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¿FUE AUSCHWITZ LEGAL? LEGALIDAD, EXTERMINIO Y POSITIVISIMO JURÍDICO
Was Auschwitz Legal? Legality, Extermination, and Legal Positivism

Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 45, 2016

Instituto Tecnológico Autónomo de México

Antonio Peña Freire *

Universidad de Granada, España



Fecha de recepción: 01 Abril 2016

Fecha de aprobación: 29 Julio 2016

Resumen: Con la intención de aclarar el significado de la legalidad y de sus principios, el artículo desarrolla aquellos aspectos de la concepción del derecho de Lon Fuller que demuestran que legalidad y exterminio son incompatibles. Después, cuestiona los planteamientos defendidos por los iuspositivistas en el debate sobre el derecho nazi, porque se basan en una incorrecta identificación entre derecho y orden social, lo que lleva a los iuspositivistas a valorar el derecho exclusivamente en función de su utilidad para el gobernante y no en función de lo que supone para los gobernados.

Palabras clave: genocidio, exterminio, legalidad, estado de derecho, positivismo jurídico.

Abstract: With the aim of clarifying the meaning of legality and its principles, the article develops the aspects of Fuller’s conception of law which prove that legality and extermination are incompatible. It then questions the theses defended by legal positivists on the debate on Nazi law, holding that they are based on an incorrect identification between law and social order, which leads legal positivists to assess the moral value of the law exclusively according to its utility for the ruler and not according to what it means for the governed.

Keywords: genocide, extermination, legality, rule of law, legal positivism.

I. Introducción: sobre la legalidad y las prácticas exterminadoras

Resulta sorprendente que haya quien atribuye al derecho el mérito de hacer compatibles la vida en común en condiciones de paz y respeto a la pluralidad 1 y quienes lo vinculan estrechamente a la violencia, la arbitrariedad, el dolor y la muerte. 2 Impresionado por esa constatación, mi propósito en este artículo es arrojar alguna luz sobre la idea de derecho. E inspirado por la evidencia de que se entiende qué es la salud observando lo que pasa cuando se carece de ella, 3 intentaré comprender qué es el derecho y por qué podría ser importante observando qué sucede cuando no existe. Por esa razón, en este artículo prestaré atención a situaciones en las que el derecho está ausente: los genocidios y, en general, las matanzas y prácticas exterminadoras. Mi interés por estos fenómenos es sólo indirecto. No me interesaré ni por la definición exacta de genocidio ni por sus diferencias con otras prácticas exterminadoras 4 ni tampoco por las circunstancias históricas de esos episodios de violencia y muerte. Aquí me interesaré por ellos sólo para comprobar que el derecho es incompatible con el exterminio y para así quedar en mejor disposición para comprender qué es la legalidad y por qué podría ser importante.

Antes de seguir son necesarias algunas precisiones terminológicas. En este artículo utilizaré con frecuencia expresiones como “legalidad” y “orden jurídico” en lugar de la más familiar “derecho”. Como argumentaré más adelante, la idea de legalidad es constitutiva del concepto de derecho. El derecho existe en aquellos grupos sociales en los que el comportamiento de sus miembros está gobernado de acuerdo a una serie de condiciones a las que se viene denominando “principios de legalidad”. La legalidad de este artículo es lo mismo que la moral interna del derecho de Lon Fuller. Aunque podría haber empleado esta expresión y hablado, en consecuencia, de los principios de la moral interna del derecho, utilizaré la expresión “principios de legalidad” porque quiero resaltar su dimensión constitutiva del derecho, 5 sin que eso implique marginar su dimensión moral. De otro lado, son numerosos los autores –Joseph Raz, Matthew Kramer, Jeremy Waldron, etcétera– que se refieren a lo que yo llamo “legalidad” como “rule of law”. Las dos expresiones –“legality” y “rule of law”– pueden considerarse sinónimas, aunque he descartado la segunda porque es semánticamente más densa y compleja que la idea implícita en el término “legalidad” y también por las dificultades que plantea la traducción de la expresión “rule of law” de unas lenguas a otras. 6

II. Genocidios y exterminios jurídicos

Muchos de los autores que han explorado las relaciones entre la legalidad y el exterminio lo han hecho tomando como referentes al Holocausto y a Auschwitz. El Holocausto fue, en efecto, un episodio quinta esencialmente criminal y exterminador, por su escala, minuciosidad, vocación expresamente exterminadora o por el carácter público de sus perpetradores. La opinión dominante de quienes se preocupan por estudiar la relación entre derecho y Holocausto es clara y sus conclusiones devastadoras para quienes piensan que la legalidad es una forma de convivir moralmente valiosa o que es un indicador de civilización. 7

David Fraser es quizás quien más radicalmente se ha expresado en ese sentido. En sus reflexiones sobre el derecho después de Auschwitz, Fraser (2005, p.10) señala que Auschwitz no hubiera sido posible sin el derecho y que los campos de exterminio y el Holocausto fueron fenómenos plenamente jurídicos. Fraser rechaza la creencia común de que el Holocausto fuese gestado en los últimos años del régimen nazi, especialmente a partir de 1942, cuando un grupo de SS crueles y enloquecidos se aplicaron al exterminio sistemático de millones de judíos europeos. Para él, lo sucedido entre 1933 y 1942 fue una parte constitutivamente integrante del exterminio sistemático que vino después, pues afectó a todos los que jurídicamente habían sido excluidos de la Volkgemeinschaft alemana. Los cambios legislativos 8 y la práctica judicial 9 de los años 1933 a 1942 prepararon el genocidio, definiendo y segregando legalmente a los sujetos que luego serían exterminados. Fraser (2005, pp. 4 y 20) critica también a quienes afirman que existe una discontinuidad conceptual entre el derecho y lo hecho por los nazis, como implícitamente sostienen quienes, como Radbruch (1946, p. 7), afirman que lo que hicieron los nazis es demasiado injusto para ser derecho. Fraser rechaza la tesis de la discontinuidad y no cree que sea correcto decir que en Alemania, en algún momento a partir de 1933, se pasó de un Estado de derecho a un Estado criminal, ni de un derecho alemán a un (no-)derecho nazi. Auschwitz no está más allá del derecho, sino que forma parte de su historia y de lo que el derecho mismo hace posible. Por esa razón, tampoco es posible un ajuste cuentas judicial con Auschwitz. El Holocausto es irredimible mediante el derecho, porque el Holocausto es un fenómeno esencialmente jurídico, un hecho histórico construido y fundado sobre el derecho (Fraser, 2005, p. 218).

Vivian Grosswald Curran (2005, p. 483) ha llegado a conclusiones similares y también se ha mostrado escéptica ante la posibilidad de una respuesta exclusivamente legalista a tragedias como el Holocausto. Afirma que ni las leyes ni los procedimientos juridiciales ni los derechos y principios de justicia constitucionalmente proclamados van a evitar la repetición de episodios de barbarie legalizada. La propensión de los tribunales, incluso en los países democráticos, a validar políticas de discriminación y persecución es la razón de su escepticismo. Es históricamente constatable que el derecho ha abrazado con frecuencia valores e ideologías perversos y también que los jueces han validado –en ocasiones de modo entusiasta– las persecuciones o las políticas represivas y discriminatorias de los gobernantes. Da igual la concepción de derecho que se tenga –si se es iusnaturalista o iuspositivista–, o el modelo de jurisdicción que se promueva. 10 Curran advierte que el derecho sólo podría prevenir la barbarie si es reflejo de buenas ideologías asentadas socialmente y que, por el contrario, será un instrumento para la represión cuando las prácticas de la comunidad sean expresivas de valores inhumanos y perversos.

Según los autores referidos, el derecho no es incompatible con el Holocausto, ni puede juzgarlo. De ser plausibles sus argumentos, expresivamente planteados sobre el fondo de las pilas de cadáveres de Auschwitz, el derecho en modo alguno merece la consideración de logro civilizatorio que, como vimos al inicio de este artículo, algunos le atribuyen.

Sin embargo, creo que no deberíamos llevar esos planteamientos más allá de su contexto, 11 ni sacar de ellos conclusiones que vayan referidas a aspectos o cuestiones que están fuera del asunto estricto al que se refieren. Las críticas reproducidas, aunque genéricamente referidas al derecho, son realmente juicios relativos a la actitud de jueces, legisladores, juristas o académicos y uno y otros no son la misma cosa. 12 No se trata, obviamente, de menospreciar ni un ápice lo atinado de la críticas dirigidas a esos colectivos, ni exculparles de su responsabilidad, 13 pero hay que distinguir claramente entre el derecho como orden social y la actitud de sus agentes y entre la aptitud al exterminio del primero y la de los otros y no cruzar las premisas y conclusiones de un ámbito al otro. Si en el ajuste de cuentas histórico con legisladores, jueces, etcétera, exageramos nuestra reacción y formulamos conclusiones directamente referidas a la legalidad como tal, no estaremos razonando correctamente.

Mi postura aquí será la de defender al derecho ante su propio Tribunal de Núremberg, lo que, desde luego, es compatible con la condena por parte de ese mismo Tribunal a los agentes responsables de brutales matanzas. Intentaré mostrar que las demoledoras condenas al derecho de Fraser o Curran se explican porque carecemos de una comprensión rigurosa de lo que es la legalidad y espero que, a medida que refinemos nuestra concepción al respecto, se aprecie mejor que Auschwitz no es el paradigma de un espacio pleno de derecho –como Fraser sostiene–, que jurídicamente no es posible ni la programación, ni la ejecución de exterminios, y que –en contra de lo que Curran mantiene– la legalidad bien entendida es un antídoto frente al exterminio porque legalidad y exterminio son conceptualmente incompatibles.

III. Principios de legalidad y exterminio en el debate entre Hart y Fuller

Mi línea argumental comienza con una somera referencia a los debates que, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, ocuparon a la filosofía jurídica y en los que se pretendía ajustar cuentas con la responsabilidad de ciertos juristas y teorías jurídicas que habrían posibilitado, cuando no facilitado, los crímenes del nazismo. Uno de los episodios más conocidos de esa polémica tiene lugar en el marco del debate entre Herbert L. A. Hart y a Lon L. Fuller sobre el iuspositivismo y la moral interna del derecho que se desarrolló entre 1958 y 1969.

Como es conocido, Hart (1958, pp. 616-621) fue crítico con los juristas que, tras la experiencia del nazismo, repudiaron el eslogan iuspositivista “la ley es la ley” y en su lugar abogaron por una doctrina según la cual los principios fundamentales de la moralidad eran parte del derecho mismo y de su concepto. 14 Aunque Hart dejó clara su simpatía personal hacia esos juristas, señaló que era naif pensar que la indiferencia de los juristas alemanes hacia las decisiones de los nazis hubiese sido consecuencia de su compromiso con el postulado iuspositivista de la separación entre derecho y moral. 15 Era igualmente ingenuo pensar que de haber estado generalizada la tesis contraria –la conexión conceptual entre derecho y moral–, la resistencia habría existido. Expresivamente, Hart (1961, p. 259) advirtió que instruir a los individuos en la necesidad de pensar y decir “esto no es derecho porque es inicuo” no iba a robustecer ni a fomentar actitudes de resistencia frente a las amenazas del poder político organizado.

La opinión de Fuller sobre estos temas era bien distinta. Convencido de que el régimen nazi estuvo basado en una “explotación de las formas jurídicas” (Fuller, 1954, p. 465), Fuller respondió a Hart afirmando que si los jueces y juristas alemanes hubiesen prestado más atención a lo que él denominada moral interna del derecho, habrían podido resistir algunas de las medidas de los nazis o corregir sus aberraciones sin necesidad de recurrir a los controvertidos principios del derecho natural ni a ninguna otra forma de higher law (1958, pp. 660-661). Poco después, Fuller enumeró y expuso sucintamente el contenido de los principios de la moral interna del derecho –generalidad, publicidad, prospectividad, inteligibilidad, coherencia, posibilidad, estabilidad y congruencia– e intentó demostrar su carácter genuinamente moral. Señaló que allí donde se gobierna conforme a esos principios, existe una cierta reciprocidad entre gobernantes y gobernados que conlleva importantes limitaciones al poder del gobernante sobre el gobernado (1964, pp. 39-43); advirtió que los principios presuponen una concepción de la dignidad de la persona humana como “agente responsable, con capacidad para comprender y seguir las reglas y al que se puede exigir responder por sus fallos” (1964, p. 162); y, por último, explicó que los principios estaban relacionados con un tipo de control social en el que a los individuos se les ofrece un marco normativo para su interacción, en lugar de ser instrumentalizados por gobernantes/gerentes para conseguir unos fines dados (1969, pp. 207-208).

Fuller, sin embargo, no estuvo muy acertado a la hora de formular sus tesis relativas al valor moral de la legalidad. Señaló que el respeto a los principios de legalidad permitía la realización del propósito del derecho ––someter al gobierno de reglas el comportamiento de los individuos–pero, en un desafortunado símil, los comparó con las habilidades y herramientas del carpintero (1964, pp. 96 y 155), con lo que parecía sugerir que los principios de legalidad eran meras condiciones de la eficacia del derecho. Hart (1965, p. 1286) aprovechó esa ambigüedad y advirtió que el carácter instrumental de los principios de legalidad llevaba a su neutralidad moral: los principios de legalidad no demuestran ninguna conexión conceptual entre moral y derecho, pues son simples condiciones que garantizan la “ejecución eficiente del propósito de guiar la conducta humana por reglas”, pero que, como tales, no afectan a la bondad o justicia de lo exigido. De un modo muy expresivo, Hart (1965, p. 1284) señaló que los principios valen para lo bueno y lo malo, como las herramientas del carpintero valen igual para fabricar camas de hospital o potros de tortura. La analogía con el caso de los nazis era evidente: es posible gobernar legalmente –esto es, de acuerdo a los principios de legalidad– para lo bueno y lo malo, y las leyes pueden ser buenas o malas dependiendo de los fines a los que se empleen, pero en sí mismas, independientemente del fin para el que son usadas, no tienen ningún valor moral. 16 La decisión de clasificar los principios de legalidad como una moral del derecho sólo era una fuente de confusión, pues el derecho, –como cualquier otra actividad intencional como, por ejemplo, el envenenamiento– tiene sus propios principios y llamarlos “moralidad” simplemente difumina la distinción entre la noción de eficacia para un propósito y los juicios morales relativos a ese propósito (Hart, 1965, p. 1286).

IV. Legalidad y orden jurídico

Asistimos en la actualidad a un cierto revival de ese debate, en el que las tesis de Fuller son objeto de una atención especial. Son numerosos los autores que, tras manifestar cierta afinidad con las tesis de Fuller, se han aplicado a completar su trabajo, 17 detallando y fundamentando en un modo filosóficamente solvente cuáles son las dimensiones morales de la legalidad, 18 esto es, las implicaciones morales que se dan cuando se gobierna respetando suficientemente los principios de legalidad. 19

Sin embargo, la exploración de las dimensiones morales implícitas a la legalidad no es el único asunto pendiente tras el cierre (¿en falso?) del debate. Cuando Hart sorteó ese asunto y planteó el problema de la moralidad de los principios de legalidad en términos estrictamente instrumentales, 20 lo hizo tras dar por buena la descripción de la legalidad y de los órdenes jurídicos de Fuller compendiada en sus “ocho demandas de la moral interna del derecho”. Fuller había presentado los principios en la conocida fábula de Rex como “ocho maneras de fracasar al crear el derecho” y luego había expuesto el contenido de cada uno de ellos de un modo, en ocasiones, casuístico y fragmentario. El resultado está lejos de ser una concepción de la legalidad y los órdenes jurídicos alternativa a la iuspositivista. Tampoco es, por tanto, un soporte lo suficientemente sólido para las tesis relativas a la dimensión moral de la legalidad contrarias a la tesis iuspositivistas relativas al carácter instrumental del derecho y a su neutralidad moral. Oponerse al iuspositivismo habría requerido un estudio más preciso de los rasgos, significación e implicaciones de cada uno de los principios de legalidad y, además, del modo en que la legalidad misma es definitoria de los órdenes jurídicos.

Al respecto, hay muchas intuiciones interesantes dispuestas ante nosotros en los escritos de Fuller. Pero, como ocurre con las referencias a la moralidad de los principios de legalidad, no están presentadas de un modo ni riguroso, ni sistemático. Estoy convencido de que a partir de esos elementos es posible elaborar una concepción de la legalidad y de los órdenes jurídicos–alternativa a la concepción iuspositivista del derecho que Fuller tanto criticó– sobre la que fundar las tesis relativas a la dimensión moral de la legalidad. Sin embargo, esa es una tarea hercúlea que excede a los límites de este artículo. Como hemos visto, ya hay quien ya se ha aplicado a ello, aunque yo aquí me centraré sólo en los aspectos de esa teoría que explican el porqué de la incompatibilidad entre legalidad y exterminio. Así, en esta sección, me referiré, en primer lugar, a la distinción entre orden social y orden jurídico; en segundo lugar, analizaré los rasgos de las reglas, en tanto que componentes elementales de los órdenes jurídicos, y, someramente, aludiré a otras condiciones adicionales que se tienen que dar para que exista un orden jurídico; y, en tercer lugar, mostraré qué es exactamente la legalidad y cuál es su relación con la noción de orden jurídico. Será entonces, cuando estemos en disposición de apreciar que la legalidad es incompatible con las acciones exterminadoras de los gobiernos, lo que quedará ilustrado por referencia a algunos episodios recurrentes en los debates iusfilosóficos sobre el derecho nazi (Sección V). Terminaré mostrando por qué el iuspositivismo jurídico plantea de modo poco plausible la relación entre legalidad y exterminio y, en especial, por qué yerra cuando afirma el derecho tiene un carácter meramente instrumental y que es moralmente neutral (Sección VI).

1. El orden jurídico como orden social

Para Fuller, los órdenes jurídicos son un tipo de orden social 21 singular por su propósito: pretenden regular el comportamiento de los individuos conforme a reglas. Un orden social (social ordering) es, según Fuller (1958a, p. 75), el conjunto de reglas, procedimientos e instituciones, sean de tipo consensual, consuetudinario u ordenado, a través de los que las relaciones entre los seres humanos quedan sujetas a una ordenación formal. Los órdenes sociales son procesos activos de decisión social a través de los que se remueven deficiencias y conflictos y que establecen un soporte estable para relaciones futuras (Fuller, 1965, p. 1030). 22 Un orden social, por tanto, es el conjunto de criterios o procedimientos, sea cual sea su naturaleza, que permiten establecer qué comportamientos son permisibles, exigibles o reprobables en un grupo social. Lo normal es que esto se lleve a cabo mediante directivas o estándares de comportamiento y, en concreto, mediante reglas. Sin embargo, hay órdenes sociales en los que los comportamientos exigibles o los juicios de reproche o valoración de las acciones realizadas no se realizan a través de reglas que establecen qué está prohibido o permitido. Es un orden social, por ejemplo, el basado en la votación, esto es, el de un grupo cuyos miembros resuelven sus conflictos por votación, sin seguir ningún patrón preestablecido ni estar vinculados por decisiones anteriores ni condicionar decisiones sucesivas aun en casos similares. Son órdenes sociales los órdenes despóticos imaginados por filósofos clásicos y modernos en los que un tirano gobierna arbitrariamente mediante decretos personales, improvisados y ad hoc. 23 El despotismo es un tipo de orden social, pues la pregunta cómo se ha de actuar o cuándo uno será reprendido por sus acciones tiene una respuesta: como y cuando lo decida el déspota. Es un procedimiento sencillo, aunque no estable en el sentido de que no permite generar expectativas o anticipar las decisiones del gobernante. 24 Es también un caso de orden social basado en la conciliación y mediación el vigente en la New Monia imaginada por Simmonds (2002, pp. 244-247), pues allí los conflictos entre sus miembros se resuelven en la forma que resulte más restauradora e integradora de la cohesión social, de nuevo, haciendo depender la solución al conflicto del dolor expresado por alguna de las partes, de lo conmovidos que quedasen los árbitros o de los efectos integradores o disgregadores que cada particular decisión pudiera provocar en los restantes miembros del grupo. Tampoco tendría orden jurídico, aunque sí orden social, un grupo humano en el que los conflictos entre sus miembros o la decisión relativa a si las acciones de sus miembros merecen reconocimiento o reproche se decidieran por azar.

Ninguno de esos órdenes es un orden jurídico. La razón –como aclararé inmediatamente–es que los métodos y procedimientos que los constituyen no permiten satisfacer el propósito que define a los órdenes jurídicos: someter el comportamiento humano al gobierno de reglas ni, por tanto, los procedimientos a través de los que se decide qué se debe hacer o cómo resolver los conflictos planteados son compatibles con las condiciones de legalidad que, como se verá también, resultan constitutivas de la noción de orden jurídico.

2. Reglas, principios de legalidad y orden jurídico

Es posible llegar a esa misma conclusión pero no desde arriba, esto es, distinguiendo unos órdenes sociales de otros, sino desde abajo, es decir, analizando cuáles son los componentes elementales de un orden social y cómo tienen que funcionar para constituir, efectivamente, un orden jurídico. La tesis de partida es la siguiente: los órdenes jurídicos son órdenes compuestos por reglas que gobiernan el comportamiento de los individuos, lo que exige definir, en primer lugar, qué son las reglas y, en segundo lugar, ver qué condiciones tienen que darse para que se pueda decir que el comportamiento de los individuos está gobernado por ellas.

Fuller llevó a cabo indistintamente esas dos tareas con su enumeración de los principios de legalidad: señaló que cuando los seres humanos se embarcan en la tarea de someter sus comportamientos al control de reglas se dan cuenta de que esa tarea tiene una lógica interna y que no puede ser llevada a cabo sin seguir unas exigencias que tienen que cumplirse para que el propósito general se lleve a efecto (1964, p. 150). Fuller (1964, pp. 46-91) condensó esas exigencias en su enumeración de los ocho principios de legalidad: generalidad, publicidad, prospectividad, inteligibilidad, coherencia, posibilidad, estabilidad y congruencia. Un orden jurídico es, por tanto, un orden social basado en un conjunto de reglas que presentan cierto grado de generalidad, que son en su mayoría prospectivas, públicas, estables, comprensibles, posibles de cumplir y compatibles entre sí y que son aplicadas congruentemente por los poderes públicos y agentes de la autoridad.

El razonamiento es sustancialmente correcto, aunque, como he dicho, sería interesante distinguir la noción de regla misma de las condiciones que tienen que darse para poder decir que el comportamiento de los individuos está gobernado por reglas, esto es, que se da una relación de legalidad. Lo que sostengo es que en los ocho principios de Fuller hay definidas dos nociones importantes: la de regla y la relación de legalidad. Los ocho principios de legalidad, en su conjunto, definen la relación de legalidad en tanto que relación en la que el comportamiento de los individuos está sujeto a reglas. Pero dos de esos principios definen la noción misma de regla, más elemental que la relación de legalidad de la que es un componente o condición: el principio de generalidad –al menos algunos aspectos que Fuller menciona bajo esa denominación y que se analizan a continuación– y el de posibilidad. 25

Desde ese punto de vista, diré que un orden jurídico es, elementalmente, un orden compuesto por reglas, lo que exige definir qué es una regla. Al respecto, Fuller (1969, pp. 46-49) señala que es del todo obvio que “para someter la conducta humana al control de reglas, debe haber reglas” 26 (there must be rules), y aunque no definió exactamente qué es una regla, a partir de su análisis de los principios de generalidad y de posibilidad es posible formular la siguiente: una regla es una directiva 27 a través de la cual se pretende modificar el comportamiento de un sujeto con capacidad de actuar, que se refiere a acciones posibles de ese sujeto y que presupone su capacidad para auto-ejecutarla. No son reglas, por tanto, directivas dirigidas a entes inanimados, ni tampoco las que, aunque se dirigen a sujetos con capacidad para actuar, se refieren a acciones imposibles o necesarias. Tampoco serían reglas las directivas que pretenden apenas causar movimientos o reacciones físicas en sus destinatarios, esto es, las que tienen un efecto sobre sus destinatarios similar al que se daría si fueran físicamente empujados o movidos en un modo mecánico. Estas directivas pueden ser posibles de cumplir, pero no son reglas por no ser generales, esto es, porque no pretenden condicionar a sus destinatarios motivándolos a tomar una decisión relativa a un curso de acción que el destinatario juzga compatible con la regla misma, ya que están más cerca de aquella situación en la que el emisor de la disposición mueve directa y personalmente al destinatario de la orden que de aquella en la que el emisor presupone y se vale de la capacidad para actuar por sí mismo del destinatario y en la que este se ve motivado a actuar en el sentido que considera compatible con la regla. Según esta concepción, los decretos de los déspotas no son reglas, porque son exigencias tan específicas (tú, haz esto ahora) que resultan pragmáticamente equivalentes a la situación que se daría si el déspota moviese directamente al súbdito en el sentido deseado. 28 En cierto modo, la función de los decretos y de las amenazas con que los déspotas los respaldan es que el déspota se ahorre el esfuerzo de hacer por sí mismo lo que desea. Sin embargo, las reglas ni son eso, ni operan así. A diferencia de los decretos, a los que podríamos llamar directivas específicas, las reglas alcanzan un grado de generalidad suficiente en su formulación como para permitir afirmar que presuponen la capacidad para la auto-ejecución de sus destinatarios. 29 Esto se logra cuando la regla hace posible que su destinatario valore si se refiere efectivamente a él, cuando puede decidir sobre los aspectos puntuales de las acciones que suponen su cumplimiento o sobre las condiciones en las que es exigible la acción que es el contenido de la regla. 30 Dicho de otro modo: para que una directiva sea una regla, el modo en que se refiere a los sujetos a los que se dirige, 31 al contenido o acción o a las condiciones en que es exigible tienen que estar formulados de modo tal que hagan posible una participación del destinatario compatible con su consideración como agente con capacidad para actuar, pues en caso contrario, diremos simplemente que es como si fuese movido a hacer algo. 32 Como se aprecia, la auto-aplicación o auto-ejecución es clave en la definición del concepto de regla: una directiva solo es una regla cuando es auto-ejecutable. 33

Ahora bien, un orden social que contenga reglas a través de las que gobierna o somete a ordenación el comportamiento de los individuos no es, sin más, un orden jurídico. Para que lo sea, es preciso que se den una serie de condiciones adicionales, entre ellas las que nos permitan afirman que efectivamente son las reglas las que gobiernan el comportamiento de los individuos. Fuller estaba en lo cierto cuando advertía que la simple existencia de reglas no es suficiente, pues no hay orden jurídico allí donde las reglas, aunque formalmente existentes, son secretas, retrospectivas o no son congruentes con la acción oficial orientada a su aplicación. El cumplimiento de los restantes principios de legalidad de Fuller –todos salvo el de generalidad y posibilidad ya incluidos en la noción misma de regla– permite afirmar que las reglas son efectivamente las que gobiernan el comportamiento de sus destinatarios y, en consecuencia, es condición de la existencia de los órdenes jurídicos. 34

3. La legalidad como relación y el orden jurídico

Es normal definir a los órdenes jurídicos diciendo que son sistemas de normas jurídicas para luego distinguir formalmente a este tipo de normas de otras de distinta naturaleza. Lo que se ha expuesto hasta ahora muestra, sin embargo, que hay una formulación alternativa –y concurrente, que no contradictoria– a la anterior. En lugar de decir que un orden jurídico es conjunto de normas jurídicas, es posible decir que un orden jurídico es el orden que existe en un grupo social cuando las relaciones de los miembros del grupo entre sí y con sus gobernantes son relaciones de legalidad, esto es, cuando lo que pueden hacerse sus miembros unos a otros y lo que los gobernantes pueden hacerles a los gobernados está establecido por reglas de acuerdo con los principios de legalidad.

Esta concepción del orden jurídico parte de la idea de legalidad – el orden jurídico sería una forma de asociación, gobierno u orden social en el que la legalidad es la relación dominante- 35 y pone en primer plano su naturaleza relacional: desde este punto de vista, la legalidad es una relación y es la clave de la definición de los órdenes jurídicos. Nuevamente, hay soporte en Fuller para esta lectura: recordemos, por ejemplo, que Fuller admite la posibilidad de un sistema legal (system of law) referido al comportamiento de un solo individuo a título particular (single named individual) (1964, p. 125). Si leemos esas referencias a los sistemas de leyes dirigidos a un individuo como consideraciones relativas a la relación de legalidad y no directamente a los sistemas u órdenes jurídicos como tales, la extrañeza que causa pensar en un sistema de leyes dirigido a un solo individuo se disipa. De acuerdo a esta comprensión, lo que los principios de legalidad definen no es directamente el orden jurídico, sino un tipo de relación: la relación de legalidad. Una relación, de un modo mucho más natural que un orden, puede serlo entre dos sujetos: entre empresario y trabajador existe, en efecto, una relación, pero no un “sistema de derecho”. 36 La relación de legalidad, por tanto, aunque definitoria de los órdenes jurídicos, no es exclusiva de ellos. 37

Así entendida, la legalidad es una forma de relacionarse los individuos entre sí o con quienes les gobiernan. Si lo que yo puedo hacer o no puedo hacer a otros miembros del grupo del que formo parte está definido de antemano, si es conocido, comprensible, etcétera, y si habiendo actuado yo conforme a ese parámetro quedo inmunizado frente al poder coactivo de las autoridades y protegido frente a quienes pretenden impedirme hacer que lo que tengo la obligación de hacer, entonces mi relación con los demás es una relación de legalidad y el marco de convivencia o gobierno existente es un orden jurídico. Un orden jurídico es, por tanto, un orden social basado en la legalidad, es decir, un orden social en el que los comportamientos y relaciones de individuos están gobernados por reglas en condiciones de legalidad.

En definitiva, lo que afirmo es que es imposible dar cuenta de la naturaleza de los órdenes jurídicos al margen de la noción de legalidad, es decir, prescindiendo del hecho de que pretenden someter a reglas el comportamiento de los individuos. En segundo lugar, se ha afirmado que la legalidad es inconcebible al margen de la noción de regla –aunque tiene algunas condiciones adicionales– y que esta puede entenderse como una directiva general y autoejecutable con la que pretende motivar a sus destinatarios a llevar a cabo comportamientos posibles. Que un orden jurídico puede tener algunas directivas específicas, que exijan lo imposible o que no dejen margen para la auto-ejecución es evidente, como es evidente que puede contener algunas disposiciones secretas o retroactivas, pero un orden social es inconcebible como orden jurídico si todas o prácticamente todas sus disposiciones no son reglas en el sentido descrito. Es evidente, por último, que hay otras nociones de regla distintas de la empleada en este artículo, pero lo que se sostiene es que la noción de regla a partir de la que explorar la definición de la legalidad y del orden jurídico o sus dimensiones morales ha de construirse en función de esos rasgos: generalidad, posibilidad, auto-ejecución.

V. Aplicaciones al debate sobre el derecho nazi: legalidad, orden jurídico y exterminio

A continuación, para ilustrar las conclusiones teóricas anteriores y comprobar en qué son relevantes para demostrar la incompatibilidad entre legalidad y exterminio, me referiré a algunos aspectos de los debates iusfilosóficos sobre el derecho nazi. Mi intención es mostrar que resulta incompatible ser sujeto de reglas y, por tanto, sujeto de un orden jurídico, y objeto de exterminio y que el Holocausto, en tanto que práctica paradigmáticamente exterminadora, no es compatible con la legalidad.

Para ello, me referiré a las célebres resoluciones de Wannsee, una reunión celebrada el 20 de enero de 1942 por un grupo de jerarcas nazis de las SS, del NSDAP, de la Wehrmatch y del gobierno de Hitler para organizar y ejecutar la Solución Final. Las resoluciones adoptadas en Wannsee fueron secretas, confusas, conferían grandes poderes de discrecionalidad a los responsables de las “deportaciones”, etcétera. Sin embargo, no es esta la razón por la que legalidad y exterminio son incompatibles. El Holocausto habría sido incompatible con la legalidad incluso si se hubiera formulado abierta y claramente y se hubiera ejecutado de manera reglada, pues la incompatibilidad yace a un nivel profundo.

Las resoluciones exterminadoras con las que selló el destino de millones de judíos europeos no fueron reglas, sino algo muy distinto. Como señala Rundle (2009, p. 66), la decisión de exterminar a los judíos siguió una lógica distinta a las leyes de Núremberg y es independiente de la actitud de los judíos hacia estas leyes y decretos y del sentido mismo de esas disposiciones. 38 A los judíos no se les ordenó o prohibió algo so pena de exterminio, ni se les va exterminando a medida que van incumpliendo las normas raciales establecidas. A los judíos se les exterminó sin más, por ser judíos y con independencia de cuál fuera su actitud hacia las normas vigentes. Se les extermina no por algo prohibido que habían hecho, sino por algo que eran –judíos– y que no podían dejar de ser. Preguntas de estilo de “¿qué he hecho yo?”, “¿qué norma he incumplido?” no tenían sentido en esas condiciones.

Vimos en la sección anterior que la existencia de un orden jurídico depende de que la relación entre los gobernantes y los gobernados sea una relación de legalidad, que esa relación se da cuando el comportamiento de los individuos está gobernado por reglas y que las reglas son directivas en las que se ordena a su sujeto, cuya capacidad para autogobernarse se presupone, hacer algo posible. Nada de eso se da en el caso de quien es objeto de exterminio. 39 Tras la programación de la Solución Final, la capacidad de autogobierno de los judíos y el sentido en que respondiesen a las normas dadas dejaron de tener cualquier interés, porque no se buscaba ya que actuasen o se comportasen de un modo concreto, sino que se pretendía simplemente su exterminio. Las potenciales víctimas del exterminio se convirtieron en un objeto de cuya retirada o desaparición se encargarían las SS. Las víctimas del exterminio no son sujetos a los que se refieren reglas que les ordenan hacer o dejar de hacer algo posible de ejecutar y pasan simplemente a ser seres a los que erradicar. 40 La situación en que se encuentra alguien a erradicar es incompatible con la situación en que se encuentra alguien en un contexto de legalidad: deja de ser sujeto de derecho y su relación con sus exterminadores deja de ser una relación de legalidad, 41 pues pasa a ser un objeto en manos del gobernante. 42

Ilustrativa resulta la comparación delas resoluciones de Wannsee de 1942 con el Decreto de 1492 por el que los reyes españoles Isabel y Fernando expulsaron a los judíos de sus territorios. En el Decreto de Expulsión, los Reyes ordenan a “los Judíos y Judías de cualquier edad que residan en nuestros dominios o territorios que partan […] al fin de Julio de este año y que […] si algún Judío es encontrado en estos dominios o regresa será culpado a muerte y confiscación de sus bienes”. La expulsión, bajo amenaza de muerte, de los judíos españoles fue, obviamente, un propósito inicuo que merece repulsa. 43 Sin embargo, es evidente que el propósito del Decreto de Granada no era exterminador: no se les dice a los judíos “no queramos que viváis”, sino más bien “no queremos que viváis con nosotros como judíos”. 44 Al respecto, hay tres aspectos del Decreto de 1492 que me parecen destacables: (a) el gobernante ordena hacer a los judíos algo injusto, pero posible de cumplir e incluso se compromete a mantener las condiciones de posibilidad del acto exigido; 45 (b) se garantiza a los judíos protección hasta la fecha límite señalada y mientras se disponen a dar cumplimiento a la orden de expulsión; 46 y (c) se advierte a quienes no partan o, habiendo partido, regresen que serán “culpados” de haber contravenido el Decreto y que esa infracción llevaba aparejada la pena de muerte. Con muchas deficiencias y tensiones, parece razonable concluir que la relación que existió entre los Reyes Católicos y sus súbditos judíos fue una relación de legalidad: 47 el Decreto de los Reyes Católicos presupone en todo momento su capacidad de actuar y no pretende su exterminio físico. 48 Nada de eso, obviamente, parece compatible con una política dirigida al exterminio de la población y nadie imagina a los judíos alemanes, despojados por la fuerza de sus pertenencias y empujados al interior de los trenes con destino a algún campo de exterminio ni reclamando sus créditos, ni impugnando su clasificación como “aniquilables” ni al agente de las SS suspendiendo la resolución hasta que un órgano judicial hubiese resuelto el asunto.

VI. Las dificultades del iuspositivismo en el debate sobre el derecho nazi

Como señalé atrás, mi propósito al elaborar este artículo no ha sido profundizar en los fundamentos de la moralidad de la legalidad, sino simplemente avanzar aquellos aspectos de una teoría de la legalidad y de los órdenes jurídicos de inspiración fulleriana que avalan la incompatibilidad entre legalidad y exterminio, para después aplicarlos al debate iusfilosófico sobre el derecho nazi y desvelar así algunas dificultades de los planteamientos formulados en el marco de ese debate que cuestionan la integridad teórica del positivismo jurídico.

La incompatibilidad conceptual entre legalidad y exterminio demuestra que Fuller (1964, pp. 153-158) estaba en el buen camino cuando afirmaba que, aunque la legalidad es indiferente hacia muchos fines, no cualquier fin podía conseguirse sin comprometerla. Sin embargo, también pone de manifiesto que Fuller no formuló con claridad sus intuiciones al respecto. Se equivocó cuando insistió en demostrar la moralidad de la legalidad con argumentos instrumentales, porque al hacerlo parecía asumir la concepción del derecho de sus rivales. Fuller no estuvo acertado cuando ilustró sus tesis por referencia al caso del carpintero que, porque conoce su oficio y mantiene afiladas sus herramientas, hace posible la construcción de camas para hospitales y orfanatos. Con esas referencias, Fuller, además de confirmar el carácter instrumental del derecho, sugiere que relación entre moralidad y legalidad era de mera afinidad, es decir, que el compromiso con la legalidad suponía, algo así, como una disminución de la probabilidad estadística de cometer graves iniquidades, pero nada más. La incompatibilidad conceptual entre legalidad y exterminio demuestra que Fuller se quedó corto en sus afirmaciones, pues entre legalidad y exterminio no hay falta de afinidad o sintonía, sino incompatibilidad conceptual radical.

Sin embargo, las consecuencias más graves de la incompatibilidad entre legalidad y exterminio no afectan a Fuller, sino a Hart y a los iuspositivistas. Hart (1961, p. 256; 1965, p. 1286) había cuestionado el carácter moral de la legalidad tras afirmar, básicamente, que el respeto a sus principios es compatible con la comisión de graves iniquidades. Como he señalado, esta afirmación presupone que el derecho es un instrumento para conseguir ciertos fines –tesis del carácter instrumental del derecho– y que, en la medida en que es útil para el bien y el mal, carece de cualquier valor moral positivo –tesis de la neutralidad moral del derecho. Estas dos tesis son parte de las credenciales teóricas del iuspositivismo, pues son una derivación elemental de la tesis iuspositivista de la separación entre derecho y moral. 49 Cualquier sombra de duda que se cierna sobre ellas afectará a la integridad teórica del iuspositivismo.

Hay que advertir, en primer lugar, que la valoración moral de la legalidad a la luz de los fines que pueden perseguirse respetando lo exigido por sus principios es mucho más compleja de lo que los planteamientos hartianos presuponen. Hart es un tanto ligero a la hora de concluir afirmando la neutralidad moral de la legalidad después de comprobar solo la compatibilidad entre el respeto a los principios y la persecución de ciertos fines perversos. Como advierte Simmonds (2009, pp. 393-395) no es correcto concluir afirmando que el derecho es moralmente neutral porque, aunque es precondición de ciertos bienes, lo es también de ciertos males. 50 Esa conclusión solo es posible después de un análisis de trazo grueso de la relación entre la legalidad y los fines perseguidos por los gobernantes y de su valor moral. En efecto, es notorio que ciertos fines o proyectos políticos perversos pueden realizarse respetando las condiciones de legalidad, 51 pero la indagatoria sobre la relación entre la legalidad y los fines que se pueden perseguir de acuerdo a sus principios debería tener en cuenta, en primer lugar, que cualquier fin o proyecto político perverso puede ser plenamente realizado al margen de la legalidad y, en segundo lugar, que no existen estados de cosas moralmente perversos que sean exclusivamente realizables en condiciones de legalidad. Lo que Simmonds sostiene, por tanto, es que la legalidad es compatible con ciertos proyectos inicuos, pero que esa iniquidad puede alcanzarse por otras vías alternativas y además que no hay inicuos exclusivamente legales. Simmonds va más allá y considera que la tesis de la instrumentalidad del derecho no queda suficientemente probada al señalar a algunos proyectos perversos singulares que podrían realizarse en condiciones compatibles con la legalidad. Lo que tendría que hacer quien pretenda demostrar que el derecho es instrumental y moralmente neutral es demostrar que no es cierto que el derecho sea una precondición existencial de ciertos proyectos moralmente valiosos, como la justicia, la convivencia, el bien común, etcétera, es decir, demostrar que el derecho no es necesario para la consecución de esos fines moralmente valiosos.

En segundo lugar, la incompatibilidad entre legalidad y exterminio desvela que uno de los presupuestos fundamentales de las tesis iuspositivistas del carácter instrumental y de la neutralidad de la legalidad es erróneo. Me refiero a la frecuencia con que los iuspositivistas asumen que allí donde hay una autoridad que gobierna, existe un orden jurídico. Efectivamente, los iuspositivistas presuponen que en todo grupo humano en el que exista una estructura formal de gobierno a través de la que se dirige el comportamiento de los miembros del grupo o se definen fines y se gestiona su consecución, existe un orden jurídico. De ese modo, asimilan orden social y orden jurídico y no distinguen entre mecanismos de gobierno que se basan en la existencia de reglas a través de las que se pretende ordenar el comportamiento de individuos con capacidad de autogobernarse y otros métodos o procedimientos distintos que no operan de ese modo. Por esa razón tienden a suponer también que cualquier fin que la autoridad formule es ejecutable o realizable de acuerdo con los principios de legalidad, esto es, que todo fin programable políticamente es realizable legalmente. Es más, es que no puede ser realizado de otro modo, por la sencilla razón de que no hay alternativa: a la vista de la identificación entre orden social y jurídico, cualquier sucesión de actos y decisiones del gobernante tendentes a la consecución de un fin dado, cualquier método y procedimiento de gobierno para la ordenación de los comportamientos de los miembros del grupo y para movilizar sus energías, será constitutivo de su orden jurídico.

Este planteamiento es probablemente una reminiscencia de la vinculación entre el iuspositivismo y el voluntarismo filosófico. 52 Es cierto que el iuspositivismo contemporáneo más refinado, a diferencia del legalismo tradicional, tiene claro que no todo el derecho es el resultado de actos de voluntad del gobernante. 53 Sin embargo, no tiene tan clara la afirmación inversa a la anterior, esto es, que cualquier expresión de la voluntad del gobernante es derecho. Así, aunque los iuspositivistas han admitido que no todo el derecho es derecho voluntario porque no todas las normas tienen en su origen un acto de voluntad del gobernante, siguen admitiendo la afirmación inversa, es decir, que allí donde hay un acto de voluntad del gobernante, existe una norma jurídica. 54

Encontramos buenos ejemplos de esta confusión en el marco del debate sobre el Holocausto y el derecho nazi. Vimos como Fraser imputó al derecho la responsabilidad por Auschwitz o como Curran rechazó que el derecho pudiera tener algún efecto preventivo de políticas discriminatorias y exterminadoras a la vista de la actitud tradicional de sus agentes. Esta confusión entre el derecho y lo que han hecho o harán sus agentes probablemente no sea más que una efectista aunque desafortunada metonimia. Sin embargo, hay ejemplos más sutiles en los que relevantes iuspositivistas, con la pretensión de demostrar la corrección de las tesis del carácter instrumental del derecho y de su neutralidad moral, atribuyen al derecho como tal los riesgos, perversiones y atrocidades cometidas por quienes detentan el poder político, independientemente del hecho de que hayan gobernado en condiciones de legalidad, es decir, independientemente del hecho de que el orden social que permitió la realización de esas atrocidades fuera o no jurídico.

Recordemos, al respecto, el caso de Raz (2009, pp. 224-25), quien, en línea con los planteamientos iuspositivistas antes reproducidos, rechaza frontalmente la posibilidad de que la legalidad o, como él la llama, el Estado de derecho (rule of law) tenga algún valor moral significativo. Para Raz, el valor moral de la legalidad depende exclusivamente del valor de los fines que se persiguen conforme a sus principios y, además, siempre será un valor moral negativo, ya que los males que el Estado de derecho evita o reduce son males provocados por el derecho mismo. Para Raz, la legalidad es al derecho lo que cortar a un cuchillo: un cuchillo afilado es bueno porque puede cumplir su función y, en el mismo sentido, un orden formado por normas conocidas, prospectivas, inteligibles, etcétera es bueno porque hace posible que sus destinatarios se guíen por él. Sin embargo, no es bueno en un sentido moral, pues esto solo depende de los fines para los que se usa. Igual que el cuchillo afilado es bueno moralmente cuando está en manos de un cirujano y malo cuando está en manos de un asaltante, el valor moral del derecho dependerá de los fines para los que se dispongan sus normas. En paralelo a este clásico argumento instrumentalista, Raz considera también que el derecho es responsable de la aparición de ciertos riesgos (arbitrariedad, violencia, opresión, etcétera), aunque reconoce que esos riesgos se ven minimizados en condiciones de legalidad 55 : la legalidad, en este caso, tendría un valor moral negativo, pues solo minimiza los riesgos que el derecho mismo ha creado. Como se aprecia, Raz considera al derecho responsable de haber provocado ciertos males o riesgos, obviando que esos males podrían ser responsabilidad de alguien distinto. En mi opinión, atribuir al derecho la responsabilidad por el riesgo de explotación, arbitrariedad, opresión, etcétera es como atribuir al cuchillo la responsabilidad por la herida que provoca el asaltante–o al bisturí el mérito por el éxito de la cirugía–, porque se juzga que el asaltante y el cuchillo son una misma cosa, cuando es obvio que no lo son. Una cosa es el gobernante que oprime, actúa arbitrariamente o que ofende la dignidad y la libertad de sus súbditos y otra es el orden social a través del que produce esos efectos. Cualquiera de esos riesgos o males es imputable fundamentalmente a quien gobierna y los causa, pero no al método de gobierno. 56 No es lo mismo quien gobierna que cómo se gobierna –ni quién asalta y cómo asalta–, ya que existen otros métodos y procedimientos de control alternativos a la legalidad que garantizan al gobernante la consecución de sus fines. Como he dicho, el orden social jurídico no es el único método de gobierno a disposición del gobernante. Sin embargo, este es precisamente el presupuesto que los iuspositivistas no admiten, ya que, tras invertir la tesis voluntarista, concluyen afirmando que quien gobierna siempre gobierna mediante un orden jurídico. Si no, ¿cómo podría justificarse la imputación al derecho de la responsabilidad por los males que el gobernante podría haber producido por métodos ajenos a lo jurídico?

La incapacidad del iuspositivismo para percibir la incompatibilidad entre legalidad y exterminio no es el único lastre que la asimilación de ese presupuesto erróneo supone para los planteamientos iuspositivistas en el debate sobre la moralidad de la legalidad. Hay dos aspectos vinculados directamente con el anterior que también lastran los planteamientos iuspositivistas a propósito del carácter instrumental del derecho y de su neutralidad moral. Y nuevamente, el debate sobre el derecho nazi los ilustra bien.

El primero de esos dos lastres viene dado por la incapacidad de los planteamientos iuspositivistas para apreciar la moralidad de los distintos órdenes sociales a la luz de sus ventajas e inconvenientes en comparación con otros métodos de control alternativos a la hora de perseguir un fin político dado. 57 Si tenemos en cuenta que hay fines que pueden realizarse bien respetando los principios de legalidad o mediante el recurso a métodos o procedimientos de gobierno incompatibles con la existencia de un orden jurídico, veremos inmediatamente que es posible valorar la moralidad de la legalidad considerando sus ventajas o inconvenientes a la hora de realizar un fin dado en relación con las ventajas en inconvenientes de métodos de gobierno alternativos disponibles. Los iuspositivistas no pueden apreciar esta dimensión de la legalidad, con lo que sus planteamientos vuelven a mostrarse muy simplificadores. Como no consideran la existencia de órdenes sociales alternativos tampoco se ven en la necesidad de comparar lo que supone perseguir un fin respetando los principios de legalidad con lo que resulta de perseguirlo por métodos alternativos. Hart (1965, p. 1284), que había comparado a los principios de legalidad con las herramientas y técnicas del carpintero, útiles para fabricar, por ejemplo, potros de tortura, no valoró la fabricación de potros de tortura por el carpintero en lugar de su producción en una cadena de montaje industrial. Raz (2009, pp. 224-225) valoró moralmente la legalidad tras compararla con un cuchillo, útil para diversos propósitos, pero no valoró qué implicaba el logro de cada uno de esos propósitos con un cuchillo y no con otros instrumentos, por ejemplo, más mortíferos: evidentemente, no es lo mismo verse asaltado por un ladrón que empuja un cuchillo que por un ladrón que porta un arma automática. 58 Esas variantes abren la puerta a preguntas relativas al valor moral de la legalidad que el iuspositivista no se plantea porque no puede percibirlas.

Por último, la insistencia de los iuspositivistas en presentar el derecho como un fenómeno de poder les lleva a asumir exclusivamente el punto de vista de los gobernantes a la hora de explorar, desde un punto de vista instrumental, las dimensiones morales de la legalidad, con lo que olvidan el correlativo punto de vista de los gobernados. 59 Para el iuspositivismo, Wannsee y la Solución Final solo demuestran que el derecho puede usarse para todo tipo fines y, entre ellos, los más inicuos imaginables. Ya he rechazado que ese fin en cuestión –el exterminio– sea un fin alcanzable de acuerdo con los principios de legalidad, pues es más bien la negación misma de su esencia. También he dejado la puerta abierta a una valoración moral de los distintos instrumentos usables para lograr un fin dado. Ahora solo se trata de dejar sentado que esa valoración ha de tener siempre presente el punto de vista de los afectados y no solo el del gobernante. Afirmar que el valor moral de la legalidad se decanta exclusivamente comprobando que, en efecto, es útil para conseguir esos fines es solo una parte de la historia. Esa es, sin embargo, la práctica habitual de los iuspositivistas, quienes señalan, por ejemplo, que los principios de legalidad hacen posible la función de guía del derecho (Raz, 2009, p. 214) o que facilitan la transmisión y eficacia de las órdenes emitidas a la población, incentivan la obediencia y posibilitan la coordinación de los agentes oficiales (Kramer, 1999, pp. 67-69; y 2004, p. 69). Sin embargo, un planteamiento como el fulleriano insistiría en la necesidad de valorar la legalidad tras compararla con otros procedimientos o métodos para la consecución de ese fin y, especialmente, a valorarla también desde el punto de vista de lo que supone para los gobernados.

Supongamos que el fin perseguido por Hitler hubiese sido lograr una Europa libre de judíos, igual que los Reyes Católicos pretendieron una España religiosamente homogénea y, por tanto, sin judíos. De entrada, conseguir una Europa libre de judíos exterminándolos es imposible legalmente, es decir, la legalidad excluye el exterminio. A continuación, imaginemos a un gobernante gestionando la expulsión de los judíos de modo arbitrario o anunciando que procederá por métodos gerenciales, es decir, tomando aquellas decisiones que de modo más eficaz garanticen una rápida consecución del objetivo señalado. En estos casos, el gobernante no habría quedado comprometido, por ejemplo, a dar un tiempo en el que proceder a la partida, ni a facilitarla o garantizar la protección a quienes emprendían la marcha. Si los abusos fueron posibles en la Expulsión de 1492, formalmente compatible con la legalidad, imaginemos qué habría resultado en esas condiciones más expeditivas. Esta reflexión invita a valorar moralmente las distintas soluciones al problema planteado, poniéndose en el lugar de aquel al que se le informa que es un indeseable y que ya no se le quiere aquí. No albergo demasiadas dudas de que el exterminio es la peor opción imaginable para el afectado. De las restantes soluciones disponibles, la legalidad no solo es la única incompatible con prácticas exterminadoras; también parece, vistas las consideraciones anteriores, la menos indeseable de todas ellas. Es verdad que todas causan pavor, porque pavoroso es el propósito perseguido, pero esas consideraciones a propósito de la legalidad ¿Acaso no son relevantes moralmente?

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Notas

1 Letwin, 2005, p. 1.

2 Cover, 1986, p. 1601, Sarat, 2001.

3 La idea, según Fuller (1968a, p. 18), sería original de Aristóteles.

4 Al respecto, Semelin, 2005, p. 87; Marco, 2012; Harlf y Gurr, 1988, p. 360; o Rummel, 1994.

5 Esta asociación es particularmente intensa en la lengua inglesa, donde “legal” pueden identificarse con lo que en español denominaríamos como “jurídico” –y no con “legal” en el sentido del “lawful” inglés– y, por lo tanto, donde “legality” sería algo así como “juridicidad”. He descartado hablar de “juridicidad” y “principios de juridicidad” por resultar un uso poco común en español y por mantener la asociación formal entre los términos “legality” y “legalidad”.

6 Sobre el asunto, por ejemplo, Clavero, 1997, pp. 181-236.

7 En este sentido también Bauman, 1989, pp. 13-16. Las tesis relativas a la banalidad del mal de Arendt (1964, p. 171) apuntan en esa misma dirección, al descartar que exista una relación necesaria entre disposiciones éticas o rasgos del carácter patológicos y la probabilidad de que un individuo participe o cometa los actos más execrables imaginables.

8 Sobre la continuidad entre las leyes de Núremberg y Auschwitz, es interesante también la aportación de Mann (2005) desde una perspectiva socio-política.

9 Fraser (2005, pp. 17, 30) se muestra especialmente crítico con el papel de jueces, juristas, legisladores y, en concreto, con las tareas de clasificación y segregación legal de los judíos. La continuidad en las prácticas de los jueces alemanes antes y durante el nazismo también ha sido destacada por Müller (1991).

10 Curran (2004, pp. 702-804) es particularmente crítica con quienes, como Dyzenhaus (2010, p. 259), afirman que los jueces vinculados a la tradición del common law, familiarizados con referentes normativos como la equity o la fairness, son menos propensos a validar políticas discriminatorias o de persecución que los jueces legalistas que actúan en un marco en el que todo el derecho es la ley y la ley es la ley.

11 No es fácil, dada la tendencia al uso efectista y exagerado de los términos y a la intercambiabilidad de significados. Al respecto, Rundle, 2006, p. 203.

12 Cuando distingo entre el derecho y la actividad de sus agentes no me refiero al hecho de que las acciones de éstos sean constitutivas de la práctica sobre la que se funda la regla a partir de la que considerar válidas sus normas, como ocurre en Hart. Me refiero, al derecho en un sentido mucho más general, como un tipo de orden social cuyos rasgos y dimensiones exceden a las prácticas de algunos de sus operadores singulares.

13 Tampoco deberíamos de incurrir en una suerte de corporativismo invertido, una actitud en la que incurre quien, en lugar de defender los intereses o el prestigio del grupo del que forma parte y esconder sus vergüenzas abusando de la solidaridad interna, se muestra siempre dispuesto a culpabilizarlo y criminalizarlo por todo. Una actitud crítica hacia el colectivo del que se es parte es normalmente sana, pero cuando se exceden ciertos límites, se cae en una suerte de arrogancia intelectual al pretender protagonismo asumiendo penitencialmente toda la responsabilidad por cualquier desastre sucedido.

14 Se refería, lógicamente, a juristas como Radbruch.

15 Es muy cuestionable que los jueces y juristas nazis fuesen paradigmáticamente iuspositivistas. Hirvonen (2010, p. 128) o Stolleis (2007, p. 222) han analizado las peculiaridades de la concepción del derecho nacionalsocialista y argumentado en contra de su identificación con los planteamientos iuspositivistas. Al respecto, también Prieto, 1987, pp. 42-45.

16 El régimen nazi es frecuentemente señalado como un ejemplo de régimen perverso que opera respetando los principios de legalidad. Así lo hace, por ejemplo, Friedmann (1967, p. 19) citado por Cliteur (1999, p. 111). Este último se refiere a otros casos de órdenes o reglas supuestamente respetuosas con los principios de legalidad, como la orden de Herodes de matar a todos los niños de menos de dos años nacidos en Belén, originariamente un ejemplo de Dias (1985, p. 493). Los casos de los estados sureños de los Estados Unidos antes de la abolición de la esclavitud o de Sudáfrica durante la etapa del apartheid son también ejemplos recurrentes. A estos últimos se refiere Walter F. Berns, citado por Rundle (2012, p. 112).

17 Desde la edición por Winston (1981) de algunos trabajos de Fuller sobre diseño institucional o la biografía intelectual de Sumners (1984), habría que referirse, entre otros, a dos obras colectivas –una de Witteveen y Burg (1999) y otra de Cane (2010)–; a las extensas referencias de Waldron (1994, 2012), Allan (2001) o Simmonds (2007); al número conmemorativo de la NYU Law Review (vol. 8, 4, 2008) y algunos otros trabajos más específicos como los de Nadler (2007) o Rundle (2009, 2012). Los lectores hispanoparlantes, por cierto, contamos con algunas referencias importantes, como son las de Escudero (2000) y Arcos (2000). La relevancia de las tesis de Fuller ha sido también destacada por uno de sus más acérrimos críticos: Kramer (1999, p. 37) se refiere a ellas como un elaborado esfuerzo de fundar la conexión entre derecho y moral al margen de consideraciones relativas al contenido de las normas jurídicas.

18 Lo que presupone, en efecto, carencias y dificultades importantes en el discurso de Fuller, especialmente, en el modo en que construyó filosóficamente sus argumentos en defensa de la dimensión moral de la legalidad. Entre otros, lo han señalado así Winston (1981, p. 12), Rundle (2012, p. 5) o Priel (2001, p. 2).

19 Aún carecemos, desde mi punto de vista, de una teoría completa de la dimensión moral de la legalidad. Las aportaciones de Fuller son sugerentes, pero insuficientes. Aportaciones muy interesantes –llamadas a integrar esa teoría– son las siguientes: Summers (1984, p. 37), que encuentra en la certeza y la seguridad jurídicas los valores que confieren a la legalidad significación moral y señala que aseguran una justa oportunidad (fair opportunity) de cumplir el derecho. Winston (1986, pp. 107-108) apunta a la libertad; Simmonds (2007, p. 101), que también encuentra en la libertad, entendida como la no dependencia respecto de la voluntad de otro, la clave fundamental de la dimensión moral de la legalidad; Allan (2001, pp. 1-2), quien señala que la legalidad equivale al gobierno de la razón, pues implica un requerimiento básico de justificación en la acción estatal, según el cual la legitimidad del trato que recibe una persona del Estado dependerá de su compatibilidad con el bien común, entendido como el bien de una comunidad cuyos miembros son iguales en dignidad y respeto; Waldron (2012, p. 206), que se ha centrado fundamentalmente en la dimensión dignitaria de la legalidad; y Rundle (2012), que ha insistido en la relación entre la forma del derecho y la capacidad para el autogobierno de quienes están sujetos a sus reglas. En lo que sigue se encontrarán algunas referencias a otros aspectos relativos a la dimensión moral de la legalidad centrales para la fundamentación de la tesis central de este artículo: la incompatibilidad entre legalidad y determinados propósitos inicuos, particularmente los exterminatorios, y las ventajas comparativas que la legalidad implica, especialmente para los gobernados, respecto de técnicas de control social alternativas.

20 Esa deriva instrumental fue, para Rundle (2012, p. 3), una importante barrera a la comprensión adecuada de las tesis de Fuller. De igual opinión Lacey (2010, pp. 4 y 36), quien afirma que las reglas y el campo de juego del debate Hart-Fuller, por así decirlo, fueron fijados por Hart, lo que explicaría fácilmente por qué Fuller, constreñido a rebatir las tesis iuspositivistas tuvo tantas dificultades para la presentación de sus propios planteamientos.

21 Esta conclusión se formula en el marco de su teoría de la eunomía, esto es, la es la ciencia, teoría o estudio de las leyes naturales de cada orden social o teoría de los ajustes o disposiciones practicables de buen orden (good order and workable arrangements). La eunomía comprendería tanto el estudio de la forma de cada orden social definido en función de sus respectivos propósitos, como su relación con los diversos fines de los que podría ser medio y el estudio de los ajustes que cada orden ha de adoptar o reproducir para ser practicable y funcionar adecuadamente o a un coste no desproporcionado en relación al fin que se pretende con su despliegue. Sobre el proyecto de eunomía de Fuller, Winston (1981, pp.12 y 47-64) o Rundle (2012, pp. 26 y ss.).

22 Un planteamiento similar es el de Kornhauser (2004, 335 y 373) que se refiere al derecho como a un tipo de estructura de gobierno.

23 Por ejemplo, Aristóteles (Política IV-3), Locke (Segundo Tratado, §136) o Montesquieu (Espíritu de las leyes, II-1).

24 Si fuera posible, porque, por ejemplo, el tirano comenzara a decidir consistentemente y a respetar sus decisiones anteriores, podríamos estar asistiendo a la aparición de un orden jurídico.

25 Esta distinción permitiría salvar las críticas que cuestionan que los ocho principios de legalidad son internos al derecho en el sentido de si son parte de su naturaleza (Winston, 1981, p.159). Y es que, por ejemplo, un derecho poco estable o cuyas normas sean difíciles de comprender en algún sentido aún está compuesto por reglas. En el mismo sentido, si atendemos al principio de congruencia, un gobernante que no se atiene a lo anunciado en sus reglas no llega a constituir un orden de legalidad, esto es, no se relaciona con los gobernados en condiciones compatibles con la legalidad, pero esto es compatible con la constatación de que lo anunciado formalmente eran reglas en tanto que reúnen ciertos aspectos o rasgos definitorios de la noción.

26 Esta dependencia entre la idea de legalidad o estado de derecho y la idea de regla es también destacada por Radin (1989, pp. 782 y 792) al señalar que “el derecho consiste en reglas” (law consists of rules).

27 Independientemente de que se haya elaborado legislativamente, consuetudinariamente o que sea fruto de precedentes judiciales asentados y reconocidos como vinculantes para casos similares posteriores.

28 Gráficamente, Montesquieu (El espíritu de las leyes, III, 10) se refería a la voluntad del déspota como algo que produce su efecto como una bola lanzada contra otra produce el suyo. Sobre esta cuestión, Letwin (2005, p. 334) o Brudner (2004, pp. 38-43).

29 Como Hart y Sacks (1958, p. 115) señalaron, las reglas jurídicas se expresan mediante palabras abstractas, esto es, relativas a categorías o conceptos que van más allá de experiencias físicas directas y no se refieren a cada instancia de cada caso de manera nominal o indexical, sino en abstracto, a todas las instancias de un caso relevante ofreciendo así guía sobre lo que habrá de hacerse en el futuro cuando se dé la situación relevante.

30 Sobre los elementos de las directivas que han de ser generales para poder hablar con propiedad de reglas, véase el análisis de Von Wright (1963, pp. 53 y ss.) de las prescripciones y sus elementos. Sobre la idea de generalidad y las reglas, Schauer (1991, pp. 81-86).

31 No hay que confundir, por cierto, generalidad con universalidad, particularidad o nominalidad de la regla, aunque frecuentemente los conceptos aparecen mezclados, como, por ejemplo, en Hart (1961, pp. 26-27), Raz (2009, p. 215) o Escudero (2000, p. 424). La generalidad se da cuando la regla se dirige a un sujeto cuya capacidad para actuar es presupuesta por la regla misma, lo que es compatible con que sea solo un sujeto e incluso con que esté identificado nominalmente, siempre que los otros dos elementos que definen la generalidad –la acción o las condiciones de aplicación– estén abiertos. Al respecto, Peña (2016, pp. 63-66).

32 En el extremo opuesto, encontraríamos directivas formuladas en términos tan abiertos que resultaran inmediatamente compatibles con cualquier acción. Una indagación de los problemas que plantea el irracionalismo, el escepticismo o el particularismo, sin embargo, queda al margen del objeto de este estudio.

33 La posibilidad de auto-aplicación parece, por cierto, condición de la naturaleza de las reglas como razones para actuar de Raz (1990, pp. 66 y ss.). Una directiva específica no es una razón, en el sentido de que pretende mover y no motivar al agente en el sentido prescrito.

34 La existencia de reglas, en el sentido descrito, no es condición suficiente de la existencia de un orden jurídico en un sentido adicional: será precisa además la presencia de otro tipo de normas, como las secundarias de Hart (1961, pp. 99 y 116), cuya función es más definir cómo han de producirse, aplicarse o identificarse las reglas propiamente directivas. Al respecto, también Raz (1990, p. 97 y ss.). No obstante, esta cuestión no es relevante a los efectos de este artículo.

35 Como se aprecia, siendo la legalidad una relación y el orden jurídico aquel orden social en el que la relación de legalidad es la preponderante, la existencia de los órdenes jurídicos puede ser gradual. La diferencia entre moral de aspiración y moral del deber es útil para entender esta función gradual o ideal de la legalidad. Al respecto, Fuller (1964, pp. 5-30) o Simmonds (2007, pp. 37-68) quien apunta a la naturaleza arquetípica de la legalidad.

36 Incluso una relación de pareja podría ser una relación de legalidad, cuando lo que la pareja pudiera hacerse recíprocamente estuviera establecido en reglas y cuando las exigencias y reproches estuvieran condicionados no por emociones o sentimientos, sino por las reglas dadas. Obviamente, no es el tipo de relación que se encuentra confortable en los moldes y procedimientos que caracterizan a la relación de legalidad. Este aspecto, la adecuación entre el propósito de las relaciones y el tipo de orden practicable que mejor las regula, es precisamente el hilo rector de la eunomía de Fuller. Al respecto, Winston, 1981 y Rundle, 2012, pp. 32 y ss.

37 También es un elemento de la moralidad y de otros sistemas de reglas distintos del jurídico. Es ahora cuando habría que introducir elementos diferenciales adicionales: parece, en efecto, necesario no solo que lo que los individuos pueden hacerse unos a otros y lo que pueden hacerles quienes les gobiernan esté establecido en reglas que satisfacen los principios de legalidad, sino también que esas reglas vayan referidas a aquellas áreas del comportamiento que dan lugar a una respuesta organizada del grupo normalmente en forma de sanción o respaldo oficial. Al respecto la referencias de Raz (1990, pp. 141 y 179) a la institucionalización o la sanción son ilustrativas. Estas cuestiones, sin embargo, quedan al margen del hilo de razonamientos de este artículo.

38 A diferencia de esta política irrestricta de extermino llevada a cabo por las SS, el programa jurídico nazi presuponía la capacidad de los judíos para responder a sus directrices y normas y pretendió como objetivo su muerte.

39 Rundle (2009 y 2012) ha explorado magistralmente este asunto.

40 Los judíos, en esa situación, privados como grupo étnico o minoría religiosa de su condición de agentes racionales y responsables, no pueden ser “sujetos” de obligaciones algunas (Duff, 1980, p. 83).

41 Los nazis, señala Allan (2001, p. 69), rompieron con la mínima reciprocidad entre gobernante sobre la que se funda el deber jurídico y la fidelidad al derecho, con lo que su derecho dejó de existir y se convirtió en una forma de terror “ajurídico” (lawless terror).

42 Cabría pensar que las disposiciones que ordenan el exterminio lo son en tanto que son reglas dirigidas a los agentes o funcionarios encargados del exterminio físico del grupo humano que se pretende aniquilar. Esas disposiciones podrían ser reglas, si bien solo en relación a los agentes cuya conducta pretenden dirigir, esto es, en relación a los funcionarios llamados a actuar como verdugos, pero no lo son en relación a los individuos que son objeto de exterminio. Es la relación entre gobernante y el ser exterminable la que no encaja en los patrones de la legalidad. Lo que se sostiene en suma es que un gobernante parcialmente deja de gobernar en condiciones de legalidad cuando señala a una parte de la población a la que controla y ordena a la otra exterminarla, pues dejan de coincidir el universo de aquellos sujetos a su control con el universo de aquellos con los que se relaciona en condiciones de legalidad. Legalidad y exterminio son incompatibles, por tanto, en el sentido de que el gobernante no puede querer exterminar y pretender seguir relacionándose con los seres a exterminar en condiciones de legalidad.

43 Probablemente sea uno de los episodios más vergonzantes de la historia de España.

44 Pérez (2005, pp. 190 y 194) señala que, aunque el Decreto no se refiere expresamente a la conversión, implícitamente se entendió que los que abrazaran la fe católica, no estaban obligados a marcharse.

45 El Decreto disponía que los Judíos debían poder deshacerse de sus hogares y todas sus pertenencias en el plazo estipulado. También se facilitó el cumplimiento de la orden, permitiendo, por ejemplo, la venta de bienes o anticipando el vencimiento de créditos (Real Provisión de 30 de mayo de 1492, disponible en: http://www.ayto-toledo.org/archivo/exposiciones/Expulsion-Judios/ej.asp). No es, sin embargo, difícil imaginar las dificultades con las que debieron de encontrarse los judíos españoles para vender sus bienes por su valor o reclamar judicialmente las deudas vencidas antes de le fecha límite de su marcha. Al respecto, Pérez (2005, pp. 191-193).

46 Según lo prescrito en el Decreto, los Reyes garantizan protección y seguridad a los judíos y advierten que “durante este plazo nadie debe hacerles ningún daño, herirlos o injusticias a estas personas o a sus bienes lo cual sería injustificado y el que transgrediese esto incurrirá en el castigo los que violen nuestra seguridad Real”. La necesidad de esta protección es una limitación o compromiso recíproco implícito a la legalidad y es incompatible con la concepción del derecho como proyección unilateral del gobernante que impacta sobre el gobernado que Fuller criticó. Específicamente, a la necesidad de que quien gobierna en condiciones de legalidad dispense esa protección frente a los terceros que intentan impedir el cumplimiento de lo exigido, se ha referido Simmonds (2009, p. 103).

47 Lo que no la valida como algo justo o legítimo en general, dada, entre otras cuestiones, la tensión manifiesta entre las implicaciones elementales de los valores morales implícitos a la legalidad y los propósitos de los monarcas.

48 Singular resulta, al respeto, el compromiso expresado de “culpar” a los infractores, es decir, de abrir un procedimiento judicial –con todas las limitaciones propias de los procedimientos jurisdiccionales de la época, pero el procedimiento adjudicativo disponible en el momento– antes de condenarles a muerte como consecuencia de la infracción.

49 Hay quienes han cuestionado la tesis de la separación (Green, 2008, p. 223) y quien se muestra partidario de un iuspositivismo más vinculado a la tesis de las fuentes sociales (Gardner, 2001, p. 200); sin embargo, son muchos aún los que siguen considerando que la tesis de la separación es central entre las credenciales teóricas del positivismo jurídico, como, por ejemplo, Kramer (2004, p. 69, 2004b, p. 233).

50 En este punto critica las tesis de Kramer (1999, p. 44) y, en particular, su tesis de la notransmisibilidad (Kramer, 2008, p. 34).

51 Este argumento es clave en el minucioso estudio de Escudero (2000) sobre la compatibilidad entre moral interna e iuspositivismo, quien vendría a sostener que la moralidad implícita a la legalidad no es suficiente para dotar al derecho un valor moral significativo. Un planteamiento alternativo es el de Kramer (1999, p. 38) quien rechaza considerar cualquier dimensión moral de los principios de legalidad.

52 Los planteamientos voluntaristas se originaron en el ámbito teológico, como un conjunto de tesis que cuestionaban la filosofía moral aristotélico-tomista y negaban que existiese un principio inmanente que ordenaba a la voluntad al bien en tanto que su fin propio. Para voluntaristas como Dums Escoto o Guillermo de Ockham, la voluntad no está naturalmente inclinada al bien y es, como tal, indiferente a sus fines. Posteriormente, Hobbes trasladó esa tesis a la arena jurídico-política al postular que auctoritas non veritas facit legem.

53 Las normas consuetudinarias, por ejemplo, no encajan bien en los presupuestos voluntaristas. También las críticas de Hart al iuspositivismo de Austin pueden verse como un ejemplo de lo inadecuado de un planteamiento voluntarista estricto que identifica derecho y voluntad.

54 Fuller (1964, p. 169) considera que esa tesis –“la identificación del derecho con cualquier acto imaginable de las autoridades” (officials)– está generalizada y su impugnación es uno de los vectores fundamentales de crítica a las tesis iuspositivistas relativas a la separación entre derecho y moral.

55 Marmor (2010, pp. 672-73) parece reproducir ese mismo argumento cuando señala que la publicidad o la prospectividad de las normas no evitan ningún mal que no hubiera causado antes la mera existencia de las normas. También Gardner (2010, p. 257) señala que con la aparición de las reglas secundarias aparece el derecho, lo facilita o hace posibles ciertas formas de explotación y que, en un movimiento posterior, aparecerá el Estado de derecho para intentar proteger a la gente de esas formas de opresión. Un argumento curiosamente similar en Rawls (1971, p. 227) cuando señala que el establecimiento de un orden social coactivo es solo racional si las desventajas que comporta –coste económico y el peligro para la libertad– son menores que la pérdida de libertad que resulta en condiciones de inestabilidad o inseguridad y añade que los “los peligros para la libertad son menores cuando la ley es administrada imparcial y regularmente de acuerdo con el principio de legalidad” [énfasis mío y traducción ligeramente corregida].

56 En un sentido similar, Krygier (2010, p. 117) para quien “los daños para los que se supone que el derecho es antídoto son abusos del poder, no meramente del derecho. Hay muchos modos a través de los que puede ejercerse, hacer uso y abuso del poder, sin la intervención del derecho. Al exigir a los gobiernos que sus actos se ajusten a la ‘moral interna’ se entiende que se quieren excluir de raíz todas esas otras maneras. Es necesario más, pero la exclusión no es de escasa importancia cuando se está preocupado por la arbitrariedad del poder”. En efecto, como mis conclusiones relativas a los programas de exterminio pusieron de manifiesto, la responsabilidad por los exterminios y matanzas fue del poder, no del derecho. A mayor abundamiento, en condiciones de legalidad no habrían sido posibles.

57 Un análisis fulleriano, sin embargo, sí que percibe esta diferencia, cuando distingue, como por ejemplo hace Winston (1981, p. 37), entre los propósitos internos de un orden social o método de gobierno y los propósitos externos, es decir, entre el propósito que se persigue al emplear un método de gobierno y no otro y los propósitos que se persiguen y que pueden ser logrados mediante el uso de cada método.

58 Los ejemplos podrían parecer peregrinos, pero estas cuestiones son más relevantes de lo que en apariencia sugieren: pensemos en los tratados internacionales en los que los gobiernos se comprometen al uso de cierto armamento en sus guerras y vetan la utilización de armas biológicas o químicas. ¿No es en algún sentido moral preferible una guerra convencional a una guerra bacteriológica? Si fueran moralmente equivalentes, ¿por qué celebramos los tratados y los gobiernos se comprometen a no usar ese tipo de armamento? Un argumento similar en Viner (2007, pp. 16-17).

59 La persistente adopción de esta perspectiva probablemente esté relacionada con el hecho de que los iuspositivistas se sienten confortables teóricamente en un marco de derecho legislado. A título de ejemplo, pensemos en el caso de Hart (1961, p. 119), para quien el derecho aparece cuando existen reglas de cambio, esto es, reglas que facultan “a un individuo o cuerpo de personas a introducir nuevas reglas primarias para la conducción dela vida del grupo, o de alguna clase de hombres que forman parte de él, y a dejar sin efecto las reglas anteriores”, lo que remite inmediatamente a la idea común de legislador. También Shapiro (2009, p. 37), en su reciente reivindicación de los postulados básicos del iuspositivismo, imagina un momento fundacional en el que una autoridad, Lex, se dirige a sus súbditos y señala que “elaborará un conjunto de reglas referidas a los problemas más acuciantes de nuestro tiempo”. Curiosamente, el propio Fuller asumió este planteamiento al presentar la fábula de Rex, aunque hay quien señala que lo hizo así porque estaba tan convencido de la solidez de su concepción de la legalidad que no tuvo inconveniente en plantearla en terreno contrario. Sobre este particular, Allan (2001, p. 53) y Nadler (2007, p. 25).

Notas de autor

* Este artículo se ha realizado en el marco del Proyecto de Investigación “Tradición y constitución: problemas constituyentes de la España Constitucional” (DER 2014-56291-C3-3-P). Muchas de las ideas que contiene el texto se presentaron y discutieron en un seminario organizado por el Área de Filosofía del Derecho de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad de Castilla-La Mancha en Toledo (España). Agradezco a los asistentes sus valiosas aportaciones.

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