe, y la propuesta se acomoda sobre el modelo de las actuales instituciones internacionales, quedando reducida normativamente, como mucho, a ser una invitación para que funcionen un poco mejor. Todo lo más que El derecho de gentes llega a imaginar, en el ámbito de la posición original de segundo nivel, son «tres organizaciones de este tipo: una diseñada para asegurar el comercio justo entre los pueblos; otra para establecer un sistema bancario cooperativo al servicio de los pueblos; y la tercera con un papel semejante al de las Naciones Unidas, que llamaré Confederación de los Pueblos (y no de los Estados)». 24 Las dos primeras organizaciones, reconoce Rawls a pie de página, son análogas al GATT y al Banco Mundial. Nihil sub sole novi.

Muy diferentes son la posiciones que merecen el nombre de utopías realistas: son aquellas que se miden abiertamente con la dura realidad presente, sin medias tintas, sin edulcorarla o ignorar sus aspectos trágicos, y que al mismo tiempo tienen arrojo teórico en la prescripción de auténticas ideas regulativas de kantiana memoria: no mundos paralelos, sino mundos posibles que no requieren de revoluciones morales o transformaciones antropológicas. Dos autores me resultan familiares en este terreno: Norberto Bobbio y Luigi Ferrajoli. Dice, por ejemplo, el primero de ellos: «Un sistema político estable, duradero y pacífico es aquel en el que se ha producido el paso desde el tercero entre las partes al tercero por encima de las partes. Este paso aún no ha tenido lugar, o lo ha hecho de un modo imperfecto, en el sistema internacional. Para dirimir eficazmente los conflictos entre las partes, el tercero debe disponer de un poder superior a éstas. Pero al mismo tiempo, para resultar eficaz sin ser opresivo, un tercero superior a las partes ha de disponer de un poder democrático, es decir, fundamentado en el consenso y en el control de las partes cuyos conflictos debe dirimir». 25 Poco más adelante añade: «la democracia como antítesis del despotismo y la paz como antítesis de la guerra encuentran una inspiración común en el ideal de la no violencia que Aldo Capitini, con una concepción profética, llamaba ‘el abismo actual de la historia’. El ideal de la no violencia representa el aspecto utópico de estas páginas». 26 Y ampliando esta idea: el tercero super partesdebería ser una institución soberana fundada, sin ambigüedades, sobre un consenso entre partes que se reconocen como moral y políticamente iguales, con el fin de garantizar la paz y la seguridad. No deberían existir, en cambio, “estados canallas” o “pueblos indecentes” a priori, o calificados como tales en virtud de condicionamientos ideológicos o de intereses políticos de una u otra alianza parcial (más o menos poderosa) entre sujetos internacionales, y, por tanto, que puedan ser objeto de guerras humanitarias o de “guerras justas” más o menos preventivas. El concepto mismo de guerra justa no puede tener cabida. El posible uso de la fuerza contra estados u otros sujetos (por ejemplo, grupos terroristas) debería tener más bien el carácter de operaciones de policía internacional. Puede ser que la opinión de Rawls no fuera muy distinta de ésta: pero mientras la cuestión queda perfectamente clara en Bobbio, por lo menos desde el punto de vista normativo, no se puede decir lo mismo de la confusa distinción rawlsiana entre pueblos, estados y sociedades nacionales más o menos liberales o más o menos decentes.

En la misma línea de Bobbio se sitúan las reflexiones más recientes de Ferrajoli: «estamos asistiendo a una crisis del constitucionalismo y, más en general, de la legalidad y de los derechos humanos, tanto en el interior de nuestros ordenamientos como en las relaciones internacionales. Y sin embargo, la globalización y el crecimiento de las interdependencias y las comuicaciones hacen posible –además de indispensable, si queremos impedir un futuro de guerra, violencia, devastaciones humanas y ambientales, fundamentalismos y conflictos interétnicos sobre el fondo de una creciente desigualdad e injusticia– la perspectiva de un constitucionalismo mundial, cuyo marco y coordenadas contribuyen a proporcionar, al excluir por ilusoria la idea de la democracia en un solo país, o incluso extendida a todo el occidente capitalista, y obligan a situar el derecho y la política a la altura de los problemas». 27 En Ferrajoli, la plena aceptación de la crisis del constitucionalismo interno e internacional no le impide comprometerse con su revisión y consolidación. Ésta sí que me parece –a pesar de las múltiples dificultades teóricas y prácticas que conlleva– una verdadera utopía realista, que permanece atenta a las particularidades de la situación que hay que afrontar, sin claudicar ante ella, consciente de las cualidades de la naturaleza humana y de sus intrínsecos e insuperables limitaciones morales, pero no por ello carente de legítima ambición normativa. En particular, Ferrajoli subraya que este proceso de reforzamiento de la paz y la seguridad global no puede no pasar –y aquí sí que aparece el eco kantiano– por la difusión planetaria de la democracia, de manera que es posible calificar como ilusoria cualquier solución distinta a ésta. Precisamente “ilusorio” es el adjetivo adecuado para calificar el proyecto que Rawls llama “utopía realista”. Y, en general, ésta es la razón que explica cómo es que El derecho de gentes deja la sensación de no estar, con independencia del valor de las soluciones a las que apunta, a la altura de los problemas, como podría decir –de nuevo– Ferrajoli.

En conclusión, del proyecto cosmopolita kantiano, en el que dice inspirarse, Rawls no parece haber sabido retener demasiado. Es más. Al haber confundido el universalismo de los derechos fundamentales con el liberalismo político que presupone el contexto cultural occidental y, específicamente, estadounidense, habiendo quedado además enredado en un modelo de razonamiento normativo y en una concepción de la ética pública que en la propia Teoría había considerado aplicables únicamente a las ricas sociedades occidentales, el último Rawls se ha convertido –y no sabría decir si a su pesar– en una especie de cantor del magnífico y progresivo destino de la paz americana, de la cual no acierta a entender o a asumir ni el carácter imperialista, ni los catastróficos “efectos colaterales” sobre los propios valores que están en la base del liberalismo político occidental.

Notas

* Traducción del italiano por Andrea Greppi.

1 Cfr. S. Shute, S. Hurley (eds.), On Human Rights: The Oxford Amnesty Lectures 1993, Basic Books, New York, 1993 [trad. es. De los derechos humanos: las conferencias Oxford Amnesty de 1993, Trotta, Madrid, 1998].

2 Por cierto, ya existe alguna bibliografía relevante, sobre todo de corte anglosajón, en torno a estas tesis de Rawls. Sin embargo, por razones de espacio y de coherencia argumentativa, en esta nota me limito a indicar a los lectores más exigentes los siguientes trabajos: Charles Beitz, Political Theory and International Relations, Princeton U.P., 1999; Charles Beitz, “Rawls’s Law of Peoples.” Ethics 110, 2000, pp. 669-96; Thomas Pogge, “An Egalitarian Law of Peoples.” Philosophy & Public Affairs 23, 1994, pp. 195-224; Patrick Hayden, John Rawls: Towards a Just World Order, University of Wales Press, 2002; mismos que me fueron sugeridos por el dictaminador anónimo de este texto.

3 Elaboro los apuntes preparados en ocasión de mi participación en el seminario para estudiantes y doctorandos organizado por Pier Paolo Portinaro en el “Dipartimento di studi politici” de la Universidad de Turín, que tuvo lugar el día 23 de octubre de 2003.

4 J. Rawls, El Derecho de gentes y “una revisión de la idea de razón pública”, Barcelona, Paidós, 2001, p. 13n (en la edición italiana: Il diritto dei popoli, a cura di S. Maffettone, Comunità, Turín, 2001). Puede ser significativo que, en esa misma página, Rawls incluya una nota más amplia en la que explica que su uso del término “decente” no coincide con el de Avishai Margalit.

5 Cfr., por ejemplo, B. Conforti, Diritto internazionale, ESI, Napoli 1997, in part. p. 202.

6 J. Rawls, El Derecho de gentes y “una revisión de la idea de razón pública”, cit., p. 19.

7 Ibid., p. 50.

8 Cfr. I. Kant, Scritti di storia, politica e diritto, a cura di F. Gonnelli, Laterza, Roma-Bari 1995, pp. 167-68.

9 Cfr. N. Bobbio, Teoria generale della politica, a cura di M. Bovero, Einaudi, Torino 1999, pp. 339-41 [trad. es. Teoría general de la política, Trotta, Madrid, 2003].

10 Cfr. Kant, Metafisica dei costumi in Scritti politici, Utet, Torino 1965, p. 537.

11 J. Rawls, El Derecho de gentes y “una revisión de la idea de razón pública”, cit., p. 35.

12 He tratado este mismo tema en Dal disordine al consenso. Filosofia e politica in Thomas Hobbes, Angeli, Milano 1994, in part. pp. 184-86.

13 Cfr. J. Rawls, El Derecho de gentes y “una revisión de la idea de razón pública”, cit., p. 35.

14 Son pueblos decentes, según Rawls, de forma un tanto sibilina, aquellos que forman sociedades cuyas instituciones básicas “cumplen ciertas condiciones específicas de justicia política y conducen a su pueblo a acatar el justo y razonable derecho de una sociedad de los pueblos” (DG, p. 73).

15 J. Rawls, El Derecho de gentes y “una revisión de la idea de razón pública”, cit., p. 36.

16 Ibidem.

17 H. Kelsen, Essenza e valore della democrazia, il Mulino, Bologna 1966, p. 51 [trad. Esencia y valor de la democracia, Guadarrama, Madrid, 1977, p. 43].

18 La escasa familiaridad con los clásicos del pensamiento político se hace patente en DG, pp. 47, cuando Rawls afirma que “el respeto de sí mismo como pueblo” deriva “de aquello que Rousseau llama amour-propre”. Por el contrario, Rousseau afirma explícitamente que, al menos por lo que respecta al individuo, el amor propio es el deseo de prevalecer, de adquirir bienes no necesarios –y que, por tanto, es la causa de todos los males de los hombres “civilizados”–, mientras que el amor de soi es la indispensable inclinación que cada uno tiene hacia si mismo, hacia la propia conservación: “el amor de si es siempre bueno”. Si quisiéramos a toda costa aplicar analógicamente estas pasiones a los pueblos, lo más que podríamos decir es que estos poseen más amor de sí que amor propio. Siempre que el objetivo siga siendo el de llegar a la paz por medio de reglas de derecho supranacional.

19 J. Rawls, El Derecho de gentes y “una revisión de la idea de razón pública”, cit., p. 37.

20 Ibid., p. 77.

21 Ibid., p. 49.

22 En este punto, la incorrecta interpretación del ginebrino es todavía más desconcertante. En la Introducción del Emilio, publicado exactamente el mismo año que el Contrato Social, Rousseau responde a sus críticos: “ ‘Proponed lo que es hacedero’, me repiten constantemente. Es como si me dijeran: proponed que se haga lo que se hace; o, al menos, proponed algún bien que se alíe con el mal existente. Pero ese proyecto […] es mucho más quimérico que los míos, porque con esta alianza el bien se estropea y el mal no se cura” (J. J. Rousseau, Emilio, o de la educación, Alianza, Madrid, 1998, p. 32). Todo comentario resulta superfluo.

23 J. Rawls, El Derecho de gentes y “una revisión de la idea de razón pública”, cit., p. 3.

24 Ibid., p. 55.

25 N. Bobbio, Il terzo assente, Sonda, Torino 1989, pp. 8-9 [trad. El tercero ausente, Cátedra, Madrid, 1997, p. 11].

26 Ibidem, p. 10 [p. 13], las cursivas son mías.

27 L. Ferrajoli (et al)., Diritti fondamentali. Un dibattito teorico, edición de E. Vitale, Laterza, Roma-Bari 2001, pp. 353-54, las cursivas son mías [trad. es. Los fundamentos de los derechos fundamentales, Trotta, Madrid, 2001, pp. 381].

Buscar:
Ir a la Página
IR
APA
ISO 690-2
Harvard
powered by cygnusmind