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¿Caben los animales en la filosofía política de John Rawls?
Is There Room for Animals in John Rawls’s Political Philosophy?

Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 56, 2022

Instituto Tecnológico Autónomo de México

Pablo Magaña

Universidad Pompeu Fabra, España

Recibido: 06 abril 2021

Aceptado: 31 julio 2021

Resumen: ¿Qué papel juegan los animales no humanos en la filosofía política de John Rawls? En este artículo identifico tres posibles respuestas. Según la respuesta integracionista, los animales pueden ser incluidos en su teoría de la justicia, como genuinos receptores de deberes de justicia. De acuerdo con la respuesta compatibilista, por otra parte, los animales no pueden ser incluidos en la teoría de la justicia de Rawls, pero sí encajan en su teoría política más amplia. Por último, según la respuesta del conflicto, existe una tensión entre el reconocimiento del estatus moral de los animales y algunos elementos esenciales del pensamiento político de Rawls. El objetivo principal de este artículo es defender esta última respuesta. Para ello, argumento en primer lugar que los principales intentos de integrar a los animales en la teoría de la justicia rawlsiana no logran alcanzar su objetivo, pues acaban contradiciendo elementos esenciales de dicha teoría. En segundo lugar, defiendo también que la estrategia compatibilista es insatisfactoria, pues se muestra incapaz de incorporar ciertas asunciones centrales de la ética animal.

Palabras clave: John Rawls, justicia, animales no humanos, liberalismo político, posición original, deberes morales.

Abstract: What role do nonhuman animals play in John Rawls’s political philosophy? In this article, I identify three possible answers to this question. According to the integrationist view, animals can be included within Rawls’s theory of justice, as genuine subjects of justice. On the compatibilist approach, animals cannot be included within Rawls’s theory of justice, but they can nonetheless be incorporated into other aspects of his broader political theory. Finally, the conflict view holds that there is a tension between recognizing the moral status of nonhuman animals and certain fundamental elements of Rawls’s political thought. The main goal of this paper is to defend this third view. First, I argue that the main attempts to integrate animals within Rawls’ theory of justice fail, as they end up contradicting some important elements of the theory. Second, I also argue that the compatibilist strategy is unsatisfactory, as it proves incapable of incorporating certain assumptions widely shared among animal ethicists.

Keywords: John Rawls, justice, nonhuman animals, political liberalism, original position, moral duties.

I. Introducción

Para la filosofía práctica, la década de los setenta del siglo pasado fue un período interesante. En 1971, el filósofo estadounidense John Rawls publicaba su Teoría de la justicia, iniciando así uno de los programas de investigación más influyentes y ampliamente discutidos de la filosofía política contemporánea. Tan influyente, de hecho, que incluso uno de sus principales oponentes intelectuales, Robert Nozick, llegaría a decir que, después de Teoría de la Justicia, “los filósofos políticos deben trabajar con la teoría de Rawls, o explicar por qué no lo hacen” (Nozick 1974, 183. Traducción mía). Apenas cuatro años después, en 1975, el filósofo australiano Peter Singer publicaba otro libro cuyo impacto aún se deja notar en nuestros días. Hablamos de Liberación animal, la obra que probablemente más ha hecho por introducir la discusión sobre el estatus moral de los animales no humanos en la agenda de la filosofía moral.

Es difícil sobreestimar la importancia de ambas contribuciones para las discusiones posteriores acerca de la justicia y nuestras obligaciones hacia los animales. Algo menos clara, no obstante, es la relación que existe entre ambas cuestiones. ¿Podemos decir que los animales –o, por lo menos, algunos de ellos– tienen cabida dentro de la esfera de la justicia? Esta es una pregunta cada vez más repetida entre quienes se dedican al ámbito de la ética animal1. En general, en las últimas décadas, se ha producido un “giro político” dentro de la ética animal: esto es, una tendencia a analizar las implicaciones políticas de las discusiones tradicionales sobre el estatus moral de los animales, empleando para ello las herramientas, los argumentos y el vocabulario característicos de la teoría y la filosofía política (como, por ejemplo, la noción de justicia)2. Dada la centralidad de la teoría de la justicia de Rawls, varios filósofos se han preguntado directamente acerca del encaje de los animales en dicha teoría. Por ejemplo, un reciente volumen colectivo sobre la obra de Rawls incluye una sección titulada “Rawls y los animales no humanos” (Mandle et al. 2020). A esta pregunta se han ofrecido tres respuestas diferentes. En primer lugar, hay quienes han defendido que es posible integrar a los animales no humanos dentro de la teoría de la justicia de Rawls (VanDeVeer 1979; Rowlands 1997, 2009; Roberts-Cady 2020). En segundo lugar, otros autores han argumentado que, aunque dicha teoría no incluye a los animales, es, sin embargo, compatiblecon otorgarles una amplia consideración moral –como receptores de deberes morales, e incluso tal vez como titulares de derechos (Abbey 2007). La última respuesta, por el contrario, sostiene que existe un conflicto entre algunos elementos centrales de la filosofía política de Rawls y algunos de los presupuestos de los que parten quienes trabajan en el campo de la ética animal (Garner 2003, 2011; Berkey 2017; Svolba 2016; Taylor Smith 2020)3.

En este artículo defiendo una versión de la respuesta del conflicto. Por un lado, argumento que la teoría de la justicia de Rawls carece de medios suficientes para incluir a los animales. Para ello, trataré de mostrar que los principales intentos de integrar a los animales en su teoría de la justicia fracasan, puesto que acaban topándose con algunos elementos básicos de dicha teoría: principalmente, la idea de la sociedad como un esquema de cooperación entre personas libres e iguales, y el requisito de que una sociedad justa debe ser públicamente reconocible como tal por sus miembros. En segundo lugar, defenderé también que otros elementos de la filosofía política de Rawls, más allá de su teoría de la justicia (en particular, su teoría de la autoridad política legítima: el liberalismo político) dificultan aún más el encaje de los animales. La contribución de este artículo, pues, es doble. Por un lado, ofrezco una sistematización de las posibles respuestas a la pregunta acerca del lugar de los animales en la filosofía política rawlsiana. Por otro lado, trato de mostrar que dos de ellas (la integracionista y la compatibilista) son inadecuadas, defendiendo una versión de la tercera respuesta (la respuesta del conflicto), y especificando en qué consistiría dicho conflicto.

Una aclaración antes de entrar a discutir la cuestión. La tesis principal de este artículo es que existe una tensión fundamental entre la filosofía política rawlsiana y ciertas asunciones comunes entre quienes se dedican a la ética animal (que especificaré en la sección IV). Esto, por supuesto, no nos dice nada sobre cómo debe resolverse el conflicto –de hecho, ni siquiera asume que este pueda resolverse. Tal vez la ética animal deba renunciar a algunas de sus aspiraciones más ambiciosas, o tal vez sea la filosofía política rawlsiana la que deba relajar algunas de sus asunciones más estrictas –o quizá haya aquí una tensión genuinamente irresoluble. En todo caso, ninguna de estas tres posiciones se sigue necesariamente de lo que argumentaré en este artículo.

II. Integración: los animales en la teoría de la justicia rawlsiana

La primera posición que voy a discutir sostiene que la teoría de la justicia de Rawls tiene los recursos necesarios para incluir a al menos algunos animales no humanos en la esfera de la justicia. Para evaluar el éxito de esta estrategia integracionista, conviene tener claros algunos elementos fundamentales de la teoría de la justicia rawlsiana.

Supongamos, para empezar, que la sociedad es un sistema de cooperación en el que estamos forzados a participar (pues nacemos siempre en el seno de alguna sociedad, y es prácticamente imposible –o, por lo menos, irrazonablemente costoso– escapar de la sociedad en general). De este esfuerzo colectivo se derivan una serie de ventajas y de costes, que debemos asumir de un modo u otro. Una teoría de la justicia, a juicio de Rawls, debe iluminar la distribución equitativa de las cargas y los beneficios derivados de la cooperación social. Y lo debe hacer, además, de un modo que sea compatible con reconocer a los miembros de una sociedad como individuos libres e iguales (lo que, para Rawls, requiere de la capacidad para adoptar, revisar y perseguir una concepción del bien y un sentido de la justicia).

De acuerdo con Rawls, la única manera de satisfacer este último requisito es que los principios de justicia sean aquellos que los individuos podrían aceptar en condiciones equitativas. Por un lado, si los individuos se encuentran sujetos a unos principios en cuya confección no han podido jugar ningún papel, su autonomía se vería vulnerada (en el sentido kantiano de estar atado a normas que uno no se habría dado a sí mismo de manera libre). Por otro lado, si los individuos se ven sujetos a unos principios de justicia que no habrían elegido en condiciones equitativas (por ejemplo, si respaldan unos determinados principios de justicia únicamente porque otros tienen un mayor poder de negociación), tampoco su igualdad se vería respetada. En este sentido, Rawls es un teórico del contrato social, pero no en el sentido hobbesiano (donde el contrato está destinado exclusivamente a garantizar la ventaja mutua de los participantes, sin importar que el poder de negociación de las diferentes partes sea desigual), sino en un sentido kantiano (donde el diseño del contrato debe reflejar ciertos compromisos morales previos: en este caso, la idea de que los participantes son individuos libres e iguales).

Quizá la aportación más célebre de Rawls sea el test que propuso para establecer cuándo la elección de los principios de justicia se realiza en condiciones verdaderamente libres y equitativas. Imaginemos, nos dice Rawls, que debemos elegir qué principios habrán de regir una sociedad justa. En este escenario hipotético –que él denomina la posición original– cada uno de nosotros (o, más concretamente, nuestros representantes) razona de forma autointeresada: los principios de justicia que elegiremos serán aquellos que, de acuerdo con determinados criterios de decisión, nos otorguen unas mayores ventajas. Este procedimiento, sin ningún añadido, no respeta suficientemente el estatus de los participantes como individuos libres e iguales, pues la decisión resultante podría simplemente reflejar el mayor poder de negociación de algunas de las partes. Para evitar esto, Rawls añade que los participantes en la decisión deben hallarse tras lo que él célebremente llamó el velo de la ignorancia. Básicamente, esto quiere decir que los participantes desconocen cuál es la posición social que ocuparían, así como los talentos concretos que tendrían, en la sociedad en la que estos principios han de aplicarse. De este modo, nos aseguramos de que las consideraciones decisivas a la hora de elegir los principios de justicia sean, en un sentido relevante, imparciales: al deliberar sobre lo que exige la justicia no tendremos en cuenta qué es lo que nos beneficiará a nosotros individualmente –pues esto, por definición, lo desconocemos. Si yo no sé qué religión voy a profesar, difícilmente concluiré que los principios de justicia exigen la sujeción a una religión determinada (que podría no ser la mía). Del mismo modo, si desconozco cuáles van a ser mis habilidades y talentos, o cómo van a ser estos valorados en el mercado de trabajo, es improbable que apoye una concepción de la justicia en la que la posición social dependa exclusivamente de habilidades y talentos que podrían no ser los míos. Es decir, aunque en la posición original decidamos de forma autointeresada, las consideraciones relevantes no dependerán de cuáles sean nuestras características concretas, sino de aquellos rasgos comunes a las personas morales (aquellas con la capacidad para tener una concepción del bien y un sentido de la justicia).

Rawls emplea este procedimiento hipotético para derivar lo que, a su juicio, serían los dos principios fundamentales de la justicia social. Para nuestra discusión, sin embargo, no necesitamos ir más lejos. Lo que nos importa no es lo que Rawls haga con su maquinaria, sino cuáles son sus piezas centrales: la sociedad como un esquema de cooperación, la idea de los individuos libres e iguales, la posición original y el velo de la ignorancia.

Una vez familiarizados con estas ideas, podemos preguntarnos qué encaje pueden tener los animales. El propio Rawls se mostró notoriamente ambiguo al respeto, y apenas dedicó a la cuestión unas pocas líneas en Teoría de la justicia. Por un lado, Rawls (1971, 557) afirma que “[n]uestra conducta respecto de los animales no está regida por [los principios de justicia], o así se cree generalmente,” e insinúa que “[l]a respuesta natural [a esta intuición] parece ser la de que son precisamente las personas morales las que tienen derecho a una justicia igual”. Al mismo tiempo, no llega a afirmar explícitamente que la personalidad moral –es decir, la posesión de una capacidad para formarse una concepción del bien y un sentido de la justicia–sea una condición necesaria (y no meramente suficiente) para entrar en la esfera de la justicia. Esta es, en sus propias palabras, una “cuestión que voy a dejar a un lado” (Rawls 1971, 558).4 Tanto las dudas de Rawls respecto a la necesidad de la personalidad moral como su tono deliberadamente evasivo (“o así se cree generalmente”) han llevado a algunos autores a sostener que su teoría de la justicia es capaz de incorporar a los animales como genuinos receptores de deberes de justicia. En esta sección discutiré cuatro posibles argumentos a favor de esta posición.

A. Los animales en la posición original

Un primer argumento a favor de la incorporación de los animales en la teoría de la justicia de Rawls defiende que la pertenencia a una especie determinada, o la posesión de la racionalidad, son el tipo de rasgos individuales que los participantes en la posición original desconocen. Es decir, que tanto la especie como las habilidades cognitivas de un individuo se encontrarían tras el velo de la ignorancia. Si esto es así, es esperable que los participantes elijan principios de justicia en los que la especie o la racionalidad no supongan obstáculos infranqueables a la obtención de al menos ciertos derechos y protecciones básicas.

En este artículo me centraré en la primera parte del argumento (la inclusión de la racionalidad y la especie tras el velo de la ignorancia), analizando para ello un influyente argumento de Mark Rowlands (1997, 2009). De acuerdo con Rowlands, el contractualismo no sólo es capaz de incluir a los animales no humanos, sino que además es capaz de hacerlo partiendo de presupuestos específicamente rawlsianos. La estructura básica de su argumento es la siguiente: en la teoría de Rawls, el diseño del contrato (las circunstancias en las que diferentes individuos participan en la elección de los principios de justicia) es dependiente de consideraciones morales previas. Como decíamos anteriormente, la suya es una propuesta kantiana y no hobbesiana –donde no hay consideraciones morales que guíen el trazado de la elección hipotética. En palabras de Rowlands (1997, 240), “una de las razones por las que elegimos una descripción particular de la posición original es que genera principios intuitivamente aceptables”.

Esto implica, por lo tanto, que debe haber un principio moral general, anterior a la posición original y al velo de la ignorancia, que determine al menos en parte su diseño. Para Rowlands, este principio es lo que él denomina el “argumento de la igualdad intuitiva” (intuitive equality argument). De acuerdo con el argumento de la igualdad intuitiva, los rasgos y propiedades inmerecidas (aquellas que no dependen, en modo alguno, del esfuerzo o el mérito de quien las posee) son moralmente arbitrarias, y por lo tanto incapaces de justificar un derecho moral a los beneficios que se deriven de ellas. Ser hombre o blanco, por ejemplo, son propiedades inmerecidas (pues no existe nada que alguien pueda hacer para merecer ninguna de ambas cosas), moralmente arbitrarias e incapaces de justificar ningún beneficio específico.

De acuerdo con Rowlands, Rawls acepta un principio de este tipo. De lo contrario, no estaría claro por qué deberíamos excluir el conocimiento de nuestras características y talentos particulares en la posición original. Además, Rawls (1971, 96), en su discusión del principio liberal de igualdad de oportunidades, afirma que no hay “mejor razón para permitir que la distribución del ingreso y la riqueza sea resuelta en función de las capacidades naturales, a que lo sea en favor de las contingencias sociales e históricas”. Una posible interpretación de esta posición, que Rowlands (1997, 239) atribuye a Rawls, es que tanto las capacidades naturales como las contingencias sociales e históricas son inmerecidas, y de ahí su arbitrariedad moral. Ahora bien, argumenta Rowlands, tirando de este hilo, ¿qué cosas podría haber más inmerecidas que la racionalidad o la pertenencia a una especie concreta? Ambas son manifiestamente inmerecidas y, si el argumento de la igualdad intuitiva está en lo cierto, moralmente arbitrarias. Y dado que este principio determinaría el diseño de la posición original, esto supondría que ni la racionalidad ni la especie a la que se pertenece pueden ser conocidas por sus participantes.

Pese a que el argumento de Rowlands es sin duda inteligente e intrigante, creo que fracasa. El problema principal es que, aunque es verdad que Rawls considera que el diseño de la posición original debe depender de consideraciones morales previas, es dudoso que asuma el argumento de la igualdad intuitiva. Veamos por qué. Si este argumento es correcto, entonces cualquier propiedad o característica no merecida es moralmente arbitraria. Esto incluiría, por supuesto, rasgos como el color de la piel, pero también cosas como la pertenencia a una sociedad concreta –que, como Rawls mismo insiste, designa una condición no elegida.5 Sin embargo, como hemos visto antes, Rawls concibe la pregunta misma sobre la justicia social como una pregunta acerca de los términos que deberían guiar la distribución de los beneficios y las cargas de la cooperación social. Es decir, que la pertenencia a una sociedad no sólo es moralmente relevante, sino que es de hecho la propiedad (o, al menos, una de las más importantes) que nos incluye en la esfera de la justicia –esta es, como dice en otro lugar, la “idea organizadora central” de su teoría de la justicia (Rawls 2001, 50).

La teoría de la justicia rawlsiana, por lo tanto, no parece implicar que todo aquello que sea inmerecido es moralmente irrelevante. Por otra parte, pese a su ambigüedad respecto a si la personalidad moral es necesaria o no, el modo en que Rawls define su propio proyecto sugiere que, en efecto, sí lo es: una teoría de la justicia debe establecer “cuál es la concepción (…) de la justicia que mejor define los términos equitativos de la cooperación entre ciudadanos considerados como libres e iguales” (Rawls 2001, 30). En otras palabras, la teoría de la justicia rawlsiana no es una teoría que se aplique a los individuos en general, sino a aquellos que se encuentran en una determina relación (miembros de un esquema de cooperación), y que además poseen ciertas capacidades psicológicas relativamente exigentes desde un punto de vista cognitivo (como lo son la capacidad para tener una concepción del bien y un sentido de la justicia).

Como ha señalado David Svolba (2016, 977), Rawls parece asumir más bien un principio de igualdad intuitiva entre personas, en la que las desigualdades inmerecidas son objetables cuando derivan de una falta de equidad entre los miembros de la sociedad entendida como un sistema de cooperación (y no, en general, por el mero hecho de ser inmerecidas). Si bien es verdad que el diseño de la posición original depende de consideraciones morales previas, estas incluyen no sólo el rechazo a determinados rasgos y talentos moralmente arbitrarios, sino también una referencia explícita a la libertad e igualdad de las personas morales. En Animal Rights: Moral Theory and Practice, Rowlands (2009, 155) señala que “la sugerencia de Rawls de que los animales sean excluidos de una teoría de la justicia son expresiones de un hobbesianismo residual”. Sin embargo, no creo que sean restos de hobbesianismo lo que uno encuentra en la teoría de Rawls, sino más bien de kantismo –con su énfasis en la autonomía moral como el fundamento de la ética. Que la autonomía moral sea el fundamento último de la ética puede, por supuesto, ser puesto en duda. Pero, de ser así, esto no mostraría que los animales tengan cabida en la teoría de la justicia rawlsiana, sino más bien que la mejor teoría de la justicia (o, tal vez, en general, de la moral) es una teoría contractualista no rawlsiana.

Una versión modificada del argumento de Rowlands ha sido defendida por Hugo Tavera Villegas (2014), quien propone una pre-posición original en la que los participantes seleccionen los principios que determinan quién cuenta como potencial beneficiario de obligaciones de justicia. Entre las alternativas a considerar se incluirían la personalidad moral, la racionalidad, la pertenencia a la especie humana, la posesión de un bienestar propio, o el hecho de ser organismos vivos. Frente a una elección de este tipo, sostiene Tavera Villegas, individuos autointeresados (situados tras un velo de la ignorancia) probablemente se decantarían por la cuarta opción –la posesión de un bienestar propio –, lo que nos permitiría incluir a bastantes animales.

A mi juicio, este tipo de argumentos muestran la extrema versatilidad de instrumentos como la posición original y el velo de la ignorancia. Pero aquí conviene distinguir entre estas dos ideas como herramientas heurísticas, por un lado, y como elementos concretos de la teoría de la justicia de Rawls, por el otro. Ni el velo de la ignorancia ni la posición original son patrimonio exclusivo de la filosofía política de Rawls, y se han empleado para defender teorías de la justicia muy diferentes a la suya (el economista John Harsanyi, por ejemplo, utilizó estos instrumentos para reivindicar el utilitarismo).6 Ahora bien, cuando estas herramientas se interpretan en el marco específico de la teoría de la justicia rawlsiana, la interpretación debe hacerse a la luz de dicha teoría en general, teniendo en cuenta sus demás elementos: en especial, la “idea organizadora central,” ya discutida, de que una teoría de la justicia tiene como objetivo principal establecer qué principios deben regir el reparto de los beneficios y las cargas derivados de la cooperación social. Introducir la pre-posición original propuesta por Tavera Villegas no añade un elemento adicional a la teoría de Rawls, sino que exige modificar uno de sus pilares centrales, ya sea abandonando la concepción de la justicia que la motiva, o por lo menos renunciando a su centralidad. Sobre todo si, como sostiene el propio Tavera Villegas, lo que elegiríamos en esta posición, en tanto que condición necesaria y suficiente para ser considerado un potencial beneficiario de obligaciones de justicia, es precisamente una capacidad –la de poseer un bienestar propio– que no guarda ninguna relación necesaria con la cooperación social. Si esto es correcto, entonces el énfasis rawlsiano en la cooperación social como “idea organizadora central” de una teoría de la justicia resultaría, como mínimo, algo exagerado.

B. Los animales como participantes en un esquema de cooperación

Si lo que he argumentado es correcto, el argumento de Rowlands falla, entre otras cosas, porque desatiende las implicaciones de lo que para Rawls es un presupuesto central de su teoría de la justicia: la existencia de un esquema social de cooperación. La de Rawls es una teoría de la justicia relacional, en la que la protección de la justicia recae sobre aquellos que mantienen entre sí determinadas relaciones.

Este requisito apunta a una segunda estrategia para incluir a los animales en la esfera de la justicia rawlsiana: considerarlos miembros del mismo esquema de cooperación que los humanos. Una posición de este tipo ha sido defendida por Mark Coeckelbergh, para quien lo que llamamos un esquema de cooperación social “es en realidad un esquema de cooperación social-artefactual-ecológico” (Coeckelbergh 2009, 75) en el que la cooperación dependería, entre otras cosas, de la interacción entre humanos y ciertos individuos no humanos.7 En la noción de cooperación social que maneja Coeckelbergh, la existencia de relaciones de dependencia y lazos de cooperación es suficiente para que podamos hablar de un esquema de cooperación social. Y, dado que estas relaciones y lazos incluirían a algunos animales no humanos (por lo menos, a los animales domésticos), este sería un esquema híbrido, habitado por criaturas de distintas especies. Si esto último es correcto, parecería que al menos algunos animales entrarían dentro de la esfera de la justicia rawlsiana: si lo que nos importa es cómo distribuir de manera equitativa las cargas y los beneficios de la cooperación social (es decir, cuando nos preguntamos cuáles son las exigencias de la justicia), deberíamos considerar también a los miembros no humanos de la sociedad.

A mi juicio, esta estrategia tampoco es exitosa. Para empezar, cabe señalar que para Rawls pertenecer a un esquema de cooperación social es sólo una condición necesaria para que un individuo pueda ser incluido en la esfera de la justicia. Pues recordemos que para Rawls la tarea fundamental de una teoría de la justicia no es la de definir los términos equitativos de la cooperación social en general, sino “entre ciudadanos considerados como libres e iguales” (es decir, como individuos con la capacidad para formar, revisar y perseguir una concepción del bien y desarrollar un sentido de la justicia).8 Este último requisito parece dejar fuera a casi todos (si no a todos) los animales no humanos.

Por otro lado, aunque es posible que en algún uso de la expresión “cooperación social,” algunos animales cuenten como potenciales cooperadores, este no es el uso que asume Rawls, quien insiste en que la cooperación social, en el sentido que a él le interesa, no debe confundirse con la “mera actividad socialmente coordinada”. A diferencia de esta última, apunta Rawls (2001, 29), la cooperación social “está guiada por reglas y procedimientos públicamente reconocidos que los cooperantes aceptan como apropiados para regular su conducta”. De nuevo, este requisito parece demasiado exigente para la inmensa mayoría de los (si no todos) animales no humanos. Especialmente si tenemos en cuenta que para Rawls una teoría de la justicia debe aplicarse a lo que él denomina la “estructura básica” de la sociedad: esto es, a las instituciones políticas y sociales –como el Estado o el mercado– que determinan de un modo más profundo la asignación de las ventajas y las cargas derivadas de la cooperación social a lo largo del tiempo.

Para que los animales pudieran ser calificados de participantes en la cooperación social (en esta concepción específica) tendrían que ser capaces, como mínimo, de concebir la existencia de las principales instituciones que conforman la estructura básica de una sociedad, así como de reconocer la existencia de un conjunto de reglas y procedimientos públicos aplicados al funcionamiento de estas instituciones. Dada la evidencia disponible, no parece que haya razones para pensar que los animales pueden satisfacer estos requisitos.9 Una vez más, los mimbres de la teoría de la justicia de Rawls parecen ser demasiado kantianos como para que los animales no humanos puedan ser acomodados en ella.10

Si esto es así, el argumento de Coeckelbergh no mostraría que los animales puedan ser incluidos en la teoría de la justicia de Rawls. De resultar exitoso, lo que este argumento mostraría es que hay un sentido en el que al menos algunos animales pueden participar de la cooperación social, y que esta participación es suficiente para incluir a estos animales en la esfera de la justicia. Pero esto, creo, haría colapsar la distinción que Rawls traza entre la cooperación social y la actividad socialmente coordinada, pues la función misma de esta distinción es distinguir entre aquellas relaciones cooperativas que generan deberes de justicia y aquellas que no. Si Coeckelbergh está en lo cierto (y nada de lo dicho en esta sección excluye que lo pueda estar), entonces Rawls está equivocado –por lo menos en lo que respecta a un aspecto fundamental de su teoría de la justicia.

C. Los animales como beneficiarios de deberes naturales

La teoría de la justicia rawlsiana se centra principalmente en el ordenamiento de la estructura básica de una sociedad. Sin embargo, como el propio autor señala, “una teoría completa de lo justo incluye también principios para las personas” (Rawls 1971, 131). Una teoría completa de la justicia, en otras palabras, no puede limitarse a establecer qué obligaciones tienen las principales instituciones sociales y políticas de una sociedad, sino que también debe aclarar cuáles son las obligaciones de los individuos que la componen.11

Entre estas últimas se incluyen los “deberes naturales”. Esta clase de deberes, sostiene Rawls (1971, 138), son aquellos que “se nos aplican con independencia de nuestros actos voluntarios,” y “no guardan ninguna conexión necesaria con las instituciones o prácticas sociales”. Los deberes naturales, a su vez, pueden ser positivos (ayudar a otra persona, cuando el coste de hacerlo no es excesivamente alto) o negativos (no dañar a otros, ni causarles sufrimiento innecesario). Aunque no es posible subsumir todos los deberes naturales bajo un mismo principio, todos ellos comparten un rasgo en común: a saber, que son deberes que tenemos independientemente de las relaciones que mantengamos con otros individuos, o de si los hemos asumido voluntariamente.

Esta categoría sugiere una tercera estrategia para incorporar a los animales dentro de la teoría de la justicia rawlsiana: aunque las instituciones que conforman la estructura básica de una sociedad no tendrían la obligación de proteger a los animales, o de reconocerles ninguna clase de derechos básicos, los individuos sí tendrían deberes de justicia hacia al menos algunos animales. Por lo menos, ciertos deberes naturales negativos, como el de no dañarles o causarles sufrimiento innecesario. Como este tipo de deberes no depende de las prácticas sociales en las que nos encontremos inmersos, parecería que podrían aplicarse a individuos incapaces de participar en un esquema de cooperación social –pues son estos deberes que no se aplican únicamente a “aquellos que cooperan conjuntamente en una configuración social particular” (Rawls 1971, 138).12

No obstante, tampoco creo que esta estrategia funcione. Aunque los deberes naturales se apliquen con independencia de nuestros actos voluntarios o de las prácticas o instituciones sociales de las que formemos parte, su fundamentación sí depende de ellas. En este sentido, Rawls deja claro que también los deberes naturales deben derivarse de la posición original: estos principios, aclara, se derivan “de un punto de vista contractualista” y “serían reconocidos en la posición original” (Rawls 1971, 139). El problema que esto plantea para la estrategia integracionista es que, como hemos visto antes, la posición original está diseñada específicamente para las personas morales. Si estas deben elegir los principios de justicia (ya sea que se apliquen a las instituciones o a los individuos) de forma autointeresada, y no hay razones para situar el conocimiento de la propia especie o la racionalidad tras el velo de la ignorancia (como hemos defendido anteriormente), parece sumamente improbable que de la posición original vayan a surgir deberes naturales hacia los animales. De hecho, el propio Rawls (1971, 138) habla de los deberes naturales como aquellos que “surgen entre todos los hombres considerados como personas morales iguales”.

En definitiva, pese a que los deberes naturales amplíen uno de los aspectos de la teoría de la justicia de Rawls (su ámbito de aplicación, más allá de la estructura básica de la sociedad), siguen estando sujetos a la idea de la sociedad como un esquema de cooperación entre individuos libres e iguales. Y, de nuevo, este parece un terreno poco propicio para la inclusión de los animales como potenciales receptores de deberes de justicia.13

D. Los animales como poseedores de un sentido de la justicia

Los anteriores intentos de integrar a los animales dentro de una teoría de la justicia como la de Rawls parecen acabar dándose de bruces contra una barrera difícil de franquear: la idea de los participantes en la cooperación social como personas libres e iguales. Como hemos visto, Rawls considera que las personas libres e iguales son aquellos individuos capaces de formar, revisar y perseguir una concepción del bien, así como de desarrollar un sentido de la justicia, lo que parecería excluir a los animales. Tirando de este hilo, una última versión de la posición integracionista pone en duda que los animales no humanos sean, en general, incapaces de desarrollar un sentido de la justicia. Robert Elliot (1984, 97), por ejemplo, ha sugerido un argumento de este tipo, defendiendo que, pese a que “Rawls especifica con un cierto detalle los principios morales que supuestamente permitirían el desarrollo de un sentido de la justicia,” no ofrece “ningún argumento que muestre que los animales no pueden compartir esta psicología”. Haciendo referencia a los estudios llevados a cabo por etólogos y zoólogos en los que animales no humanos (incluyendo simios, elefantes, delfines o incluso ratones) parecen comportarse como si estuvieran movidos por motivaciones dotadas de un cierto componente moral, Elliot sostiene que cuanto más numerosas sean las analogías que podamos establecer entre el comportamiento social de los humanos y el de los no humanos, menor será la seguridad con la que podamos hacer coincidir el perímetro del sentido de la justicia con las fronteras de la especie humana (Elliot 1984, 99). En los últimos años, la cuestión de si al menos algunos animales pueden ser considerados agentes morales en algún sentido ha despertado un creciente interés entre científicos y filósofos. Por esta razón, puede ser interesante discutir con un poco de detalle esta posible estrategia integracionista.

Una distinción clásica en filosofía moral es la que separa a los agentes morales de los meros pacientes morales. Los primeros son aquellos individuos capaces de deliberar acerca de lo bueno y lo justo, y de actuar en consonancia. Son también, por esta razón, susceptibles de ser responsabilizados por sus decisiones. Los segundos, en cambio, son incapaces de actuar por razones morales –lo que no implica que su bienestar sea moralmente irrelevante. Tradicionalmente, los animales han sido ubicados en la segunda categoría. Recientemente, algunos autores, provenientes de diversas disciplinas, han defendido que esta taxonomía es demasiado rígida, en tanto que ignora la posibilidad de modalidades intermedias. Si definimos la agencia moral como una cuestión de grado, sugieren estos autores, no es nada obvio que podamos parcelar tan nítidamente el terreno de la moralidad.

Mark Rowlands (2012), por ejemplo, ha defendido que si bien los animales no serían agentes morales (en un sentido estricto, que exige complejas capacidades deliberativas y otras capacidades mentales de segundo orden), sí serían sujetos morales: esto es, criaturas capaces de experimentar emociones morales, que son aquellas cuya expresión correlacionaría de un modo fiable con determinados hechos morales. Esto se daría, por ejemplo, si un animal expresa, de manera sistemática, emociones de rechazo (o, en general, emociones negativas) ante una acción moralmente injusta, independientemente de si es capaz de entender las razones que hacen que esta acción sea injusta. En una reciente revisión de la literatura científica disponible, Susana Monsó y Kristin Andrews (2022) han argumentado que es una cuestión abierta (y, en gran medida, empírica) si algunos animales pueden ser agentes morales en al menos tres sentidos: como criaturas capaces de adoptar actitudes de cuidado (caring behavior) hacia otros –consolación, duelo, empatía…; como criaturas capaces de poseer al menos algunos de los rasgos típicos de la autonomía –como la capacidad de actuar de manera flexible, o de controlar el propio comportamiento; o como criaturas capaces de responder y obedecer a normas sociales rudimentarias –que regularían, entre otras cosas, la prevención del infanticidio o el reparto de la comida. Asumamos que estas propuestas están en lo cierto. ¿Significaría esto que los animales dispondrían de un sentido de la justicia en el sentido en que así lo concibe la teoría de la justicia rawlsiana? En lo que queda de esta sección defenderé una respuesta negativa.14

Rawls, cabe reconocer, no ofrece una caracterización muy precisa del sentido de la justicia. De él dice que es “un deseo efectivo de aplicar y de actuar según los principios de la justicia, y, por tanto, desde el punto de vista de la justicia” (Rawls 1971, 626). Lo más importante, sin embargo, es el papel que este juega en su teoría de la justicia. En primer lugar, el sentido de la justicia constituye uno de los pilares de la personalidad moral; en segundo lugar, el sentido de la justicia proporciona el mecanismo necesario para garantizar el seguimiento de los principios de justicia de un modo estable a través del tiempo. Este último requisito exige, en el marco general de la teoría rawlsiana, la capacidad para concebir el orden social como algo justo o injusto, cuya justicia e injusticia puede ser también reconocida por sus otros integrantes. “Un sentido de la justicia,” insiste Rawls, “hace referencia a un marco institucional considerado como justo y reconocido públicamente como tal” (Rawls 1971, 542. Las cursivas son mías).

Independientemente de si los animales pueden estar motivados por emociones morales (como sostiene Rowlands), o de si pueden ser agentes morales en algún grado (como proponen Andrews y Monsó), no parece que puedan concebir el orden social como algo justo o injusto, ni entender la justicia de este orden como una condición públicamente reconocible por sus participantes. Esto no quiere decir necesariamente que los animales sean incapaces de entender ninguna forma de organización social. Quizá los chimpancés, por ejemplo, pueden verse a sí mismos como integrantes de un grupo social que incluso podría incluir a algunos humanos con los que interactúen. Pero esto apenas capturaría una ínfima parte de los órdenes sociales que interesan a los teóricos de la justicia (órdenes que van desde el estado hasta el mundo en su totalidad). El sentido de la justicia, tal y como lo entiende Rawls, parece tener un alcance mucho más extenso, y exigir unas capacidades cognitivas mucho más sofisticadas de las que hasta ahora podemos atribuir a los animales de forma justificada.

Llegados a este punto, podría sostenerse que la concepción del sentido de la justicia que maneja Rawls es demasiado exigente, y que una teoría de la justicia operaría mejor con una concepción más amplia –entre otras cosas, porque no está nada claro con qué frecuencia, y en qué medida, empleamos los humanos el sentido de la justicia, si este es definido de un modo tan exigente.15 Esto, sin embargo, y como ya vimos en otras secciones anteriores, no mostraría que es posible integrar satisfactoriamente a los animales en la teoría de la justicia de Rawls, sino más bien que esta presenta problemas importantes.16

III. Compatibilidad: las obligaciones morales hacia los animales

Si los argumentos defendidos en la sección anterior son correctos, los animales no tienen fácil encaje en la teoría de la justicia de Rawls. No bastará con introducir pequeñas modificaciones porque el propio diseño de la teoría es lo que genera esta dificultad. Asumiendo que la estrategia integracionista fracasa, ¿debemos concluir que los animales quedan excluidos de la filosofía política de Rawls en general?

Como han señalado algunos autores, esta es una conclusión apresurada. En esta sección discutiré un argumento de Ruth Abbey (2007) a favor de una estrategia compatibilista, en la que los animales pueden ser incluidos en la filosofía política de Rawls, aunque no puedan ser incluidos específicamente en su teoría de la justicia.

En sus obras, Rawls insiste en que tanto su teoría de la justicia como su teoría de la autoridad política legítima (que veremos en la siguiente sección) no pretenden capturar la totalidad del dominio de la moral. “Una concepción de la justicia,” afirma, “no es más que una parte de una visión moral” (Rawls 1971, 565). Y entre las cosas que poblarían el extrarradio de una visión de la moral se encontrarían, cree Rawls, nuestras obligaciones hacia los animales. Como señala en un famoso párrafo:

Aunque yo no he sostenido que la capacidad de un sentido de la justicia sea necesaria para tener derecho a los servicios de la justicia, parece que no se nos exige, sin embargo, que se presente una estricta justicia a criaturas que carezcan de esta capacidad (…) [D]e esto no se sigue que no haya, en absoluto, exigencias respecto a ellas, ni en nuestras relaciones con el orden natural. Desde luego, es injusto conducirse cruelmente con los animales, y la destrucción de una especie entera puede ser un gran mal. La capacidad de sentimientos de placer y de dolor, y de las formas de vida de que son capaces los animales, imponen, evidentemente, deberes de compasión y de humanidad en su caso (Rawls 1971, 565).

El argumento de Abbey parte de estas observaciones para concluir que es perfectamente compatible afirmar que los animales son seres moralmente considerables hacia los que podemos tener deberes morales y, al mismo tiempo, considerar que están excluidos de la esfera de la justicia. En otras palabras: de acuerdo con esta posición, los humanos tendríamos deberes morales hacia los animales, aunque estos no serían específicamente deberes de justicia.

Además, advierte Abbey, Rawls (1971, 565-566) caracteriza nuestras creencias acerca de la importancia moral de los animales (así como de los deberes de humanidad y compasión que podemos tener hacia ellos) de “creencias consideradas”.17 En la filosofía rawlsiana, las creencias consideradas son “juicios emitidos en condiciones en las que resulta altamente probable que se haya ejercido plenamente nuestra capacidad de juicio, y ésta no se haya visto afectada por influencias que la distorsionen” (Rawls 2001, 55). Que nuestras creencias sobre el estatus moral de los animales sean creencias consideradas quiere decir que gozan de una cierta respetabilidad epistémica: son creencias que debemos tomarnos en serio. Abbey (2007, 8) infiere de esto que “el cumplimiento de estos deberes no es una cuestión de meras preferencias personales”.

En definitiva, la conclusión del argumento compatibilista es que la filosofía política rawlsiana goza de recursos para encajar nuestras preocupaciones acerca del estatus moral de los animales y su importancia dentro de un sistema moral coherente (incluso si estas preocupaciones no encajan específicamente en el compartimento de la justicia).

Antes de presentar el que, a mi juicio, es el principal obstáculo de la estrategia compatibilista, conviene distinguir entre dos cuestiones diferentes. En primer lugar, uno puede preguntarse si los animales pueden tener algún encaje en un sistema moral completo, aunque no sean beneficiarios de deberes de justicia. En el caso de la teoría de Rawls, parece que la respuesta es sí. Pero esto no responde a la segunda pregunta, acerca de qué implicaciones tiene el estatus moral de los animales en esta teoría. Una cosa es preguntarse si podemos reconocer a los animales como beneficiarios de deberes morales de algún tipo, y otra cosa muy diferente es preguntarse qué podemos hacer exactamente con estos deberes. En otras palabras, ¿qué se sigue de su existencia? En la teoría de Rawls, creo que la respuesta a esta pregunta es: no mucho. O, en el mejor de los casos, mucho menos de lo que suelen tener en mente quienes defienden que tenemos deberes morales hacia los animales. Normalmente, esto último suele emplearse para defender que hay al menos algunas prácticas que tenemos el deber de prohibir, por razones que tienen que ver con el estatus moral de los animales (es decir, que no son el subproducto de deberes hacia otros humanos). Algunos ejemplos incluyen la ganadería intensiva (o al menos algunas prácticas dentro de la misma), la experimentación con animales (o al menos para algunos fines, o con algunos animales), o dañar animales con fines recreativos o culturales (como, por ejemplo, las corridas de toros o la caza deportiva).18

Pues bien, como intentaré mostrar en el resto de este artículo, en la teoría política de Rawls este tipo de prescripciones o son ilegítimas (pues implican una injerencia injustificada en la autonomía y la libertad de los ciudadanos), o se justifican en última instancia por razones que no tienen que ver directamente con nuestros deberes morales hacia los animales. Es decir, que, aunque la filosofía política de Rawls probablemente disponga de recursos para reconocer a los animales como potenciales beneficiarios de deberes morales, otros elementos centrales de su aparato teórico limitan radicalmente lo que se puede hacer con ellos. En concreto, y como la propia Abbey (2007, 12) reconoce, el principal peligro viene de su doctrina de la autoridad política legítima: el liberalismo político.

IV. Conflicto: los animales en el liberalismo político

De un modo inevitablemente artificial (aunque no completamente arbitrario), se suele asociar la obra de Rawls a dos grandes preguntas. La primera es la pregunta sobre la justicia social: ¿de qué manera se deben distribuir los beneficios y las cargas derivadas de la cooperación social entre individuos concebidos como libres e iguales? La segunda se centra en la autoridad política legítima: ¿cómo pueden justificarse las decisiones políticas coactivas aplicadas sobre ciudadanos concebidos como libres e iguales?

Cuando se enfrenta a esta segunda cuestión, Rawls parte de lo que él denomina “el hecho del pluralismo razonable:” la constatación de que, en las sociedades democráticas, los ciudadanos albergan profundos desacuerdos acerca de cuáles son las doctrinas correctas en materia de religión, moral y filosofía (cf. Rawls 1993, 67; 2001, 60-61). No existe, por ejemplo, consenso alguno sobre cuestiones como la existencia de Dios, o la validez del utilitarismo como teoría moral. El pluralismo, dice Rawls (2001, 60), “no es una mera condición histórica que vaya a pasar pronto,” sino “un rasgo permanente de la cultura pública de la democracia”. Por otra parte, tampoco es el resultado necesario de la irracionalidad y la ignorancia. Los ciudadanos mantienen desacuerdos, no únicamente porque algunos de ellos se comporten de manera irracional o epistémicamente irresponsable (aunque, evidentemente, algunos sí lo hagan), sino porque, en general, las cuestiones involucradas son enormemente complejas –en la mayoría de estos casos, la evidencia es escasa, difícil de interpretar o a veces incluso directamente inaccesible. Por eso habla Rawls de pluralismo razonable.

De acuerdo con la doctrina del liberalismo político, el hecho de que las sociedades democráticas se caractericen por el pluralismo razonable entre ciudadanos libres e iguales exige que el ejercicio del poder político se justifique en base no a las doctrinas comprehensivas sobre las que difieren, sino apelando a ideales políticos que puedan ser accesibles a todos los ciudadanos (independientemente de sus compromisos morales, religiosos y filosóficos adicionales). La idea central es que los ideales morales se dividen en concepciones comprehensivas (que pretenden regular el funcionamiento de la sociedad en general, y sólo son compartidas por aquellos que las profesan) y concepciones políticas (que buscan sólo orientar el funcionamiento de la estructura básica de la sociedad, y que serían compartidas por todos los ciudadanos –o, por lo menos derivables de las doctrinas que estos asumen). Los ideales políticos, en definitiva, se formulan “aplicando sólo ideas fundamentales familiares de, o implícitas en, la cultura política pública de una sociedad democrática” (Rawls 2001, 52). Estos ideales, a su vez, dotan de contenido a lo que Rawls denomina la razón pública: esto es, las razones que los ciudadanos y en general quienes ostentan el poder político pueden (y según Rawls, deben) ofrecerse los unos a los otros para justificar el ejercicio del poder político o su autoridad en general.

En resumen, en la teoría de Rawls, la legitimidad de la autoridad política sólo puede justificarse apelando a una parte de la verdad moral (los ideales políticos, y en concreto las razones públicas que estos fundamentan). Estas últimas, a su vez, no están definidas por un contenido concreto, sino por su ámbito de aplicación (la estructura básica de una sociedad) y su procedencia (los valores presentes o implícitos en la cultura pública de una sociedad democrática).

Después de esta breve exposición de los principios básicos del liberalismo político, podemos volver a nuestra discusión central. Recordemos cuál es la estructura de la discusión. Para los defensores de una posición compatibilista, la filosofía política de Rawls permite reconocer a los animales como individuos merecedores de consideración moral –e incluso como potenciales beneficiarios de ciertos deberes de humanidad y compasión –, aunque estos estén excluidos de la esfera de la justicia. Como sugería al final de la sección anterior, esto no deja claro qué se puede hacer con estos deberes morales. Ahora estamos en posición de formular de una manera más precisa el desafío específico que plantea el liberalismo político: si las creencias (por muy consideradas que sean) sobre el estatus moral de los animales se encuentran entre los ideales morales comprehensivos, entonces no podremos apelar a ellas (ni, por añadidura, a nuestros deberes morales hacia los animales) para justificar ninguna intervención estatal concreta. En la primera parte de esta sección, me ocuparé de la pregunta de si existen razones públicas para proteger el bienestar de los animales. En la segunda parte, argumentaré que, independientemente de qué respuesta demos a esta pregunta, el liberalismo político rawlsiano entra en conflicto con la idea de que el estatus moral de los animales pueda proporcionar una justificación directa (aunque, evidentemente, parcial) de estas protecciones.

A. Protección animal y razón pública

En todos los estados democráticos (y en la mayoría de no democráticos) existen límites legales a lo que los humanos podemos hacer a los animales. Estos incluyen la prohibición de algunos actos considerados innecesariamente crueles (donde lo que se considera “crueldad innecesaria” varía considerablemente de una jurisdicción a otra). El Código Penal español, por ejemplo, establece en su artículo 337.1 que:

Será castigado con la pena de tres meses y un día a un año de prisión (…) el que por cualquier medio o procedimiento maltrate injustificadamente, causándole lesiones que menoscaben gravemente su salud o sometiéndole a explotación sexual, a

  • un animal doméstico o amansado,

  • un animal de los que habitualmente están domesticados,

  • un animal que temporal o permanentemente vive bajo control humano, o

  • cualquier animal que no viva en estado salvaje.

Estas restricciones constituyen un ejercicio del poder político que perdería toda su legitimidad si no existieran razones públicas capaces de respaldarlas. Así pues, ¿podemos encontrar estas razones?

En Liberalismo político, Rawls defiende que, en el caso de los animales, no es necesario recurrir a razones públicas. Esto se debe a que, a su juicio, las restricciones de la razón pública sólo se aplican a lo que él denomina las esencias constitucionales y las cuestiones de justicia básica. La primera categoría incluiría, por ejemplo, los elementos fundamentales de la constitución de una comunidad política, como la estructura general del gobierno y el proceso político, así como los derechos y las libertades básicas de los ciudadanos (Rawls 2001, 53-54). La segunda incluiría, presumiblemente, los términos equitativos de la cooperación social. Rawls (1993, 281), sin embargo, considera que ni “el estatus del mundo natural” ni “nuestra (…) relación con él” pertenecen a estas categorías, por lo que este tipo de cuestiones quedarían exentas de las exigencias de la razón pública.

Si esto es verdad, entonces podríamos esquivar el problema con relativa facilidad. La posición de Rawls, no obstante, ha sido fuertemente criticada, tanto por quienes creen que los desacuerdos sobre animales sí afectan a esencias constituciones o cuestiones de justicia básica (Flanders 2014), como por quienes creen que las restricciones de la razón pública deberían aplicarse más allá de estos dos supuestos (Quong 2004; Marciel Pariente 2020). Por esta razón, trataré de decir algo más específico sobre el tema.

En primer lugar, y como hemos visto antes, no hay nada en la teoría de Rawls que exija que la razón pública tenga un contenido concreto. Lo que importa es, fundamentalmente, su ámbito de aplicación y su procedencia.

Comencemos por esto último. Las razones públicas, en palabras de Rawls (2001, 53), son “formas de razonamiento e inferencia apropiadas a las cuestiones fundamentales,” que apelan a “creencias, razones y valores políticos de los que cabe razonablemente esperar que los otros también reconocerán”. O, recuperando una expresión anterior, a las “ideas fundamentales familiares de, o implícitas en, la cultura política pública de una sociedad democrática”. Pues bien, que los animales merecen, por lo menos, algún tipo de protección legal parece precisamente una creencia ampliamente compartida por los ciudadanos de las democracias modernas. En 2015, por ejemplo, una encuesta de Gallup mostraba que un 94% de los ciudadanos estadounidenses se mostraban a favor de garantizar ciertas protecciones legales a los animales, con un 32% afirmando que deberían ser equiparables a las de los humanos (Riffkin 2015). Algunos autores han señalado, además, que podríamos obtener resultados parecidos si apelamos a las similitudes entre animales humanos y no humanos (al menos, aquellas que gocen de un mayor respaldo científico, y que se apliquen a los rasgos y características que más claramente poseen relevancia moral –por ejemplo, la capacidad para padecer dolor). Así, por ejemplo, Andrew Williams (2000, 207) ha sostenido que “para defender la convicción de que los grandes simios, por ejemplo, tienen un derecho a no ser esclavizados únicamente para satisfacer placeres humanos, no es necesario apelar a la verdad de una doctrina comprehensiva controvertida. Es posible (…) apelar a la evidencia científica que indica las notables similitudes, moralmente relevantes, entre las capacidades, el comportamiento y los intereses de humanos y simios”.

Si nos fijamos únicamente en el requisito de la procedencia, quizá podamos generar razones públicas a favor de la existencia de algunas protecciones al bienestar animal –al menos para aquellos animales y sobre aquellos asuntos acerca de los que existe suficiente acuerdo, y sólo para aquellas sociedades en las que existe dicho acuerdo.

El otro requisito (el ámbito de aplicación) es algo más complicado. Este requisito comporta, según Rawls (2001, 52), que los ideales políticos –y, por extensión, las razones públicas– deben construirse “para un objeto específico, a saber, la estructura básica de una sociedad democrática”. El problema es que la mayoría de teorías acerca del estatus moral de los animales tienen un alcance más amplio: sus implicaciones no parecen depender de, ni estar restringidas a, la estructura básica de la sociedad. Supongamos, como han argumentado algunos, que la preocupación por el estatus moral de los animales puede justificarse de manera ecuménica (es decir, sin hacer referencia explícita a una teoría moral concreta como el utilitarismo, una teoría de los derechos o la ética de la virtud).19 Todas estas teorías (o al menos un número elevado de ellas) podrían estar de acuerdo en que dañar a un ser sintiente sin ninguna razón de peso es inadmisible, desde un punto de vista moral. No obstante, incluso esta justificación ecuménica, que no presupone la verdad de ninguna teoría moral particular, tiene implicaciones más allá de la estructura básica de una sociedad –pues las oportunidades para generar sufrimiento gratuito no se agotan en los límites de la estructura básica.

¿Es esto necesariamente un problema? Para responder a esta pregunta cabe realizar una precisión primero. Que un ideal político deba aplicarse a la estructura básica de una sociedad democrática puede entenderse de dos maneras. En una interpretación débil, este requisito exige únicamente que cuando apelemos a un principio, lo hagamos sólo en tanto en cuanto se aplica a la estructura básica, destacando sólo aquellos elementos del principio que orienten el funcionamiento de dicha estructura –independientemente de si este principio podría, en principio, tener un alcance más amplio. En una interpretación estricta, el requisito exigiría, además, que el principio esté diseñado para aplicarse exclusivamente a la estructura básica. Es decir, no se trataría sólo de dejar de lado las posibles implicaciones adicionales, sino que estas implicaciones ni siquiera deberían existir. Una vez hecha esta distinción, podemos ver que sólo si aceptamos la interpretación restrictiva nos vemos obligados a concluir que las razones en favor de la protección de los animales mencionadas anteriormente no constituyen una justificación pública adecuada.

A mi juicio, la interpretación restrictiva no es una consecuencia necesaria del liberalismo político. Cuando caracteriza los ideales políticos, Rawls (1993, 42) insiste en que la restricción en el ámbito de aplicación se refiere al “modo de presentación” de un ideal político. “Tenemos que distinguir,” afirma, “entre el modo en que se presenta una concepción política y el hecho de que forme parte, o sea derivable, de una doctrina comprehensiva”. Lo importante de estos ideales, en definitiva, es que puedan ser presentados “sin necesidad de afirmar, o de conocer, o de aventurar conjeturalmente a qué doctrinas puede pertenecer” (Rawls 1993, 43). Así, podría sostenerse que, aunque las teorías sobre el estatus moral de los animales puedan ir más allá de la estructura básica de la sociedad, no estamos obligados, en nuestras deliberaciones prácticas y políticas, a destacar todas estas implicaciones adicionales. Dichas teorías podrían y deberían ser presentadas de un modo que no exija conocer de qué doctrinas comprehensivas pueden ser derivadas. Y esto, parece, bastaría para que los valores subyacentes puedan ser considerados como ideales políticos y, por añadidura, como potenciales fuentes de razones públicas. En conclusión, con respecto a la cuestión de si pueden ofrecerse razones públicas a favor del establecimiento de ciertos mecanismos legales de protección animal, creo que es posible defender una postura optimista. En todo caso, nada de lo que sigue a continuación depende de cómo respondamos a esta pregunta.20

B. Prohibiciones, estatus moral y liberalismo político

Ahora bien, de lo anterior no se sigue que estas protecciones puedan justificarse del modo en que se asume desde una parte importante de la ética animal. Como mencionaba en una sección anterior, este tipo de teorías comparten dos rasgos centrales. En primer lugar, dichas teorías suelen prescribir la prohibición de determinadas prácticas, como por ejemplo la ganadería intensiva, algunas formas de experimentación con animales o el uso de animales para fines recreativos o culturales. En segundo lugar, tales teorías sostienen que lo que justifica estas prescripciones es, al menos en parte, el estatus moral de los animales. O, lo que es lo mismo, que estas prohibiciones se justifican apelando directamente a hechos relacionados con los animales en sí mismos (por ejemplo, que el dolor sea algo malo para ellos, que tengamos un deber de no infligirlo, etcétera).21

Si lo dicho en la anterior sección es correcto, el liberalismo político (y, en general, la filosofía política de Rawls) permitiría justificar, en algunos casos, algunas de estas prohibiciones –aunque, evidentemente, aún quedaría por determinar cuáles de ellas y exactamente hasta qué punto. Ninguna de estas prohibiciones, sin embargo, podría justificarse haciendo referencia directa al estatus moral de los animales.

En el liberalismo político, las consideraciones sobre el estatus moral de los animales importan a la hora de justificar la prohibición de determinadas prácticas si y sólo si estas consideraciones pueden encontrarse entre las razones que los ciudadanos pueden darse los unos a los otros. En última instancia, estas consideraciones juegan un papel auxiliar y enteramente derivativo: sus implicaciones sólo se hacen notar cuando otro tipo de consideraciones (derivadas de la autonomía de las personas) entran en juego en primer lugar.

Sobre este último punto, creo, existe un conflicto real y de difícil solución entre el liberalismo político y la filosofía rawlsiana, por un lado, y las motivaciones y asunciones de muchas de las principales contribuciones en el ámbito de la ética animal, por el otro. Si los primeros están en lo cierto, el estatus moral de los animales sólo puede jugar un papel indirecto en la justificación de las protecciones legales a los intereses y el bienestar de los animales. Si, por el contrario, son los segundos quienes tienen en razón, entonces hay algo que falla en el liberalismo político; por lo menos algunos de sus requisitos deberían ser relajados.

V. Conclusión

¿Encajan los animales en la filosofía política de John Rawls? En este artículo he defendido una visión pesimista. En primer lugar, los intentos de integrar a los animales en la esfera de la justicia terminan chocándose con una idea central de la teoría de la justicia rawlsiana: la idea de la sociedad como un esquema de cooperación entre personas morales. En segundo lugar, la estrategia compatibilista, pese a su éxito inicial, acaba teniendo que enfrentarse al desafío del liberalismo político, cuyas implicaciones, si estoy en lo cierto, son más amenazantes de lo que podría pensarse en un primer momento. Incluso si conseguimos ofrecer razones públicas a favor de ciertas protecciones al bienestar de los animales, algunos de los pilares básicos del liberalismo político parecen condenar a las consideraciones acerca del estatus moral de los animales a jugar, en el mejor de los casos, un papel indirecto en nuestras deliberaciones políticas. Por todo ello, parece que una teoría de la justicia o la legitimidad política que incluya a los animales, si algún día llega a desarrollarse, difícilmente podrá erigirse sobre pilares exclusivamente rawlsianos.

Agradecimientos

Quisiera agradecer, por sus comentarios y observaciones, a Adrián Herranz, Victoria Kristan, Rubén Marciel, Eze Paez y José Juan Moreso (quien, además, muy amablemente me regaló una copia de la versión en castellano de Teoría de la justicia). También estoy en deuda con Iñigo González-Ricoy y José Luis Martí, por animarme a escribir este artículo, con dos evaluadores anónimos de esta revista, por sus útiles y constructivas sugerencias, y con los editores, por su asistencia y ayuda durante todo el proceso.

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Williams, Andrew, 2000: “The Alleged Incompleteness of Public Reason”. Res Publica, vol. 6, núm. 2, pp. 199-211.

Zuolo, Federico, 2020: Animals, Political Liberalism and Public Reason. Basingstoke, Palgrave Macmillan.

Notas

1 Véase, por ejemplo, Nussbaum 2006; Garner 2013 y Valentini 2014, además de las referencias incluidas en este párrafo.

2 La obra más influyente de este giro es Zoopolis, de Sue Donaldson y Will Kymlicka (2011). Una útil introducción crítica al giro político puede encontrarse en Cochrane et al. 2018. Agradezco a dos revisores/as de esta revista por invitarme a subrayar explícitamente esta tendencia.

3 Existen también posturas mixtas como la de Julia Tanner (2011), quien ha defendido que los animales podrían ser integrados en una teoría de la justicia de Rawls, pero que esta no sería capaz de reivindicar, por ejemplo, la prohibición de la experimentación con animales.

4 Curiosamente, en un artículo anterior, Rawls (1963, 284) había sostenido que la capacidad para desarrollar un sentido de la justicia era una condición “necesaria y suficiente”.

5 Rawls (2001, 26) deja claro que la sociedad es algo en lo que simplemente “nos encontramos (…) en un cierto momento del tiempo histórico”.

6 Cf. Harsanyi 1975.

7 Coeckelbergh habla de “artefactos” porque incluye a “agentes artificiales” entre los posibles cooperadores.

8 Véase, por ejemplo, Rawls 2001, 29.

9 Una interesante discusión de las capacidades mentales de los animales puede encontrarse en los artículos recogidos en Andrews et al. 2018.

10 Una alternativa menos restrictiva puede encontrarse en Donaldson et al. 2011, 116-122. A juicio de ambos autores, al menos algunos animales (los animales domésticos) son capaces de autorregular su propio comportamiento de acuerdo con normas sociales compartidas, y de cooperar con los humanos a través de relaciones de confianza y vulnerabilidad recíprocas. Donaldson y Kymlicka defienden que estos animales deberían ser considerados miembros de comunidades políticas mixtas (es decir, poseedores de ciudadanía). Agradezco de nuevo a los/las revisores/as de esta revista que incidieran en la utilidad de mostrar el contraste con el modelo rawlsiano.

11 Agradezco a José Juan Moreso la sugerencia que dio pie a esta sección.

12 Sobre esta estrategia véase, por ejemplo, Dombrowski 1998.

13 Aunque los deberes naturales quedarían pues vinculados a la posición original, aún existe en la filosofía rawlsiana otra clase adicional de deberes (i.e. deberes morales de compasión y humanidad), que no se derivan de la posición original (aunque quedarían, según el propio Rawls, fuera del dominio de la justicia). Esta posición y sus implicaciones se discuten en las secciones III y IV. Agradezco a un/a revisor/a de esta revista que me animara a aclarar este punto aquí.

14 Un problema más general con esta estrategia es que, para Rawls, el sentido de la justicia debe ir unido a la capacidad para formar, revisar y perseguir una concepción del bien, lo que no está claro que los animales puedan hacer.

15 Como señala Elliot 1984, 100.

16 Es cierto que a veces hablamos de “una teoría kantiana” o “una posición aristotélica,” queriendo decir que conservan una parte del espíritu o de las motivaciones convencionalmente asociadas con estas teorías, independientemente de si nos obligan a renunciar a elementos importantes de estas teorías, tal y como fueron originalmente desarrolladas. En este sentido, los animales quizá podrían ser integrados en una teoría de inspiración rawlsiana.

17 En la traducción al castellano de Teoría de la justicia, se habla de “creencias aquí consideradas”. Esta traducción no captura el significado que Rawls le da a la expresión “considered beliefs”, tanto en este fragmento del libro como en su obra en general.

18 Ambos elementos (el deber de prohibir ciertas actividades y la justificación de la prohibición en base, al menos parte, al propio estatus moral de los animales) se encuentra en la mayoría de referencias clásicas de la ética animal. Véase, para una muestra, Regan 1983, Singer 1975 o DeGrazia 1997. Para una excepción, véase Smith 2012. El rol del estatus moral en estos argumentos aparece matizado en la nota 22.

19 Véase, para el caso de los grandes simios, Casal 2018.

20 Plausiblemente, deberían cumplirse además una serie de requisitos adicionales, como una cierta estabilidad en el tiempo o la robustez de las razones en cuestión a un proceso de equilibrio reflexivo en el que sean contrastadas con otras creencias firmemente asentadas en la cultura pública de una sociedad democrática determinada. Agradezco a Rubén Marciel por invitarme a realizar estas precisiones. Para una discusión exhaustiva, véase Zuolo 2020.

21 Cabe señalar que algunas corrientes dentro de la ética animal adoptan un enfoque distinto, enfatizando en su lugar las relaciones que podemos mantener con los animales, y priorizando el vocabulario del cuidado, la empatía o las virtudes por encima del de los deberes o los derechos (véase, por ejemplo, Hursthouse 2000; Donovan et al. 2007; Gruen 2015). Sin embargo, creo que el conflicto que destaco en esta sección afecta también a estas teorías: si el liberalismo político rawlsiano es correcto, las relaciones que establezcamos con los animales (o las virtudes que podamos cultivar en relación a ellos) jugarán, en el mejor de los casos, un papel auxiliar y derivativo a la hora de justificar el fin de ciertas prácticas. De nuevo, quisiera agradecer a un/a revisor/a de esta revista por empujarme a aclarar este punto.

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