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Sobre la definición de "democracia": Una discusión con Michelangelo Bovero*

Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 19, 2003

Instituto Tecnológico Autónomo de México

1.

La democracia como método. Dos aporías.— Según la concepción seguramente dominante, la democracia consiste únicamente en un método de formación de las decisiones colectivas: precisamente, en el conjunto de las reglas que atribuyen al pueblo, y por lo tanto a la mayoría de sus miembros, el poder —directo o a través de representantes—de asumir decisiones. Esta no es sólo la acepción etimológica de "democracia", sino también la concepción unánimemente compartida —desde Kelsen a Bobbio, de Schumpeter a Dahl— de la teoría y de la filosofía política.

Podemos llamar formal o procedimental a esta definición de la democracia. De hecho, ella identifica a la democracia únicamente sobre la base de las formas y de los procedimientos idóneos para garantizar la voluntad popular: en otras palabras, sobre la base del "quién" (el pueblo o sus representantes) y del "cómo" (la regla de la mayoria) de las decisiones, independientemente de sus contenidos, cualesquiera que ellos sean. Incluso un sistema en el cual se decidiese por mayoría la supresión de una minoría sería, a la luz de este criterio, "democrático".

La pregunta que entonces pretendo proponer es la siguiente. ¿Esta caracterización solamente formal de la democracia es suficiente además de necesaria para sugerir una definición adecuada? ¿O no requiere, en cambio, ser integrada con la indicación de algún vínculo de carácter sustancial o de contenido? Es ésta la cuestión que pretendo discutir aquí con Michelangelo Bovero, quien repetidamente ha defendido la noción sólo formal de "democracia" manifestando, respecto a mi propuesta de revisión, un "acuerdo global (y, por así decir, sustancial)" y "una discrepancia concreta y (por asi decir) formal"1.

Que la dimensión formal de la democracia, como poder fundado sobre la voluntad popular, exprese —como justamente lo ha aclarado Boyero2— un rasgo necesario, es indudable: se trata de una condicio sine qua non, en ausencia de la cual no se puede hablar de "democracia". Sin embargo, la definición de un término, como sabemos, debe indicar las condiciones no sólo necesarias sino también suficientes en presencia de las cuales él es predicable de un argumento dado. ¿Es suficiente una concepción puramente formal de la democracia para identificar todas las condiciones en presencia de las cuales un sistema político es calificable como "democrático"? A mí me parece que no, a causa de dos aporías que creo que la afligen.

La primera aporía está generada por la inidoneidad de tal concepción para dar cuenta de las actuales democracias constitucionales. En efecto, en estas democracias no es verdadero que el respeto de las formas y de los procedimientos democráticos sea suficiente para legitimar cualquier decisión. No es verdadero que en ellas el poder del pueblo, o sea de la mayoría, sea la única fuente de legitimación de las decisiones y que por ello sea ¡ilimitado. Al contrario, este poder es un poder jurídicamente limitado no sólo respecto de las formas sino también de los contenidos de su ejercicio: está, en suma, sujeto al derecho según el paradigma del estado de derecho, el cual no admite la existencia de poderes absolutos. Precisamente, él está sometido a aquellas particulares normas constitucionales que son el principio de igualdad y los derechos fundamentales. ¿Deberíamos concluir, a la luz de la definición puramente formal de la democracia simplemente como "poder del pueblo", que estos sistemas no son democráticos? ¿que los derechos fundamentales sancionados en constituciones rígidas, como también se ha afirmado, siendo un límite a la democracia política son, por lo tanto, un limite a la democracia tout court, al punto de transformarse, si se los considera como "insaciables", en una negación de ella?3 ¿O no debemos afirmar, al contrario, que justamente en ausencia de tales limites no podemos hablar —si no de "democracia"— de "democracia constitucional"?

La segunda aporía se refiere a las garantías de supervivencia de la democracia política misma. En ausencia de límites de carácter sustancial, o sea, de limites a los contenidos de las decisiones legitimas, una democracia no puede —o, al menos, puede no— sobrevivir: siempre es posible, en vías de principio, que con métodos democráticos se supriman los mismos métodos democráticos. Siempre es posible, en formas democráticas, o sea, por mayoría, suprimir los mismos derechos políticos, el pluralismo político, la división de los poderes, la representación; en breve, el entero sistema de reglas en el cual consiste la democracia política. No son hipótesis de escuela: se trata de las terribles experiencias del nazismo y del fascismo del siglo pasado, que conquistaron el poder en formas democráticas y luego lo entregaron "democráticamente" a un jefe que suprimió la democracia.

Si esto es verdadero, el rasgo formal y procedimental de la decisión por mayoría no es suficiente ni en el plano empírico, o sea, con referencia a las actuales democracias constitucionales, ni en el plano teórico, es decir, con referencia a la misma democracia política, para definir la democracia. Para que un sistema sea democrático se requiere al menos que a la mayoría le sea sustraído el poder de suprimir el poder de la mayoría. Pero éste es un rasgo sustancial, que tiene que ver con el contenido de las decisiones y que por lo tanto contradice la tesis según la cual la democracia consistiría únicamente en un método, o sea, en las reglas procedimentales que aseguran, a través del sufragio universal y del principio de mayoría, la representatividad popular de las decisiones mismas. Rasgos sustanciales, como garantía de las mismas formas y del mismo método democrático y de sus variados y complejos presupuestos, se requieren entonces como necesarios para toda definición teórica de "democracia" dotada de adecuada capacidad explicativa. Es así como se obtiene un paradigma complejo —la democracia constitucional— que incluye, junto a la dimensión política o "formal", también una dimensión que bien podemos llamar "sustancial" dado que se refiere a los contenidos o sustancia de las decisiones: aquello que a cualquier mayoría le está por un lado prohibido y, por el otro, le es obligatorio decidir.

2.

Un modelo pluridimensional de "democracia": la dimensión formal y la dimensión sustancial.— Naturalmente, no pretendo en el breve espacio de esta intervención analizar adecuadamente este paradigma que ya he tenido ocasión de ilustrar en otras oportunidades, conectándolo a la revisión por mí propuesta de la teoría jurídica de la validezsustancial además de formal— de las leyes4. Me limitaré a proponer una redefinición jurídica de "democracia" en función de la cual el carácter representativo de un sistema político, asegurado por el sufragio universal y por el principio de la mayoría, es sólo un rasgo de la democracia. Este carácter designa la dimensión política o formal de la democracia, determinada precisamente por las reglas que disciplinan las formas de las decisiones y que por lo tanto bien podemos llamar normas formales sobre la producción. Con base en estas reglas, la legitimidad democrática de cada decisión se funda, directa o indirectamente, en procedimientos idóneos para garantizar su conformidad con la voluntad de la mayoría de los ciudadanos.

Y aún en las democracias avanzadas, dotadas de constitución rígida, el respeto a estas reglas sobre la forma de las decisiones, comenzando por las leyes, es suficiente, además de necesario, para asegurar la vigencia y la validez formal pero no así la validez sustancial de las decisiones mismas. Para que una ley sea válida es además necesaria la coherencia de sus significados con las reglas y principios que bien podemos llamar normas sustanciales sobre la producción, dado que invisten, precisamente, los contenidos y por lo tanto la sustancia de las decisiones. Estas reglas son esencialmente las establecidas generalmente en la primera parte de las cartas constitucionales: los derechos fundamentales, el principio de igualdad, el principio de la paz y similares. Además expresan la que podemos llamar dimensión sustancial de la democracia, dado que equivalen a otros tantos límites o vínculos de contenido a los poderes de la mayoría. Precisamente, los derechos fundamentales consistentes en expectativas negativas —como los derechos de libertad y de autonomía, tanto civil como política—, son derechos que imponen límites, o sea, prohibiciones de lesión, cuya violación genera antinomias; los derechos fundamentales consistentes en expectativas positivas —como lo son todos los derechos sociales— son, en cambio, derechos que imponen vinculos, o sea, obligaciones de prestación cuya inobservancia genera lagunas.

En todos los casos, los derechos fundamentales constitucionalmente establecidos son normas sustanciales sobre la producción legislativa. En primer lugar, son "normas" o sea, "normas téticas", como he preferido llamarlas ya que ponen directamente los derechos por ellas expresados en oposición a las "normas hipotéticas" que, en cambio, predisponen situaciones, como por ejemplo los derechos patrimoniales y las correlativas obligaciones —como efectos de los actos negociales por ellas previstos. El derecho de la libre manifestación del pensamiento, por ejemplo —a diferencia de un derecho patrimonial, que jamás es él mismo una norma sino que es siempre predispuesto por una norma como efecto de los hipotéticos actos por ella previstos—, no es otra cosa más que (el significado de) la norma constitucional que enuncia tal derecho. En segundo lugar, los derechos fundamentales son normas "sustanciales" sobre la producción de normas porque disciplinan ya no la forma sino el significado, o sea, la sustancia de las normas producidas, condicionando la validez a su coherencia con las expectativas formuladas a través de ellos.

De esta manera, el conjunto de estas normas sustanciales circunscribe aquella que tantas veces he denominado esfera de lo indecidible: la esfera de lo indecidible que, determinada por el conjunto de los derechos de libertad y de autonomía que impiden, en cuanto expectativas negativas, decisiones que puedan lesionarlos o reducirlos; la esfera de lo indecidible que no, determinada por el conjunto de los derechos sociales que imponen, en cuanto expectativas positivas, decisiones dirigidas a satisfacerlos. Sólo aquello que está fuera de esta esfera es la esfera de lo decidible, en cuyo interior es legitimo el ejercicio de los derechos de autonomía: la autonomía política, mediada por la representación, en la producción de las decisiones públicas; la autonomía privada, según las reglas del mercado, en la producción de las decisiones privadas. Principio de mayoría y libertad de emprendimiento, discrecionalidad pública y disponibilidad privada, autodeterminación política y autodeterminación privada son, en suma, las reglas que presiden la esfera de lo decidible, pero encuentran límites y vínculos insuperables en la esfera de lo indecidible.

Es así como resulta un modelo tetra-dimensional de democracia, o sea, articulado en cuatro dimensiones, correspondientes respectivamente a los cuatro tipos de derechos que tantas veces he distinguido: los derechos políticos, los derechos civiles, los derechos de libertad y los derechos sociales. Los primeros dos tipos de derechos —los derechos políticos y los derechos civiles, que he llamado "secundarios" o "formales" o "instrumentales"—, refiriéndose a otras tantas esferas de autonomía (la autonomía política y la autonomía privada), sirven para fundar la legitimidad de la forma de las decisiones en la esfera de la política y en la de la economía, respectivamente, y por lo tanto la dimensión formal, política y civil respectivamente, de la democracia. Los otros dos tipos de derechos —los derechos de libertad y los derechos sociales, que he llamado "primarios" o "sustanciales" o "finales"— refiriéndose a aquello que a la autonomía tanto política como económica está prohibido o es obligatorio hacer, sirven para fundar la legitimidad de la sustancia de las decisiones y, por lo tanto la dimensión sustancial, en negativo y en positivo, de la democracia.

Naturalmente —es éste el punto en el cual tiene razón Bovero, cuya precisión a él le debo— estas cuatro dimensiones no son homogéneas. De ellas, aquella que de todos modos es necesaria, aunque por si sola insuficiente, es la dimensión política. Las otras tres dimensiones —la civil, la liberal y la social— presuponen de todas maneras la dimensión política, en ausencia de la cual no puede hablarse de "democracia" en ningún sentido de este término. Las cuatro dimensiones, en cambio, son todas necesarias y conjuntamente suficientes para definir el paradigma de la actual democracia constitucional, con base en la cual se sustrae a cualquier poder decisional, tanto público como privado, la disponibilidad no sólo de los derechos políticos y del método democrático en la formación de las decisiones, sino del entero conjunto de los derechos fundamentales y de los otros principios constitucionales, como la división de los poderes, la independencia de la jurisdicción —tanto ordinaria como constitucional— y las varias figuras de incompatibilidad dirigidas a impedir excesos de poder y conflictos de intereses.

3.

Constitucionalismo rígido y garantías de la democracia.— Se entiende cómo esta concepción compleja y multidimensional de la democracia está en grado de superar las dos aporías generadas por su noción puramente política o formal. Sólo la imposición de límites y vínculos a los poderes de la mayoría por obra de normas constitucionales sobre-ordenadas a ellos está, en efecto, en grado no sólo de dar cuenta de la dimensión sustancial de las actuales democracias constitucionales, sino también de poner al reparo de ella misma, o sea, de los excesos de un poder de mayoría ilimitado, a la democracia política o formal misma5. Del resto, ¿no a caso el paradigma de la democracia constitucional, protegido por la rigidez de las constituciones, se ha impuesto y se ha generalizado luego de la segunda guerra mundial, luego de las terribles experiencias del nazismo y del fascismo? Se descubrió entonces que el poder de la mayoría, que incluso había permitido la llegada de las dictaduras, no garantiza la calidad sustancial del sistema político y ni siquiera la supervivencia del mismo poder de mayoría. Y se convino, por lo tanto, estipular en el pacto constitucional la indisponibilidad del pacto mismo y de sus cláusulas, comenzando por los derechos de libertad y los derechos sociales.

Creo también que el paradigma de la democracia constitucional, justamente gracias a su dimensión sustancial, está en grado de integrar y, por así decir, de reforzar la noción misma de "democracia política" y a la vez la noción, que está detrás suyo, de "soberanía popular'. Ya he sostenido esta tesis, respondiendo a Bovero en nuestra discusión sobre los derechos fundamentales, con el argumento de que los derechos de libertad y los derechos sociales, a la par de los políticos y civiles, se encuentran en la base de la igualdad, que es precisamente una igualdad en droits y aluden por lo tanto al "pueblo" entero, refiriéndose a poderes y a expectativas de todos, todavía más que el mismo principio de mayoria6. Agrego ahora, en sostén de mi re-definición, dos nuevos argumentos ligados ambos a la caracterización arriba expuesta de los derechos fundamentales como "normas sustanciales sobre la producción" de normas.

¿Qué comportan, de hecho, las dos tesis que aquí he sostenido: a) que los derechos fundamentales no son predispuestos por normas sino que ellos mismos son normas, que por lo tanto he llamado "téticas" en oposición a las "hipotéticas", que predisponen situaciones como efectos de los actos previstos por ellas, y b) que tales normas, en las democracias constitucionales, están incluidas en las constituciones como otras tantas normas sustanciales sobre la producción, de grado sobre-ordenado a cualquier otra? comportan, me parece, dos implicaciones, ambas de enorme alcance a los fines de una teoría normativa no sólo de la democracia constitucional, sino de la misma democracia política.

La primera implicación es que de la parte sustancial de las constituciones son titulares —"titulares" y no simplemente "destinatarios", porque son titulares de los derechos fundamentales conferidos por ella— los mismos ciudadanos: es más, todas las personas a las cuales los diversos tipos de derechos fundamentales son constitucionalmente adscritos. La constitución, en suma, en su parte sustancial, resulta por mi primera tesis "imputada", en el sentido técnico-jurídico del término, a todos y a cada uno, al pueblo entero y a cada persona que lo compone. De aquí su "natural" rigidez7: los derechos fundamentales y, por lo tanto, las normas constitucionales en que ellos consisten, precisamente porque son derechos de todos y de cada uno, no son suprimibles ni reducibles por la mayoría. En efecto, la mayoría no puede disponer de aquello que no le pertenece. Si todos y cada uno somos titulares de la constitución porque somos titulares de los derechos fundamentales adscritos en ella, la constitución es patrimonio de todos y de cada uno, razón por la cual, ninguna mayoría puede meterle mano sino con un golpe de estado y una ruptura ilegítima del pacto de convivencia. Por esto, una vez estipulados constitucionalmente, los derechos fundamentales no son una cuestión de mayoría y deberían estar sustraídos también al poder de revisión: o mejor, debería admitirse sólo su ampliación y nunca su restricción, ni mucho menos su supresión.

La segunda implicación no es menos importante en el plano teórico. La constitucionalización de los derechos fundamentales, elevando tales derechos a normas del ordenamiento sobre-ordenadas a cualquier otra, confiere a sus titulares —o sea, a todos los ciudadanos y a todas las personas de carne y hueso— una colocación a su vez sobre-ordenada al conjunto de los poderes, públicos y privados, que están vinculados y son funcionales al respeto y a la garantía de los mismos derechos. Es en esta común titularidad de la constitución, consiguiente a la titularidad de los derechos fundamentales, que reside, a mi parecer, la "soberanía", en el único sentido en el cual es aún lícito hacer uso de esta vieja palabra. Así, resulta ampliada y reforzada la misma noción política corriente de "democracia", defendida por Michelangelo Bovero: la democracia consiste en el "poder del pueblo", ya no simplemente en el sentido de que al pueblo y por lo tanto a los ciudadanos les corresponden sólo los derechos políticos y, por ello, el autogobierno a través de la mediación representativa, sino también en el sentido ulterior de que al pueblo y a todas las personas que lo componen les corresponde el conjunto de aquellos "contra-poderes" que son los derechos fundamentales —civiles, de libertad y sociales— a los cuales todos los poderes, incluidos aquellos de la mayoría, están sometidos. Les corresponden, en una palabra, las situaciones jurídicas supremas, a las cuales todas las otras son funcionales y están subordinadas, razón por la que no pueden ser vencidas por ninguna de las demás.

Sólo en este modo, a través de su articulación y funcionalidad a la tutela y satisfacción de los diversos tipos de derechos fundamentales, el estado democrático, o sea, el conjunto de los poderes públicos, viene a configurarse, según el paradigma contractualista, como "estado instrumento" para fines no suyos. Son las garantías de los derechos fundamentales —desde el derecho a la vida a los derechos de libertad y a los derechos sociales— los "fines" externos o, si se quiere, los "valores" y, por asi decir, la "razón social" de estos artificios que son el Estado y toda otra institución política. Y es en esta relación entre medios institucionales y fines sociales y en la consiguiente primacía del punto de vista externo sobre el punto de vista interno, de los derechos fundamentales sobre los poderes públicos, de las personas de carne y hueso sobre las máquinas politicas y sobre los aparatos administrativos, donde está el significado profundo de la democracia. En tiempos como en los que vivimos, es precisamente esta concepción garantista de la democracia la que debe ser afirmada y defendida contra las degeneraciones mayoritarias y tendencialmente plebiscitarias de la democracia representativa y sus perversiones videocráticas; o dicho en una palabra, contra la "kakistocracia" de la que habla Michelangelo Bovero.

4.

Sintaxis, semántica y pragmática de la democracia.- A mí me gusta mucho la metáfora de la "gramática" con la cual Boyero ha representado las reglas de la democracia y, con fecunda ambivalencia, del lenguaje en el cual son formulados los discursos sobre la democracia. Pienso, sin embargo, que la metáfora debería ser convenientemente desarrollada. La democracia no tiene sólo una gramática, o sea, un conjunto de reglas morfológicas, ortográficas y sintácticas acerca de las fuentes del poder y de las formas correctas de su ejercicio. Estas reglas, repito, son esenciales, de manera tal que su ausencia o violación no permiten hablar correctamente de democracia. Pero la democracia, o al menos esa específica forma de democracia que es la democracia constitucional, tiene además una sintaxis, una semántica y una pragmática.

Tiene en primer lugar una semántica, o sea, un conjunto de reglas que disciplinan ya no las formas sino los significados normativos que en las formas admitidas no pueden ser expresados: que se refieren, como se ha dicho, no al "quién" y al "como, sino al "qué cosa" es lícito o ilícito decir o no decir en formas democráticas. Son precisamente éstas las reglas que aseguran la isonomía, justamente conectada por Bovero a la idea de democracia: en efecto, la igualdad frente a la ley, o establecida por la ley, consiste esencialmente, según las palabras del articulo 1 de la Déclaration des droits del año 1789, en la "egalité en droits", que es precisamente la igualdad en los derechos fundamentales (y no ciertamente en los patrimoniales). Naturalmente, no todos los derechos fundamentales son esenciales a la democracia. Lo son seguramente los derechos políticos, a través de cuyo ejercicio se articulan las formas de la democracia política. Pero lo son también, como admite el mismo Bovero cuando habla de "condiciones externas" o de "precondiciones" de la democracia, los clásicos derechos de libertad y los derechos sociales a la supervivencia. Lo que es cierto, más allá de las diversas opiniones que se puedan tener acerca de cuáles derechos son indispensables al funcionamiento y a la supervivencia de una democracia, es que algún límite de sustancia —al menos la prohibición de suprimir democráticamente el método democrático mismo— es esencial a la democracia. ¿Por qué ignorarlo, entonces, en la definición teórica del relativo concepto?

Es cierto que, literalmente, "democracia" quiere decir "poder del pueblo", pero es precisamente la semántica de la palabra democracia la que nos impone el análisis del significado de estas palabras. Ante todo, ¿de qué "poder" estamos hablando? ¿De un poder leaibus solutus o, más bien, de un poder jurídico, o sea, sujeto al derecho? Me parece que Bovero oscila, sobre la cuestión, entre dos tesis opuestas. cuando afirma, sin ulteriores precisiones, que la democracia es únicamente "un método para tomar decisiones colectivas", parece aludir a un poder ilimitado. Pero obviamente no es así. Es Bovero mismo quien afirma que sin derechos fundamentales una democracia no nace, o no sobrevive o es pura apariencia (es una democracia "de plástico", como eficazmente la ha llamado), aludiendo así a un poder del pueblo no absoluto sino jurídico, o sea, sometido al (y limitado por el) derecho, según el modelo del gobierno ya no "de los hombres" sino "de las leyes".

Y todavía más: ¿qué significa "pueblo"? ¿Es posible, en concreto, un poder del pueblo entero? Afortunadamente no. Sabemos bien que si un pueblo fuese unánime, ello sería la señal más elocuente de la degeneración totalitaria de la democracia y, que hablar de "poder del pueblo" sirve para ocultar el pluralismo político y los conflictos de clase que atraviesan las sociedades8. Entonces, "poder del pueblo" o "democracia" quiere decir en realidad el poder de una parte del pueblo, que sea también mayoritaria, sobre el pueblo entero y, por lo tanto, también sobre esa parte que no es la mayoría y que, incluso, se encuentra en oposición y en conflicto con respecto a ella. Y es justamente para impedir que este poder sea absoluto que la democracia política, para no contradecirse a sí misma, debe incorporar "contra-poderes" de todos, incluso de la minoría, orientados a limitar los poderes de la mayoría. Estos contra-poderes, que no se advierte por qué no deban ser configurados también ellos como "poderes del pueblo" (o "democrácticos"), son precisamente los derechos fundamentales, gracias a los cuales todos y cada uno están tutelados de las invasiones y de los arbitrios de una parte del pueblo sobre las otras.

En segundo lugar, la democracia tiene también una pragmática, o sea, un conjunto de reglas compartidas y por ello idóneas para asegurar un cierto grado de efectividad. Y tienen también una pragmática los discursos sobre la democracia y las teorías de la democracia, cuyo efecto no secundario es el de crear y valorar, en la cultura política y en el sentido común, las imágenes y por ende el sentido mismo de la democracia. Pretendo decir, teniendo en cuenta el carácter convencional de nuestras definiciones, que no es irrelevante el tipo de imaginario que ellas sugieren y alimentan. Pero entonces —si con Bovero estamos de acuerdo sobre la sustancia de la teoría de la democracia y, por lo tanto, sobre el valor de los límites y de los vínculos de contenido impuestos por las constituciones al método democrático en garantía de su misma supervivencia— me pregunto, y pregunto a Bovero, si no es oportuno hoy, más que nunca, incluir aquellos límites y aquellos vínculos en la definición teórica de "democracia". Me pregunto si la "kakistocracia" que Bovero ha ilustrado9 no depende precisamente de la (inevitable) degeneración, en ausencia de adecuados límites y controles, de la democracia política por él identificada con la democracia tout court: si, en otras palabras, el constante empeoramiento del "gobierno de los peores" al cual estamos asistiendo en tantos de nuestros países no sea un efecto perverso propio del deterioro en el sentido común —todavía antes que en concretas mutaciones institucionales— del valor de la constitución y de las garantías impuestas por ella a los poderes democráticos de la mayoría.

Es también verdad, como afirma Bovero, que la noción puramente formal de "democracia" tiene a sus espaldas una tradición milenaria, desde la Grecia antigua hasta hoy, y que es compartida por el pensamiento político dominante. Pero precisamente en este sentido puramente formal, se podría objetar, la democracia raramente ha existido y casi nunca ha sobrevivido. No ha existido en la Grecia antigua, en la cual no existía el sufragio universal y en la que ciertamente no todo el pueblo participaba en el gobierno de la ciudad. No ha existido en el viejo estado liberal en el cual el sufragio universal estaba limitado a escasas oligarquías. Y cuando ha existido, como en italia y en Alemania a comienzos del novecientos luego de la introducción del sufragio universal masculino, justamente por la ausencia de límites ella cayó bajo los golpes del fascismo y del nazismo. ¿No son acaso suficientes estas terribles lecciones de la historia para hacernos modificar el sentido puramente formal de la democracia? ¿No es tal vez a continuación de ellas que la democracia tomó, por así decir, nueva consciencia de sí misma y de los propios limites, elaborando —con la proclamación de un solemne "nunca más", en las constituciones de la postguerra— las garantías, propias de la actual democracia constitucional, de la rígida sujeción de los poderes públicos a los derechos fundamentales?

Es en esta perspectiva que, invirtiendo provocativamente los significados tradicionalmente asociados a "democracia formal" y a "democracia sustancial", he llamado "democracia sustancial" —porque se refiere a la sustancia de las decisiones— al conjunto de límites y vínculos impuestos por los derechos y por los principios constitucionales tanto a la validez de las leyes como a la democracia política. En el léxico tradicional, en efecto, el adjetivo "formal" ha sido generalmente asociado a las reglas del estado de derecho y de la democracia parlamentaria, mientras "sustancial" lo ha sido a la "verdadera" democracia, o al menos a la máxima participación popular. Sobre la base de las definiciones propuestas por mí, en cambio, también la democracia directa, teniendo que ver con la forma de las decisiones, es "formal", mientras es "sustancial" —al consistir en límites y vínculos sustanciales, o sea, de contenido— el paradigma del estado constitucional de derecho y de los derechos fundamentales, de libertad y sociales, incluidos en las constituciones. En este sentido, con aparente paradoja, los máximos factores de la democracia formal fueron Rousseau y Lenin, que fundaron la legitimidad política el uno sobre la voluntad general y el otro sobre la dictadura del proletariado. Por lo demás, también se han invertido, en los últimos cincuenta años, los valores políticos y sociales de la democracia política y del estado de derecho. Hasta la mitad del siglo pasado el estado de derecho, a causa de su carácter sólo liberal, parecía reflejar, prevalecientemente, los intereses de conservación propios de los restringidos grupos dominantes, mientras era a la democracia política que se le confiaban a través de la participación de las grandes masas en los poderes públicos, las perspectivas de progreso y de tutela de los sujetos más débiles. Hoy, en nuestras sociedades así llamadas "de los dos tercios", en las cuales las mayorías son tendencialmente conservadoras, es en cambio el estado constitucional de derecho extendido a los derechos sociales el que se configura —contra las formas mayoritarias de la democracia política— como la principal fuente de tutela de los sujetos débiles y, al mismo tiempo, como la dimensión más progresiva de los sistemas políticos, no acaso constante y pesadamente amenazada por la actual kakistocracia.

Notas

* Traducción de Nicolás Guzmán, Universidad de Buenos Aires.

1 M. Bovero, Diritti fondamentali e democrazia nella teoria di Ferrajoli. Un consenso complessivo e un dissenso specifico, en "Teoria politica", n. 3, 2000, págs. 19-40,reimp. con el título Diritti e democrazia costituzionale, en L. Ferrajoli, Diritti fondamentali. Un dibattito teorico, a cargo de E. Vitale (2001), trad. esp. con el título Derechos fundamentales y democracia en la teoría de Ferrajoli. Un acuerdo global y una discrepancia concreta, en L. Ferrajoli, Los fundamentos de los derechos fundamentales, trad. esp. a cargo de A. de Cabo y G. Pisarello, Trotta, Madrid, págs. 215-242. Recuerdo también, sobre el mismo tema, las críticas que me ha dirigido M. Bovero, La filosofia politica di Ferrajoli, en Le ragioni del garantismo. Discutendo con Luigi Ferrajoli, a cargo de L. Gianformaggio, Giappichelli, Torino, 1993, págs. 399-406. Las tesis sostenidas por mí -tanto las criticadas por Bovero como aquéllas con las que respondo a sus críticas- se encuentran en Diritto e ragione. Teoria del garantismo penale (1989), trad. esp. de P. Andrés lbánez, A. Ruiz Miguel, j. C. Bayón Mohino, j. Terradillos Basoco y R. Cantarero Bandrés, Derecho y razón. Teoría del garantismo penal, Trotta, Madrid, 1995, pág. 864 y ss. ; Le ragioni del garantismo, cit., págs. 505-508; Los fundamentos, cit., págs. 35-40, 167172 y 339-355.

2 Derechos fundamentales y democracia, cit., págs. 236-239.

3 cfr. A. Pintore, Diritti insaziabili, en "Teoria politica", n. 2, 2000, págs. 3-20, ahora traducido al español con el título Derechos insaciables, en L. Ferrajoli, Los fundamentos, cit., págs. 243-265

4 Me remito a Derecho y razón, cit., págs. 855-868, 875, 883-884; Il diritto come sistema di garanzie (1993), trad. esp. de P. Andrés Ibáñez y A. Greppi, El derecho como sistema de garantías, en Derechos y garantías. La ley del más débil, Ed. Trotta, Madrid, 2a ed., 2001, págs. 15-36; Los fundamentos, cit., págs. 35-40, 167-172 y 339-355.

5 El mismo discurso puede repetírse para la dimensión económica de la democracia, fundada sobre aquellos específicos "derechos-poderes" que son los derechos civiles. Sólo la limitación de estos poderes a través de su sujeción al derecho, y en particular a los derechos fundamentales, está en grado de poner al reparo de sí mismos, o sea, de los excesos de un poder económico ilimitado, tanto al mercado mismo como a la democracia civil misma.

6 Los fundamentos, cit., págs. 345-347.

7 La expresión es de A. Pace, La "naturale" rigidità delle costituzioni scritte, en "Giurisprudenza costituzionale", 1983, págs. 4085 y SS., según la cual una constitución no rígida sino flexible, o sea, derogable por la ley ordinaria, no es en realidad una constitución. Véase también, de A. Pace, La causa della rigidità costituzionale, Cedam, Padova, 1996.

8 Se adaptan plenamente a esta expresión las palabras con que Hans Kelsen polemizó contra la idea, sostenida por Carl Schmitt, del carácter unitario de la representación por obra de un Presidente elegido por el pueblo; "El verdadero significado de la doctrina del pouvoir neutre del monarca que Schmitt adapta al jefe de estado republicano es, en efecto, éste, o sea, que debe enmascarar el contraste de intereses, efectivo y radical, que se expresa en la realidad de los partidos políticos y en la realidad, todavía más importante, del conflicto de clase que está detrás de ellos. En términos pseudo-democráticos, la fórmula de esta función suena más o menos así: el pueblo que forma el estado es un colectivo unitario homogéneo y tiene, por lo tanto, un interés colectivo unitario que se expresa en una voluntad colectiva unitaria" (H. Kelsen, Wer soll der Hüter der Verfassung Sein? (1930-31), trad. it. de C. Geraci, Chi debe essere il custode della costituzione?, en H. Kelsen, La giustizia costituzionale, Milano, Giuffrè, 1981, pág. 275).

9 M. Boyero, Contro il governo dei peggiori. Una grammatica della democrazia, Laterza, Roma-Bari, 2000.

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