Derecho penal y exclusión social: la legitimidad del castigo del excluido

Criminal Law and Social Exclusion: the Legitimacy of Punishing the Excluded

Javier Cigüela Sola
Universitat Abat Oliba. Correspondencia: C/ Bellesguard, 30, 08022 Barcelona, España. jciguelas@uao.es, España
Universitat Oberta de Catalunya. Correspondencia: C/ Bellesguard, 30, 08022 Barcelona, España. jciguelas@uao.es, España

Derecho penal y exclusión social: la legitimidad del castigo del excluido

Isonomía, núm. 43, 2015, pp. 129 -250

Recibido: 06/07/2014

Aceptado: 30/04/2015

Resumen: El problema de la exclusión social –situación de quienes encuentran cerrado el acceso a los bienes y servicios que permiten un básico desarrollo de la personalidad– constituye un desafío para la legitimidad del sistema social y las normas penales. Principalmente porque ello supone que en una misma sociedad hay individuos con estatus de persona –ciudadanos “normales”, incluidos– y otros que, por estar privados de los derechos asociados al estatus, están total o parcialmente excluidos del mismo. De cara a evitar su instrumentalización penal se propone, en los delitos más conectados con la noción de ciudadanía que con la de dignidad, la atenuación o exclusión de la pena por disminución de la exigibilidad. Si el delito no se explica sólo por déficit de motivación del sujeto, sino también por un déficit de socialización imputable al propio sistema social, lo que tiene lugar es una especie de corresponsabilidad.

Palabras clave: exclusión, responsabilidad, persona, dignidad, inexigibilidad.

Abstract: The problem of social exclusion –situation of those who are excluded from social goods and services that lead to a basic development of personality– challenges the legitimacy of the social and the criminal system. Mainly because it means that in the same society there are individuals with the status of person –“ordinary”, included citizen– and others who, since they are deprived of the rights to fulfill that status, are excluded from it. To avoid treating them as an instrument, especially in offenses connected more to citizenship than to dignity, the article proposes the attenuation or exclusion of punishment, as there is also a diminution of blameworthiness. Since the offence is not only grounded on a deficit of motivation on the part of the author, but also in a deficit of socialization attributable to the social system itself, there is a sort of co-responsibility of the two in the commission of the offence.

Keywords: exclusion, responsibility, person, dignity, unenforceability.

I. Introducción

El fenómeno de la exclusión social se postula cada vez más como uno de los grandes problemas del mundo contemporáneo. Las enormes y crecientes desigualdades existentes al interior de los Estados (que se suman a la existente entre los Estados mismos) permiten pensar que el código exclusión/inclusión va a ser, del mismo modo que lo fue la división de clases en el siglo xix, uno de los principales instrumentos para entender los sistemas sociales del presente (Luhmann, 1995, p. 57). El fenómeno ha sido ampliamente estudiado en el contexto latinoamericano, a la luz del problema de las grandes capas de marginalidad y exclusión social, étnica o racial que existen en gran parte de los países de la región.1 Su importancia está siendo, no obstante, creciente a lo largo y ancho del mundo, en la medida en que en latitudes tan distintas como Estados Unidos o Europa la exclusión social está aumentando de modo alarmante y comienza a postularse como el principal fracaso del llamado Estado de bienestar.2

La mera existencia de este fenómeno, y más aún a la escala a la que se está produciendo, supone un desafío importante para las sociedades democráticas, precisamente porque éstas se postulan a sí mismas como la superación de otras sociedades, paradigmáticamente las esclavistas o segregacionistas, donde la coexistencia de individuos con diferente estatus jurídico-político es constitutiva.3 Y lo supone porque una sociedad de signo igualitario pierde su fundamento cuando en su interior existen, al lado de los individuos con acceso a los derechos, bienes y servicios que constituyen su estatus como ciudadanos, otros individuos que están materialmente excluidos de ellos, convirtiéndose así en no-ciudadanos.4

De los múltiples fenómenos descritos con el término exclusión, aquí sólo se tratará el referido a aquellas personas que han encontrado cerrado el acceso a aquellos bienes y servicios que permiten una socialización básica –escolarización, vida familiar y social, sanidad, acceso al trabajo–, viendo impedido el libre desarrollo de su personalidad según el estatus medio de la sociedad en concreto. Grosso modo, nos referimos a individuos que, por razones no imputables a sí mismos –muy a menudo se debe al abandono de las propias instituciones estatales–,5 se encuentran fuera del radio de protección social, situación que puede manifestarse de diverso modo (analfabetismo, falta de socialización, enfermedades por falta de atención médica). Se trata, en palabras de Jakobs, de aquellos que quedan fuera del “mínimo de inclusión indispensable para seguir incluyéndose” (2003, p. 74); o de lo que se ha denominado tradicionalmente como “marginados” o “parias sociales”.6

El derecho penal se ve especialmente afectado por este fenómeno, principalmente por el conocido hecho de que la criminalidad –o quizá, mejor dicho, la criminalización– es comparativamente mayor entre las personas que viven en situaciones de exclusión social que en el resto de la sociedad (Baratta, 1988, pp. 289-290; Gargarella, 2008, p. 78). En lo que sigue se realizará una breve exposición de las implicaciones teóricas (jurídicas y criminológicas) de la exclusión social (ii); en segundo lugar, se analizarán tan sólo dos de las cuestiones problemáticas que dicho fenómeno plantea al derecho penal –la legitimidad de las normas y del castigo de la persona excluida– (iii); por último, se realizará una propuesta de tratamiento jurídico-penal para estos sujetos (iv).

II. Aspectos criminológicos y jurídicos de la exclusión social

1. Individuo versus persona, inclusión versus exclusión

Las operaciones de inclusión/exclusión tienen como punto de partida un presupuesto conceptual básico, cuyo origen podríamos rastrear en autores clásicos como Kelsen, que es la distinción entre “individuo” y “persona”.7 Cuando se habla de “individuos” se hace referencia precisamente a la persona natural, al “hombre”; cuando se habla de “personas”, en cambio, se indica la forma jurídica o el estatus social que se atribuye al individuo en cuestión. En la tensión entre estas dos distinciones se halla precisamente la problemática de la exclusión; es decir, en la pregunta de si la sociedad puede tratar a los hombres, o a determinados hombres, como “no-personas, sin que por ello deje de ser hombre, individuo” (Luhmann, 1995, p. 148).

Un aparato conceptual que ignore esta distinción no podrá explicar correctamente el derecho romano clásico o el derecho en la época colonial, pues en ambos casos existían individuos –en este caso los esclavos– a los que se trataba como “no-personas” (Jakobs, 1996, p. 28). La pregunta surge hoy de nuevo, por ejemplo, por la existencia de lugares como Guantánamo, en la medida en que los individuos allí retenidos están sustraídos de la condición de persona para el derecho (no han tenido asistencia letrada, ni juicio justo ni el resto de derechos procesales) sin que, por ello, se les pueda dejar de considerar hombres;8 y surge también con el conocido “derecho penal del enemigo”, aquel conjunto de prácticas aplicadas a sujetos sospechosos de delitos graves (principalmente terroristas) que tienen como fundamento ideológico la exclusión de dichos sujetos de la condición de ciudadanía y su consideración como “no-personas”, como “individuos peligrosos” (Jakobs, 2003, p. 14).

Algo análogo sucede en relación a los marginados sociales. Si consideramos la condición de persona en sociedad como un estatus relacionado con el acceso a bienes y servicios como el trabajo, el consumo, el conocimiento y demás aspectos que permiten el desarrollo de una vida personal y social, parece que aquellos que carecen de dicho acceso quedan posicionados, como consecuencia, fuera del sistema social, excluidos. Siguen siendo hombres, seres humanos, pero en relación a algunos aspectos sociales básicos no aparecen como “personas”.9 Ello se percibe, por ejemplo, en los sujetos en situación de mendicidad, que o bien aparecen a los ojos de los demás como invisibles, o bien, cuando intentan interaccionar con otros, o cobijarse en un edificio, son rechazados precisamente por su “otredad”, por la incapacidad que tienen los sujetos “normales” de identificarlos como iguales.

En lo que respecta al análisis criminológico crítico del sistema penal, la exclusión se percibe como el nuevo paradigma que habría substituido al ideal rehabilitador (Garland, 2005, pp. 291-297). Garland, por ejemplo, advierte un cambio en las estrategias de prevención del crimen, donde la exclusión y la vigilancia estarían tomando el lugar que la asistencia social había ocupado, al menos teóricamente, en lo que denomina como sistema penal del Estado de bienestar. A partir de este cambio, la prisión ya no aparece “como el último recurso en el continuum del tratamiento” rehabilitador, sino como “un mecanismo de exclusión y control”, dirigido mayoritariamente “a clases y grupos raciales que se han vuelto política y económicamente problemáticos”, a la underclass (Garland, 2005, p. 291). Desde esta perspectiva, se denuncia que no sólo estaríamos ante una débil respuesta contra la exclusión previa al delito (en términos de política social), sino que una vez producido el delito la respuesta a la exclusión es más exclusión, en este caso exclusión por encarcelamiento. Otros autores, como Young (2003, p. 27), destacan la importancia del acceso al consumo en lo que a las posibilidades de inclusión respecta. El riesgo es especialmente grave en quienes no tienen acceso, en sociedades desarrolladas, a la adquisición de productos tecnológicos avanzados. La cuestión es clara en lo relativo a la inclusión en el mercado laboral, en la medida en que hoy día el acceso al mismo está muy mediado por las nuevas tecnologías e internet, sin las cuales el sujeto se encuentra fuera de los ámbitos informativos y comunicativos donde se oferta trabajo; lo que es especialmente grave si se tiene en cuenta que el trabajo mismo es la condición para el acceso al resto de bienes y servicios (vivienda, consumo, ocio, etcétera).

Como se ha de ver a continuación, el problema radica en las posibles contradicciones que derivan de incluir en el sistema penal, como sujetos del castigo, a sujetos que previa y simultáneamente han sido excluidos del sistema social en general. Por decirlo gráficamente: si el Estado que ha renunciado al guetto cuando se trata de proveer asistencia social puede, en cambio, intervenir en él cuando se trata de castigar y encarcelar.

2. ¿Reconocer obligaciones a quienes no participan de los derechos?

La relación entre ciudadano y Estado es necesariamente una relación recíproca (Murphy, 1973, p. 240). Al ciudadano se le exige el cumplimiento de las obligaciones que permiten no sólo una convivencia social pacífica (debe cumplir las reglas de tráfico) sino también cierto desarrollo social (debe aceptar que expropien su casa para hacer una carretera). Aún hay más, el ciudadano debe someterse al derecho incluso cuando sabe que el Estado comete un error, por ello el individuo inocente que es detenido erróneamente no tiene derecho a la legítima defensa frente al policía que le detiene. Ahora bien, estas obligaciones, que pueden llegar a ser muy intensas, necesitan una contrapartida por parte del Estado para lograr cierta simetría: no sólo en términos de justicia, incluso en términos utilitaristas es necesario que al ciudadano “le salga a cuenta” vivir en un Estado que le impone severas obligaciones.

La contrapartida del Estado no es otra que la garantía de los derechos fundamentales, no sólo en un sentido formal (titularidad de los mismos y posibilidad procesal de accionarlos), sino también y especialmente en un sentido material, esto es: como aseguramiento de las condiciones socioeconómicas que permiten dar contenido real a dichos derechos. De nada sirve tener derecho a la sanidad en abstracto, si el hospital más cercano está a varias horas de distancia; y de nada sirve tener derecho a la educación en abstracto, si no hay escuelas o las que hay no cumplen los mínimos requisitos para el cumplimiento de su función. El desarrollo personal y social del ser humano pasa precisamente por esas actividades (educación, manutención, sanidad, protección familiar y de la comunidad, posibilidad de elaborar un proyecto de vida) que son objeto de protección del derecho; y si el Estado no posibilita su ejercicio, estará incumpliendo su parte en esa relación recíproca que fundamenta la comunidad (Duff, 2001, pp. 195-196; Murphy, 1973, p. 241).

Siendo así, si se ha definido a los excluidos sociales como aquellos sujetos que han tenido cerrado el acceso a esos bienes y derechos, el problema salta a la vista: es difícil exigir (legítimamente) el cumplimiento de las obligaciones jurídicas a quienes el sistema social ha obstaculizado el ejercicio de aquellos derechos que deberían tener como correlato. Habría aquí no solo una dificultad, sino también un riesgo de hipocresía y contradicción, pues al castigar al mendigo, al habitante del gueto o al drogadicto sin atención médica ocurriría que todos ellos aparecerían como “ciudadanos” en el momento de ser castigados, sin que hayan sido considerados “ciudadanos” con anterioridad, a la hora de ser asistidos o socializados.10

Evidentemente, el código inclusión/exclusión nunca es una cuestión de todo o nada, de fuera o dentro, sino que es un fenómeno que opera en los individuos de las sociedades contemporáneas de un modo extremadamente complejo.11 Algunas explicaciones criminológicas del delito pasan por atender a esa complejidad: por ejemplo, cuando se afirma que “el delito se produce donde hay inclusión cultural y exclusión económica”, por el hecho de estar determinados individuos objetivamente privados de los bienes que los medios de masas presentan como normales y accesibles, generando en ellos mayor frustración y potencial conflictivo (Young, 2003, p. 133); o quienes, a pesar de sus enfermedades mentales, son excluidos del sistema sanitario y de la posibilidad de tratamiento psíquico pero, en cambio, están incluidos en el sistema penal como sujetos imputables (Wacquant, 2004, pp. 21 y ss.).

En cualquier caso, tanto las contradicciones como el modo selectivo de operar del Estado en relación a las personas excluidas deben tener consecuencias a la hora de determinar la vigencia de determinadas obligaciones jurídicas para estos sujetos; es decir, hay que cuestionar si el deber de obediencia resiste la situación de exclusión social del destinatario o si, en determinados casos, se deben articular excepciones.

III. Derecho penal y exclusión social. El problema de la legitimación de las normas y del castigo del excluido social

El fenómeno de la exclusión es más o menos relevante en función de cómo la sociedad se entienda a sí misma, de la importancia que le dé a la universalización de sus códigos y, en definitiva, al principio de igualdad. En sociedades esclavistas, la exclusión es una consecuencia lógica del modo en que está estructurada la “conciencia social” o el “espíritu de los tiempos” (Jakobs, 1996, p. 26), y la exclusión de determinados sujetos sólo confirmaría dicho espíritu. En sociedades democráticas, sin embargo, la exclusión social debería interpretarse necesariamente como una renuncia o un fracaso, pues lo contrario supondría la aceptación de un sistema cuyos códigos valen y no valen en un mismo cuerpo poblacional (Luhmann, 1995, p. 259). En cualquier caso, el problema que las personas excluidas plantean al derecho penal es siempre un problema de legitimidad: como afirma Silva Sánchez, “el problema radicaría en la legitimación que un Estado excluyente –que lesiona en mayor o menor medida la justicia distributiva– puede tener para ‘hacer responsables’ a los pobres –que son víctima de tal injusticia distributiva– por hechos penalmente antijurídicos” (2013, p. 732).

1. El problema de la legitimidad de las normas

El problema de la legitimidad manifiesta siempre dos planos, que es necesario diferenciar: el plano general, relativo a la legitimidad del sistema o de las normas jurídicas en general; y el plano concreto, relativo a la legitimidad de la aplicación de dichas normas en el caso concreto de un sujeto obligado. Respecto a la legitimidad del sistema jurídico en general opera, según Habermas, el “principio de discurso”: “Válidas son aquellas normas (y sólo aquellas normas) a las que todos los que puedan verse afectados por ellas pudiesen prestar su asentimiento como participantes en discursos racionales” (2005, p. 172).12 Si tomamos este principio como referencia, parece que respecto a la situación de las personas excluidas este principio legitimador no puede operar como fuente del deber de obediencia penal. El motivo es que difícilmente podemos afirmar que los excluidos hayan participado o prestado asentimiento a las normas a las que estarían sujetos, especialmente donde faltan los procesos básicos de socialización –alfabetización, escolarización, pertenencia a pequeñas comunidades (familia o análogas)– (Silva Sánchez, 2013, p. 718).

Desarrollando las tesis de Habermas en el derecho penal, Günther afirma que el castigo es legítimo en la medida en que se aplica a personas deliberativas, estatus que identifica con la posibilidad de participar en las interacciones sociales como un igual, con capacidad crítica respecto a la conductas propias y ajenas, y con capacidad de posicionamiento en los procedimientos democráticos (2005, pp. 245-247). Ahora bien, parece que tampoco es posible afirmar que los excluidos cumplan estos requisitos, y la razón es que éste no se percibe a sí mismo, ni es percibido en la comunicación social, como ciudadano libre e igual en el sentido que el autor exige: no tiene oportunidad de ejercer capacidad crítica alguna, ni está incluido en los ámbitos donde se informa y se discute sobre las normas que más tarde deberían aplicársele (Duff, 2001, pp. 195-6; Gargarella, 2008, p. 91). Como afirma Luhmann, el excluido se define más bien por una “indiferencia ante el código jurídico legal/ilegal” (1995, p. 57); indiferencia que, al menos en los casos que se analizan en el presente artículo, es imputable en cierta medida al propio Estado.

Es cierto que estas formulaciones acerca de la legitimidad permiten un juicio genérico y gradual acerca de los sistemas políticos, lo cual nos lleva a distinguir, según el análisis de Young, entre “sociedades incluyentes” y “sociedades excluyentes” (2003, pp. 9 y ss.). Las primeras hacen referencia a aquellas comunidades con altas tasas de inclusión, donde la distribución de los recursos permite un desarrollo social simétrico entre los diferentes sectores sociales, y donde se desarrollan políticas asistenciales destinadas a la integración de los excluidos (de asistencia a mendigos, inmigrantes, personas en situación de pobreza extrema, etc.). Las segundas, por el contrario, se definen por tratar el problema no de modo asistencial sino mediante prácticas (activas u omisivas) de estigmatización, reclusión o distanciamiento.13 Así, cuanto más incluyente es una sociedad más legítimas tenderán a ser sus normas, y al contrario, cuanto más excluyente sea y cuanto menos universalice la aplicación del derecho menos legítimas tenderán a ser sus normas.

Es momento, entonces, de analizar el segundo nivel de la legitimidad jurídica –el de la atribución de culpabilidad al sujeto que se encuentra de antemano en una situación de exclusión–, en relación al cual las teorías del discurso que se acaban de analizar, en mi opinión, no son suficientes para resolver el problema jurídico que nos ocupa.

2. El problema de la legitimidad del castigo del excluido

El problema de la legitimidad de las normas penales no sólo tiene una dimensión relativa a la población en conjunto –en el sentido de que las normas sean medios adecuados y no discriminatorios para la persecución del bien común–, sino que también se manifiesta cuando la norma se impone en concreto, esto es, cuando de su infracción deriva una pena para un individuo concreto (Pawlik, 2012, pp. 81 y ss.).

La relación entre ambos niveles ha sido ampliamente desarrollada por Günther: según el autor alemán, “un ordenamiento jurídico ilegítimo no puede declarar a nadie culpable” (2005, p. 4). Algo parecido ha manifestado Murphy, para quien el castigo en las sociedades contemporáneas ha dejado de ser moralmente justificable, pues en ellas faltan “las precondiciones necesarias para la justificación de la justicia penal” –el autor se refiere a la falta de reciprocidad con determinados segmentos sociales y a la situación de injusticia social estructural– (1973, p. 240). Dicho de otro modo: un Estado que no permite la participación de los ciudadanos en los procesos de decisión política tampoco puede imponerles un castigo, pues estarían incumpliendo una norma respecto a la cual no habrían podido deliberar.

Sin embargo, es dudoso que la legitimidad o la ilegitimidad de la pena en concreto se deduzca lógicamente de la legitimidad o ilegitimidad democrática del ordenamiento jurídico en general.14 En mi opinión, también en Estados no democráticos es posible (aunque seguramente más difícil) declarar culpable a un sujeto de modo legítimo, siempre que se hayan cumplido las condiciones materiales y procesales que garantizan un juicio justo; a sensu contrario, es igualmente posible una imposición de pena ilegítima en un ordenamiento democrático a priori legítimo. De lo contrario, habría que admitir que todos los castigos que se han producido históricamente antes de la (reciente) llegada de la democracia han sido ilegítimos, aunque hubiera quedado demostrado con suficientes garantías que el acusado era culpable. Ello manifestaría, en mi opinión, cierto reduccionismo histórico, pues las precondiciones del castigo varían a lo largo del tiempo, y la legitimación democrática, que hoy entendemos como la menos imperfecta, no es la única que ha conocido la historia.15

En relación a los excluidos sociales la imposibilidad de pasar automáticamente de un nivel a otro se percibe con cierta claridad: que una norma sea legítima en abstracto no es todavía condición suficiente para que su aplicación a un sujeto excluido también lo sea. Según se ha explicado, en los excluidos la fundamentación de la responsabilidad a través de nociones políticas (participación en el discurso como persona deliberativa) no opera: si no se les ha incluido para lo favorable –participación en la conformación de las normas– no se les puede incluir para lo desfavorable –recibir un reproche de una comunidad que no les ha reconocido como miembros.

Podría argumentarse que el castigo del excluido, aunque pueda ser injusto desde el punto de vista del merecimiento, al menos cumple una finalidad preventivo-general: como afirma Luhmann, “las reconocibles consecuencias de una exclusión sirven de motivo para seguir tomando parte. La otra cara de la forma (la exclusión) es componente indispensable de la forma (inclusión)” (1995, p. 255). En otras palabras, el castigo del excluido intimida, en la medida en que con ello se hace visible la obligatoriedad incondicional del derecho, y con ello se comunica que el derecho debe obedecerse, incluso por parte de aquellos que no lo perciben como propio. Sin embargo, un castigo que se legitime sólo por el efecto psíquico que tiene sobre la población supone una instrumentalización ilegítima (Kant, 2005, p. 166); en ese sentido, es necesario justificarlo también y especialmente de cara al sujeto castigado, quien tiene que poder percibir el cambio drástico que supone la pena como una oportunidad de “toma de conciencia”.

Ahora bien, respecto al excluido nada de ello tiene lugar, precisamente porque no es posible excluir a quien está de antemano excluido. Para el marginado social, la prisión tenderá a ser entendida no como un cambio drástico sino más bien como un “lugar de paso” en las diferentes etapas y ciclos de la vida marginal, como una extensión del guetto. Como han destacado tanto Wacquant como Garland, respecto a determinados marginados y delincuentes habituales las diferencias entre la vida fuera y dentro de las cárceles tiende a difuminarse: en primer lugar, porque la cárcel no supone una desventaja significativa respecto a su vida fuera de ella; pero, además, porque cuando salen lo suelen hacer en condiciones de “libertad vigilada”, en “espacios custodiales y supervisados” donde “carecen de gran parte de la libertad que uno asocia con una «vida normal»” (Garland, 2005, p. 290).16

¿Lo anterior quiere decir que el excluido debe considerarse un inimputable para el derecho penal, que puede delinquir impunemente? Si la culpabilidad estuviese exclusivamente conectada a la noción de ciudadanía política –como parece desprenderse de la teoría de la democracia deliberativa– la respuesta consecuente sería que sí, que el excluido del proceso democrático de conformación de las normas no puede estar obligado por ellas. Sin embargo, esta opinión es muy discutible, pues la condición de excluido social no es suficiente para afirmar que el derecho en su conjunto no rige para estos sujetos; o lo que es lo mismo, que el espacio donde operan es una especie de “estado de naturaleza” donde nadie responde por lo que hace (Silva Sánchez, 2013, p. 719).17 Habrá que salir, por tanto, del paradigma deliberativo para argumentar qué tratamiento del sujeto excluido ha de ser el más adecuado.

IV. Propuesta de solución

Antes de responder a la pregunta concreta anunciada al comienzo, es necesario advertir que la cuestión de la legitimidad de la pena es mucho más compleja de lo que los condicionantes políticos pueden llegar a abarcar (Pawlik, 2010, p. 85). Es decir, los principios que fundamentan el castigo no pueden deducirse exclusivamente de un fundamento democrático, como sugiere el axioma de “si participo políticamente, si voto, entonces puedo ser castigado”. La razón es que, en mi opinión, la legitimación de la pena depende en mayor medida de otro tipo de deber, trascendental al derecho mismo, que es el deber de respetar al otro como un igual: no (o no sólo) como igual en el sentido de una participación política, sino más bien en el sentido de igual en dignidad personal (Jakobs, 1996, p. 60). El deber básico vendría formulado, tal como lo expresó Hegel, del siguiente modo: “Sé una persona y respeta a los demás como personas” (2000, p. 95). Precisamente por ello es posible imponer legítimamente una pena a un inmigrante sin derecho al voto, o a sujetos no motivados políticamente, pues a ambos se les considera como iguales, y ambos son sujetos protegidos por la propia comunidad política. Y también por ello puede existir una pena legítima en un ordenamiento no democrático, pues lo decisivo es si se ha respetado la dignidad personal del sujeto castigado; en otras palabras, el castigo del esclavo no es injusto porque el esclavo no haya podido votar al emperador, sino porque no ha sido considerado como un “igual” en la comunidad en la que vive, porque se le ha instrumentalizado.

Lo mismo vale para el excluido: lo relevante de cara a legitimar el castigo no es tanto si el excluido ha podido votar o si ha podido ejercer su libertad de expresión, sino más bien si ha recibido por parte del ordenamiento jurídico el trato acorde a su dignidad como persona, si ha sido protegido por la comunidad según una especie de igualdad que no se deja reducir al aspecto político (Sánchez-Ostiz, 2008, p. 438; Silva Sánchez, 2013, p. 720). Concretando más la pregunta, la cuestión es hasta qué punto le es exigible al excluido el cumplimiento de determinados deberes jurídico-penales, teniendo en cuenta, en primer lugar, su relación con el Estado que pretende reprocharle su conducta, y, en segundo lugar, las dificultades que pueda tener el propio excluido para reconocer como propios los deberes que el derecho penal le impone.

1. Una distinción necesaria: los delitos conectados a la idea de dignidad y los delitos conectados a la idea de ciudadanía

Sobre esa base, resulta necesario plantear la cuestión a partir de una partición que tiene que ver con la naturaleza de los deberes jurídico-penales. El ordenamiento jurídico-penal recogería un cúmulo de infracciones de naturaleza diversa, de tal modo que podríamos distinguir entre dos tipos de deberes: por un lado, aquellos deberes conectados a la noción de dignidad humana, como el respeto a la integridad física y psíquica de los individuos, respeto a la vida, a la libertad sexual, etc.; y por otro, deberes conectados con la noción de ciudadanía, donde podríamos incluir toda una serie de delitos que tienen que ver con la propiedad, con el orden y la salud pública o con la seguridad.18

Pues bien, en mi opinión, cuanto más conectado esté el bien jurídico lesionado con la noción de dignidad más fácil será fundamentar la responsabilidad penal de la persona excluida, por haber infringido un deber ético-jurídico básico: así sucede con los delitos contra la vida, los delitos contra la integridad física y psíquica o los delitos sexuales, donde la situación particular del excluido no modifica la reprochabilidad de su conducta. Por el contrario, cuanto más conectado esté el delito con la noción de ciudadanía política más difícil será justificar dicha responsabilidad, en tanto el sistema social ha contribuido a que no interiorice el vínculo jurídico-político que dichos deberes tienen como fundamento: así sucede con gran parte de los delitos de peligro abstracto, de desobediencia y resistencia (no violenta) a la autoridad, los delitos sin víctimas como la posesión de drogas, los delitos de bagatela, las faltas contra el orden público, e incluso algunos delitos patrimoniales; es decir, delitos donde la condición de excluido sí que mitiga o excluye la reprochabilidad de la conducta.

Las razones de esta distinción son dos, una interna al sujeto excluido, y una externa, radicada en la necesidad social de pena. En lo que respecta a la razón interna, lo cierto es que, a pesar de su posición marginal en la comunicación social, el excluido fácilmente se reconoce a sí mismo como “persona”, y en esa misma medida se le puede exigir el deber jurídico de reconocer a los demás como tal, deber cuya infracción justificaría la pena. Es decir, por mucho que una persona viva en condiciones de marginalidad, dicha situación no supone un impedimento absoluto para la interiorización del deber de respetar la integridad vital de las otras personas, deber al que se accede con un mínimo de “disposición moral”. Dicho deber básico resulta igualmente exigible para el excluido: en la medida en que el sujeto valore su propia integridad vital, se le exige valorar y reconocer la de los demás. Por otra parte, el fundamento social o externo radica en que los deberes que protegen estos “bienes primarios” forman parte del fundamento mismo de la vida social, de modo que es necesario incluir a todos como destinatarios, también a los excluidos; con ello se evita, además, su reducción a un “estado de naturaleza”, pues se está comunicando que también en el ámbito de la exclusión existe el deber de respetar a los demás como personas, y que uno no puede mejorar su situación a costa de los demás.

Algo bien distinto sucede con el auto-reconocimiento del excluido como “ciudadano”, en la medida en que dicho vínculo no se reconoce por intuición moral –como sucede con la dignidad personal–, sino por el ejercicio efectivo de los derechos asociados a dicho estatus. Así, la exclusión del derecho a una escolarización básica, a la asistencia sanitaria o a una interacción social plena implica casi automáticamente la imposibilidad del sujeto para reconocerse a sí mismo como ciudadano; ello supone, a su vez, una importante dificultad para interiorizar aquellos deberes que protegen los “bienes secundarios” de la comunidad, como las condiciones materiales y de seguridad mínima o los derechos de propiedad. Para estos sujetos es mucho más difícil comprender el carácter ilícito de conductas que no constituyen un mal concreto y de cierta gravedad para un tercero, conductas que afectan débilmente a la comunidad o que perjudican de un modo remoto a determinados intereses. Además de la dificultad de reconocimiento (razón interna), aquí también existe un fundamento social externo: en primer lugar, en la medida en que se trata de bienes de menor importancia social, estas conductas no constituyen una afrenta a las condiciones básicas de la vida social, de modo que no castigarlas no debilita la vigencia del derecho; en segundo lugar, al tratarse de un excluido, la población puede y debe entender que el delito no constituye tanto la expresión de un desafío al orden social como la consecuencia de su carácter injusto, de modo que debe comprenderse que no existe en muchos de estos casos una necesidad social de pena.

En resumen, cuanto más afecte el delito del excluido a bienes personales básicos más fácil será legitimar su castigo, y cuanto más afecte a bienes secundarios de la comunidad, justamente aquellos que se le habían negado, más difícil será legitimar su castigo y, por tanto, más necesaria la atenuación o exclusión de la responsabilidad. Así, por ejemplo, el mendigo que sortea o escala una verja de una casa para cobijarse durante la noche no debe ser castigado como reo del delito de allanamiento de morada, aun cuando no esté en una situación de necesidad justificante; sí podrá ser castigado, en cambio, cuando una vez haya escalado atente contra las personas de la casa. De igual modo, el excluido social que comercia con objetos falsos y de imitación (bolsos, carteras, etc.) no puede ser castigado como reo de un delito contra la propiedad intelectual; sí lo será cuando en su huida de la policía atente contra la integridad física de los agentes.

2. Atenuación o exclusión del castigo del excluido a través de la idea de “inexigibilidad”

La exclusión o atenuación del castigo del excluido puede ser canalizada a través de varias figuras de la teoría del delito: por supuesto, si el sujeto se encontraba en peligro siempre puede acudirse a un “estado de necesidad” justificante o exculpante –como en el caso del mendigo que fuerza una puerta para cobijarse por la noche–;19 por otra parte, cuando la dificultad de reconocimiento del deber infringido suponga un impedimento psíquico importante podrá apreciarse un “error de prohibición”, en la medida en que sea posible afirmar que el excluido carecía de la posibilidad de conocer determinados elementos del tipo o la prohibición misma de su conducta (Silva Sánchez, 2013, p. 721); cabría, además, la opción de canalizar la exclusión a través de un “ejercicio del derecho de gracia” (Gardner, 2011, p. 24).

Sin embargo, en la mayor parte de los casos será difícil sostener la existencia de estas circunstancias en los excluidos, o existirán de un modo parcial: es cierto que una vida en condiciones de marginalidad suele implicar un menor cuidado y una menor conciencia de determinadas obligaciones jurídicas, pero no siempre una imposibilidad cognitiva o volitiva de apreciar el significado de la propia conducta. Pues bien, en ese resto de casos todavía es posible atenuar o excluir la responsabilidad, esta vez no por razones internas al excluido, sino por una “falta de exigibilidad” que deriva de la especial relación del Estado con el sujeto en cuestión.20 Si bien el concepto de exigibilidad ha adoptado diversas formas y es muy discutido en la actualidad,21 aquí lo tomo en el sentido en que lo han esgrimido autores como Köhler (1997, pp. 331-334) o Robles Planas (2011, pp. 117-127), esto es, como causa de “excusa” o “disculpa” en casos en los que el Estado no ha sido capaz de regular adecuadamente “situaciones de grave conflicto para el ciudadano”.22 Es decir, en los que “el Estado se contradeciría a sí mismo si, por un lado, exige un comportamiento en un sentido determinado pero, por el otro, no ha ofrecido o es incapaz de ofrecer al sujeto alternativas de actuación –más o menos institucionalizadas y disponibles– para la evitación del conflicto” (Robles Planas, 2011, pp. 117-118).

Pues bien, en mi opinión, ello es lo que sucede precisamente con los excluidos sociales, en delitos conectados con la idea de ciudadanía política, en la medida en que si el Estado les castigase estaría incurriendo en grave contradicción al obligarles a reconocer un vínculo jurídico-político que la propia comunidad les había negado con anterioridad. Razones materiales para sostener dicha contradicción no faltan: en primer lugar, tendríamos el principio de corresponsabilidad, en virtud del cual el Estado es corresponsable de aquellos delitos que se co-explican por el abandono institucional de sus autores; en segundo lugar, tendríamos el argumento de la hipocresía, en virtud del cual el Estado estaría siendo hipócrita al reprochar el incumplimiento de un obligación, cuando él mismo tampoco ha cumplido la suya; por último, habría un argumento de comprensión con la situación del autor, en el sentido de que la sociedad no puede exigir por igual al sujeto excluido de la socialización básica que a quien ha desarrollado su personalidad en condiciones sociales normales.23

En delitos que afectan a la dignidad humana –y, por tanto, ante conductas gravemente antijurídicas–, estas contradicciones (que siguen existiendo) no son suficientes para que las prohibiciones penales se vean debilitadas respecto al excluido, precisamente porque éste puede reconocer sus intereses en los intereses de la víctima, y porque en el ámbito de la exclusión también deben asegurarse los mínimos de convivencia. Por el contrario, los deberes penales del excluido sí que pueden relativizarse cuando se trata de delitos que afectan a la idea de ciudadanía y a los bienes secundarios de la comunidad, pues la posición moral del Estado se vería debilitada si pretendiese solucionar mediante el castigo conflictos sociales a los que él mismo habría contribuido por un abandono o por una distribución injusta de los recursos. Cuando el Estado llega tarde, lo que se ha de tratar es de solucionar el error y ofrecer alternativas de vida –esto es: política social, y a lo sumo una medida de seguridad encaminada a la resocialización–, pues del mismo modo que la pena no puede sumar otro mal el ya existente por el delito (Hegel, 2000, § 98), tampoco el derecho puede resolver con una nueva exclusión el problema de quien ya estaba excluido.

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Notas

1 Una panorámica, en relación a diferentes aspectos de la justicia penal, puede verse en Gargarella (2008, pp. 90 y ss.), quien sostiene que la inclusión no sólo tiene que ver con “buenas intenciones políticas”, sino que es un requisito ineludible para obtener un derecho imparcial; es decir, un derecho generado desde una élite de “incluidos” que va a ser aplicado al resto será necesariamente un derecho imparcial, que impide a los excluidos el reconocimiento del derecho como propio. Para un análisis clásico del panorama latinoamericano, véase Zaffaroni, 1985. Para diversas aportaciones recientes, véase Gargarella, 2012.

2 Desde la perspectiva estadounidense, destaca la obra de Duff, 1986, 2001, y más recientemente la de Young, 2003. Desde una perspectiva global, sobre la relación del fenómeno de la exclusión con la llamada crisis del Estado de bienestar, véase Brandariz, 2007. Desde una visión de filosofía política, véase Habermas, 1999, para quien la capacidad de inclusión de sociedades complejas y plurales como las contemporáneas va a constituir casi una condición de futuro (p. 23).

3 En sociedades de este tipo la exclusión es percibida, incluso, como algo dado por naturaleza. Así sucedía en el mundo griego con los esclavos: vid. al respecto el conocido pasaje de Aristóteles, Política, Libro 1, Caps. iv-vii.

4 En ese sentido, Arendt, 2004, pp. 380 y ss.: “Nuestra vida política descansa en la presunción de que podemos producir la igualdad a través de la organización, porque el hombre puede actuar en un mundo en común, cambiarlo y construirlo, junto con sus iguales y sólo con sus iguales […] El mayor peligro de la existencia de personas obligadas a vivir al margen del mundo corriente es el de que, en medio de la civilización, son devueltas a lo que se les otorgó naturalmente, a su simple diferenciación. Carecen de esa tremenda igualación de diferencias que surge del hecho de ser ciudadanos de alguna comunidad”.

5 Quedan fuera del análisis, por ejemplo, los sujetos que se autoexcluyen, como por ejemplo, el terrorista o el asocial, véase Jakobs, 2003.

6 Para una radiografía sociológica y criminológica del fenómeno de la exclusión, desde los puntos de vista sanitario, urbanístico, penal o laboral, véase Young, 2003, pp. 37 y ss.

7 Kelsen (1992, p. 178) define a la persona como una “construcción artificial” del derecho, que poco tiene que ver con la realidad natural que se esconde detrás, a la que denomina “hombre”. La separación entre el concepto de persona y el de hombre está, no obstante, presente ya en Rousseau (1998, p. 43), quien distinguía también entre individuo (hombre natural) y ciudadano (hombre social). Lo relevante no es tanto la distinción conceptual en sí misma, sino lo que ella permite tematizar, a saber: que en gran parte de sociedades, como se ha de ver, la ciudadanía o la personalidad jurídica no son algo que se adscriba a todos los hombres, sino sólo a algunos y en determinadas circunstancias.

8 El hecho ha sido expuesto claramente por Agamben (2004, p. 12), quien, en referencia a la Usa Patriot Act, aprobada por el Senado de Estados Unidos el 26 de octubre de 2001, afirma lo siguiente: “La novedad de la ‘orden’ del presidente Bush consiste en eliminar radicalmente cualquier estatuto jurídico para determinados individuos, produciendo de esta forma un ser jurídico innombrable e inclasificable […] Ni prisioneros ni acusados, sino tan sólo detainees, son objeto de una pura dominación de hecho, de una detención indefinida, y no sólo en un sentido temporal sino en cuanto a su propia naturaleza, pues que queda sustraída por completo de la ley y al control judicial”.

9 En la descripción que realiza Luhmann (1995, pp. 262-263) estos individuos no tienen ya el estatus de persona sino de “meros cuerpos”: “Hay algunas cosas que hablan en favor de que en el ámbito de la exclusión los seres humanos ya no son considerados como personas sino como cuerpos. […] Uno siente su propio cuerpo más que de ordinario y vive en él más de lo que acostumbra”. El propio autor –probablemente de un modo exagerado– pone el ejemplo de las grandes ciudades brasileñas o las favelas, donde, según Luhmann, la comunicación personal y simbólica retrocede ante un modo de interacción más perceptivo y corporal, donde el recurso a la fuerza física, las conductas arriesgadas o las satisfacciones instintivas se liberan e “impiden el desarrollo de una comunicación rica en presupuestos”.

10 Aquí el excluido podría decir al Estado: “No has venido cuando te necesitaba, y resulta que cuando se trata de castigarme sí que apareces”; o “no has venido para ayudarme a desarrollar la personalidad conforme a las exigencias sociales, y resulta que cuando delinco por no haberla desarrollado me penalizas por ello”. O expresado en los términos que utiliza Silva Sánchez (2013, p. 732): “¿Y tú quién eres para reprocharme lo que he hecho? Es decir: podrán hacerlo otros, pero no precisamente tú”.

11 Para empezar, incorpora tanto una medida objetiva –¿qué es necesario para el sustento y para tener una vida digna?–, como una medida social –¿qué es necesario para que socialmente no se me estigmatice como un sujeto diferente, como un excluido?–. Así, un individuo podrá tener el mínimo necesario para salir adelante y, sin embargo, carecer de determinados bienes que, desde un punto de vista comparativo y social, son necesarios para “formar parte” –piénsese, por ejemplo, en la importancia hoy en día del smartphone, sin el cual es muy difícil formar parte de determinados ámbitos sociales, incluso del mundo laboral. Véase, sobre estas cuestiones, Nussbaum, 2006, pp. 323 y ss.; Feijoo Sánchez, 2010, p. 57 (nota 78).

12 En sentido parecido, la formulación de Garzón Valdés (1990, p. 27): “Un sistema político S* posee legitimidad si y sólo si asegura la homogeneidad social básica, y las regla que regulan la satisfacción de los intereses secundarios de sus miembros cuentan con la aceptación fáctica de sus destinatarios, expresada a través de un procedimiento democrático pluralista”. En el ámbito continental, quien más ha desarrollado los postulados de la teoría del discurso en el ámbito penal es K. Günther (2005); en el ámbito anglosajón, Duff (2008) se muestra cercano a estos postulados, si bien los desarrolla desde la teoría de la democracia deliberativa y el republicanismo político. Véase al respecto Gargarella, 2011, pp. 41-42, quien asume los postulados de Duff.

13 A modo de apunte histórico, el tratamiento del excluido ha evolucionado, en palabras de Foucault, desde un modelo de “exclusión pura” a un modelo de “exclusión inclusiva”. Según la conocida distinción del filósofo francés, se ha pasado del “modelo de la lepra” –exilio, rechazo, privación, negación del desviado, el criminal, el excluido– al “modelo de la peste” –exclusión integradora, registro, control y análisis minucioso del sujeto desviado, purificación y saneamiento– (2001, pp. 49 y ss.; Young, 2003, pp. 95 y ss.). El sistema social considera, llegados a cierto punto, que ese segmento de población –que él denomina como los «anormales»– cumple mejor su función no en la distancia sino en el interior del sistema social: en instituciones hospitalarias, penitenciarias o psiquiátricas, donde cumplen su particular “cuarentena” como objetos visibles de experimentación. Así lo expresa el propio Foucault: “En nuestra época, todas las instituciones –fábrica, escuela, hospital psiquiátrico, hospital, prisión– no tienen por finalidad excluir, sino, por el contrario, fijar a los individuos […] Tienen por objetivo ligar al individuo al proceso de producción, formación o corrección de los productos que habrá de garantizar la producción y a sus ejecutores en función de una determinada norma” (1978, p. 135). En definitiva, la vida de los excluidos no es sometida a un olvido total por parte de las instituciones; al contrario, es sometida a un férreo control: no sólo en términos sanitarios y de criminalidad, sino incluso en términos urbanísticos y de espacios públicos. Como afirma Díez Ripollés (2014), los espacios públicos de las ciudades del mundo desarrollado (las plazas, las urbanizaciones, los centros comerciales, los centros de las ciudades) están sufriendo una transformación que incide precisamente sobre los excluidos, que de modo creciente encuentran cerrado el acceso a determinados lugares donde su encuentro con los sujetos incluidos resulta no deseado.

14 Ello está relacionado con la idea desarrollada por Agamben (2004, p. 61), según la cual “en el caso de la aplicación de una norma jurídica lo que está en cuestión no es simplemente una subsunción lógica, sino sobre todo el paso desde una proposición genérica dotada de una referencialidad meramente virtual a la referencia concreta a un segmento de realidad”; en ese sentido, el paso de la norma general a la aplicación concreta no es un proceso lógico, sino “una actividad práctica”, que en el derecho se realiza en el seno del “proceso judicial”. Respecto a los excluidos, la aplicación de la norma deviene problemática porque la situación en que se encuentran dichos individuos no coincide con lo que Agamben denomina “referencialidad meramente virtual” de la proposición general; esto es, con la situación típica del “ciudadano medio” que se toma como base para la elaboración de la norma y la imposición de obligaciones jurídicas. El mundo que sirve de referente en la creación de la norma no coincide con el mundo en el que vive el excluido, de modo que la norma no le puede llamar a él del mismo modo que llama a los demás. De ahí que, por ejemplo, Gargarella (2011, p. 49) proponga –aunque sin referirse a Agamben–, de cara a solucionar casos en los que el delito lo cometen sujetos en situación de marginalidad social, que el juez sea algo más que un “simple aplicador” de la ley, y que goce de mayores facultades para decidir conforme a principios y circunstancias. Lo que propone es, en la línea de lo que expresa Agamben, que el proceso sea una verdadera “actividad práctica” y no una mera subsunción lógica de los casos en las normas aplicables.

15 En ese sentido, vale la pena reproducir la crítica de Sánchez-Ostiz (2006, p. 7) a K. Günther: “La mutua implicación de democracia y culpabilidad conduce a la formulación de que ‘un ordenamiento ilegítimo no puede declarar a nadie culpable’. Sin embargo, desde esta afirmación, cabe preguntarse si en un sistema no democrático desaparece la posibilidad de declarar válidamente la culpabilidad. Precisamente en sistemas no democráticos o claramente antidemocráticos la idea de culpabilidad puede seguir siendo un referente para oponerse y evitar los excesos del poder, para criticar el statu quo. Por lo demás, ¿qué decir de los sistemas que han atribuido responsabilidad antes de la Ilustración y el Estado de derecho? La ubicación del origen del concepto de persona deliberativa en el Estado democrático de Derecho supone prestar un asentimiento a la evolución de la Historia, como si el estadio actual fuera el culmen y todo lo anterior quedara invalidado. Cualquier concepción de la imputación y la persona no puede desconocer su antiquísimo origen histórico y un pluralismo cultural que no se ha manifestado sólo en el siglo XXI”.

16 Por su parte, Wacquant (2001, 95 y ss.) habla de este fenómeno como una “simbiosis mortal entre el guetto y la cárcel”. En relación con algunos sujetos marginados –paradigmáticamente los “sin techo”– puede ocurrir incluso que la prisión no empeore sino que mejore su situación: así se desprende del fenómeno de la “detención por clemencia”, que hace referencia a prácticas policiales de lugares especialmente fríos, donde se detiene a individuos que cometen pequeños delitos precisamente para ser encarcelados y disponer al menos de las condiciones que tienen aseguradas en la cárcel (cama, comida y médico gratuito). Según explica Wacquant, en algunos de estos lugares en invierno el contingente de presos sube del 5 al 10%, sólo contando a los mendigos que ingresan en prisión (2004, p. 27).

17 La apreciación de que los excluidos sociales son en algún sentido devueltos a un “estado de naturaleza”, al “salvajismo”, había sido desarrollada ya por H. Arendt (2004, pp. 378 y ss.) en relación con el estatus de los “desplazados”, “refugiados” y “minorías apátridas” que proliferaron tras la Primera Guerra Mundial. Al hombre al que han desprovisto de sus derechos, de su estatus como ciudadano y de su “personalidad jurídica”, le queda simplemente su “humanidad desnuda”; sin embargo, paradójicamente “un hombre que no es nada más que un hombre” acaba perdiendo “las verdaderas cualidades que hacen posible a otras personas tratarle como a un semejante”, y acaba por aparecer ante la comunidad como el peligro de un retorno al salvajismo, de un regreso civilizatorio. Para un desarrollo más reciente de estas cuestiones, véase Agamben (1998).

18 Por trazar un paralelismo con otras distinciones más conocidas: los primeros coincidirían en cierta medida con los delitos que castigarían el mala in se, conductas que son inherentemente antijurídicas y que se han concebido como delito a lo largo de las diferentes etapas históricas; y los segundos con los delitos que castigarían el mala prohibita, aquellos que son antijurídicos principalmente por convención social y cuyo carácter delictivo es más variable y depende de múltiples consideraciones. De algún modo, también podríamos caracterizar los primeros como aquellos deberes estrictamente penales, que protegen bienes jurídicos nucleares para el mantenimiento de la sociedad (básicamente vida, libertad y seguridad); y los segundos como aquellos que están en el límite entre lo administrativo y lo penal, deberes que, si bien debido a las últimas evoluciones legislativas están cada vez más integrados como delitos, lo que hacen es proteger bienes de una importancia secundaria respecto a los primeros.

19 Feijoo Sánchez (2010, pp. 57 y ss.) sostiene, aparte de medidas parciales como la suspensión de la ejecución o la sustitución, la posibilidad de una atenuación por vía analógica en conexión al estado de necesidad, para casos donde la situación de grave crisis económica conduce a determinados sujetos a un conflicto del que el Estado es parcialmente corresponsable; con la excepción, tal y como aquí se propone, de los supuestos en los que se utiliza violencia o intimidación, como también donde existe una defraudación por parte del sujeto.

20 Silva Sánchez (2013, pp. 722-724), sin llegar a detallar qué figuras dogmáticas han de acoger la exclusión de responsabilidad, distingue claramente entre las razones internas al excluido, que pueden derivar en un error de prohibición, y las razones externas, derivadas de la especial relación entre el Estado excluyente y el individuo excluido, la cual “podría comportar desde la impunidad en algunos casos, pasando por la atenuación de la responsabilidad en otros, hasta la plena sanción en los restantes (más graves), si bien acompañada siempre de una oferta de resocialización”.

21 En lengua española, son referencia indispensable los trabajos de Melendo, 2002 y de Aguado Correa, 2004. El concepto de exigibilidad surge con el paso del concepto psicológico al concepto normativo de culpabilidad, de la mano de Freudenthal, 1922. Ello parece lógico si se tiene en cuenta que con la “inexigibilidad” se trataba de exculpar al sujeto que había cometido un delito en circunstancias extraordinarias, de grave conflicto motivacional, pero teniendo alternativas de comportamiento –esto es: siendo culpable desde un punto de vista psicológico. Se ha tendido a aceptar como exculpación en delitos imprudentes y omisivos, pero con más dificultades en relación a los delitos dolosos y activos. Se sigue discutiendo no sólo su viabilidad como categoría, en la medida en que generaría mucha inseguridad jurídica, sino también su ubicación sistemática, esto es: si se trata de un elemento perteneciente a la culpabilidad (en una perspectiva normativa) o si se trata de una causa supra-legal de exclusión de la culpabilidad. Véase, sobre ello, Roxin, 1997, §§ 22/139-141; Jakobs, 1997, §20/43-44; Köhler, 1997, pp. 331-334. Por otra parte, destaca la presencia de la “inexigibilidad” como categoría de exclusión de la conducta en el art. 29 del Código Penal del Distrito Federal (México), en virtud del cual se excluye el delito en cuando “en atención a las circunstancias que concurren en la realización de una conducta ilícita, no sea racionalmente exigible al sujeto una conducta diversa a la que realizó, en virtud de no haberse podido conducir conforme a derecho”.

22 Duff (2004, p. 258) va un poco más allá y afirma no sólo la excusa –en situaciones de “coacción propia de las circunstancias, por ejemplo, o la falta de oportunidades para acceder a bienes normalmente disponibles por medios no criminales”–, sino además la justificación, “si el crimen puede ser visto como una respuesta a, o como un intento para, remediar la injusticia”. Sigue a Duff en este punto, Gargarella, 2011, p. 50.

23 Tanto el argumento de la “comprensión” como el de la “corresponsabilidad” o “co-culpabililidad” están desarrollados, además de por el ya mencionado Duff, por varios autores, pero de modo paradigmático por Zaffaroni, 1982, pp. 65-74 y 1985, p. 67. Más recientemente, en el ámbito continental, véase Klesczewsky, 1997, pp. 140-152.; Seelmann, 2002, p.17; 2012, p. 218. Destacando el argumento de la hipocresía, Silva Sánchez, 2013, p. 732.

Notas de autor

Javier Cigüela Sola, Universitat Abat Oliba y Universitat Oberta de Catalunya. Correspondencia: C/ Bellesguard, 30, 08022 Barcelona, España. jciguelas@uao.es