¿Quién tiene la culpa y quién puede culpar a quién? Un diálogo sobre la legitimidad del castigo en contextos de exclusión social

Who is Blameworthy, and Who can Blame Whom? A Dialogue about the Legitimacy of Punishment in the Face of Social Exclusion

Gustavo A. Beade
Universidad de Buenos Aires, Argentina
Rocío Lorca
Universidad de Chile, Chile

¿Quién tiene la culpa y quién puede culpar a quién? Un diálogo sobre la legitimidad del castigo en contextos de exclusión social

Isonomía, núm. 47, 2017, pp. 135 -164

Recibido: 20 abril 2017

Aceptado: 12 septiembre 2017

Resumen : El artículo expone dos visiones acerca de la legitimidad del castigo en contextos de exclusión social. En la primera parte, uno de los autores defiende la idea de que los Estados que incumplen con obligaciones legales previas no pueden inculpar a quienes cometan delitos vinculados con ese incumplimiento. No pueden hacerlo porque no tienen el estatus moral para hacerlo de acuerdo a dos objeciones: la de complicidad y la de hipocresía. En la segunda parte, la segunda autora critica esta solución al sostener que la falta de reciprocidad que caracteriza a la relación política vuelve inaplicables las objeciones de hipocresía y complicidad al ámbito del castigo penal estatal.

Palabras clave: Castigo, exclusión, culpa, hipocresía, complicidad.

Abstract: The article presents two views about the legitimacy of punishment in contexts of social exclusion. In the first part, one of the authors defends the idea that states that do not comply with previous legal obligations cannot blame those who commit crimes related to this non-compliance. They cannot do it because they do not have the sufficient moral standing to blame according to two objections: complicity and hypocrisy. In the second part, the second author criticizes this solution and argues that because a central feature of the political relationship is its lack of reciprocity, the objections of hypocrisy and complicity are inapplicable to legal punishment.

Keywords: Punishment, exclusion, blame, hypocrisy, complicity.

I.

Durante los últimos años la omisión del Estado en la satisfacción de los derechos sociales (e.g. vivienda, salud, educación, trabajo) ha sido cuestionada por los ciudadanos que la sufren mediante distintos tipos de protestas. Quienes se organizan y protestan pertenecen, en su mayoría, a grupos desaventajados que no tienen demasiadas alternativas para hacer público su reclamo. Estos grupos de personas se encuentran a la espera del cumplimiento de promesas políticas que, muchas veces, son incumplidas. Es decir, que ante el incumplimiento de la promesa, estos ciudadanos intentan, por distintos medios, lograr que el compromiso se cumpla. La alternativa de recurrir a la protesta, en estas circunstancias, es la única opción viable. Sin embargo, y en general, este tipo de protestas son reprobadas por los ciudadanos que no forman parte del grupo que reclama y son abordadas por el Estado mediante el uso de la violencia y/o del derecho penal. Quienes reclaman son, a menudo, sometidos a procesos penales y en ocasiones también castigados penalmente. En este trabajo intento responder dos preguntas a partir de la siguiente premisa: si el Estado es el que causó, mediante su conducta omisiva, la situación en la que se encuentran quienes protestan, ¿Puede reprocharle a los ciudadanos sus conductas posteriores? ¿Puede castigarlos penalmente? Mi intuición es que el Estado tiene un problema y es que no tiene el estatus moral suficiente para eso. En lo que sigue intentaré defender este argumento.

1. Postergados, olvidados e inculpados

En comunidades como las nuestras se presentan situaciones similares a estas que describo a continuación. Pensemos en un grupo de personas que pertenecen a distintos grupos desaventajados (migrantes, pobres, mujeres solas con hijos) que viven en una situación de pobreza grave y que le exigen hace un tiempo al gobierno local el cumplimiento de su promesa de construir viviendas para ellos. Luego de años de incumplimiento, deciden usurpar un parque público. Supongamos que este parque público, además está abandonado hace años por el propio gobierno y utilizado, sólo ocasionalmente, por los vecinos de la zona.

Este grupo de personas actúa ante una situación de desesperación acuciante en la pretensión de lograr para su familia, al menos, un lugar decente para vivir. Esto supone dejar de vivir en las casillas y bajo los puentes que habitan al momento de la usurpación. La necesidad de obtener una vivienda digna para vivir junto a su familia los lleva a instalarse directamente en el parque con algunas de sus pertenencias y con sus hijos. Su objetivo es construir, de a poco, viviendas para todas las familias en el parque. Este grupo de personas, no recibe ningún tipo de ayuda, y su situación de pobreza es estructural y ha sido provocada por decisiones en las que ellos no participaron. Esto quiere decir que su situación no es por su culpa. Debido a la falta de una respuesta estatal, poder concretar su objetivo es visto por ellos como algo legítimo y justificado moralmente. Este caso se parece a muchos de los que hemos tenido conocimiento en los años recientes. Las respuestas que se han dado ante estas situaciones han sido bastante similares y, en resumidas cuentas, incluyen el uso de la fuerza y el derecho penal. Por esta razón, lo primero que me interesa mostrar del caso es algunas de las posibles respuestas para justificar la criminalización de la usurpación.

a) La criminalización de la usurpación: desalojo y proceso penal

La usurpación de un terreno es un delito que consiste, básicamente, en ocupar ilegítimamente una propiedad ajena. Es por eso que después de la usurpación interviene el derecho (penal). En el caso podría haber sucedido que los ocupantes hubieran sido desalojados y procesados por la comisión del delito de usurpación. La primera pregunta que hay que responder es por qué esto es un delito y no un reclamo para exigir el cumplimiento del derecho a la vivienda. Los jueces y fiscales penales creen que si tienen la configuración de un delito no tienen ninguna otra obligación legal que cumplir. Más aún, podrían argumentar que no es tarea de los jueces y fiscales penales establecer los motivos que llevaron a esas personas a usurpar un terreno ajeno. Es decir, si quienes usurpan lo hacen como respuesta a una promesa política incumplida o si en cambio es una exigencia legítima para acceder a una vivienda digna, según los jueces, para resolver el caso penal es irrelevante. Dirían que tampoco es relevante las circunstancias previas en las que viven y las complejidades a las que se someten si, finalmente, decidieran hacerlo. Su obligación, podrían decir, es determinar si están ante un delito o no y qué tareas deben llevar a cabo para poder establecerlo, determinar los culpables y castigarlos conforme al derecho que se encuentre vigente.1

Sin embargo, si estuviéramos ante el incumplimiento de un derecho constitucional a una vivienda digna, este derecho es exigible y esta omisión sigue siendo algo que, probablemente, ellos deberían atender. Es decir que si hay una violación a un derecho constitucional previa, deberíamos empezar a considerar, en primer lugar, esa circunstancia. Si los jueces penales consideran que esto no debe ser así (o que en verdad no hay una violación constitucional) deberían dar algún argumento para poder defender esta decisión. Posiblemente, la probable comisión de un delito penal deje de lado cualquier otra consideración.2

b) El castigo y la comunidad inclusiva

Más allá de lo que pudiera suceder en el caso en concreto, existen argumentos para defender, en casos similares, el castigo de los ocupantes mediante lo que denomino el “castigo inclusivo”. Según algunos filósofos es necesario castigar a aquellos que cometen delitos o infracciones penales, sin perjuicio de su situación precaria, debido a que son miembros de nuestra comunidad.3 En este sentido, si los consideramos miembros de nuestra comunidad, es necesario castigarlos por las normas que nosotros construimos y decidimos elegir. Si no lo hiciéramos, los estaríamos excluyendo y tratándolos como extraños o peor, ignorándolos como conciudadanos. Así, la necesidad del castigo se basa en la inclusión y tomar en serio a aquellos que cometen delitos penales. Las ideas de la cohesión y la autoridad cobran un gran sentido en esta formulación dado que es necesario generar un respeto determinado por nuestras decisiones comunitarias así como el reconocimiento de la autoridad que tiene sobre nosotros la ley penal. Esta noción de comunidad se vincula estrechamente con la idea de responsabilidad y tiende a señalar que no es posible concebir un ideal comunitario sin el reproche y el castigo. El castigo a aquellos que cometen delitos o infracciones es una muestra del reconocimiento de estas personas como miembros de la comunidad. También sirve como la identificación de que estamos dentro de una comunidad en donde premiamos y reprochamos a todos los que lo merecen, sin distinción.

Es decir que independientemente de los problemas de interpretación que presenté en la sección anterior existen buenas razones para, de todos modos, defender el castigo de quienes cometen delitos, aún en las circunstancias que presenté en el caso. Creo que la idea central en la que se asienta el “castigo inclusivo” es correcta: no es posible concebir una comunidad sin castigo e inculpación. Sin embargo, creo que las circunstancias en las que se encuentran determinados grupos desaventajados nos obligan a reflexionar en otro sentido. En la siguiente sección me encargo de explicar brevemente una noción strawsoniana de la inculpación y los problemas que tenemos para inculpar a otros en determinadas circunstancias.

2. La inculpación moral

La atribución de culpa, explícita o encubierta, es una práctica común en las comunidades en las que vivimos. Sirve al propósito de revelar porqué o cómo algo salió mal. Sin embargo, en una concepción algo más específica, me interesa concentrarme en la inculpación como respuesta a quien nos causó un daño severo. Así, cuando somos víctimas de un delito o una agresión, tendemos a reaccionar de un modo en el que nos invaden una serie de sentimientos y emociones que intentamos (no siempre con éxito) controlar.4 Estos sentimientos han sido descriptos por Peter Strawson en un antiguo trabajo como emociones reactivas.5 Entre estas emociones reactivas que menciona, Strawson destaca la indignación, el resentimiento y la ira entre muchas otras. La idea de Strawson es explicar una forma posible de entender nuestras reacciones ante determinadas circunstancias pero, más precisamente, explicar la compleja idea de la inculpación. Si bien para algunos filósofos la noción misma de la inculpación es algo oscura6 y, para otros, se construye de otro modo,7 creo que la manifestación de las emociones reactivas mediante la inculpación es una manera de entender cómo funcionan las comunidades en las que vivimos de un modo que creo es plausible.8

En general, las comunidades que conocemos se basan en la idea de censurar y reprochar actos que allí no son admitidos. Inculpar a alguien significa que ese agente hizo algo incorrecto. En este sentido, la inculpación debe estar asociada conceptualmente con la comisión de un mal (Duff, 1986, p. 41). Sonaría extraño si dijéramos: “actuaste mal (o injustamente o deshonestamente) y no te culpo por ello”. Es posible que dijera: “actuaste mal pero no te culpo por ello”, donde el “pero” indica que hay algo que ofrece quien es inculpado (una excusa o una justificación) que logra que deje mi reproche de lado (Duff, 1986, p. 40). Es preciso reconocer también que inculpar o reprochar es un modo de tratar al ofensor como un agente moral. Esta es la manera en la que debemos tratarlo porque el ofensor es un miembro de nuestra comunidad moral. La inculpación es una expresión de desaprobación de la comunidad. Esta idea de comunidad se define estableciendo lo que nos debemos mutuamente, teniendo en cuenta, para ello, la relación en la que nos vemos involucrados.9 Sin embargo, el ofensor violó los términos básicos de la consideración y el respeto que nos debemos y le recordamos eso a través del reproche (Bennett, 2013, pp. 76-77). Es decir, estas emociones reactivas son respuestas a los males, de distinto tipo, que sufrimos por parte de agentes que violaron requisitos que aceptamos y que estructuran nuestras interacciones con las personas en nuestra comunidad (Wallace, 2010, p. 323). En nuestras comunidades compartimos ciertos valores morales comunes que creemos que son importantes. La tendencia a responder emotivamente ante estas conductas que atacan estos valores compartidos demuestra esta importancia.

La inculpación también es importante para estas comunidades, básicamente, por dos razones que quisiera enunciar brevemente. La primera es que, cuando inculpamos a alguien, lo estigmatizamos, lo identificamos de una forma tal que expresamos un rechazo hacia esa conducta como una consecuencia de nuestras emociones reactivas. Esta es la función expresiva de la inculpación. Si existe una conexión entre la emoción y la expresión en el sentido en que la estoy utilizando, es que la expresión le da forma a la emoción (Bennett, 2013, p. 77). Esta función expresiva de la inculpación actúa en términos simbólicos intentando capturar o hacer justicia considerando la conducta del ofensor, quien responde como un miembro de la comunidad que violó los términos básicos de la relación (Bennett, 2013, p. 78). Esta violación implica que nosotros, los miembros de la comunidad, debemos suspender parcialmente actitudes de buena voluntad, respeto y consideración que (normalmente) serían las que le debemos a la persona con quien tenemos la relación relevante. Esta suspensión debemos hacerla en una forma proporcionada a la seriedad del mal causado.

La otra razón importante es el hecho de que inculpar a otro también tiene como consecuencia que dejamos sin inculpar a otros agentes que pueden haber contribuido al hecho que motiva mi reacción. De este modo, y a través de la inculpación, podemos distinguir, claramente, quienes son objeto de inculpación y quienes, por su parte, no lo serán: la inculpación también absuelve.10 Esta distinción es importante porque nos obliga a determinar, en las comunidades en las que vivimos, entre aquellos que deben responder por lo que hicieron y aquellos que no hicieron nada por lo cual responder.

Pienso que la inculpación cumple un rol central en nuestras relaciones con los otros miembros de la comunidad, más allá de los beneficios que puedan surgir de este proceso. Además creo que la inculpación es la base sobre la que se asienta un determinado tipo de castigo retributivo-comunicativo.11 Sin embargo, me propongo responder primero si siempre podemos inculpar a otros y si existe aquello que se denomina estatus moral para la inculpación.

3. El estatus moral para inculpar

Si un miembro de la comunidad moral violó los términos básicos de nuestra relación, la función expresiva de la inculpación tienen como finalidad hacer justicia considerando su ofensa o su mala conducta. Esta ofensa nos obliga a suspender, parcialmente, actitudes de buena voluntad, respeto y consideración que le debemos a la persona con quien tenemos la relación relevante. Como señalé antes, esta suspensión debemos hacerla en una forma proporcionada a la seriedad del mal causado. Sin embargo, estas circunstancias parece que exigen de quien inculpa cierto estatus moral para hacerlo.

En el mundo en el que vivimos, formamos parte de distintos tipos de comunidades morales que, en general, son pequeñas. Tenemos, por un lado, aquella que formamos con nuestros amigos, en nuestros trabajos, con nuestras familias y también con nuestros conciudadanos. En cada una de esas comunidades se presentan distintos tipos de situaciones que incluyen la posibilidad de inculparnos. Pensemos que sucedería si durante un festejo, dentro un grupo cercano de amigos, estuviéramos discutiendo sobre la posibilidad de decirle a uno de nosotros que está siendo engañado por su pareja y decidimos que lo mejor es no contarle nada. Sin embargo, alguien extraño al grupo, digamos alguien que participa circunstancialmente en la charla, insiste en que lo correcto sería contarle lo que ocurre. Supongamos que el extraño tuviera algunos buenos argumentos para justificar su punto de vista y señalara que lo que estamos haciendo es moralmente reprochable. Su punto es que no somos buenos amigos si no contamos aquello que sabemos. Podríamos empezar a discutir con el extraño e intentar defender nuestro punto de vista. Quizá tendríamos buenas razones para no revelar la infidelidad. Sin embargo, nosotros podríamos decirle, sencillamente que este no es su asunto y que no tenemos por qué discutir nuestra decisión con un extraño. Según Antony Duff, la inculpación exige algún tipo de relación entre el inculpador y el inculpado como miembros de una comunidad normativa en el que ese mal causado es relevante. En la inculpación se presenta un intento de comunicación en la que apelamos a valores que quien inculpa y quien es inculpado comparten (Duff, 2010, p. 125). Es decir que la pertenencia a un determinado tipo de comunidad es relevante para poder estar seguros de que compartimos los mismos valores con el que lleva a cabo una conducta reprochable. Sin embargo, la idea de la inculpación aún recibe muchas críticas. Hay filósofos que creen que inculpar a otro esconde ideales perfeccionistas que si pertenecemos a una comunidad asentada sobre principios liberales deberíamos estar dispuestos a rechazar fuertemente.12 Algunos pensadores y religiosos creen que para inculpar a otros es necesario ciertas condiciones morales. De este modo existen obligaciones bíblicas que sostienen que sólo los que estén libres de pecado pueden arrojar la primera piedra. Es decir que para culpar a otro primero habría que auto-evaluarnos moralmente.13 Si prescindiéramos de esta evaluación tendríamos que poder decir que cualquiera podría criticar sin importar su propio historial de faltas. Mi intuición es que en el mundo en el que vivimos esto no es exactamente así. Sin embargo, habría un lugar para pensar que, quizá, podríamos rechazar el reproche de alguien que, por alguna razón, no está en la mejor posición moral para culparme por algo que hice.

Algunos filósofos creen que dentro de una comunidad moral existen dos argumentos centrales para afirmar que quien intenta inculparme no tiene el estatus moral para hacerlo.14 El primer argumento es que el inculpador pudo haber cometido él mismo una falta de un tipo igual a la que ahora pretende reprocharme a mí. Supongamos que critico a un amigo por ser deshonesto conmigo y con otros, cuando en el pasado yo he sido deshonesto con él. Si yo le reprochara el modo en el que se comporta, deshonestamente, conmigo, mi amigo podría decirme que yo también me comporto de ese modo con él y que no estoy en la mejor posición moral para cuestionarlo. Este argumento es conocido como tu quoque (tú también) o de la hipocresía.15

El segundo argumento sería que quien pretende inculparme podría ser, al menos, en parte responsable por mi conducta, como cómplice o ha causado de algún modo la situación que lleva a alguien a cometer una falta moral. Quien es inculpado podría preguntarle al inculpador: ¿Cómo puedes condenarme cuando tú mismo eres responsable o al menos, co responsable por todo lo que me estas condenando? (Cohen, 2006, p.127). Si nunca me diste alternativas para hacer algo diferente (Cohen, 2006, p. 131) y, más aún, no me diste alternativas razonables y me obligaste a hacer lo que ahora pretendes reprocharme (Cohen, 2006, p.123). Este es el argumento de la complicidad.

Es posible pensar que estos dos argumentos podrían presentarse en distintas situaciones y a veces, en forma combinada. Creo que como bien hacen aquellos filósofos y teóricos que se interesan por estos asuntos, lo mejor es pensar en situaciones específicas que permitan determinar si es posible incluir algunos de estos argumentos u otros para cuestionar el reproche moral. Me dedico en la sección siguiente a explorar esa posibilidad.

4. ¿Estatus moral para inculpar por la usurpación?

La pregunta que intento responder en este trabajo es la siguiente: ¿puede el Estado reprochar (y luego castigar) la usurpación de estos terrenos públicos? Mi intuición es que no puede hacerlo. Sí, en principio, creo que es posible atribuir al Estado la responsabilidad de haber causado, mediante su conducta omisiva, la situación en la que se encuentran quienes usurpan. Durante años muchos gobiernos han diseñado políticas económicas que han perjudicado notablemente a los grupos más desaventajados de las comunidades que conocemos. Han limitado el acceso a servicios básicos y a derechos sociales como la salud, la educación y la vivienda. Su situación se ha visto agravada, en gran medida, por estas medidas tomadas por diferentes gobiernos. La precariedad en la que viven se agrava si un gobierno promete solucionar una parte de este déficit e incumple intencionalmente. Esta circunstancia particular me lleva a pensar que el Estado ha causado esta circunstancia que los lleva a usurpar un terreno y cometer un delito penal. Es decir, si el Estado incumplió, deliberadamente, su obligación de satisfacer el derecho a tener una vivienda digna creo que no se encuentra en la mejor posición moral para reprochar y castigar algunas de estas conductas. Para sostener esta afirmación es necesario establecer que el Estado no quiso satisfacer ese derecho pudiendo hacerlo (e.g. si tenía el presupuesto suficiente destinado para hacerlo y no lo había ejecutado en su totalidad), no diseñó ninguna política pública para construir viviendas (mediante préstamos, créditos para la construcción, etc.) o para mejorar los asentamientos precarios de quienes usurparon. Si el Estado pretendiera criminalizar esta conducta, quienes usurpan podrían decirle que todo esto es por su culpa. Han sido las políticas desarrolladas por el Estado y además, el incumplimiento de promesas políticas (y la violación de su derecho a tener una vivienda digna) lo que los ha llevado a usurpar este terreno.16 Es decir que, para empezar, podemos encontrar respuestas en el argumento de la complicidad.17 Creo que este es el argumento más fuerte para defender el déficit del Estado para inculpar y castigar penalmente. Sin embargo, creo que es posible arriesgar algunas otras opciones.

Un Estado que criminaliza la protesta de conductas como las que he señalado es también hipócrita porque propone castigar a otros asumiendo por un lado, que la mala suerte originaria que nos toca es definitiva y tenemos que aceptarla sin reclamar o al menos como ciudadanos respetuosos de la ley. El argumento para sugerir que quienes nacieron en las peores condiciones imaginables no pueden cuestionar al Estado por sus faltas es que existen determinados deberes morales que todos los ciudadanos deben cumplir. No sería posible aceptar que algunos protesten y cometan delitos mientras existen otros ciudadanos que, ante situaciones similares, se mantienen como cumplidores de la ley pese a vivir con una mala suerte constitutiva similar. Si hay ciudadanos que pertenecen a los mismos grupos desaventajados que quienes usurpan un terreno, pero deciden no cometer ni ese delito ni otros ¿por qué no habría que castigarlos? Nuevamente se presenta la tesis del “castigo inclusivo”. Quienes sostienen esta posición afirman que castigar a estos ciudadanos por la comisión de un delito penal (usurpación de un terreno, interrupción de una ruta, etc.) es la respuesta adecuada para quienes consideramos miembros de nuestra comunidad. La alternativa, i.e. no castigarlos sería aceptar que están excluidos de la comunidad. Contra aquellos defensores de esta tesis, creo que el castigo por una conducta que se origina en un incumplimiento del Estado tiene como única finalidad imponer un mayor grado de desigualdad. Cuando un cierto Estado no provee soluciones para eliminar o disminuir la desigualdad y la pobreza, castigar a alguien que vive en condiciones de extrema pobreza como aquellos que deciden usurpar un parque público, supone un castigo penal injusto y un intento por mantener esas condiciones de desigualdad. Por lo demás, no puede ser negado que quienes viven en una comunidad democrática deben cumplir con una variedad de deberes y obligaciones. Existen también obligaciones que corresponden al Estado en general y a los gobiernos en particular, vinculados con la provisión de bienestar e igualdad para todos los ciudadanos. Si el Estado no satisface esas condiciones previas sería hipócrita en castigar a grupos desaventajados que viven en circunstancias injustas creadas por él con el argumento de que otros aceptan pasivamente sus decisiones.18 En este sentido, no se trata de señalar que existen ciudadanos que están fuera del derecho, sino que por el contrario, es el Estado el que se encuentra fuera de la legalidad al incumplir con la satisfacción de necesidades básicas.19 Me parece que la hipocresía del Estado reside en señalarle al ciudadano que usurpa, por un lado, que un ciudadano igual a él puede soportar la situación acuciante en la que está con cierto grado de tolerancia y respeto por las leyes básicas de la comunidad. Por otro lado, el castigo les recuerda que existen obligaciones morales que deben cumplirse en cualquier circunstancia y por tal razón no tenemos razones para no cumplir con los mandatos del derecho.

Si reconocemos a los ciudadanos que pertenecen a nuestra comunidad necesitamos reconocer que tienen derechos y no meras expectativas a ellos. Si, por alguna razón, el Estado omite satisfacer ese derecho, ante el reclamo no puede recurrir al uso de la fuerza y el derecho penal para desalentar el reclamo. Si aceptamos que suceda esto, también estamos aceptando que existen derechos que se desvanecen en la medida en que son reclamados. Es decir, que no son verdaderos derechos, sino una mera expectativa de obtener un reconocimiento por parte del Estado en determinadas condiciones (e.g. aquel Estado que solo otorgará viviendas cuando tenga asegurado un grado importante de superávit importante).

Como miembros de una comunidad nos debemos los unos a los otros un respeto básico que incluye reconocer que tenemos determinados derechos que podemos reclamar si son incumplidos y violados. Nosotros como parte de la comunidad tenemos que, al menos, lograr que la situación de quienes reclaman no empeore por el sólo hecho de reclamar esta falta del Estado. Sin embargo, reconocer esta situación debería obligarnos a reconocer y respetar a los ciudadanos y sus condiciones de vida. Reconocer la desigualdad que sufren estas personas es el primer paso para tomar decisiones que permitan mejorar las circunstancias que los llevan a usurpar terrenos deshabitados entre muchas otras.

5. Comentario final

En este trabajo intenté defender dos argumentos para sostener que quienes usurpan un terreno público como una respuesta al incumplimiento estatal de satisfacer su derecho a tener una vivienda no pueden ser inculpados y castigados. El argumento es que el Estado no tiene el estatus moral suficiente para reprochar esta conducta. Por un lado porque ha sido responsable de las condiciones que llevaron a estas personas a llevar adelante conductas como éstas. Por otro, porque entiendo que la exigencia de respetar el derecho sobre la base de un tipo de igualdad formal sin tener en cuenta ciertas circunstancias es hipócrita. Mi objetivo es en cierto modo modesto. Creo que, si bien como dicen algunos teóricos, el Estado debería tener que rendir cuentas por haber creado esa situación que origina conductas delictivas, me conformo con exigir que no imponga más desigualdad utilizando el castigo penal. Admitir que no puede hacer responsables a los usurpantes consigue el objetivo que aquí me planteo: no empeorar la situación de los que peor están. Como adelanté, creo que es necesario trabajar más profundamente en el reconocimiento de los ciudadanos y en los esfuerzos exigidos para mejorar su posición: es necesario que puedan participar de la toma de decisiones, de la creación de las leyes penales que rigen en su comunidad y, como en este caso, poder reclamar por la violación de un derecho. Por el momento, el primer paso para llegar a ese nivel de reconocimiento aún no está dado.

II.

El provocativo ensayo de Gustavo Beade se desenvuelve en torno a una pregunta crucial para la evaluación normativa del derecho penal, que se caracteriza por afectar de una manera demasiado invasiva la vida de las personas que se encuentran más desfavorecidas en el reparto de los beneficios de la cooperación social. La pregunta es la siguiente: ¿Puede el Estado reprochar (y luego castigar) la usurpación de terrenos públicos por parte de personas que han sido injustamente privadas de su derecho a la vivienda? Al igual que Beade, considero que esta es una pregunta que pone en juego la legitimación del Estado para castigar.20 Para justificar la imposición de una pena estatal no basta con otorgar una razón que haga adecuada la pena como respuesta a un ilícito, sino que además es necesario otorgar una razón que explique porqué alguien tiene derecho a imponer una pena a otro.21 Desde el punto de vista del sujeto que espera una justificación, la cuestión puede formularse del siguiente modo: Muy bien, merezco un reproche o el reproche es apropiadamente útil, pero, ¿Quién es usted como para venir aquí a imponérmelo?

Todo parece indicar que frente a sujetos que han sido sistemáticamente excluidos de un goce igualitario o mínimo, de los beneficios políticos, económicos y sociales de la vida en comunidad, esta autoridad se ve claramente debilitada y con ella se debilita la posibilidad de justificar su castigo. Hasta aquí estamos de acuerdo con Beade, y con una considerable cantidad de autores.22 Los desacuerdos surgen en la identificación de las razones que explican la falta de legitimación del Estado para reprochar a través de la pena.

Según Beade, en estos casos, la falta de estatus moral del Estado estaría dada por dos tipos consideraciones: 1) porque castigar a un infractor que ha sido víctima de extrema pobreza sistemática sería un acto de hipocresía, y 2) porque el Estado es cómplice o corresponsable de la infracción penal cometida por aquél que es víctima de extrema pobreza. En otras palabras, en contextos de extrema pobreza la legitimación del Estado para castigar podría cuestionarse en base a una objeción de hipocresía o de corresponsabilidad. En lo que sigue, sostendré que esta formulación del problema descansa sobre una premisa errada, esta es, que la relación moral es analogable a la relación política. Este error, nos impide realizar un diagnóstico preciso sobre el problema de legitimación que afecta al Estado cuando castiga en contextos de exclusión social, económica y política.

1. La objeción de hipocresía

La objeción de hipocresía se basa en un principio de consistencia de acuerdo al cual no sería apropiado criticar a alguien cuando uno mismo ha realizado una conducta igual de grave en el pasado. En otras palabras, una de las condiciones para que alguien pueda condenar a otro responsablemente, es que quien condena exprese una cierta consistencia entre la norma que le impone a otro y la norma que se impone a sí mismo.23 En términos de la formulación del Nuevo Testamento, uno no debería mirar la paja en el ojo ajeno antes de echar un vistazo a la viga que tiene en su propio ojo, ni debería arrojar la piedra de condena a alguien cuando uno mismo ha realizado acciones impermisibles en el pasado.24

Aplicado al caso del derecho penal, la crítica que esta objeción sugiere frente al castigo de víctimas de extrema pobreza, es que el Estado carecería de estatura moral para castigar a un infractor penal que ha sido excluido sistemáticamente de un goce justo de los beneficios de la cooperación social porque, al situarlo o mantenerlo en dichas condiciones de desventaja extrema, el Estado ha actuado injustamente respecto de él. En consecuencia, el reproche sería improcedente porque constituye una acción de hipocresía o de falta de consistencia moral por parte del Estado.25

Pero la cuestión no puede ser tan sencilla. Aun si esta objeción fuera aplicable al caso de la pena estatal, existen por lo menos dos consideraciones que hay que tomar en cuenta para establecer si acaso la objeción de hipocresía es aplicable a un caso como el que estamos comentando: la relación de equivalencia de las infracciones y la intencionalidad del hipócrita.

a) Relación de equivalencia entre una infracción y otra

¿Debe haber una relación de equivalencia entre la acción del criticado y la acción del supuesto hipócrita? Por ejemplo, ¿soy un hipócrita si decido quitarle el saludo a mi amigo porque me he enterado que él golpea sistemáticamente a su esposa, sin perjuicio de que no lo felicité para su cumpleaños?26

En la historia de Jesús frente al apedreamiento de una mujer sorprendida en adulterio, parece no existir una demanda de similitud entre la infracción del juzgador y el juzgado. En efecto, para derrotar la autoridad de quienes se disponían a lanzar sus piedras sobre la mujer adúltera, Jesús dijo: “el que de entre vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella.” Esta condición para condenar parece ser bastante intensa, pues parece exigir que no tengamos antecedente alguno en nuestro prontuario moral para poder condenar, la consecuencia podría ser incluso revolucionaria en la medida que nadie podría a otros, ya que nadie está libre de pecado.27 Juzgar y condenar serían prácticas divinas y no humanas.

En el contexto de una doctrina sobre la sociabilidad basada en el amor y no en la responsabilidad, como parece ser la doctrina de cristo, esta podría ser una interpretación correcta y útil de la objeción de hipocresía que conduciría a una crítica general de la práctica de juzgarnos moralmente. Pero dado que este modelo de interacción no ha tenido mucha acogida en nuestras prácticas, resulta aconsejable intentar identificar ciertas condiciones que restrinjan la objeción de hipocresía hasta volverla plausible u operativa.

Una manera de hacer esto, es poniendo atención en la forma en la que se expresa una condena como parámetro para determinar los niveles de pureza que debe tener quien la expresa. En la historia de Jesús recién relatada, la condena se expresa mediante la violencia a muerte. De ahí que uno pueda decir que la demanda de similitud entre infracción y condena se debilita dado lo valioso que resulta aquello que está en juego. En una fórmula algo apresurada: mientras mayor violencia implica la condena, mayor integridad moral puede exigirse al condenador.

En efecto, en otra historia contada sobre el propio Jesús, la relación de equivalencia se vuelve relevante, cuando lo que se discute no es un castigo específico sino que juzgar a otro en términos más generales. Según San Mateo, Jesús predica que “con el juicio con que juzgáis seréis juzgados, y con la medida con que medís, se os volverá a medir.” Aquí parece ser que sí hay una condición de similitud entre las infracciones del juzgado y el juzgador para que proceda la objeción de hipocresía, de modo tal que parece que el amigo de nuestro ejemplo que condena a otro por la violencia ejercida contra su esposa, no actúa como un hipócrita.

Si aceptamos que, en general, la hipocresía supone una cierta relación de similitud entre la infracción del juzgador y la infracción del juzgado, la cuestión que sigue es establecer alguna fórmula para valorar las distintas infracciones y conmensurarlas. Esto podría ser una tarea bastante sencilla en algunos casos y extremadamente difícil en otros. Pero nada obsta a que esta complejidad pueda reducirse o esquivarse mediante la formulación de grados de hipocresía. Así, alguien que condena a una persona por no declarar sus impuestos cuando ella misma lleva años evadiendo sus propias obligaciones tributarias, podría ser considerado más hipócrita que alguien que condena a una persona por no declarar sus impuestos cuando ella misma tiene vencido su permiso de circulación hace una semana.

En todo caso, a pesar de que es posible imaginar una manera de elaborar grados de hipocresía, la manera en la que las injusticias cometidas por el juzgador deban afectar la validez de las condenas que éste impone, seguirá siendo un problema importante para la idea de hipocresía. Esto afectará su operatividad en el contexto de la pena estatal toda vez que será necesario determinar en qué medida o de qué manera los injustos cometidos por el Estado en relación a un infractor que sufre de una situación de extrema pobreza, son equivalentes a aquellos cometidos por el infractor penal. Es de suponer que esto dependerá de cómo valore una sociedad la extrema pobreza y los delitos específicos que ha cometido el infractor en cuestión. Todo esto parece suficientemente difícil como para creer que esta sea una objeción útil para la pena estatal, pero dado que mi crítica principal a la hipocresía no depende de su operatividad, no me detendré en los problemas que la exigencia de similitud podría generar.

b) Intencionalidad

La objeción de hipocresía acusa una inconsistencia en la conciencia del sujeto que condena. El problema de la hipocresía está en el mundo de la mentira y el engaño, en la medida que la acción de condenar parece implicar que tenemos una cierta integridad moral. Pretender dicha pureza o integridad sabiendo que uno no la tiene, es actuar como un hipócrita.

Este es un obstáculo más serio que el anterior, para la aplicación de la objeción de hipocresía al caso de la penal estatal. Si la hipocresía requiere un tipo de consciencia desde el punto de vista del hipócrita parece difícil afirmarla respecto del Estado, no sólo porque podría ser difícil sostener que un agente colectivo como el Estado tiene actitudes o intenciones, sino principalmente porque la legalidad (en sentido estricto) de la extrema pobreza, hace difícil sostener que el Estado tiene conciencia de la ilicitud o ilegitimidad de su actuar respecto de dichas personas, de modo que no podría actuar hipócritamente.

2. La objeción de corresponsabilidad o complicidad

De acuerdo a la objeción de corresponsabilidad o complicidad no deberíamos poder criticar a alguien por algo por lo que nosotros también podríamos ser criticados. Aplicado al caso de la pena estatal, el Estado no podría responsabilizar al infractor porque el propio Estado es responsable de la acción que le reprocha al agente (Tadros, 2009 y Cigüela, 2015).

Esta objeción parte de la premisa de que la extrema pobreza opera como un factor o causa del delito y desde allí se sostiene que, dada la conexión entre el injusto del Estado y el injusto del infractor, el Estado sería partícipe a título de cómplice o coautor del crimen del agente (Tadros, 2009, p. 400). La cuestión que debemos responder entonces, es si acaso la estructura de la participación del derecho penal es una estructura apropiada para evaluar la responsabilidad del Estado.

Incluso si asumiéramos, por ahora, que el Estado puede ser responsabilizado moralmente como partícipe del delito de un particular, es difícil imaginar que su conducta respecto de la injusticia económica, pudiera satisfacer las condiciones de autoría que supone un juicio de responsabilidad moral. 28 En primer lugar, parece demasiado difícil construir una conexión causal entre la acción del Estado en relación a la injusticia económica y el delito del infractor, que pudiera satisfacer algún tipo de requisito de contribución material a la realización del injusto. Desde ya, el hecho de que la mayoría de las personas que son socialmente desaventajadas sí obedecen la ley penal, parece sugerir lo contrario.

En segundo lugar, y quizás de manera más definitiva, en relación a los elementos subjetivos de la responsabilidad accesoria, parece poco creíble que las acciones u omisiones del Estado en relación a la injusticia social sean hechas con la intención de ayudar o facilitar una infracción moral o penal.

Todo esto no implica afirmar que el Estado no sea responsable por la situación de precariedad económica que puede afectar a un infractor penal, como tampoco implica afirmar que esta situación de precariedad no tenga ningún impacto en la comisión de un delito o en la asunción de una carrera delictiva, ni mucho menos implica afirmar que estas dos consideraciones no deban tener ningún impacto en la legitimidad del derecho penal. La crítica de la corresponsabilidad identifica un problema importante para el Estado, pues si bien éste puede no ser responsable del delito en ningún sentido significativo de responsabilidad legal o moral, sí ha hecho más difícil para el individuo que actúe de conformidad al derecho y de este modo ha infringido sus deberes frente al ciudadano, por lo menos en la medida en que de acuerdo a un principio de igualdad, el Estado debe establecer las condiciones para que las cargas impuestas para el funcionamiento de la cooperación sean iguales para todos. El locus de esta responsabilidad del Estado, sin embargo, no parece encontrarse en una teoría de la participación en el injusto de otro.

3. La aplicación de las objeciones de hipocresía y complicidad al castigo penal

Las objeciones de hipocresía y corresponsabilidad se han elaborado desde estándares generales que buscan regular la práctica de la responsabilidad moral. Lo que volvería aplicables estas objeciones al ámbito de la pena estatal sería una cierta similitud entre la estructura del castigo jurídico-penal y el reproche moral. Pero, como mostraré a continuación, de la similitud entre la estructura de la pena y la estructura de la responsabilidad moral, no se sigue que el Estado sea vulnerable a las objeciones de hipocresía y complicidad cuando castiga. Esto es así, porque la naturaleza de la relación política vuelve inapropiado hablar de hipocresía o complicidad en el contexto de las interacciones con el Estado.

4. La similitud entre la pena y la responsabilidad moral

En relación a la similitud que existiría entre la estructura de la pena estatal y la responsabilidad moral, es aconsejable comenzar con una observación sobre su alcance. Aun cuando algunos defensores de esta premisa han ido tan lejos como hasta afirmar que la pena es una instancia de la responsabilidad moral, esta identificación no es necesaria para que la premisa sea válida. Uno podría decir que la pena comparte la estructura de la responsabilidad moral sin, al mismo tiempo, sostener que la pena es una instancia de la responsabilidad moral.

Notar esta distinción es relevante, pues permite que incluso las teorías prospectivas o consecuencialistas de la pena, puedan estar de acuerdo con la idea de que la pena comparte la estructura del reproche moral. Dado que las teorías prospectivas representan parte importante de las teorías de la pena, que este presupuesto sea aplicable a su respecto es crucial para su validez o plausibilidad.

La condición relevante de este presupuesto, en el contexto de la formulación de las objeciones de hipocresía y responsabilidad, está dada por la existencia de un juicio de evaluación sobre el actuar pasado de un agente. Este juicio es el que hace que la pena sea, además de todo lo que pueda ser, una forma de crítica y en esa medida la hace vulnerable a estas objeciones, como veremos en seguida. Dado que todas las teorías plausibles de la pena, prospectivas o no, suponen que la pena tenga como antecedente un comportamiento normativamente defectuoso por parte del autor, la pena siempre comparte la estructura del reproche moral en tanto una instancia de evaluación o crítica de otro.

El presupuesto en cuestión, entonces supone que tanto la responsabilidad moral como la responsabilidad penal son una forma de evaluación del comportamiento de otro. Esto vuelve posible distinguir en ambas prácticas de responsabilidad, a un juicio de merecimiento (blameworthiness) y a un reproche (blame). Mientras que el juicio de merecimiento consiste en declarar una verdad normativa sobre el comportamiento evaluado, el juicio de reproche consiste en condenar a alguien en base a dicha verdad (Scanlon, 2008, pp. 122-138 y Cohen, 2006).

La distinción entre estos momentos de la responsabilidad, vuelve relevante la cuestión de quién tiene una posición moral adecuada para condenar a otro. Esto es así, pues mientras que la primera declaración, i.e., el juicio de merecimiento, la puede hacer cualquiera, la segunda declaración, i.e., el juicio de reproche, tiene una fuerza ilocucionaria que requiere que quien emite dicho acto de habla, tenga una posición moral adecuada para participar en dicha interacción de buena fe (Cohen, 2006, pp. 120-122).

En un par de ejemplos. Si su vecino siempre mezcla la basura con el reciclaje, usted puede tener todo el derecho del mundo de criticarlo, pero eso no implica que usted tenga también derecho a ocupar su estacionamiento como sanción, o a colgar un cartel en la puerta de su vecino que diga: “yo ensucio y no me preocupo del medioambiente.” En otro ejemplo formulado por G. Cohen, uno podría decir que, sin perjuicio de la gravedad de los actos terroristas de la resistencia palestina, los representantes del Estado de Israel carecen de la postura moral adecuada para criticarlos (Cohen, 2006). En el primer caso, usted simplemente carece de una relación de autoridad que le otorgue una facultad para condenar a su vecino mediante la imposición de sanciones. En el segundo caso, el Estado de Israel parece haber perdido su autoridad para condenar como consecuencia de sus propios actos previos.

En suma, la existencia de estos dos tipos de declaración como parte de la práctica de responsabilidad moral y legal, permiten acomodar una exigencia general para las condenas morales sean apropiadas, esta es, la exigencia de que quien condena a otro posea una cierta postura moral o autoridad moral apropiada. Esta exigencia, además, supone que la acción de condenar sea una acción que el condenado tiene razones para no desear y por tanto quien le condena tiene un grado importante de responsabilidad por dicha acción.29

De aquí surgen entonces las objeciones de hipocresía y de corresponsabilidad, como razones que pueden derrotar la postura moral de una persona para condenar a otro. Dada la distinción analítica entre juicio de merecimiento y reproche, y aplicadas al ámbito de la pena estatal, estas objeciones no ponen en cuestión los méritos del castigo desde el punto de vista de la acción del infractor, sino la adecuación del castigo en el contexto de la relación que existe entre un infractor y quien castiga.

5. La radical falta de similitud entre la relación política y la relación moral

Como he señalado, la premisa para la aplicabilidad de las objeciones de hipocresía y complicidad a la pena estatal consiste en que la pena es una práctica análoga al reproche moral en el sentido de que implica responsabilizar a alguien por su comportamiento pasado y esto explica la necesidad de contar con una cierta integridad moral o normativa para castigar. Pero de esta similitud, no se sigue que las objeciones de hipocresía y complicidad sean aplicables a la pena estatal, pues hay un aspecto de la pena estatal que la vuelve dramáticamente diferente a otros casos de responsabilidad moral: la pena tiene lugar en el contexto de una relación asimétrica o de poder. En otras palabras, mientras que la relación moral ordinaria en la que nuestras prácticas de responsabilidad moral tienen lugar son relaciones de reciprocidad, la relación que la pena supone es una relación política que es esencialmente no-recíproca. Como mostraré a continuación, esta disimilitud entre la pena estatal y el reproche moral tiene como uno de sus efectos, volver inapropiadas las objeciones de hipocresía y complicidad.

La mayoría de las teorías que explican a la pena mediante una analogía con el reproche moral, parecen asumir que hay una cierta igualdad entre las partes involucradas en la relación de responsabilidad, sea de naturaleza legal o moral. En general esto es parte importante del fundamento de las objeciones de hipocresía y corresponsabilidad. Pero como he señalado, esta premisa no parece ser compatible con la naturaleza de la relación en la que la responsabilidad penal tiene lugar, pues ¿en qué medida se encuentra el Estado en una relación de igualdad o de reciprocidad con sus constituyentes?

No es una relación de igualdad porque el Estado es mucho más poderoso. Y no es una relación de reciprocidad porque los ciudadanos no tienen un deber de consistencia y preocupación por el bienestar del Estado de la misma manera que éste tiene dichos deberes respecto de sus constituyentes. El Estado está al servicio de sus constituyentes, y aun cuando esto no implica que los ciudadanos no tengan deberes políticos que tiendan a la protección y mantención del Estado, estos deberes no se explican en tanto parte de una relación de reciprocidad. El Estado tiene más deberes a su respecto. El Estado debe asegurar la reciprocidad entre los ciudadanos, pero para mantener la integridad de la relación entre el Estado y el ciudadano, éste debe hacer más que meramente reciprocar los costos que tiene la mantención del Estado para el ciudadano.

Esto debe ser así no sólo porque a uno le puede parecer que la mejor teoría para justificar el Estado es una teoría liberal que imagina la relación política en forma vertical e instrumental.30 Cualquier teoría de la justificación del poder estatal que se tome en serio el hecho de que el Estado tiene una diferencia cualitativamente relevante en términos de poder y posibilidad de dominar a sus constituyentes, debería llegar a conclusiones similares.

¿En qué medida o de qué manera podrían los ciudadanos del Estado reciprocar sus injustos? Podemos evaluar y criticar al Estado por sus acciones u omisiones injustas, pero esta crítica está hecho en el contexto de una relación no recíproca en la que la única posibilidad de expresar una condena al Estado depende en último término de la desobediencia, así como la vigencia del Estado depende en último término de la mantención del monopolio de la violencia legítima. Pero el principio que regula la responsabilidad que pesa sobre el ciudadano de obedecer la ley, no es un principio de reciprocidad sino, en el mejor de los casos, un principio de necesidad (Hobbes, 1994 [1668] , cap. 15, pp. 89-92).

Además, a diferencia de la mayoría de las relaciones interpersonales, la relación política no es voluntaria. Una persona no puede entrar y salir libremente de la relación política una vez que pasa a formar parte de ella, más bien todo lo contrario, este tipo de relación tiende a ser impuesta y mantenida a pesar de la voluntad del sujeto.31 Como consecuencia, el individuo está obligado a permanecer en una relación en la que está permanentemente expuesto a la posibilidad de ser dominado. Esto no dice nada en contra del valor y la conveniencia de dicha relación, pero vuelve algo excéntrico afirmar que una forma de asociación de esta naturaleza (asimétrica y no voluntaria) sea vulnerable a las expectativas de consistencia y reciprocidad que son propias de una relación interpersonal y que además, son el fundamento de las objeciones de hipocresía y complicidad.

La pena estatal es una actividad del Estado y no de los ciudadanos, y dada la asimetría de poder y tamaño entre un individuo y el Estado, así como la falta de voluntariedad que caracteriza a dicha relación, los estándares que regulan la práctica de la crítica y de la responsabilidad moral, como las objeciones de hipocresía y corresponsabilidad, no parecen ser adecuadas para evaluar las acciones del Estado.

Esto no quiere decir que no podamos criticar al Estado por sus inconsistencias y por la responsabilidad que le cabe respecto de la criminalidad que se produce en contextos de extrema pobreza (u otros). Sino más bien que el vocabulario indicado no es el de una relación moral interpersonal, sino el vocabulario propio de una relación involuntaria y asimétrica como la relación política, que corresponde a las categorías de autoridad, justicia y obligación política.

Agradecimientos

La parte I del texto ha sido elaborada por Gustavo Beade y la parte II por Rocío Lorca. Nota de Gustavo Beade: Este texto ha sido el primer paso para desarrollar una idea que ha quedado pendiente de algunos trabajos anteriores. Intentar defender la legitimidad de la aplicación del derecho penal es algo que debemos hacer todos aquellos que estamos interesados en los fundamentos filosóficos del castigo y que, además, vivimos en contextos graves de desigualdad. El trabajo tiene, en esta instancia, muchos puntos sin desarrollar y algunas limitaciones que espero poder remediar en el futuro. Le agradezco principalmente a Rocío Lorca la posibilidad de discutir sobre esta preocupación compartida y, obviamente por sus comentarios, que me obligan a pensar mucho más en esta cuestión. También quiero agradecer a los dos árbitros de la revista por sus acertados comentarios y críticas. Algunas de ellas han sido aclaradas en el texto y otras, así como las de Rocío, aguardan a ser desarrollas en futuros trabajos. Una primera versión de este texto fue presentada en el workshop “Reconocimiento y Derecho”, el 26 de septiembre de 2016, llevado a cabo en la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile y organizado por Departamento de Ciencias del Derecho - Departamento de Ciencias Penales de la Universidad Austral (Chile). Le agradezco a Pablo Marshall, Carolina Bruna y, nuevamente, a Rocío Lorca, por la invitación a presentar este trabajo allí.

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Notas

1 Una opción que podría pensarse es aceptar la posibilidad de que los ocupantes hubieran actuado justificadamente (e.g. en estado de necesidad). Creo que no es posible encontrar una respuesta plausible para justificar esas conductas en la legislación penal. En general, actuar bajo estado de necesidad tiene como consecuencia la afectación de un bien de menor valor para proteger otro de un valor más importante. En este caso particular, si los ocupantes hubieran usurpado para procurarse una vivienda que el Estado parece empecinado en negarles, ellos no podrían decir que hubieran conjurado el peligro que supone estar viviendo en la calle; ellos solamente tendrían la expectativa de tener una vivienda digna, pero eso no es algo que obtienen de la usurpación prohibida. Sobre este aspecto particular ver el esfuerzo (infructuoso) para defender este argumento en Roldán, 2015. En contra de esta posibilidad Malamud Goti, 2005. Otra apresurada interpretación originalista del delito de usurpación podría darnos un panorama algo distinto que pudiera complicar la tarea de los jueces penales. Es muy probable que las legislaciones penales que regulan la usurpación estuvieran pensadas para la usurpación de propiedades privadas pero no de terrenos públicos.

2 Este punto de vista en Beade, 2016.

3 En este sentido, Malamud Goti, 2011; para un análisis acerca de relación entre responsabilidad penal y desigualdad véase los trabajos incluidos en Gargarella, 2012.

4 Según R. Jay Wallace no se trata de solamente reconocer que hay razones para ajustar mis propias intenciones respecto de otra persona; es esencialmente ser sujeto a una emoción reactiva de algún tipo. Así, en Wallace, 2010, p. 323.

5 Strawson, 1962.

6 Williams, 1995.

7 Scanlon, 2008, pp. 128 y 136. Una defensa de Strawson en Wallace, 2011 y 2014.

8 Así también Strawson, 1962; Wallace, 1994; Malamud Goti, 2008.

9 Ver Scanlon, 1998.

10 Esta idea en Malamud Goti, 2008, p. 208; también Bennett, 2013, p. 75.

11 La idea de inculpar o reprochar ha tenido poco espacio en la literatura vinculada al uso del castigo estatal y su importancia, en ocasiones, es valorada de un modo muy limitado. La discusión actual acerca de la importancia de la inculpación tiene un desarrollo muy importante y la versión strawsoniana ya no parece ser la dominante en el debate. Por otra parte, creo que el castigo debe apoyarse en una determinada concepción de la inculpación. Sin embargo no existe una conexión necesaria entre la inculpación y las teorías retributivas. Por el contrario, es posible pensar la inculpación de un modo compatible también con teorías preventivas del castigo. Intento mostrar el vínculo entre la inculpación y el castigo retributivo-comunicativo en Beade, 2017. Para un completo desarrollo de las teorías de la inculpación véase Coates y Tognazzini, 2013. Le agradezco a los árbitros anónimos los comentarios que me permiten hacer esta pequeña aclaración.

12 Nino, 1996; críticamente Beade, 2015.

13 Cohen, 2006, pp. 120 y 123. Con más referencias bíblicas Duff, 2010, p. 127.

14 Esta idea está en Cohen, 2006; Tadros, 2009; y Duff, 2010. Eduardo Rivera López cree que existe un tercer argumento que se da cuando el que reprocha, simplemente, ha incumplido deberes básicos hacia el reprochado. Así, un padre que ha maltratado de diversas formas a su hijo durante su crianza no puede luego reprocharle por no ocuparse de él en su vejez, aun cuando el ignorar al otro (o el no ocuparse del otro) no haya sido el tipo de maltrato que el padre ejerció sobre el hijo, y aun cuando no podamos decir que el padre sea cómplice o corresponsable de la falta de cuidado que sufre en su vejez (en el sentido de que haya contribuido causalmente al resultado). En resumen el argumento del padre podría ser “haz lo que yo diga pero no lo que yo haga”. En un caso como este, la comunidad, representada por sus autoridades políticas y judiciales maltrató y desconoció derechos básicos de un grupo importante de ciudadanos. Luego cuando estos ciudadanos deciden usurpan el terreno para comenzar a construirse una vivienda por sus propios medios, la comunidad no pueden pedirles que rindan cuentas ante ellos. Al igual que el padre maltratador, no puede reprocharle a un excluido social por no “cuidar” a la sociedad. Según Rivera López, si la falta es desproporcionadamente más grave que el maltrato recibido, entonces ese maltrato no anula la autoridad moral para reprochar. El padre defectuoso puede perder su autoridad moral para reprocharle a su hijo que no lo cuide adecuadamente en la vejez, pero sí puede reprocharle si el hijo hiciera algo mucho más grave hacia él (o hacia otros). Su argumento sería más convincente en los casos de delitos de características sociales, dado que los daños involucrados son de naturaleza similar a los daños sufridos por los sectores excluidos. Es el caso de los delitos contra la propiedad. En cambio, en delitos como homicidio, violación, secuestro, torturas, etc., se trata de daños cualitativamente diferentes y más graves. En estos casos, la sociedad no necesariamente pierde su autoridad para reprochar. Ver Rivera López, 2015.

15 Tomo el ejemplo de Wallace, 2010. Aunque existen diversas interpretaciones de esta primera situación, una habitual es identificarla con una clase de hipocresía (Tadros, 2009; Wallace, 2010; Rivera López, 2015).

16 Quizá, podría afirmarse que difícilmente un Estado moderno estuviera libre de “pecado” porque es posible reconocer en comunidades como las nuestras necesidades insatisfechas o derechos incumplidos. Sin embargo, creo que sería posible distinguir entre un Estado que se encuentra en una transición democrática luego de años de dictadura y otro gobernado por el mismo partido durante un tiempo prolongado. En el primer caso, tendríamos que considerar, en alguna medida, el tiempo que pueda ser necesario para recomponer cuestiones de derechos básicos y en el otro nuestra tolerancia ante los incumplimientos (en especial si el desinterés es notorio) podría ser más acotada. Le agradezco a un árbitro anónimo de la revista por una sugerencia que motivó esta aclaración.

17 Victor Tadros argumenta que la sociedad, a través de sus autoridades jurídicas, ha realizado acciones de gobierno que han causado la situación de exclusión social existente, sabiendo que esta situación aumenta la tasa de delitos por parte de los excluidos. En este sentido, es corresponsable de los daños que estos puedan ocasionar. Como tales, no pueden reprochar a los autores principales imponiéndoles un castigo (Tadros, 2009, pp. 404-409).

18 Ver entre otros Hudson, 1996 y Gargarella, 2011.

19 Una idea similar puede verse en Alegre, 2010.

20 Aquí entiendo legitimación en el sentido procesal de legitimación activa para ejercer una acción o derecho en un juicio. La idea, siguiendo a Antony Duff, es que más allá de lo merecido que puede ser un reproche, quien reprocha debe tener una cierta postura o estatura moral (para utilizar la formulación de Beade) que haga apropiado que sea él o ella, el sujeto que reprocha. Esta es una idea que Duff formula bajo la idea general de standing. Véase en este sentido Duff, 2001, pp. 186-201, y Duff, 2003 y 2010.

21 En esto sigo la estructura de la justificación del poder estatal y de la pena en particular formulada G.E.M. Anscombe (1990, p. 163). La cuestión de la importancia de las credenciales de un agente para castigar a otro han sido ampliamente desarrolladas por la teoría del derecho penal de Antony Duff, donde él elabora una teoría de la pena sobre la base de una teoría relacional sobre la responsabilidad. Ver Duff, 2001, 2003 y 2010.

22 Véase de nuevo Duff, 2001, 2003 y 2010; Murphy, 1973; Sadurski, 1985; Tadros, 2009; Lorca, 2012; Cigüela, 2015; Gargarella, 2016; Mañalich, 2013, entre otros.

23 Una cuestión interesante a explorar en el contexto de la hipocresía es si acaso uno puede condenar a alguien por infringir una norma que no hemos violado pero que violaríamos si hubiésemos estado situados en la posición del infractor al que condenamos. Podría ser considerado como un problema de hipocresía en la medida que uno aplica un estándar más exigente a los demás que a uno mismo.

24 Estas ideas aluden a dos historias contenidas en el Nuevo Testamento: Evangelio según San Juan, capítulo 8: 1-11:1 Y Jesús se fue al monte de los Olivos. 2 Y por la mañana volvió al templo, y todo el pueblo vino a él; y sentado él, les enseñaba. 3 Entonces los escribas y los fariseos le llevaron una mujer sorprendida en adulterio; y poniéndola en medio, 4 le dijeron: Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en el acto mismo de adulterio; 5 y en la ley, Moisés nos mandó apedrear a tales mujeres; tú, pues, ¿qué dices? 6 Mas esto decían tentándole, para tener de qué acusarle. Pero Jesús, inclinado hacia el suelo, escribía en la tierra con el dedo. 7 Y como insistieron en preguntarle, se enderezó y les dijo: El que de entre vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella. 8 E inclinándose de nuevo, siguió escribiendo en la tierra. 9 Al oír esto, acusados por su conciencia, salieron uno a uno, comenzando desde los más viejos hasta los últimos; y quedaron solo Jesús y la mujer, que estaba en medio. 10 Y enderezándose Jesús y no viendo a nadie más que a la mujer, le dijo: Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te ha condenado? 11 Y ella dijo: Ninguno, Señor. Entonces Jesús le dijo: Ni yo te condeno; vete, y no peques más. El Evangelio según San Mateo, capítulo 7:1-5 1 No juzguéis, para que no seáis juzgados. 2 Porque con el juicio con que juzgáis seréis juzgados, y con la medida con que medís, se os volverá a medir. 3 Y, ¿por qué miras la paja que está en el ojo de tu hermano, y no echas de ver la viga que está en tu propio ojo? 4 O, ¿cómo dirás a tu hermano: Déjame sacar la paja de tu ojo, y he aquí la viga en tu propio ojo? 5 ¡Hipócrita! Saca primero la viga de tu propio ojo, y entonces verás bien para sacar la paja del ojo de tu hermano.

25 Tadros sostiene que la razón por la que la hipocresía afectaría la autoridad para castigar es que ésta hace aparecer las cosas como si el crítico estuviera “exento de los estándares morales que aplica sobre las personas que acusa,” véase Tadros (2009), p. 396. Esto, a su vez, le otorgaría al acusado el derecho a reclamar que dado que han sido “tratados injustamente, tienen derecho a distanciarse de relaciones de resposnabildiad frente al Estado.” Ibid, p. 398.

26 Agradezco a Liam Murphy por hacerme ver este punto.

27 Nótese que para Tadros la exigencia debería ser bastante intensa también, en la medida que él parece reconocer una objeción general que favorecería al infractor frente a la injusticia del Estado. Tadros (2009), p. 398.

28 La imputación a título de cómplice o coautor, dado que viene hecha desde la filosofía moral y no desde el derecho penal, está hecha en términos laxos y sin tener en consideración por lo menos en un principio, las condiciones dogmáticas de la complicidad y la coautoría. Sin perjuicio de ello, estas figuras, incluso en términos genéricos, suponen ciertas condiciones para ser inteligibles. Es en base a estas condiciones que se realiza el análisis crítico de esta objeción.

29 En relación a este aspecto “desagradable” del reproche, y la consecuente necesidad de justificarlo, véase Scanlon, 2008, pp. 166-179 y Hieronimy, 2004.

30 Véanse en este sentido las formulaciones clásicas de la idea de igualdad inicial en Locke, 1980 [1690], Cap. 2, pp. 8-14, Hobbes, 1994 [1668], Cap. XIII y XIV, pp. 74-88, y más contemporáneamente en Raz, 1986, pp. 1-19.

31 En este sentido, véase la crítica a la idea de consentimiento tácito de Hume, en del mismo 2006 [circa 1770], Ensayo VII, párrafos 23 y 27, pp. 367-368. Véase también, Rawls, 1995, pp. 20-21.