CONSTITUCIONALISMO Y DEMOCRACIA: UNA REVISIÓN CRÍTICA DEL ARGUMENTO CONTRA-EPISTÉMICO

Constitutionalism and Democracy: A Critical Analysis of the Counter-Epistemic Argument

Felipe Curcó Cobos
Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM), México

CONSTITUCIONALISMO Y DEMOCRACIA: UNA REVISIÓN CRÍTICA DEL ARGUMENTO CONTRA-EPISTÉMICO

Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 44, 2016, pp. 63 -97

Derechos Reservados © ITAM, 2005

Fecha de recepción: 28/01/2016

Fecha de aprobación: 30/03/2016

Resumen: Los procesos democráticos de toma de decisiones (al igual que las restricciones constitucionales a la regla de mayoría) pueden ser evaluados por sus resultados, por su valor intrínseco o por una combinación de ambas cosas. Mostraré que analizar a fondo estas alternativas permite sacar a la luz las debilidades más serias en los modos usuales de justificación del constitucionalismo. La fundamentación teórica de la articulación entre democracia y constitucionalismo ha permanecido atrapada en una trampa que busco romper. Concluiré mostrando la necesidad de rebasar los argumentos epistémicos y contra-epistémicos sugiriendo pautas que hasta ahora creo han sido poco ponderadas en la literatura clásica sobre el tema.

Palabras clave: constitucionalismo, democracia, epistemología política.

Abstract: Democratic decision-making processes (as well as constitutional limits to majority rule) may be evaluated on the basis of their results, their intrinsic value or a combination of both. I will show that an in-depth analysis of these alternatives uncovers serious weaknesses in the usual models of justification for constitutionalism. The theoretical basis to describe the relationship between democracy and constitutionalism has remained stuck in a trap that I seek to break from. I conclude by showing the need to overcome epistemic and counter-epistemic arguments by proposing.

Keywords: constitutionalism, democracy, political epistemology.

I. Introducción: modelos epistémicos y modelos procedimentales

La teoría política ha tendido a justificar los procesos democráticos de toma de decisiones a partir de dos modelos básicos: (i) lo que de aquí en adelante denominaré el modelo de democracia epistémica, y (ii) lo que en lo sucesivo llamaré el modelo de democracia procedimental. Los demócratas epistémicos tienen una pretensión instrumental y cognitiva. 1 En términos amplios podemos decir que valoran la democracia en la medida que ven en ella un instrumento útil para conocer adecuadamente cuáles son los resultados verdaderos (o correctos) y sustantivos al que han de encaminarse las políticas públicas. Para ellos, en definitiva, la democracia se justifica por su capacidad para producir buenos resultados (i.e., justicia social, mejor distribución de la riqueza, desarrollo competitivo, protección de las libertades ciudadanas).

Para los demócratas procedimentales, en cambio, la democracia es un procedimiento formal de toma de decisiones que tiene valor intrínseco, es decir, que vale al margen de los resultados que produzca. Con independencia de cuáles sean los efectos que este procedimiento genere, la democracia se justifica por encarnar ciertas virtudes procesales. Dichas virtudes procesales son ponderadas de distinta forma según la variante de justificación procedimental que tengamos en consideración. Przeworski, por ejemplo, advierte lo difícil que resulta justificar la democracia si sólo nos atenemos a sus logros en términos de igualdad o reparto equitativo del ingreso. Usando datos que provienen de Deininger y Squire (1996) dicotomiza los regímenes políticos en democracias y autocracias. 2 A partir de ahí muestra que la extensión de la desigualdad no difiere mucho entre democracias y autocracias para cada nivel de ingreso (medida la desigualdad por la proporción del 20% más alto en relación con los del 20% más bajo de todos los que perciben ingresos) (Przeworski, 2000, p. 149). El propio Przeworski y Wallerstein (1980), o van Parijs (1996) han ido incluso más allá, argumentando una incompatibilidad estructural entre redistribución, justicia y crecimiento económico en regímenes democráticos. 3

Para Przeworski, sin embargo, que la democracia produzca resultados incómodos o poco justos no es algo que deba hacernos recelar de ella. Porque el valor de la misma no es instrumental, sino intrínseco. Ésta garantiza que las decisiones implementadas por los gobiernos se correspondan (o guarden una relación de proximidad) con las preferencias de los ciudadanos. Ello permite realizar en alguna medida el antiguo ideal ético del autogobierno. Otros demócratas procedimentales como Habermas han ponderado virtudes diferentes a la métrica de proximidad (tal y como la función deliberativa implicada en los procesos de argumentación y decisión democráticos). Algunos más, como Waldron (1999), han hecho énfasis en el rasgo moral e intrínsecamente valioso que en general distingue a los procedimientos de decisión que tratan a todas las preferencias y personas en pie de igualdad.

Al igual que las justificaciones intrínsecas (Dahl, 1979; Waldron, 1999; Young, 1990), las justificaciones instrumentalistas pueden ser muy diversas, dependiendo de cuál sea la variable a la que se subordine el proceso democrático (Arneson, 2003; Dworkin, 2000; Hayek, 1960). Desde luego también existen posiciones ambiguas o limítrofes entre ambos modelos. Es el caso, por ejemplo, de Rawls, al que algunos autores atribuyen una defensa meramente instrumental de la democracia (pues piensan que Rawls subordina el alcance de la participación política al afianzamiento y respeto de las libertades civiles y garantías constitucionales) (Gargarella, 2006). Mientras otros, en cambio, le endilgan una defensa intrínseca (en la medida en que interpretan que Rawls atribuye al valor equitativo de las libertades políticas un carácter intrínseco y, por tanto, entienden que no las subordina al logro de las libertades civiles) (Bayon, 2010).

En este artículo la distinción entre modelos de justificación epistémico/ instrumentalistas y modelos estrictamente procedimentales va a interesarme por una razón. Mi propósito será mostrar cómo sólo a partir de este enfoque es que pueden extraerse cuáles son y han sido las debilidades más serias en los modos usuales de justificación del constitucionalismo. Es ésta la única forma en que podemos atender a algunas de las críticas más potentes y lúcidas que se han elaborado contra él, en especial la que tiene y ha tenido consecuencias más radicales: la de Jeremy Waldron. Probaré que analizar su argumento (y criticarlo) es la única forma de avanzar en un nuevo fundamento teórico capaz de dar soporte al vínculo entre democracia y constitucionalismo. Hacer esto, por supuesto, requiere a su vez entender cuál es la posición contra la que el propio Waldron arremete. Aquí lo importante será ver que criticar su argumento no implicará, como veremos, aceptar la posición que él cuestiona. Por el contrario, argumentaré que estamos obligados a renunciar a ambas posiciones, esto es, tanto a la del propio Waldron como aquella hacia la cual las críticas de Waldron se dirigen. Mostraré, no obstante, que sólo desde las razones que nos llevan a dejar de lado ambas opciones es que se hace posible reconstruir los vínculos entre democracia y constitucionalismo.

II. Definición del problema: ¿vía procesal o sustantiva?

Según Waldron (1999), el rasgo más distintivo de la política, el que la distingue de la justicia, es que su punto de partida es el hecho de los desacuerdos. Concretamente Waldron identifica dos circunstancias básicas de la política: (a) la existencia de desacuerdos y (b) la necesidad percibida por todos de, pese a los desacuerdos, elegir un curso de acción común. Lo central aquí es que, si partimos del hecho inevitable del desacuerdo, tenemos que admitir la existencia de discrepancias dramáticas en torno a cuáles serán los criterios y/o las reglas de decisión colectiva que precisamente habremos de aceptar para poder librar y dirimir tales discrepancias. Nos enfrentaremos, entonces, a un problema de autoridad y de elección colectiva. Es decir, estaremos urgidos de encontrar una vía a través de la cual resolver nuestras diferencias.

Aquí es donde surge el problema que a lo largo de este texto voy a discutir. ¿Esta vía debe ser procedimental o sustantiva? Empecemos por lo primero. Elegir una vía procedimental implica privilegiar cómo habrán de tomarse las decisiones por encima de qué es (en sustancia) lo que debería de decidirse. Desde este punto de vista el problema del desacuerdo se enfrenta eligiendo un procedimiento que permita determinar el contenido de las decisiones colectivas. En principio esto significa no incorporar al procedimiento ninguna exigencia o restricción acerca del contenido que habrán de tener las decisiones mismas. Como ya dijimos antes, el procedimiento estará justificado por su valor intrínseco, con independencia al resultado que éste arroje. Si la regla escogida como mecanismo de decisión colectiva resulta ser la regla de mayoría, su valor intrínseco consistirá en que “las preferencias de los ciudadanos tendrán alguna conexión formal con el resultado en la que cada preferencia cuenta por igual” (Barry, 1991, p. 25). La otra alternativa es elegir una vía sustantiva. Para este tipo de concepción lo decisivo no será ya determinar cómo se toman las decisiones (a través de cuál procedimiento), sino además –y por encima de eso– qué es lo que se puede y no se puede decidir (o dejar de decidir).

Desde una perspectiva estrictamente procedimental la democracia equivale a simple regla de mayoría como mecanismo de decisión colectiva. Desde una perspectiva sustantiva la democracia no es meramente un procedimiento de decisión, sino también una serie de restricciones que –a través de ese procedimiento– buscan garantizar el logro de ciertos resultados sustantivos considerados esencialmente valiosos. Una de las primeras funciones de las constituciones consiste precisamente en limitar la regla democrática de mayoría para garantizar que dichos resultados se produzcan (Przeworski, 2000). El constitucionalismo alude a límites sobre las decisiones mayoritarias; de modo más específico, a límites que se fijan principalmente a través de mecanismos como el control judicial de constitucionalidad o la incorporación de una carta de derechos. La función de los derechos consiste en impedir que decisiones mayoritarias desatiendan, socaven, o subviertan, intereses sociales considerados demasiado importantes como para quedar puestos en entredicho por decisiones mayoritarias. Esto es, intereses demasiado importantes como para que los objetivos e ideas correctas que abanderan (tales como, por ejemplo, el respeto a la dignidad y autonomía humana) puedan llegar a quedar comprometidos por lo que una mayoría inestable fuese en un momento dado capaz de decidir.

El problema del que voy a ocuparme deriva del hecho de que el constitucionalismo asume un modelo epistémico e instrumental frente a la democracia. Es decir, asume que es posible conocer y determinar ex ante al proceso democrático un núcleo esencial de estado de cosas (o de contenidos) que es necesario evitar (por incorrectos) o asegurar (por correctos) con independencia de lo que la mayoría decida. 4 A su vez dispone el aparato jurídico requerido para instrumentar las condiciones con que la regla de mayoría ha de ser gravada a fin de producir (o evitar) esos contenidos sustantivos previamente catalogados. La dificultad, por tanto, emerge sola: si ya contamos con estándares independientes a la opinión mayoritaria para determinar el contenido de nuestras decisiones (de aquello que nos interesa proteger o garantizar), entonces la democracia (un procedimiento diseñado para superar los desacuerdos confiando la autoridad de decisión a la mayoría), sale sobrando. El modelo espistémico asume, así, una serie de presupuestos que cabe resumir en tres pasos. Estlund (2008) los expone de este modo en Democratic Authority: (i) existen estándares normativos verdaderos independientes del procedimiento por los cuales las decisiones políticas deben ser juzgadas, (ii) algunas pocas personas (por ejemplo juristas y magistrados constitucionales) conocen dichos estándares mejor que otras, (iii) el conocimiento político normativo de quienes disponen un mejor conocimiento justifica que dispongan de autoridad política sobre otras. Luego, el elitismo, el “gobierno de los expertos”, o la “epistemocracia”, quedaría plenamente justificado (Estlund, 2008, p. 30).

El rechazo al gobierno o la tiranía de los expertos ha dado lugar al desarrollo de muchas teorías alternativas que, pese a todo, insisten en una defensa instrumental y epistémica de la democracia. Es conocido el teorema del jurado de Condorcet y su prueba aritmética orientada a hacer crecer la confianza en que la democracia puede llegar a decisiones correctas. 5 Pese a la literatura que robustece la prueba y la extiende a escenarios de más de tres opciones (List, 2001), líneas como ésta dejan de lado el aspecto central que me interesa discutir. Específicamente deseo centrarme en lo que considero la refutación más sugerente al elitismo epistémico (lo que aquí llamaré el argumento “contra-epistémico” o mayoritario desarrollado por Jeremy Waldron).

Waldron (1993, 1998, 1999) ha apostado por un procedimentalismo puro. Procedimentalismo que –como haré ver– ni puede ser realmente puro ni captura correctamente las razones por las que los ciudadanos atribuyen (o no) legitimidad a las decisiones políticas. Su respuesta, al igual que la de Estlund (2008), se sitúa en un plano demasiado abstracto e idealizado que por momentos atiende a razones más bien etnocéntricas (llegado el momento explicaré por qué). Al final concluiré probando que entender adecuadamente los vínculos entre democracia y constitucionaismo requiere librarnos del modelo dicotómico procedimentalismo/ instrumentalismo-epistémico. Para entender el tipo de argumento que esgrimiré contra esta partición dicotómica, es importante tener en mente cómo es que el conflicto entre el modelo procedimental y el epistémico se traduce en un conflicto entre democracia y constitucionalismo. Tal y como mostraré, más importante será todavía la necesidad de tomar en serio la crítica de Waldron hacia el modelo epistémico y hacia aquellas posturas que en general consideran no hay entre democracia y constitucionalismo ninguna dificultad de encaje severa. Sin embargo mostraré por qué, y pese a ello, la crítica de Waldron no resulta convincente. Finalizaré desarrollando una propuesta que recupera y resuelve hasta cierto punto los conflictos planteados.

III. Democracia y constitucionalismo: el argumento epistémico

El argumento epistémico es la base teórica del constitucionalismo. Su razonamiento consiste en señalar que la democracia no puede concebirse en términos puramente formales. Es decir, no puede identificarse sin más con un mero procedimiento de toma de decisiones colectivas por mayoría con el fin de resolver los desacuerdos. Muy al contrario, este procedimiento ha de implicar una serie de requisitos formales y/o sustanciales incorporados con anterioridad al procedimiento mismo, pues sin estos requisitos la decisión mayoritaria podría llegar a distorsionarse hasta desaparecer. Por poner un ejemplo típico: a través del sufragio universal podría tomarse mayoritariamente la decisión de desaparecer el sufragio universal. El argumento sigue y no se detiene ahí. Porque no se trataría solamente de garantizar las precondiciones o los prerrequisitos formales que garanticen la posibilidad (y el valor) de la democracia. También habrían de blindarse las otras condiciones materiales que permiten afirmar que las decisiones individuales que se agregan a través del método mayoritario hayan podido formarse de modo realmente autónomo, libre e informado. Ello requeriría no sólo garantizar los derechos civiles y políticos, sino también (como suele argumentarse) los derechos económicos, sociales y culturales (Michelman, 1979, pp. 659-694), (Ferrajoli, 2003, p. 236).

De este modo, no sólo se impide que el proceso se desvirtúe y quede privado de sentido, sino que además se garantiza su efectividad para el logro de resultados justos. Llamo epistémico a este argumento. Esto es porque supone que antes de usar el método democrático para dirimir nuestros desacuerdos no sabemos lo que será decidido, pero sin embargo ex ante conocemos –y estamos de acuerdo– sobre cuáles habrán de ser los requisitos y límites que queremos poner a esas decisiones. De este modo obtenemos determinados resultados que sabemos son correctos y evitamos otros que sabemos no lo son.

Los derechos fundamentales encarnarían precisamente esos requisitos formales y sustanciales. Sin ellos –se argumenta– el procedimiento de decisión por mayoría no diferiría realmente de la toma de decisiones manipuladas o impuestas. Sin la satisfacción previa de ciertas condiciones mínimas (i.e., un proceso de conformación de voluntades abierto a todos sobre bases equitativas y en pie de igualdad en la toma de decisiones públicas), el procedimiento democrático dejaría de ser considerado valioso. Rectamente entendido el constitucionalismo permitiría entonces realizar el ideal democrático mismo: sería condición de posibilidad para lograr su valor procedimental intrínseco. El estado constitucional, así entendido, vendría a ser “la juridificación de la democracia”. Esta juridificación se da de dos modos: (a) o bien blindando constitucionalmente los derechos que son constitutivos del proceso democrático (como por ejemplo el derecho de participación), o bien (b) blindando derechos que sin ser formalmente constitutivos de la democracia, representan condiciones necesarias para su legimitidad. Algunos de los mejores exponentes de esta estrategia argumental orientada a pavimentar el camino hacia el constitucionalismo son, como se sabe, Ely (1980), Parker (1994, p. 104) y Gaus (1996, p. 284). 6 Al ser la forma jurídica de la democracia, el Estado constitucional marcaría la diferencia entre el dominio de la mayoría (o mayoritarismo irrestricto) y democracia. Así lo han argumentado también autores como Dworkin (1996, pp. 15 ss.), Sunstein (2001, pp. 6-7) y Eisgruber (2001, pp. 18- 20).

De acuerdo a este razonamiento, los derechos –dijimos– fijan límites infranqueables al procedimiento de toma de decisiones por mayoría. Esta idea suele resumirse diciendo que los derechos básicos retiran entonces ciertos temas de la agenda política ordinaria con el fin de emplazarlos a una esfera intangible a la que Ernesto Garzón ha llamado “coto vedado” (Garzón, 1989) . Variantes de esta metáfora lo son los mecanismos “Ulises” de Elster (1988) o las “reglas mordaza” [gag rules] de Holmes (1988). Al igual que Ulises ordenó a sus hombres atarlo al mástil de su buque para maximizar sus resultados, el fundamento del constitucionalismo lo hallaríamos en un simple principio de racionalidad: los ciudadanos somos miopes. Tenemos poco dominio de nosotros mismos, siempre tendemos a sacrificar principios perdurables por beneficios inmediatos. “Una Constitución –dice Holmes– es el remedio institucionalizado contra esa miopía crónica: quita poderes a mayorías temporales en nombre de normas obligatorias. Una Constitución es como un freno, mientras que el electorado es como un caballo desbocado” (Holmes, 1988, p. 196). Idéntica visión encontramos en Sager (Sager, 2004, p. 179). El razonamiento por detrás de todas estas imágenes es él mismo: los derechos atrincheran ciertos bienes que se suponen deben ser puestos a resguardo de consideraciones utilitarias y/o agregativas. El constitucionalismo se configura, así, como especie de metagarantía del ordenamiento jurídico en su conjunto (Ferrajoli 2010, p. 33).

En las últimas décadas la historia de la teoría constitucional es en buena medida la reiteración de estos razonamientos. Si bien no resumiré estas reiteraciones (no es el lugar para hacerlo), sólo mencionaré los hilos de discusión que es necesario tener en mente para entender lo que más adelante voy argumentar y defender. Aquí me limitaré sólo a señalar brevemente las razones por las cuales considero el argumento epistémico débil y demasiado ambiguo. (i) En primer lugar es ambiguo. Lo es porque, para tener sentido, el ideal implicado en el argumento epistémico requiere ser traducido a un diseño institucional específico. Institucionalmente las tesis del “coto vedado”, “las reglas mordaza” o los “mecanismos Ulises”, pueden implementarse a través de un catálogo constitucional rígido de derechos básicos. También pueden serlo través de un mecanismo de control jurisdiccional de constitucionalidad. Y es aquí donde surgen las imprecisiones y dificultades, porque ¿qué tan rígidos deben ser estos catálogos o estos controles? ¿Requerirían un constitucionalismo lo más fuerte posible? ¿Una especie de artículo 79.3 de la Ley Fundamental alemana de 1943 que dispusiera la pura y simple imposibilidad de modificar por ninguna vía el catálogo de derechos básicos? Y en el caso de los controles constitucionales y las restricciones a lo que la mayoría puede decidir, ¿cuál habría de ser también su alcance? Pudiera parecer que estoy reclamando sólo una solución técnica, pero no es así. Porque cualquier solución técnica dejaría aún sin resolver aspectos normativos que requieren una respuesta, como por ejemplo, ¿por qué debe estar una generación actual obligada sin remedio a las restricciones constitucionales establecidas por sus predecesoras?, ¿qué legitima, en caso extremo, que a partir de un cuerpo de controles o derechos puedan llegar a vetarse decisiones parlamentarias unánimes? Específicamente, ¿qué legitimidad tienen jueces no representativos ni políticamente responsables para invalidar decisiones de un legislador democrático?

Son conocidas las respuestas más lúcidas que se han dado a estos planteamientos, por lo que no me detendré en ellas aquí. Sobresale la clásica de Ackerman (1991), consistente en insistir que hay una diferencia cualitativa entre las decisiones mayoritarias que conforman los momentos constituyentes y las decisiones mayoritarias de la política ordinaria. De modo que cuando los jueces constitucionales invalidan decisiones de un legislador democrático –dice Ackerman– no es que éstos coloquen su propio criterio por encima de el del legislador. Más bien sucede que frente a las decisiones parlamentarias se limitan a hacer valer la (aun más fundamental) voluntad democrática del constituyente.

Sin embargo, y según dije, en segundo lugar (ii) el argumento epistémico es débil, y los motivos que llevan a plantear su debilidad no pueden resolverse a través de alegatos como los de Ackerman. Porque la debilidad del argumento epistémico deriva precisamente de sus pretensiones cognitivas. Permítaseme explicar esto.

Resulta claro que la defensa epistémica del constitucionalismo se basa en una concepción objetivista de la interpretación constitucional que resulta muy difícil de sostener. Se sigue de lo visto con anterioridad que las constituciones podrían ser vistas como una gran explicitación sobre aquello en lo que estamos de acuerdo y un silencio elocuente respecto a lo que nos enfrenta. Pero estos acuerdos sólo pueden alcanzarse a costa de un alto grado de abstracción. Los acuerdos alcanzados por abstracción son altamente controvertidos y por tanto requieren de procedimientos de determinación, esto es, formas de acción política e interpretación jurídica que permitan concretar aquello que la constitución silenció (Moreso, 2000, pp. 105-118). La idea de que los jueces constitucionales sólo hacen valer frente al legislador límites ya conocidos y preestablecidos pasa por alto lo que Gargarella llama “brecha interpretativa” (Gargarella, 1996, p. 59) . Brecha que, en definitiva, impide que la norma constitucional resuelva ex ante algunos de los problemas y desacuerdos que puedan surgir. Esto se agrava en la medida que más rígida sea una Constitución: porque si el proceso legislativo de reforma que permita responder a un veto constitucional es tan exigente que en la práctica resulta inviable, entonces los jueces constitucionales tienen de facto la última palabra sobre el alcance y contenido de los derechos básicos.

Pero hay más. A lo que el argumento epistémico apunta es a advertirnos sobre el riesgo de una regla de mayoría no sujeta a restricciones sustantivas. Según su razonamiento la regla de mayoría sin restricciones sería riesgosa debido a que a través de ella podría llegarse a decisiones con cualquier contenido. A partir de ahí parece necesario recurrir al constitucionalismo como medio necesario para conjurar este peligro. Pero ello supone demasiadas cosas. Supone que ya conocemos y estamos de acuerdo sobre cuáles son los derechos que deberíamos considerar precondiciones de la democracia. También sobre cuál debiera ser el alcance que les reconozcamos y cómo habríamos de resolver los conflictos que entre ellos se presenten. Y no es evidente sin más por qué esas controversias tan fundamentales no deberían solventarse, precisamente, a través de la deliberación democrática y la decisión mayoritaria.

Quizá esto se alcance a ver mejor a través de lo que Nino ha llamado “la paradoja de las precondiciones de la democracia”. Dicha paradoja puede formularse del siguiente modo: (i) para encarnar un ideal valioso, el procedimiento de decisión por mayoría ha de satisfacer ciertas condiciones previas. Sin embargo sucede que (ii) cuanto más exigente sea la definición de esas condiciones, mayor será el número de cuestiones que como prerrequisitos de la democracia deberán sustraerse al procedimiento de decisión por mayoría. Por tanto, (iii), el procedimiento de decisión por mayoría alcanzará su valor pleno cuando a penas queden cuestiones sustantivas que decidir por mayoría. En otras palabras: cuanto más perfectas sean las condiciones del ejercicio del derecho de participación, menos posibilidades habrá de realmente ejercerlo (Nino, 1997, pp. 193, 271, 275-276, 301-302).

Todo lo anterior, nos sitúa ya en posibilidad de calibrar la trascendencia real respecto a la cuestión de si debemos mantener una concepción de la democracia abiertamente sustancial o más bien esencialmente procedimental. Para responder a ello hemos visto ya las razones que apoyan (y también las que debilitan) lo primero. Veamos ahora los argumentos orientados a defender (y también cuestionar) lo segundo.

IV. Democracia y constitucionalismo: el argumento contraepistémico

Si el argumento epistémico es la base teórica del constitucionalismo, el argumento contra-epistémico es la base teórica de la democracia procedimental estricta o pura. El argumento contra-epistémico se apoya en una premisa que (a la luz de todo lo anterior) puede parecernos muy contraintuitiva. A saber: el mero y simple criterio de mayoría (sin requisitos o precondiciones ni restricciones formales o sustantivas) es una regla de decisión colectiva que tiene valor intrínseco incondicionado. Lo cual significa que su mérito moral no puede estar condicionado a su corrección material (Waldron, 1994, p. 36). El argumento que da soporte a esta tesis inicia mostrando cómo es que el modelo epistémico se refuta a sí mismo. Esto, debido a que carece de una adecuada teoría normativa de la autoridad.

Jeremy Waldron lo ha resumido a su manera en estos términos: “cualquier teoría que hace que la autoridad dependa de la corrección de los resultados políticos se refuta a sí misma, puesto que es precisamente porque las personas no están de acuerdo acerca de qué resultados son correctos que necesitan establecer y reconocer una autoridad” (Waldron, 1999, 253).

Vistas las cosas desde esta perspectiva, la forma usual de concebir el constitucionalismo habría partido de un error fundamental: no advertir que todo proceso-base de toma de decisiones colectivas tiene que ser estrictamente procedimental (Waldron, 1993, 32-33; 1994, pp. 32-34). Si no lo fuera (es decir, si incluyera restricciones sustantivas respecto a lo que puede ser decidido), reproduciría en su interior el desacuerdo mismo que hizo necesario recurrir a él. Porque son las incertidumbres que nos hacen difícil alcanzar acuerdos sobre nuestras concepciones sustantivas acerca del bien (o lo que es correcto o justo) lo que hace necesario recurrir a un principio de autoridad como el del mayoritarismo participativo. Los principios de autoridad como el del mayoritarismo participativo son principios necesarios para guiar la toma de decisiones sociales en circunstancias en las que prevalece el desacuerdo. Desacuerdo que precisamente se genera en torno al alcance de los derechos y el concepto de justicia que debe prevalecer. 7

Otra manera de expresar la crítica al modelo epistémico es señalando que éste se basa en una mala teoría de la autoridad. El argumento epistémico en el que se sustenta el constitucionalismo supone que el acuerdo en torno a los principios correctos es lo que confiere autoridad a los mismos. Pero en la realidad sucede más bien lo opuesto. La autoridad surge y es necesaria precisamente por la ausencia de acuerdos y debido a la necesidad de, pese a ellos, hallar un curso de acción común [en esto sigo no sólo a Waldron (1999), sino también la teoría de la autoridad de Raz (1994, pp. 202-215; 1979)]. Esta teoría tiene además la ventaja de sí poder dar una respuesta adecuada a la conocida Paradoja de Wollheim (1969). 8

Según la teoría de la autoridad de Raz, lo que permite reconocer una norma o un principio de autoridad A en relación a una determinada práctica P, es que reconozcamos las razones que A nos aporta para realizar P como una alternativa superior a dejar que cada uno deba descubrir por cuenta propia lo que debe hacerse con respecto a P (Raz 1986, 53). Ello supone, entonces, que toda norma o principio de autoridad deba ser estrictamente procedimental, es decir, ofrecer razones para realizar P que se mantengan al margen de toda consideración sustantiva individual. En otras palabras, si todas las reglas últimas de decisión colectiva han de ser estrictamente procedimentales, entonces a través de cualquiera de ellas es posible tomar válidamente decisiones con cualquier tipo de contenido. Esto implica dos cosas: (a) que todas son falibles (ninguna asegura alcanzar el resultado correcto), y (b) que los resultados que alcancemos por medio suyo no cuentan como razón o argumento a la hora de evaluar cuál es el procedimiento que debemos elegir. 9

Estas razones, me parece, son más que persuasivas. Ahora bien, advirtamos que aun si hasta aquí nos hemos dejado persuadir por los argumentos que apoyan el procedimentalismo puro, todavía quedaría algo importante por resolver, a saber: ¿por qué optar por el mayoritarismo democrático como método de elección colectiva si arbitrariamente podríamos optar por cualquier otro mecanismo de decisión procedimental puro, tal como, por ejemplo, loterías o sorteos? 10

Siguiendo a Waldron (1999) hay una razón de peso para optar por la democracia procedimental en detrimento de otras alternativas estrictamente procedimentales como los sorteos: en una comunidad donde hay desacuerdos respecto a los derechos (es decir, respecto a su definición, y cuál debe ser su alcance y ponderación) el ejercicio de la participación “parece peculiarmente apropiado en situaciones en las que los portadores razonables de derechos discrepan acerca de qué derechos tienen” (Waldron, 1999, p. 277). En tal sentido el derecho de participación puede ser considerado “el derecho de los derechos” (ibid.), el único que reconoce y toma en serio la igual capacidad de autogobierno de las personas. Esto es, el derecho de todos y cada uno a que ante la discrepancia su voz cuente en pie de igualdad con la de cualquier otro en el proceso público de toma de decisiones. Esto, según argumentan los procedimentalistas puros, es lo que conferiría al procedimiento de toma de decisiones por regla de mayoría una calidad moral especial. Una calidad de la que carecería cualquier otro procedimiento de decisión colectiva. 11

V. Los puntos débiles del argumento contra-epistémico

Hay dos razones que me llevan a rechazar el argumento contra-epistémico. Sin embargo, ninguna de estas razones (que en seguida expondré) me hacen a lanzarme a los brazos del modelo epistémico. Asumo que las críticas procedimentalistas al modelo epistémico que da sustento al constitucionalismo son esencialmente correctas y, por tanto, no pueden ser pasadas por alto. Cualquier modelo teórico orientado a articular la relación entre constitucionalismo y democracia debe, pues, tomarlas en cuenta. Tomarlas en cuenta, sin embargo, no significa quedar atrapado ahí. Porque el argumento contra-epistémico sufre también de muy graves debilidades que deben ser superadas con el fin de desplazarnos a una perspectiva más amplia que en alguna medida trascienda (y resuelva) las dificultades de uno y otro modelos que aquí hemos visto. Permítaseme entonces explicar cuáles son esas dos razones que ponen en duda el argumento contra-epistémico para después abrir algunas pistas sobre cómo podríamos pensar en superarlas.

1. Regla de mayoría: ¿abierta o cerrada?

Supongamos como hipótesis que el argumento contra-epistémico recién analizado logra probar efectivamente que el modelo epistémico se auto-anula. Demos por buenas, también, las razones morales para optar por la regla de mayoría como regla adecuada y estrictamente procedimental para la toma de decisiones colectivas. En tal caso, aún quedaría sin resolver cómo deberíamos interpretar el funcionamiento dinámico de la regla de mayoría. ¿Debemos aceptar la regla de mayoría como auto-comprensiva y abierta al cambio [self-embracing] o, por el contrario, como regla de decisión continúa y cerrada? (Bayon, 2009) Aceptar la regla como auto-comprensiva o abierta al cambio es aceptar que una de las decisiones que puede tomarse usándola es la de dejar de usarla para adoptar en su lugar otra regla o procedimiento de decisión distinto. Por el contrario, aceptarla como regla de decisión continúa o cerrada es entender que esa clase de decisión está excluida del conjunto de decisiones que pueden tomarse (lo que equivale a decir que la regla de mayoría no puede anularse por mayoría) (tomo este razonamiento de Bayon, 2009).

No tengo duda de que si se asumen con seriedad los argumentos de Waldron, no podemos más que interpretar la regla de mayoría en su versión cerrada. Esto por lo siguiente. Según vimos antes, la razón para optar por la regla de mayoría en detrimento de otros procedimientos alternativos es que dicha regla es la única que encarna un ideal moral valioso. Entonces, si Waldron adoptara una versión de la regla de mayoría abierta al cambio eso implicaría que al final el ideal moral que servía de base para elegirla podría ceder frente a otras consideraciones. En tal caso perdería su importancia. Ello querría decir que en realidad nunca la tuvo y que las razones en primer término que el propio Waldron usó para elegirla no eran buenas razones. Con esto su argumentación se vendría abajo. La regla de mayoría ha de interpretarse por tanto en su versión cerrada. Pero en tal caso, lo que tenemos es una propuesta de sistema político en el que los derechos no son concebidos como un límite externo y previo al proceso mayoritario, sino como un producto derivado de su propio funcionamiento: un esquema cerrado que protege las condiciones de posibilidad que requiere el procedimiento democrático. Con ello la objeción democrática al constitucionalismo y el modelo epistémico acaba auto-refutándose. Porque aun concediendo como hipótesis el fundamento último de la regla de mayoría, habría que aceptar que, desde ella, se requerirían blindar constitucionalmente las pre-condiciones formales que hacen posible su ejercicio. Y ésta es una posición que podría aceptar alguien como Ely, pero no un procedimentalista estricto como Waldron.

2. El problema de la impugnación del procedimiento

Además de lo anterior hay otra dificultad. El núcleo central del que padece todo modelo procedimental estricto como el que hemos analizado, es que no resiste la aplicación de sus propias cláusulas a sí mismo. Porque el punto de partida en su argumento empieza por reconocer que en una comunidad política real no hay acuerdo sobre cuestiones sustantivas (o sobre el tipo de restricciones sustantivas que deberíamos incorporar a un procedimiento-base de toma de decisiones). Pero el problema que entonces surge, es que una vez que aceptamos esto no hay nada que impida continuar extendiendo nuestros reparos más allá, hasta llegar a reconocer que seguramente tampoco habrá acuerdo sobre cuál debería ser el procedimiento base de toma de decisiones.

Desde luego no he sido el único en señalar este problema. Thomas Christiano, por ejemplo, sostiene que el argumento que parte de la idea de desacuerdo se socava a sí mismo (Christiano, 2000, p. 520). Esto porque “el desacuerdo acerca de la legitimidad de los mismos procedimientos de decisión va a aparecer junto con el desacuerdo que provoca el recurso a esos mismos procedimientos”. Algo muy similar encontramos en Kavanagh (2003) y en Cecile Fabre (2000). En el caso de Fabre, ella lo resume aún con más claridad: “[Si] los ciudadanos están en desacuerdo acerca de los temas importantes, entonces no hay razón para dudar que también lo estarán acerca de los mismos procedimientos que se supone van a usar para dirimir las disputas acerca de los asuntos sustantivos” (Fabre, 2000, p. 275). Esto conduce a un problema de petición de principio. Si surgen disputas en torno al procedimiento base de toma de decisiones que está en vigor (y este procedimiento es la regla de mayoría), tales disputas no pueden solventarse a través del procedimiento que está siendo impugnado. Si para no incurrir en una petición de principio decidimos elegir un nuevo principio base, no podemos hacerlo desde el procedimiento que actualmente esté en vigor. En tales circunstancias se abren dos opciones para el procedimentalista estricto. A saber, o bien reconoce que la adopción de un procedimiento nuevo es enteramente arbitraria (lo que reproducirá en una regresión al infinito los problemas ya señalados), o bien se ve obligado a reconocer que la adopción de una regla de decisión sólo puede hacerse por algún tipo de razón sustantiva. En ambos casos sale muy mal parado. Dudo que elija lo primero. Por lo cual, nos deja sólo con lo segundo.

En tal caso, la conclusión inevitable es que elegir un procedimiento implica siempre –y de manera necesaria– tener ya una cierta idea preconcebida acerca del resultado que esperamos alcanzar a través de él. Ciertamente, el hecho del desacuerdo no impide a Waldron defender ante los demás un procedimiento en particular entre los muchos posibles. Su defensa, no obstante, inevitablemente pondera las virtudes del procedimiento por él propuesto en nombre de un ideal ético sustantivo. Si la democracia tiene valor moral intrínseco y es elegida por encima de otros procedimientos de decisión alternativa, ello es porque supone la igualdad e idéntico respeto hacia todos. Esto es sólo un ejemplo de que en realidad todas las teorías ético-procedimentales no se sustentan (aunque lo pretendan) en un mero compromiso procesal, sino en un claro compromiso moral y sustantivo. Porque cuando preguntamos la razón por la cual debemos seguir un determinado procedimiento las respuestas surgen siempre de una determinada explicación positiva de la condición humana. En último término, por tanto, se fundan siempre en visiones sustantivas o en valoraciones fuertes como la apelación a la dignidad (Gutmann y Thompson, 1995, pp. 87-110).

Llegados a este punto creo que es momento de hacer una breve recapitulación. Hasta aquí hemos analizado dos modos de concebir el ideal democrático y su vinculación con el constitucionalismo. El primero (modelo epistémico), pone su atención a resultados sustantivos y entiende que lo importante es optar por procesos de decisión colectiva y estructuras institucionales que protejan y creen derechos necesarios para atender a esos resultados. Para el segundo punto de vista, en cambio, (modelo procedimental estricto), la respuesta a la cuestión de qué procedimientos de decisión hemos de considerar no puede hacerse depender (ni siquiera en parte), de cuál de ellos protegería mejor los derechos y traería mejores resultados. El modelo procedimental lanza una crítica severa al modelo epistémico: dado que discrepamos acerca de los derechos, no sirve de nada preguntarnos qué procedimiento producirá con mayor probabilidad un resultado del que no estamos de acuerdo en qué consiste. Por tal razón, la elección de un proceso de elección debe hacerse por motivos de valoración meramente intrínsecos. Este segundo punto de vista, sin embargo, incurre a su vez en un error: porque estas razones motivadas en valoraciones intrínsecas en realidad no son tales. Guardan una vinculación exterior con ciertas formas de ideales éticos y valoraciones sustantivas que no han sido decididas desde el procedimiento mismo. En resumen, esto planeta un severo dilema que se resume a lo siguiente: los desacuerdos sólo pueden ser discutidos desde parámetros sustantivos. Pero éstos, a su vez, sólo pueden ser precisados mediante algún tipo de procedimiento.

He aquí el inicio de un regreso al infinito entre los valores procedimentales y los sustantivos. Un tipo de paradoja a la que llamo “la paradoja de los modelos simples” (ya que deriva del error consistente en querer concebir lo procesal sin lo sustantivo e inversa). Este resultado, me parece, obliga a pensar las cosas desde una alternativa donde ambos modelos no se excluyan. Es lo que me propongo hacer a continuación.

VI. Salir de la trampa: más allá del modelo epistémico y procedimental

Me propongo ahora defender una posición que llamaré “integracionista” (integrationist). Creo que esta posición supera los problemas que derivan de asumir posiciones procedimentales o sustantivas reduccionistas.

Para mostrar las ventajas de esta posición con respecto al modelo procedimental estricto y el modelo instrumental epistémico, permítaseme recurrir a un ejemplo hipotético. Supongamos que “Justicia Integral”, “Justicia Procedimental” y “Justicia Sustantiva”, son el nombre de tres mujeres juristas que forman parte de la imaginaria Suprema Corte de Justicia de un país igualmente ficticio. “Justicia Procedimental” afirma que el valor de las instituciones políticas y democráticas del país donde ella vive ha de evaluarse en términos únicamente de considerar si las instituciones tratan o no a las personas con igual consideración y respeto. El único modo de cumplir con esta exigencia es juzgar las opiniones, los razonamientos y las preferencias de las personas como igualmente importantes. Esto demanda permitir que sean las personas mismas, en igualdad de condiciones, las que determinen qué es lo correcto en cada caso. Y parece haber sólo una forma eficaz de logar este objetivo: ingresar como input al sistema político cada opinión, para luego arrojar como output las opiniones que en el agregado hayan resultado mayoritarias. “Justicia Procedimental”, por tanto, considera que el valor del proceso democrático y de la regla de mayoría es intrínseco: su valor es moral, deriva del modo equitativo en que este procedimiento trata a las personas en pie de igualdad, con independencia de los buenos o malos resultados que semejante procedimiento produzca. Más aún: las personas suelen no estar de acuerdo acerca de cuáles son los resultados correctos y qué es lo que los define. Precisamente porque solemos no estar de acuerdo en esto, resulta fundamental otorgar igual importancia y respeto a todas las opiniones a la hora de intentar definir qué es lo adecuado o qué ha de contar como resultado adecuado. Precisamente porque solemos no estar de acuerdo respecto a qué debe contar como resultado adecuado, el valor de la democracia no puede depender de sus resultados. Como consecuencia, “Justicia Procedimental” se opone a cualquier forma de control judicial de constitucionalidad. Al igual que Waldron, ella argumenta que no podemos restringir la regla de mayoría precisamente porque carecemos de acuerdos respecto a cuál debe ser el alcance y la naturaleza de tales restricciones. ¿Cómo esperar que el procedimiento de con la respuesta correcta si ni siquiera sabemos cuál es la respuesta correcta?

Hay una objeción obvia para “Justicia Procedimental”, típicamente planteada por Estlund (2008). Si lo anterior es correcto, y el valor de las instituciones políticas depende únicamente de tratar a las personas con igual consideración, ¿por qué no arrojar una moneda a la suerte u optar por un método de loterías en lugar de decidir por regla democrática de mayoría? En muchos sentidos es más barato y más fácil. No tendríamos que invertir en recursos, ni en campañas electorales. Arrojar una moneda a la suerte es además un procedimiento perfectamente equitativo, al menos si creemos que la equidad implica darle a cada persona igual oportunidad y un mismo peso a la hora de determinar el resultado. Si los resultados no nos importan, si el valor de la democracia sólo estuviese basado en la necesidad de tratar a todos con igual consideración, las loterías deberían de ser igual de justas (y valiosas) que la democracia (a diferencia de los votantes, las monedas no son racistas, ni clasistas, ni etnocéntricas o sexistas, o susceptibles de ser corrompidas a través del dinero). Es aquí es donde “Justicia Sustantiva” tendría algo que decir.

Para “Justicia Sustantiva” las instituciones políticas y democráticas han de evaluarse no sólo (ni principalmente) por la forma en que tratan a la gente, sino por el efecto o las consecuencias sustantivas que estas instituciones tienen en la vida de las personas. Una hipótesis natural acerca de por qué queremos, de hecho, que nuestros procedimientos de toma de decisiones tomen en cuenta las opiniones de las personas es nuestra esperanza de que estas opiniones tengan algún valor epistémico. Una lotería o un procedimiento aleatorio de toma de decisiones no concede ningún espacio a la justificación que da soporte a cada opinión o cada preferencia. La votación por regla de mayoría otorga a cada persona igual probabilidad de decidir. Pero, a diferencia de las loterías, otorga, también, igual oportunidad para argumentar con miras a influenciar el voto de los demás. Habría, desde luego, otras muchas formas de intentar influir en el voto de las personas además de la deliberación. Podríamos decidir invitarles unas cervezas, pasar mucho tiempo con ellas, o reírnos más de sus bromas. La pregunta es: ¿por qué otorgamos especial importancia a la deliberación como método para influir en los demás? Dado por sentado que la simpatía es un medio tan válido como la argumentación a la hora de buscar influir en la gente, ¿qué razones tenemos para hacer que las decisiones colectivas sean fruto de un proceso deliberativo racional y no resultado de un concurso de simpatía?

Para “Justicia Sustantiva” la respuesta es obvia: deseamos en alguna medida hacer depender las decisiones de procesos deliberativos racionales, porque las instituciones y procedimientos no tienen sólo importancia moral. Nuestras instituciones y procedimientos de toma de decisiones importan, sobre todo, por su valor epistémico e instrumental. Las instituciones y procedimientos son valiosos en la medida en que nos permiten llegar a decisiones y resultados correctos.

Si un proceso de toma de decisiones (como las loterías) no está investido de algún valor epistémico, eso significa que su tendencia será producir con igual probabilidad tanto resultados equivocados como correctos. De esto se sigue que no podrá gozar de ninguna autoridad. Un buen ejemplo de lo que “Justicia Sustantiva” tiene en mente cuando rebate a su colega “Justicia Procedimental” es la estructura de decisión mediante el sistema de jurados. El juicio por jurados, cuando transcurre sin irregularidades, genera autoridad. Si el acusado es absuelto, otras personas tendrán el deber de abstenerse de infringirle daño o castigo privado. Si el acusado es condenado, los guardias tendrán el deber de no dejarlo en libertad. El juicio por jurados no estaría investido de esta fuerza autoritativa si no tuviese considerables virtudes epistémicas. Un juicio de esta clase no se desarrolla arrojando una moneda al aire, o escribiendo cada quien en un papel su opinión sobre la culpabilidad o inocencia del imputado para luego extraer mediante sorteo la boleta que contiene el veredicto definitivo. Al contrario: hay un riguroso proceso de presentación y examen de evidencias, testimonios, impugnaciones, igualdad de garantías entre las partes y deliberación argumental colectiva. Todo ello contribuye a fijar una tendencia epistémica a que el veredicto sea correcto y, por tanto, goce de autoridad. Si no existiera esta tendencia a producir buenos resultados (resultados correctos), el juicio por jurados carecía de valor epistémico, y poco importaría que sus decisiones hayan sido tomadas tratando con igual respeto (o consideración) la opinión de cada miembro del tribunal.

Entonces, para “Justicia Sustantiva” un procedimiento está investido de autoridad y resulta legítimo sólo en la medida en que tiende a producir resultados que son correctos. Y esto tiene al menos dos implicaciones importantes. La primera de ellas es que si un procedimiento vale sólo por los resultados correctos que produce, entonces no hay razón para seguirlo manteniendo cuando enfrente tenemos un procedimiento alternativo que es capaz de generar de modo más eficaz (y frecuente) la tendencia a producir resultados correctos. La segunda tiene que ver con la consecuencia que esto tiene para la democracia. Si fuese posible mostrar que hay métodos más eficaces que la democracia para dar con respuestas correctas que deriven en mejores resultados, nada habría de detenernos en sustituir la democracia por cualesquiera métodos alternativos que sean instrumental y epistémicamente superiores. Si probadamente un grupo de especialistas (supongamos, por ejemplo, un grupo de expertos conformando un tribunal constitucional) tuvieran una mucho mayor tendencia estadística a producir decisiones correctas que una asamblea popular mayoritaria, no habría razón para no confiarles todas las decisiones a los especialistas.

Caplan comparte y sigue hasta sus últimas consecuencias el planteamiento de “Justicia Sustantiva”. En una línea similar a la de Przeworski (2010, p. 147), Caplan (2007) ofrece evidencia empírica orientada a probar la tendencia de las democracias a producir malos resultados. Pero guarda una diferencia crucial con Przeworski. Este último encuentra que las democracias tienden a producir menos igualdad o crecimiento que las autocracias. Sin embargo, dado que para Przeworski el valor de la democracia es estrictamente procedimental, no ve en el mal desempeño democrático un motivo que lleve a la necesidad de abandonar la democracia. Caplan, en cambio, no reconoce en los procedimientos democráticos ningún valor intrínseco. Por eso sugiere que la democracia progresivamente sea sustituida por el gobierno de los expertos, las decisiones de los economistas, y los mercados.

Al igual que con “Justicia Procedimental”, es evidente que “Justicia Sustantiva” se enfrenta a cuando menos dos objeciones severas. La primera de ellas ha sido definida como la falacia del experto [expert/boss fallacy]. Consiste en mostrar que el conocimiento experto, sin más, no crea autoridad. Aun reconociendo que existen decisiones políticas mejores y peores y que hay personas más expertas que otras para saber y determinar qué debe hacerse, de ese conocimiento experto no se sigue que esas personas tengan (o deban tener) autoridad sobre lo demás. (Estlund, 2008). Pensemos en el caso de un médico. El saber experto del médico en medicina no le autoriza a decidir por nosotros. Por supuesto que si debemos tomar una decisión médica de vida o muerte es estúpido no consultar al especialista. Pero el saber experto del especialista no le confiere a éste el derecho a decidir por nosotros –o a hacerlo contra nuestra voluntad. “Puede que sepas más (dice Estlund), pero, ¿por qué eso tendría que convertirte en jefe?”. Tal y como dijimos antes, toda forma de autoridad debe poseer algún valor epistémico. Pero no todo aquello que posee valor epistémico adquiere, por ese sólo hecho, autoridad.

La segunda objeción que enfrenta “Justicia Sustantiva” es filosóficamente más relevante, porque es lo que muestra la necesidad de avanzar hacia el enfoque integracionista que busco defender. Por definición, un valor sustantivo es aquel que es definido y conocido con independencia a cualquier procedimiento. La objeción es simple: ¿cómo podemos determinar un valor con independencia a cualquier clase de procedimiento? “Justicia Sustantiva” parece suponer que tenemos acceso directo al conocimiento de ciertas verdades, y esta es una tesis que asume demasiado sin ofrecer pruebas. Apelar a valores que son independientes a cualquier procedimiento exige explicar cómo es que hemos llegado a considerar algo como un valor. De otro modo los valores sustantivos serían algo simplemente “dado”, algo que ha sido fijado de modo arbitrario.

Notemos, sin embargo, que podemos plantear la misma objeción a “Justicia Procedimental”. ¿Cómo podemos elegir un procedimiento sin tener alguna idea preconcebida de cuál es el resultado que esperamos obtener de él? La elección un método (o un procedimiento) necesariamente implica poseer alguna idea previa de qué es aquello que se esperar obtener a través del uso de ese procedimiento, de otro modo la elección de métodos obedecería a razones igualmente arbitrarias. Adoptar un punto de vista metodológico supone haber realizado antes algún tipo de valoración sustantiva respecto al objetivo que perseguimos alcanzar siguiendo un determinado método.

“Justicia integracionista” sugiere entonces a sus compañeras que la única manera de que no caer en la trampa de estas dificultades es conceder los dos cuernos del dilema: asumir un enfoque procedimental ciertamente exige apelar a valores sustantivos que no derivan de ningún procedimiento. Sin embargo, estos valores sustantivos se confirman en un momento posterior, y de manera circular, a través del procedimiento mismo. Se trata, no obstante, de un círculo que no es vicioso, sino virtuoso. Permítaseme explicar esto con el ejemplo de la vida democrática.

La democracia persigue realizar ideales sustantivos, tales como la igualdad, la justicia o el voto libre y consciente. Estos ideales son definidos sustantivamente porque constituyen parámetros que exigen que la práctica real (el voto efectivo de las personas) se ajuste a satisfacer ciertas condiciones. Estas condiciones no necesariamente son inherentes a esta práctica (ni derivan de la misma). Por el contrario: constituyen valores conforme a los cuales juzgamos si la práctica real se adecua o no a los resultados que queremos generar a través de ella (i.e, libertad, consciencia, igual dignidad). Al mismo tiempo, el valor que atribuimos a estos ideales deriva en parte de aquello que, en cierta medida, está ya presupuesto en el propio procedimiento democrático (i.e, igual consideración a las opiniones y/o preferencias).

Los procedimentalistas más radicales, como Waldron, tácitamente aceptan este enfoque integracionista. Por ejemplo, Waldron sostiene la enorme dificultad de poder evaluar procedimientos e instituciones por sus resultados, pues la gente disiente razonablemente acerca de cuáles resultados pueden ser considerados justos o correctos. Sin embargo, como lo ha hecho notar López Guerra (2014), la idea de un desacuerdo razonable implica que hay desacuerdos no razonables. Esto a su vez implica que hay ciertas cosas sobre las que la gente razonable no puede disentir. De ahí que Waldron se vea obligado a reconocer la necesidad de evaluar las instituciones políticas en términos de los valores y estándares morales mínimos que nadie razonablemente rechaza. Uno de estos estándares morales mínimos es la igualdad y dignidad de las personas. Este estándar define un parámetro de valoración sustantivo independiente al procedimiento democrático. La democracia tiene valor porque realiza este estándar. A la vez, no obstante, el valor de este estándar se determina desde el procedimiento democrático: la regla de decisión por mayoría establece como principio esencial el dar a cada uno igual tratamiento e igual oportunidad de opinar y decidir sobre aquellos asuntos que le conciernen.

Significa que entender la relación entre lo procedimental y lo sustantivo desde una perspectiva integracionista permite entender qué es lo que confiere a un procedimiento autoridad. A diferencia de la visión procedimental pura, un procedimiento integracionista basado en lo sustantivo tiene valor epistémico: el procedimiento se justifica en la medida en que tiende a producir resultados sustantivos. Al mismo tiempo, y diferencia de la visión sustantiva pura, un procedimiento integracionista evita incurrir en la falacia del experto [expert/boss fallacy]. Esto es así por que el carácter autoritativo del procedimiento no recae únicamente en su capacidad para producir resultados valiosos, sino en la manera y la forma en que estos resultados son producidos. Es decir, el procedimiento tiende a producir resultados valiosos y por eso tiene valor epistémico. Pero estos resultados se obtienen con el consentimiento de los implicados, y por ello el procedimiento tiene valor moral intrínseco. Ninguno de estos factores por separado confieren autoridad. Sólo su correcta conjunción lo hace.

Para “Justicia Integracionista”, en resumen, no sólo importa qué es lo que decidimos, sino cómo lo decidimos. Cuando juzgamos comportamiento de instituciones y procedimientos no sólo evaluamos su valor epistémico. Evaluamos también el costo y las consecuencias morales que la realización de un valor epistémico tiene sobre la gente. Charles Beitz lo ha resumido así: evaluamos un diseño institucional (o un procedimiento institucional) por sus resultados. A la vez fijamos los criterios de valoración de los resultados por medios de estándares que se definen desde los procedimientos mismos (Beitz, 1989, p. 118).

En conclusión, “Justicia Integracionista” llama a realizar un ejercicio de ponderación. Este ejercicio exige dejar de entender los resultados como outputs simples considerados en tanto separados del procedimiento mismo que los generó. Se trata en cambio de juzgarlos en una forma amplia que toma en cuenta no sólo qué se generó sino cómo fue generado. Es decir, del efecto que el uso del procedimiento genera en la percepción que los individuos obtienen de sí mismos y el tipo de relaciones en las que se hallan inmersos con los demás (lo que Amartya Sen ha denominado “efectos comprehensivos” (Sen, 1997).

Me interesa concluir mostrando las consecuencias que estas consideraciones teóricas que hemos analizado tienen en la forma que concebimos la ingeniería constitucional de una sociedad.

VII. Conclusiones

Tal como David Brink advierte, hay una diferencia significativa entre contar con un criterio de corrección y contar con un método adecuado de toma de decisiones. Lo primero tiene que ver con determinar qué es aquello que hace a una acción ser correcta, mientras lo segundo tiene que ver con determinar el modo de realizar o lograr aquello que el criterio de corrección define como correcto (Brink, 1986). Hasta aquí me he ocupado de un tema que es meramente normativo y teórico (¿un estándar o criterio de corrección se define desde razonamientos meramente procedimentales o también instrumentales?). Una vez que considero haber mostrado que un estándar normativo sólo puede fijarse atendiendo a ambas dimensiones, deseo terminar ocupándome provisionalmente de la segunda cuestión: ¿qué diseño institucional permite realizar de modo más eficaz lo que he llamado concepción “integracionista” de la justicia?

En el apartado anterior he argumentado que la justicia “integracionista” requiere hacer una ponderación entre lo procedimental y lo sustantivo. Esto quiere decir que los valores intrínsecos de los procedimientos pueden en ocasiones ceder ante consideraciones relativas al mayor valor instrumental de un procedimiento alternativo. De modo más específico, esto se traduce en la necesidad de ponderar el valor intrínseco del voto junto al valor instrumental del constitucionalismo.

Permítaseme explicar esto claramente.

La participación democrática en la toma de decisiones públicas es sin duda intrínsecamente valiosa. Debido a que todo mecanismo constitucional contramayoritario atenta contra este valor intrínseco, su intervención ha de justificarse en la medida en que asegure o no un mayor valor instrumental (al menos en grado suficiente como para compensar el costo en términos democráticos). A partir de esto resulta muy difícil hacer generalizaciones. Pero a la luz de todo lo examinado hay cuando menos una conclusión que sin duda podemos establecer: en países donde las circunstancias sociales permiten que el procedimiento mayoritario realice con mayor eficacia su valor intrínseco, el costo que implica la acción constitucional contramayoritaría resultará más difícil de justificar. A la inversa: en países donde no cabe albergar muchas esperanzas respecto a la realización intrínseca de los ideales democráticos, la acción constitucional contramayoritaria puede estar llamada a desempeñar una labor mucho más legítima en términos procedimentales. Tal es el caso de culturas políticas que han institucionalizado la violación frontal de los derechos y la ley, o donde los abusos sistemáticos de mayorías parlamentarias son moneda corriente. En tales sociedades, la intervención de los jueces constitucionales dentro de un modelo constitucional puede dar pie a formas de diálogo institucional que obliguen a aumentar la calidad deliberativa de los procesos de decisión, no necesariamente imponiendo al legislador ordinario criterios que invadan su competencia, sino haciendo ver puntos de vista que no han sido tomados en cuenta, o mostrando errores o contradicciones jurídicas en la fundamentación de las decisiones parlamentarias. Activismo judicial no equivale por tanto a imposición, especialmente cuando la acción judicial entra en escena sólo cuando no existe otro recurso efectivo a favor de la población. Esto es especialmente notorio, sobre todo en países en vías de desarrollo donde la Corte ha jugado un papel fundamental en la corrección de omisiones legislativas o de gobierno. Ejemplar en este sentido ha sido el papel desempeñado por Cortes como la de Colombia o la de Sudáfrica. 12 Entiendo que esto sea algo difícil de ver para autores que (como Waldron) son originarios de regimenes democráticos con un alto nivel de cultura política. Pero, ¿qué ocurre en situaciones o países donde el sistema legislativo se ha vuelto inoperante? 13 En tal caso, el activismo judicial tiene que compensar la pasividad legislativa. Su actividad se legitimará en la medida en que contribuya a romper la inercia (en lugar de ampararla). En la fuerza con la que defienda la normativa de los derechos constitucionales, y en la eficacia con la que saque del desamparo a quienes acudan a obtener justicia.

Este tipo de razonamientos, no obstante, deben formularse con mucho cuidado para evitar caer en lo que denomino “falacia de asimetría”. Falacia que consiste en hacer comparaciones de los peores rasgos (o la descripción más pesimista posible) de uno de los actores institucionales que se están contrastando, con la descripción más idealizada del otro. Cuando digo esto tengo en mente argumentos como los de Ely (1980), orientados a mostrar que los tribunales cuentan con mejor posición institucional que los parlamentarios a la hora de garantizar la imparcialidad del proceso político. A menudo se ha acusado a Ely de haber idealizado el papel y disposición de los jueces. Al fin y al cabo los tribunales constitucionales toman decisiones guiados también por el principio de mayoría. De modo que cualquier dificultad que pueda objetarse a la toma de decisiones por mayoría (como la intransitividad en las preferencias o la manipulación de los ciclos de Condorcet), también deberá imputársele al procedimiento de toma de decisiones en materia de diferendos judiciales. Asimismo, resulta cuando menos cuestionable que los jueces constitucionales no vayan a verse tan afectados como los parlamentos por la manera en que se organiza el sistema político y se distribuye el poder.

Soy consciente de todas estas dificultades. Pero también he querido mostrar que si en los últimos años autores como Sunstein han podido decir que “la teoría constitucional se encuentra en un estado sorprendentemente primitivo” (2001, p. 97), ello debe atribuirse al reduccionismo al que las posturas que aquí hemos criticado ha ceñido a buena parte de la literatura sobre el tema. En específico me refiero a la falta de ponderación que ha prevalecido entre los razonamientos rivales que hemos analizado. Según pudimos darnos cuenta, los razonamientos epistémicos y los estrictamente procedimentales son insuficientes por sí solos para argumentar y determinar con precisión y sustento teórico el conjunto de cuestiones que han de ser extraídas a la política ordinaria y transferidas a órganos no electos. El camino recorrido nos sirvió para analizar las razones que imponen la necesidad de rebasar los argumentos epistémicos y contra-epistémicos. A través de una visión integracionista y las pautas contextuales que he sugerido, creo nos encaminamos hacia la ruta para empezar atender esta necesidad.

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Wollheim, Richard, 1969: “A Paradox in Theory of Democracy”, en Peter Laslett y W. G. (Garry) Runciman (eds.), Philosophy, Politics and Society. Oxford, Basil Blackwell, pp. 71-87.

Van Parijs, Philippe, 1996: “Is Democracy Compatible with Justice”. Journal of Political Philosophy, 4, 2, pp. 101-117.

Young, Iris Marion, 1990: Justice and the Politics of Difference. New Jersey, Princeton University Press.

Notas

1 Tomo el término de Jules Coleman y John Ferejohn (1986, pp. 6-25). Ambos fueron quizá quienes primero emplearon el nombre de “democracia epistémica” para referirse a los intentos de vincular democracia y verdad.

2 Para fines de esta medición, Przeworski califica como democráticos a los regímenes donde hay elecciones con alguna oposición. Las autocracias se definen simplemente como no democracias.

3 El argumento que los tres comparten puede resumirse apretadamente en lo que sigue. Con independencia de su posición ideológica, todos los gobiernos deben anticipar el intercambio entre redistribución e ingreso. Tasas impositivas altas, positivas y progresivas, tienden a desincentivar la inversión y a reducir la renta bruta agregada. Por tanto, el monto total de riqueza a distribuir disminuye, afectando a los más pobres que son quienes mas se verían beneficiados por dicha distribución. Esta dependencia estructural del capital impone un límite a la redistribución aun para gobiernos populares que quisieran privilegiar los intereses de la mayoría.

4 Es necesario precisar en qué sentido hago esta aseveración. Al vincular al constitucionalismo con una visión epistémica, obviamente no estoy queriendo implicar que las restricciones constitucionales se impongan en nombre de cosas que “ya se saben” o hayan sido decididas desde alguna mística “clarividencia epistémica” (incontrovertida o absoluta). Por el contrario, lo que pretendo resaltar es algo que en todo sentido resulta mucho más interesante e importante, a saber: la justificación teórica del constitucionalismo no exige partir de supuestos absurdos (como que ya contamos con los estándares epistémicos que nos informan de modo definitivo sobre cuáles son los resultados correctos que socialmente deseamos alcanzar). Lo que la justificación teórica del constitucionalismo exige es algo muy distinto: probar que requerimos contar con estándares epistémicos y normativos básicos que determinen lo que es mínimamente justo o correcto al margen de lo que las mayorías opinen. Si uno parte de una teoría democrática donde se afirme lo contrario, esto es, que más allá del voto mayoritario no hay método o estándar independiente que nos permita fijar el contenido de lo que es justo, dañino, o moralmente justificado, uno evidentemente está partiendo de una teoría absurda. Si una mayoría calificada (e incluso unánime) determina que hay que suspender y abolir todas las garantías y derechos individuales, esa decisión es incorrecta, así haya sido tomada de manera unánime. Si una mayoría aplastante decide que hay que permitir a los adultos abusar sexualmente de los niños, esa decisión es incorrecta, así haya sido tomada por mayoría aplastante. Una teoría de la democracia que afirme que una decisión es aceptable sólo por haber sido aceptada, confunde lo que es con lo que debe ser, por tal razón, incurre en una grave falacia (la falacia naturalista). En suma: el constitucionalismo surge de una conciencia epistémica que asume la necesidad que tenemos de contar con estándares epistémicos básicos que sean independientes respecto aquello que las mayorías piensan o eligen.

5 Como se sabe, el teorema prueba que la regla de decisión por mayoría hace que a mayor cantidad de gente en un grupo sea más probable que éste encuentre la respuesta correcta a una determinada pregunta de la que tendría una persona media de ese grupo (siempre y cuando la competencia individual promedio sea mayor que 0.5).

6 En la medida en que busca garantizar sólo condiciones formales, la teoría de Ely pudiera ser considerada más procedimental que epistémica. Esto debido a que atribuye al constitucionalismo la función de garantizar sólo aquellos derechos que cabe considerar como precondiciones del procedimiento democrático. Sin embargo, conforme va avanzando en su argumento, Ely reconoce que los jueces no sólo intervienen para posibilitar el procedimiento democrático, sino también para mejorarlo (Ely, 1980, p. 103). Los jueces –afirma– están en mejor posición que las asambleas legislativas para identificar y corregir los procesos democráticos, pues “están fuera” y no “dentro” del proceso mismo. Los tribunales generan un beneficio que compensa el coste contramayoritario de sus decisiones (lo que supone una razón instrumental). Y esto sólo sucede si sus decisiones son “correctas” (lo que supone una razón epistémica). Una argumentación clásica orientada a defender la labor de los jueces puede hallarse en: Bickel (1978).

7 Como es obvio, en esta afirmación hay una crítica implícita a Rawls. Según Rawls, siempre que intentamos ponernos de acuerdo en cuestiones relativas a nuestras concepciones del bien nos enfrentamos a barreras muy difíciles de superar (las denominadas cargas del juicio [the burdens of judgement]. Algunas de tales cargas son, por ejemplo, la complejidad de la evidencia que se debe evaluar, la vaguedad e imprecisión de nuestros conceptos, la ausencia de una epistemología objetiva que nos permita evaluar neutralmente, entre varias otras. Para Rawls, dichos desacuerdos no se extienden, sin embargo, a nuestra concepción de justicia, terreno en el que podemos alcanzar algún acuerdo. El argumento contra-epistémico discrepa de Rawls, pues sostiene que las mismas incertidumbres que nos hacen muy difícil alcanzar acuerdos sobre nuestras concepciones del bien están presentes cuando debemos discutir y acordar sobre nuestra idea de justicia. No hay ningún motivo para esperar mayor acuerdo en este terreno que en el otro.

8 La paradoja, como se sabe, recrea la situación habitual de las sociedades democráticas en las que un ciudadano X está convencido tanto de que la política A debe ser aprobada (porque A es, a su juicio, la opción correcta) como de que la política B (que es incompatible con A) debe ser también aprobada (puesto que X es un demócrata y B es la opción respaldada por la mayoría). Como el mismo Wollheim sostiene al final de su ensayo, desde una teoría correcta de la autoridad esta paradoja no implica realmente una contradicción. Porque una persona que cree que A es la decisión correcta y que B es la decisión que debería ser implementada está dando respuesta a dos preguntas distintas (aunque complementarías). Que B debe ser implementada obedece a una pregunta de autoridad: ¿qué debe hacer la comunidad dado que discrepamos de la justicia de A y de B? Que A sea a sus ojos la respuesta correcta obedece a una pregunta epistémica: ¿cuál es la mejor opción?

9 Al margen de los argumentos estrictamente procedimentales que hemos visto, podrían aquí ofrecerse argumentos epistémicos e instrumentales del tipo de los que ofrece Tetlock en su muy interesante libro Expert Political Judgement (2005). Tetlock lleva a cabo un impresionante estudio para probar que los puntos de vista cualificados que presentan los llamados “expertos políticos” resulta al menos cuestionable. Sus datos muestran que nuestra capacidad para conocer y predecir resultados sustantivos es muy limitada. Mala idea sería, por tanto, hacer de los resultados esperados un criterio para elegir procedimientos. En su libro analiza un total de 82 361 predicciones realizadas por 284 expertos políticos profesionales a lo largo de 20 años. Asuntos como el fin del aparheid en Sudáfrica, el futuro político de Gorbachov o las acciones bélicas de Estados Unidos en el Golfo Pérsico, entre muchos otros. Los resultados son contundentes: los expertos estudiados por Tetlock se desempeñaron peor que si sencillamente hubieran atribuido idéntica probabilidad a todos los eventos.

10 Sobre el papel que los sorteos y las loterías han tenido en los procesos políticos de toma de decisiones colectivas hay muy amplia literatura. Para el análisis específico de su uso procedimental y límites, véase Elster (1989) y Stone (2007).

11 Por supuesto que una postura procedimental estricta puede apoyarse en muchas otras características que hacen del procedimiento democrático un procedimiento con valor intrínseco. Por mencionar un par de ejemplos de sobra conocidos: Douglas Rae (1969, pp. 40-56) y Michael Taylor (1969, pp. 228-231) demostraron que la regla de mayoría maximiza la coherencia entre las preferencias individuales y las decisiones colectivas que la sociedad toma. Para decisiones de dos alternativas, el teorema de May (1952, 680-684) muestra que sólo la regla de mayoría satisface 4 propiedades valiosas. Esto porque es: (i) decisiva (la regla produce siempre una decisión única), (ii) monótona (la regla es sensible a un cambio en las preferencias a favor de una de las alternativas), (iii) neutral (no favorece ninguna de las opciones entre las que hay que elegir), y (iv) anónima (sólo cuentan el número de apoyos a cada alternativa sin importar la identidad de los votantes).

12 La Corte Colombiana, por ejemplo, al desarrollar la cláusula de erradicación de las injusticias presentes, ha considerado que la deferencia a los órganos representativos no avala ningún abuso legislativo. En concreto, no avala el desconocimiento o retardo para hacer efectivo un mandato constitucional de protección a los derechos y dignidad de las personas (SU-225/98, p. 23, reiterado en T-840/99 de la CCC, p. 5). La Corte de Sudáfrica, por su parte, ha ejercido la capacidad de atraer casos donde hay razones para considerar que el gobierno (o los gobiernos locales) han fallado al aplicar el principio de progresividad en la mejora de atención a las demandas de justicia (véase, por ejemplo: Soobramoney vs Minister of Health (CCT32/97) 1998 (1) SA 765 (CC)

13 Algo que puede ocurrir tanto por la pérdida de una cultura jurídica de legalidad (en una situación de corrupción generalizada), o por razones relativas al número de jugadores (o actores institucionales) con veto como las analizadas por Tsebelis (2002).

Notas de autor

Río Hondo, 1. Col. Progreso Tizapán, 01080, Del. Álvaro Obregón, Ciudad de México, México. felipe.curco@itam.mx