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BOSQUEJO DE DWORKIN: LA IMBRICACIÓN ENTRE EL DERECHO Y LA MORALIDAD
A Glimpse at Dworkin: The Intertwining of Law and Morality

Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 41, 2014

Instituto Tecnológico Autónomo de México

José Juan Moreso

Universidad Pompeu Fabra, España

Jahel Queralt

Universität Zürich., Alemania

Fecha de recepción: 25 Septiembre 2013

Fecha de aprobación: 17 Febrero 2014

Resumen: Este artículo analiza las principales aportaciones de Ronald Dworkin a la filosofía del derecho y a la filosofía política mostrando que provienen de una visión más amplia que integra el derecho y la moral. La exposición se divide en dos partes. La primera aborda los argumentos de Dworkin para rechazar el positivismo jurídico y presenta su idea de derecho. La segunda se centra en la fundamentación ética del liberalismo y en el criterio distributivo que propone Dworkin.

Palabras clave: Dworkin, positivismo jurídico, conceptos interpretativos, liberalismo igualitario, ética liberal.

Abstract: This article analyzes Ronald Dworkin’s main contributions to jurisprudence and political philosophy, and shows that they result from a broad vision that integrates law and morality. The exposition is divided in two parts. The first deals with Dworkin’s objections to legal positivism and his idea of law. The second focuses on the ethical foundations of liberalism and Dworkin’s distributive criterion.

Keywords: Dworkin, legal positivism, interpretatitve concepts, liberal egalitarianism, Liberal ethic.

I. El filósofo erizo

Ronald Dworkin ha sido el más reputado filósofo del derecho de nuestro tiempo y uno de los principales filósofos políticos. Para sus colegas fue un gigante del pensamiento 1 cuya muerte, en febrero de 2013, no solo es una gran pérdida sino que “le quita parte de la chispa a la vida como filósofo”. 2 Dworkin estudió filosofía en Harvard y después derecho en Oxford y en Harvard. Fue letrado (clerk) del conocido y gran juez norteamericano Learned Hand, ejerció de abogado en Nueva York, en la famosa firma Sullivan and Cromwell, antes de incorporarse a la Escuela de Derecho de la Universidad de Yale como profesor. En 1968 sucedió a H. L. A. Hart en la cátedra de Jurisprudence de la Universidad de Oxford, posición que poco más tarde compaginaría con la de profesor en la New York University por treinta años. Después de la jubilación cambiaría Oxford por el University College en Londres. El año 2007 recibió del gobierno noruego el premio Holberg, una especie de Nobel en el ámbito de las humanidades. 3

Son pocos los filósofos que han abordado tantos debates y menos aún los que han sido capaces de contribuir a cada uno de ellos de un modo original y sin sacrificar un ápice de claridad. Dworkin se dedicó extensamente a cuestiones de gran calado filosófico como la naturaleza del derecho o el valor de la igualdad; se esforzó por identificar las implicaciones de la discusión abstracta para el debate político entorno a cuestiones como el aborto, la eutanasia, la pornografía o la discriminación racial. Su participación en debates públicos y sus artículos en The New York Review of Books pusieron de manifiesto su capacidad, poco usual en el gremio, para pasar de las musas al teatro.

El título de su último libro Justice for Hedgehogs (2011b) es una evocación clara de la división entre pensadores realizada por su amigo Isaiah Berlin tomando como fundamento un verso del poeta griego Arquíloco: “El zorro sabe muchas cosas, el erizo sabe una gran cosa” (Berlin, 1953). Dworkin era un erizo y lo que sabía era que el valor está unificado, que las verdades acerca de lo que realmente nos importa, lo correcto, lo bello, lo bueno son objetivas y forman una red de creencias coherentes que se justifican mutuamente. La creencia en la unidad del valor llevó a Dworkin plantear la estructura de la ética y la moral como una suerte de juego de muñecas rusas. De la ética, más abstracta y general, surge la moralidad personal, de la cual surge la moralidad pública y, de ella, el derecho. Dworkin defendió la unidad del valor en contra del pluralismo moral, una posición popularizada por Berlin y con bastante éxito entre los zorros, según la cual nuestros valores no son consistentes y, por tanto, tenemos que elegir entre ellos. Mientras que para el pluralista cada decisión conlleva una pérdida inevitable, Dworkin cree que es posible transitar por la vida sin dejar un residuo moral.

Las posiciones de Dworkin en filosofía del derecho y en filosofía política son una consecuencia de este holismo de valores. En el primer campo, ha dado buenos argumentos para rechazar la separación entre el derecho y la moral que propugna el positivismo jurídico y ver el derecho como la institucionalización de la moralidad pública. En el segundo, se ha esforzado por proporcionar fundamentos éticos al liberalismo y por mostrar que la igualdad y la libertad, bien interpretadas, no colisionan, sino que forman parte de un único ideal de justicia. Más allá de lo convincentes que puedan llegar a ser las concepciones dworkinianas del derecho y la justicia –probablemente tienen más críticos que seguidores–, hay que reconocer que han atizado con fuerza la discusión filosófica. Algunos pronostican que el destino de Dworkin será el mismo que el de figuras como B. F. Skinner en psicología o Derrida en teoría literaria: acabará siendo visto como alguien que estimuló nuevas líneas de investigación pero que, finalmente, fue una mala influencia para su disciplina (Leiter, 2004, p. 165). Discrepamos de esta opinión. En este artículo nos proponemos revisar algunas de las principales contribuciones de Dworkin a la filosofía del derecho y a la filosofía política que lo sitúan, a nuestro juicio, entre los grandes pensadores de nuestro tiempo. 4

II. La crítica al positivismo jurídico

Los primeros trabajos de Dworkin estuvieron dedicados a una crítica poderosa y sistemática de la concepción entonces predominante en filosofía jurídica: el positivismo jurídico defendido por H. L. A. Hart. 5 Ellos se hallan recogidos en uno de los libros de mayor impacto de su tiempo: Taking Rights Seriously (1977). 6 Su concepción teórico-jurídica fue, por cierto, perfilándose mediante varios trabajos hasta el último capítulo de Justice for Hedgehogs. 7 Veamos, en primer lugar, cuáles eran esas ideas que representaba el positivismo jurídico hartiano tal y como el mismo Hart (1980) las presentaba; pueden resumirse en las siguientes tres tesis:

a) La tesis de la separación conceptual entre el derecho y la moral: a pesar de que a menudo el derecho positivo y la moralidad tienen amplias zonas de convergencia (ambos prohíben el homicidio u obligan a tener cuidado de nuestros hijos, por ejemplo), 8 dichas relaciones son contingentes, no conceptualmente necesarias. Es decir, ni la validez moral es, de modo necesario, condición necesaria de la validez jurídica, ni viceversa.

b) La tesis de las fuentes sociales del derecho: la existencia del derecho es dependiente de la existencia de una práctica, compartida por los operadores jurídicos y los ciudadanos, de identificar el derecho siguiendo un conjunto de criterios convencionalmente aceptados, una regla de reconocimiento, en la terminología hartiana.

c) La tesis de la discrecionalidad jurídica: en todo sistema jurídico habrá casos no regulados, situaciones en las cuales los criterios de identificación de aquello que el derecho requiere no alcanzan a cubrir; a veces, pues, el derecho está indeterminado. En dichos casos, de acuerdo con Hart, los jueces tienen el poder intersticial de crear el derecho y no solo el poder de aplicar un derecho preexistente.

La crítica de Dworkin comienza por poner en discusión la tesis de las fuentes sociales del derecho o, como él la denomina, la tesis del pedigree. Dworkin propuso prestar atención, en uno de sus primeros trabajos, 9 al caso Riggs vs. Palmer decidido a fines del siglo XIX en la jurisdicción de Nueva York. Elmer Palmer, sabiéndose heredero de una importante fortuna de su abuelo y temeroso de que éste pudiera cambiar la herencia, decidió envenenarlo hasta causarle la muerte. Fue condenado por este hecho pero, al no haber legislación expresa que impidiera heredar al homicida del causante, reclamó la herencia. Las hijas del viejo Palmer, Riggs y Preston (Elmer era hijo de un hijo del abuelo Palmer que ya había fallecido) acudieron a los tribunales reclamando la herencia. El Tribunal de Apelaciones de Nueva York, por mayoría, decidió que, aun sin legislación expresa, permitir que Elmer aceptara la herencia significaría vulnerar el principio jurídico según el cual nadie puede beneficiarse de sus propios actos ilegítimos. Dworkin arguye que la identificación de este principio como parte del derecho no responde a la tesis de las fuentes sociales. No depende de la existencia de ninguna práctica previa, sino de que dicho principio sea concebido como la justificación correcta de este caso de aplicación del derecho.

Esta tesis también hace discutible la tesis de la separación conceptual entre el derecho y la moral porque la adecuación moral de este principio es parte de lo que lo hace apto para resolver el caso. 10 Ade­más, Dworkin rechaza poderosamente la discrecionalidad de los jueces para defender la que ha resultado ser su tesis más polémica: la tesis de la única respuesta correcta. Según esta tesis, tal y como la fue desarrollando en los diversos trabajos, los jueces deben tener en cuenta dos dimensiones cuando resuelven los casos: i) la dimensión de adecuación, con arreglo a la cual deben tener en cuenta solo aquellas reconstrucciones del caso que sean compatibles, coherentes, con la historia legislativa y jurisprudencial de su jurisdicción; y ii) la dimensión de valor o de moralidad política, por lo que deben elegir aquella reconstrucción del problema y, por lo tanto, aquella solución que aparece como justificada por la mejor teoría político-moral del derecho existente.

Esta es la que podríamos denominar la primera crítica al positivismo hartiano. A esta crítica, Hart y otros autores 11 ofrecieron una respuesta que se resume bien con estas palabras de Genaro R. Carrió:

Nada en el concepto de “reglas de reconocimiento” obsta, en consecuencia, para que aceptemos el hecho de que los criterios efectivamente usados por los jueces para identificar las reglas subordinadas del sistema puedan incluir referencias al contenido de éstas. Puede ocurrir que, en una comunidad dada, las únicas costumbres consideradas jurídicas o jurídicamente obligatorias sean aquellas compatibles con las exigencias de la moral. O bien, los jueces pueden aceptar como válidas solo aquellas leyes que, además de haber sido correctamente aprobadas por un cuerpo con competencia para ello, no violen un catálogo escrito de derechos y libertades individuales (Carrió, 1971, p. 39).

Es decir, el positivismo jurídico podía explicar la apelación de los jueces a principios morales, como en el caso Riggs, y podía mantener el núcleo de su concepción. Como algunas veces se ha reconocido, podría decirse que de este primer envite el positivismo jurídico salió bien parado, mostró que había en su teoría recursos para responder a las po­derosas objeciones de Dworkin (Shapiro, 2007). 12

III. El concepto dworkiniano del derecho

Sin embargo, el segundo envite de Dworkin, la segunda crítica al positivismo hartiano, es más poderosa y pone mayores dificultades a la teoría hartiana. 13 Podemos considerar que está basada en dos tesis: i) la tesis del derecho como la institucionalización de la moralidad pública, y ii) la tesis de los desacuerdos teóricos.

i) La tesis del derecho como institucionalización de la moralidad pública es presentada como un rechazo pleno a lo que Dworkin denomina el retrato antiguo que presenta el derecho y la moralidad como dos sistemas separados e introduce o elimina conexiones entre ellos. Aunque él mismo reconoce haber asumido esta idea en el pasado, considera que es más adecuado tratar el derecho como una parte de la moralidad política. ¿Cómo debe ser identificada esta parte? Esta cuestión es, a su juicio, la “más difícil” y “cualquier respuesta plausible estará centrada en el fenómeno de la institucionalización” (Dworkin, 2011b, p. 405). Como señalábamos al principio, Dworkin considera que la estructura de la ética y la moral es una estructura de árbol. De una concepción ética abstracta y general surge la moralidad personal, de la cual surge la moralidad pública y de ella el derecho. ¿Y cómo surge el derecho en el ámbito de la moralidad pública? Surge cuando una comunidad ha desarrollado algunas estructuras institucionales para proteger los derechos de sus miembros. Lo que Hart denominó un conjunto de reglas secundarias, reglas que establecen cómo y quiénes pueden introducir y eliminar otras reglas en el sistema, reglas que establecen cómo y quiénes decidirán si las reglas primarias –es decir las que establecen obliga­ciones y conceden permisos– han sido vulneradas. Esto configura una cierta identidad institucional que hace a unas comunidades diversas de otras: en unas el titular del Ejecutivo puede vetar una ley votada por el Legislativo, mientras en otras no puede hacerlo; en algunas jurisdicciones, todos los jueces pueden inaplicar una ley si la consideran inconstitucional, en tanto que en otras no pueden hacerlo de ningún modo, o bien pueden elevar una cuestión a un tribunal –el Tribunal Constitucional– para que se pronuncie, como es el caso de España. Pero esta institucionalización no hace las reglas jurídicas opacas a su fundamento y justificación. Todo lo contrario. Las reglas jurídicas son trasparentes –por los cauces institucionales establecidos– a la mejor concepción de la moralidad pública que las justifica. Queremos decir que una gran parte de las reglas jurídicas no pueden ser aplicadas sin tener en cuenta el background en el que descansan. Por ejemplo, el texto constitucional que reconoce la libertad de expresión ha de ser interpretado de acuerdo con un conjunto de principios y prácticas que lo dotan de sentido y determinan su alcance y sus límites. (Error 1: La referencia debe estar ligada) (Error 2: El tipo de referencia es un elemento obligatorio) (Error 3: No existe una url relacionada)

ii) En cuanto a la tesis de los desacuerdos conviene, antes que nada, introducir la distinción que hace Dworkin entre proposiciones jurídicas (propositions of law) y fundamentos jurídicos (grounds of law) (1986, pp. 4-7). Las proposiciones jurídicas son proposiciones acerca del contenido del derecho en un sistema jurídico particular, acerca de lo que el derecho requiere o permite. Su verdad o falsedad depende de los fundamentos jurídicos, y en los fundamentos reside la razón de los desacuerdos en el derecho. Es decir, depende de lo que establece la legislación, de si la legislación está de acuerdo con los principios constitucionales, de la vinculación que establece el precedente judicial, entre otras cosas. Algunos autores consideran que los fundamentos jurídicos incorporan razones morales que justifican nuestra práctica jurídica; otros rechazan dicha incorporación. En este sentido, por ejemplo, saber lo que la Constitución requiere nos lleva necesariamente a saber lo que la Constitución presupone. Es una cuestión obvia, sobre la que Dworkin insiste, que nuestra práctica de la comprensión de lo que la Constitución presupone no es convergente. Esta divergencia explica nuestros desacuerdos jurídicos. Dworkin lo expresa así: “No hay acuerdo entre juristas y jueces en comunidades políticas complejas y maduras acerca de cómo debemos decidir qué proposiciones jurídicas son verdaderas” (2011b, p. 404). Por ejemplo, como es sabido, en 2005 el Parlamento español aprobó y promulgó una ley que modificaba el Código Civil para autorizar el matrimonio entre personas del mismo sexo. 14 Una parte, minoritaria pero importante, de la opinión pública y de la entonces oposición de la derecha arguyó que dicha medida legislativa era inconstitucional y cincuenta diputados del Partido Popular presentaron un recurso de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional. El artículo 32 de la Constitución, que los recurrentes consideraban en contradicción con la ampliación a las personas del mismo sexo del derecho a contraer matrimonio, establece:

1) El hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio con plena igualdad jurídica.

2) La ley regulará las formas de matrimonio, la edad y capacidad para contraerlo, los derechos y deberes de los cónyuges, las cau­sas de separación y disolución y sus efectos.

De hecho, el desacuerdo en la cultura jurídica española acerca del valor de verdad de la proposición jurídica que determina si la Constitución autoriza o excluye el matrimonio entre personas del mismo sexo era un desacuerdo amplio y persistente. ¿Cuál es la naturaleza de tal desacuerdo? No es un desacuerdo empírico, no hay ninguna duda de que la mayoría requerida del Parlamento votó a favor de la ley. No obstante, muchos abogados, jueces y profesores de derecho consideraron la decisión inconstitucional y, por lo tanto, jurídicamente nula. A fines de 2012, el Tribunal Constitucional rechazó el recurso y confirmó la constitucionalidad de la ley. 15 Pero esta tesis, la tesis de los desacuerdos teóricos, pone en cuestión la naturaleza convencional del derecho. Las convenciones no son controvertidas. Si una convención comienza a controvertirse, es que está dejando de serlo. Y esta crítica desafía con mayor fuerza la tesis de las fuentes sociales del derecho, porque los desacuerdos acerca de lo que el derecho requiere son desacuerdos profundos, desacuerdos acerca de los fundamentos del derecho. Y son desacuerdos presentes todos los días en la vida jurídica. ¿Autoriza la Constitución española una consulta en Catalunya acerca de la voluntad de los catalanes de separarse de España? ¿Conceden los derechos constitucionales algún límite a los deudores de préstamos hipotecarios en relación con el deber de hacer frente a todas sus obligaciones con “todos sus bienes presentes y futuros”? ¿Excluye la Constitución española la prisión perpetua? Estos son algunos ejemplos de cuestiones no menores respecto de las cuales nuestra comunidad jurídica está dividida y no disponemos de criterios compartidos con los que tomar una decisión. Discrepamos acerca de lo que la Constitución establece o, tal vez, discrepamos acerca de lo que presupone lo establecido por la Constitución.

Una teoría como la de Dworkin –para la cual el derecho es un concepto interpretativo caracterizado parcialmente, porque tenemos diversas teorías, en conflicto, acerca de él– parece estar en mejor lugar, para dar cuenta de este rasgo del derecho, que las concepciones iuspositivistas. El derecho es, según Dworkin, un concepto interpretativo como también lo son algunos conceptos filosóficos (libre arbitrio, identidad personal, conocimiento, significado), algunos conceptos artísticos (poesía, pintura, música) o políticos (libertad, igualdad, bien común). Por ejemplo, podemos discrepar acerca de si nuestra identidad depende de la continuidad de nuestro cuerpo o solo de la actividad de nuestro cerebro, porque si esto segundo es verdad (podría si fuese tecnológicamente accesible), mi cerebro podría ser colocado en otro cuerpo y yo seguiría siendo la misma persona. Nuestra concepción de la poesía está en condiciones de decirnos por qué uno de los sonetos de Shakespeare o de Quevedo son mejores que las letras de la mayoría de las canciones del pop actual, pero ¿está en condiciones de decirnos cuál de los sonetos de Shakespeare es más profundo? Cualquier noción de bien común supone la creación de unas condiciones sociales y de bienestar en donde sea posible que los ciudadanos realicen sus planes de vida. Ahora bien, no estamos tan seguros de si dicha concepción exige o no, como se ha aprobado en Suecia, convertir en delito que las personas soliciten los servicios sexuales de otras a cambio de dinero.

La tesis dworkiniana de los desacuerdos plantea algunas dudas acerca de su alcance. Si nuestros desacuerdos pueden afectar cualquier parte de nuestros sistemas jurídicos, entonces no es comprensible cómo el derecho gobierna nuestra conducta de un modo razonablemente estable. Si el contenido de todas las partes del sistema jurídico requiriera una lectura moral, si el contenido de todas las normas pudiera remitir a controvertidos argumentos morales, entonces la certeza del derecho devendría una quimera. Necesitamos, en palabras del propio Dworkin, un fulcro para el desacuerdo (1986, pp. 45 y 46). En Law’s Empire Dworkin parece aceptar que hay, en la tarea de identificar el derecho, algunos aspectos excluidos de la controversia:

Debe haber una etapa “preinterpretativa” en la cual las reglas y los estándares que suministran el contenido presunto de la práctica son identificados. (La etapa equivalente en la interpretación literaria es la etapa en la que diferentes novelas, obras de teatro, y las restantes son identificadas textualmente, es decir, el periodo en el cual el texto de Moby-Dick es identificado y distinguido del texto de otras novelas). Pongo “preinterpretativo” entre comillas porque algún tipo de interpretación es necesaria incluso en esta etapa. Las reglas sociales no portan etiquetas de identificación. Pero un grado realmente grande de consenso se precisa –quizá una comunidad interpretativa puede ser útilmente definida como una que requiere del consenso en esta etapa– si la actitud interpretativa ha de ser fructífera, y de este modo podremos prescindir de esta etapa en nuestro análisis al presuponer que las clasificaciones obtenidas son tratadas como dadas en la reflexión y argumentación cotidianas (1986, pp. 35 y 36). 16

Sin embargo, esto no es suficiente. Incluso si adoptamos la idea de que el derecho es la institucionalización de la moralidad política y por lo tanto no hay dos sistemas –el moral y el jurídico–, sino solo uno, debemos aceptar que la teoría jurídica tiene dos tareas como Dworkin reconoce en su respuesta a Hugh Baxter: “Describir el modo en el que el derecho es un departamento especial de la moralidad y el modo en el cual es una rama especial de la moralidad. Jürgen Habermas describe la ‘positivización’ de la moralidad en el derecho para explicar el segundo de estos fenómenos desde el punto de vista de la teoría social” (2011a, p. 1080). De hecho, la contribución de Dworkin puede ser contemplada como el enfoque más potente de la primera tarea desde el punto de vista interpretativo.

En realidad, el derecho es a la vez un conjunto de reglas sustantivas que regulan el comportamiento humano y un conjunto de reglas procesales que establecen las autoridades, los procedimientos y las consecuencias derivadas de seguir o violar las reglas sustantivas. Estos dos tipos de reglas están en tensión. Es decir, es posible que una autoridad establezca que determinada regla sustantiva ha sido vulnerada cuando no lo ha sido y viceversa. Si el contenido de todas las reglas sustantivas y de todas las reglas procesales fuese controvertible, entonces no habría ni fulcro para el desacuerdo, ni siquiera fulcro para el acuerdo. Por esta razón, creemos que en el derecho hay algunas partes, pocas, que son intocables, esto es, reglas cuya identificación no puede remitir a la argumentación moral. 17 Son, a nuestro juicio, las siguientes: a) las reglas sustantivas contenidas en las decisiones judiciales y administrativas individuales; b) las reglas procesales que definen las instituciones jurídicas (el Parlamento, el Tribunal Supremo, el Tribunal Constitucional, por ejemplo); y c) las reglas procesales que establecen cuáles son las decisiones judiciales finales y definitivas, que definen la res iudicata.

Algunos comentarios acerca de las partes intocables son necesarios. Primero, las decisiones particulares que ponen fin a las controversias jurídicas han de poder ser identificadas clara y precisamente. Por diferencia a las normas generales del Código Penal, una sentencia ha de es­tablecer que A ha de ser castigado a la pena de, por ejemplo, seis años de prisión; no que A ha de ser castigado a dicha pena excepto si su conducta era jurídicamente justificada. Esto abriría de nuevo la controversia. Las decisiones individuales han de poder identificarse de un modo que sea totalmente opaco a su justificación. En segundo lugar, las reglas que confieren las competencias al Parlamento o al Tribunal Constitucional son a menudo fuentes de controversia acerca del contenido o de los límites de la competencia. Es suficiente que la parte intocable de estas reglas alcance a la identificación de las instituciones de un modo no controvertible.

Finalmente, Dworkin parece tomar en cuenta este aspecto cuando se refiere a los principios de la estructura procesal y añade: “Una vez rechazamos el modelo de los dos sistemas, y concebimos el derecho como una parte diferenciada de la moralidad política, debemos tratar los principios que estructuran esta especificidad y separan el derecho del resto de la moralidad política como principios ellos mismos políticos que necesitan una lectura moral” (2011b, p. 413).

Esta aserción puede ser interpretada de dos maneras: si es interpretada en el sentido de que la justificación de la función de estos principios necesita una lectura moral, nos parece acertada; pero si es interpretada en el sentido de que la identificación de su contenido depende de la lectura moral, entonces no. Cuando la Corte Suprema estadounidense en Bush vs. Gore 18 decidió que el método establecido por la Corte Suprema de Florida para recontar las papeletas del voto conllevaba una violación de los derechos constitucionales, la decisión fue muy controvertida y muchos consideraron que era una decisión errónea desde el punto de vista del derecho constitucional.19 Sin embargo, nadie consideró que la sentencia de la Corte no debía ser obedecida y que, por lo tanto, el presidente Bush era un presidente ilegal, aunque la decisión judicial que autorizó su proclamación fuese constitucionalmente inválida. Algunas veces, por paradójico que parezca, los procedimientos jurídicos requieren la aplicación de reglas inválidas. Tal vez algunas consideraciones de Ludwig Wittgenstein en las Investigaciones filosóficas, precisamente cuando está elaborando su posición acerca del seguimiento de reglas, pueden iluminar un poco este problema: “Si he agotado los fundamentos, he llegado a roca dura y mi pala se retuerce. Estoy entonces inclinado a decir: ‘así simplemente es como actúo’. (Recuerda que a veces requerimos explicaciones no por su contenido, sino por la forma de la explicación. Nuestro requisito es arquitectónico; la explicación, una suerte de falsa moldura que nada soporta)” (1988, sec. 217).

IV. La fundamentación ética del liberalismo

En su famosa conferencia Tanner, “Foundations of Liberal Equality”, Dworkin criticó uno de los principales recursos utilizados por los liberales contractualistas al que se refiere como la estrategia de la discontinuidad (1995). Desde Locke hasta Rawls, el contractualismo se ha caracterizado por ofrecer una justificación de la moralidad política desconectada de cualquier ideal de vida buena. La razón para separar lo personal de lo político es poderosa. Dado que mantenemos discrepancias profundas acerca de lo bueno, la mejor manera de lograr un consenso sobre cómo debemos organizar nuestra sociedad es formulando una concepción de la justicia que no descanse en ninguna posición ética, filosófica o religiosa sino que pueda ser respaldada por una pluralidad de ellas. Esta estrategia ha dado lugar a un liberalismo político concebido exclusivamente para regular la esfera pública basada en ideas políticas.

Dworkin considera que la estrategia de la discontinuidad tiene dos dificultades graves. 20 La primera es que la bifurcación entre lo personal y lo político nos condena a una suerte de esquizofrenia ética y moral. Las teorías contractualistas nos ven como sujetos divididos entre la perspectiva que tenemos en la esfera privada –que es subjetiva y está guiada por nuestras convicciones personales– y la que adoptamos en la esfera pública –que es objetiva y está guiada por la imparcialidad. Estas concepciones tienden a sobreestimar nuestra capacidad para cambiar de punto de vista según el contexto, pero lo que cuestiona Dworkin no es dicha capacidad, sino la exigencia de que nos mudemos de perspectiva constantemente: no podemos pedir a los individuos que ejerzan su función de ciudadanos alienados de los valores y creencias que consideran fundamentales. Si la religión guía sus decisiones más importantes, ¿cómo podemos pedirles que la pongan entre paréntesis cuando argumentan a favor de una política pública?

La segunda dificultad surge a la hora de explicar la fuerza categórica del contrato social. Teniendo en cuenta que dicho contrato nos impone cargas importantes –esto es, las exigencias de justicia–, debemos ser capaces de ofrecer buenas razones para obedecerlo a quienes se sientan tentados a violarlo. Las formas más simples de contractualismo minimizan este problema tratando de mostrar que tenemos razones basadas en nuestro autointerés para acatar el contrato. El problema de estas versiones es que tienden a justificar un orden social desventajoso para los más débiles ya que la igualdad, claro está, no está en el interés de todos. Hay otras formas de contractualismo que abordan el problema de la motivación localizando nuestras razones para respetar el contrato social no en el autointerés sino en la moral. Rawls, por ejemplo, presenta su concepción de la justicia como el acuerdo al que llegaríamos en unas ciertas condiciones ideales –es decir la posición original– que representan ciertos puntos fijos, compartidos, de nuestra moralidad. Estas versiones más sofisticadas plantean un problema distinto. A pesar de la fuerza motivadora de la moral, en nuestras elecciones diarias también nos sentimos compelidos por las exigencias derivadas de nuestras creencias éticas, filosóficas y religiosas. Mostrar que acatar el contenido del contrato social es consistente con nuestra moralidad no es suficiente para desactivar los conflictos que puedan darse entre ésta y nuestra concepción de lo bueno. 21

Dworkin sostiene que ambos problemas desaparecen si defendemos un liberalismo comprehensivo que invoque un ideal de vida buena. A pesar de que resulta inevitable que en una sociedad liberal haya una pluralidad de concepciones de la vida buena, Dworkin cree que es posible identificar un denominador común a todas ellas en el cual anclar el liberalismo. En esto consiste la estrategia de la continuidad. Mediante ella pretende mostrar que actuar justamente contribuye a nuestro bien y, de este modo, elimina el posible conflicto entre lo correcto y lo bueno. Cuando las políticas que organizan nuestra sociedad reflejan nuestras convicciones personales, lo personal y lo político confluyen.

El desarrollo de una ética liberal compartida ocupa varios de los trabajos de Dworkin y solo culmina en su último libro Justice for Hedgehogs en el que expone dos principios de la dignidad humana sobre los que, a su juicio, existe consenso: el principio de la importancia objetiva e igual de las vidas humanas y el principio de la especial responsabilidad de cada individuo sobre el éxito de su propia vida (2006, pp. 9 y 10). El primero sostiene que lo bien o mal que vaya la vida de un sujeto es algo importante en sí mismo y debe preocuparnos a todos –con independencia de cuál sea la actitud del sujeto en cuestión sobre su propia vida. El segundo principio dice que cada individuo debe decidir por sí mismo el tipo de vida que merece la pena vivir. Sin perjuicio de las obligaciones que pueda tener el Estado hacia nosotros, cada sujeto es el principal responsable de lograr que su vida sea buena.

Estos dos principios determinan el contenido de nuestra moralidad –tanto política como personal–; imponen obligaciones al Estado sobre cómo tratarnos y definen el modo en el que nosotros mismos debemos encarar nuestras vidas. En el plano político el reconocimiento de la importancia objetiva e igual de las vidas humanas prohíbe al gobierno distribuir bienes y oportunidades desigualmente entre los ciudadanos con el argumento de que algunos merecen más atención que otros. La responsabilidad especial de los individuos sobre su propia vida está conectada con el deber del gobierno de respetar a todos los individuos por igual que se traduce en una doble exigencia, a saber: tratarles a todos como seres humanos capaces de formar y actuar según concepciones del bien y no limitar sus libertades esgrimiendo la superioridad de algunas concepciones del bien. En el terreno ético, el principio de la importancia objetiva implica un deber de respetarse a uno mismo y to­marse en serio la propia vida; el principio de la responsabilidad especial, por su parte, nos exige vivir con autenticidad e identificar por nosotros mismos la vida que es exitosa.

El atractivo de la estrategia dworkiniana es que, al establecer una continuidad entre lo político y lo personal, promete una experiencia moral más integrada que la que nos ofrece el contractualismo. Ahora bien, el valor de esta promesa depende de que estos dos principios de la dignidad sean efectivamente compartidos. Otras formas de liberalismo comprehensivo conocidas, como las de Berlin o Raz, están fundamentadas en valores que pertenecen a una concepción concreta de la vida buena que claramente no son compartidos. 22 En este sentido, el argumento de Dworkin es novedoso ya que aspira a formular un liberalismo que sea comprehensivo y al mismo tiempo compatible con una pluralidad de concepciones de lo bueno. La clave consiste en estructurar nuestras concepciones éticas en dos niveles. Existe un primer nivel sustantivo integrado por las ideas concretas que cada uno de nosotros tiene acerca de qué hace que una vida sea valiosa. En este nivel las discrepancias son enormes. Algunos creen que lo que da valor a una vida es la entrega a los demás, mientras que para otros es el desarrollo de ciertas capacidades, o la adquisición de conocimiento, por poner algunos ejemplos. Hay un segundo nivel más abstracto en el que se halla nuestra concepción teórica del ideal de la vida buena que aborda cuestiones filosóficas como ¿es importante que la vida de la gente sea buena y no solo placentera?, ¿es importante solo subjetivamente o en un sentido objetivo?, ¿quién es responsable de que las vidas de los individuos sean buenas? Dworkin cree que en este segundo nivel tenemos intuiciones compartidas que son compatibles con las discrepancias que mantenemos en el primer nivel. Los dos principios de la dignidad son un intento de organizar estas intuiciones y presentarlas como una concepción ética abstracta capaz de dotar de fundamentos sólidos al liberalismo.

La tentativa de Dworkin por situar su propuesta entre los liberalismos de Rawls y Berlin es original, aunque defender una tercera vía no es fácil. En sus últimos trabajos Dworkin argumenta extensamente a favor de la plausibilidad de los dos principios de la dignidad, pero su argumento tiene dos puntos débiles. El primero de ellos es que, aunque casi todos nosotros tenemos creencias sólidas sobre lo que da valor a una vida, muchos no se han parado a pensar en cuestiones más abs­tractas como las relativas al estatus, la fuerza y el carácter del ideal de la vida buena. De hecho, es bastante probable que únicamente los filósofos se planteen estas cuestiones. Las concepciones éticas de muchos individuos carecen de un segundo nivel abstracto y, por lo tanto, es dudoso que las ideas sobre la vida buena a las que apela Dworkin, aunque no sean implausibles, tengan la fuerza motivadora que él busca cuando opta por construir una justificación ética del liberalismo. El segundo punto débil del argumento es que, lamentablemente, Dworkin no se esfuerza lo suficiente por mostrar cómo los dos principios de la dignidad pueden ser suscritos desde concepciones éticas sustantivas con las que, aparentemente, pueden entrar en conflicto. Por ejemplo, la idea contenida en el segundo principio de la dignidad de que cada individuo tiene una responsabilidad especial sobre el destino de su vida tiene un tinte marcadamente liberal que tiene mal acomodo en las concepciones éticas que confieren autoridad moral a un líder espiritual. Dworkin cree que el principio de la responsabilidad es compatible con que algunos individuos elaboren sus juicios dejándose influir por quienes admiran o remitiéndose a una autoridad religiosa o espiritual. Lo único que requiere este principio, aclara, es que esa deferencia sea fruto de una decisión del propio sujeto (2006, p. 10). Lo único que muestra este argumento, a lo sumo, es que estas concepciones éticas no son incompatibles con la ética general que formula Dworkin. Pero esta relación es demasiado débil para generar la fuerza normativa que Dworkin espera obtener mediante su estrategia. Tal vez los principios de la dignidad no contradigan ninguna parte esencial de las concepciones éticas sustantivas que sostiene la mayoría pero, aun así, es posible que no puedan ser respaldados moralmente desde todas esas concepciones porque expresan valores que solo resultan atractivos desde algunas de ellas. El mero hecho de que un valor no colisione con el conjunto de valores que sostengo no parece que sea suficiente para que pase a formar parte de dicho conjunto y si no lo hace difícilmente llegará a motivarme. La estrategia de Dworkin puede ser exitosa si los dos principios de la dignidad y nuestras concepciones éticas sustantivas guardan una relación más fuerte que la mera compatibilidad. Los miembros de una sociedad deben poder identificar estos principios como partes constitutivas de su concepción ética. Solo en ese caso percibirán la igualdad de recur­sos como un criterio de justicia que avanza su propia concepción del bien, tal y como se propone Dworkin al plantear su liberalismo comprehensivo.

V. La igualdad de recursos

La igualdad de recursos es el criterio de justicia que mejor honra los dos principios de la dignidad. Constituye, a juicio de Dworkin, la mejor respuesta a la siguiente pregunta: ¿mediante qué criterio debemos organizar nuestra sociedad si creemos que es objetivamente importante que nuestras vidas sean buenas y que cada sujeto tiene una responsabilidad especial sobre la dirección de su propia vida? No obstante, este nexo entre los principios políticos y la ética dworkinianos solo resulta evidente en sus últimos trabajos. Inicialmente, Dworkin introduce la igualdad de recursos como un criterio superior al que Rawls sugiere con la intención de subsanar un defecto grave de la concepción utilitarista de Jeremy Bentham y John Stuart Mill. 23 La distribución de recursos que exige el utilitarismo es la que maximiza la felicidad del mayor número de personas. Aunque a simple vista parece plausible, el ideal utilitarista tiene una consecuencia espantosa: debemos sacrificar los intereses de unos pocos si con ello logramos que la mayoría esté más feliz. La propuesta de Rawls es una reacción a este mandato que considera injusto a todas luces. Elabora una concepción de la justicia que tiene en cuenta los intereses de cada persona separadamente; no los agrega como hace el utilitarismo y, por tanto, no sacrifica los de nadie. Rawls sugiere garantizar un conjunto igual de libertades básicas para todos, asegurar una justa igualdad de oportunidades en el acceso a las distintas posiciones sociales, y ordenar las desigualdades económicas para que, mediante un sistema de impuestos y transferencias, beneficien en la mayor medida posible a los peor situados económicamente (Rawls, 1971).

G. A. Cohen lleva razón cuando señala que la principal aportación de Dworkin a la filosofía política ha sido insertar en el discurso igualitario “la idea más poderosa del arsenal de la derecha antiigualitaria”: la idea de responsabilidad individual (Cohen, 1989, p. 933). Tanto en la discusión académica como en el debate político, la responsabilidad individual se ha invocado con frecuencia para justificar una disminución de los beneficios sociales para los más pobres y un aligeramiento de las cargas que deben soportar los más ricos. Por un lado, se ha tendido a considerar que la mayoría de beneficiarios de los programas distributivos son responsables de su desventaja y, por esa razón, no merecen que les transfiramos recursos. Por otro lado, se ha denunciado que el sistema impositivo del Estado del bienestar penaliza a sujetos trabajadores y emprendedores que han alcanzado una buena posición social con mucho esfuerzo y sacrificio. Sus oportunidades no eran superiores a las de sus compañeros de clase que se encuentran en lugares más bajos del escalafón, simplemente han utilizado mejor sus talentos y su tiempo. La incompatibilidad de las políticas bienestaristas con las nociones de esfuerzo, elección y responsabilidad es una mala noticia para el igualitarismo ya que el arraigo de estas ideas en nuestras creencias ordinarias sobre lo que es justo es considerable.25 Una concepción de la justicia que dé la espalda al sentido común de aquellos a quienes pretende gobernar carecerá del apoyo suficiente para ser considerada legítima. El propósito de Dworkin es mostrar que, bien entendida, la responsabilidad justifica programas distributivos generosos.

Han sido varios los filósofos políticos que han seguido a Dworkin en su propósito de formular una concepción de la justicia igualitaria que incorpore la responsabilidad individual. Sus esfuerzos por hallar este criterio de justicia han dado lugar a una corriente dentro del liberalismo igualitario que ha sido bautizada como igualitarismo de la suerte en referencia al objetivo compartido de igualar el impacto del azar en nuestras vidas. 26 La formulación de la igualdad de recursos a principios de los ochenta generó una discusión entre los igualitaristas de la suerte que ha dominado el debate sobre la justicia distributiva hasta hace bien poco. El problema de elegir un estándar que nos permita identificar a los peor situados ha sido una de las cuestiones más debatidas. Algunos han seguido a Dworkin en la cuestión del estándar y han adoptado un criterio basado en los recursos (por ejemplo, Philippe van Parijs o Eric Rakowski). Otros, en cambio, han optado por el bienestar (por ejemplo, Richard Arneson) o por una métrica a medio camino entre bienestar y recursos (por ejemplo, G. A. Cohen). La manera de entender el concepto de responsabilidad y el ideal de igualdad también ha generado controversia.

La forma de igualitarismo de la suerte que propone Dworkin en Sovereign Virtue es de las más complejas. Aunque su nombre pueda su­gerir lo contrario, la igualdad de recursos no exige dar a cada suje­to una misma cantidad de recursos. Dworkin sugiere valorar el monto de recursos que posee cada individuo según los costes de oportunidad que genera –es decir, aquello a lo que los demás renuncian por el hecho de que él posea estos recursos, por ejemplo, los costes de oportunidad de que una parcela sea utilizada por A para cultivar naranjos son el valor que le dan los otros individuos a lo que ellos harían con la parcela si fuese suya. La distribución igual sugerida por Dworkin es una en la que los costes de oportunidad generados por los recursos que posee cada individuo son equivalentes. El atractivo de usar los costes de oportunidad como estándar es que nos permite lograr una distribución totalmente sensible a las elecciones de los individuos, ya que cada monto individual de recursos no solo expresa las preferencias de su dueño, sino también las del resto de individuos. A partir del momento en el que logramos un reparto igual en los costes de oportunidad, lo justo es dejar que los individuos acarreen con las consecuencias que se derivan de sus decisiones, tanto si deciden trabajar duramente como si optan por una vida disoluta o contemplativa.

Para mostrar la plausibilidad de su propuesta Dworkin nos pide que hagamos el siguiente experimento mental. Imaginemos a unos náufragos que han sido arrastrados a una isla desierta. Supongamos, en este primer momento, que sus talentos y estado de salud son iguales. Ante la escasa probabilidad de ser rescatados, los náufragos deciden repartirse los distintos bienes que encuentran. Todos aceptan que nadie tiene un derecho especial a estos recursos y que la distribución tiene que ser igual de modo que, una vez finalizado el reparto, nadie debe envidiar el monto de bienes que tiene otro sujeto. Para alcanzar este resultado, deciden realizar una subasta de los bienes en la que todos los náufragos participan con idéntica capacidad adquisitiva –un número igual de conchas que sirven de moneda solo en la subasta. Cada uno utilizará las conchas de las que dispone para pujar por los bienes que prefiera (plantas, tierra, animales, etc.). La subasta termina cuando todas las conchas han sido usadas y todos los bienes distribuidos de modo que cada uno se halla en posesión de su más alto postor. Mediante la subasta conseguimos que el valor de los “recursos sociales dedicados a la vida de una persona sea fijado preguntando qué tan importante es ese recurso para los otros” (Dworkin, 2000, p. 70).

Llegamos a una distribución en la que los bienes que tiene cada individuo son iguales en términos del coste de oportunidad que supone para el resto el hecho de que él sea quien tenga esos bienes. Pero además de ser igualitario, este reparto tiene otras dos características que lo hacen deseable. Es pareto-óptimo, ya que ninguna redistribución ulterior puede mejorar la situación de un sujeto sin empeorar la de otro, y está libre de envidia porque nadie prefiere un monto de bienes que no sea el suyo, de lo contrario habría hecho una puja distinta. 27

El mercado es el mecanismo que más se parece a la subasta dworkiniana ya que mide el valor de las decisiones de alguien identificando lo que suponen para los demás a partir de su disposición a pagar. La justificación de un mercado para los factores productivos y los bienes de consumo a partir de esta idea de los costes de oportunidad resulta bastante clara. El precio de mercado de los factores productivos y de los bienes de consumo es lo que permite que quienes adquieran estos bienes internalicen el coste que supone para el resto el hecho de que sean ellos quienes los tengan. Lo mismo puede decirse de las ganancias mercantiles y del capital. Aunque generan desigualdades, estaría justificado permitir estas ganancias ya que reflejan el valor que da la sociedad a la decisión de los individuos de utilizar sus talentos y sus re­cursos de un modo productivo. La idoneidad del mercado para revelar los costes de oportunidad conduce a Dworkin a afirmar que el mercado “debe estar en el centro de cualquier desarrollo teórico atractivo de la igualdad de recursos” (2000, p. 66). “En la igualdad de recursos el mercado […] es respaldado por el concepto de igualdad, como el mejor medio para hacer valer, hasta cierto punto, la exigencia fundamental de que solo se dedique a la vida de cada uno de [los] miembros [de la sociedad] una porción igual de recursos sociales, medida por el coste de oportunidad de dichos recursos para otros” (p. 112). Por tanto, debemos diseñar “nuestra economía de modo que sea posible para un individuo identificar y pagar los costes verdaderos de las decisiones que toma. Es por eso que una comunidad […] debe colocar mercados adecuadamente regulados en el centro de su estrategia distributiva”. 28

El problema es que, incluso cuando funciona perfectamente –es decir, no hay externalidades, la competencia es perfecta, etc.–, el mercado no solo refleja la variedad de gustos y preferencias de los individuos, sino que también es sensible a las diferencias en los talentos, capacidades, salud y otras contingencias. Si, como sucede con los náufragos, nuestras dotaciones y circunstancias fuesen las mismas, entonces el mercado aseguraría el tipo de resultados que Dworkin considera justos ya que produciría distribuciones que expresarían nuestras preferencias sobre los bienes y nuestras decisiones económicas. En esto, lamentablemente, el experimento de la isla se aleja demasiado de la realidad como para que podamos dar por buenos los resultados que genera el mercado en nuestras sociedades. ¿Es posible enmendar nuestros mercados para acercarnos a la distribución ideal? Dworkin sugiere complementar una economía de mercado con un sistema de impuestos y transferencias que mitigue las desventajas involuntarias que afectan a los individuos. Crear este sistema exige responder a dos cuestiones centrales, a saber: ¿qué circunstancias deben ser consideradas como desventajosas? y ¿cuántos recursos es razonable que una sociedad dedique a mitigarlas?

Dworkin tiene una propuesta ingeniosa que consiste en un seguro hipotético. La solución en estos casos pasa por dilucidar qué decisión habrían tomado los individuos si hubiesen tenido la posibilidad de asegurarse frente a distintas contingencias –quedarse ciego, tener talentos escasos, ser infértil, etc.– ignorando sus probabilidades reales de sufrirlas y pensando que todo el mundo tiene las mismas probabilidades.29 Solo tenemos el deber de mitigar aquellas desventajas que el ciudadano medio –con un nivel de prudencia normal y unas preferencias que son representativas de las que existen en la sociedad– considera lo suficientemente graves como para asegurarse contra ellas en el caso de que fuera posible. La cuantía exacta de la compensación viene determinada por la propia lógica del seguro. Al igual que sucede en el mercado real de seguros, en el hipotético las primas son más altas cuando mayor es la probabilidad de que un riesgo se materialice. Tiene sentido asegurarse frente a una desventaja cuando las probabilidades de sufrirla son razonablemente bajas y, en consecuencia, la prima a pagar no resulta excesivamente costosa. En cambio, no es racional asegurarse frente a desventajas que son muy comunes ya que la prima a pagar será cara y equivaldrá, prácticamente, al rescate del seguro. Por esta razón, sostiene Dworkin, es muy improbable que compremos un seguro que nos permita prolongar la vida unos meses en el caso de sufrir una enfermedad terminal: es demasiado caro teniendo en cuenta los beneficios que proporciona. Las desventajas frente a las cuales el individuo medio no se aseguraría, no deben ser compensadas. El atractivo del enfoque del seguro es que, a diferencia de nuestros sistemas sanitarios, no impone un nivel de protección, sino que deja que sean los propios individuos los que decidan el tipo de riesgos que están dispuestos a asumir. Exige corregir las desigualdades en las circunstancias de un modo que sea sensible a las elecciones individuales.

Para diseñar un sistema impositivo que imite el mecanismo del seguro, son necesarios una serie de pasos que Dworkin no especifica. Sin embargo, criticarle por esta razón sería injusto puesto que su intención no es ofrecer una hoja de ruta detallada hacia la sociedad justa sino unos principios generales con los que orientar nuestras decisiones políticas. No obstante, sí que conviene evaluar la capacidad de su propuesta para acomodar la intuición que la motiva. ¿Genera la igualdad de recursos distribuciones sensibles a las preferencias y decisiones individuales? No del todo. Para que fuese así cada individuo debería recibir una cobertura equivalente al tipo de póliza que él mismo habría suscrito en el mercado hipotético de seguros según sus preferencias y su actitud hacia el riesgo. Alguien que se hubiese asegurado para ser mantenido en vida en caso de coma profundo debería recibir dicho tratamiento y otro que hubiese decidido no hacerlo, no. Cada sujeto tendría que ser compensado solo si se viese afectado por las contingencias frente a las cuales él mismo hubiese considerado oportuno asegurarse y según la póliza que hubiese comprado. Pero la pregunta que Dworkin considera clave para diseñar nuestro sistema de impuestos es ¿qué tipo de seguro contrataría el “individuo medio” si sus probabilidades de verse afectado por la mala suerte y sus recursos materiales fuesen iguales a los de los demás? La respuesta, suponiendo que podemos hallarla, no necesariamente coincidirá con el seguro que comprarían todos los individuos reales. Es posible que alguien tenga un estilo de vida muy consumista y solo esté dispuesto a gastar en seguros una cantidad mucho menor a la que el agente ideal gastaría. En cambio, alguien que otorgue un gran valor a la vida y sea austero, puede que no considere irracional pagar una prima muy alta que le garantice tratamientos para prolongar su vida lo máximo posible. Obligar a estos sujetos a pagar unos impuestos basados en la prima que el agente ideal suscribiría implica forzarles a suscribir un seguro que ellos, si tuvieran la opción, no contratarían. El sujeto consumista puede quejarse de que paga demasiados impuestos y el austero puede insistir en que él se aseguraría frente a una contingencia que el Estado no cubre. En ambos casos, la prima que pagan los sujetos y la compensación que pueden recibir no reflejan sus decisiones y, por lo tanto, la distribución que surgirá no será sensible a sus preferencias. Dworkin intuye este problema en Sovereign Virtue, pero no le presta demasiada atención.

Posteriormente, aborda este problema argumentando que la principal razón para ignorar la información relativa a las preferencias reales de los individuos es la eficiencia. No podemos implementar un sistema en el que los impuestos que paga cada sujeto equivalen a la prima que él mismo –en lugar del miembro representativo– habría suscrito porque “sería poco económico para la comunidad derrochar las grandes cantidades que serían necesarias para hacer estos juicios contrafácticos, incluso si fuesen posibles” (Dworkin, 2000, p. 112). Dworkin reconoce que no todos se beneficiarán del seguro hipotético y del esquema redis­tributivo, pero considera que esto no es un problema grave ya que:

...ninguno de ellos puede quejarse razonablemente de que la comunidad no debería haberse basado en presunciones generales sobre los seguros, sino que debería haber diseñado test individualizados para decidir quién se habría asegurado y quién no a cada nivel. Los impuestos de todos, incluidos los suyos, habrían sido más altos si la comunidad hubiese hecho esto” (idem).

Esta respuesta sugiere que recurrir al juicio del individuo representativo es solo un second best. Es decir, si hubiese un modo de conocer las preferencias individuales que no fuese excesivamente costoso deberíamos usarlo para obtener una distribución que fuese más sensible a las ambiciones. Las posibilidades de hallar un mecanismo de revelación de preferencias son, a nuestro juicio, escasas.

Dworkin sugiere fijarnos en las decisiones que toman los individuos en los mercados reales de seguros. Aunque puedan ofrecer cierta orientación, estas decisiones no son buenos indicadores ya que la oferta en dichos mercados no incluye seguros que los individuos comprarían en condiciones hipotéticas –por ejemplo, uno seguro contra la ceguera. Para completar esta información propone que gobierno y expertos diseñen protocolos que representen varias estrategias aseguradoras e informen extensamente de las consecuencias de adoptar cada una de ellas como criterio distributivo, por ejemplo, el impacto sobre la mortalidad y la morbilidad, los costes totales y su efecto macroeconómico.

Organizar un debate público en torno a las distintas posibilidades puede ser una buena manera de obtener información relativa al tipo de seguros que los individuos comprarían. No obstante, no es en absoluto descartable que obtengamos respuestas sesgadas debido a la incapacidad de los individuos sanos de abstraerse de sus circunstancias y decidir pensando que podrían contraer enfermedades de las cuales se saben a salvo.

Algunos consideran que las propuestas de diseño institucional que hace Dworkin son demasiado moderadas, e incluso decepcionantes, teniendo en cuenta la gimnasia mental que uno debe hacer para comprender su enfoque. Al fin y al cabo, Sovereign Virtue sugiere implementar la igualdad de recursos por medio de un marco de interacción que consiste, básicamente, en una economía de mercado, un sistema amplio de libertades, y una sistema de impuestos y transferencias que mitigue aquellas desigualdades que son fruto de la mala suerte. Esto no es algo muy diferente del Estado del bienestar que conocemos. Muchos de los sistemas que en la actualidad se hacen llamar Estados del bienestar no producen distribuciones justas según la igualdad de recursos. No obstante, es probable que los Estados de este tipo que funcionan mejor no estén lejos de alcanzar este ideal. Esta supuesta falta de atrevimiento en las propuestas no puede ser considerada un defecto, ya que Dworkin, a diferencia de otros liberales igualitarios como Rawls o Cohen, no considera que la justicia exija un cambio radical de sistema. Su objetivo es proporcionar fundamentos filosóficos sólidos al Estado del bienestar y mostrar como las ideas que tradicionalmente se han usado para socavarlo en realidad lo justifican.

VI. Dworkin, pensador del siglo corto

A finales del siglo corto,30 Dworkin planteó una concepción del derecho y una concepción de la justicia alternativas a las que habían predominado en dicho siglo: el positivismo jurídico de Hans Kelsen a H. L. A. Hart y el utilitarismo de Bentham y Mill (aquí siguiendo la ruta señalada por John Rawls). Es una concepción de la filosofía práctica ambiciosa, en donde la filosofía del derecho deviene una parte de la filosofía política, que es un departamento de la filosofía moral. La pregunta acerca de cómo debemos vivir recibe, así, una respuesta unitaria que enlaza nuestra vida privada con nuestro comportamiento en el espacio público. Una concepción basada en la dignidad humana y en nuestro derecho a ser tratados con igual consideración y respeto por nuestros gobiernos. Una concepción que aspira a albergar los desacuerdos profundos que tenemos en estas cuestiones, amalgamados en una comunidad articulada por unos pocos principios básicos. Con ello se ha ganado, sin duda, un lugar entre los grandes pensadores al final del siglo corto y al comienzo del nuevo siglo.

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Notas

1 Véase la nota publicada por Jeremy Waldron a raíz de la muerte de Dworkin disponible en: http://chronicle.com/blogs/conversation/2013/02/19/remembering-ronald-dworkin/

2 Así se expresaba el colega de profesión de Dworkin, John Gardner. Véase la nota publica­da por Fleming, disponible en http://balkin.blogspot.ru/2013/02/ronald-dworkin-eulogy.html

3 Un buen retrato de cómo la vida personal de Dworkin se entrelazó con su vida pública y su tarea intelectual puede hallarse en la entrevista de Adam Liptak (otoño 2005). En ella se cuenta una anécdota oxoniense: Hart –como si dijéramos premonitoriamente– al leer el examen escri­to del estudiante Ronald Dworkin en Oxford, donde Hart ya era profesor aunque no dio clases a Dworkin, quedó tan impresionado que lo sustrajo de los registros de la universidad y lo guardó consigo: la primera crítica dworkiniana a la teoría hartiana está, tal vez, en un examen escrito.

4 En este artículo incidimos únicamente en las que, a nuestro parecer, son las contribuciones más importantes de Dworkin. Hacer un análisis exhaustivo de su pensamiento está fuera del al­cance de un trabajo breve como este.

5 Que se encuentra fundamentalmente en The Concept of Law (Hart, 1961). La segunda edi­ción de esa obra, póstuma, contiene un Postscript que es fundamentalmente una respuesta a las críticas de Dworkin. Véase Hart, 1994. Algunas de las ideas allí contenidas, aunque no habían sido publicadas en inglés, contaban con un precedente en español, la publicación de una confe­rencia dada por Hart en la Universidad Autónoma de Madrid en 1979 (Hart, 1980).

6 Véase también la traducción castellana de M. Guastavino con un estudio introductorio de Albert Calsamiglia (Dworkin, 1984). El libro tenía el 12 de agosto de 2013 más de 11 000 citas en Google Scholar. En el estudio de Shapiro (2000), Dworkin aparece en el segundo lugar entre los juristas norteamericanos más citados de todos los tiempos, solo precedido por Richard Pos­ner.

7 Véase A Matter of Principle (Cambridge, Harvard University Press), de 1985; Law’s Em­pire (Cambridge, Harvard University Press), de 1986; Freedom’s Law (Cambridge, Harvard University Press) de 1996 y Justice in Robes (Cambridge, Harvard University Press) de 2006.

8 Hart, como es sabido, insistió en esta conexión contingente, pero importante, dadas las cir­cunstancias de las personas en las sociedades humanas. Véanse sus reflexiones al respecto sobre el contenido mínimo del derecho natural en el capítulo 9 de The Concept of Law. Que Hart fuera consistente en su rechazo de la conexión necesaria entre el derecho y la moral es puesto en duda en John Gardner (2001).

9 Ahora el cap. 2 de Taking Rights Seriously.

10 Así lo dice Dworkin: “El origen de estos como principios jurídicos no reside en ninguna decisión de una legislatura o un tribunal, sino en el sentido de adecuación (appropriateness) de­sarrollado en el foro y en el público a lo largo del tiempo” (1970, p. 40).

11 Véase Hart, 1980 y el “Postscript” (Hart, 1996). Véase también Carrió, 1971; Lyons, 1977, pp. 415-436; Soper, 1977, pp. 511-542; y Coleman, 1982, pp. 139-162. Esta posición al final se ha instaurado en la literatura con el nombre de positivismo jurídico incluyente, cuyas versiones más acabadas se encuentran en Waluchow, 1994 y Coleman, 2001. Al respecto, véase también Moreso, 2001, pp. 37-63. Dudas más que razonables sobre la propia posición de Hart se hallan en la introducción a la tercera edición del libro de Hart. Véase Green, 2012.

12 Véase también Raz, 2001, pp. 1-38; Endicott, 2001, pp. 39-58; y Zipurski, 2001, pp. 219- 270. Todos ellos incluidos en Coleman, 2001.

13 Así lo reconoce Shapiro (2007). Esto explícitamente lo rechaza Brian Leiter (2009), que sostiene que la segunda crítica tiene también una fácil respuesta. Este no es el lugar para entrar en dicha polémica, aunque creemos que no lleva razón. Al respecto, véase Moreso, 2009, pp. 62-73.

14 Ley 13/2005, de 1 de julio, por la que se modifica el Código Civil en materia de derecho a contraer matrimonio.

15 STC 198/2012, de 6 de noviembre.

16 Obviamente a la etapa preinterpretativa siguen la etapa interpretativa y la etapa postinter­pretativa, en donde Dworkin desarrolla, con profundidad y elegancia, su concepción del dere cho y cómo deben actuar las dos dimensiones, de adecuación y de valor o moralidad, para asig­nar significado a lo que el derecho requiere y proceder a su identificación. Pero para la discusión de este punto, estamos interesados en señalar este aspecto más “convencionalista” de Dworkin.

17 Y, para estas reglas y solo para ellas, la tesis fuerte de las fuentes sociales asociada al posi­tivismo jurídico excluyente, es verdadera. Joseph Raz (1970) expresa esta tesis así: “Una teoría del derecho es aceptable solo si sus criterios para identificar el contenido del derecho y deter­minar su existencia dependen exclusivamente de hechos acerca de la conducta humana capaces de ser descritos en términos valorativamente neutros, y aplicados sin recurrir a la argumentación moral” (pp. 39 y 40). 18 531 US 98 (2000).

19 Por ejemplo, Dworkin, 2002.

20 La oposición al contractualismo es lo que ha llevado a Dworkin a sustituir el enfoque de la obligación política basado en el acuerdo por uno basado en la asociación. Según Dworkin, la comunidad política es, al igual que la familia, una asociación que genera obligaciones para sus miembros por el mero hecho de pertenecer a la misma. Véase Dworkin, 1986.

21 El problema de la discontinuidad entre la perspectiva subjetiva o personal y la objetiva o imparcial es distinto a otra objeción importante que Dworkin hace al contractualismo basado en el consenso hipotético como el de Rawls o el de Gauthier. Según Dworkin, el contrato hipotético carece de fuerza normativa ya que no se trata de una forma débil de contrato, no es un contrato en absoluto. Esta objeción se encuentra en Dworkin, 1975.

22 Martha Nussbaum (2011) distingue estos liberalismos comprehensivos del de Dworkin ca­lificándolos de perfeccionistas.

23 La primera formulación de la igualdad de recursos se encuentra en el par de artículos “What is Equality: Part 1: Equality of Welfare” (Dworkin, 1981a) y “What is Equality? Part 2: Equality of Resources” (Dworkin, 1981b). Ambos artículos se hallan reimpresos en Dworkin (2000), donde el autor desarrolla extensamente la igualdad de recursos. Posteriormente, Dwor­kin la aclaró y completó en varios trabajos: “Sovereign Virtue Revisited” (2000); “Equality, Luck and Hierarchy” (2003); “Ronald Dworkin replies” (Dworkin y Burley, 2004); Is Democra­cy Possible Here? (2006); y Justice for Hedgehogs (2011).

24 La misma crítica, más desarrollada, se encuentra en Sen, 1982, pp. 353-373.

25 Dos trabajos que enfatizan la importancia de la responsabilidad en nuestros juicios e in­tuiciones ordinarias sobre la justicia son Miller, 1992, pp. 555-593 y Swift, 1999, pp. 337-363.

26 Véase Anderson, 1999, pp. 287-337.

27 El economista Hal Varian (1975) utilizó esta idea antes de que Dworkin formulara su igualdad de recursos.

28 Fragmento del manuscrito de Justice for Hedgehogs citado en Freeman (2010, p. 928).

29 Dworkin introduce esta consideración para evitar que los individuos decidan teniendo en cuenta sus circunstancias personales y decidan no asegurarse frente a enfermedades que saben que no van a contraer porque, por ejemplo, son hereditarias y sus genes no les predisponen a pa­decerlas.

30 El término es debido, como se sabe, a Eric Hobsbawm (1994) que lo utilizó para referirse al periodo comprendido entre 1914-1991.

18 531 US 98 (2000)

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