¿DESACUERDO SIN ACUERDO? UNA CRÍTICA A LA PROPUESTA METALINGÜÍSTICA DE PLUNKETT Y SUNDELL

Disagreement without Agreement? A Critique of Plunket and Sundell’s Metalinguistic Proposal

Lorena Ramírez Ludeña
Universitat Pompeu Fabra, lorena.ramirez@upf.edu, España

¿DESACUERDO SIN ACUERDO? UNA CRÍTICA A LA PROPUESTA METALINGÜÍSTICA DE PLUNKETT Y SUNDELL

Isonomía, núm. 44, 2016, pp. 39 -62

Derechos Reservados © ITAM, 2005

Recibido: 18/07/2015

Aceptado: 29/12/2015

Resumen: El problema de los desacuerdos jurídicos puede ser planteado de diferentes modos. En una de sus versiones, el problema viene dado porque el positivismo asume que los conceptos jurídicos son criteriológicos, por lo que el desacuerdo entre juristas carece de sentido al ser una disputa meramente verbal. Plunkett y Sundell han ofrecido una respuesta novedosa a esta crítica que sostiene que no hace falta compartir un concepto para discrepar con sentido. En este trabajo analizaré esa respuesta y ofreceré una serie de críticas contra ella.

Palabras clave: Desacuerdos jurídicos, Dworkin, negociaciones metalingüísticas, pragmática.

Abstract: The problem of legal disagreements can be approached in different ways. On one version, the problem arises because positivism assumes that legal concepts are criteriological, thus conceiving of disagreement among lawyers as pointless and a mere verbal dispute. Plunkett and Sundell have offered a novel response to this criticism, which holds that it is not necessary to share a concept in order to disagree. In this paper I analyze this response and I offer a number of objections against it.

Keywords: legal disagreements, Dworkin, metalinguistic negotiations, pragmatics.

I. Introducción

En este trabajo analizo la crítica de los desacuerdos jurídicos, planteada inicialmente por Dworkin contra el positivismo jurídico de corte hartiano.1 Dicho brevemente, el problema es que el positivismo hartiano sostiene que el derecho es una práctica social convencional.2 Para estos positivistas, en la base de todo sistema jurídico hay una regla de reconocimiento utilizada por los funcionarios públicos para identificar el derecho de su comunidad. De acuerdo con este esquema, en Barcelona los perros con bozal pueden ir en metro si, y solo si, la norma que establece esa facultad satisface ciertos criterios, como haber sido aprobada por determinados órganos siguiendo determinados procedimientos. Y el reconocimiento de esos criterios que las normas deben satisfacer para ser derecho válido es convencional, en el sentido de que los funcionarios de esa comunidad los aceptan. La aceptación se muestra en la regularidad de su conducta de identificación del derecho y en la actitud crítico-reflexiva que desarrollan en torno a ese patrón de comportamiento. Si un funcionario emplea un criterio distinto del convencional al identificar el derecho, su conducta genera reprobación, y ello se explicita en el uso de lenguaje normativo (Hart, 1994, pp. 56 y ss.).

El problema, señala Dworkin, es que los jueces, abogados y juristas en general discuten con frecuencia sobre lo que exige el derecho. Están en desacuerdo sobre si el heredero nombrado en el testamento, pero que ha asesinado al causante, tiene o no derecho a heredar, aunque la ley sucesoria solo requiera que el testamento haya sido válidamente otorgado, sin prever ninguna excepción al respecto.3 Este tipo de desacuerdos son denominados por Dworkin “desacuerdos teóricos”, que versan sobre las condiciones de verdad de las proposiciones acerca del derecho (Dworkin, 1986, pp. 5 y ss.). A diferencia de lo que ocurre cuando dos juristas discuten si el Parlamento aprobó una determinada ley o sobre las intenciones de los legisladores, que son desacuerdos empíricos, los desacuerdos teóricos se basan en que los sujetos asumen concepciones diferentes sobre los hechos que determinan el contenido del derecho. Un grupo de jueces podría considerar que, más allá de que la ley de testamentos no establezca expresamente excepción alguna para los herederos-homicidas, existe un principio conforme al cual nadie puede beneficiarse de su propio delito, que sería acorde con las intenciones de quienes promulgaron la ley. Este principio impediría que el homicida heredase, pese a estar nombrado en un testamento válidamente otorgado. Otro grupo de jueces podría negar que ese principio sea parte del derecho y proponer una interpretación literal de la ley. Los jueces estarían en desacuerdo sobre los fundamentos del derecho, es decir, sobre lo que debe darse para que el derecho tenga el contenido que tiene. Obviamente, el propio hecho del desacuerdo pone de manifiesto la ausencia de convención sobre el punto y, conforme al positivismo, que no hay respuesta jurídica correcta para la cuestión. No obstante, los participantes de la práctica jurídica parecen discutir sobre lo que el derecho exige como si hubiera una respuesta correcta. Si la práctica fuese convencional, como sostienen los positivistas, la discusión extendida mostraría que los participantes están equivocados sobre la naturaleza de su práctica, ya que creerían que, pese a la ausencia de convención, el derecho proporciona una respuesta, o que son hipócritas, ya que debaten como si hubiese una respuesta jurídica sabiendo que no la hay.

Entonces, parecería que el positivismo enfrenta un dilema: o bien reconoce que la verdad de las proposiciones acerca del derecho no puede estar determinada solo por criterios convencionales sino que, como señala Dworkin, los juicios normativos tienen necesariamente un lugar, o bien reconoce que la práctica es en alguna medida fallida, porque parecería que los sujetos están discutiendo sobre lo que el derecho establece pero no existiría una respuesta jurídica preestablecida. Dado que la teoría de Hart (1994, pp. 82-91 y 242-243) pretende capturar el punto de vista interno, es decir, la manera en que los propios participantes conciben su propia práctica, esta última alternativa parece ciertamente problemática.

Para evitar estas conclusiones, el positivismo debe dar cabida a los desacuerdos en el marco de una práctica convencional. Tras presentar la crítica de Dworkin de un modo más detallado, apuntaré de qué forma se ha intentado recientemente ofrecer una explicación de los desacuerdos jurídicos por parte de David Plunkett y Timothy Sundell, recurriendo a la noción de negociación metalingüística. Finalmente, presentaré una serie de críticas a su posición.

II. Dworkin y los tipos de conceptos

La crítica de los desacuerdos puede ser planteada de diversos modos. Así, podría señalarse que el positivismo de corte hartiano constituye una teoría equivocada acerca del derecho, dado que enfatiza la existencia de acuerdo, siendo en cambio el desacuerdo el rasgo más destacable. Pero también podría enfatizarse que, más allá de si se dan muchos desacuerdos, y de si estos son o no centrales, el problema fundamental es que los positivistas no pueden dar cuenta de determinados rasgos prominentes de la práctica, en el sentido de que los sujetos parecen estar en desacuerdo acerca del derecho, pero el desacuerdo pondría de manifiesto la falta de acuerdo y, en consecuencia, la ausencia de derecho en el marco positivista. El positivismo debería entonces entender que esos desacuerdos son, o bien sobre casos relativos a la zona de penumbra de las convenciones, o bien sobre cómo debe ser el derecho, lo que no parece reconstruir adecuadamente muchos de los desacuerdos que tienen lugar. Un tercer modo de plantear el problema consiste en señalar que, si (como parece asumir el positivismo) lo que determina que dos sujetos hablen acerca de lo mismo es su uso de criterios compartidos, los desacuerdos son completamente ininteligibles en el esquema positivista porque cada uno de los individuos estaría vinculando los términos con criterios distintos y, en última instancia, hablando de cosas distintas.4 El punto aquí no es que los sujetos crean que hay una solución jurídica cuando no la hay, o que discutan sobre cómo debería resolverse un caso que no tiene una respuesta jurídica unívoca, sino que los desacuerdos que mantienen carecen de todo sentido al no haber un núcleo común que habilite a los sujetos a discutir. Este último parece ser el modo en que Dworkin plantea claramente su crítica en sus últimos escritos, distinguiendo tres tipos de conceptos y atribuyendo al positivismo la asunción de que los conceptos del derecho son criteriológicos.5

Dworkin distingue entre los conceptos criteriológicos, los de clase natural y los interpretativos. A efectos de diferenciarlos, se plantea qué supuestos y prácticas deben ser compartidos por los individuos para que podamos afirmar que comparten lo que denomina “el concepto doctrinal de derecho”, relativo a las concretas exigencias de los sistemas jurídicos particulares.

Dworkin señala que, en el caso de los conceptos criteriológicos, como el concepto de soltería masculina o de triángulo equilátero, los individuos los comparten sólo cuando se ponen de acuerdo en una definición que establece los criterios para la correcta aplicación del término en cuestión (2006, p. 19). Desarrollar una teoría de este tipo de concepto significa proponer una definición más precisa para algún propósito concreto, pero sería un error sostener que la definición más precisa captura mejor que el resto la esencia del concepto. En cuanto a los conceptos de clase natural, como es el caso del concepto de tigre, los individuos comparten estos conceptos si sus instancias tienen una estructura física o biológica, aunque no estén de acuerdo en la naturaleza esencial de los ejemplos o en los criterios que utilizan para identificar tales ejemplos. En estos supuestos, la ciencia puede afirmar que ha descubierto una esencia auténtica, lo que ya hemos visto que no tendría sentido en el caso de los conceptos criteriológicos (2006, p. 20). Finalmente, los conceptos interpretativos (2006, p. 21) nos animan a reflexionar y cuestionar aquello que exige alguna práctica que hemos construido. Es lo que ocurre con los conceptos centrales de la moralidad política y social, como la justicia y la libertad. Su correcta aplicación no depende de criterios o esencias compartidos, sino de los hechos normativos que mejor justifican las prácticas en que el concepto es usado. Por ello, los individuos comparten estos conceptos pese a que existan desacuerdos profundos sobre los criterios y las instancias. Y, apunta Dworkin, si los otros tipos de conceptos se ven inmersos en prácticas interpretativas (como el derecho), generalmente terminan operando de modo interpretativo, aunque esta es una cuestión en sí misma interpretativa.

De acuerdo con Dworkin, la práctica lingüística convergente determina la correcta aplicación tanto de los conceptos criteriológicos como de clase natural, aunque de modo distinto. Quienes comparten un concepto criteriológico pueden estar en desacuerdo y equivocarse sobre si los criterios de aplicación se dan en un caso concreto. Quienes comparten un concepto de clase natural pueden equivocarse de un modo más fundamental: pueden equivocarse sobre la naturaleza esencial de las propiedades de los conceptos y también sobre las instancias. No obstante, identificar esos errores presupone que subyace una práctica convergente que vincula el concepto a alguna clase natural en concreto. En el caso de los conceptos interpretativos, estos también requieren que las personas compartan una práctica, en el sentido de que deben coincidir en tratar el concepto como interpretativo, pero esto no quiere decir que tengan que converger en la aplicación del concepto. Y, añade Dworkin, una teoría útil de un concepto interpretativo no puede limitarse a informar de los criterios que la gente usa para identificar instancias ni a indagar sobre la estructura profunda de lo que comúnmente se acuerda que son instancias, sino que debe ser ella misma una interpretación, que muy probablemente será controvertida, de la práctica en la que figura ese concepto.

Especificando las cuestiones anteriores, Dworkin sostiene años después que compartimos un concepto interpretativo cuando nuestro comportamiento colectivo al usar ese concepto se explica de un mejor modo si consideramos que su correcto uso depende de la mejor justificación del rol que desempeña para nosotros (2011, pp. 158 y ss.). En el caso de los conceptos criteriológicos, compartimos el concepto solo en la medida en que usamos los mismos criterios para identificar las instancias. Entonces, los desacuerdos teóricos no tienen sentido porque serían disputas verbales, aunque Dworkin reconoce que los conceptos criteriológicos son vagos y, pese a que los individuos acuerden sobre los criterios para su aplicación, pueden desacordar sobre casos que son marginales. Finalmente, las clases naturales tienen una identidad fija en la naturaleza, una esencia, y estos conceptos son compartidos cuando se los usa para referir a la misma clase natural, aunque no se usen los mismos criterios para identificar las instancias. En ambos casos (conceptos criteriológicos y de clase natural) los individuos no comparten los conceptos a no ser que acepten que hay un test decisivo, un procedimiento de decisión, para decidir cuándo aplicar el concepto (salvo en casos que se consideren marginales). En cambio, en el caso de los conceptos interpretativos, los compartimos manifestando una comprensión de que su aplicación correcta se fija por la mejor interpretación de las prácticas en que figuran. Por tanto, si el positivismo asume que el concepto doctrinal de derecho es criteriológico, los desacuerdos teóricos –salvo los relativos a casos marginales– carecerían de sentido, pese a que persisten en el tiempo y a que los teóricos suelen considerar que se trata de disputas genuinas

III. La respuesta metalingüística

En su descripción de los distintos tipos de conceptos, Dworkin parece asumir que los sujetos que discrepan con sentido tienen que compartir el concepto que están usando.6 Entonces, en el caso del positivismo los desacuerdos no serían genuinos porque los individuos estarían empleando los términos con significados distintos –puesto que usarían diferentes criterios–, por lo que no expresarían proposiciones lógicamente inconsistentes y referirían a cosas distintas.

En contraste con lo anterior, Plunkett y Sundell sostienen que hay que distinguir el carácter genuino de un desacuerdo de la cuestión de si la disputa es canónica, es decir, de si en el intercambio los hablantes expresan proposiciones lógicamente inconsistentes (2013a, pp. 247 y ss. y 2013b, pp. 6 y ss.).7 El ejemplo que emplean es similar al siguiente. Imaginemos una disputa en que dos sujetos, Diego y Willy. Diego afirma “Hay tres provincias en Catalunya” (1), y Willy reacciona afirmando “No, hay cuatro provincias en Catalunya” (2). De acuerdo con una visión extendida entre lingüistas y filósofos del lenguaje,8 (1) expresa literalmente la proposición de que hay al menos tres provincias en Catalunya, mientras que (2) expresa literalmente la proposición de que hay al menos cuatro. Obviamente, ambas proposiciones son consistentes y, de hecho, ambas son verdaderas. Que hay exactamente tres provincias es algo comunicado por Diego, pero es parte de la pragmática de su uso en ese contexto, y no del contenido semántico de la afirmación del hablante. Lo mismo ocurre en el caso de Willy, que sostendría, aunque a nivel pragmático, que hay exactamente cuatro provincias. Pese a que lo literalmente expresado por ambos es consistente, Diego y Willy parecen estar inmersos en una disputa sustantiva, lo que se manifiesta en aspectos como por ejemplo cómo reaccionan cada uno de ellos frente a las afirmaciones del otro, o en si tiene sentido o no discutir sobre el tema, y no en cambio en el modo en que se exterioriza el desacuerdo. Como señalan Plunkett y Sundell,

All of the usual linguistic markers of disagreement (such as the felicity of phrases like ‘nope’, ‘nuh uh,’ and the like) are present. And of course, the question […] is a substantive one of great practical significance if little controversy. Indeed, the question of whether the dispute […] is substantive seems entirely orthogonal to the question of the linguistic mechanism by which the relevant information is communicated. This is hardly surprising: what matters to whether a dispute is substantive is its topic –Is it something addressed by both speakers? Is it worth arguing about? Is it plausibly resolvable? And so on – and not the linguistic means by which the competing claims are advanced (Plunkett-Sundell, 2013a, p. 259).

Entonces, parece importante distinguir entre las disputas canónicas, que reflejan desacuerdos sobre la verdad o corrección del contenido semántico expresado literalmente, en las que el hecho de que los hablantes usen las palabras con el mismo significado y se contradigan es crucial para que el desacuerdo sea genuino, de desacuerdos que tienen que ver con información que es comunicada pragmáticamente.9

Pero, a efectos de desvirtuar la crítica central de Dworkin, no basta mostrar lo anterior, sino que es necesario encontrar ejemplos en que la disputa sea genuina y no canónica en virtud de una diferencia en el significado de las palabras. Al fin y al cabo, hemos visto que Diego y Willy empleaban las mismas palabras con los mismos significados. En este punto, Plunkett y Sundell hacen referencia a desacuerdos en que los sujetos sostienen que un determinado concepto debe ser usado en un determinado contexto, por lo que están genuinamente en desacuerdo sin compartir el concepto.10 Veamos con detalle su argumentación a este respecto.

Según Plunkett y Sundell, puede ofrecerse una respuesta positivista al desafío de los desacuerdos de Dworkin atendiendo a un mecanismo particular en que se puede expresar un desacuerdo: haciendo un uso metalingüístico de los términos. Ello supone que el hablante emplea el término para comunicar algo acerca del uso correcto del mismo (Plunkett-Sundell, 2013a, pp. 159 y ss. y 2013b, pp. 13 y ss.).11 En este sentido, si bien generalmente usamos las palabras para hablar acerca del mundo, en ocasiones tomar como dados ciertos hechos del mundo nos permite hablar acerca de las palabras y de su uso. Imaginemos que Josep Maria, siempre en busca de nuevas experiencias, se incorpora al departamento de derecho de Universidad Pompeu Fabra. Es nuevo allí, pero conoce bastante bien a quienes lo integran. Josep Maria pregunta a Alberto: “¿Lorena ha escrito un libro?” Él y su interlocutor saben que Lorena ha publicado una colección de artículos. Cuando Alberto, con la amabilidad que lo caracteriza, responde afirmativamente, no proporciona información acerca del mundo, sino información sobre cómo se usa el término en esa comunidad. Pero esa información tiene gran incidencia porque ayuda a Josep Maria a entender qué se considera un libro a efectos de prosperar en ese departamento, lo que puede tener importantes repercusiones prácticas. Conforme a Plunkett y Sundell, el intercambio entre Josep Maria y Alberto pone de manifiesto un uso metalingüístico del término “libro”.

Sigamos con el ejemplo para mostrar los diferentes estadios de la argumentación de Plunkett y Sundell, y ver así cómo puede conducirnos a dar respuesta a la crítica dworkiniana. Imaginemos que otro individuo, Sebastián, atento siempre a los detalles, escucha la conversación anterior entre Josep Maria y Alberto y piensa que Alberto se equivoca porque no son esos los criterios del departamento para considerar que algo es un libro. Si Sebastián respondiera a las palabras de Alberto señalando: “No, Lorena no ha escrito un libro”, Alberto y Sebastián tendrían una disputa metalingüística, en que los sujetos estarían haciendo un uso metalingüístico para expresar un desacuerdo sobre el significado.

Imaginemos ahora un tercer escenario en que Sebastián y Alberto fueran los encargados por el departamento de establecer la política de contratación de profesorado y, a tales efectos, quisieran precisar qué cuenta como un libro. Su disputa constituiría lo que Plunkett y Sundell denominan una “negociación metalingüística”, en que los sujetos negocian cuál debería ser el significado de “libro” en un determinado ámbito o a ciertos efectos (2013a, p. 161, 2013b, p. 15 y 2014, pp. 61 y ss.). En este tipo de supuestos nos hallamos ante una disputa en que los dos hablantes hacen un uso metalingüístico de una expresión para defender distintos significados de esa expresión. Las negociaciones metalingüísticas pretenden establecer un significado previamente indeterminado, al menos para los propósitos de la conversación. En todo caso, es importante advertir que en tales supuestos no estamos ante una mera cuestión verbal intrascendente, porque ya hemos visto que el modo en que usamos las palabras es relevante para los sujetos a efectos de desenvolverse en su entorno. El punto central, enfatizado por Plunkett y Sundell, es que los individuos emplean los términos con significados diversos, usando ambos proposiciones verdaderas que no son lógicamente contradictorias; no obstante, la disputa es genuina (y no meramente verbal) porque los individuos proponen (a nivel pragmático) que se adopte un determinado significado en un contexto dado.12

Plunkett y Sundell señalan que los individuos pueden no advertir, e incluso abiertamente rechazar, que están teniendo ese tipo de disputa porque, además de que para ellos no tiene por qué resultar clara la distinción entre semántica y pragmática, no tienen tampoco que diferenciar claramente (ni acostumbran a hacerlo) las disputas sustantivas de las relacionadas con el significado de los términos (2013a, pp. 271 y ss., 2013b, p. 20, n. 54 y pp. 23 y ss., y especialmente 2014, pp. 65 y ss.). Los autores añaden que, en general, pero particularmente el ámbito jurídico, las disputas sobre el significado de los términos no suelen ser bien vistas, por lo que no es extraño que estos desacuerdos se presenten del modo en que lo hacen, como versando sobre las concretas exigencias de los sistemas jurídicos, en lugar de acerca de cómo deberían entenderse los términos. En el caso del ámbito jurídico, el problema no es solo que no se vean con buenos ojos aquellas disputas relativas al significado, sino que, además, en nuestra tradición suele ser visto como especialmente problemático que las disputas entre los jueces versen sobre cómo debe ser el derecho, y no sobre cómo de hecho es. Todo ello explicaría por qué muchos de los desacuerdos se presentan del modo en que lo hacen, y por qué con frecuencia los sujetos no tienen del todo clara la naturaleza de su disputa o tratan de ocultarla (Plunkett-Sundel, 2013b, p. 24 y 2014, pp. 65 y ss.).

Por otro lado, Plunkett y Sundell enfatizan que, frente a la solución de Dworkin, la suya es una reconstrucción preferible en la medida en que se trata de una solución plausible y que no es particular del ámbito jurídico. En esta medida, resulta en general intuitivo considerar que los individuos, cuando discuten, no mantienen una disputa sin sentido, sino que negocian sobre cómo debe usarse un término determinado para ciertos propósitos. El desacuerdo puede ser entonces entendido como un desacuerdo genuino que merece la pena mantener, dado que no es una disputa meramente verbal, sino sustantiva (Plunkett-Sundell, 2014, pp. 64 y ss.). Y es importante señalar que, a diferencia de los planteamientos dworkinianos, ello se logra sin la necesidad de crear una categoría nueva de conceptos como la de los conceptos interpretativos, que Plunkett y Sundell consideran que no están muy desarrollados en sus detalles. La solución metalingüística de Plunkett y Sundell se sirve de elementos preexistententes y con cierta aceptación entre los filósofos. Además, los autores añaden que pueden dar cabida a concepciones diversas sobre los conceptos en el marco de su solución metalingüística, lo que hace que su teoría sea también teóricamente preferible a la de Dworkin (Plunkett-Sundell, 2013a, pp. 273 y ss.). Finalmente, Plunkett y Sundell destacan que su teoría es preferible a la de Dworkin en la medida en que no supone comprometerse con una concepción no positivista acerca del derecho. Como apuntan los autores, que haya condiciones morales entre las condiciones de aplicación de un concepto dependerá del caso, dado que hay que distinguir entre los hechos que mejor justifican el uso de un concepto sobre otro en un contexto –que ellos defienden como relevantes– de los hechos que justifican de un mejor modo el conjunto de las prácticas –lo que sería defendido por Dworkin (Plunkett-Sundell, 2013a, pp. 278 y 279).

IV. Críticas

Pese a lo novedoso de la propuesta y a las ventajas anteriormente expuestas, pueden plantearse diferentes grupos de críticas a la posición anterior, a las que me referiré a continuación.

Plunkett y Sundell sostienen que en las negociaciones metalingüísticas los individuos afirman proposiciones verdaderas, dado el concepto en el que se basa cada uno de los individuos que está en desacuerdo. Es decir, la proposición expresada por el individuo que desacuerda sería verdadera en atención al significado que él propone (2013a, p. 262 y 2013b, p. 15).13 Pero, si reflexionamos sobre el ejemplo del libro, lo anterior parece problemático. Pensemos en el desacuerdo entre Sebastián y Alberto con respecto a si Lorena ha escrito o no un libro, en el caso en que existe un criterio fijado por el departamento. Resulta extraño afirmar que, en tales situaciones, lo señalado por uno y otro es verdadero. Si el criterio adoptado por el departamento está vinculado con escribir una monografía con una determinada extensión, la proposición afirmada por uno de ellos, en este caso Alberto, es falsa. Si pasamos al caso en que, según Plunkett y Sundell, los sujetos negocian (metalingüísticamente), ¿en atención a qué sus afirmaciones serían verdaderas? En contraste con lo señalado por los autores, parece más plausible entender que lo que afirman carece de valor de verdad, puesto que no hay un criterio fijado en relación con el cual sus afirmaciones serían verdaderas o falsas. Esta idea se vería reforzada en la medida en que Plunkett y Sundell sostienen expresamente que, cuando tiene lugar una negociación metalingüística, la cuestión está previamente indeterminada. Precisamente por ello, no pueden entender, como sí podría hacerlo un dworkiniano, que hay una respuesta correcta a la disputa, por ejemplo porque asumieron que las consideraciones morales son determinantes y que estas proveen una respuesta unívoca a la cuestión de cuál es el mejor modo de emplear el término, haciendo que una de las afirmaciones sea verdadera y la otra falsa.14

Volvamos al ejemplo del libro, en el que existe un criterio fijado por el departamento. Como ha tratado de mostrar Tyler Burge con sus diferentes experimentos mentales relativos al término “artritis”, tenemos intuiciones externistas en relación con determinados términos, es decir, con respecto a que su significado no depende de los sujetos individualmente considerados (Burge, 1979).15 Imaginemos que alguien sospecha que tiene artritis porque tiene un dolor en el muslo, y afirma que tiene esa enfermedad. Dado que la artritis es sólo un problema en las articulaciones, cuando afirma “tengo artritis en el muslo” está expresando una creencia falsa, y no una creencia verdadera sobre la artritis tal y como él la entiende. En este sentido, aquello que expresamos con nuestros términos no parece depender de cada individuo y sus propiedades intrínsecas, sino del significado que el término tiene en la comunidad en cuestión.

Consideremos una situación contrafáctica en que al individuo le ocurre lo mismo, y tiene los mismos estados mentales que en el supuesto anterior, salvo por el hecho de que en su comunidad el término “artritis” se usa para hacer referencia a la tartritis, lo que incluye los dolores reumatoides, abarcando también el dolor en el muslo. En esta situación contrafáctica, el individuo, al decir “tengo artritis en el muslo”, expresa una creencia verdadera acerca de la tartritis. Como las dos situaciones que he descrito difieren por los usos lingüísticos de cada comunidad, puede afirmarse entonces, señala Burge, que los contenidos mentales dependen en parte de la práctica lingüística compartida, que incide en aquello que expresan los sujetos con sus palabras. Así, Burge ha defendido una forma de externismo social sobre los estados intencionales, arguyendo que la sociedad desempeña un importante rol con respecto a los contenidos de nuestras intenciones, creencias, deseos, etcétera, lo que a su vez tiene incidencia en aquello que expresamos con nuestros términos. Si esto es así, parecería más acertado considerar que Alberto tiene una creencia falsa, en lugar de entender que expresa una creencia verdadera en atención a un concepto diferente. Entonces, si esto es plausible en el caso en que el departamento tiene un criterio a efectos de entender que algo es un libro, ¿por qué pasar a considerar que, cuando el departamento carece de criterio preestablecido, la situación es diferente y los sujetos expresan proposiciones verdaderas en atención al modo en el que cada uno de ellos entiende el concepto? Es decir, los autores no fundamentan por qué el significado debería individualizarse de un modo diferente en un caso y en otro.16

La explicación que ofrecen Plunkett y Sundell no solo contrasta con algunas de nuestras intuiciones, sino que además es mucho más compleja que otras posibilidades alternativas en un marco positivista, lo que en principio la haría menos preferible en términos teóricos. Hemos visto que sostienen que los sujetos profieren proposiciones verdaderas de primer orden sobre los hechos, al mismo tiempo que profieren propuestas de segundo orden sobre cómo entender los términos. Pensemos en una disputa entre juristas acerca de si la pena de muerte es un trato cruel. Podríamos entender que la disputa entre esos sujetos es sustantiva, acerca de lo que requiere la crueldad, pero entender al mismo tiempo que la disputa es canónica al sofisticar los tipos de conceptos a los que se refiere Dworkin.17 O podríamos considerar que la disputa es canónica, porque los sujetos discrepan sobre cómo debe entenderse el término “crueldad”, sin que el derecho predetermine la cuestión. ¿Por qué asumir, en cambio, que los individuos expresan proposiciones verdaderas en atención a su propio criterio, sosteniendo al mismo tiempo que ese es el modo en que debe entenderse el término? Además, que este sea el mejor modo de reconstruir lo que ocurre en el caso de los desacuerdos entre los juristas parecería depender en buena medida de una cuestión accidental, como es que los sujetos exterioricen el desacuerdo del modo en que Plunkett y Sundell señalan. En este sentido, los autores parecen conferir un peso excesivo al modo en que en ocasiones se pone de manifiesto el desacuerdo.

Por otro lado, resulta muy cuestionable el uso que los autores realizan de la palabra “negociación”, para hacer referencia a lo que ocurre en ciertas disputas que tienen lugar en el ámbito jurídico. Si bien podría sostenerse –aunque de un modo no exento de problemas– que los legisladores negocian acerca del contenido del derecho, ello es mucho más controvertido en el caso de los juristas con carácter general, y particularmente de los jueces. En esta medida, y puesto que la negociación suele contrastarse con ideas como la argumentación y la deliberación, el uso de esta terminología parece completamente desacertada, y difícilmente sería reconocida por los propios participantes de la práctica jurídica.18 En todo caso, es esta una mera decisión terminológica que, aunque potencialmente confundente, no afecta al núcleo de los argumentos de Plunkett y Sundell.

Ya he señalado que la propuesta de Plunkett y Sundell supone considerar que los individuos están en error en un gran número de supuestos, dado que muchos de ellos no reconocerían que tienen el tipo de disputa que ellos señalan que tienen. Los individuos creen discutir sobre lo que el derecho establece y creen tener una disputa sustantiva y, sin embargo, los autores sostienen que tienen una disputa sobre el significado (pero que Plunkett y Sundell entienden que es genuina) y que discuten sobre lo que el derecho debería establecer. Vimos que para los autores esto no es especialmente problemático porque los sujetos suelen ser malos teóricos de su propia práctica, como así ocurre por ejemplo en el caso de los científicos, en relación con la teorización sobre la práctica científica (2013a, p. 270 y 2014, pp. 59 y ss.).19 Además, no se trataría de imputar un error generalizado, sino de desconocimientos de ciertos elementos de su práctica que no es fácil que conozcan. Y, en todo caso, Plunkett y Sundell consideran que su propuesta permite ofrecer una explicación plausible de por qué los errores se producen y del modo en que se producen, por lo que se mitigan de esta forma los problemas de imputar error a los participantes. Pero, pese a que es obvio que los individuos estamos a menudo en error, no es fácil sostener que en el caso de las prácticas sociales se da el tipo de error al que apuntan Plunkett y Sundell. El desafío de Dworkin apunta precisamente a que los participantes de la práctica parecen discutir acerca de lo que el derecho establece, y proponen argumentos normativos complejos a efectos de sostener que su posición reconstruye del mejor modo las exigencias jurídicas. Plunkett y Sundell responden a esta crítica señalando que el esquema positivista no se vería afectado porque los individuos estarían discutiendo sobre cómo debe ser el derecho, y no sobre cómo éste es, lo que contrasta con cómo se presentan y cómo se ven a sí mismos muchos de los participantes de la práctica jurídica. Por ello, no parece ser una respuesta acabada a Dworkin, en la medida en que éste podría seguir insistiendo en que los individuos entienden que hay una respuesta que están tratando de alcanzar, y no proponiendo un cambio en el sistema. Además, Plunkett y Sundell enfatizan que los individuos no tienen ni que reconocer ex post que lo que hacen es presentar argumentos sobre cómo debe ser el derecho (2014, pp. 65 y ss.). Pero esto no solo es realmente extraño en el ámbito de las ciencias sociales, cuando lo que se reconstruye son prácticas de individuos, sino que además este elemento haría que su teoría fuera difícilmente falsable, al no ser determinante lo que consideran los propios sujetos, pese a que estos constituyen el objeto central de su análisis. Parece en cambio que, si bien las teorías no tienen que resultar transparentes a sus participantes, sí tienen que ser asumibles por los propios participantes como una reconstrucción plausible de lo que hacen. En esta medida, los autores estarían sujetos a la crítica de los desacuerdos de Dworkin, conforme con la segunda lectura a la que me referí al comienzo del trabajo (supra, p. 4).20

Hemos visto también que los autores señalan que su posición es compatible con la del positivismo y, en particular, destacan su compatibilidad con el positivismo incluyente, que sostiene que el derecho puede depender contingentemente de la moral (Plunkett-Sundell, 2014, p. 74, n.10).21 No obstante, este punto tampoco está exento de problemas. En este sentido, si, como se ha expuesto, la conducta, creencias y actitudes de los participantes sobre lo que hacen no son determinantes a efectos de identificar cuál es la reconstrucción más plausible de su práctica, ¿cómo puede ser la posición de Plunkett y Sundell compatible con el positivismo incluyente, que sí confiere un papel central a esos elementos? Así, ya vimos (supra, p. 3) que positivistas como Hart destacan la importancia de tomar en consideración el punto de vista interno; y los positivistas incluyentes defienden que el derecho puede depender de la moral dado que los participantes de la práctica jurídica consideran que en ocasiones el razonamiento moral es relevante. Pero Plunkett y Sundell no parecen conferir tal relevancia a cómo se ven los participantes. Y, en todo caso, si ambas reconstrucciones fueran compatibles, ¿cuándo estaríamos en uno u otro supuesto –cuándo la reconstrucción más adecuada sería una u otra? En otras palabras, si, pese a que los participantes entiendan que discuten acerca de lo que el derecho establece, la reconstrucción de Plunkett y Sundell, que enfatiza que los sujetos discuten sobre cómo debería ser el derecho, puede resultar preferible –de acuerdo a lo que ellos mismos afirman–, ¿cuándo constituiría lo sostenido por los positivistas incluyentes la caracterización más adecuada de la práctica jurídica?

De hecho, los autores sostienen que su posición es preferible no solo por ser compatible con el positivismo, sino por serlo también con la concepción de Dworkin. Entonces, lo que suscriben sería compatible con positivismo y no positivismo. Pero, por un lado, las disputas que pueden ser caracterizadas como negociaciones metalingüíticas tal y como son reconstruidas por Plunkett y Sundell parecen ser siempre normativas, acerca de cómo debe ser el derecho y no sobre el contenido del derecho, lo que contrasta con las apreciaciones de los partidarios del positivismo incluyente. Así, como he señalado los positivistas incluyentes entienden que el derecho puede depender de la moral, por lo que la respuesta que prevé el derecho para un caso puede depender de consideraciones morales. Los argumentos y disputas cuando el derecho apela a la moral son relativos a lo que el derecho establece, a cómo el derecho es, y no a cómo debe ser. Y, por otro lado, si la incidencia de su reconstrucción depende, como Plunkett y Sundell claramente sostienen, en última instancia de hechos sociales contingentes, su concepción no es compatible con una posición como la de Dworkin, para quien el derecho es en todo caso una práctica interpretativa en que se equilibran distintos valores. Los valores son los elementos determinantes en última instancia, según Dworkin, y no hechos sociales que contingentemente pueden remitir a esos valores o incorporarlos. Dado lo anterior, la posición de Plunkett y Sundell parece compatible precisamente con la única forma de positivismo a la que ellos no hacen referencia: el positivismo excluyente. Según el positivismo excluyente, el derecho no puede depender de la moral, y cuando el derecho parece hacer referencia a la moral está en realidad remitiendo al ejercicio de discreción por parte de los jueces.22 En el mismo sentido, Plunkett y Sundell entienden que en determinados casos, contingentemente, pueden producirse casos de indeterminación jurídica en que los sujetos proponen (empleando argumentos normativos) cómo deben ser usados los términos.

V. Conclusiones

Por todo lo que acabo de exponer, considero que lo señalado por Plunkett y Sundell puede resultar de utilidad para reconstruir lo que ocurre en algunos desacuerdos jurídicos, particularmente en los casos de la zona de penumbra de las reglas, pero es del todo cuestionable que su propuesta constituya una respuesta concluyente al problema de los desacuerdos planteado por Dworkin. Para que esa respuesta acabada fuera posible, la concepción de Plunkett y Sundell debería permitirnos delimitar claramente cuándo la solución metalingüística es preferible a otras, como la ofrecida por el positivismo incluyente, lo que ya hemos visto que no se desprende claramente de sus afirmaciones. Además, su caracterización de los casos debería ser ampliada para abarcar no solo supuestos en que los individuos están en error, sino también a aquellos casos en que los participantes son hipócritas, en que quieren ocultar el poder que realmente tienen. Y no hay que olvidar que en ocasiones los sujetos saben que no hay un respuesta prevista por el derecho, no estando entonces en error, pero en que tampoco son hipócritas, ya que entienden que es parte de su rol institucional completar el derecho en los casos difíciles.23 Referirse solo a los casos de error parece del todo insuficiente. Finalmente, resulta conveniente añadir que una solución como la de estos autores debería ser combinada con soluciones que, en determinados casos, permitan entender que los sujetos discuten genuinamente acerca de lo que el derecho establece (y no acerca de cómo debería ser el derecho).24

En definitiva, creo que el principal problema de la concepción de Plunkett y Sundell se relaciona con la capacidad de rendimiento de su teoría. Ello no obsta, sin embargo, a que deba reconocerse la originalidad de sus apreciaciones y su plausibilidad a efectos de explicar determinados desacuerdos, para los que los juristas no contábamos con una reconstrucción adecuada.

Agradecimiento

Agradezco a Josep Maria Vilajosana, José Juan Moreso, Samuele Chilovi, Andrej Kristan y Sebastián Agüero sus comentarios a una versión previa de este trabajo. Asimismo, quiero agradecer las críticas y sugerencias de los dos evaluadores anónimos de la revista. En sentido estricto, Plunkett y Sundell no rechazan que tengamos que estar de acuerdo en (o compartir) ciertas cuestiones básicas para poder estar en desacuerdo, fundamentalmente con respecto a determinados hechos, pero rechazan que tengamos que compartir el concepto.

Referencias

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Notas

1 Aunque Dworkin ha cambiado el foco de su crítica con el transcurso de los años, creo que puede sostenerse que el problema de los desacuerdos ya está presente en “The Model of Rules I” (1967) y en “The Model of Rules II” (1972), incluidos en Taking Rights Seriously (1977). En todo caso, la versión más acabada de esta crítica se encuentra en Law’s Empire (1986). En este trabajo me centraré fundamentalmente en el modo en que Dworkin presenta su crítica en Justice in Robes (2006) y Justice for Hedgehogs (2011), donde diferencia tres tipos de conceptos y sostiene que el concepto de derecho es interpretativo. Sobre el problema de los desacuerdos jurídicos, véase Luque Sánchez y Ratti, 2012.

2 Como dejaré constancia a continuación, emplearé el término “convencional” de un modo más laxo que el que, siguiendo a Lewis (1969), se adopta con frecuencia en la literatura. Aquí “convencional” hace referencia a la existencia de cierta convergencia, que apunta no solo a regularidades de conducta, sino también a que concurran determinadas creencias y actitudes. Asimismo, usaré los términos “acuerdo” y “desacuerdo” en un sentido laxo, sin comprometerme con el carácter explícito que frecuentemente se asocia con esas nociones. Sobre el carácter convencional del derecho, véase Marmor, 2009 y Vilajosana, 2010.

3 Riggs v. Palmer, 115 N.Y. 506 (1889).

4 Creo que las tres críticas se encuentran entremezcladas en Dworkin, 1986, pp. 3 y ss.

5 Para el análisis de los conceptos a los que hace referencia Dworkin, y que expondré brevemente a continuación, véase fundamentalmente Dworkin, 2006, pp. 19 y ss.

6 De hecho, esto no es algo extraño: como exponen Plunkett y Sundell, resulta común entre los filósofos alcanzar conclusiones sobre el significado de los términos a partir de considerar que los sujetos discrepan genuinamente y que, para hacerlo, deben compartir el mismo significado (Plunkett-Sundell, 2013b, pp. 1 y ss.).

7 Los autores enfatizan que las disputas canónicas reflejan desacuerdos sobre la verdad o corrección del contenido semántico literalmente expresado (Plunkett-Sundell, 2013a, p. 247). Así, aunque en el texto me he referido a las proposiciones, Plunkett y Sundell no definen las disputas canónicas haciendo referencia a la verdad de las proposiciones, para no excluir posiciones que, como el expresivismo, prescinden de estas (Plunkett-Sundell, 2013b, pp. 9 y ss.). Para ellos, “[a] dispute consisting in speaker A’s utterance of e and Speaker B’s utterance of f is canonical just in case there are two objects p and q (propositions, plans, etc.) such that Speaker A’s utterance of e literally expresses p and Speaker B’s utterance of f literally expresses q, and q is fundamentally in conflict with p in the manner appropriate to objects of that type. (By p entailing not-q in the case of propositions; by the satisfaction of p precluding the satisfaction of q in the case of desires; by p’s implementation precluding q’s implementation in the case of plans, etc.)”. Precisamente por lo anterior, definen los desacuerdos del siguiente modo: “disagreement essentially involves some incompatibility (of the relevant kind) between contents (whatever they turn out to be) accepted (in the relevant sense) by different people (who may or may not be in conversation with one another)” (Plunkett-Sundell, 2013b, pp. 9-11). Los autores distinguen en sus trabajos entre desacuerdos y disputas (que entienden como los intercambios lingüísticos que parecen expresar un desacuerdo genuino), pero aquí los emplearé indistintamente. Véase Plunket-Sundell, 2013b, p. 6.

8 Es lo que señalan los autores en Plunkett-Sundell, 2013b, p. 12, en que citan a Chierchia (2004) para dejar constancia del carácter poco controvertido de esa visión.

9 Aunque la distinción entre semántica y pragmática sea controvertida, los autores sostienen que puede distinguirse entre el significado que es parte del linguistically encoded content de las palabras que usamos, y otros aspectos de nuestro uso de las palabras. Esto último abarcaría elementos como las presuposiciones y las implicaturas. Más cuestionable es, en cambio, en qué medida el significado es dependiente o no del contexto. Véase Plunkett-Sundell, 2013b, pp. 8 y ss.

10 Es lo que denominan “conceptual ethics” (Plunkett-Sundell, 2013a, p. 247 y Plunkett- Sundell, 2013b, pp. 3 y ss.).

11 Es importante advertir que, en este esquema, los individuos no mencionan los términos, sino que los usan.

12 Acerca de los elementos que determinan que nos hallemos ante una negociación metalingüística, véase Plunkett, 2015, pp. 1-24, donde el autor extiende su propuesta metalingüítica a las disputas filosóficas.

13 En 2013a, p. 262, afirman literalmente, respecto a términos como “frío”: “The speakers may both assert true propositions, but they express those propositions by virtue of the fact that they set the relevant contextual parameters in different ways”. Es decir, ellos sostienen que los individuos profieren proposiciones verdaderas de primer orden, relativas no al lenguaje sino a los hechos, pero son verdaderas en atención a cómo cada uno de esos individuos entiende el término.

14 En realidad, los autores podrían sostener que hay una respuesta correcta para la disputa, porque esta es en realidad una disputa no de primer orden sino metalingüística, en conceptual ethics, y su posición es compatible con que esas disputas tengan respuestas objetivas. Sin embargo, la cuestión estaría jurídicamente indeterminada. Precisamente por ello, entiendo que su posición encaja solo con lo que sostienen los positivistas excluyentes, como expondré más adelante.

15 En su formulación general, el externismo con respecto a una propiedad tiene que ver con cómo se individualiza la propiedad en cuestión. Entonces, si sostenemos que el hecho de que un individuo tenga la propiedad depende no sólo de sus propiedades intrínsecas, sino también de su entorno (ya sea físico o social), estamos defendiendo una concepción externista acerca de esa propiedad.

16 Así, esto supondría pasar de una propuesta externista (el significado depende del entorno social) a una internista (el significado depende de propiedades intrínsecas del individuo), debido a un elemento externo a los sujetos individualmente considerados: la ausencia de criterios compartidos en la comunidad. Plunkett y Sundell apuntan a la posible relevancia del externismo, pero señalan que ello no obsta a la solución metalingüística, que serviría para dar cuenta de algunos casos (Plunkett-Sundell, 2013a, p. 263 n. 40). En 2013b, pp. 26 y ss., señalan expresamente que no rechazan el externismo, sino que solo sostienen que incluso aunque supongamos que los hablantes no comparten el significado (lo que cabe suponer en algunos casos), sus disputas pueden ser genuinas. Pero el problema es precisamente por qué entender que su propuesta puede constituir una mejor reconstrucción que la externista, lo que no parece ser el caso en muchos de los ejemplos que plantean. Nótese, como ya he apuntado, que este modo de interpretar a Burge supone enfatizar la relevancia del anti-individualismo en el uso de los términos. Se pone así el énfasis en el externismo por lo que respecta a la comunidad, y no en cambio en relación con el entorno ni en el papel de los expertos.

17 Véase, por ejemplo, Ramírez Ludeña, 2014, en que se presentan versiones más sofisticadas que la de Dworkin tanto de los conceptos criteriológicos como de los de clase natural, que sí permitirían dar cabida a los desacuerdos sobre el contenido literalmente expresado.

18 Para el contraste que trato de señalar en el texto, véase la introducción de John Elster en Elster, 1998 y Martí, 2006, pp. 41-52. La deliberación consiste en el intercambio de argumentos con el fin de convencer racionalmente al otro de que cambie una creencia. Su objetivo es el acuerdo final, un acuerdo razonado, construido sobre la base de razones compartidas. En contraste con la deliberación, en la negociación se intenta alcanzar un acuerdo con el otro sobre la base de elementos que no son argumentos, como la recompensa o la amenaza. Se negocia sobre posiciones o actitudes, pero no se pretende el convencimiento racional del otro ni se trata de acordar sustantivamente en las creencias. El acuerdo final tras una negociación no es razonado, sino que se sustenta en un equilibrio de poderes. Así, el resultado final en una negociación lo determina el que tiene más poder negocial, a diferencia de la deliberación, en que se impone la fuerza del mejor argumento.

19 Ya hemos visto que hay distinciones, como la que suele hacerse entre semántica y pragmática que con frecuencia no son claras para los hablantes, lo que no resulta extraño tratándose de algo también controvertido entre los propios teóricos.

20 Entender la práctica como hacen Plunkett y Sundell conlleva una imagen de ella que muchos participantes rechazarían. No puede ser entonces un buen análisis de esa práctica, al menos en tanto análisis interno, que pretende tomar en cuenta –aunque sin asumirla– la perspectiva del participante. Véase Bayón, 1991, p. 481. En esta medida, la comparación con la actividad científica no resulta adecuada, porque en el caso del derecho las creencias y actitudes de los participantes son constitutivas de la propia práctica. Un comentario ulterior sobre la plausibilidad de la posición de Plunkett y Sundell. Los autores diferencian las disputas meramente verbales de las genuinas. Pero, además de que sea relevante entender que las disputas entre los juristas son genuinas, a efectos de responder a los casos enfatizados por Dworkin es importante también dar sentido al hecho de que los participantes mantienen esas disputas en el tiempo. En esta medida, ¿tiene sentido prolongar una disputa acerca de hechos fácilmente constatables como el número de provincias en Catalunya? Nada dicen los autores sobre esta cuestión.

21 Para una defensa del positivismo jurídico inclusivo, véase Waluchow, 1994, Coleman, 2001 y Moreso, 2001. Suele señalarse que en el Postcript a la segunda edición de The Concept of Law (Hart, 1994), Hart se muestra partidario del positivismo incluyente o, como él lo denomina, “soft positivism”.

22 Como principales exponentes del positivismo jurídico excluyente, véase Raz, 1979 y 1994, y Shapiro, 1998a, 1998b y 2011.

23 Aunque los autores parecen insinuar que su respuesta es solo parcial en Plunkett-Sundell, 2013a, p. 268, al final su aplicación a los diferentes casos es muy general, y no ofrecen elementos para discriminar entre su solución y otras posibilidades.

24 Para un intento en esta dirección, que hace referencia a una respuesta pluralista al problema de los desacuerdos jurídicos, véase Ramírez Ludeña, 2012.

Notas de autor

Facultad de Dret, Ramon Trias Fargas, 25-27, 08005 Barcelona, España. lorena.ramirez@upf.edu