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Detrás de la tolerancia*

Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 19, 2003

Instituto Tecnológico Autónomo de México

Mark Platts

Instituto de Investigaciones Filosóficas, UNAM, México

1

La historia de los distintos modos de concebir la tolerancia ha sido determinada en gran parte por la historia paralela de las intolerancias religiosas, desde los tiempos de guerra entre las tribus del Imperio persa hasta el presente mexicano. Herodoto, "padre de la historia" e inventor de una de las primeras frases políticamente incorrectas ("ningún espartano podría resistir un soborno"), observó que había algunas tribus del Imperio persa que enterraban a sus muertos, mientras que otras los incineraban; cada grupo creía que la práctica del otro era bárbara. En los últimos años se han abierto oficialmente en México 327 expedientes por intolerancia religiosa,1 en tanto que, en octubre de 2001, "indígenas evangélicos que viven en la colonia La Esperanza, ubicada al norte de San Cristóbal de las Casas, Chiapas, manifestaron su inconformidad por la presencia de un grupo de musulmanes que hace proselitismo religioso en ese lugar desde hace dos años".2

Quizá sea correcto afirmar que "las tres esferas principales en las cuales el principio de tolerancia se ha mantenido vigente son la religión, el sexo y la expresión";3 pero es difícil soslayar la sospecha de que la necesidad de dicho principio en relación con las dos últimas esferas se debe sustancialmente a sus fracasos dentro de la otra. ¿Es una mera coincidencia que la siguiente carta haya sido publicada en el semanario católico de información Desde la fe?

Aparentemente, dizque como solución, van a cambiar de horario de programación los famosos "talk show" y así, suponen, se disminuirá el expendio de morbo, que ahora se da a borbotones en horarios en que los niños y jóvenes ven la televisión. No creo que ésa sea la solución. Ésta estaría en su definitiva desaparición. Y al decirlo así, habrá quienes me acusen de pretender coartar la libertad de expresión, de manifestación de "ideas". Pero no es así, porque lo que exhiben estos programas, amparados, precisamente, en la libertad de expresión, repugna al más elemental sentido común, viola toda ética moral y ensucia las mentes de quienes los ven. Por sobre el interés comercial debe, lo creo firmemente, prevalecer la salud pública. Así es que, insisto, deberían desaparecerlos.4

Aún más extraña que esa referencia a "la salud pública" es la teoría sobre los sucesos del once de septiembre propuesta por el reverendo Jerry Falwell, conocido predicador y amigo desde hace mucho tiempo de la familia del actual presidente de Estados Unidos. Entre las personas y las agrupaciones señaladas por el reverendo Falwell como parcialmente responsables de aquellos sucesos se encuentran "los páganos, los abortistas, y las feministas, y los gays y las lesbianas".5 ¿Cómo puede entenderse ese intento de atribuir algún grado de responsabilidad a, digamos, las lesbianas, frente a una manifestación tan deplorable del más puro fanatismo religioso? (¿Qué otra cosa podría explicar el estado mental de un piloto que conduce su avión sin vacilación directamente hacia un edificio?) La explicación, según el reverendo Falwell, reside en el hecho de que las lesbianas, junto con organizaciones como la American Civil Liberties Union, están tratando de "secularizar" Estados Unidos y de construir "un estilo de vida alternativo"; las acciones de esas "fuerzas de secularización" han provocado que Dios "retire su manto protector de Estados Unidos". Otros podríamos sospechar que la mejor explicación del intento del reverendo Falwell reside en una mezcla extraordinaria de su propio fanatismo religioso y su "tolerancia" de creencias religiosas distintas, pero que sin embargo comparten los elementos clave de la supuesta "moralidad sexual" del reverendo. San Agustín de Hipona puede descansar más en paz que John Locke: en el país que vio nacer la Carta sobre la tolerancia, hoy en día los jueces han decidido tratar la blasfemia como un ejemplo de "responsabilidad objetiva", es decir, un caso en el que no hay ninguna defensa en términos de las intenciones del acusado, tampoco en términos de otros aspectos mentales suyos como la ignorancia.6

Se requiere una estructura de explicación semejante por lo menos para muchos otros casos de intolerancia. Alguien que combine las intolerancias del reverendo en la esfera de la conducta sexual con ciertas creencias epidemiológicas ingenuas podría fácilmente llegar a pensar que las personas seropositivas por el virus de la inmunodeficiencia humana (el VIH) "deberían estar en una isla donde no infecten a los demás", que "se les debe tener en cuarentena", y que si pasan la línea de seguridad establecida "se les debe disparar a matar". Las frases citadas fueron pronunciadas hacia mediados de 2001 por el señor Omar Ancona Capetillo, entonces presidente interino de la Comisión Estatal de Derechos Humanos de Yucatán.7 Cuando los "defensores" de los derechos humanos piensan así, quizá no sean de sorprender los asesinatos por homofobia (en un porcentaje significativo de los cuales ocurre también la violación de la víctima), tampoco los casos de personas que mueren a consecuencia del sida sin recibir ninguna atención médica en varios hospitales yucatecos dependientes del Ejecutivo estatal.8 El odio hacia las personas con "vidas sexuales desordenadas", o simplemente hacia las personas que disfrutan de su vida sexual, sirve con frecuencia como un puente —con circulación en ambos sentidos— entre los fanatismos religiosos y las intolerancias "médicas".

2.

Cuando no son risibles las opciones vertidas por el reverendo Falwell y el señor Ancona, resultan simplemente indecentes; pero su aparición constituye un riesgo más sutil para los demás: el riesgo de que nos regodeemos en nuestra supuesta "superioridad moral". No es necesario ser el reverendo Falwell para padecer homofobia, tampoco hay que ser el señor Ancona para gloriarse de la intolerancia frente a las personas que viven con el VIH o el sida; para ser antisemita no es necesario asemejarse a Hitler, tampoco hay que ser violador para ejemplificar el machismo. Felicitarnos por lo que no somos, prolongar nuestra suficiencia, reforzar nuestra inmunidad contra la autocrítica: todo ello se alimenta de la contemplación reconfortante del vicio ajeno, de gente aparentemente aún más miserable que nosotros. La consecuencia de esa alimentación es que esquivamos la pregunta primordial: ¿cuáles son, para nosotros y en nosotros, las manifestaciones de las intolerancias que tan rápidamente censuramos en otros?

Permítaseme ofrecer un ejemplo de las dificultades que esto plantea. Recientemente asistí a un simposio sobre los aspectos científicos y clínicos del VIH-sida; a petición de los asistentes de años anteriores, este año el simposio incluía una mesa redonda sobre bioética y sida. De los otros participantes —todos médicos distinguidos—, la mayoría había escogido hablar sobre algunos problemas éticos que pueden surgir en relación con los protocolos de investigación clínica sobre el VIH-sida. Algunos de los problemas tratados en ese contexto —el tema, por ejemplo, de la posible continuación gratuita de un tratamiento exitoso, una vez terminado el protocolo— son de gran importancia. Sin embargo, esos problemas están lejos de ser distintivos del VIH-sida; además, haber elegido tal temática y la manera de abordarla trajo como consecuencia que esos participantes hayan logrado hablar de "bioética y sida" sin siquiera mencionar la penumbra perniciosa de actitudes y prácticas negativas —como la intolerancia, la discriminación, el prejuicio, la estigmatización y el silencio obligado— que existen en torno al VIH y el sida, tanto por parte de la sociedad general, como por parte de familiares, colegas y patrones de los afectados, investigadores y trabajadores de la salud, y los responsables de las políticas de salud pública.

Si bien tal descuido podría haber sido una nueva manifestación de intolerancia, lo poco que sé sobre los médicos en cuestión me indica la necesidad de buscar otras hipótesis en este caso: quizá crean que se ha ganado la batalla en contra de las actitudes y prácticas negativas en torno al VIH-sida, por lo menos en relación con las comunidades médicas y científicas representadas en el simposio; tal vez crean que la mejor manera de "no moralizar" el fenómeno del VIH-sida es no hablando de la insensata "moralización" de la sexualidad; o quizá crean que su área de contribución competente en relación con "bioética y sida" se restringe a los problemas y las metodologías elegidos.

Hasta en este último caso estaría en desacuerdo con tales creencias. Pero lo que quisiera subrayar aquí es la enorme dificultad que supone determinar cuál de las cuatro hipótesis mencionadas capta mi desacuerdo con esos médicos (desde luego, también hay otras hipótesis posibles). Y subrayo esa dificultad no sólo con objeto de que seamos más cautelosos en nuestros juicios sobre los demás, sino también para promover la tarea mucho más difícil de abrir los ojos y dirigir la mirada hacia nosotros mismos.

3.

Una buena pregunta en la filosofía del lenguaje es hasta qué punto un entendimiento reflexivo de nuestro discurso cotidiano poco reflexivo sobre las intolerencias podría ayudarnos con la tarea que acabamos de identificar. De todos modos, la búsqueda de tal entendimiento reflexivo enfrenta un obstáculo singular: es mucho más fácil determinar lo que la tolerancia no es, que determinarla de manera positiva. En la terminología cartesiana —pero sin el significado teórico correspondiente— es mejor empezar con la búsqueda de una idea distinta de la tolerancia que de una idea clara de ella.

Se ha señalado a menudo que la tolerancia no debe confundirse con la indiferencia: mi extrema falta de interés por la vida de mis vecinos no pone de manifiesto ningún grado de tolerancia de mi parte. En cuanto a esto, la tolerancia se asemeja al respeto por la autonomía de los demás, a la idea de que debemos dejar a los agentes competentes tomar las decisiones importantes para su propia vida según sus propios valores, deseos y preferencias, libres de coerción, manipulación o interferencias: la indiferencia tampoco es una manifestación de tal respeto. Sin embargo, hay que distinguir por lo menos tres ideas que pueden estar involucradas en el uso del término "indiferencia": la falta de interés en un tema (e incluso el aburrimiento o fastidio); la suspensión de todo "juicio evaluativo" (e incluso de "juicio condenatorio"); y el equilibrio del "juicio evaluativo", la creencia de que algo es tan bueno como malo. La tolerancia tampoco debe confundirse ni con la ignorancia ni con la cautela evaluativa: no hay manifestación de tolerancia ni en mi ignorancia sobre la vida de mis vecinos ni en mi pensamiento, concerniente a algún juicio negativo sobre uno de ellos, de que mi juicio, como todos los juicios evaluativos, podría resultar equivocado, y que por lo tanto no debería influir en mis acciones, ni lingüísticas ni de otro tipo. El elemento ausente en aquellas otras ideas —un elemento clave en los casos centrales que ejemplifican la idea distinta de la tolerancia y que sirve para acercarnos a una idea clara de ella— parece ser la noción de aceptar algo aunque lo desaprobemos. Pero habrá que añadir de inmediato que la resignación —reconocer el hecho de que somos impotentes ante la existencia de cierto fenómeno— tampoco puede considerarse una manifestación de tolerancia.

Quizá no sea necesario insistir en las diferencias entre la tolerancia y las muy diversas manifestaciones de una presunta "superioridad moral" que lleva a sus portadores a mimar a los mortales menores. (Misteriosamente, una fingida "ironía" —calamitosamente mal entendida—suele acompañar este aire condescendiente de superioridad.) Tampoco es difícil reconocer la utilidad tan restringida de la invocación en este contexto de la doctrina de que deberíamos respetar a todas las personas por igual. La respuesta correcta, bien entendida, a tal doctrina es simple: hay que respetar a las personas respetables, las personas que merecen respeto (que no son muchas); pero lo que hay que respetar más ampliamente son los derechos de las personas, incluido el derecho al ejercicio de la autonomía (o, en su ausencia, el bienestar de las personas no competentes para tal ejercicio [que son pocas]). Pero el tema de la tolerancia y sus límites es precisamente el tema de cuándo no hay que "respetar" esos derechos (o cuándo estos dejan de existir).

4.

Sin aventurarnos en el territorio austiniano con respecto a qué concepto —tolerancia o intolerancia— es el que manda, se podría avanzar un poco más si dirigiéramos la atención a la cuestión de lo que no es la intolerancia. Bernard Williams escribió:

Si un grupo simplemente odia a otro, como en una vendetta entre clanes o en los casos de puro racismo, no es realmente tolerancia lo que se necesita: los involucrados tienen más bien que deshacerse de su odio, de su prejuicio o de sus recuerdos implacables. Si estamos pidiendo a la gente que sea tolerante, estamos pidiéndole algo más complicado que esto.9

Al parecer, Williams pretende explicar esta diferencia entre intolerancia y, digamos, "puro" odio recurriendo al punto que acabamos de plantear: para que se trate de un problema de tolerancia, es necesario que haya algo que se tolere; tiene que haber alguna creencia o práctica o forma de vida que un grupo considere (por fanático o poco razonable que esto sea) errónea, equivocada o indeseable.

Sin embargo, dicha condición parece quedar satisfecha —tomando en serio la frase "por fanático o poco razonable que esto sea"— cuando menos en muchos casos de "puro" odio: pese al carácter casi fisiológico de sus reacciones, el racista puro y simple sí piensa que hay algo "indeseable" en, por ejemplo, la forma de vida de la raza odiada (de hecho, en su mera existencia). Tal vez Williams haya tenido razón al pensar que hay casos de puro odio sin, por decirlo de algún modo, contenido proposicional, sin que en ellos intervenga ningún pensamiento mínimamente específico; pero el pensamiento que él menciona —de indeseabilidad, etc.— tiene un contenido demasiado débil, sospecho, para que pueda establecer la deseada distinción con la intolerancia. Lo que se necesita para este propósito, creo yo, es algo como lo siguiente: que en los casos de intolerancia (a diferencia de los de "puro" odio), la persona intolerante no sólo juzgue que hay algo indeseable (o erróneo o equivocado) en cierta creencia, práctica o forma de vida de alguna persona o grupo, sino también que el rasgo indeseable (o erróneo o equivocado) es responsabilidad de la persona o grupo odiados.

Una manera en que se puede tratar de desplazar la discusión del ámbito de la intolerancia el del puro odio consistiría en, como Williams lo advirtió, intentar establecer la ausencia de todo juicio, todo pensamiento proposicional, en lo que concierne a la indeseabilidad, etc., de las creencias, las prácticas, etc., de aquellos que están siendo objeto de rechazo; pero otra manera de tratar de hacer una jugada equivalente sería intentar establecer la falta de responsabilidad, de parte de los rechazados, por los rasgos que se juzgan indeseables. Si esta segunda tentativa culmina con éxito y sin embargo se sigue rechazando a la gente en cuestión, esto nos mostrará que estamos ante un caso de puro odio o algo similar, en el que "no es realmente tolerancia lo que se necesita"; sin presuponer la atribución de responsabilidad, lo que "estamos pidiendo" es algo que dista de ser complicado (al menos hablando desde un punto de vista filosófico) —sería más bien como el caso en que se pide a alguien que trate de liberarse de su odio por los murciélagos y por el trino de los pájaros al amanecer, en el cual no hay ninguna noción interesante de tolerancia que sirva para caracterizar qué es aquello que estamos pidiendo. Me parece que los casos de indeseabilidad sin responsabilidad se acercan más a los de puro odio, en los cuales la respuesta adecuada puede ser que la gente "se deshaga de su odio", que a los casos de intolerancia, en los cuales la respuesta adecuada puede ser que se siga juzgando que hay responsabilidad por lo indeseable, mientras que se soporta la existencia de ese otro grupo diferente.

Por supuesto, nada de esto me compromete a negar la importante tesis de Williams de que en la práctica "suele haber una frontera muy tenue o borrosa entre el mero tribalismo o la lealtad al clan y las diferencias de puntos de vista o convicción" (ibid., p. 20); creo simplemente que existen dos fronteras tenues o borrosas que hay que atravesar. Desde luego, la segunda frontera, determinada por la (supuesta) ausencia o presencia de responsabilidad, puede ser tan difícil de detectar en la práctica como la considerada por Williams: tal vez aún más, dados los caprichos en la atribución de responsabilidad que tan bien ha discutido en otro texto el propio Williams.10 Con todo, sigue siendo cierto que el odio se presta a proyectarse con bastante más facilidad en términos de una supuesta indeseabilidad que en términos de una supuesta responsabilidad.

5.

Hace unos años distinguí entre un uso del verbo "tolerar", según el cual equivale a la idea de soportar o aguantar algo evidentemente no deseado, indeseable, equivocado o incluso despreciable, y otro uso para el cual la clave es la idea de estar en favor de por lo menos gran parte de la enorme diversidad que nos presenta el mundo humano, la de dar gracias por el hecho de que no toda la gente es como uno mismo, la idea de querer promover, dentro de ciertos límites más o menos claros, esa pluralidad como algo que enriquece la vida colectiva.11

De modo semejante —pero con otros propósitos teóricos y prácticos— Ulises Moulines ha querido defender lo que él llama el principio del "Valor Intrínseco de la Pluralidad del Ser":

es algo bueno, que hay que preservar, o hasta fomentar en la medida de lo posible, el que haya muchas cosas de muy diversos tipos en el universo. De ello se desprende como corolario que si una cosa existe y no me causa ningún perjuicio, o a lo sumo sólo pequeñas molestias, no tengo por qué empecinarme en destruir su existencia; la destrucción de una entidad sólo está justificada para evitar un daño considerable o para promover un bien muy superior.12

A Moulines este principio le parece "éticamente evidente"; pero por si hay alguien renuente a aceptarlo, ofrece un argumento "en realidad estético":

es más bello o atractivo un mundo en el que haya muchas cosas de muy diverso tipo que un aburrido mundo en el que haya sólo pocas cosas de pocos tipos.

No quisiera meterme aquí con la presunción de una distinción nítida entre las consideraciones morales y estéticas, ni con la concepción que Moulines tiene de los "argumentos estéticos", ni siquiera con las condiciones —demasiado fáciles de satisfacer— en las cuales Moulines permitiría "la destrucción de una entidad"; el problema que me interesa ahora es otro.

Tal vez la actitud mencionada en favor de la pluralidad podría emplearse como parte de la dilucidación de la idea de tolerancia como rasgo de la personalidad (en un sentido, la "virtud" de la tolerancia); pero mi intento anterior de usarla para identificar una idea de conducta tolerante fracasa, me parece ahora, por la simple razón de que no toma en cuenta el elemento distintivo de que el fenómeno tolerado debe ser objeto de nuestra desaprobación. Una dificultad semejante parece surgir cuando, por otro lado, se intenta utilizar la idea de la actitud favorable a la pluralidad, que antes mencionamos, para ofrecer alguna razón en favor de la conducta tolerante, una dificultad que da lugar a una "paradoja de la tolerancia": si hay razones suficientes para ser tolerante ante determinado fenómeno, ¿cómo podría ese fenómeno ser objeto de desaprobación? ¿Cómo puede suceder que las razones en favor de que se tolere no constituyan razones para quitarle al fenómeno nuestra desaprobación? Por ejemplo: si el principio del "Valor Intrínseco de la Pluralidad del Ser" nos proporciona razones suficientes para tolerar a alguna etnia distinta, ¿cómo es posible que continúe razonablemente nuestra desaprobación de esa etnia? Las mismas consideraciones que hacen que la tolerancia sea algo deseable parecen hacerla no sólo algo innecesario, sino también imposible.

Las preguntas acerca de la mera posibilidad de algún fenómeno —más exactamente, acerca de sus condiciones de posibilidad— son característicamente filosóficas; no obstante, tales interrogantes abarcan un espectro amplio: desde la pregunta kantiana sobre la posibilidad de conocer los objetos fuera de la mente, frente a la cual pocos son verdaderamente escépticos (si es que hay alguien que lo sea), hasta la pregunta, digamos, sobre la posibilidad de que surjan acciones que pongan de manifiesto la debilidad de la voluntad, respecto de la cual muchos han pasado de una actitud inicialmente escéptica hasta llegar a negar su posibilidad. De hecho, hay una analogía inquietante entre la debilidad de la voluntad —los casos en los cuales un agente ejecuta cierta acción (crea cierto fenómeno) aun cuando tenga la creencia de que podría haber ejecutado otra acción mejor (haber creado otro fenómeno mejor)— y la tolerancia, los casos en los cuales un agente acepta la existencia de cierto fenómeno, aunque lo desapruebe y aun cuando crea en su capacidad de eliminar, o por lo menos de controlar, su existencia. Toda analogía tiene sus limitaciones, por supuesto; pero lo inquietante en este caso es que las teorías que mejor establecen la posibilidad de la debilidad de la voluntad sirven también para establecer su irracionalidad. ¿Acaso resultará que la mejor manera de demostrar que la tolerancia es posible conlleva su irracionalidad?

6.

Éste no es el lugar apropiado para tratar de mitigar las inquietudes que acabo de mencionar. Hoy en día, para muchas culturas, la tolerancia, así como la educación y hasta la "salud pública", representan vacas sagradas. Una de las tareas más importantes para los filósofos consiste en cuestionar lo sagrado de las vacas sagradas contemporáneas, dudar de lo indudable. A veces la tarea resulta frustrante, en parte porque las vacas sagradas suelen sobrevivir a los filósofos. Pero aun así el filósofo puede encontrar sus consuelos.

El sabio historiador Gibbon comentó:

Sólo la filosofía puede alardear (y tal vez no sea más que un alarde de la filosofía) de que su delicada mano es capaz de erradicar de la mente humana el principio latente y mortífero del fanatismo.

Citar este comentario aquí podría parecer un poco irónico: ¿acaso en estas páginas no ha planteado un filósofo varios problemas de diversos tipos que atañen a la tolerancia, precisamente la alternativa a "el principio latente y mortífero del fanatismo"? Pero tampoco hay que ser un fanático de la tolerancia, es decir, no hay por qué mostrar un entusiasmo ciego y poco razonable en relación con ella.

Wittgenstein definió una vez la palabra "cultura", en el sentido que se le da cuando se habla de una persona con cultura, como "una sensibilidad hacia los problemas", que interpreto como la capacidad de reconocerlos, de reconocer que algo es problemático, la capacidad de reconocer cuán difíciles son los problemas reconocidos, y la capacidad de pensar sobre ellos de manera razonable, con razones. Creo que el objetivo primordial de una "educación filosófica" debería ser, precisamente, inculcar "cultura" en ese sentido: como Gibbon, no conozco mejor opción para prevenir que se siembre el "principio del fanatismo", y solamente en apariencia es paradójico que la sensibilidad en cuestión puede dirigir su mirada desapasionada hacia la mismísima tolerancia.

Notas

* Traducción del inglés por Laura E. Manríquez.

1 La Jornada, 26 de septiembre de 2001.

2 Ibid., 6 de octubre de 2001.

3 David Heyd, "Introduction", en Heyd (comp.), Toleration, Princeton, Nueva Jersey, 1996, p. 9.

4 Desde la fe, 6 de agosto de 2000.

5 Citado en Private Eye, Londres, 21 de octubre de 2001.

6 Geoffrey Robertson, The Justice Game, Londres, 1998

7 La Jornada, 15 de julio de 2001.

8 Ibid., 17 de agosto de 2001.

9 "Toleration: An Impossible Virtue?", en Heyd (comp.), op. cit., pp. 18-27, p. 19.

10 Shame and Necessity, Berkeley y Los Ángeles, 1993.

11 Mark Platts, Sobre usos y abusos de la moral, México, 1999, p. 61.

12 "Manifiesto nacionalista (o hasta separatista, si me apuran)", Diánoia XLVI, mayo de 2001, p. 102.

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