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DEMOCRACIA, DERECHOS Y REGLA DE MAYORÍA: UNA MIRADA A PARTIR DE LA TEORÍA DE NORBERTO BOBBIO
Democracy, Rights, and Majority Rule: an Assessment from Norberto Bobbio’s Theory

Isonomía, núm. 44, 2016

Instituto Tecnológico Autónomo de México

Mauricio Maldonado Muñoz
*

Istituto Tarello per la Filosofía del Diritto, Università degli Studi di Genova, mmaldonadomunoz@gmail.com, Italia


Derechos Reservados © ITAM, 2005

Recibido: 08/12/2015

Aceptado: 29/03/2016

Resumen: La democracia, como forma de gobierno, admite su escisión en al menos dos momentos distintos: la democracia de los antiguos y la de los modernos. Un rasgo distintivo de esta última variante –aquella identificada como democracia representativa– es la existencia de representantes elegidos por votación popular. Dado esto, se ha sostenido generalmente que el voto y la regla de mayoría son mecanismos “típicamente democráticos”. Sin embargo, ni voto ni regla de mayoría son exclusivos de los sistemas democráticos, de modo que definir la forma que éstos han de tener cuando operan en un sistema democrático constituye uno de los problemas principales de la teoría de la democracia y de ésta en relación con los derechos fundamentales. Este trabajo aborda los problemas invocados por estos planteamientos a partir, sobre todo, de la obra de Norberto Bobbio.

Palabras clave: democracia, liberalismo, regla de mayoría, derechos, Norberto Bobbio.

Abstract: Democracy as a form of government admits its division in at least two different moments: its old form and its modern form. A distinctive trait of the latter version –representative (modern) democracy– is the presence of representatives elected by popular vote. Given this, it is generally held that vote and majority rule are “typically democratic” mechanisms. However, neither vote nor majority rule are exclusive of democratic systems. Thus, defining how these two mechanisms should operate in a democratic system is one of the main problems of democratic theory in its relation with the study of fundamental rights. This article addresses the problems raised by these questions departing, mainly, from the theory of Norberto Bobbio.

Keywords: democracy, liberalism, majority rule, rights, Norberto Bobbio.

A Sonia Muñoz Solano

Che siamo schiavi, privi di ogni diritto, esposti a ogni offesa, votati a morte quasi certa, ma che una facoltà ci è rimasta, e dobbiamo difenderla con ogni vigore perché è l’ultima: la facoltà di negare il nostro consenso.

Fuente: Primo Levi, Se questo è un uomo

I. Introducción

La democracia, como forma de gobierno, admite su escisión en al menos dos momentos distintos, según se hable de su forma antigua o de su forma moderna. En esta última variante, esto es, aquella identificada como democracia representativa, un rasgo distintivo es la existencia de representantes elegidos por votación popular. Dado esto, se ha sostenido generalmente que el voto y la regla de mayoría –mediante los que se eligen representantes, y mediante los que tales representantes toman sus decisiones colegiadas– son mecanismos “típicamente democráticos”. Sin embargo, ni voto ni regla de mayoría son exclusivos de los sistemas democráticos, de modo que definir la forma que éstos han de tener cuando operan en un sistema democrático constituye uno de los problemas principales de la teoría de la democracia y, por supuesto, de ésta en relación con el estudio de los derechos fundamentales.

En la reflexión que ofreceré sobre los temas propuestos me basaré, principalmente, en la obra política de Norberto Bobbio (Turín, 1909-2004); es decir, si se quiere, del segundo Bobbio. Tómese en cuenta, en todo caso, que se ha postulado –creo que con razón– que la obra bobbiana posee cierta continuidad, que va del filósofo del derecho (Bobbio quizás preferiría “teórico”1) al filósofo de la política.2 En este último caso, la democracia representa una parte central de su obra, cuya influencia ha sido y sigue siendo muy importante para los estudios posteriores sobre el tema. Pero me parece que se puede decir todavía más: la aproximación bobbiana al estudio de la democracia, en sus diferentes manifestaciones, es, sin sombra de duda, una de las más lúcidas disponibles, aparte de que sigue siendo tan útil –al menos para ciertos fines3– como lo fue en sus primeros tiempos.4

La democracia, tema viejo en la historia del pensamiento occidental, aunque no por ello menos actual, demanda siempre una comprometida vigilancia. Las amenazas que se vertieron antes sobre ésta, aunque parecen fenómenos cada vez más lejanos (sobre todo para los países de Occidente), se ven restauradas por la adaptabilidad de algunos modelos y su ingenio para limitar y disfrazar a los sistemas democráticos. De todos modos –como bien dice Aldous Huxley en el prólogo a la segunda edición de Brave New World–, “no hay razón alguna para que el nuevo totalitarismo se parezca al antiguo” (1969, p. 12), frase corroborada por las muchas formas históricas del despotismo. Lamentablemente, América Latina es un buen “banco de pruebas” para la constatación de este fenómeno: la persistencia de diversas formas de autoritarismo desvelan a nuestras democracias como sistemas muy débiles, casi siempre bajos de defensas ante los ataques que arrecian desde varios frentes. De allí que quizás en América Latina una discusión de este tipo pueda resultar fecunda y, tanto como en el pasado, necesaria. No tengo que recordar que es en nuestra región donde con más ahínco se defiende, de un modo u otro, la coincidencia de la democracia con la regla de mayoría, casi siempre en apelación a un concepto de democracia identificado, simplemente, con “el poder de la mayoría”6 (Bovero, 2012a, pp. 296-300).

Por todo lo antedicho, me propongo delinear, bajo el paraguas bobbiano, los rasgos salientes de la forma de gobierno democrática, al menos en su configuración mínima en cuanto sistema de normas (procedimientos, reglas) hijo de un sistema de ideas. Tal delimitación servirá para discutir sobre la regla de mayoría y el voto en los sistemas democráticos que, si son entendidos a la luz de estas nociones, no podrán ser concebidos como simples mecanismos plebiscitarios (en el mero y amplio sentido de plebiscitum est quod plebs iubet atque constituit 7). La regla de mayoría no es –dice Bovero– más democrática que autocrática, puesto que como mero mecanismo decisorio es tan adaptable al primer sistema como al segundo (2012a, p. 302). Sugiero que un enfoque útil a estos efectos consiste en diferenciar los criterios de relevancia y los de (mera) existencia de la regla, en la medida en que en los sistemas democráticos, voto y la regla de mayoría están relacionados con el contenido de los derechos políticos, pero pierden sentido (relevancia) si no se atan también a los derechos de libertad; que Bobbio llama, justamente, derechos contra la mayoría. La conjunción de ambos tipos de derechos (liberales y políticos) es indispensable en cualquier sistema democrático.

II. Hablar de democracia

La democracia, a pesar de que en la Antigüedad no fue siempre considerada como la mejor forma de gobierno (baste pensar en Platón o Aristóteles)7, hoy en día goza de una importante aceptación como la mejor forma entre las otras, aunque no a falta de severos críticos sobre su eficacia y continuidad.8 Vale decir, en todo caso, que criticar la vieja democracia y criticar la nueva democracia son cosas distintas (bien valdría recordar esto, por ejemplo, a algunos defensores de la ideología libertaria).9 Efectivamente, la democracia no puede ser estudiada o entendida correctamente si no se la divide al menos en dos partes o momentos diferentes: la democracia de los antiguos y la democracia de los modernos. La primera, asimilada generalmente a la democracia directa en su sentido estricto (o sea la toma de decisiones en deliberación pública en las plazas; típica, por ejemplo, de la idea griega –ateniense en particular– y romana de la democracia), y la segunda, que es la democracia representativa (Bobbio, 2009, pp. 401-409 y 454; 2013, pp. 32-38; 1996, p. 52); concebida, esta última, como la forma de gobierno en que se ejerce la soberanía popular a través de la elección de representantes, en oposición a todas las formas autocráticas, sean monocráticas o aristocráticas (Bobbio, 2009, p. 449).

En este último caso, la distinción entre Estado autocrático y Estado democrático está regida, por un lado, por un sistema de normas y, por otro, por un sistema de ideas. Al segundo subyace un principio de tolerancia –aunque también podría inferirse del primero desde que se asuma una cierta posición meta-ética–,10 que resulta de la concepción, al menos en un sentido ideal, de la persona como ser libre y, por ende, del conjunto de las personas como poseedores de una libertad igual. Bien mirado, estos dos principios (tolerancia y libertad) constituyen las dos caras de una misma moneda si se los comprende como los valores que se encuentran en la base de toda concepción liberal; aunque no se pueda decir que estos sean per se fenómenos democráticos, al menos en su forma antigua. ¿De dónde aparece, entonces, que la democracia moderna –como opuesta a la autocracia– tenga este contenido? La respuesta está, según Bobbio, en la historia de la formación de las modernas democracias, que tienen su antecedente en el liberalismo (o en la idea de Estado liberal). Este tema se encuentra, con varios matices, a lo largo de toda su obra, pero considero especialmente interesante –al menos como un buen punto de partida– su libro Liberalismo y democracia (1985).11 Allí Bobbio recoge dos diferentes distinciones: por un lado, entre libertad de los antiguos y libertad de los modernos (recordando a Constant) y, por otro, la ya citada entre democracia de los antiguos y democracia de los modernos (y aquí quizá merezca la pena recordar también a Manin (1997) cuando sostiene que la concepción actual de la democracia nació de procesos pensados en oposición a ella misma; valga decir, en contradicción con la democracia en su “sentido originario”).

En efecto, la democracia moderna fue desarrollada a partir de una concepción que entendía por “democracia” algo distinto a la regla de la mayoría como ejercicio plebiscitario directo. Para volver a un ejemplo ya citado, fue concebida como opuesta a la concepción de la democracia de los antiguos atenienses.12 También de una confusión sobre estos problemas nace la crítica y el malentendido libertario sobre la democracia como opuesto necesario a la república. La democracia moderna nació, justamente, asociada a un concepto de república que manejaban, por ejemplo, los padres fundadores de los Estados Unidos. Nada hay de extraño, entonces, en la unión democracia-república (entendida como democracia-liberalismo), visto que los liberales de entonces criticaban a una democracia muy diferente de aquella de la que hoy hablan algunos críticos; además –y esta es una obviedad– de que los antiguos no conocían la doctrina liberal, que es moderna. Nuevamente: si alguien quisiera criticar a la democracia moderna basándose en las críticas a la democracia de los antiguos, simplemente estaría errando al blanco.

III. La unión institucional democracia-liberalismo

Según Bobbio, hay dos problemas que sirven para tratar la cuestión de la democracia en su relación con el liberalismo, es decir, el fenómeno de la democracia moderna. Estos problemas, que se presentan en la base de las dos concepciones, se desarrollan como diferentes, hasta que se intersecan y se solapan. Como se verá, es este sentido el que la democracia moderna adopta y es esta misma la razón por la que la democracia de los modernos no es reducible –a menos que se quiera hacer de ella una caricatura– a los fenómenos del voto y de la regla de mayoría. Son dos, decía, estos problemas: (1) la necesidad de distribuir el poder (preocupación original de la democracia); y, (2) la necesidad de limitar el poder (preocupación original del liberalismo). De allí que libertad para los antiguos significara la posibilidad de distribución del poder político (aspiración democrática), mientras que, para los modernos, libertad significa seguridad de los goces privados (aspiración liberal).13

Bobbio recoge algunos conceptos importantes que definen al liberalismo clásico y que constituyen antecedentes de la relación que luego se establecería con la democracia en su sentido jurídico-institucional. Citaré los dos que considero fundamentales: (1) el liberalismo clásico tiene como presupuesto filosófico a la doctrina de los derechos naturales; o sea la que asume que existen algunos derechos que las personas poseen siempre y más allá de la voluntad de la comunidad política; y, (2) el liberalismo es individualista, por lo que aprecia la fecundidad del antagonismo, y es, entonces, contrario a todas las visiones organicistas (Bobbio, 2013, pp. 11-20).

Merece la pena aclarar que aquello que vale como presupuesto filosófico, no vale necesariamente como teoría de los derechos. Bobbio –como es bien sabido– era un importante crítico del iusnaturalismo, aunque solo fuese por su heterogeneidad y por sus pretensiones teóricas, no por la ideología que presupone (Bobbio, 2011, pp. 124 y 140-154). Esa es la razón por la que se habla de la doctrina de los derechos naturales como un presupuesto filosófico del liberalismo clásico; no, por ejemplo, como un presupuesto gnoseológico, como el iusnaturalismo habría pretendido que fuese. No debe olvidarse que para Bobbio (1991, p. 14) los derechos humanos son derechos históricos (i.e., hijos de la historia y del tiempo), precisamente porque no se puede realizar una reconstrucción histórica de los derechos tomando como base al iusnaturalismo, salvo que se acepte una especie de post-hoc, ergo antehoc; es decir, a menos que se acepte como válida una falacia.14 Al respecto, el turinés precisa:

Mientras el curso histórico camina de un estado inicial de servidumbre a estados sucesivos de conquista de espacios de libertad por parte de los sujetos, mediante un proceso de liberación gradual, la doctrina transita el camino inverso [...]. En sustancia, la doctrina, bajo la especie de teoría de los derechos naturales, invierte el recorrido del curso histórico, poniendo al inicio como fundamento y por consiguiente como prius, lo que históricamente es el resultado, el posterius (Bobbio, 2013, p. 15).

Bobbio está interesado, para el caso del tema que nos ocupa, no tanto en la plausibilidad o no del iusnaturalismo para fundar una determinada doctrina de los derechos (como aquella liberal), cuanto en las relaciones que se dan entre estas doctrinas en la historia del pensamiento político.15 Para el caso del liberalismo clásico, el iusnaturalismo se convierte en su aliado contra la doctrina monárquica del estado absoluto; aun cuando su consecución efectiva no se debiera a la plausibilidad de la doctrina, sino a las luchas que, con tales bases ideales, lograron la emancipación gradual –todavía hoy incompleta– del ser humano. Por lo demás, es bien sabido que a lo largo de la evolución de la doctrina liberal el iusnaturalismo ha sido muchas veces acogido y otras tantas abandonado.16 De cualquier modo, el primer liberalismo nace sobre la base de algunos de esos supuestos, conforme a los cuales liberalismo significa límites a los poderes y límites a las funciones del Estado. En el primero de estos aspectos se basa la idea de estado de derecho, como contrapuesta a la idea de estado absoluto. De allí que la idea liberal del estado de derecho no sea igual –como algunos piensan de modo erróneo– a “mera legalidad”. Justamente, el estado de derecho de los liberales, en cuanto se contrapone al estado absoluto, no es equivalente a estado de derecho en sentido débil, sino en sentido fuerte, puesto que asume que ciertos derechos son “inviolables” (nótese que ya de por sí esto condiciona la esfera de la “legalidad”) (Bobbio, 2013, pp. 17-20).

Para Bobbio, si bien el liberalismo de los modernos era considerado antitético de la democracia de los antiguos, no se puede decir lo mismo del liberalismo de los modernos con relación a la democracia moderna. De hecho –piensa él– la democracia de los modernos puede ser considerada como la consecuencia natural del liberalismo, a condición, nada más, de que se la entienda, “no desde el punto de vista de su ideal igualitario”, sino desde su fórmula política: la soberanía popular (i.e., la idea según la cual el poder está distribuido entre todos o la mayoría de los ciudadanos y no sólo entre algunos o concentrado en uno solo) (Bobbio, 2013, pp. 45-46). Así, la democracia moderna, en su sentido jurídico-institucional, se asienta en el liberalismo, en tanto que la afirmación y expansión de las libertades liberales allanó el camino a la participación, que, con la universalización del sufragio (masculino y femenino), devino en la democracia representativa moderna.

En esa medida, la unión liberalismo-democracia se expresa en los derechos de libertad (libertades liberales) junto a los derechos políticos (libertades democráticas). Sobre esto, Bobbio señala que la participación –que se supone antecedente de las decisiones democráticas– puede ser considerada como tal (en un sentido relevante) solo en libertad. En esa medida, el procedimiento democrático sin libertades liberales es simplemente ficticio, no real (Bobbio, 2013, p. 47): lo que hace que podamos calificar a un procedimiento como “democrático” no es la mera presencia de algún mecanismo plebiscitario, sino la constatación de que éste no resulta fútil. Si se toma en serio al voto como mecanismo de decisión democrática, la única forma de que tal ejercicio tenga relevancia y sentido, y no se vuelva entonces una mera práctica simulada, es que quienes son los poseedores de esa facultad (derecho, poder) puedan ejercerla en un marco de libertades. A fin de cuentas –me parece que quiere decir el turinés– las libertades liberales dan sentido a las libertades políticas.17

En general, voto y regla de mayoría se suelen asumir como democráticos, aunque no necesariamente lo sean. Bastaría con diferenciar sus condiciones de (mera) existencia y sus condiciones de relevancia. Un ejemplo: no se puede decir que en Cuba o Corea del Norte (donde recientemente se han celebrado unas elecciones) el voto y la regla de mayoría puedan influir en el cambio político (que sean relevantes) aunque de hecho existan como mecanismos,18 mientras que esto sí se da en países como Alemania, Italia o Estados Unidos (lo que no quiere decir, por cierto, que estos sean sistemas “perfectos” de democracia: la democracia “perfecta” no es sino un ideal; y, sin embargo, solo tiene sentido o relevancia hablar de democracia si se cumplen, mínimamente, algunos presupuestos).19 Esta distinción entre (mera) existencia y relevancia del voto y la regla de mayoría, en el sentido aquí descrito, es, sino explícitamente, al menos implícitamente rastreable en la obra de Bobbio. En efecto, en un artículo sobre el turinés, dice Diciotti (2011, p. 54):

[Para Bobbio] la democracia no es la mera registración del consenso de una mayoría sobre los representantes a elegir o las decisiones a tomar: es, antes que nada, la posibilidad efectiva de consentir y disentir, y entonces también la efectiva posibilidad de la formación de opiniones discordantes acerca de los representantes a elegir y de las decisiones a tomar.

En otras palabras, el criterio de identificación de un sistema democrático no pasa por, o no se agota en, la verificación de la existencia del fenómeno del voto o de la regla de mayoría; sino que se extiende a la verificación de que esos dos fenómenos sean aptos, en la medida de las reglas del sistema, para permitir el cambio político en un entorno de libertad de opiniones y de opciones. Los sistemas autocráticos –ça va sans dire– niegan de hecho, cuando no también de derecho, estos postulados.

IV. Democracia: un sistema de normas

Para Bobbio, una definición mínima de democracia es de tipo procedimental; o sea aquella que establece un sistema de reglas sobre quién tiene la potestad de tomar ciertas decisiones, y bajo qué procedimientos. Bobbio (1996, p. 24) dice:

La única manera de entenderse cuando se habla de democracia, en cuanto contrapuesta a todas las formas de gobierno autocrático, es considerarla caracterizada por un conjunto de reglas (primarias o fundamentales) que establecen quién está autorizado para tomar las decisiones colectivas y bajo qué procedimientos.

Bobbio hace descansar su definición procedimental en seis tipos de “procedimientos universales” (universali procedurali), que suelen llamarse, con un sentido similar, reglas del juego democrático. Éstas son:

1) Todos los ciudadanos que hayan alcanzado la mayoría de edad, sin distinción de raza, condición económica y sexo, deben disfrutar de los derechos políticos, es decir, cada uno debe disfrutar del derecho de expresar la propia opinión y de elegir a quien la exprese por él; 2) El voto de todos los ciudadanos debe tener el mismo peso; 3) Todos los que disfrutan de los derechos políticos deben ser libres para votar según la propia opinión, formada lo más libremente posible, en una competición libre entre grupos políticos organizados, en concurrencia entre ellos; 4) Deben ser libres también en el sentido de que deben ser puestos a elegir entre soluciones diversas, es decir, entre partidos que tengan programas diversos y alternativos; 5) Tanto para las elecciones como para las decisiones colectivas, debe valer la regla de la mayoría numérica, en el sentido de que se considere electa o se considere válida la decisión que obtenga el mayor número de votos; 6) Ninguna decisión tomada por mayoría debe limitar los derechos de la minoría, particularmente el derecho de convertirse a su vez en mayoría en igualdad de condiciones (Bobbio, 2009, p. 460).

Claro está, que una definición mínima de democracia sea de tipo procedimental, nada dice sobre la arbitrariedad de esos procedimientos, que, por lo demás, en una democracia no pueden serlo. No es una coincidencia ni un azar que las reglas del juego sean éstas y no otras cualesquiera. Cualquier sistema –bien lo advierte el turinés– tiene, de una u otra manera, sus propias reglas. Lo que distingue a las reglas del juego democrático es que éstas poseen características peculiares, puesto que son el producto “de siglos de pruebas y contrapruebas” que han contribuido no solo a su vigencia, sino a su desarrollo (Bobbio, 1996, p. 74). Aun así, como es obvio, no hay garantía alguna de que en un juego de cualquier tipo no haya quienes “hagan trampa”, esto hay que darlo por descontado. Y sin embargo, que una democracia pueda ser concebida esencialmente (en el sentido de mínimamente) como un sistema (juego) atado a ciertos procedimientos (reglas), no sugiere que éstos sean simples procedimientos o simples reglas insustanciales. Claro está que la sustancia de las reglas democráticas no está dada por las reglas mismas, sino porque las reglas son el fruto de una cierta sustancia: las luchas basadas en ideales que dieron lugar a nuestras modernas democracias (a sus reglas del juego). El mismo Bobbio (1996, p. 47) lo recuerda: el hecho de que estas reglas hayan sido elaboradas a partir de asunciones basadas en ideales da cuenta de la relevancia de éstas para la formación de aquéllas. Las reglas democráticas, en definitiva, son expresión de estas luchas; no son, entonces, reglas y basta. Estos ideales democráticos son, según Bobbio: tolerancia, no violencia, renovación gradual de la sociedad y fraternidad. En este sentido, la democracia moderna no es otra cosa que un complejo sistema de reglas nacido a partir de un complejo sistema de ideas.

El objetivo de una concepción procedimental de la democracia no es otro que el de separar –en un marco más estable que aquel que pudiera brindar un concepto vago o una concepción puramente ideal– la democracia de la no democracia; bien se diga, la democracia de la autocracia. Por ende, en esta posición no se niega que se pueda hablar de algunos sistemas “más democráticos” que otros, en la medida en que la “mejor” democracia en absoluto es solamente un ideal y, en todo caso, una cuestión de grado. Una noción procedimental solo pretende establecer las condiciones mínimas para que podamos identificar a una democracia (aunque no necesariamente a la “mejor”, o a la más “deseable”); en ese sentido, la democracia procedimental puede también ser descrita como un tipo de concepción “minimalista”, para recoger un término de Przeworski (1997) en defensa de la concepción schumpeteriana (Schumpeter, 2003). No por un acaso, Przeworski empieza su trabajo con un epígrafe de Bobbio, para luego introducir el tema trayendo a colación a Schumpeter y a Popper: el primero que entiende a la democracia como un sistema en donde los gobernantes son elegidos mediante elecciones competitivas, y el segundo que sostiene que la democracia es el sistema mediante el cual los ciudadanos pueden deshacerse de un gobierno sin derramamientos de sangre (Przeworski, 1997, p. 3).20 En este sentido, por democracia se entiende el sistema que permite la alternancia (reglada) entre diversos grupos políticos en competición entre ellos. Esto no quiere decir –como lo deja claro el mismo Przeworski– que una concepción “minimalista” impida la discusión acerca del modelo institucional (o las condiciones que han de verificarse) para que la democracia pueda sobrevivir.21 No impide, nuevamente, la discusión sobre la “mejor” democracia, ni rechaza, por otra parte, los modelos ideales que puedan establecerse desde diferentes puntos de vista. Piénsese, por ejemplo, en la así llamada “democracia deliberativa”, en sus diversas formas de ser concebida (véase Bohman & Rehg, 1997), cuya propuesta es –como lo declaran abiertamente sus prosélitos– un ideal.22 La democracia procedimental no se opone al planteamiento de tal o cual ideal –si acaso fuera efectivamente realizable o deseable–23 solo presupone que si tal ideal ha de extrapolarse de algún modo a la realidad, ha de considerarse “democrático” solo en la medida en que no sea incompatible con las reglas mínimas del sistema o del desarrollo del juego, que, en esa medida, sirven de parámetro de las propuestas ideales –sean más o menos realizables, sean más o menos deseables.

V. Democracia: un sistema de ideas

La democracia moderna no comparte todo con el liberalismo. Esta es una obviedad. Sin embargo, si hay que referirse a su relación en un sentido ideal, conceptual e histórico no hay forma de rechazar sus coincidencias y su actual interdependencia.24 Aun así, como dice Bobbio, mientras el liberalismo y la democracia están atados en una relación de continuidad, siendo el Estado democrático la consecuencia natural del Estado liberal (entendido desde el punto de vista jurídico-institucional), el contenido ético original de la democracia no se podía atribuir a la idea de libertad, sino a la de igualdad (aunque sea en modo “dúctil”) (véase Bobbio, 1996, pp. 39-40).

Isonomía, decía Otanes, queriendo decir igualdad de derechos políticos (véase Bobbio, 2000, p. 16), que junto a la igual participación en el gobierno conforman la idea original de la democracia en su sentido ético-político. La idea de igualdad económica (o sea el sentido ético- económico del problema) ha sido introducida modernamente por la doctrina socialista. Sin embargo, la pretensión de igualdad de la democracia –parece que se puede afirmar– no es y no puede ser la misma a la que aspiraba el socialismo. Bobbio (2013, p. 93) llega a reconocer que “un régimen que sea al mismo tiempo democrático y socialista, hasta ahora no ha existido”,25 a pesar de indicar que cierto tipo de socialismo había concebido a la democracia como una vía (un paso) hacia ese sistema.26

En cualquier caso, sea que se hable de libertad, sea que se hable de igualdad, se impone la pregunta sobre el contenido de cada una, ya que como tales no designan sino conceptos genéricos (véase Bobbio, 2009, p. 323; 2013, p. 41). En efecto, las respuestas del igualitarismo y del liberalismo a las mismas preguntas parten de presupuestos muy diferentes y centran su análisis en diversos aspectos del individuo y de la sociedad. Particularmente, en cuanto a la igualdad económica, convendría referirse a un ensayo de Bobbio: Igualdad e igualitarismo (2009, pp. 323-332), sobre todo en relación a la discusión sobre los “puntos de partida” y los “puntos de llegada” (tan debatidos hoy en día). El primer enfoque (la igualdad en los puntos de partida, o igualdad de oportunidades) no es incompatible con una visión liberal (Bobbio, 2009, p. 327), mientras que el segundo (la igualdad en los puntos de llegada, o igualdad de resultados) lo es necesariamente. Y es justamente esta segunda tesis la que defiende el igualitarismo, al menos en su versión más radical (Bobbio, 2009, pp. 325-326). No es intención de Bobbio zanjar así el debate liberalismo-igualitarismo, solo dejar claro que la tesis de los iguales puntos de partida no es anti-liberal, como lo es, en cambio, la tesis de los iguales puntos de llegada, que es de corte igualitarista.

La contraposición es clara: la doctrina liberal –así como la doctrina democrática que la asume– parte de un escenario ideal en donde las personas están en capacidad de valerse por sí mismas a condición de que tengan similares oportunidades. Una doctrina puramente igualitarista, por su parte, apunta a una igualdad de resultados, sin que importen, en principio, los méritos o las habilidades individuales. De hecho, los igualitaristas aceptan la igualdad de resultados, pero también la desigualdad de obligaciones: en esta doctrina los más capaces para producir tienen más deberes, pero tienen iguales derechos en lo económico que los menos capaces para hacerlo (Bobbio, 2009, p. 327). En cambio, las desigualdades económicas de los demócratas se basan en los méritos y se ven como legítimas siempre que sean el producto de una actividad asimismo legítima. Ello no obstante, en el ideal democrático, la asunción también ideal de la igualdad de oportunidades se traduce –o se supone que al menos debería hacerlo– en la creación de oportunidades: generalmente mediante la eliminación de ciertas barreras de hecho que tienden a impedir que tal postulado se cumpla, como las deficiencias en atención a sectores populares en educación o salud (los así llamados, aunque sea en este sentido mínimo, derechos sociales).

Como ya se dijo, a pesar de la contraposición histórica y conceptual entre el liberalismo y el igualitarismo, una parte de la doctrina socialista ha considerado a la democracia como un antecedente de la realización de su programa. Así, si desde cierta perspectiva la democracia había resultado ser una consecuencia del liberalismo; desde el socialismo había sido vista, algunas veces al menos, como un presupuesto (véase Bobbio, 2013, pp. 88-94). Empero, esta continuación no parece fácil (o posible) de realizar,27 y si bien hoy en día existen muchos ejemplos de “democracias sociales”, éstas no han renunciado a los presupuestos de la fórmula liberalismo-democracia (el así llamado liberalismo político), porque sin ellos tampoco podrían decirse democráticas: no es un acaso, entonces, que los partidos socialdemócratas de hoy hayan abandonado, en la doctrina y en la retórica, el marxismo (Sartori, 1993, p. 201).

Aun así, el problema del mantenimiento de este tipo de Estados de “democracia social” ha ocupado diversos debates en los que han tenido espacio las opiniones de liberales y socialistas radicales. Los primeros, porque consideran que una organización estatal de ese tipo es necesariamente violatoria de derechos individuales (referidos fundamentalmente a la libertad económica), mientras que los segundos han sostenido que esa es una forma falsificada de socialismo adoptada para mantener otros “privilegios económicos”.28 De cualquier modo, y más allá de cualquier apunte al respecto, es bien sabido que la igualdad ha sido uno de los aspectos a los que siempre ha tendido la democracia: de la igualdad de derechos políticos a la igualdad de oportunidades y a cierto tipo de igualdad económica, el tema ha sido recurrente entre los democráticos, y nunca ha abandonado el debate sobre su contenido ético (véase Bobbio, 2013, pp. 39-44; 1996, p. 140).

La preocupación original del liberalismo con relación a la igualdad era, en parte al menos, otra; esto es, aquella que tiene que ver con el principio de “igual libertad”. Como puede verse en las clásicas declaraciones de derechos, la fórmula era generalmente asumida. Así, la Declaración de Derechos de Virginia (1776) señalaba “que todos los hombres son por naturaleza igualmente libres”.29 A su turno, el artículo 1 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789) dice que “todos los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos”.30 Incluso la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), ya no clásica sino moderna, acude en parte a esta fórmula cuando dice en su primer artículo que “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”. Es cierto que estos conceptos –como dice Bobbio– no significan hoy lo mismo que en las declaraciones clásicas citadas, como tampoco en las ideas lockeanas, pues su contenido se ha enriquecido; el mismo Bobbio habla de tres formas históricas del concepto de libertad: libertad como ausencia de impedimentos, libertad como autonomía, y libertad como posibilidad de realización de las ideas abstractas del primer liberalismo (véase Bobbio, 2009, pp. 293-322 y 525-526). Esto no es oponible, sin embargo, a la idea general de “igual libertad”. De hecho, según Bobbio (2009, p. 533):

Ningún conflicto existe, pues, en la Declaración allí donde la frase “todos los seres humanos nacen libres e iguales” equivale a “todos los seres humanos nacen igualmente libres” o “todos los seres humanos nacen iguales en libertad”, en el doble sentido de la expresión: “Los seres humanos tienen el mismo derecho a la libertad” y “Los seres humanos tienen derecho a una libertad igual”.

Dado que este es el panorama, podría intentarse una aproximación al contenido ético de la democracia moderna y a su conciliación con el liberalismo y con la visión social, desde una interpretación más o menos armónica del principio de igualdad política, de igual libertad, de igualdad ante la ley y de igualdad de oportunidades. Por supuesto, dicha aproximación es sólo eso, y su realización total en la práctica es más que nada un ideal. Dejo este tema, entonces, sin otras precisiones.

VI. Los límites de la regla de mayoría y los derechos contra la mayoría

En un ensayo muy conocido: La regla de mayoría: límites y aporías, Bobbio (2009, pp. 462-489) explica que la regla de mayoría ha sido aceptada por varios regímenes no democráticos, como ocurrió –por ejemplo– en el fascismo. Pero, obviamente, los casos históricos no se detienen ahí. En otro trabajo –La democracia de los antiguos comparada con la de los modernos (y la de los postreros) –, Bobbio (2009, p. 403) afirma:

Durante siglos, los conceptos de democracia y elecciones no confluyen en una idea unitaria como sucede hoy, porque la democracia para los antiguos no se resuelve en los procedimientos electorales, si bien no los excluye, y, a la inversa, los mecanismos electorales son perfectamente conciliables con las otras dos formas clásicas de gobierno, la monarquía y la aristocracia. Durante siglos se discutió si era mejor la monarquía hereditaria o la electiva: nadie jamás pensó que una monarquía por el hecho de ser electiva dejase de ser monarquía.

Nótese, para trasladarnos a los tiempos modernos, que los regímenes autocráticos no rechazan la regla de mayoría como tal. Rechazan, eso sí, que se la pueda aplicar libremente (con el libre –por ende no simulado– concurso de diversos partidos, con la garantía de la libertad de prensa, de libre deliberación, etc.). Aquí también se deja ver la diferencia entre existencia y relevancia del voto y la regla de mayoría. El límite que supone la composición liberalismo-democracia (que como se evidencia más arriba lleva a Bobbio a delinear una definición mínima y procedimental) implica la existencia de algunos derechos contra la mayoría. La “inviolabilidad” de estos derechos consiste –lo dice el mismo Bobbio– en la imposibilidad de su limitación o supresión con base en el principio de mayoría. No sería correcto, en ese orden de cosas, llamarle democracia a un sistema donde ciertos derechos, necesarios para el propio funcionamiento del sistema, estén sujetos pura y simplemente a la voluntad de las mayorías (el sistema mismo correría el peligro de colapsar).

Por supuesto, entre estos aspectos hay algunas relaciones problemáticas, aunque ha habido quien las ha llevado todavía más lejos, transformándolas, hasta cierto punto, en relaciones de oposición: piénsese, por ejemplo, en la reconstrucción del problema que hace Robert Alexy. Para él, una concepción realista de la relación democracia-derechos sostiene dos tesis opuestas: (1) Los derechos son profundamente democráticos; y, (2) Los derechos son profundamente antidemocráticos. Lo primero –cree Alexy– puesto que “los derechos fundamentales aseguran el desarrollo y la existencia de las personas gracias a la garantía de los derechos de libertad y de igualdad, capaces por lo general de mantener estable el procedimiento democrático”. Lo segundo, visto que los derechos fundamentales desconfían del proceso democrático: “[c]on el sometimiento incluso del legislativo –dice siempre Alexy– privan de poder de decisión a la mayoría parlamentaria legitimada”. Luego, un poco más adelante, señala: “[e]sta doble naturaleza de los derechos fundamentales debe contrariar a los defensores de una doctrina pura”. Y termina diciendo: “[l]a cuestión aquí ha de ser precisamente cómo pueda hallarse una vía media entre ambas opciones extremas” (Alexy, 2009, p. 38).

Me parece que la posición de Alexy se puede criticar por varias razones, además de que lleva a confusiones innecesarias: en principio, no se entiende la manera en que sería posible una “vía media” entre dos proposiciones que están en relación de contradicción (tertium non datur) –más allá de las matizaciones que admite la palabra “profundamente”– y, por otro lado, no se ve por qué los derechos serían profundamente antidemocráticos porque privan de poder de decisión a la mayoría parlamentaria legitimada (¿no se trata de eso el Estado de derecho en sentido fuerte y no es ese, por ende, el papel de los derechos?). Nada hay de extraño en esa desconfianza en el proceso democrático si por “proceso democrático” se entiende “regla de mayoría”, por muy parlamentaria que sea. La regla de mayoría –como ya se ha visto– no es definitoria o exclusiva de los sistemas democráticos; la cuestión, justamente, es que en la democracia esta regla (o metarregla) sirve de método de decisión, mientras que los derechos sirven de límite (que no estén siempre determinados y quién debe determinarlos es otro problema).31 Entiendo que Alexy se refiere, justamente, a la existencia de algún tipo de tensión entre la política y el mantenimiento de los derechos. No es difícil aceptar que este problema se presenta, pero transformado, puesto que no hay régimen en el mundo donde todos los derechos sean siempre respetados y salvaguardados de las mayorías parlamentarias. Son, entonces, dos diferentes discusiones: una teórica y otra fenomenológica. No hay regímenes perfectos de democracia y derechos fundamentales. De acuerdo. Lo dice también Bobbio.

1. Derechos contra la mayoría

Bobbio reflexiona sobre este tema, trayendo a colación diversos límites de la regla de mayoría, a los que llama: de validez, de aplicación y de eficacia. En este trabajo solo me interesa hablar de los puntos básicos de los límites de aplicación de la regla, en cuanto se refieren, para el caso de este estudio, a los derechos (véase Bobbio, 2009, pp. 478 y ss.). Como ya he dicho, dada la unión democracia-liberalismo, en el sentido ya explicado en este trabajo, los derechos propios de dicha concepción son calificados como “inviolables”: son inviolables no porque no puedan serlo en sí mismos, no tendría sentido prescribir algo contra una regla invariable; lo son, empero, en cuanto su violación está prohibida, por una parte, por las normas del sistema y, por otra, por la relevancia de tales derechos para que el sistema mismo sea posible (no ficticio, no simulado) aun en una concepción mínima.

No pudiendo limitarse por mayoría (configurando el estado de derecho en sentido fuerte) esos derechos son llamados –lo repito nuevamente– derechos contra la mayoría. Al respecto, Bobbio (2009, p. 478) sostiene que “[la] amplia esfera de los derechos de libertad puede interpretarse como un territorio fronterizo ante el cual se detiene la fuerza del principio mayoritario”. Efectivamente, se puede hablar de los derechos de libertad como contra la mayoría porque no se puede concebir un sistema democrático que no los posea, so pena de que el ejercicio plebiscitario termine por constituir un mecanismo nada más que simulado de democracia, o sea una autocracia travestida.32 No hay razón, desde este punto de vista, para estipular la equivalencia necesaria entre la regla de mayoría y la democracia. Al contrario, si ha de considerarse a la regla de mayoría como un mecanismo democrático, ésta ha de estar sujeta a ciertos límites necesarios.

Por otra parte, desde la óptica del objetivo del mecanismo (i.e., la toma de decisiones colectivas), pienso que podría decirse que las decisiones privadas deben quedar fuera de su esfera de control, sea porque no tienen que ver con la utilidad del mecanismo, sea porque no le corresponden (ésta es, también, una consecuencia de la vocación “contra mayoritaria” de los derechos cuando son concebidos desde la óptica liberal- democrática). Solo de ese modo se justificaría su existencia. En este caso, el problema se presenta como la contraposición entre decisiones colectivas y decisiones privadas. La democracia moderna nació bajo el presupuesto de que las sociedades democráticas serían, ante todo, asociaciones de hombres libres. La libertad, en este sentido, consiste en la inmunidad ante el control de la comunidad en aquello que a la comunidad no interesa; en aquello que es, en otras palabras, privado. Para la tradición originariamente liberal (y luego, con ella, para la tradición democrática), hay dos formas de concebir la libertad que corresponden a dos momentos distintos, siendo el segundo una extensión conceptual del primero: libertad como espacio personal (intimidad) en donde todo ser humano tiene derecho a no ser molestado y libertad como autonomía; es decir, la capacidad de los individuos de darse sus propias leyes (Bobbio, 2009, pp. 293-322). De estos dos sentidos de libertad nace la idea del principio del daño como cierre del sistema de moral liberal. En este orden de cosas, las decisiones privadas no son solo aquellas íntimas (que no son accesibles al conocimiento público)33 sino todas las que no dañan a terceros: configurando, así, tanto un ámbito externo como uno interno de la privacidad (en suma, de lo privado como opuesto a lo público). Lo público, que corresponde a la comunidad (en el sentido, justamente, de república) y lo privado, que corresponde al individuo. “Ya que hemos de ser gobernados –decía Kelsen– aspiramos al menos a gobernarnos por nosotros mismos” (1934, p. 16).

Por un lado, si hay un derecho a la intimidad de los asuntos privados, que el Estado no debe soslayar, esto se puede observar –como hace Bobbio– a partir de la diferencia de trato del “secreto” en la esfera pública y en la esfera privada. Bobbio (2009, p. 447) señala en su ensayo Democracia y secreto:

Naturalmente, lo que vale en los asuntos públicos de un régimen democrático, en los que la publicidad es la regla y el secreto la excepción, no vale en los asuntos privados, o sea, cuando está en juego un interés privado. Antes bien, en las relaciones privadas es válido exactamente lo contrario: el secreto es la regla, contra la intromisión de lo público en lo privado, y la publicidad es la excepción. Precisamente porque la democracia presupone la máxima libertad de las personas individualmente consideradas, éstas deben ser protegidas, en su esfera privada, de un control excesivo por parte de los poderes públicos; y precisamente porque la propia democracia es el régimen que prevé el máximo control de los poderes públicos por parte de los individuos, este control es posible sólo si dichos poderes actúan con la mayor transparencia. En suma, está en la lógica misma de la democracia el que la relación entre regla y excepción esté invertida en la esfera pública respecto de la privada.

La privacidad, sin embargo, en el sentido ya señalado, pretende abarcar a todas las acciones en las que en su ejecución no se daña a terceros. Así pues, se podría decir que las acciones privadas se encuentran –o más bien deberían encontrarse– cubiertas por una esfera de libertad indisponible y reservada, asignada al individuo –a su familia o a otros núcleos asociativos humanos– para que en ella pueda desarrollarse y desenvolverse autónomamente según sus propias convicciones y sin injerencia externa de cualquier especie; salvo, por supuesto, en los casos de daño a terceros (lo que vale tanto para las relaciones familiares, como para las empresariales o las sociales). Decir que en la esfera privada las personas tienen derecho a no ser molestadas (para usar los términos del juez Cooley: “the right to be let alone”),34 presupone la existencia de algunos límites a la acción estatal.35 Los presupone en tanto se hable del Estado liberal-democrático, se entiende. El paternalismo, desde este punto de vista, puede ser considerado como una manifestación patológica de la forma democrática contemporánea, además de la negación parcial de uno de sus fundamentos: aquel que dice que las personas son los mejores jueces de sus propios intereses (véase Bobbio, 2009, p. 457). El paternalismo niega esta asunción, englobando todos los mecanismos que pretenden “salvar a los individuos de sí mismos” (véase Hart, 1963, pp. 30-34; Kleinig, 1984, pp. 14-19). Aunque, por supuesto, la distinción no es tajante ni puede ser total. Dado esto, muchos ven justificaciones morales para establecer ciertas conductas paternalistas, como la penalización de los conductores que no utilizan cinturón de seguridad, de los motociclistas que no usan casco, o para la imposición de ciertas regulaciones a los productos nocivos (altos en grasas, azúcares, etc.)36 y, por otro lado, las que se desprenden de la puesta en marcha de un Estado asistencialista (que brinda servicios de salud, educación, etc.).37 En cualquier caso, vale hacer notar que son cosas y casos diferentes, y que cada uno merece un análisis separado. Además, siendo “casos especiales”, tampoco podrían servir de fundamento a cualquier forma de paternalismo, menos aún de legitimación de tecnocracias “totalizantes”. De todas maneras, por no ser decisivo para lo que aquí quiero abordar, dejo el problema sin ulteriores precisiones.

2. ¿Derechos contra la mayoría más allá de los derechos de libertad?

Los derechos indisponibles por mayoría aparecen en varios autores. Un concepto muy difundido es aquel de “coto vedado”, propuesto por Garzón Valdés (1989a), quien distingue entre “dominio de mayoría” y “principio de mayoría” (diferencia que pone en escena aquella concepción hace tiempo famosa de la “tiranía de la mayoría” vs. el “gobierno de mayoría”). La idea de derechos contra la mayoría corresponde al segundo principio, que en una concepción extendida de “coto vedado” –dice Garzón Valdés– incluye a todos los derechos fundamentales, no solo a los de primera generación. Entre estos derechos, desde el punto de vista de la jerarquía –siempre según Garzón Valdés–, no existe diferencia, y todos forman parte de las necesidades derivadas de las personas, cuyo contenido tiende a ser expansivo (véase 1989b, pp. 209-210).

Sin duda se puede afirmar que los derechos así llamados de primera generación, civiles y políticos, son condición sine qua non de cualquier sistema democrático. Creo, de hecho, que es esa la intención de Bobbio, al menos en un sentido mínimo, en cuanto la línea que permite dividir a una democracia de una autocracia pasa también por la vigencia –real, en un sentido relevante para el mantenimiento del propio sistema– o no de estos derechos. Sin embargo, de los demás derechos se puede hablar como continuación de las libertades negativas: esto no es –como se ha visto– extraño a la doctrina (no por acaso se habla de libertades positivas).38 Desde este punto de vista, se puede decir que sin que algunas libertades positivas se verifiquen, parece que tampoco algunas negativas pueden decirse cumplidas u observadas. Aun así, la naturaleza de estas libertades positivas o derechos sociales es más compleja y discutida: aún no hay un acuerdo sobre si ciertos derechos sociales son efectivamente eso (“derechos”) o –para usar los términos de Rensmann– “meros objetivos estatales”.39 Pero este es nada más que un problema conceptual: si son derechos u objetivos estatales, todos entendemos que la lucha contra –por ejemplo– la desnutrición y la pobreza, tiende a integrar al proceso democrático –aunque sea concebido como un sistema de reglas– a algunos individuos que, de otro modo, tendrían un poder de decisión muy bajo, o nulo. En este otro sentido, también se podría considerar –como así suele hacerse– que algunos derechos sociales (aunque sea en un ámbito mínimo) son también necesarios para que se pueda hablar de democracia, en la medida en que en este ámbito tales parecen ser requisitos de la realización de algunos derechos de libertad (véase Bobbio, 2009, p. 545).40

3. El contenido de los derechos y lo democráticamente tolerable

Me doy cuenta de que todo este entramado que he delineado hasta ahora pone un problema ulterior referente al contenido de los derechos; es decir, en último término, sobre sus límites. Empero, un trabajo exhaustivo sobre los límites requeriría un estudio tan amplio que rebasaría por mucho las intenciones de este artículo. Baste con decir, para el caso de este foro, que el discurso sobre los derechos fundamentales (entendido en el marco de la discusión democrática), presupone ciertos condicionamientos ideológicos que lo configuran: la prohibición del daño para los derechos de libertad, la dignidad del hombre para los derechos en general, el mantenimiento de la democracia como asociación de hombres libres, etc. Pragmáticamente, en este sentido, el discurso sobre los derechos fundamentales excluye de plano ciertas posibilidades interpretativas. En ausencia de algunos límites comunes y pacíficos, no serviría de nada discutir acerca del discurso sobre los derechos en un sistema democrático: quiero decir, simplemente, que una vez asumido tal discurso, algunos contenidos son considerados obvios y la deliberación democrática no tiene siquiera sentido en esa esfera (salvo que la democracia quiera fagocitarse a sí misma). A fin de cuentas, donde funciona la fórmula liberalismo-democracia, existen ciertos derechos (dentro de un marco muy amplio) que se dan por descontados.

Los desacuerdos más importantes suelen presentarse no ya en relación a este tipo de contenidos comunes, sino sobre otros supuestamente más “sensibles”, como la admisibilidad o no del matrimonio homosexual, la permisión o no del aborto (y en qué casos), la permisión o no de la eutanasia y del suicidio asistido, el discurso de odio como parte o no de la libre expresión, la licitud o ilicitud de la experimentación genética, etc. Frente a este tipo de problemas, diversas posiciones pretenden reivindicar “la verdad” de sus propias convicciones, presentándose, así, desacuerdos frecuentemente insubsanables. Algunos de éstos, de hecho, parecen estar en la zona de penumbra donde la razonabilidad (entendida como racionalidad discursiva y pragmática) no alcanza a brindar respuestas claras para todos los casos, ni las razones instrumentales parecen arrojar siempre respuestas no problemáticas, justamente por las posiciones morales que se encuentran en entredicho en estos casos. El límite último de lo que debe ser tolerado en una democracia queda aún por discutirse (aunque de su trazado dependa –como decía Kelsen (1960, 22-23)– el mantenimiento de la democracia). Se produce, entonces, una paradoja. Ello no obstante, ésta se presenta como el resultado del desarrollo mismo del sistema democrático: el límite difuso de lo democráticamente tolerable se manifiesta generalmente en los casos en donde el desacuerdo moral está dado por el mismo ejercicio de algunas libertades, que son –se me permita una vez más repetirlo– necesarias para el propio funcionamiento del sistema. Parece, así, que incluso los sistemas democráticos están obligados a convivir con el problema: allí donde se aceptan ciertos derechos “inviolables”, tampoco se reconocen los contornos últimos de éstos (aunque en las democracias los contenidos de los derechos tiendan a ser expansivos y las prohibiciones, en cambio, restringidas).41 Así pensado el problema, no parece fácilmente remediable en toda su dimensión. Aun así, lo que no tiene una solución definitiva en el ámbito intra-sistemático, solo puede hallar alguna respuesta en lo extra-sistemático. Si no se pueden delinear precisamente todas las fronteras de lo democráticamente tolerable, solo queda aspirar a que los ciudadanos mismos sean tolerantes. De todos modos, rememorando un comentario de Ocone (1997, p. 144), bien decía el turinés:

A decir verdad, que la democracia tenga necesidad de ciudadanos virtuosamente democráticos es una vieja idea mía, si bien no demasiado peregrina. Jamás he olvidado la reconvención de Croce, que invita a contraponer a la política la “fuerza no política con la cual la buena política debe siempre lidiar” (Bobbio, 2014, p. 13).

No hay aquí apelación alguna a la conversión forzosa de los ciudadanos en individuos “virtuosos”, valga la pena advertirlo. Bobbio no era un “moralista”, si bien dedicó los últimos escritos de su vida a la filosofía moral. Si por “ciudadanos virtuosamente democráticos” ha de entenderse –como parecería que debería hacerse en la teoría bobbiana– aquellos respetuosos de la libertad de los otros, y en particular de sus ideas, entonces la frase de Bobbio es una apelación a la tolerancia. Y aunque ésta puede implicar el recurso a la persuasión, no puede basarse en la imposición de determinadas ideas (Bobbio, 2014, p. 132). Así pues, en una democracia tampoco la tolerancia puede ser definitivamente impuesta en toda su dimensión; pero en una sociedad de hombres y mujeres intolerantes no podrá realizarse la democracia.

VII. Colofón

Bobbio reivindicó a las reglas del juego democrático como la mejor manera de entenderse cuando de democracia se habla. Metafóricamente, podría decirse que el ejercicio político en el Estado democrático es similar al que debe afrontar un ajedrecista: el jugador, desde que participa en el juego del ajedrez, sabe de antemano que puede usar muchas estrategias, que puede utilizar las mismas para obtener ciertos resultados esperados; pero, del mismo modo, conoce que transgredir las normas que rigen el juego en cuestión implica una violación (implica, quizás, un juego del todo distinto). Si bien le está permitido moverse dentro de un amplio (tal vez amplísimo) espectro de posibilidades, no puede –mejor, no debe– salirse de unas reglas mínimas establecidas previamente (mientras quiera, claro está, seguir jugando el mismo juego). Podría decirse que las reglas del juego en una sociedad democrática son simplemente eso (“reglas”), y por tanto procedimientos; aunque no es poco. Piénsese que el Estado de derecho, reconducible entre los contemporáneos a la idea de Estado constitucional, fija estos límites en el ordenamiento jurídico sujeto a la Constitución. Estos conceptos no son, y jamás fueron, conceptos vacíos. Su eficacia ha sido diversa a lo largo del tiempo –hoy inclusive–, y la forma en que el “juego” se desarrolla en las sociedades democráticas es de una particular naturaleza. Por esto la metáfora del ajedrecista es ciertamente imperfecta, pero por otro lado es cierto que las reglas nos permiten, al menos, saber quién está jugando y quién está, en cambio, haciendo trampa.

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Notas

1 Me refiero a lo dicho por Bobbio en un ensayo sin título publicado en el volumen Che cosa fanno oggi i filosofi? ( aa.vv., 1982, p. 159).

2 En efecto, si hablamos de la continuidad y la sistematicidad de la obra bobbiana del derecho a la política, vale recordar que para él el poder y la norma están indisolublemente relacionados, al punto de que no se puede comprender el uno sin la otra (véase Bobbio, 2009, pp. 253- 259). Sobre la sistematicidad de su obra, véase, también: Ferrajoli, 2005; Ruiz Miguel, 2004.

3 Uno de los pares revisores me ha hecho notar que probablemente algunas cuestiones de la teoría de Bobbio podrían haber quedado desfasadas en el marco actual de la sociedad de la información y de la globalización. Es dable pensar –dice el par revisor– que a Bobbio se le escaparan algunos de estos aspectos porque no podía haberlos previsto. Entiendo su comentario, aunque quisiera hacer alguna salvedad que quizás puede morigerar en algo la fuerza de su argumento: ciertamente Bobbio no era amigo de hacer previsiones (lo deja muy claro al inicio de El futuro de la democracia); sin embargo, si no me engaño, en términos generales estos fenómenos no se le escaparon a Bobbio, quizás porque su larga vida le permitió también experimentarlos. Basta recordar alguno de los pasajes de El futuro de la democracia, en donde Bobbio dice: “hoy la idea de que la democracia directa sea posible con la ayuda de las computadoras ya no es el fruto de una imaginación extravagante. ¿Por qué el mismo uso de las computadoras no podría hacer posible un profundo conocimiento de los ciudadanos de un gran Estado por parte de quien detenta el poder? En la actualidad es imposible comparar el conocimiento que tenía de los propios súbditos un monarca absoluto como Luis XIII o Luis XIV con el que puede tener el gobierno de un Estado bien organizado de sus ciudadanos. Cuando leemos las historias de las jacqueries nos damos cuenta de cuan poco logra ‘ver’ el monarca con su aparato de funcionarios, y cómo las revueltas estallan sin que el poder, aunque absoluto, fuese capaz de prevenirlas, si bien cuando tal cosa sucedía no vacilaba en reprimirlas. Todo esto es poco en comparación con las enormes posibilidades que se abren para un Estado que es dueño de los grandes memorizadores artificiales. Ninguno es capaz de prever si esta perspectiva solamente es una pesadilla o un destino. De cualquier manera, sería una tendencia contraria a la que dio vida al ideal de la democracia como ideal del poder visible: no la tendencia hacia el máximo control del poder por parte de los ciudadanos, sino al contrario, hacia el máximo control de los súbditos por parte de quien detenta el poder” (1996, p. 118). Nótese que este es un tema que hoy mismo es de suma actualidad: piénsese, por ejemplo, en el caso Snowden. Algo similar –en la parte referente al desarrollo de la informática y la democracia directa– se puede leer en el ensayo La democracia de los antiguos comparada con la de los modernos (y la de los postreros) (2009, p. 413). Sobre el fenómeno de la globalización quisiera citar, al menos, el ensayo Democracia y sistema internacional, incorporado en la segunda edición de El futuro de la democracia (1996, pp. 190-212). Se me escapa, en todo caso, si Bobbio llegó alguna vez a utilizar efectivamente el término, pero un análisis de su obra hace ver que el problema (en algunas de sus diferentes variantes) no le era desconocido.

4 No en vano Bobbio ha sido considerado como uno de los más importantes teóricos del derecho y filósofos de la política del siglo XX. Baste recordar la opinión de H. L. A. Hart, en la voz de David Sugarman: “At the end of the interview, and with the tape recorder switched off, Hart continued to talk about a variety of topics. He encouraged me to learn Italian, so that I could read the work of the Italian legal and political philosopher, Norberto Bobbio (1909-2004). Hart said that he knew, and corresponded with, Bobbio; and that Bobbio was the contemporary legal and political philosopher he most admired and related to”. Véase < http://blog.oup.com/2012/12/h-l-a-hart-in-conversation-with-david-sugarman/ >.

5 El gobierno donde vale simplemente “el poder de la mayoría” es lo que Bovero llama, apelando a la raíz griega pleion (“los más”), pleonocracia (2012a, p. 297).

6 Puede producir alguna perplejidad la expresión plebs. Cito el aforismo así como nos ha llegado en las Institutas de Gayo, en referencia a la distinción romana entre populus y plebs; en donde el populus (que emana las leyes) incluye a todos los ciudadanos (también los patricios), y la plebs se refiere sólo a la plebe (los ciudadanos no patricios). Aunque luego el mismo Gayo dice: “La palabra plebs designa los ciudadanos todos, menos los patricios. Por cuya razón estos pretendieron antiguamente no estar sujetos a los plebiscitos, puesto que su autoridad no intervenía en ellos. Mas después la ley Hortensia dispuso que los plebiscitos obligasen a todo el pueblo romano; y de este modo quedaron equiparados a las leyes y con la misma fuerza” (Gayo, 1845, pp. 11-13).

7 Aunque en Polibio, en cambio, la democracia aparece como la forma buena, y su degeneración es la oclocracia, que es el gobierno de la masa, utilizado este último término en sentido peyorativo (véase Bobbio, 2000, p. 46).

8 Sobre esto, Bobbio ha dicho: “La historia se repite, y de la misma manera se repiten las reflexiones del hombre sobre su historia. Los autores republicanos, sobrevivientes a la formación de las grandes monarquías, sostuvieron aproximadamente la misma teoría, y asistieron al fin de las repúblicas, sojuzgadas por sus vecinos más poderosos. Del mismo modo terminó la libertad de las ciudades griegas ante la conquista de los macedonios, así acabó la libertad europea que se identificaba con la historia de las comunidades libres. Sin embargo, por fortuna, no solamente se repiten las ideas, sino también los errores de previsión; a finales del siglo XVIII nació el primer gran Estado republicano después de la república romana, que canceló todas las lamentaciones acerca del fin de las repúblicas; fueron los Estados Unidos de América. Quizá, una vez más, las predicciones de los profetas agoreros acaben por no realizarse” (1996, p. 192).

9 Véase, al menos: Hanke, 2011.

10 Esto al menos piensa Kelsen (véase 1960, pp. 22-23). Esta oposición (i.e., aquella entre Estado democrático y Estado autocrático), para Kelsen –uno de los autores que más influyó en Bobbio– se puede ilustrar a partir de otra distinción básica: el relativismo y el absolutismo de los valores. Para Kelsen la democracia sería relativista en la medida en que la validez relativa de los valores conduce –o así le parece a Kelsen– al principio de tolerancia (si ningún principio o valor –y, en consecuencia, ningún sistema moral– es per se superior, la única forma de sostener un determinado sistema, asumiendo siempre esta premisa, es concebir a los diferentes valores –o a los diferentes sistemas morales– en paridad, a condición, nada más, de que no se colapsen entre sí, de que puedan sobrevivir juntos). Esta sería la idea general kelseniana; si en este sentido relativismo quiere decir democracia, absolutismo quiere decir autocracia, a la vez que tolerancia es equivalente a libertad (una tolerancia y una libertad también relativas, se entiende). Creo que una similar concepción, aunque con otro enfoque, se puede encontrar en un reciente ensayo de Guastini (Dei rapporti tra liberalismo e non-cognitivismo). Para Guastini, no existen relaciones lógicas de fundamentación entre una meta-ética y una ética, pero sin duda se puede concebir una relación pragmática. Es de suponer –cree Guastini– que una ética normativa no primitiva incluya no sólo normas de conducta, sino también una meta-norma que diga en qué forma una ética debe comportarse con relación a otras éticas (a otros sistemas éticos). Una posición no-cognitivista podría sostener, en ese sentido, lo siguiente: (a) cualquier otra ética normativa diferente de ésta debe ser tolerada; o, (b) solo algunas éticas normativas diversas de ésta deben ser toleradas (Guastini, 2013, pp. 225-228). La primera, me parece a mí, coincide con la tesis escéptica; la segunda, por su parte, coincide con la tesis relativista.

11 En este trabajo se usa la edición castellana (Bobbio, 2013).

12 Aun así, esta afirmación podría ser en parte morigerada por el “Discurso fúnebre de Pericles”, presente en La Guerra del Peloponeso de Tucídides. El mismo Bobbio había reparado en esto cuando comentaba la posición de Sartori al respecto de la diferencia entre democracia antigua y moderna (Bobbio, 2009, p. 401).

13 En esta parte Bobbio recuerda al Constant de Sobre la libertad de los antiguos comparada a la de los modernos. Véase Constant, 2013.

14 Dice Chiassoni: “La tesis de la historicidad de los derechos humanos, que individua sus orígenes en una época bien determinada, constituye el complemento –y el contrapuntoteórico imprescindible de la tesis, práctica y justificatoria, de la meta-temporalidad, eternidad, y ‘necesidad’ de los derechos humanos, que caracteriza a las doctrinas iusnaturalistas en cuanto discursos ético-normativos. En el plano de la filosofía ius-política y de la argumentación práctica, los derechos humanos son presentados y defendidos por los iusnaturalistas como patrimonio eterno de la humanidad: como atributos naturales del hombre, a él connaturales, desde el inicio hasta el final de los tiempos. En el plano de la experiencia, sin embargo, la tesis de la historicidad rememora el hecho de que las cosas son bien distintas: en cuanto tesis de historia del pensamiento ius-político revela –y recuerda, contra cualquier forma de fácil anacronismo– que, antes de la edad moderna, en la cultura ius-política occidental no hay señal alguna de los derechos humanos” (2011, p. 23).

15 Quizás sea oportuno citar una frase de Bobbio que hace parte de una vieja polémica con Della Volpe: “El problema, evidentemente, no es el de saber gracias o por culpa de quien se han introducido las instituciones liberales, sino si las instituciones liberales son un beneficio o un daño para los hombres” (2009, p. 300).

16 El liberalismo de base lockeana e iluminista tiene como presupuestos a la doctrina iusnaturalista y a la contractualista. Con el advenimiento del utilitarismo de Bentham, las bases filosóficas del liberalismo se trasladaron a esta doctrina: Mill es uno de los posibles ejemplos (véase Mill, 2001). Por otra parte, la tradición libertaria puede ser leída en varias claves, una de las cuales sigue siendo el iusnaturalismo (véase Angner, 2007), que, en tanto presupuesto ideológico, no ha sido dejado de lado, sea por la tradición liberal-libertaria, sea por otras tradiciones. Por otro lado, un intento para buscar bases en el cognitivismo moral para defender las ideas originariamente iluministas y liberales se puede encontrar actualmente en la así llamada “universal moral grammar”: esta teoría, buscando hallar bases naturales que permitan justificar el cognitivismo moral, ha propuesto también una relación con los derechos humanos (véase Mikhail, 2012, pp. 160-198). Hay, por otro lado, un liberalismo no cognitivista, conforme el cual entre el no cognitivismo y el liberalismo se pueden encontrar relaciones pragmáticas de fundamentación (véase Guastini, 2013, pp. 225-228).

17 Ya en un artículo de 1954 (aquí se cita la traducción castellana de Teoría general de la política), Bobbio decía: “Una situación general de amplia licitud es condición necesaria para la formación de una voluntad autónoma. Puede darse una sociedad en la que los ciudadanos gocen de ciertas libertades sin haberlas deseado ellos mismos (piénsese en las constituciones octroyées). Pero no puede existir una sociedad en la que los ciudadanos den lugar a una voluntad general en sentido rousseauniano sin ejercitar ciertos derechos fundamentales de libertad” (2009, p. 307).

18 Decía Bobbio, 2009, p. 309: “Cuando hablo de liberal-democracia hablo de la que, para mí, es la única forma posible de democracia efectiva, mientras que democracia sin más, sobre todo si se entiende como ‘democracia no liberal’, quiere decir, a mi juicio, una forma de democracia aparente. Por poner un ejemplo, el caso típico de democracia sin libertad se produce cuando todo un pueblo (con el más amplio sufragio) debe elegir a sus representantes en una única lista aprobada por el partido que se identifica con el gobierno […]. Muy dueños son los admiradores de estos regímenes de denominarlos ‘democracia’, siempre que estén dispuestos a convenir en que aquí democracia no significa ya formación autónoma de la voluntad, desde el momento en que no es concebible cómo podría llegarse a una deliberación autónoma sin libertad de discusión y de elección” (énfasis añadido).

19 Para Bobbio, liberalismo y democracia están unidos, al menos en dos sentidos: “1. En la línea que va del liberalismo a la democracia, en el sentido de que son necesarias ciertas libertades para el correcto ejercicio del poder democrático; 2. en la línea opuesta, la que va de la democracia al liberalismo, en el sentido de que es indispensable para garantizar la existencia y la persistencia de las libertades fundamentales” (1996, pp. 26-27). La unión puede expresarse, por otra parte y en otro sentido, con esta afirmación de Bobbio: “Hoy sólo los Estados nacidos de las revoluciones liberales son democráticos y solamente los Estados democráticos protegen los derechos del hombre: todos los Estados autoritarios del mundo son a la vez antiliberales y antidemocráticos” (2013, p. 48).

20 Por supuesto, con esto no sugiero que no haya diferencias entre estos teóricos y sus aproximaciones, solo trato de poner de relieve algún tipo de parentesco producido, muy seguramente, por una similitud en los métodos de todos ellos para aproximarse al fenómeno de la democracia.

21 He encontrado de especial interés para nuestro entorno, el siguiente pasaje: “La expectativa de vida de una democracia bajo un régimen presidencial es de 21 años, mientras que bajo un régimen parlamentario es de 72 años. Los regímenes presidenciales son menos estables bajo cualquier distribución de curules; de hecho, son menos estables en términos de cualquier variable. La razón más probable por la cual las democracias presidencialistas son más frágiles que las parlamentaristas, es que los presidentes rara vez cambian porque son derrotados en elecciones. La mayoría deja el cargo porque está obligada a hacerlo por una restricción constitucional que limita el período” (Przeworski, 1997, pp. 29-30).

22 Tal ideal, en una de sus variantes (muy conocida entre nosotros), sostiene que: (i) la democracia requiere de la aprobación de decisiones públicas luego de un amplio proceso de discusión colectiva; y, (ii) el proceso deliberativo requiere, en principio, de la intervención de todos aquellos que se verían potencialmente afectados por las decisiones en juego (Gargarella, 2006, p. 19).

23 Bovero ha dicho lo siguiente: “Una democracia representativa no deliberativa está vacía y corre el riesgo de degenerar en una oligarquía (o una monocracia, o una pleonocracia) autocrática. Una democracia deliberativa no representativa está ciega y corre el riesgo de convertirse en una peligrosa ilusión” (2012b, p. 349). Tal cosa muestra que, al menos en un sentido, la democracia representativa –en la teoría de Bovero, que es neo-bobbiana– “necesita” de algún tipo de concepción deliberativa; aunque ello no implica, lo deja claro el mismo Bovero, que las instituciones de la representación moderna se encuentren “descompuestas”, como a menudo afirma la crítica (2012b, p. 333). Quisiera observar, en todo caso, que llevada a sus últimas consecuencias, el ideal de deliberación “total” o “completa” (entendida coma “la participación de todos los ciudadanos en todas las decisiones que le atañen”) trae aparejado un posible peligro: el del “ciudadano total”, que, como decía Bobbio, no es sino la otra cara del “Estado total”. Bobbio sostiene: “Es materialmente imposible que todos decidan todo en sociedades cada vez mas complejas como las sociedades industriales modernas; y es, desde el punto de vista del desarrollo ético e intelectual de la humanidad, indeseable” (1996, pp. 50-51). Esta crítica de Bobbio iba dirigida a la idea del retorno “total” a la democracia directa, no exactamente al problema de la deliberación “total”, aunque, como es obvio, los paralelismos pueden ser fácilmente encontrados.

24 No obstante, en cierto pasaje, Bobbio pone en entredicho –así podría decirse de modo apresurado– esa compatibilidad debido a la democracia de masas y a la idea de Estado benefactor (véase Bobbio, 1996, p. 138). De todos modos, esta aparente incompatibilidad podría referirse a un aspecto puntual del liberalismo y a uno puntual de la democracia. Las demás relaciones, a vista de la obra de Bobbio, son irrecusables.

25 Desde mi punto de vista, esta afirmación sigue siendo cierta. No porque la historia sea ajena a la existencia de gobiernos de “inspiración socialista” que llegaron al poder sometiéndose al juego democrático (como Allende), sino porque el propio sistema –si es concebido como un complejo de reglas– no se puede desenvolver sin deformarse a sí mismo si no se acoge, justamente, a tales reglas. Piénsese, banalmente, que el socialismo como sistema o modo de producción (que si no me engaño es el postulado central del socialismo clásico), resulta incompatible con el diseño democrático en el que la participación en las decisiones colectivas presupone un entorno de libertades, que en este sistema son abiertamente suprimidas. La social-democracia actual es inconcebible sin el así llamado liberalismo político, pero este último es asimismo impensable sino en un sistema que permita también la libertad económica (bajo unas ciertas reglas, se entiende). No es un acaso, por otra parte, como lo remarca Sartori, que los partidos que hoy en día se llaman a sí mismos “socialdemócratas” hayan abandonado el marxismo. Él dice, para citarlo literalmente: “Hoy los partidos que se dicen socialdemócratas son los partidos socialistas que han repudiado, sea en la doctrina que en la retórica, el marxismo” (1993, p. 201).

26 Kelsen –en un viejo ensayo de 1920 (Esencia y valor de la democracia)– sostiene que un sistema socialista en su sentido económico (marxista) no puede sino realizarse en un modelo autocrático. Es la libertad y no la igualdad (en este sentido) aquella que en primer lugar define a la democracia (véase Kelsen, 1934, pp. 126-128).

27 Bobbio, 2013, desarrolla el problema en el capítulo xv: “La democracia frente al socialismo”. La democracia social había pretendido ser un avance con relación a la democracia liberal, al incluir los derechos sociales, instituyendo el Estado de servicios (Welfare State). La democracia socialista, pretendía llegar a la total democratización de la sociedad mediante la distribución de la riqueza, con base en la colectivización de los medios de producción y la eliminación, en último término, de la propiedad privada. ¿Podría ser esto posible? Creo que el resultado histórico lo ha excluido del todo.

28 Nótese que es usual que la doctrina libertaria (mucho más todavía el anarco-capitalismo) considere “socialismo” casi a toda forma de organización social venida desde el Estado, mientras que el socialismo en cuanto es concebido como un modo de producción no admite forma alguna de economía liberal.

29 Excluyendo, de una forma que hoy consideraríamos iliberal, a las mujeres, así como a no propietarios.

30 Persistiendo, sin embargo, una tendencia al uso de “hombre” no como genérico equivalente a “ser humano”, sino como “masculino”. Figuras importantísimas por los derechos de las mujeres, de hecho, sufrieron vejaciones de todo tipo: piénsese, por ejemplo, en Olympe de Gouges o en Mary Wollstonecraft; autoras, respectivamente, de la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana y de Vindicación de los Derechos de las Mujeres. Debo este recorderis a Susanna Pozzolo.

31 Aunque parecería que aquí me estoy ocupando también de rechazar el “argumento contramayoritario” que ha sido dirigido contra el constitucionalismo como modelo para hacer valer un “coto vedado”, no lo estoy haciendo en la medida en que es muy probable que sean dos discusiones distintas. Sí, es cierto que se dice que de la regla de mayoría (como instrumento de la democracia) están necesariamente sustraídos ciertos derechos de modo que el procedimiento mismo no sea ficticio y tenga algún sentido hablar de Estado democrático. Pero esto es contingente al constitucionalismo. O, mejor dicho, nada dice sobre el mejor modelo para hacer valer una democracia, siempre que se la haga valer. En un sentido no sustantivo, sino solamente formal, un sistema puede ser constitucional asumiendo un estado de derecho débil, y por ende no someter a restricciones pétreas a los derechos fundamentales; pero parece que la fórmula liberalismo-democracia (en el sentido de que solo valen las libertades políticas y el voto si se permite la libertad de discusión y de decisión) admite solamente un tipo de estado de derecho fuerte. Ante esto se puede volver a redargüir que no habiendo límites siempre determinados para estos derechos, aun donde vale el estado de derecho fuerte, lo que queda fuera de la decisión mayoritaria es en último término lo que los jueces entienden por esos límites (al menos en los casos difíciles). No obstante, ¿no ocurriría lo mismo con cualquiera que tuviese que tomar decisiones finales? (sobre esto último, véase Celano, 2009, p. 25).

32 Vuelvo al ejemplo de Cuba, pero seguramente se pueden intentar otros menos paradigmáticos pero igualmente sensatos (para el ejemplo, se entiende) como es el caso venezolano (y, en vías, también el ecuatoriano). Hace algunos meses, en un Workshop en la Università degli Studi di Palermo (11-13 de noviembre de 2015), Guadalupe Salmorán analizaba los casos de Ecuador y Venezuela a la luz de las reglas del juego democrático. Su análisis y conclusiones aparecerán en un artículo todavía inédito: “Nuevo constitucionalismo latinoamericano como fachada de las democracias plebiscitarias de Venezuela, Bolivia y Ecuador”. Guadalupe desvelaba allí que, en modo cada vez más manifiesto, estos países se alejan de la idea de gobierno de las leyes para acercarse más al gobierno de los hombres, pero ella iba más allá: hablaba de gobierno “del hombre”, de “uno solo”. Obviamente en apelación a la naturaleza caudillista de esos sistemas. No es que el caudillismo o, más precisamente, el populismo, sea de por sí incompatible con alguna forma democrática, aunque ciertamente no la facilita. De hecho, frecuentemente constituye la vía de “escape” de la democracia a la autocracia. Pazé recuerda en uno de sus artículos (2011, p. 328), que el populismo, en su acepción más genérica, rememora el concepto aristotélico de demagogia (concebido siempre como la forma degenerada del gobierno de “los más”). En su concepción moderna (en el ámbito latinoamericano, pero no solo en éste), en cambio, dice Zanatta, 2008, pp. 34-35: “los populismos de América Latina aparecen emparentados por la aversión a la democracia representativa de tipo liberal y a la concepción social que ella implica, a la que contraponen la explícita invocación o la implícita pulsión hacia una ‘democracia orgánica’. Es en virtud de dicha homogeneidad que la comunidad populista se suele expresar a través de una voz unívoca: la voz del líder, figura de la que rebosa la historia del populismo latinoamericano, que no representa sino encarna a su pueblo, del cual se propone o impone como medium en el camino hacia la redención y la salvación. Por supuesto, el imaginario populista no se manifiesta del mismo modo durante las diversas épocas y en los distintos contextos. Como conjunto de valores y creencias, en efecto, cambia y se adapta; alguna vez es explícito y otras, latente. Hoy en día, por ejemplo, puede convivir o estar obligado a hacerlo, si bien sin alegría y con permanentes tensiones, con esa misma democracia representativa a la que el populismo clásico, entre los años 30 y 60, había muchas veces cavado la fosa. Precisamente su capacidad de adaptación, por otra parte, revela su fuerza y arraigo. Fuerza que se trasluce en el carácter ‘delegativo’ de muchas jóvenes democracias de América Latina, es decir, la tendencia persistente de los presidentes a invocar la soberanía del pueblo para saltar como un fastidioso obstáculo aquel ‘polo constitucional’ –el poder judiciario, el Parlamento, la ‘reglas’ en general– que en las democracias representativas suele garantizar contra la tiranía de la mayoría. De este modo, de hecho, ellos intentan volver a recorrer, a sabiendas o no y por medio de nuevos senderos, el viejo rumbo populista que conduce a la reunión del líder con su pueblo en el ámbito de una comunidad holística, impermeable a las ‘divisiones artificiales’ impuestas por las instituciones representativas”. Si esto es así, se podría aventurar la apresurada conclusión de que la expresión “democracia populista” está mal formada, mientras que la expresión “populismo democrático” tiene el sentido aquí expresado. Así mirado, obviamente, la democracia deja espacio para la “política populista”, no la cancela porque su tendencia a favorecer la libertad se lo impide (aun cuando, como pensamos muchos, sea una idea indeseable). Lo que está proscrito, en todo caso y a la luz de las reglas del juego de la democracia, es el paso del “populismo democrático” a la “democracia populista”; o sea, si se quiere, a otra de las tantas formas autocráticas.

33 Dice Nino: “Estas acciones son ‘privadas’ no en el sentido de que no son o no deben ser accesibles al conocimiento público sino en el sentido de que si violentan exigencias morales sólo lo hacen con las que derivan de ideales de una moral privada, personal o autorreferente” (2005, p. 305).

34 Véase Corral Talciani, 2000, p. 51. En el mismo sentido, la disidencia del juez Brandeis en el caso Olmstead v. United States, 277 U.S. 438 (1928).

35 Dice Rubenfeld: Para todos los efectos, el derecho a la privacidad tiene todo que ver con el delineamiento de los límites legítimos del poder gubernamental” (1989, pp. 737-807).

36 Sin asumir, por cierto, que todas las regulaciones sean igualmente paternalistas: piénsese, banalmente, que no es lo mismo imponer regulaciones a los productos altos en grasas obligando a que en ellos se haga constar una casilla con los factores nutricionales del producto, que imponer altos impuestos a su consumo. Mientras la primera puede ser una regulación que coadyuve al desenvolvimiento de la propia libertad de elegir, la segunda tiene la forma de una constricción.

37 Susanna Pozzolo me ha hecho notar que ciertas medidas podrían no ser consideradas “paternalistas” en la medida en que se intente gastar menos –ahí donde el Estado tiene a cargo estos servicios– en hospitales y asistencia. Sin embargo, no hay razón (o yo no la veo) para cambiarle la etiqueta de “paternalista” a estas medidas. Sobre todo porque, como ya he dicho en este trabajo, el paternalismo no está en la fisiología de la democracia (que asume la mayor libertad posible de los individuos y la idea según la cual el individuo es el mejor juez de sí mismo), sino que se manifiesta como una negación, justamente, patológica de uno de sus fundamentos (al menos hasta cierto punto). Allí donde el Estado (o un grupo de tecnócratas) impone una regulación, por ejemplo, sobre los alimentos altos en grasas, aun cuando se quiera “ahorrar en hospitales”, no se puede negar que es este mismo Estado el que toma el puesto del individuo, ayudándolo a decidir. Esto, tradicionalmente, se ha llamado, y creo que se debe seguir llamando, paternalismo. Más allá está la discusión sobre el perfeccionismo o el anti-perfeccionismo (véase, v. g., Quong, 2012; Nye, 2012).

38 Como ya se ha señalado, Bobbio ha hablado del concepto de libertad como referido a una libertad negativa, en el sentido de “no-impedimento” (libertad liberal); luego, una primera extensión conceptual, que es la libertad como “autonomía” (libertad liberal-democrática); y, posteriormente, otra transformación hacia la libertad positiva (libertad social), en el sentido de que la libertad debería garantizar la “capacidad jurídica y material para concretar las posibilidades abstractas garantizadas por las constituciones liberales” (véase Bobbio, 2009, p. 526).

39 Uno de los problemas recientes ha surgido a partir de la obra de Holmes y Sunstein (1999), quienes objetan que entre estos y aquellos derechos (los de libertad y los sociales) exista una diferencia entitativamente relevante en tanto ambos tipos de derechos “cuestan”; es decir, niegan la diferencia entre “derechos que cuestan” y “derechos que no cuestan”. La defensa interna y externa, el sistema judicial (que parecerían condición de realización de ciertos derechos), por ejemplo, tienen un costo (por lo que también los derechos de libertad cuestan). La tesis de Holmes y Sunstein es muy interesante, aunque, en mi opinión, no menos sospechosa. Todo Estado, para ser tal, necesita incurrir en ciertos gastos: la policía y los militares cuestan también en los Estados autocráticos, usualmente para mantener en el poder a sus ilegítimos detentadores. En tales circunstancias suelen ser eficaces mecanismos de represión (de negación de la libertad). Otro tanto se puede decir de los sistemas judiciales en estos regímenes. Si es esa la cuestión (“el costo”), se dice entonces bien poco sobre un derecho. El problema de los derechos contra la mayoría, obviamente, no es de costo, sino de contenido: en los derechos de libertad, generalmente de abstención, en los derechos sociales, generalmente de prestación. Lo mismo cuesta la policía en un régimen autocrático que en uno democrático; lo importante es, a los efectos de la garantía de los derechos, el fin de esas erogaciones, lo que amparan y no lo que valen.

40 No creo que sea necesario recordar que tampoco el liberalismo es necesariamente contrario a esta visión. Muchos liberales, generalmente los que no abrazan las tesis libertarias, creen que un cierto sistema mínimo de asistencia en algunos casos del tipo ejemplificado, resulta necesario para que la misma “lógica” liberal (también, incluso, la del mercado) pueda funcionar. Sin llegar a la idea más totalizante del Estado de bienestar, y sin abrazar el libertarismo, un liberal puede, sin problemas, sostener estas tesis. El mismo Adam Smith puede ser considerado como el primer ejemplo en ciernes de este fenómeno (véase Smith, 2007, Libro i, Cap. VIII; Libro V, Cap. i, Parte III, Art. II; también, High, 1985).

41 Una muestra de esto es la expansión cada vez mayor de los derechos de los homosexuales, de las mujeres, de las minorías étnicas, etc.

Notas de autor

* Una versión previa de este trabajo fue presentada en la Universidad Católica de Santiago de Guayaquil en un evento organizado por el grupo de investigaciones COEUS (12 de diciembre de 2014). Agradezco las observaciones que en dicha ocasión realizaron Jorge Baquerizo y Marco Elizalde. Debo agradecer, asimismo, los comentarios que a otras versiones de este texto han realizado Pierluigi Chiassoni, Diego Dei Vecchi, Riccardo Guastini, Luciano Laise, Luca Malagoli, Sussana Pozzolo, Alberto Puppo, Pablo Rapetti, Cristina Redondo y, por supuesto, los pares revisores de esta revista. En los casos en donde no se cita directamente la versión castellana, la traducción es mía.

Via Balbi, 30, 16126 Genova, Italia. mmaldonadomunoz@gmail.com

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