Precondiciones para el análisis del conflicto entre Tribunal Constitucional y Parlamento

Josep M. Vilajosana
Universidad Pompeu Fabra, España

Precondiciones para el análisis del conflicto entre Tribunal Constitucional y Parlamento

Isonomía, núm. 36, 2012, pp. 89 -116

Fecha de recepción: 04/07/2011

Fecha de aprobación: 06 Diciembre 2011

Resumen: En este trabajo se analizan los límites que subyacen a toda discusión acerca del conflicto entre Tribunal Constitucional y Parlamento. Con este fin, el autor propone que una filosofía política adecuada debe ser capaz de combinar ciertos ideales, que le confieren su carácter normativo, con una adecuación a la realidad, que le da su perfil práctico. En este caso, para adecuarse a la realidad, cualquier teoría de la democracia deberá antes prestar atención a las circunstancias de la jurisdicción (que delimitan aquello que es exigible a un Tribunal Constitucional) y las circunstancias de la política (que suponen la demarcación de lo posible en relación con el Parlamento).

Palabras clave: Tribunal Constitucional, Parlamento, circunstancias de la jurisdicción, circunstancias de la política.

Abstract: This paper analyses the limits underlying any discussion about the conflict between the Constitutional Court and Parliament. To this end, the author proposes that an adequate political philosophy must be able to combine certain ideals (thus giving to it a normative character) with an adjustment to reality (in order to be feasible). To be able to adapt to reality, any theory of democracy must take into account, first of all. the circumstances of jurisdiction (that define what is required of a Constitutional Court) and the circumstances of politics (that define what is required of a Parliament).

Keywords: Constitutional Court, Parliament, circumstances of the jurisdiction, circumstances of the politics.

Introducción

Un óptimo diseño institucional de las modernas democracias requiere definir el papel que deben jugar en ellas los Tribunales Constitucionales.1 Alrededor de esta materia orbitan de una u otra manera algunos de los problemas centrales de la filosofía política y de la filosofía del derecho contemporáneas. Uno de estos problemas tiene que ver con las dudas que plantea la adecuación democrática de este tipo de tribunales y se concreta en el análisis y la valoración de las relaciones que quepa establecer entre las funciones de los Tribunales Constitucionales y las de los Parlamentos. Una reconstrucción del debate que se suscita al respecto puede ser la siguiente (que se encuentra en Bouzat, Esandi y Navarro, 2001).

En general, se admite que los órganos legislativos no se encuentran obligados a justificar explícitamente las decisiones que adoptan. El mero hecho de haberse dictado respetando el procedimiento -que básicamente gira en torno al principio de la mayoría- es justificación suficiente para la imposición de una norma. El ejercicio del poder judicial, en cambio, se describe como una competencia cuyas resoluciones están claramente delimitadas, porque deben ser adoptadas ajustándose a derecho y, además, explícitamente fundadas en él. Si esta descripción es correcta, la ventaja de un sistema político con un control judicial de constitucionalidad radicaría en que el control de la actividad discrecional de un poder democrático es asignado a un órgano que si bien no es representativo, tampoco ejerce su competencia de manera discrecional.

Sin embargo, a menudo el derecho no impone respuestas unívocas. En esos casos difíciles es el juez, y no el derecho, el que determina la solución al caso. Este reconocimiento de la discrecionalidad de los intérpretes comporta una modificación de la valoración de las relaciones entre el poder legislativo y el poder judicial. Si la discrecionalidad no sirve para discriminar entre la actividad de ambos poderes, entonces habría que admitir que la legitimidad de origen es el único criterio relevante de valoración. Puesto que se entiende que el Parlamento es el depositario de la soberanía popular, entonces la solución sería colocar al poder legislativo por encima del judicial. La función del poder judicial se encontraría justificada, a lo sumo, como límite a aquellas decisiones que se dictan sin respetar el principio de la mayoría: se convertiría en un árbitro del procedimiento seguido para la decisión, pero no podría juzgar acerca de su contenido.

La respuesta a este argumento se refiere a la inevitable intervención del poder judicial en cuestiones que exceden a la custodia de aspectos puramente procedimentales. Por ejemplo, aun cuando fuese verdad que en un sistema democrático la última palabra sobre el alcance del coto vedado (por usar la expresión de Garzón, 1989) no está necesariamente reservada al poder judicial, todavía es necesaria la actividad judicial para resolver conflictos individuales de los derechos expresados en el catálogo constitucional. La función legislativa no es resolver directamente casos individuales sino situaciones abstractas, y no existe garantía de que sus soluciones ofrezcan la precisión suficiente para ordenar de manera exhaustiva los diferentes derechos admitidos en el coto vedado. En otras palabras, en el trasfondo de este debate late un peligro especular: que los jueces se conviertan en legisladores, pero también que los legisladores se conviertan en jueces.

Las posiciones al respecto están muy asentadas en el debate contemporáneo (en español, por ejemplo, véase Ferreres, 1997 y los trabajos recopilados en Carbonell, 2003). Ésta es una de las razones por las que voy a seguir una estrategia indirecta a la hora de abordar estas cuestiones. Otra de las razones es la siguiente. De acuerdo con el planteamiento de muchos autores (véase, por todos, Vázquez, 2010), estamos frente a un conjunto de cuestiones de carácter normativo: ¿Hay que propugnar la independencia judicial? En caso afirmativo, ¿con qué contenido y alcance? ¿Es conveniente un diseño institucional que favorezca el activismo judicial? ¿Es justificable el control de constitucionalidad?, etc. Ahora bien, antes de avanzar respuestas directas a estos y otros interrogantes normativos no está de más preguntarnos si algunos de los caminos que uno pueda proponer son viables o no. La maniobra que propongo, pues, consiste en retroceder un paso con el fin de intentar delimitar lo que podríamos denominar el ámbito de lo posible, pero no porque crea que hay que reducir un asunto de esta envergadura a una simple cuestión metodológica, sino porque considero que es la forma en la que cobra sentido la discusión acerca de lo deseable. Desear lo imposible es una quimera; desear lo necesario, una necedad. Por tanto, únicamente tiene sentido plantearse lo deseable dentro del ámbito de lo posible.

1. Cuestiones metodológicas

1.1 La realidad y los ideales

En el fondo de las discusiones que se suelen plantear acerca de si debe predominar la legitimidad del Parlamento frente a la del Tribunal Constitucional late un problema metodológico importante. Si lo que se pretende hacer es una comparación entre dos elementos (para simplificar: Tribunal Constitucional y Parlamento), ésta puede llevarse a cabo de cuatro maneras distintas en función de que lo comparado sea un modelo ideal de institución o su funcionamiento real: a) Tribunal real/Parlamento real; b) Tribunal ideal/Parlamento ideal; c) Tribunal real/Parlamento ideal; d) Tribunal ideal/Parlamento real.

Las tendencias dominantes en la discusión son las opciones c) y d). Así, quien quiere defender las bondades del Tribunal Constitucional frente a las del Parlamento presenta un cuadro del funcionamiento del primero en el que resulta muy difícil reconocer a sujetos de carne y hueso ejerciendo funciones jurisdiccionales, mientras los perfiles del segundo son dibujados con trazos gruesos dando una imagen apegada a una realidad nada favorecedora del funcionamiento de las democracias existentes. Aunque al final del trabajo matizaré esta observación, la posición de Ronald Dworkin encajaría en la opción d). La figura de su ya famoso juez Hércules es un ejemplo indudable de idealización (Dworkin, 1986). Waldron ha formulado una crítica general a esta posición que ejemplificaría una de las principales tendencias de los últimos años. Pero su insistencia en dotar de realismo a las actividades de los jueces ha ido acompañada de una interpretación un tanto irreal de la democracia parlamentaria (que el autor prefiere denominar «visión optimista»: Waldron, 2006), que lo acercaría a la opción c), y que le ha valido precisamente las mismas críticas que él realiza a quienes han mantenido una versión próxima a d) (cfr. Posner, 2000).

No obstante, parece que lo adecuado en estos casos es plantear la cuestión de la comparación en términos parejos. O versión ideal frente a versión ideal, o versión realista frente a versión realista. Ahora bien, la cuestión es algo más compleja de lo que supondría escoger entre las opciones a) y b). Hay que descartar de entrada una solución excesivamente simple, que consistiría en decir que la opción a) es propia de un estudio empírico (oportuna, pues, para la sociología del derecho o la ciencia empírica) mientras que la opción b) se correspondería con un análisis normativo (adecuado a la filosofía política y, por ende, a lo que aquí nos ocupa). Seguramente, por lo que respecta a la opción a), las cosas son así. Pero cuando nos hallamos en el terreno de la filosofía política (o de la filosofía normativa del derecho), hay que preguntarse si es correcto prescindir de las características reales de aquellas instituciones acerca de las cuales se va a emitir un juicio normativo. La respuesta tiene que ser negativa, pero matizada. Negativa, dada la función que suele asignarse a la filosofía política como saber capaz de ofrecer indicaciones relativas a cómo debe ser el mejor diseño institucional de una sociedad; matizada, ya que, tratándose de una teoría normativa, no tiene sentido limitarse a la mera descripción del funcionamiento actual de las instituciones.

Pero, si esto es así, ¿cuál de las opciones en juego, a) o b), sería adecuada a la filosofía política? Para contestar esta pregunta es preciso examinar más detenidamente cuál es el estatus que le corresponde a una teoría normativa. Hecho lo cual, quedará claro que si la construcción de un ideal parece irrenunciable, también lo es que el mismo sea de aplicación a un estado de cosas que sea alcanzable. Por tanto, no se trata de tener en cuenta sólo el estado actual de las cosas, sino el funcionamiento potencial de las instituciones: no basta con la mera descripción de cómo son las instituciones, pero tampoco podemos ir más allá de lo que puedan llegar a ser.

Para ir desbrozando el camino, conviene empezar por el análisis de las opciones que están en juego al proponer una teoría normativa relevante para el diseño institucional.

1.2. El estatus de una teoría normativa

A la hora de establecer cuál debe ser el estatus de una teoría normativa puede resultar de utilidad empezar por una serie de observaciones de John Rawls. Aunque este autor se centra en cuestiones propias de una teoría de la justicia, hay aspectos metodológicos, tanto de su posición como de la de sus advérsanos, que pueden iluminar otros temas de filosofía política, como el que aquí nos ocupa.

Rawls considera que la filosofía política como disciplina tiene cuatro objetivos centrales: 1) enfocarse en las cuestiones que generan conflictos políticos y tratar de establecer, en la medida de lo posible, las bases de un posible acuerdo filosófico y moral; 2) contribuir a la percepción que tienen los individuos de la sociedad y de ellos mismos como miembros, orientándoles en la búsqueda de fines coherentes con una sociedad justa; 3) reconciliar a los individuos con sus instituciones mostrándoles la fundamentación de las mismas; y 4) mostrar cuál es el mejor orden al que podemos aspirar teniendo en cuenta las constricciones derivadas de condiciones históricas y otros límites prácticos.

Estas cuatro funciones se satisfacen a través de los dos roles que Rawls atribuye a una concepción de la justicia Por un lado, dice que debe proporcionarnos un criterio de distribución de cargas y beneficios que nos permita justificar las instituciones y evaluar las pretensiones que los individuos dirigen hacia ellas. Éste seria el rol restringido u ordenador, mediante el cual se satisfarían 1) y 4). Por otro lado, las instituciones justas educan a los individuos en los valores implícitos en la propia concepción como, por ejemplo, una determinada idea de persona y de sociedad (Rawls, 2001, p. 56). Este es el rol amplio o educativo de una concepción de la justicia, y es el que permite que se satisfagan 2) y 3).

El énfasis en la idea de acuerdo (1) y, sobre todo, la exigencia de operar dentro de lo posible (4), muestran que Rawls concibe la filosofía política como una disciplina práctica: "La filosofía política está relacionada con la política porque debe estar preocupada, así como no debe estarlo la filosofía moral, por las posibilidades políticas prácticas» (Rawls, 1999, p. 447). El interés por este carácter práctico se traduce en el deber (técnico) de observar determinados hechos relativos a la teoría social y la psicología humana a la hora de elaborar una concepción de la justicia.

Hay quien considera que Rawls no es consecuente con su intento de elaborar una concepción de la justicia práctica ya que, a pesar de que incorpora ciertos hechos (como el pluralismo razonable o la escasez moderada), también se sirve de una serie de idealizaciones (como el pleno cumplimiento o las plenas capacidades) que harían que sus dos principios de justicia sean inservibles como guía para resolver los problemas que afectan a nuestra sociedad (cfr. Farrely, 2007 y Sen, 2009).

Sin embargo, con el fin de entender el alcance de esta objeción y el sentido en el que cabe afirmar que la teoría de Rawls tiene una aspiración práctica, es necesario introducir su distinción entre teoría idea/y teoría no-ideal (Rawls, 1971, rev: 8).

En la literatura posterior, el uso de estas categorías se ha modificado ligeramente (cfr. Stemplowska, 2008 y Robeyns, 2008). Una teoría es considerada ideal si ofrece una guía para el diseño institucional y la actuación de las personas en condiciones ideales, las cuales no necesariamente deben referirse al pleno cumplimiento (como entendía Rawls), sino que pueden ser relativas a las capacidades de los individuos, a la cantidad de recursos disponibles, etc. En cambio, una teoría es considerada no-ideal si elabora sus principios teniendo en cuenta, además del cumplimiento parcial (como entendía Rawls), las contingencias históricas, sociales y económicas que nos afectan.2

La concepción de Rawls es ideal ya que no sólo ignora la mayoría de estas contingencias sino que además recurre a vanas idealizaciones. Lo relevante ahora es aclarar en qué sentido puede ser práctica una concepción de la justicia que es ideal. La clave está en la idea de utopía realista que Rawls utiliza para referirse a su teoría. Una concepción es realistamente utópica cuando elabora sus principios teniendo en cuenta las mejores condiciones sociales previsibles. A diferencia de una teoría no-ideal, la utopía realista ignora determinados hechos que se dan en nuestras sociedades (como los efectos de injusticias históricas), lo que hace que sea ideal; pero sí que tiene en cuenta aquellas circunstancias consideradas condiciones permanentes (como la pluralidad moral en el contexto de una democracia), y por esa razón decimos que es realista. Lo segundo es lo que lleva a Rawls a afirmar que "[l]os objetivos de una concepción de la justicia dependen de la sociedad a la que va dirigida" (Rawls, 1999, p. 421), y que "los principios de justicia no son... verdaderos en todos los mundos posibles. En particular, dependen de características bastante específicas y limitaciones de la vida humana que dan lugar a las circunstancias de la justicia" (Rawls, 1999, p. 351).

Así pues, el enfoque rawlsiano, a pesar de ser ideal, es práctico en el sentido de que "extiende lo que ordinariamente se consideran como límites de la posibilidad política práctica" (Rawls, 1993, p. 6). Nos muestra cuál es el mejor orden social que podemos alcanzar dadas las características del mundo en el que vivimos. Obviamente, saber cuándo estamos en el terreno de lo políticamente posible y cuándo en una utopía no realista es una cuestión difícil ya que exige determinar qué constricciones, de las que nos afectan aquí y ahora, son superables y cuáles no (cfr. para la teoría de la democracia Estlund, 2008, cap. XIV).

La dimensión práctica del enfoque rawlsiano se aprecia mejor si comparamos su concepción con otras teorías ideales más extremas que consideran que los principios fundamentales de la justicia deben ser independientes de la naturaleza humana y otras cuestiones que afectan a su realización. Una versión elaborada de esta concepción la ofrece G.A. Cohen. Según este autor, "[l]a cuestión para la filosofía política no es qué debemos hacer sino qué debemos pensar, incluso cuando lo que debemos pensar no tiene relevancia práctica" (Cohen, 2003, p. 243). Desde esta posición, no resulta problemático afirmar algo que para Rawls sería incoherente: "esto es lo que la justicia requiere, pero no hay ningún modo de llevarlo a cabo". Así pues, la finalidad práctica que Rawls le atribuye a la filosofía política tiene una consecuencia metodológica que consiste en elaborar la concepción de la justicia observando ciertas condiciones empíricas que afectan a su implementación y que hacen que sea una concepción realizable en las mejores condiciones previsibles. De este modo, la utopía realista rawlsiana se sitúa en una posición intermedia entre el realismo político de las concepciones no ideales (que puede hallarse en Carens, 2000 y en Geuss, 2008) y el idealismo extremo de las concepciones totalmente insensibles a los hechos como la de Cohen.

Rawls defiende el uso de presupuestos ideales de esta manera: "la razón para empezar por la teoría ideal es que proporciona, creo, la única base para una comprensión sistemática de estos problemas [los que se dan en circunstancias no-ideales] más apremiantes" (Rawls, 1971, rev.: 8). El modo en el que la teoría ideal contribuye a resolver los problemas que tenemos aquí y ahora no es a través de recomendaciones prácticas y pautas específicas, sino indicándonos los valores que debemos sopesar en la elaboración de nuestras políticas, y ofreciéndonos las razones que justifican la importancia de dichos valores, de modo que nos sea más fácil ponderarlos en circunstancias no-ideales.

1.3. El ámbito de lo posible

Lo dicho en la sección anterior pone de relieve que la filosofía política requiere, por el hecho de ser normativa, un componente ideal; pero al mismo tiempo, por ser práctica, necesita una adecuación a la realidad. La combinación de ambos elementos da como resultado una teoría como la que está pensando Rawls, pero que aquí podemos emplear en una esfera distinta de la relativa a la justicia distributiva.

En el debate que ahora nos ocupa existe una preocupación por articular intuiciones que no son siempre claramente compatibles. Básicamente dos son las relevantes en esta discusión. Por un lado, el temor a leyes que limiten derechos fundamentales se concibe como el fundamento para otorgar al poder judicial un contrapeso a las decisiones de otras instituciones políticas. Por otro, el temor a que las convicciones morales de un grupo minúsculo de personas, los jueces, impida la aprobación de leyes que cuentan con un consenso generalizado, es el que lleva a entablar el debate acerca de la naturaleza y justificación del control judicial de constitucionalidad de las leyes.

En lo que sigue me propongo analizar cuál sería la dosis mínima de realismo que debería cumplir una teoría normativa que persiga hacer frente a esas intuiciones. En concreto, voy a referirme, en el apartado 2, a lo que denominaré las circunstancias de la jurisdicción, para en el apartado 3 analizar posteriormente las circunstancias de la política. Las primeras se refieren a la labor de los órganos jurisdiccionales, mientras que las segundas se aplican a la concepción del funcionamiento de los parlamentos.

Como es sabido, Rawls habla de las circunstancias de la justicia, como ya lo había hecho Hume (Hume, 1739-1740, Libro III, Parte II, sección II, pars. 494-495, 665) para referirse a aquellos aspectos de la condición humana, como la escasez moderada y el altruismo limitado de las personas, que hacen que la justicia como virtud y como práctica sea posible a la vez que necesaria (Rawls, 1971, pp. 126-130). Waldron, como veremos, utiliza esta misma idea aplicada a lo que llamará las circunstancias de la política. En mi caso, añadiré a renglón seguido lo que considero indispensable tener en cuenta respecto a la tarea de los jueces, consistente en la interpretación y la aplicación del derecho. Son factores que marcan límites a lo que es pensable exigir a esa tarea, por lo que los llamaré las circunstancias de la jurisdicción. El análisis de las circunstancias de la jurisdicción y de la política nos mostrará el ámbito de lo posible.

2. Las circunstancias de la jurisdicción

La actividad consistente en la interpretación y la aplicación del derecho llevada a cabo por los órganos jurisdiccionales, en general, y por un Tribunal Constitucional, en particular, está sometida a una serie de imponderables, nacidos del carácter de esa misma actividad, y que limitan en gran medida el ámbito de lo que uno puede desear con sentido, bien sea porque el objeto del deseo es directamente imposible, bien sea porque el coste de su elección es, por diversas razones, inaceptable. Aludiré brevemente a tres de estos límites, que vienen dados, en primer lugar, por el lenguaje en que se expresan las normas jurídicas, en segundo lugar, por el carácter sistémico con el que son concebidas y, por último, por la presencia en los sistemas jurídicos de elementos inequívocamente morales (para más detalles, remito a Vilajosana, 2007, cap. III). A continuación, añadiré algunas aplicaciones específicas que tienen estos límites respecto al tema que nos ocupa.

2.1. Límites infranqueables de la función jurisdiccional

Los textos normativos están formulados en lenguaje natural con la finalidad de facilitar la comprensión del mensaje a los destinatarios. Es por ello que todos los problemas que presenta este tipo de lenguaje a la hora de poder determinar con precisión el significado de las expresiones utilizadas, se trasladarán a la actividad de interpretación jurídica, la cual consiste precisamente en la atribución de significado a los textos normativos. Estos problemas son básicamente la vaguedad y la textura abierta del lenguaje.

La presencia de estos problemas relativos al lenguaje con el que se expresan las normas pone de relieve la existencia de un primer conjunto de límites respecto a lo que podemos decidir postular como desideratum acerca de la actividad judicial. Si las normas jurídicas van a seguir siendo formuladas a través de lenguaje natural y si una institución va a seguir siendo la encargada de resolver casos individuales a través de normas generales, entonces hay que asumir que en un aspecto importante (los casos que caen en la zona de penumbra y en los que se pone de relieve la textura abierta del lenguaje) no hay elección. No es posible decidir tener o no tener un poder judicial sin discrecionalidad respecto a estos extremos (sobre la zona de penumbra, cfr. Hart, 1961, cap. VE; sobre la textura abierta del lenguaje, cfr. Waismann, 1951, p. 119).

Otra suerte de límites a aquello que puede ser decidido vendría dado por el hecho de que las normas jurídicas forman un sistema normativo (es decir, un conjunto de normas más alguna relación entre ellas). Los problemas más destacados al respecto son la presencia de lagunas y de contradicciones.

En los casos de laguna, siempre es posible utilizar, al menos, los argumentos a contrario y analógico, que tienen la peculiaridad de «colmar» la laguna, pero justificando soluciones opuestas, sin que exista un criterio de prioridad entre ambos argumentos. El resultado es una inevitable discrecionalidad por parte del juzgador, discrecionalidad que también se da en las antinomias, debido a que no siempre existen criterios objetivos e idóneos para resolverlas.

Por último, hay dos cuestiones principales a través de las cuales penetra la discusión moral en el razonamiento que deben desarrollar los jueces y tribunales en nuestros ordenamientos jurídicos. Por un lado, la que tiene que ver con la presencia de conceptos esencialmente controvertidos y, por otro lado, la que se plantea con la existencia de principios jurídicos que tienen un componente moral y que pueden colisionar entre sí. Estos límites, que son de gran importancia en relación con el sistema jurídico entero, cobran una especial relevancia precisamente en el ámbito de la interpretación constitucional, por ser la Constitución el lugar en el que suele aparecer el listado de derechos individuales con carga moral.

El delimitar el contenido de los conceptos esencialmente controvertidos supone embarcarse en una discusión moral, por ejemplo acerca del sentido y alcance de la dignidad humana (cfr. Gallie, 1955-1956 y Waldron, 1994). Puesto que sobre ello existirán concepciones distintas en pugna, el hecho de elegir entre ellas dota a quien escoge, en este caso a los jueces, de poder discrecional. No quiere esto decir que los jueces pueden adoptar cualquier decisión al respecto. Las concepciones entre las que cabe elegir tienen una demarcación, que viene dada por los casos paradigmáticos. Torturar a alguien por placer, por ejemplo, no parece ser un caso que una concepción de la dignidad humana pueda admitir. Si lo admite, diremos que no está hablando de lo mismo que el resto de concepciones (no se está refiriendo al mismo concepto). Pero fuera de esos casos paradigmáticos, la elección se hace inevitable.

En cuanto a la colisión de principios, se requiere dirimir cuáles son los criterios que permitirán establecer la relación de precedencia entre ellos necesaria para proceder a su ponderación. Y parece que, al menos en la mayoría de los casos, estos criterios los ha de proporcionar una teoría político-moral, más o menos sofisticada En efecto, los criterios de relevancia respecto a las circunstancias en las cuales una información podrá ser emitida legalmente o el establecimiento de frenos al derecho de información (marcados por el derecho a la intimidad y al honor, por ejemplo) parece que consistirán en alguna medida en razones morales, lo cual impide una aplicación puramente mecánica de los mismos (véase al respecto Dworkin, 1977, cap. II; Alexy, 1986, pp. 81-98; Martínez, 2007, cap. III).

2.2. Relevancia de estos límites

A continuación, podemos apreciar algunas posibles aplicaciones de los límites que acabo de esbozar respecto a cuestiones que se discuten acerca de la jurisdicción constitucional, la protección de derechos y la legitimidad democrática de los Parlamentos

2.2.1. La legitimidad del Parlamento

Ligado a lo anterior, cierto es que la discusión acerca del contenido de los conceptos esencialmente controvertidos y el establecimiento de los criterios de relevancia para determinar la prevalencia entre principios podría ser llevada a cabo por el poder legislativo. Pero es cierto sólo a medias. El poder legislativo puede afrontar estas cuestiones en abstracto ofreciendo soluciones generales, pero no podrá realizar el proceso de aplicación, que es el propio de la jurisdicción. Ante esta evidencia, hay quien se resiste de todos modos a dar la última palabra a los jueces y pretende preservar la primacía del legislativo con la recomendación de que no se legisle incluyendo elementos morales y que se evite utilizar la adscripción de derechos a través de disposiciones sin condiciones de aplicación, como serían los principios. En este punto coincidirían, por distintas vías, los defensores de las constituciones de detalle y quienes son partidarios del llamado positivismo normativo o ético. Ahora bien, cabe plantear al respecto dos cuestiones. La primera, si es posible una Constitución que reconozca derechos fundamentales sin formularlos a través de principios. La segunda, aunque ello fuera posible, si es deseable hacerlo.

Según Waldron, por ejemplo, el derecho moderno al ser un producto de un Parlamento democrático posee una legitimidad que no tienen otras posibles fuentes del derecho. En última instancia, opina que ese valor le viene al derecho positivo porque suprime la arbitrariedad. De este modo, la manera de conservar ese valor y de preservar la dignidad de la legislación es atenerse a sus estrictos límites respecto a la función jurisdiccional, que se plasmarían en la idea de no introducir nunca consideraciones morales o de otro tipo a la hora de interpretar el derecho y mantenerse fieles al texto de la ley (Waldron, 1999a, pp. 95-105).

Esta posición, sin embargo, tiene algunos problemas que afrontar. En primer lugar, dadas las mencionadas circunstancias de la jurisdicción, cierto ámbito de discrecionalidad de los jueces no es susceptible de ser suprimido a voluntad. Si las disposiciones jurídicas (el texto de la ley) van a ser formuladas a través de lenguaje natural, la vaguedad y la textura abierta son inevitables. Por ello, en los casos de la zona de penumbra, los jueces tomarán decisiones no amparadas previamente por el texto de la ley. Si el derecho se concibe como un sistema, aparecerán lagunas y contradicciones. Respecto a las primeras, los jueces podrán optar entre utilizar el argumento a contrario o el analógico, sin que el texto de la ley indique cuál de los dos es el que hay que emplear en cada caso. Si hay normas contradictorias aplicables al mismo caso, el juez deberá decidir cuál de ellas selecciona y los criterios al uso no llevan siempre a un resultado unívoco e indiscutible.

Por último, admitamos a efectos meramente argumentativos (y es mucho admitir) que sea posible en nuestras democracias conceder derechos individuales de los que aparecen en los listados constitucionales usuales sin utilizar conceptos esencialmente controvertidos ni formulaciones a través de principios. Una pregunta sigue en pie: ¿sería deseable hacerlo? La respuesta es negativa. Veamos por qué.

Los partidarios del positivismo ético o normativo, entre los que se cuenta Waldron, son proclives a pensar que la introducción de elementos morales en un sistema jurídico hace inevitable que disminuya la seguridad jurídica de los destinatarios de las normas (cfr. Scarpelli, 1965; Campbell, 1996; Waldron, 1999b). Al respecto, cabe preguntar por qué nos interesa la seguridad. Sin duda, nuestro interés en ella se basa en que pensamos que contribuye a aumentar nuestra autonomía: el saber a qué atenernos es básico para que seamos capaces de desarrollar los planes de vida que elijamos. Puede parecer, entonces, que el grado de autonomía de un sujeto normativo es directamente proporcional al grado de seguridad jurídica. Sin embargo, esto no es así.

Por un lado, no está dicho que la presencia de términos morales contribuya de una forma desproporcionada a aumentar la inseguridad: no la aumenta en los casos paradigmáticos. Por otro, esa especie de ley de la proporcionalidad, según la cual a mayor seguridad, mayor autonomía, en realidad no se da. A veces, si se quiere aumentar la autonomía hay que prescindir en algún grado de la certeza en la decisión. Y estamos acostumbrados a ello. Piénsese, si no, en los casos del reconocimiento de causas de justificación en materia penal o en la inclusión de los vicios del consentimiento en derecho civil. En ambos casos se incrementa el nivel de inseguridad, pero no es a costa de la disminución del ámbito de autonomía personal, sino al contrario. Nos parece sensato renunciar en estos supuestos a algún grado de certeza y seguridad precisamente porque consideramos que aumenta nuestra autonomía personal (cfr. Moreso, 2001; Moreso y Vilajosana, 2004, cap. VII).

2.2.2. El argumento del precompromiso

La aplicación anterior de los límites citados iba en una dirección crítica respecto a los defensores de la superioridad del Parlamento frente a la jurisdicción constitucional. Pero tales límites también pueden ir en sentido inverso, como puede apreciarse al analizar la justificación del atrincheramiento del coto vedado a través del conocido argumento del precompromiso o la estrategia Ulises (para una defensa del mismo, cfr. Moreso, 1998 y 2009). Se trataría, en definitiva, de establecer en un determinado momento, a resultas del ejercicio del poder constituyente, un catálogo de derechos junto a mecanismos que impidan o dificulten enormemente su eventual modificación futura en un momento de debilidad del poder constituido.

Ahora bien, como ha puesto de relieve Bayón, lo que en el plano individual hace que las estrategias Ulises sean verdaderos medios indirectos de preservar la racionalidad y la autonomía es que sea el propio agente que decide atarse las manos quien controle el propósito y alcance de la ligadura que se impone. Pero la auto limitación colectiva mediante la instauración de una Constitución rígida no funciona así. Al menos, no mientras la Constitución contenga principios extraordinariamente abiertos cuyo alcance va a ser fijado por las interpretaciones del órgano de control: porque entonces la comunidad no se fuerza a hacer en el tiempo t2 exactamente aquello que en el tiempo t1, quería hacer en t2, sino aquello que en t2 decida (por mayoría) el órgano de control que es el sentido más defendible de aquellos límites fijados en abstracto en t1 Esto no equivale a disponer ex ante del control de limitaciones auto impuestas: es simplemente ponerse en manos del juicio de otro. La diferencia, concluye este autor, es demasiado grande como para pretender que se trata de mecanismos análogos que preservan por igual la autonomía a largo plazo de los que ponen límites a sus acciones futuras (Bayón, 2003, p. 225).

2.2.3. ¿Se puede decidir tener o no una política activista?

Los límites examinados ponen de relieve que no resulta del todo claro qué querría decir que es posible optar por tener o no tener una política activista respecto de la jurisdicción, como parecen sostener diversos autores (por ejemplo, Vázquez, 2010). Lo cierto es, empero, que en los asuntos mencionados, que van desde aquellos que caen en la zona de penumbra, pasando por los supuestos de lagunas, conceptos esencialmente controvertidos no paradigmáticos, hasta llegar a las antinomias no solubles mecánicamente o a la colisión de principios, carece de sentido defender una política no activista de los jueces. Simple y llanamente, no es una cuestión susceptible de ser decidida.

Las posiciones que alguna vez sostuvieron la tesis del no activismo judicial, como fue el caso del formalismo jurídico, hay que reconocer que mantenían una posición ideológica, ya que ocultaban aquello que ponen de relieve las circunstancias de la jurisdicción, amparándose en la ficción de la racionalidad del legislador. En este sentido, no deja de resultar curioso que Waldron, que tantos y tan buenos esfuerzos ha hecho por mostrar que no existe tal cosa como el legislador, por lo que no hay tampoco una intención del mismo, en cambio quede tan vivamente impresionado, como veremos más adelante, por el texto de la ley. En efecto, este autor propugnará que lo que hay que hacer es seguir una política que privilegie la interpretación literal, obviando así no sólo las circunstancias de la jurisdicción que hemos visto, sino también los numerosos problemas ya conocidos que presenta este tipo de interpretación, empezando por la dificultad de establecer su concepto y alcance (cfr. Vernengo, 1994 y Mazzarese, 2000).

Además, en el supuesto de que aquella ideología formalista quede desenmascarada y se ponga en evidencia que los jueces tienen el nivel que tienen de discrecionalidad, si lo que se pretende al defender su papel activo es que sigan su propia doctrina comprehensiva, entonces el resultado que uno quiera alcanzar no está garantizado. Uno puede pretender ese activismo, por ejemplo, por razones progresistas y terminar viendo que se impone una línea conservadora, por cuanto los jueces pertenezcan a ella. Esto es precisamente lo que sucedió en Italia con los partidarios del llamado uso alternativo del diritto. Del entusiasmo de los primeros momentos se pasó a la más grande de las frustraciones al comprobar que la alternativa en la que pensaban los teóricos (progresistas) no era la elegida por los jueces del momento (conservadores).

Hasta aquí el examen de algunas posibles aplicaciones de las restricciones surgidas de las circunstancias de la jurisdicción. Aunque más tarde apuntaré alguna aplicación adicional de las mismas, ahora es el turno para el análisis de los eventuales límites que aparecen a raíz de la presencia en nuestras sociedades de las circunstancias de la política.

3. Las circunstancias de la política

Waldron apunta que la necesidad percibida por los miembros de un determinado grupo de contar con un marco, decisión o curso de acción comunes sobre cierta cuestión, a pesar de los desacuerdos acerca de cuál debería ser ese marco, esa decisión o esa acción, es lo que constituye las circunstancias de la política (Waldron, 1999a, p. 123). La presencia de desacuerdos, junto a la necesidad de hallar ese curso de acción común, es crucial, según este autor, para entender las virtudes políticas (en analogía con lo que Rawls llama la justicia como virtud). Estas virtudes serían: la civilidad, la tolerancia del disenso, la práctica de una oposición leal y el Estado de derecho. También resultarían imprescindibles para entender las reglas procedimentales de toma de decisión, como la decisión por mayoría. Analizaré por separado ambas circunstancias: la presencia de desacuerdos y la necesidad de una acción común.

3.1. Pluralismo y desacuerdos

Rawls considera que en una sociedad democrática no podemos esperar que los individuos lleguen a compartir una misma concepción del bien o doctrina comprehensiva. Al contrario, ve la pluralidad de concepciones morales como un hecho ineludible. Las razones por las que el pluralismo es inevitable son varias.

En primer lugar, hay una serie de hechos que conciernen a la elaboración de nuestros juicios morales y que incluyen, por ejemplo, las diferentes formas de valorar la evidencia que deriva de distintas experiencias y la complejidad de las consideraciones normativas. Estos hechos, que Rawls aglutina bajo la categoría general de «dificultades del juicio» (burdens of judgement), hacen que sea posible que personas racionales lleguen a emitir juicios dispares aun sosteniendo la misma doctrina comprehensiva (Rawls, 1971, § 22).

En segundo lugar, Rawls nos presenta la variedad de concepciones filosóficas, religiosas y morales como una consecuencia del ejercicio de la razón en condiciones de libertad de pensamiento. El pluralismo moral es un subproducto de las instituciones democráticas, lo que supone que no es sólo un rasgo típico de las sociedades en las que vivimos nosotros, sino que también se dará en una sociedad bien ordenada por una concepción de la justicia liberal. Esto es, la diversidad de doctrinas comprehensivas es un elemento que debe afrontar cualquier concepción que sea tolerante para mostrar que puede llegar a ser estable. La estabilidad no requiere que todos los ciudadanos respalden la concepción de la justicia por las mismas razones, sino simplemente que exista un consenso superpuesto alrededor de la misma concepción, lo que significa que el equilibrio reflexivo al que llegará cada individuo por separado será distinto.

El pluralismo razonable del que parte Rawls y que éste entiende como una de las circunstancias de la justicia, se transmuta en Waldron en la presencia de desacuerdos como una circunstancia de la política. Es interesante ver cómo se origina esta variación.

Waldron entiende que la política es posible si las personas pueden alcanzar acuerdos sobre algunas de las cuestiones procedimentales, aunque discrepen acerca de temas sustantivos que los procedimientos deban resolver. Se puede pensar acerca de la política sin dejar de ser partidario de una concepción de la justicia en particular que compita de manera inflexible con las demás concepciones en la arena política, pero no se puede hacer si el procedimiento político y constitucional nada tiene que ver con nuestras concepciones sustantivas. Se debería estar dispuesto, según este autor, a resolver de una manera relativamente imparcial la cuestión de qué debe hacerse respecto del hecho de que los demás que viven en esa misma sociedad discrepen acerca de la justicia.

Hay que tener en cuenta, además, que el debate político debe terminar en una decisión, con lo cual el hecho de implicarse en política sería tanto como admitir principios procedimentales, tales como el principio de la mayoría, que puedan producir resultados contrarios a las propias convicciones sustantivas. No se trataría de que la política esté por encima de la justicia, ni a la inversa. Más bien de lo que se trata es de ubicar adecuadamente el ámbito de lo político. Y esa ubicación muestra que, dadas las circunstancias de la política, en ocasiones deberemos admitir que se produzca una decisión contraria a nuestros valores más profundos (Waldron, 1999a, p. 191).

3.2. La decisión común y el valor del texto

De la necesidad de que haya una decisión común extraerá Waldron consecuencias muy relevantes, como la de atribuir una enorme importancia al texto de la ley, en detrimento, por ejemplo, de otras interpretaciones, como la que toma en cuenta la intención del legislador. La forma de hacerlo es como sigue.

Sólo puede unificar la pluralidad a la que antes aludí el hecho de que exista una única decisión. No se trata, pues, de que se postule una personalidad ficticia tras la decisión. No hay razón alguna para privilegiar los estados mentales de ningún miembro o grupo del Parlamento que han elaborado una ley. La decisión, según este autor, es el texto de la ley determinada por los procedimientos de la institución. Son estos procedimientos los que hacen que de la pluralidad se pueda pasar a la unidad.

Esta visión, que podría parecer muy poco realista si se interpretase en el sentido de que los parlamentarios tienen una especie de intención común, gana en realismo si, partiendo precisamente de que son muy distintos y defienden intereses muy diversos entre sí, se entiende que la única cosa en común que tienen es el texto acerca del que discuten y que finalmente aprobarán por el procedimiento establecido. Según Waldron, el texto de la ley posee un estatus canónico en la legislación de un tipo distinto a cualquier otra opinión común o idea compartida del propósito que uno pueda hallar en las salas de las comisiones o en los pasillos del Parlamento. Y concluye:

Me parece evidente que en una sociedad multicultural los legisladores tienen el derecho de insistir en la condición de autoridad del texto, y nada más que el texto, como lo único que ha estado con toda seguridad al frente de los empeños legislativos de cada miembro del Parlamento (Waldron, 1999a, p. 173).

Esta defensa de la interpretación textual es, cuanto menos, sorprendente. Justamente, el error de fondo en que incurre esta visión es tomar en consideración las circunstancias de la política sin complementarlas con las circunstancias de la jurisdicción. No hay nada que sea el texto aislado de la interpretación, salvo que uno se refiera a los enunciados sin el significado (a algo así como un conjunto de manchas negras sobre fondo blanco). Ahora bien, si hay que atribuir significado a esos «textos», entonces inevitablemente se darán los problemas que ponen de relieve las circunstancias de la jurisdicción. Pensar todavía a estas alturas en que cabe la posibilidad de elegir entre ofrecer o no a los jueces una teoría normativa que les diga que su interpretación debe ser mecánica, que deben ser meros voceros de la ley, resulta inverosímil.

Pero junto al inconveniente relativo a las circunstancias de la jurisdicción, este extremo defendido por Waldron presenta una serie de dificultades vinculadas a lo que es posible decidir por el procedimiento democrático, que a su vez vuelve problemático el carácter unitario que está en la base de su argumento.

3.2.1. Límites del procedimiento democrático

Claus Offe ha sostenido que existen cuatro decisiones que no pueden adoptarse democráticamente: a) la propia forma democrática de gobierno; b) la definición de quién pertenece al pueblo; c) los límites territoriales de la organización política (por la indefinición inevitable de qué población debe decidir, lo que remite al punto anterior); y d) la agenda política (Offe, 1998, pp. 115-118).

El tipo de imposibilidad que afecta a estos casos es lógico, lo cual implica una imposibilidad empírica. En el inicio del proceso es imposible que el pueblo elije a representantes sin que haya habido antes una decisión política no democráticamente adoptada que establezca las condiciones de la representación. El anterior límite conduce a la llamada paradoja de las precondiciones de la democracia: si las precondiciones son muy abultadas, las materias acerca de las que va a decidir el poder legislativo van a ser escasas; si por el contrario, adelgazamos las precondiciones, tal vez se pierde legitimidad.

Este es un problema que debe afrontar cualquier concepción de la democracia. Y, como dice Ruiz Miguel, parece admitir soluciones razonables en algunos puntos intermedios de la escala en cuanto se considera que es inevitable aceptar un cierto balance o intercambio entre los derechos previos al procedimiento y los que se pueden ejercer mediante éste último. Las distintas concepciones políticas, de la neoliberal a la socialdemócrata, pasando por la republicana, se encuentran en pugna sobre el mejor punto de equilibrio (Ruiz Miguel, 2009, p. 350).

3.2.2. Los titulares del derecho a participar

Los límites lógicos que, tal como acabamos de ver, afectan al ámbito de las cuestiones que pueden ser decididas por procedimientos democráticos, repercuten también a la hora de determinar quiénes son los titulares del derecho a participar en la toma de decisiones democráticas.

Como ha puesto de relieve Laporta, no nos sirve de mucha ayuda para responder a esta cuestión acudir a un procedimiento en el que tengan derecho a participar unos u otros, porque se incurriría en una petición de principio. Si alguien pregunta ¿quién debe votar?, no se le puede responder: «quien tenga el derecho a hacerlo», porque si fuera así el derecho sería anterior al procedimiento. Estaremos forzados a introducir elementos de carácter sustantivo, como la alusión a la autonomía individual, a la igualdad, a la pertenencia a la comunidad como ciudadano, etc. En definitiva, será preciso, antes de que el procedimiento entre en juego, haber identificado a los titulares que participarán en el mismo. Y parece que el mejor modo de hacerlo es a través de un conjunto de derechos individuales basados en una concepción sustantiva, no procedimental. Pero si esos derechos son necesarios para la existencia de un procedimiento tan importante, parece lógico que se protejan del funcionamiento mismo del procedimiento de tal manera que queden resguardados (Laporta, 2002, p. 480).

A pesar de las anteriores críticas, creo que hay que tomarse en seno el argumento contramayoritario, por lo que es preciso profundizar algo más en el planteamiento de Waldron.

3.3. Pluralismo, procedimientos y legitimidad

Quienes defienden el control de constitucionalidad de leyes emitidas por el Parlamento se basan en una distinción entre procedimiento y sustancia. Si nos fijamos sólo en un procedimiento, como es el de decidir por mayoría, entonces puede suceder que ésta decida, ateniéndose escrupulosamente al procedimiento establecido, oprimir a una minoría. Por eso, se dice, hay que contraponer a ese procedimiento un límite sustantivo, que es el respeto a los derechos básicos (sigo aquí la reconstrucción hecha en Bayón, 2003).

Sin embargo, Waldron entiende que esto no es así. No hay tal contraposición entre procedimiento y sustancia, sino que el juego se da entre procedimientos. La razón de ello es que toda regla de decisión colectiva última tiene que ser estrictamente procedimental. Si incluyera restricciones sustantivas respecto a lo que puede ser decidido, como ocurriría con la regla "se ha de hacer lo que decida la mayoría, siempre y cuando no vulnere derechos básicos" reproduciría en su interior el desacuerdo mismo que hizo necesario recurrir a ella y reclamaría inevitablemente un procedimiento suplementario para tomar decisiones en lo concerniente a dicho desacuerdo. Y si toda regla última de decisión colectiva ha de ser estrictamente procedimental, entonces a través de cualquiera de ellas es posible tomar válidamente decisiones con cualquier contenido, lo que equivale a decir que ninguna excluye por principio la posibilidad de la opresión, ya sea la de alguna minoría o la de la propia mayoría.

Según Waldron, por tanto, no se trata de elegir entre un procedimiento sin restricciones sustantivas y otro que sí las tiene, sino entre dos reglas de decisión colectiva que son por igual estrictamente procedimentales y, como tales, falibles. Ahora la pregunta decisiva es cuál de las dos debería preferir quien acepte el ideal moral del coto vedado. Y su respuesta es tajante: debe preferir la mera regla de la mayoría. Porque el ideal profundo de los derechos es el de una comunidad de individuos que se reconocen entre sí como agentes morales de igual dignidad y la regla de la mayoría -nos dice Waldron- es la única que reconoce y toma en serio la igual capacidad de autogobierno de las personas, el derecho de todos y cada uno a que su voz" cuente, y cuente en pie de igualdad con la de cualquier otro, en el proceso público de toma de decisiones. Esto conferiría a la regla de la mayoría un valor intrínseco, una calidad moral, de la que carecería -o al menos no poseería en el mismo grado- cualquier otro procedimiento de decisión colectiva.

El control jurisdiccional de constitucionalidad, como mecanismo estrictamente procedimental destinado a precisar el contenido de los límites a la regla de la mayoría sólo genéricamente fijados mediante los procedimientos de aprobación y reforma de la Constitución, se aparta del ideal de la participación en términos de igualdad en la elaboración de las decisiones públicas, sobre todo si tiene la última palabra. Pero, aunque esto no sea así y se admita que el Parlamento puede oponerse a ella de algún modo, también se aleja de ese ideal, por cuanto sería en realidad la decisión de los jueces constitucionales, y no una decisión democrática previa abierta a todos, la que vendría a determinar sobre qué ciudadanos recae la desigual carga de tener que reunir una mayoría cualificada para conseguir que prevalezca su posición. Ello implica, como dice Waldron, advertir a los ciudadanos ordinarios que en cuestiones relativas a derechos, y por seno que haya sido su esfuerzo para formar un juicio meditado e imparcial, en caso de discrepancia entre la opinión al respecto de la mayoría de ellos y la de la mayoría de los jueces constitucionales, será la de éstos la que prevalezca, lo cual no parece acorde con el mencionado ideal.

Llegados a este punto, la pregunta es: ¿tiene razón Waldron en este punto? Voy a analizar únicamente una crítica que plantea Bayón al esquema citado para ver adonde nos conduce.

3.4. Problemas de determinación

Según Bayón, el verdadero problema de esta visión proviene de lo que él llama "procedimiento de determinación». Que este tipo de procedimiento suplementario sea o no inevitable depende de qué forma adopten las restricciones sustantivas que incorpora el procedimiento-base. Según este autor, no es lo mismo prohibirle al legislador el establecimiento de la pena de muerte que el de penas "inhumanas o degradantes". En el segundo caso es verdaderamente inevitable un "procedimiento de determinación" (ya corresponda éste al propio Parlamento, a jueces constitucionales o a cualquier otro mecanismo de decisión); en el primero, sin embargo, Bayón entiende que no es así. Es oportuno reproducir in extenso sus palabras:

Usando los términos de manera conscientemente poco cuidadosa, diré que el procedimiento de determinación es inevitable cuando las restricciones sustantivas se formulan en forma de principios; pero es innecesario si se formulan en forma de reglas suficientemente precisas. Esto requiere una advertencia inmediata: muy pocos límites sustantivos pueden ser formulados del segundo modo. El problema no es sólo el desacuerdo con otros, sino la indeterminación de nuestras propias concepciones acerca del contenido y límites de las restricciones sustantivas que querríamos ver respetadas por cualquier regla de decisión: las formulamos en forma de principios no sólo porque a mayor vaguedad mayor posibilidad de aceptación general, sino también porque no sabemos ser más precisos sin correr el riesgo de comprometernos con reglas ante cuya aplicación estricta nosotros mismos retrocederíamos en circunstancias que, sin embargo, no somos capaces de establecer exhaustivamente de antemano. En suma: teóricamente, también el procedimiento de determinación es evitable; en la práctica, sin embargo, es muy reducido el conjunto de supuestos en que puede ser evitado (Bayón, 2003, pp. 229-230).

Fundado en lo anterior, Bayón sostiene su posición. Si como partidarios del ideal moral del coto vedado entendemos que uno de nuestros derechos es el de participar en términos igualitarios en la toma de decisiones colectivas, entonces un balance adecuado entre valores procedimentales y sustantivos recomienda a su juicio la adopción de la clase de diseño institucional que denomina «constitucionalismo débil». Ese diseño admite un núcleo -formulable en forma de reglas- irreformable; reconoce que puede haber ventajas -de tipo instrumental- en que el resto del contenido del coto vedado (sólo formulable en forma de principios) alcance expresión constitucional; y respecto al control jurisdiccional de constitucionalidad, puede considerarlo deseable -como mecanismo para incrementar la calidad de la deliberación previa a la toma de decisiones- dependiendo de cuál sea su ensamblaje con el resto de los componentes del sistema: porque en lo que insiste de manera decidida es en evitar que la combinación de aquél con mecanismos de reforma constitucional que exigen gravosas mayorías reforzadas prive a los mecanismos ordinarios de la democracia representativa de la última palabra.

Ese planteamiento de Bayón tiene un indudable atractivo. Reconoce, en parte, los límites que plantearían lo que aquí he llamado las circunstancias de la jurisdicción. Sin embargo, cabe preguntarse si el diseño institucional que propone, antes que ser deseable, es posible que se dé y con el objetivo que se le asigna. Si tenemos en cuenta las circunstancias de la jurisdicción, entonces hay que advertir que el hecho de que se pretenda blindar una determinada disposición a través de la forma de regla, no la inmuniza de los problemas propios de los lenguajes naturales. La vaguedad actual no se elimina mientras se sigan utilizando palabras de clase (y éstas son imprescindibles para promulgar normas generales). Y, lo que tal vez es más decisivo, no se puede acabar con la textura abierta del lenguaje (como tampoco con los problemas derivados del carácter sistémico del derecho). Y todo ello dando por descontado, además, que no habrá referencias morales, a lo cual ya me referí anteriormente. Pero es obvio que el hecho de que una norma se formule a través de una regla no la priva de tener, en su caso, una dimensión valorativa.

A modo de conclusión

Las observaciones metodológicas con las que inicié este trabajo iban destinadas a mostrar que una filosofía política que se pretenda práctica no puede renunciar al establecimiento de un ideal (por eso es normativa) pero ha de tener en cuenta el funcionamiento real, no sólo actual sino potencial, de las instituciones a las que se va aplicar (por eso el ideal debe ser practicable). El repaso de las circunstancias de la jurisdicción y de la política muestra que hay algunos límites infranqueables, bien por referirse a circunstancias que necesariamente se darán en cualquier diseño institucional de una sociedad democrática, bien porque son cuestiones de imposible cumplimiento. Si esto es así, aquello que sea deseable deberá moverse dentro del ámbito de lo posible.

Una teoría de la democracia resultará entonces imprescindible para dotar de contenido al diseño institucional que se proponga y para justificar los papeles que en ese diseño se asignen a los distintos poderes que conforman un Estado de derecho, pero éste no es el lugar para desarrollar este extremo (algo he dicho al respecto en Vilajosana, 2010, pp. 195-212). Llegados a este punto, se puede seguir insistiendo en los aspectos que separan al Parlamento del Tribunal Constitucional. La tensión existe, tal como he mostrado a lo largo de estas páginas. Pero, para tener el cuadro completo, es justo reconocer que hay elementos estructurales presentes en los actuales diseños institucionales (y que tal vez habría que reforzar) que hacen que, aun manteniendo como aquí se ha hecho que ambos poderes tienen en principio funciones divergentes, ello no es óbice para que puedan convergir en algún punto.

Como es sabido, autores como Ackerman, Dworkin o Rawls apuntan en esa dirección al entender que el papel de los jueces al ofrecer públicamente razones de por qué toman determinadas decisiones fuerza de algún modo a que se abra un debate público acerca de cuestiones que tal vez el Parlamento no desearía abrir, o al menos a que se abra de una forma que ya no puede ser simplemente partidista (en el mismo sentido, Ferreres, 1997). Así, nos dice Ackerman, los jueces aseguran que el poder público -también el legislativo- actuará de acuerdo con razones que si se tercia deberá explicitar en el foro deliberativo de la opinión pública Ese sería el papel de "policía dialógica" de los jueces, en la terminología de este autor (Ackerman, 1980, pp. 310-312). De igual modo, Dworkin ha defendido que la gran ventaja del control judicial es la de mantener viva una cultura constitucional en la que los diversos órganos estatales dan y piden razones para justificar y criticar las decisiones que toman (Dworkin, 1985, p. 70). Por su parte Rawls, citando al propio Dworkin, añade algo muy interesante en esa misma línea y es que la labor que desarrolla el Tribunal Constitucional vitaliza la cultura de dar razones en el foro público. Lo hace cuando su interpretación de la Constitución es razonable, pero también cuando no lo es, ya que en ambos casos sus decisiones se hallan en el centro de la controversia política y esa controversia sólo puede resolverse dando públicamente razones (Rawls, 1993, p. 237). Si esto es así, hay razones para la esperanza sin caer en la quimera.

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Notas

1 A lo largo de este trabajo voy a tomar en consideración únicamente países democráticos que cuenten con Constituciones que reconozcan derechos individuales y que tengan un control centralizado de constitucionalidad a través de un Tribunal Constitucional.

2 Agradezco a Jahel Queralt sus observaciones sobre esta cuestión y las útiles indicaciones bibliográficas que me ha proporcionado.