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La rigidez constitucional mínima como una forma débil del constitucionalismo
Minimum constitutional entrenchment as a weak form of constitutionalism

Isonomía, núm. 51, 2019

Instituto Tecnológico Autónomo de México

Mariano C. Melero de la Torre

Universidad Autónoma de Madrid, España, España

Recibido: 18 Diciembre 2018

Aceptado: 28 Octubre 2019

Resumen: Algunos autores contrarios a la práctica constitucional actualmente dominante han defendido una rigidez constitucional “mínima” como una forma “débil” del constitucionalismo en la que la voluntad mayoritaria puede identificar el alcance de los derechos fundamentales por encima de las determinaciones judiciales. El objetivo de este trabajo es plantear algunas reflexiones críticas sobre dicha propuesta, adoptando para ello como parámetro normativo (lo que trataré de identificar como) la racionalidad intrínseca de la práctica constitucional contemporánea en las democracias liberales. Dicha argumentación crítica avanza del siguiente modo: en primer lugar, se discute la distinción formal (basada exclusiva o principalmente en el diseño institucional) entre sistemas de control jurisdiccional “fuerte” y “débil”; en segundo lugar, se pone en duda la supuesta relevancia de la reforma constitucional en la concreción histórica de los derechos básicos; y, por último, se rechaza la rigidez constitucional mínima entendida como parte de un modelo constitucional genuinamente alternativo (la “soberanía popular fuerte”) diseñado para superar la práctica constitucional dominante.

Palabras clave: Reforma constitucional, control judicial de las leyes, rigidez constitucional mínima, constitucionalismo débil.

Abstract: Some authors who oppose the currently dominant constitutional practice have defended some “minimum” constitutional entrenchment as a weak form of constitutionalism that allows democratic majorities to override judicial determination of fundamental rights. This paper offers some critical reflections on this proposal, adopting an approach based on (what I try to identify as) the intrinsic rationality of contemporary constitutional practice in liberal democracies. The critical argument evolves as follows. First, the formal (or institutional-based) distinction between “strong” and “weak” systems of constitutional review is discussed. Secondly, the alleged relevance of constitutional amendments in the historical realization of fundamental rights is objected to. Finally, the minimum constitutional rigidity is rejected as part of a genuinely alternative constitutional model (here referred to as “strong popular sovereignty”) designed to replace the dominant constitutional practice.

Keywords: Constitutional amendment, judicial review, minimum constitutional entrenchment, weak constitutionalism.

I. Introducción

En aquellas sociedades democráticas en las que existe una Constitución “escrita” y “rígida”, los procedimientos formales de reforma son, junto con el control jurisdiccional de constitucionalidad, la garantía de la superioridad de la norma constitucional respecto al resto del ordenamiento jurídico. La modificación de la constitución exige al legislador (el legislativo, con las iniciativas del ejecutivo) utilizar los procedimientos formales establecidos expresamente para ello por la propia constitución, los cuales suelen exigir un grado de deliberación y de consenso mayor que el que se utiliza en la producción legislativa ordinaria.

Al refugio de esa protección frente a las idas y venidas de las mayorías, la determinación concreta de la norma constitucional se realiza principalmente a través de los jueces y tribunales constitucionales. Son los jueces quienes definen el ámbito de protección de los derechos fundamentales. Pero los jueces no son los “señores” de la constitución; los dispositivos de reforma permiten a la comunidad política modificar el texto constitucional, condicionando en un sentido o en otro la posterior interpretación judicial. Hoy en día, estos dispositivos se consideran un elemento imprescindible para la legitimidad democrática de la constitución, la cual se concibe como una constitución “reformable” o en permanente construcción (Rubio Llorente, 2012, p. 132).[1]

Sin embargo, cuando estos dispositivos son altamente complejos y gravosos (como ocurre en las Constituciones de Estados Unidos, Alemania o España), la superioridad de iure de los jueces constitucionales en la interpretación del alcance concreto de los derechos puede conducir a su superioridad de facto (Bayón, 1998, p. 69; Martí, 2014, pp. 552-555). Los autores que suelen englobarse bajo el título de “constitucionalistas políticos” critican severamente la “supremacía judicial” por ser, en su opinión, una limitación ilegítima del campo de acción del legislador democrático en el terreno de los derechos y libertades básicas. Estos autores reivindican los procedimientos democráticos como la esencia de la constitución, lo cual significa, en la práctica, otorgar al legislativo y al gobierno la oportunidad de corregir o revocar aquellas determinaciones judiciales sobre los derechos que resulten controvertidas o discutibles. Pero la mayoría de estos autores no ha prestado mucha atención a los procedimientos de reforma como un medio idóneo para terminar con la “supremacía judicial” en las democracias consolidadas. Recientemente, Rosalind Dixon y Adrienne Stone han tratado de llenar este hueco en el contexto del constitucionalismo estadounidense (Dixon y Stone, 2016). En España, donde opera el llamado modelo constitucionalista “europeo” caracterizado por el monopolio interpretativo del Tribunal Constitucional, algunos destacados autores han defendido la flexibilización de los procedimientos de reforma como un medio para lograr un constitucionalismo más democrático e inclusivo que el existente (Laporta, 2004, 2015; Hierro, 2016, pp. 199-203; Ahumada, 2005, pp. 164-170; Linares, 2008, pp. 57-61).

Mi propósito en este trabajo es discutir críticamente la rigidez “mínima” como propuesta de un constitucionalismo “débil”, lo cual traerá consigo un análisis más amplio del papel de la reforma dentro del constitucionalismo democrático. Mi crítica parte de una concepción “práctica” del constitucionalismo, la cual, a diferencia del constitucionalismo “político”, no pretende defender una práctica alternativa a la actualmente dominante en la teoría constitucional (esto es, distinta a la práctica “típica” del actual paradigma constitucionalista).[2] Por el contrario, una concepción “práctica” trata de ajustar o adecuar las propuestas normativas a la racionalidad intrínseca de la práctica dominante en el actual constitucionalismo democrático.[3] En este trabajo, mi principal propósito es discutir en qué sentido la propuesta de la rigidez constitucional mínima se ajusta a dicha racionalidad (y cabe, pues, considerarla como una variante o versión más colaborativa de la misma “práctica”), y, en contraste, bajo qué otras premisas responde a una finalidad diferente (y cabe concebirla, por tanto, como una genuina alternativa que amenaza con malograr las metas originales del constitucionalismo democrático).

La estructura de mi argumentación será la siguiente. En primer lugar, presento los rasgos más generales del actual paradigma constitucional, así como del enfoque crítico del denominado “constitucionalismo político” (sección II). A continuación, describo la propuesta de la rigidez mínima como una propuesta de constitucionalismo débil (sección III). En tercer lugar, planteo tres reflexiones críticas acerca de esta propuesta, concluyendo que no se trata tanto de un diseño constitucional alternativo a la práctica dominante como de una versión más colaborativa de la misma práctica (sección IV). Por último, expongo algunas razones que aconsejan, a mi juicio, rechazar una concepción de la rigidez constitucional mínima que, más allá del constitucionalismo político, pretende usar dicho diseño constitucional para socavar algunos elementos centrales del paradigma constitucionalista dominante (sección V).

II. La práctica constitucional dominante y el embate del constitucionalismo político

Especialmente en el mundo anglosajón, se denomina “constitucionalismo jurídico” a la doctrina según la cual la constitución es la norma jurídica suprema de donde se derivan directamente derechos y obligaciones básicas, y cuya aplicación/interpretación corresponde, en última instancia, a los jueces o tribunales constitucionales.[4] Esta doctrina se ha hecho predominante en la práctica de los estados constitucionales, donde la validez de las leyes no depende exclusivamente de las condiciones formales de órgano y procedimiento, sino también de la compatibilidad de su contenido con los derechos fundamentales incluidos en la constitución. El control jurisdiccional sustantivo por el que se supervisa la compatibilidad de las leyes con los derechos, se considera la principal garantía de la superioridad de la norma constitucional respecto al resto del ordenamiento jurídico.

La práctica constitucional contemporánea favorece el cambio del contenido regulativo de la constitución (relativa a derechos y libertades) a través de la interpretación judicial. Esta forma de cambio normativo es lo que la doctrina alemana denomina “mutación constitucional” (Verfassungswandel), y lo que en el ámbito anglosajón se describe con la metáfora del “living tree”.[5] Este tipo de modificación constitucional no afecta al texto de la norma como tal sino a la determinación de su contenido normativo, a la especificación de sus requerimientos sustantivos. La idea es que, dada la amplitud y apertura del contenido de los principios constitucionales, la interpretación puede conducir a resultados distintos ante supuestos cambiantes sin necesidad de la modificación de su texto. Es más, en la práctica constitucional predominante, los jueces se declaran obligados a realizar una interpretación evolutiva del texto constitucional, desarrollando su contenido conforme a las nuevas necesidades y circunstancias (Kavanagh, 2003, p. 56). Desde esta perspectiva, el contenido regulativo de la constitución puede evolucionar y adaptarse a las nuevas circunstancias y necesidades a través de la interpretación; solo cuando dicha adaptación exige contradecir o salirse del marco de interpretación trazado por el texto de la norma (o por la interpretación acogida por los jueces constitucionales) se hace necesario echar mano de los procedimientos de reforma constitucional. La cuestión de la reforma constitucional se plantea, pues, en materia de derechos y libertades, en los confines de la mutación constitucional.

Frente al constitucionalismo jurídico imperante en el paradigma de los derechos humanos, existe una corriente crítica formada por autores muy influyentes en el debate contemporáneo sobre constitucionalismo y filosofía del derecho, a la que se suele denominar “constitucionalismo político”. Aunque esta corriente fue muy radical en sus inicios (equiparando un sistema de control judicial de constitucionalidad a una tiranía de la judicatura), la evolución posterior del debate ha llevado a muchos de estos autores a un terreno compartido, o al menos no incompatible, con el constitucionalismo jurídico.[6] En concreto, la mayoría de ellos reconoce que puede haber beneficios democráticos en el ejercicio de alguna forma “débil” o “penúltima” de supervisión judicial. Como señala una de sus defensoras, Rosalind Dixon (2007, pp. 402-406), los tribunales pueden hacer una contribución decisiva a la democracia exigiendo la eliminación de “los puntos ciegos y las cargas de inercia” en el proceso de creación y aplicación de las leyes. Para estos autores, la cuestión decisiva que plantea el control de constitucionalidad de las leyes es hasta qué punto los legisladores retienen la capacidad para decidir si la decisión judicial refleja el mejor y más razonable juicio ponderado sobre los derechos y responsabilidades en juego en un contexto particular. Lo importante, según ellos, es la fuerza de los poderes reparadores de los jueces, y el grado en que las decisiones judiciales pueden ser revocadas mediante legislación ordinaria. En su opinión, la “supremacía judicial” equivale a la imposibilidad de los poderes políticos para discrepar de las determinaciones judiciales; es decir, el control judicial de las leyes solo es legítimo en la medida en que se reserva la “última palabra” al legislador representativo.

Bajo este enfoque, los constitucionalistas políticos suelen distinguir entre sistemas de control jurisdiccional “fuerte” y “débil”, basándose en “la relativa facilidad o dificultad de la respuesta legislativa a las determinaciones judiciales” (Tushnet, 2004, p. 9, n.8), así como en el margen de tiempo en el que ese diálogo puede desarrollarse (Tushnet, 2008, p. 42). Un sistema de control judicial “fuerte” sería aquel en el que los jueces tienen amplios poderes para producir declaraciones de invalidez, o para no aplicar legislación por considerarla incompatible con las normas constitucionales. En contraste, un sistema de control judicial “débil” dejaría siempre (o en la mayor parte de los casos) al legislador democrático ordinario la posibilidad de discutir o contradecir ilimitadamente (sin restricciones sustantivas) las determinaciones judiciales de los derechos básicos. En opinión de los constitucionalistas políticos, los ejemplos más sobresalientes de constitucionalismo débil serían los de Canadá y el Reino Unido.[7]

En términos filosóficos, Juan Carlos Bayón ha defendido el tipo de diseño institucional que conforma un “constitucionalismo débil” a partir de un balance entre valores procedimentales y sustantivos. Según esta propuesta de fundamentación, se trataría de una clase de diseño institucional que aprovecha las posibles ventajas instrumentales del control jurisdiccional de constitucionalidad (especialmente en la protección de derechos básicos), al tiempo que respeta el mayor valor intrínseco del procedimiento democrático (Bayón, 1998, pp. 88-89; 2004, pp. 106-110). Esta fundamentación abarcaría, por tanto, no solo el diseño institucional británico o canadiense, basado en la facultad del parlamento para aprobar leyes contrarias a las determinaciones judiciales en materia de derechos, sino también un diseño más cercano al existente en algunos países europeos (como Suecia, Italia, Francia e Irlanda), basado en la posibilidad de enmendar el catálogo de derechos protegidos constitucionalmente por medio de procedimientos de reforma no contramayoritarios (o al menos con mayorías cualificadas no excesivamente gravosas). Esta última versión del constitucionalismo débil es precisamente la que aquí nos interesa.

III. La rigidez “mínima” como una propuesta de constitucionalismo “débil”

Los procedimientos de reforma ofrecen en la actualidad el mecanismo típico para la construcción permanente de la constitución, aportando al cambio constitucional la legitimidad de la participación popular. Especialmente después de la Segunda Guerra Mundial, la incorporación y el uso de los dispositivos de reforma están hoy firmemente asentados en la práctica constitucional, frente al carácter casi inmutable con que se diseñaron las primeras Constituciones democráticas tras las Revoluciones de finales del siglo XVIII (Rubio Llorente, 2012, p. 132).[8] En general, los procedimientos de reforma permiten conocer el grado de apoyo popular con que cuenta el cambio constitucional.[9] Por otra parte, el uso de estos dispositivos tiene también la legitimidad que ofrece el cumplimiento de reglas jurídicas (“la legitimidad de la legalidad”).

Pero los autores que defienden ciertos dispositivos de reforma constitucional como una clase de constitucionalismo débil, pretenden otorgar a esta institución una función que no está conectada con los debates sobre legitimidad intergeneracional. Según esta concepción, ciertos procedimientos de reforma pueden ser un medio por el que, al menos en algunos países, “las mayorías democráticas pueden contribuir a un proceso de ‘diálogo’ constitucional con los tribunales sobre cuestiones de moralidad constitucional contemporánea” (Dixon y Stone, 2016, p. 99, énfasis en el original). Según esto, la reforma constitucional no sólo permitiría a las mayorías democráticas “actualizar” o revisar previas determinaciones constitucionales, sino también anular o rechazar la decisión de un tribunal constitucional “que consideran como una ‘lectura’ irrazonable o injustificada de concepciones constitucionales contemporáneas, ofreciendo una nueva base textual para subsecuentes actos de interpretación constitucional” (Dixon y Stone, 2016, p. 99). Dicho enfoque parte de la idea de que el déficit democrático de los sistemas de protección de derechos fundamentales no radica tanto en los poderes de control de los jueces, como en la excesiva rigidez de los dispositivos de reforma constitucional (Ruiz Miguel, 2004, p. 63). En consecuencia, la propuesta consiste en emplear ciertos procedimientos de reforma como mecanismos de reafirmación de la toma democrática de decisiones, resolviendo o, al menos, aminorando el déficit democrático del control judicial de constitucionalidad.

En términos más precisos, la propuesta es articular “el nivel mínimo de rigidez que, manteniendo el carácter normativo supremo de la Constitución, permita su eventual reforma por la voluntad mayoritaria” (Hierro, 2016, p. 202). Según dicha concepción, habría un reducido núcleo de intangibilidad en el que se incluirían los derechos no controvertibles (entre ellos los derechos básicos de participación política), consistente en cláusulas específicas y precisas (restricciones en forma de reglas) donde el control de constitucionalidad podría ser un mecanismo de garantía, pero nunca un procedimiento de determinación. Para el resto de los contenidos constitucionales, sobre los que no es posible encontrar un acuerdo en términos específicos y/o sobre los que no es posible una determinación precisa con anterioridad a su aplicación en los casos concretos, bastarían la cláusulas abstractas e indeterminadas (formuladas como restricciones en forma de principios), donde el control jurisdiccional de constitucionalidad debería estar acompañado de un procedimiento de reforma que permitiese a la mayoría parlamentaria y/o popular tener la última palabra.

Según sus defensores, la “rigidez mínima” ofrece dos ventajas importantes. En contraste con la rigidez contramayoritaria, la rigidez mínima hace posible reducir el margen de discreción interpretativa de los jueces constitucionales, redactando el texto constitucional con objeto de guiar o encauzar la interpretación judicial; “si el texto se redacta con suficiente cuidado, eso bastará para forzar a los jueces a reconsiderar de algún modo su decisión previa” (Dixon y Stone, 2016, p. 102). Por otra parte, en contraste con la ausencia de toda rigidez (constitución flexible), la “rigidez mínima” hace más difícil a una mayoría legislativa tratar de cambiar los principios constitucionales para adecuarlos a una determinada propuesta política que entra en conflicto con ellos. De este modo, la rigidez mínima permite limitar el diálogo público mediante el “deber de consistencia” (Linares, 2008, p. 60).

Como trataré de mostrar, este tipo de constitucionalismo débil no me parece incompatible con el paradigma constitucionalista; se trata, a mi modo de ver, de una versión más colaborativa de la misma práctica constitucional. Otra cosa distinta es afirmar un tipo de constitucionalismo débil en el que la rigidez mínima tenga por objeto restringir lo más posible la interpretación de la constitución mediante cláusulas específicas y precisas (restricciones en forma de reglas). Bajo esta otra concepción, la rigidez no tendría la función de garantizar la supremacía de la constitución, sino la de permitir al sujeto constituyente (el demos) transmitir órdenes claras y detalladas a los poderes constituidos (legislador, administración y judicatura), aminorando en la medida de lo posible la discrecionalidad interpretativa de estos. Bajo esta concepción (a la que denominaré “soberanía popular fuerte”), la mínima rigidez constitucional viene a contribuir a la máxima inclusión y especificación del contrato social básico (constitución como pacto). A decir verdad, esta forma de constitucionalismo débil está detrás de un proceso actualmente emergente marcado por la especificidad y flexibilización de los contenidos constitucionales; sin embargo, creo que se trata de una concepción que cae en gran medida fuera del paradigma constitucionalista, y que puede malograr las metas originales del constitucionalismo democrático.

IV. Reforma constitucional y constitucionalismo débil: tres reflexiones críticas

Más allá de su incuestionable legitimidad, en este trabajo se discuten tres aspectos controvertidos de la rigidez constitucional mínima como propuesta de un constitucionalismo débil: (A) la cuestión del diseño institucional como principal referencia para distinguir entre sistemas de control jurisdiccional “fuerte” y “débil” ; (B) la cuestión de la reforma constitucional como mecanismo para la adaptación del documento escrito al cambio histórico en la vida social; y (C) la cuestión de la rigidez mínima como un diseño alternativo a la práctica dominante bajo el paradigma constitucionalista. Dejaré para la siguiente sección la crítica a la propuesta de constitucionalismo débil que defiende la especificación y flexibilización de los contenidos constitucionales (“soberanía popular fuerte”).

A. La cuestión de las formas institucionales: ¿qué hay de débil en el constitucionalismo débil?

La primera objeción que quisiera plantear atañe a la idea misma de control jurisdiccional “débil”. ¿Significa acaso un tipo de control menos estricto de las leyes o más deferente hacia la voluntad de los legisladores? No parece que esta sea la postura de los constitucionalistas políticos. Mark Tushnet (2003, p. 2786; 2004, p. 9, n. 8), por ejemplo, afirma que la especificidad del constitucionalismo débil no radica en que el alcance del control judicial es más reducido que en el constitucionalismo fuerte, ni en la menor “agresividad” con que los jueces hacen valer sus interpretaciones de los derechos. Pero, entonces, ¿en qué se distingue un control “fuerte” de otro “débil”? ¿Qué se supone que deberían hacer los parlamentos en un control “débil” de constitucionalidad cuando los jueces ejercen su autoridad de supervisión y declaran la incompatibilidad de una disposición legal con los derechos protegidos? O, lo que es más habitual, ¿cómo deberían actuar cuando los jueces hacen interpretaciones “correctoras” (restrictivas o expansivas) de sus normas legales, dejando en un segundo plano la literalidad de las mismas? Si el legislador muestra un respeto continuado hacia las determinaciones judiciales, ¿deberíamos entender este respeto como una instancia de supremacía judicial de facto y, por tanto, como un fracaso del constitucionalismo débil?

En el sistema del Reino Unido, un ejemplo típico de constitucionalismo “débil”, la judicatura tiene autoridad para determinar los límites de la compatibilidad entre las leyes y los derechos protegidos constitucionalmente. Los jueces son los encargados de determinar hasta dónde “es posible” hacer una interpretación de las leyes conforme con los requerimientos constitucionales (a veces “corrigiendo” la propia literalidad de la ley), y cuándo es necesario resolver el caso mediante una declaración de incompatibilidad de la legislación con los derechos protegidos. Es cierto que este tipo de declaraciones solo tiene un efecto “político”, pero hay que recordar que en este país dicho efecto se considera suficiente para que el legislativo y el gobierno respeten habitualmente (o se sientan obligados a obedecer) las determinaciones judiciales (Kavanagh, 2015, p. 1027). Lo que se busca mediante la idea de la constitución como norma jurídica suprema es que esta sea obedecida, pero el alcance de la autoridad de los jueces para asegurar dicha obediencia dependerá de la cultura constitucional de cada sociedad (es decir, del grado de compromiso de la ciudadanía con la legalidad y los derechos básicos, así como de la consideración que se tenga del papel de los jueces en el proceso político). En el caso del Reino Unido, no ha habido hasta la fecha ninguna ocasión en que el Parlamento haya elegido ignorar o no respetar una declaración judicial de incompatibilidad (King, 2015).[10]

Una situación semejante se plantea con el uso casi inexistente de la cláusula notwithstanding de la Constitución canadiense. Como han señalado diversos autores, la “conversación” habitual entre legisladores y jueces se realiza a través de la sección 1 del Charter of Rights and Freedoms (que establece la posibilidad de limitaciones “razonables” de los derechos y libertades), quedando la sección 33 como un instrumento para circunstancias excepcionales, ante una sentencia judicial manifiestamente inaceptable (Hogg y Bushell, 1997; Roach, 2001). Es más, en los sistemas de control “fuerte” en general, los legisladores tienen un poder limitado para discutir o contestar las interpretaciones judiciales en materia de derechos, tratando de convencer a la judicatura de la razonabilidad de sus interpretaciones a través de la modificación en segunda instancia de su proyecto legislativo en línea con las determinaciones constitucionales señaladas jurisprudencialmente.

Desde el punto de vista de las “formas” o esquemas de protección de derechos, que es el enfoque que suelen adoptar los constitucionalistas “políticos”, no hay una buena razón para explicar por qué el legislador parece renunciar al ejercicio efectivo de su capacidad de “rechazo” y “desplazamiento” de las opiniones judiciales. Los mecanismos de “overriding” son la clave para solventar la dificultad contramayoritaria, y su escasa utilización solo puede implicar el debilitamiento democrático y la derrota como comunidad política autogobernada. “Si los legisladores rutinariamente asumen las decisiones judiciales, la forma ‘débil’ de control judicial no será sino un disfraz del control judicial fuerte” (Tushnet, 2008, p. 47).

Pero esta no es la única (ni, a mi juicio, la mejor) explicación, desde la teoría constitucional, de la aparente renuncia de la mayoría parlamentaria (y popular) a ejercer la “última palabra” en materia de derechos. Por una parte, si atendemos al funcionamiento “en la práctica” de los sistemas de protección, resulta evidente que no podemos centrarnos en las formas institucionales como la base principal para una tipología adecuada de los diferentes sistemas de control constitucional. “La diferencia significativa radica en la cultura constitucional, no en la forma constitucional” (Kavanagh, 2015, p. 1031). El grado de rigidez efectiva de la constitución no depende única ni básicamente del diseño de los dispositivos de reforma constitucional, sino del contexto político, histórico y social más amplio en el que se han de desarrollar esos requisitos jurídico-formales (Ferreres, 2000, p. 32).

Por otra parte, creo que el diseño institucional tiene importancia de cara a evaluar el grado en que un determinado sistema de protección de derechos facilita u obstaculiza la colaboración de los poderes públicos en la tarea de interpretar y aplicar la constitución. Sin embargo, desde esta perspectiva, la valoración del diseño de la rigidez y del control de constitucionalidad no debería centrarse en “desplazar” a los jueces fuera de la interpretación constitucional, sino en favorecer la comprensión de dicha tarea como una empresa común en la que todos los poderes públicos deben participar respetando el diferente papel constitucional de cada uno de ellos. Volveré sobre este punto más adelante.

Como han puesto de relieve numerosos autores, el control jurisdiccional de constitucionalidad tiene un valor intrínseco como parte de la participación política de la ciudadanía, en cuanto que dicho control permite a los ciudadanos exigir una justificación razonada (en términos de razones públicas que cualquier ciudadano puede aceptar razonablemente) de las decisiones públicas que afectan a sus derechos básicos (Raz, 1995, pp. 42-44; Kavanagh, 2009, pp. 340-344; Kumm, 2010b, p. 169; Lafont, 2016, p. 277). Lejos de significar la desautorización de los ciudadanos en cuestiones de derechos, el control judicial permite a los individuos introducir en el debate público ciertas cuestiones de moralidad política que de otro modo quedarían marginadas o ignoradas, exigiendo ciertos cambios legales que los legisladores no desean o son reticentes a hacer.

Ahora bien, defender una voz “fuerte” para los jueces no implica necesariamente abogar por la supremacía judicial. A mi juicio, es un error plantear la protección de los derechos fundamentales como un juego de suma cero, como si el aumento en el poder de control de los jueces implicase de manera inevitable el debilitamiento de la toma democrática de decisiones. Un control judicial formalmente “débil” en un país donde los políticos y la ciudadanía se toman en serio la independencia judicial y las decisiones de los tribunales, resulta mucho más robusta que un control judicial formalmente “fuerte” en una sociedad donde no se respeta la independencia de los tribunales y no se cumplen sus sentencias. Además, en la práctica real, el debate legislativo sobre derechos fundamentales es muchas veces consecuencia de las decisiones judiciales que ponen en cuestión si una disposición legal es compatible con los compromisos constitucionales. No se trata, por tanto, de decidir cuál de los poderes del estado puede defender mejor los derechos fundamentales, sino de establecer el modo en que deben interactuar con este propósito.

B. La cuestión del cambio histórico: ¿cuál es la relevancia de la enmienda constitucional en materia de derechos y libertades?

Según la práctica constitucional dominante, la preservación y consolidación de la fuerza normativa de la constitución descansa en gran medida en la interpretación judicial de sus requisitos sustantivos. Dicha interpretación es el principal mecanismo para apreciar los condicionamientos sociales y ponerlos en relación con el contenido normativo del precepto constitucional, con objeto de mantener su vigencia real o efectiva. La reforma constitucional se considera un mecanismo necesario para aquellas situaciones en que la interpretación no permite determinar qué exige la constitución. Ante la aparición de “imperfecciones” en la experiencia de la aplicación de la norma, y ante la necesidad de adaptar eventualmente el texto a una realidad histórica cambiante, la reforma constitucional supone el método idóneo para integrar lo nuevo en la constitución. Mientras tanto, en la praxis política y jurídica ordinaria, el texto constitucional sirve de marco y “límite absoluto” de la mutación de la norma a través de la interpretación (Hesse, 1974, p. 113). Como señala Konrad Hesse (1974, pp. 107, 111), exponiendo algunos de los rasgos más habituales de la tópica argumentativa en la jurisprudencia constitucional, la constitución cumple su “función racionalizadora, estabilizadora y limitadora del poder” cuando el texto que contiene su programa normativo se supone respaldado por un consenso unánime, o al menos ampliamente mayoritario, de la sociedad. El carácter vinculante del texto (y de su programa normativo) deriva de dicho consenso. El control jurisdiccional de constitucionalidad está precisamente para evitar que se realicen reformas encubiertas o inconstitucionales de la constitución, anulando aquellas disposiciones legislativas que impliquen un falseamiento del significado de la norma constitucional, y obligando, en su caso, a poner en marcha los procedimientos previstos para la reforma (Ruipérez, 2002, p. 82).

El enfoque predominante en el paradigma constitucionalista se sustenta sobre la distinción básica entre “reformar” (“revisar” o “modificar”) e “interpretar” la constitución. La interpretación implica concretar o hacer explícito aquello que está inmanente en la norma, mientras que la reforma significa modificar el texto para alterar la norma. Esta distinción, por supuesto, no es incontrovertible. No toda enmienda puede considerarse realmente necesaria (en el sentido de que no pueda ser sustituida por una mera interpretación), ni toda interpretación se ciñe necesariamente a lo ya dado sin crear nada nuevo (Levinson, 1995, p. 21). Es más, como ha señalado Joseph Raz (1998, p. 177), la interpretación constitucional tiene, especialmente para los jueces y operadores jurídicos, “un rostro jánico”, en el sentido de que obliga a ser fiel al original (elucidando el derecho tal y como es), pero, al mismo tiempo, a estar abierto a la posibilidad de su reforma, ajuste o desarrollo cuando así se considere necesario para eliminar las “imperfecciones” que surjan durante su aplicación.

Sin embargo, la distinción entre ambas operaciones adquiere todo su sentido cuando la concebimos a la luz de la doble finalidad de la constitución. En efecto, la constitución tiene, por una parte, una dimensión “constitutiva”, en cuanto que establece la forma de gobierno y la estructura de los poderes públicos, y, por otra, una dimensión “regulativa”, dado que es fuente directa de derechos, obligaciones y prohibiciones. En la doctrina, la primera dimensión se ha denominado “constitución-máquina” o “constitución-establecimiento”, mientras que la segunda lleva por título “constitución-norma” o “constitución-conversación” (Troper, 2001; Aguiló, 2007; Levinson, 2012). La “constitución-máquina” se compone de lo que Herbert Hart denominó “reglas secundarias”, las reglas formales que rigen la producción y el cambio de las reglas primarias, mientras que la “constitución-norma” está formada por los contenidos morales abstractos que permiten lo que Ronald Dworkin llamó la “lectura moral” de la constitución.

Pues bien, mientras las cuestiones relativas a los principios abstractos exigen la interpretación para poder ser aplicados a los casos concretos, determinando su alcance y los límites de su realización, la mayoría de las cuestiones que implican las “reglas secundarias” plantean problemas de diseño institucional para los que la interpretación no juega un papel relevante. Las cuestiones sobre la “constitución-máquina” no consisten generalmente en averiguar cuál es la interpretación correcta de los requerimientos constitucionales, sino en escoger los procedimientos y las estructuras más adecuadas para el autogobierno y la justicia social. Los debates en este ámbito constitucional no tratan sobre el significado de las cláusulas, “sino sobre su sabiduría” (“their wisdom”, Levinson, 2016, p. 85, énfasis en el original), es decir, sobre la mayor o menor adecuación del diseño institucional para hacer inevitable (o altamente probable) la conducta deseada (Aguiló, 2007, p. 24). Es en esta parte de la constitución donde suele radicar la disfuncionalidad del sistema político que origina la desconfianza ciudadana hacia las instituciones. Pero el diseño institucional no puede evolucionar o adaptarse fácilmente a las nuevas necesidades a través de la interpretación; dicha adaptación exige casi siempre la intervención del poder político de reforma.[11]

De ahí que quepa concluir que la propuesta de la rigidez mínima (cercana a los planteamientos del constitucionalismo político) yerra el tiro al sugerir el uso de la reforma dentro de la “constitución-norma”, como una vía para contradecir o responder a las sentencias judiciales sobre derechos y libertades básicas. Tales derechos, o bien forman parte del “coto vedado”, y por lo tanto no requieren determinación ulterior, o bien se trata de interpretar principios abstractos en situaciones concretas. Una cosa es requerir procedimientos más participativos para determinar el contenido de los derechos, permitiendo al legislativo que responda a la jurisprudencia constitucional defendiendo una interpretación distinta de los derechos, y otra cosa es tratar de justificar mediante dispositivos de reforma no contramayoritarios una mayor especificidad de los derechos. Esta ulterior especificación no solo se enfrenta a la cuestión del desacuerdo razonable sobre los derechos, sino también al problema de la indeterminación de nuestras concepciones respecto al contenido y límites de los derechos en circunstancias que no somos capaces de establecer exhaustivamente de antemano (Bayón, 1998, p. 84).

Los dispositivos de reforma tienen poca utilidad en este ámbito, que en general evoluciona a través del proceso de concreción y desarrollo de principios abstractos (de ahí que también quepa llamarla “constitución-conversación”). Los dispositivos formales de reforma constitucional pertenecen a la parte “constitutiva” de la constitución; son “las formas de acción creadas por la constitución para producir el cambio constitucional” (Aguiló, 2003, p. 303). De ahí que su aplicación más lógica sea precisamente la transformación limitada de las formas de acción política y jurídica creadas por la constitución (básicamente, órganos y procedimientos). En cambio, la mutación constante a través de la interpretación de la estructura estatal y la forma de gobierno no es más que “una esperanza hueca” (Levinson, 2016, p. 90).

Lo cual no implica prejuzgar la cuestión relativa al grado de rigidez que debería prevalecer en la parte “constitutiva” de la constitución. Es posible que en determinadas circunstancias de transición democrática como las descritas por Stephen Holmes y Cass Sunstein en los antiguos países comunistas de Europa del Este, sea aconsejable flexibilizar lo más posible los procedimientos formales que permiten el rediseño institucional, pero creo que en condiciones más favorables para la democracia parece preferible un diseño institucional relativamente rígido (Holmes y Sunstein, 1995, p. 275). En cualquier caso, en el siguiente apartado discutiré cómo deberíamos entender la rigidez mínima dentro de la concepción dominante en teoría constitucional, y qué consecuencias implicaría entender esta forma de rigidez como una alternativa genuina a dicha concepción dominante.

C. La cuestión de la rigidez mínima: ¿un diseño constitucional alternativo?

Mi tercera objeción vuelve a la cuestión de las formas para plantear cómo deberíamos entender la rigidez mínima dentro de la concepción dominante de teoría constitucional. Como vimos, un constitucionalismo formalmente débil como el del Reino Unido o Canadá puede producir, en la práctica, una supremacía de facto de la judicatura en materia de derechos. La cuestión que quisiera plantear ahora es si esa supremacía de facto es solo “sustantiva”, o si, por el contrario, presupone una restricción de naturaleza “formal” que trae consigo la intervención del poder judicial como garantía de su cumplimiento.[12] En todo caso, a la vista del funcionamiento de la democracia en estos países, la rigidez mínima parece ser la “necesaria” para que quede garantizada la superioridad de la constitución (y el respeto a los derechos fundamentales). De ahí que la rigidez mínima pueda concebirse como una variante o versión más colaborativa de la práctica constitucional dominante. Por el contrario, creo (y así trataré de demostrarlo en esta parte final de mi trabajo) que la concepción de la rigidez “mínima” como un diseño genuinamente alternativo a la concepción dominante puede malograr las metas originales del constitucionalismo democrático.

En aquellos países de la Commonwealth donde no existe una constitución escrita, el Reino Unido y Nueva Zelanda, hay un amplio consenso en torno a la idea de que la ley ordinaria respectiva de derechos humanos actualmente vigente ocupa un lugar central en el sistema jurídico y político a través del mandato interpretativo que dicha ley establece para jueces y poderes públicos en general (Kavanagh, 2009, pp. 293-309; Rishworth, 2004; Gardbaum, 2013, pp. 160-161). El punto de controversia se plantea entre los que piensan que esta prioridad hace referencia únicamente a una especie de rigidez “política” que mantiene (o trata de mantener) el principio de la soberanía parlamentaria en materia de derechos fundamentales (Gardbaum, 2001, p. 737), y los que consideran que dicha rigidez “sustantiva” viene acompañada de la existencia de una cierta prioridad “jurídica” con respecto al resto de la legislación ordinaria. Los autores escépticos aseguran que una ley ordinaria de derechos humanos ni siquiera está libre de la derogación tácita por una ley ordinaria posterior (lex posterior derogat priori). Los que, en cambio, sí creen en su estatus constitucional subrayan tres rasgos clave de dicha ley: (1) es un mandato a los poderes públicos (y, en especial, a los jueces) acerca del modo en que deben interpretar el resto del ordenamiento jurídico; (2) sólo puede reformarse o revocarse mediante una declaración explícita: aunque los jueces tienen la obligación de aplicar la legislación vigente incluso cuando consideran que alguna de sus disposiciones es incompatible con los derechos protegidos, esto no significa la derogación formal de la ley de derechos humanos; y (3) una refutación explícita de la presunción a favor de la interpretación conforme sería extremadamente difícil de llevar a la práctica, no importa lo específica o inequívoca que pueda ser la intención expresada por el parlamento, dado el enorme poder/deber interpretativo que dicha presunción otorga a los jueces (Kavanagh, 2009, pp. 293-307; véase, también, Allan, 2004, p. 689).

A mi juicio, la primacía formal de los derechos básicos es una condición necesaria, aunque no suficiente, de su superioridad sustantiva o política. Incluso una constitución flexible de carácter procedimental (que estableciera únicamente la regla de producción legislativa) ya estaría presuponiendo una cierta rigidez, puesto que no podría derogarse tácitamente sin ser violada (Guastini, 2013, pp. 45-46). La primacía constitucional “sustantiva” de una norma jurídica implica necesariamente su estatus “formalmente” superior al resto de la legislación ordinaria, aunque dicha rigidez se reduzca a su mínima expresión (la inmunidad frente a la revocación tácita). Como ha señalado enfáticamente Juan Carlos Bayón, “no hay primacía sin rigidez” (Bayón, 1998, p. 73).

¿Implica el reconocimiento de esta necesaria prioridad formal la necesidad de su garantía jurisdiccional? La superioridad jerárquica dentro del ordenamiento, ¿abre o no inevitablemente la puerta a la intervención de los jueces en el proceso de producción legislativa? En mi opinión, dicha implicación es inevitable en la medida en que la constitución o la ley de derechos humanos gobierna la interpretación del resto del ordenamiento jurídico. Los statutory bills of rights, precisamente por el poder/deber interpretativo que otorgan a los jueces, “pueden reproducir muchos de los efectos de una ley suprema de derechos humanos” (Rishworth, 2004, p. 233). De ahí que podamos hablar, a mi juicio, de un continuum entre el constitucionalismo débil y el constitucionalismo fuerte; lo único que cambia son las circunstancias políticas en que se desarrolla un mismo ideal de sociedad donde los jueces intervienen decisivamente en el proceso democrático de producción legislativa.

A mi modo de ver, no existe en un estado constitucional una diferencia significativa entre la rigidez política y la rigidez jurídica. Una ley ordinaria de derechos humanos que obligue a todos los poderes públicos (y, en especial, a los jueces) a interpretar el derecho conforme a (o sin contradecir) tales derechos, puede conseguir a través de los poderes “creativos” de la interpretación judicial el mismo resultado que una constitución “principialista” escrita y con un alto grado de rigidez. En ambos casos se trata de fomentar y proteger una cultura de los derechos humanos. Desde este punto de vista, lo que debería guiar el diseño institucional no es alcanzar una rigidez “mínima” que restrinja en la mayor medida posible el poder interpretativo de los jueces, sino la rigidez “necesaria” para alcanzar dicha cultura en las circunstancias políticas y la tradición constitucional existentes en cada país. Con la expresión “cultura de los derechos humanos” me refiero a lo que se ha dado en llamar una “cultura de la justificación” (Dyzenhaus, 1998; Hunt, 2015), es decir, una cultura política y jurídica donde todas las decisiones y actos de los poderes públicos están sujetas al escrutinio público del parlamento y de los jueces de acuerdo con los compromisos morales últimos de la sociedad (que pueden o no estar incluidos en algún texto canónico escrito y rígido).

El grado de rigidez necesario para garantizar la superioridad de la constitución principialista, o de la ley de derechos humanos, es una cuestión contingente que depende de las circunstancias políticas de cada sociedad democrática.[13] Ahora bien, sea cual fuere esa rigidez necesaria en cada caso, sus requisitos responderán siempre al mismo compromiso con una “cultura de la justificación”. En ese continuum de posibles grados de rigidez “necesaria”, cuanto más cerca se esté de la rigidez “mínima” (es decir, de aquella que permite a la mayoría democrática reformar la constitución) tanto más relevante será su efecto indirecto en la argumentación de los jueces constitucionales. Cuando las determinaciones judiciales de la constitución pueden ser corregidas o revocadas con cierta facilidad por el legislativo/ejecutivo (con o sin la participación directa de la ciudadanía) mediante una reforma constitucional, los jueces tienen un incentivo mayor para atender y tomar en serio los objetivos de los legisladores, así como las razones que estos aporten para justificar razonablemente sus decisiones. Al fin y al cabo, los jueces no son infalibles, y normalmente deciden en condiciones de incertidumbre (Kavanagh, 2009, p. 170); por eso es importante que los poderes políticos tengan la posibilidad efectiva de reaccionar o responder a aquellas decisiones judiciales controvertidas que involucran derechos básicos.

La rigidez constitucional mínima supone, pues, una forma más colaborativa de plantear la definición de los derechos fundamentales, pero no un constitucionalismo distinto o alternativo al constitucionalismo “fuerte”. En definitiva, pretende lograr de una forma distinta, más equilibrada, lo mismo que el constitucionalismo “fuerte”: garantizar la supremacía de los principios constitucionales, exigiendo la justificación en términos de razones públicas de todas las decisiones colectivas en la medida en que interfieran en el ejercicio de los derechos individuales. Dicho en términos de Joseph Raz, la rigidez mínima implica un equilibrio más democrático de la “tensión dialéctica” que caracteriza a toda decisión constitucional: la tensión entre la “fidelidad” a la constitución tal como es (y tal como la interpretan y aplican los jueces), y la apertura a la “innovación” y al cambio generacional (que atiende a los intereses y necesidades vitales identificados por la mayoría parlamentaria y/o popular) (Raz, 1998, p. 180).

V. Contra la soberanía popular “fuerte”

El constitucionalismo débil representa una concepción genuinamente alternativa a la práctica constitucional dominante cuando adopta la forma de lo que he denominado “soberanía popular fuerte”. Bajo esta concepción, ciertos dispositivos de reforma (aquellos más ampliamente participativos) servirían para que el sujeto constituyente pudiese dirigir directamente desde la constitución los mandatos y reglas que han de seguir los poderes públicos como poderes constituidos. Esta concepción sería la que está detrás de un proceso emergente marcado por la especificación y flexibilización de los contenidos constitucionales, así como por su carácter inclusivo (es decir, “su capacidad para inducir a los grupos de interés a invertir en sus procesos”) (Elkins et al., 2009; Ginsburg, 2010; Versteeg y Zackin, 2016). En este diseño alternativo, cuya instancia más conocida y estudiada es la Constitución de la India, los derechos y libertades no se protegen constitucionalmente a través de cláusulas abiertas y relativamente rígidas, cuya concreción depende de la interpretación constitucional, sino a través de disposiciones específicas y mínimamente rígidas (o “cuasiflexibles”), directamente aplicables por los poderes públicos. Bajo este enfoque, los requerimientos constitucionales suponen instrucciones concretas del poder constituyente a los productores y aplicadores del derecho, en una relación semejante al que se describe en teoría económica entre el principal o manager y sus agentes (Versteeg y Zackin, 2016, p. 658).

El fin que se persigue con una constitución de detalle y cuasiflexible no es garantizar la supremacía constitucional, sino justamente lo contrario, aproximar la ley constitucional a la ley ordinaria. Lo que se pretende es restringir de manera efectiva el poder interpretativo de los jueces constitucionales y del resto de los poderes públicos. Obviamente, no se trata de un ideal extremo en el que todas las disposiciones de la constitución deban ser específicas y cuasiflexibles, sino un determinado enfoque doctrinal que defiende las ventajas de este tipo de cláusulas. Como ya he señalado, creo que este enfoque responde a un tipo de constitucionalismo genuinamente alternativo que contradice algunos de los elementos centrales del paradigma constitucionalista dominante. Quisiera terminar este trabajo exponiendo las razones para rechazar esta propuesta. Dicho brevemente, creo que esta concepción tiende a eliminar toda tensión dialéctica entre “fidelidad” (que atiende a la continuidad) e “innovación” (preocupación por los intereses y necesidades vitales), a favor de la absoluta primacía de la segunda. Trataré de desarrollar esta crítica atendiendo a tres cuestiones básicas: la longevidad de las constituciones, el carácter regulativo de la constitución y el déficit democrático del control de constitucionalidad de las leyes.

A. La longevidad de las constituciones y la doble dicotomía rigidez-flexibilidad y apertura-cierre

La especificidad de la norma constitucional guarda una conexión lógica con su labilidad, del mismo modo que la abstracción de sus cláusulas se relaciona naturalmente con su estabilidad. Cuanto más ligado esté el mandato constitucional a la condición presente de la sociedad, antes dejará de tener conexión con la realidad histórica y se hará necesaria su modificación. Y puesto que debemos descartar una constitución totalmente flexible (no hay primacía constitucional sin rigidez), la longevidad del texto dependerá tanto de su rigidez como de la apertura de su contenido normativo. Como señala Francisco Rubio Llorente, la inmutabilidad de un texto es función del grado mayor o menor de rigidez y de apertura, así “como de la relación que entre ellas media, que es necesariamente una relación de condicionamiento recíproco” (Rubio Llorente, 2012, p. 137). En la medida en que pretendamos dotar a la constitución de una cierta estabilidad, deberán mantenerse algunas cláusulas abstractas cuyo contenido pueda ir adaptándose al cambio histórico a través de su interpretación.[14]

Sin embargo, en su estudio sobre la longevidad de las constituciones, Zachary Elkins, Tom Ginsburg y James Melton afirman que la especificidad constitucional (derivada de una negociación constitucional máximamente inclusiva), unida a la facilidad en los dispositivos formales de reforma, fomentan la eficacia de la constitución y, por ende, su perdurabilidad. Según estos autores, la especificidad tiene que ver tanto con la “precisión y elaboración de las disposiciones en cualquier área temática”, como con el “alcance” o “amplitud de cobertura” de la forma constitucional. La conclusión de su estudio es que cuanto mayor sea el “detalle” y el “alcance” de la constitución, esta será más longeva, puesto que ambos factores son el resultado “de una negociación cuidadosa en el momento del diseño constitucional” y “reflejan asimismo las inversiones inmovilizadas de los negociadores constitucionales y de los grupos de interés” (Elkins et al., 2009, p. 103). Según estos autores, la especificidad y la rigidez mínima de los contenidos representan un diseño constitucional emergente distinto y alternativo a la concepción dominante en la teoría constitucional. En este nuevo diseño, la flexibilidad “arruina la noción misma de constitucionalismo como un conjunto de límites estables de la política ordinaria” (Elkins et al., 2009, p. 82).

A mi juicio, las conclusiones de Elkins, Ginsburg y Melton sobre la longevidad constitucional se basan en una visión muy estrecha de la constitución, reducida al pacto o acuerdo (bargain) entre múltiples partes o grupos de interés. Desde esta perspectiva, lo único relevante son los términos de la negociación política, es decir, alcanzar un diseño institucional detallado que haga imposible o altamente improbable que durante la vida del acuerdo las partes piensen que les iría mejor bajo unos términos diferentes (Elkins et al., 2009, p. 66). En esta lógica contractual, la rigidez mínima puede ayudar a consolidar un proceso de transición democrática desde un régimen autoritario (como sugirieron Holmes y Sunstein para los antiguos países comunistas), y sin duda puede facilitar el mantenimiento de un régimen de derechos fundamentales en sociedades altamente fragmentadas como la India y Brasil. Al fin y al cabo, “la democracia no se dicta, surge de la negociación” (Przeworski, 1991, p. 80).

Sin embargo, junto a la dimensión “constitutiva” de la constitución, existe una dimensión “regulativa” que nos arroja una visión muy diferente acerca de la eficacia de las constituciones. Desde esta dimensión, lo importante no es equilibrar o negociar intereses, sino regular (guiar) la conducta de los sujetos relevantes, transformando los fines y valores de la constitución en prohibiciones y deberes, y controlando su cumplimiento (Aguiló, 2007, p. 24). Ahora bien, esta “constitución-norma” exige recurrir a principios abstractos para asegurar su longevidad: la “apertura” del contenido asegura la estabilidad del texto constitucional permitiendo su adaptabilidad a las múltiples circunstancias en que sus prohibiciones y requerimientos deben ser realizados o actualizados, sin necesidad de recurrir a su modificación formal. Bajo este prisma, la perdurabilidad está asociada a la “resistencia”( Tomás y Valiente, 1994), es decir, a la no necesidad de reforma. Volveré sobre este punto enseguida.

Por otra parte, la reducción de la constitución a una negociación de intereses o pacto político hace que su contenido responda al equilibrio de poder existente en cada momento. A mi modo de ver, dicho enfoque va en contra del sentido último de la constitución dentro del paradigma constitucionalista. Aunque se base en un diseño efectivamente emergente entre las constituciones contemporáneas, no responde a la racionalidad intrínseca del constitucionalismo democrático. Es cierto que en toda constitución positiva es posible encontrar cláusulas específicas cuyo contenido trae causa del poder de negociación de alguna fuerza política durante el proceso constituyente. Sin embargo, estos particularismos constitucionales no solo ponen en riesgo la unidad política que pretende toda constitución, sino que son contrarios al carácter justificativo de las normas constitucionales que deriva de principios universales, racionales e imparciales de legitimidad política. [15] Por este motivo, los particularismos que sean puras manifestaciones del poder de negociación “no pueden primar sobre los aspectos racionales e imparciales, pues si esto ocurre entonces difícilmente puede pensarse que una constitución supera las exigencias del constitucionalismo” (Aguiló, 2003, p. 300).

B. La dimensión regulativa de la constitución y la imprecisión de las cláusulas abiertas

A decir verdad, la dimensión regulativa de la constitución no está ausente en la propuesta de flexibilizar y especificar las constituciones. Al contrario, podría argumentarse que es precisamente la abstracción o apertura de los contenidos constitucionales la que devalúa dicha dimensión incrementando la imprecisión de la norma más allá de las causas habituales de ambigüedad, vaguedad y “textura abierta” de los textos normativos. Las cláusulas abstractas de la constitución están repletas de “conceptos esencialmente controvertidos” (Gallie, 1956; Iglesias, 2000), es decir, derechos, principios y valores que son objeto de permanentes polémicas sobre su significado, y entre los que se producen inevitables conflictos normativos. Dicha imprecisión se encuentra muchas veces no solo en la periferia de los conceptos, sino también en su núcleo central. Como ha señalado Bayón (1998, p. 84), sobre estos conceptos abstractos “no sabemos ser más precisos”. ¿Cómo afecta esto al carácter “regulativo” de la constitución? ¿cómo podemos hablar de “regulación” cuando se trata de conceptos valorativos esencialmente polémicos?

A mi modo de ver, la dimensión regulativa de las cláusulas abstractas y abiertas solo cobra sentido si atendemos al papel de la constitución como marco o foro de una deliberación democrática basada en principios comunes; como la norma que hace posible una “práctica constitucional orientada por principios y valores” (Aguiló, 2003, p. 314). En esto consiste la función racionalizadora y estabilizadora de la constitución. No se trata, pues, de encontrar en la constitución las respuestas a todos los problemas jurídicos y políticos que puedan surgir, sino de hallar en ella los valores y principios sobre los que basar la continuidad de una práctica constitucional. Frente a las cláusulas de detalle o cerradas, que exigen tan solo ejecución y cuyo rol normativo dentro del orden jurídico es definitivo allí donde son aplicables, las cláusulas abstractas y abiertas pretenden fundar una práctica jurídica y política que dé solución a los problemas desarrollando unos principios y valores comunes. Tales principios no tienen el carácter concluyente de las cláusulas de detalle cuando son aplicables, pero a cambio poseen un alcance omnicomprensivo por cuanto que dirigen la aplicación y el desarrollo del sistema jurídico en su conjunto.

Las cláusulas abstractas sobre derechos y libertades no solo sirven para asegurar la estabilidad y resistencia de la constitución; también sirven para garantizar su “eficacia integradora” (Ferreres, 1997, p. 132). La abstracción o apertura de los contenidos constitucionales tiene por objeto traducir los conflictos morales y políticos existentes en la sociedad en debates sobre la mejor interpretación y articulación de principios y valores compartidos por todos los grupos políticos y sociales.[16] Los principios y valores de la constitución sirven de marco para la deliberación pública (el “foro de los principios” de Dworkin) entre personas con distintas e incompatibles concepciones éticas y políticas. En este sentido, la resistencia o inmutabilidad constitucional obtenida mediante la abstracción “implica poder constituyente democrático”, es decir, la voluntad de “encauzar” el juego político bajo la constitución de manera que “no queden al margen de ella más fuerzas que las que se autoexcluyen” (Tomás y Valiente, 1994, p. 637). Desde este punto de vista, cuanto mayor sea el grado de especificidad de los derechos, menor será la eficacia integradora de la constitución. Dicho en términos de Elkins, Ginsburg y Melton (aunque en contra de su teoría), a mayor especificidad del contenido de la constitución, menor “capacidad para inducir a los grupos de interés a invertir en sus procesos”. Los derechos son principios abstractos que permiten la confluencia de una pluralidad de formas de vida. Por eso, en el ámbito de los derechos, la especificidad se asocia fácilmente a la unilateralidad, al “amarre” constitucional de unos intereses particulares o coyunturales que no reflejan dicho pluralismo.

C. Control de constitucionalidad y soberanía popular

Una constitución cuasiflexible y relativamente específica puede estrechar, sin duda, el margen de apreciación o discrecionalidad de los poderes públicos en la aplicación de sus requerimientos. En concreto, puede aminorar el déficit democrático del control jurisdiccional de las leyes, puesto que la especificidad del mandato constitucional en materia de derechos permite distinguir con claridad entre el juicio de constitucionalidad de la ley (propio de los jueces constitucionales) y el juicio sobre su justicia intrínseca (que corresponde a los ciudadanos y a sus representantes) (Ferreres, 1997, p. 98). Sin embargo, la especificidad de los principios constitucionales aumenta la probabilidad de solapamientos e inconsistencias, por lo que puede provocar, como efecto no deseado, la necesidad de una mayor intervención de la judicatura para resolver los problemas interpretativos. La especificidad del mandato constitucional aumenta la extensión de la “razón artificial” del derecho, con lo que se amplía el campo en el que solo los jueces (y los restantes operadores jurídicos) son suficientemente expertos. Si lo que se desea es suprimir o rebajar la “judicialización” de la política, el resultado puede ser justo lo contrario.

De hecho, una constitución cuasiflexible y de detalle tampoco respondería cabalmente a los planteamientos del constitucionalismo político. Según esta corriente doctrinal, aunque exista un claro respaldo popular a una carta de derechos básicos garantizada mediante control judicial , dicha medida seguiría siendo contraria al principio democrático del gobierno de la mayoría (Waldron, 1998, p. 272). Desde esta perspectiva, la introducción de cláusulas constitucionales específicas y cuasiflexibles para la protección de los derechos básicos no haría sino incrementar el déficit democrático del control judicial de constitucionalidad. En definitiva, dichas cláusulas tenderían a provocar una mayor intervención de los jueces constitucionales en el trabajo de los legisladores, puesto que serían estos jueces los encargados de garantizar el cumplimiento de la voluntad popular frente a la voluntad de los poderes políticos representativos. En definitiva, cuanto mayor sea el grado de “detalle” y el “alcance” de la constitución, más se reducirá la labor del legislador democrático a una mera ejecución del mandato constitucional, tal y como los jueces constitucionales lo determinen en cada caso.

Según la concepción que aquí vengo sosteniendo, una constitución con principios relativamente rígidos y abstractos permite concebir la concreción de los principios constitucionales como una empresa compartida por el legislador y los jueces. En esta empresa común, los poderes políticos representativos tienen la responsabilidad de articular los derechos y definir las limitaciones de su ejercicio efectivo (estableciendo los objetivos de las leyes, las alternativas relevantes para alcanzar dichos objetivos, así como la evidencia sobre la que se eligen unas u otras medidas); a su vez, los jueces constitucionales son los responsables de definir el significado de los derechos en cada caso concreto (identificando cuándo las leyes interfieren de manera desproporcionada con los derechos así definidos). De este modo, aunque pueda existir una rigidez mínima que permita a la comunidad política rechazar la interpretación judicial de los derechos mediante la reforma constitucional, esto último no dejará de ser una medida para aquellas circunstancias excepcionales en las que el legislador y/o la mayoría popular no creen que los jueces constitucionales estén cumpliendo adecuadamente su papel cooperativo.

VI. Conclusiones

Los dispositivos de reforma son un recurso plenamente aceptado en la práctica constitucional contemporánea para adaptar la constitución a las nuevas circunstancias históricas y enmendar sus deficiencias. Algunos autores han defendido el diseño y uso de estos dispositivos con el propósito de desactivar la supremacía de los jueces constitucionales en la interpretación de los derechos allí donde el control de constitucionalidad de las leyes no permite la contestación o la contradicción del legislativo. En este trabajo he tratado de mostrar que los principios constitucionales son el terreno propicio para la “mutación” constitucional a través de la interpretación dentro del marco trazado por el texto; en el ámbito de la “constitución-norma”, la política de reforma constitucional debería empezar allí donde terminan las posibilidades de la interpretación constitucional. Por otra parte, el diseño de los dispositivos de reforma no debería estar dirigido a restringir o desplazar institucionalmente a los jueces en la interpretación constitucional, sino a facilitar y promover la colaboración de todos los poderes públicos entre sí, y con la ciudadanía, en la determinación del alcance de los derechos. Por último, la rigidez mínima no es en muchos contextos la rigidez necesaria para garantizar que las decisiones políticas que afectan a los derechos fundamentales vienen acompañadas por su correspondiente justificación en términos de razones públicas. Es más, allí donde el mantenimiento de una cultura de la justificación no requiera sobrepasar la rigidez mínima, lo relevante de dicha rigidez no será tanto el efecto directo que pueda producir en la actuación de los poderes políticos, como su efecto indirecto en la argumentación de los jueces constitucionales. Por el contrario, plantear la rigidez mínima como parte de un diseño alternativo (la “soberanía popular fuerte”) basado en la especificidad y flexibilización de los contenidos constitucionales, ignora la dimensión “regulativa” de la constitución, pone en riesgo su eficacia integradora, y reduce el gobierno democrático a una mera ejecución del mandato constitucional.

Agradecimientos

Este trabajo forma parte del proyecto de investigación “Reforma constitucional: problemas filosóficos y jurídicos”, financiado por el Ministerio de Economía, Industria y Competitividad, DER2015-69217-C2-1-R. Quisiera agradecer a Alfonso Ruiz Miguel y Juan Carlos Bayón sus críticas y observaciones sobre versiones anteriores de este artículo.

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Notas

[1] En este sentido, destacan especialmente los casos de Alemania y la India, con 60 y 90 enmiendas, respectivamente, desde 1949, así como las Constituciones más recientes en Latinoamérica, donde destacan los ejemplos de México, Brasil y Colombia. La Constitución española es, de hecho, un caso excepcional por la falta casi absoluta de enmiendas desde su aprobación en 1978. Sin embargo, esta excepcionalidad se debe mucho más al tipo de cultura política y tradición constitucional existentes en España que a la rigidez de los dispositivos de reforma previstos en su Constitución (Ferreres, 2013, p. 58). En un contexto de alta polarización política y con problemas de definición del sujeto constituyente (el demos), la deseada adaptación constitucional a las nuevas circunstancias después de su aprobación en los albores de la transición democrática, es una promesa que nunca ha llegado a realizarse, ni siquiera en aquellos aspectos que podían enmendarse por la vía no agravada del artículo 167.

[2] El “paradigma constitucionalista” ha sido descrito, entre otros, por Manuel Atienza (2007, pp. 128-132) como el paso del “Estado legislativo” al “Estado constitucional”, donde el poder del legislador y del resto de los órganos estatales es un poder limitado que tiene que justificarse no solo en relación a la autoridad (órgano competente) y a ciertos procedimientos, sino también en cuanto al contenido de sus decisiones.

[3] Este enfoque ha sido desarrollado por varios autores en el ámbito del derecho internacional de los derechos humanos; véase, entre otros, Kumm (2010a), Lafont (2012) y Montero (2013). Hasta donde yo sé, dicho planteamiento nunca se ha aplicado a los procedimientos de reforma constitucional.

[4] En Europa, la idea de que la constitución es la norma suprema del ordenamiento jurídico es parte esencial de una corriente importante del constitucionalismo europeo de posguerra que suele denominarse “neoconstitucionalismo”. Sobre los rasgos más filosóficos de esta corriente, así como su concepción del derecho, véase Prieto Sanchís (2003).

[5] El cambio constitucional informal es uno de los asuntos más controvertidos en el actual debate sobre teoría constitucional. Lo dicho en el texto principal no implica en absoluto que dicho cambio informal no pueda producirse por métodos distintos a la interpretación, ni que no pueda tener lugar a través de métodos interpretativos originalistas que se oponen a la metáfora de la “living constitution”. Agradezco a uno de los evaluadores anónimos la oportunidad para hacer esta matización.

[6] Para apreciar este desarrollo en el pensamiento de estos autores, compárese Waldron (1993) y (2006), Tushnet (1999) y (2008) y, entre nosotros, Bayón (1998) y (2004).

[7] La Constitución de Canadá, mediante la cláusula “notwithstanding” (la sec. 33 de la Charter of Rights and Freedoms de 1982), permite a los Parlamentos federal y provinciales la aprobación de legislación que revoca expresamente las disposiciones sobre derechos de los tribunales. En el Reino Unido, a través de una ley ordinaria (la Human Rights Act de 1998) que incorpora al Derecho interno el Convenio Europeo de Derechos Humanos, los jueces tienen el deber/poder de interpretar la legislación conforme a tales derechos (sec. 3), pero se les prohíbe inaplicar una disposición legal relevante a un caso por razón de incompatibilidad con los derechos, pudiendo únicamente resolver mediante una “declaración de incompatibilidad” sin efectos revocatorios (sec. 4). Para el análisis de este modelo, véase Gardbaum (2001, 2013), donde aparece como “el nuevo modelo commonwealth de constitucionalismo”, incluyendo también el sistema de protección de derechos que opera en Nueva Zelanda y en dos regiones de Australia (Victoria y Territorio Capital).

[8] En este trabajo trataré únicamente de forma tangencial la polémica tradicional entre constitucionalismo y democracia: ¿cómo puede justificarse en un sistema democrático que el poder constituyente del pasado restrinja al legislador democrático del presente? Para una exposición de este debate desde sus inicios en la Revolución americana, véase Holmes (1995, pp. 134-158).

[9] Incluso el no empleo de dichos procedimientos puede entenderse en algunos casos como una forma (más débil) de legitimación, por cuanto que puede haber circunstancias en las que cabe interpretar el “fracaso” de la reforma como una aceptación tácita de la constitución. El éxito o fracaso de una reforma constitucional no depende únicamente de que logre modificar el texto de la constitución. En este sentido, Dixon ofrece el ejemplo de la fallida reforma de la Enmienda 14 de la Constitución americana, la denominada Equal Rights Amendment de 1972. A pesar de no haber logrado modificar el texto constitucional, el proceso puso de relieve el cambio que había experimentado “la comprensión de la mayoría nacional” respecto al significado de la igual ciudadanía de las mujeres, una evidencia que sirvió de base para desarrollos constitucionales subsecuentes (Dixon 2012, p. 1848).

[10] La única excepción a esta regla tiene que ver con el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en el caso de la prohibición absoluta (blanket ban) del derecho de sufragio de los presos, que fue declarada por el Tribunal como incompatible con el Convenio Europeo de Derechos Humanos sin que el Parlamento británico haya modificado hasta hoy su sistema penal. De entre la numerosa jurisprudencia del Tribunal de Estrasburgo al respecto, véase Hirst v. UK (nº 2) (octubre 2005), Greens and M.T. v. UK (noviembre 2010) y McHugh and others v. UK (febrero 2015). En todo caso, se trata de una situación excepcional en la que todos los partidos políticos y la opinión pública confluyen en la misma opinión contraria a que los presos conserven su derecho al voto (Kavanagh, 2015, p. 1024).

[11] Así parece reconocerlo Marian Ahumada cuando concluye que el objetivo de la rigidez mínima es “la sustitución del sistema de cuasitutelaje por otro que devuelva a los ciudadanos y sus representantes la responsabilidad última en la definición y en el mantenimiento del sistema democrático de gobierno —su forma de autogobierno—” (Ahumada, 2005, p. 165, énfasis en el original). A no ser que entendamos que la determinación judicial “final” de los derechos en cuestiones morales controvertidas supone siempre un caso de “tiranía” judicial (lo que no creo que defienda la autora), este pasaje estaría reconociendo que la política de la reforma constitucional que pretende promover una rigidez constitucional mínima no persigue “devolver” a los ciudadanos la definición de sus derechos, sino la posibilidad de ejercer su capacidad de autodeterminación como comunidad política, flexibilizando los términos del pacto de gobierno.

[12] Utilizo aquí la distinción de Jan-Erik Lane (1996, p. 10) entre las dos dimensiones semánticas del término “constitución”: de una parte, la dimensión hermenéutica o “formal” (los documentos canónicos y su interpretación) y, de otra, la dimensión comportamental o “sustantiva” (los principios que realmente rigen las prácticas y actitudes de los poderes públicos).

[13] Esta dependencia última del diseño de los dispositivos de reforma respecto a las circunstancias políticas del país es reconocida por alguno de los autores que defienden la rigidez constitucional mínima. Eoin Carolan (2016, p. 118), por ejemplo, defiende el modelo irlandés (en donde el referéndum de reforma es una práctica aceptada para contestar las decisiones controvertidas de los jueces constitucionales) como un diseño que encaja con la cultura política y la tradición jurídica de este país.

[14] Como señala Adam Przeworski (1991, p. 36), a pesar de la falta de evidencia empírica para solventar las cuestiones sobre diseño institucional, cabe afirmar que “las constituciones respetadas y longevas son aquellas que […] definen el ámbito de gobierno y establecen reglas de competencia, dejando abiertos a la interacción política los resultados sustantivos”.

[15] Una posible objeción a este argumento es que los principios y derechos constitucionales son producto de luchas históricas y no principios universales. A mi juicio, esta objeción no tiene en cuenta la importante distinción, procedente de la filosofía de la ciencia, entre el contexto de descubrimiento y el contexto de justificación, distinción que permite hablar de principios universales a pesar de que su hallazgo sea producto de circunstancias contingentes. Agradezco a uno de los evaluadores anónimos la oportunidad para hacer esta aclaración.

[16] Ejemplos de esta forma de operar son la idea de la razón pública de Rawls (1993) y su virtud pública de la razonabilidad, así como la forma en que plantea Ronald Dworkin (2006) los conflictos morales y políticos en los Estados Unidos (tratando de encontrar zonas de acuerdo a partir de valores ampliamente compartidos en una democracia liberal).

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