Una defensa del positivismo jurídico (excluyente)*

A Defense of (Exclusive) Legal Positivism

Roberto M. Jiménez Cano
Universidad Carlos III, España

Una defensa del positivismo jurídico (excluyente)*

Isonomía, núm. 39, 2013, pp. 83 -126

Fecha de recepción: 18 Diciembre 2012

Fecha de aprobación: 16 Mayo 2013

Resumen: El presente trabajo trata de hacer una defensa de una particular versión de positivismo jurídico excluyente como teoría que mejor describe el derecho y sus referencias a la moral. Aunque se reivindica la tesis de las fuentes como la tesis iuspositivista por excelencia, el quid de la defensa se asienta sobre un análisis de los diferentes tipos y conceptos de moral que se consideran relevantes a la hora de la identificación del derecho. La posibilidad del error en el descubrimiento de la moral objetiva deja campo abierto para entender que el derecho no puede quedar determinado por otra cosa que no sean hechos sociales.

Palabras clave: Positivismo jurídico excluyente, moral objetiva, moral subjetiva, Hart, Dworkin, Raz.

Abstract: This paper attempts a defense of a particular version of exclusive legal positivism as a theory that best describes the law and its references to morality. Although it claims that the sources thesis is the positivist thesis par excellence, the quid of the defense is based on an analysis of the different concepts and types of morality deemed relevant when identifying the law. The possibility of mistakes in the discovery of objective morality leaves open field to understand that the law cannot be determined by anything other than social facts.

Keywords: Exclusive legal positivism, objective morality, subjective morality, Hart, Dworkin, Raz.

I. Introducción

Gran parte de la literatura iusfilosófica contemporánea considera al positivismo jurídico como una teoría general y descriptiva del derecho.1 Su misión es, pues, explicar lo que se suele denominar “la naturaleza del derecho” o identificar lo jurídico y delimitarlo respecto de lo no jurídico (Jiménez Cano, 2008, pp. 63-83). Si hasta aquí el acuerdo es amplio, las discrepancias en el seno del positivismo jurídico se centran sobre el papel de la moral en el derecho y, en concreto, acerca de si la moral puede determinar tanto la existencia como el contenido del mismo.2 O, en una expresión más tradicional, si la moral puede ser fuente del derecho. Esto supone admitir, en la actualidad, que ninguna pretensión es más central para el positivismo jurídico que la tesis de las fuentes sociales, es decir, la tesis de que el origen del derecho radica en hechos sociales (Kelsen, 1966, p. 132; Raz, 1979, p. 56; Coleman, 2001, p. 75; 2007, p. 586; Himma, 2002, p. 126).

Pues bien, es en las diferentes versiones de la tesis de las fuentes donde radica la discrepancia entre distintos tipos (descriptivos) de positivismo jurídico (Bulygin, 2006, p. 109, Coleman, 2007, p. 586 n9). En breve, mientras que para una versión la moral puede determinar la existencia y el contenido del derecho, la otra entiende que este no puede ser el caso (Moreso y Vilajosana, 2004, pp. 197-200). La primera versión de iuspositivismo puede ser denominada incluyente o incorporacionista, y la segunda excluyente.

El presente trabajo no trata de analizar esos dos tipos de teorías de manera exhaustiva ni de trazar todas sus líneas argumentales centrales (cosa que, por otra parte, sólo podría emprenderse teniendo claro que dentro de cada teoría existen múltiples tendencias), sino que pretende hacer un alegato en defensa de una particular visión o explicación excluyente. Poco se avanzará respecto de la versión incluyente pues, no siendo, a mi juicio, una teoría iuspositivista,3 excedería del ánimo temático de este trabajo. Si, como creo, el positivismo incluyente no es positivismo, entonces su rival (excluyente) es el único modelo de positivismo jurídico, aunque ya sea común añadirle algún calificativo (Escudero, 2004, pp. 22-23; Jiménez Cano, 2008, p. 197n).4

En las próximas líneas tampoco se va a desarrollar, ni mucho menos, cómo el positivismo jurídico (excluyente) explica mejor, en su conjunto, la realidad jurídica que su pretendido competidor incorporacionista. Simplemente se pretenderá contestar al denominado “argumento del contraste con la práctica”, el cual no sostiene que la tesis de las fuentes sea conceptualmente errónea, sino que resulta descriptivamente inadecuada para dar cuenta de la práctica jurídica de los sistemas jurídicos actuales (Bayón, 2002a, p. 59). De esta manera, se ha achacado al positivismo jurídico que la práctica jurídica efectiva desmiente dicha tesis de las fuentes y que, por lo tanto, las pretensiones del positivismo deben ser revisadas si se quiere evitar su pérdida de contacto con la realidad (Dworkin, 1986, pp. 130-139).

El argumento del contraste con la práctica es sencillo: la incorporación de criterios morales de validez no se entiende en los sistemas constitucionales actuales como algo contingente, sino necesario en el sentido de que es un rasgo distintivo del derecho.5 Puesto que las constituciones presentan aspectos materiales, la moral es un aspecto del sistema jurídico constitucional moderno que una teoría del derecho tiene que explicar si quiere adecuarse a la práctica, ya que los tribunales están obligados a aplicar tales criterios sustantivos a la hora de enjuiciar la validez de las normas jurídicas (Iglesias, 2001, pp. 224-225). En definitiva, si el positivismo jurídico niega, pues, que la moral legalizada o constitucionalizada determina tanto la existencia como el contenido del derecho, entonces no está realizando una adecuada descripción de la realidad jurídica actual.

El objetivo de este trabajo es, por tanto, dar cuenta del alcance, para la existencia y el contenido del derecho, de dicha moral legalizada o constitucionalizada desde el positivismo jurídico (excluyente). Para ello se partirá, en primer lugar, del debate que tuvo lugar entre Herbert Hart y Ronald Dworkin y que sentó las bases de la ulterior división en el seno del positivismo jurídico. A continuación se intentará precisar el alcance del argumento del contraste con la práctica jurídica preguntando, precisamente, a qué tipo de moral se refieren los principios que funcionan en dicha práctica. Se seguirá explorando la paradigmática posición excluyente de Joseph Raz y los motivos por los cuales no resulta satisfactoria como respuesta al argumento del contraste con la práctica. Es en este punto donde se pretende defender un positivismo (excluyente) que mantiene que, en efecto, los principios morales pueden determinar la existencia y el contenido del derecho, pero a condición de que se entienda que tales principios se refieren a una moral no independiente de los seres humanos y que pueda ser reducida a hechos empíricamente verificables. Con posterioridad, e íntimamente relacionado con lo anterior, se argumentará que el caso de la existencia de la moral objetiva deviene irrelevante para la práctica, ya que sólo puede ser verificada una moral de tipo personal o social. Además, se aventurará una hipótesis acerca de qué tipo de moral (personal o social) probablemente determine, en su caso, tanto la existencia como el contenido del derecho. Finalmente, el último apartado del trabajo no contiene una conclusión al uso, sino más bien una justificación de la tesis de las fuentes sociales del derecho como única tesis del positivismo jurídico aquí sostenido.

II. El debate Hart-Dworkin como base del análisis

Es ampliamente conocido que Herbert Hart consideraba que el positivismo jurídico se sostiene sobre tres tesis. En primer lugar, entendía que para que el derecho exista debe constatarse alguna forma de práctica social que determine las fuentes o criterios últimos de validez del sistema jurídico. A esta tesis se le conoce como tesis de las fuentes sociales del derecho (Hart, 1980, p. 5). Si para los positivistas clásicos como John Austin la práctica social relevante era la obediencia habitual a los mandatos de un soberano (Austin, 1832, pp. 14-17 y 193-194), para Hart tanto la existencia del derecho como el último criterio de validez jurídica derivan de la práctica de los jueces y tribunales consistente en aceptar una regla de reconocimiento (Hart, 1980, p. 7). La regla de reconocimiento constituiría, a juicio de Hart, la práctica social más plausible para determinar las fuentes del derecho. Dicha regla se configura como la práctica social concordante de quienes identifican el derecho con referencia a unos criterios determinados.6

En segundo lugar, Hart sostenía la denominada tesis de la separación conceptual entre derecho y moral según la cual, pese a la existencia de numerosas e importantes conexiones entre el derecho y la moral, dichas conexiones no son necesarias, ni lógica ni conceptualmente (Hart, 1980, p. 7).7 Esta tesis de la separación versa sobre el propio concepto de derecho.8 Es cierto que existen multitud de conexiones entre el derecho y la moral, pero no lo es menos que este autor negó reiteradamente el carácter necesario de tales conexiones.9 De acuerdo con ello, a lo que se muestra contrario es a que en el concepto de derecho tenga cabida una referencia no contingente a la moral.10 Hart dio a esta tesis una importancia capital, aun cuando las palabras que la precisan puedan valer también para la definición de las tesis de las fuentes. En efecto, no es necesariamente verdad que las normas jurídicas, para serlo, satisfagan exigencias o criterios morales, dado que lo relevante desde el punto de vista jurídico es una procedencia fáctica, es decir, de una fuente social. Al igual que ocurría con la tesis de las fuentes, puede afirmarse que la construcción teórica de la regla de reconocimiento está al servicio de la tesis de la separación.11 En efecto, según su formulación, tal regla puede proporcionar o no criterios morales de validez. Esto significa que la conexión de la identificación y validez del derecho con la moral puede o no producirse, sin que –sea cual sea el resultado y la opción elegida– ello afecte a la existencia del derecho.

La tesis de la separación no implica, por tanto, que no pueda producirse una conexión contingente entre derecho y moral, ni tampoco que dicha conexión en un momento dado no pueda ser distintiva de un determinado sistema jurídico concreto, como ocurre en los sistemas jurídicos constitucionales. Lo que esta tesis defiende es que dicha conexión no es nunca necesaria. En definitiva, lo que pretende refutarse a través de esta tesis es la afirmación de que la conexión necesaria entre derecho y moral sea uno de los rasgos definitorios del concepto del derecho y, por tanto, de un concepto válido para todo sistema jurídico.

La tercera y última de las tesis positivistas, a juicio de Hart, es la llamada tesis de la discrecionalidad judicial. Según ella, cuando se constate la existencia de un caso no previsto ni regulado por el derecho, esto es, cuando el derecho sea indeterminado e incompleto, el juez –en situaciones en las que haya de llegar por sí mismo a una decisión y no pueda inhibir su jurisdicción (prohibición de non liquet)– debe ejercitar su discrecionalidad y crear derecho aplicable para resolver ese caso concreto (Hart, 1980, pp. 5-6). Cuando el juez se encuentra ante un caso difícil, en el que el derecho es indeterminado, dado que no hay fuentes jurídicas para resolver el caso tiene que buscar la solución fuera del derecho. Al no haber respuesta jurídica para el caso, al juez se le abren multitud de alternativas extrajurídicas para resolverlo. No hay por tanto una única respuesta correcta al caso, es decir, no existe una única respuesta predeterminada por una norma jurídica. Entonces, y una vez tomada una decisión sobre la base de un material extrajurídico, el resultado es que el juez ha creado derecho ex post facto (Hart, 1961, pp. 164 y 191).

El ataque general que Ronald Dworkin se propuso hacer contra el positivismo jurídico –tomando como referente la teoría de Hart– gira en torno al hecho de que cuando los juristas razonan o discuten sobre derechos y obligaciones jurídicas, especialmente en los casos difíciles en los que el derecho está indeterminado, echan mano de principios u otros tipos de pautas y estándares que no funcionan como reglas promulgadas.12 Dworkin llama principio a una norma que debe ser observada porque es una exigencia de la justicia, de la equidad o de otra dimensión de la moralidad (Dworkin, 1977, p. 80). Lo que Dworkin sostiene, dicho en términos simples, es que en algunas comunidades los principios morales tienen fuerza jurídica y lo que los convierte en derecho es su verdad (moral) para la resolución de conflictos, en lugar de su origen o pedigrí, esto es, de su promulgación por las autoridades competentes.13 En este punto es relevante destacar qué entiende Dworkin por justicia o moralidad en estos casos. La moral de la que habla no es una moral social o convencional, sino una moral por convicción (Dworkin, 1977, pp. 135-136). No piensa en juicios morales que puedan ser verificados por su correspondencia con sucesos históricos, opiniones, emociones o cualquier otra entidad del mundo físico o mental, sino en juicios morales cuya verdad (o falsedad) depende de argumentos morales “adecuados”, entendiendo por “adecuados” aquellos estructurados sobre la base de objetivos interpretativos donde la coherencia sería un requisito necesario, pero no suficiente (Dworkin, 2011, pp. 37-39; 2006, pp. 49-54; 1996).

Pues bien, recuérdese que, según Hart, el derecho siempre ha de quedar identificado a través de una regla de reconocimiento, dado que ésta establece el criterio último de validez. Es en este punto donde aparece la crítica de Dworkin según la cual la regla de reconocimiento, cuyo propósito es identificar las normas de un sistema jurídico, es incapaz de tal fin, puesto que no sirve para identificar los principios. La regla de reconocimiento suministra sólo criterios formales de validez, es decir, criterios relativos al origen o pedigrí de las normas. Por el contrario, los principios –que son normas que obligan jurídicamente y parte esencial del derecho– no pueden ser identificados por medio de los criterios proporcionados por la regla de reconocimiento por la sencilla razón de que los principios se reconocen por criterios de contenido moral, y no por criterios formales.14

Debido a que la llamada tesis del pedigrí no funciona respecto a los principios, Dworkin entiende que es erróneo suponer que en todo sistema jurídico ha de haber algún criterio fundamental y comúnmente reconocido que permita determinar qué normas cuentan como derecho y cuáles no. Así, si la regla de reconocimiento no sirve para identificar los estándares jurídicos, es sencillamente porque éstos no se pueden distinguir en último término de otras normas, como son las morales (Dworkin, 1977, pp. 99 y 102).

Una vez que Dworkin considera demostrada la ineptitud de la regla de reconocimiento para detectar los principios y, por tanto, inservible para su propio fin, entiende que es una tarea fácil el rechazo de cada una de las tesis del positivismo jurídico. Y de ahí que su paso siguiente sea ir demostrando, una por una, la falsedad de las tres tesis positivistas propuestas por Hart.

En primer lugar, y debido a que la tesis del pedigrí no funciona con los principios, resulta sencillo para Dworkin desmontar la tesis de las fuentes. Su conclusión radica en afirmar que la tesis de las fuentes no es verdadera, ya que no todo el derecho queda determinado por hechos sociales. La regla de reconocimiento puede servir para identificar normas por su origen o pedigrí, pero la validez de los principios proviene de su contenido moral. La conclusión parece obvia: ni todo el derecho está formado por hechos sociales ni la regla de reconocimiento sirve para identificar todo el derecho.

Respecto a la tesis de la separación conceptual entre derecho y moral, el razonamiento de Dworkin es paralelo e igual de simple que en el caso anterior. Así, si es erróneo suponer que en todo sistema jurídico ha de haber una regla de reconocimiento que permita determinar qué normas cuentan como derecho y cuáles no, entonces no es posible establecer una distinción final entre las normas jurídicas y las normas morales y, por tanto, no existe una separación entre derecho y moral (Dworkin, 1977, p. 102).

Por último, la crítica más elaborada de Dworkin arremete contra la tesis de la discrecionalidad judicial. A este respecto, Dworkin distingue entre varios sentidos del término discrecionalidad. Se habla de discrecionalidad en sentido débil cuando las normas que debe aplicar un funcionario no pueden aplicarse mecánicamente, sino que exigen algún tipo de discernimiento por su parte. Así, se alude a este sentido débil en aquellas situaciones en las que, aun cuando el derecho ofrezca una respuesta para el caso, esta solución no es obvia, de manera que identificarla requiere un proceso intelectual complejo (Dworkin, 1977, p. 102; Iglesias, 1999, pp. 26-27).

Por el contrario, Dworkin se refiere a la discrecionalidad en sentido fuerte para designar la situación en que un funcionario, en lo que respecta a algún problema, no está vinculado por estándares impuestos por la autoridad en cuestión. La discrecionalidad fuerte se puede definir como la posibilidad de elección entre diferentes cursos de acción igualmente admisibles (Dworkin, 1977, p. 85; Iglesias, 1999, p. 28). Este sentido fuerte de la discrecionalidad será el usado por Hart, para referirse a los casos en que el juez, debido a la indeterminación del derecho en un caso concreto, no se ve vinculado por ninguna fuente jurídica y puede elegir cualesquiera criterios extrajurídicos para resolverlo.

Pues bien, Dworkin atribuye a los positivistas, por lo menos en algunas ocasiones, una discrecionalidad en sentido fuerte en los casos difíciles (Dworkin, 1977, p. 87) y, una vez más, la conclusión de Dworkin en este punto también es relativamente sencilla. Si el conjunto de normas jurídicas no queda integrado simplemente por reglas (es decir, por normas que se caracterizan por su pedigrí), sino también por principios (es decir, por normas que se caracterizan por su contenido) el conjunto de estándares jurídicos se incrementa de tal manera que disminuyen hasta casi el límite el número de casos difíciles. Precisamente por ello, entonces la necesidad de la discrecionalidad fuerte queda reducida, ya que cede notablemente al incrementarse el número de estándares jurídicos al que poder recurrir. Ahora ya no sólo se cuenta con las reglas, sino que también están los principios. Además, con la utilización de estos principios podrá llegarse a contar siempre con una respuesta, única y correcta, para todo caso que ante cualquier juez se presente. Por esta razón, contrariamente a lo que se podría pensar, a juicio de Dworkin la presencia de principios no aumenta la discrecionalidad del juez, ya que aquellos ayudan a encontrar una única respuesta correcta.

Ahora bien, conviene señalar que no parece que todas las críticas de Dworkin sean igual de acertadas en el sentido de que no todas parten realmente de lo que el propio Hart sostenía. Esto puede verse de manera clara respecto a la cuestión de la regla de reconocimiento como instrumento apto para identificar principios. Pese a que Hart reconociera su falta de atención hacia la figura de los principios (Hart, 1994, p. 38), lo cierto es que en ningún momento entendió que los principios y los criterios morales quedaran necesariamente fuera de la regla de reconocimiento.15 Son conocidas sus palabras, anteriores a las críticas de Dworkin, a este respecto: “en algunos sistemas, como en los Estados Unidos, los criterios últimos de validez jurídica incorporan explícitamente principios de justicia o valores morales sustantivos” (Hart, 1961, p. 252). Con estas líneas Hart estaba ya contemplando la posibilidad de una regla de reconocimiento que contuviera principios morales como criterios de validez jurídica.16

De acuerdo con lo anterior, la crítica de Dworkin a la regla de reconocimiento y a la tesis de las fuentes queda terminantemente rechazada por parte de Hart al señalar que en algunos sistemas jurídicos la conformidad con ciertos principios morales –por ejemplo, un catálogo de derechos y libertades individuales– es reconocida por los tribunales como parte de un criterio básico de validez jurídica. En tales casos, incluso los actos normativos de los legisladores pueden ser considerados inválidos si carecen de conformidad con tales principios. Por el contrario, en aquellos sistemas jurídicos que no los incorporasen, tales principios tendrían sólo una fuerza moral, y no una fuerza jurídicamente invalidante. Tal incorporación puede ser realizada por ley o por un documento o enmienda constitucional. También puede ser realizada en países donde no hay constitución escrita, a través de la práctica sistemática de los tribunales de considerar la conformidad con ciertos principios morales como una prueba de validez jurídica. La conclusión sería, entonces, que no hay razón alguna por la que una regla de reconocimiento no pueda identificar directamente ciertos principios por su contenido y exigir que sean tomados en cuenta como parte del criterio de validez jurídica (Hart, 1980, pp. 7-8).17

Ahora bien, el empeño de Hart por defenderse de una crítica errónea le lleva a conclusiones nada gratuitas. En efecto, la posibilidad de que la regla de reconocimiento proporcione criterios morales de validez sitúa a este autor en la perspectiva teórica de lo que él mismo ha denominado como “positivismo suave”.18 Se trata de un positivismo caracterizado por entender que la regla de reconocimiento puede incorporar criterios morales sustantivos de validez jurídica. Nótese bien que poder contenerlos no quiere decir que tenga que ser necesariamente así. Habrá sistemas jurídicos donde se contengan y sistemas donde no aparezcan estos criterios morales de validez. Es este último dato el que permite sostener a Hart que no es necesario, sino meramente contingente, que la moral sea un criterio de validez jurídica, cosa que, en definitiva, dependerá de un hecho social como es la propia regla de reconocimiento.19

Una vez que se ha puesto de manifiesto la compatibilidad, postulada por el propio Hart, entre la regla de reconocimiento y la incorporación de criterios morales para la identificación del derecho, una incorporación posible pero no necesaria, Hart puede afirmar no sólo que la tesis de las fuentes sociales del derecho sigue siendo verdadera en todos los sistemas jurídicos – incorporen o no criterios morales de validez jurídica–, sino también que la tesis de la separación conceptual entre derecho y moral sigue siendo asimismo verdadera, puesto que para definir el derecho en general no son necesarias las referencias a la moralidad.

Finalmente, el conflicto directo más claro entre la teoría jurídica de Hart y la de Dworkin se encuentra en el tema de la discrecionalidad judicial (Hart, 1994, p. 54). Hart se muestra convencido de que, pese a que el lenguaje empleado por los jueces alienta la idea de que no hay lagunas, una cosa es lo que éstos dicen que hacen y otra muy distinta lo que verdaderamente hacen. Por ello, este autor previene sobre el hecho de que hay que tomar seriamente la retórica del proceso judicial sólo hasta cierto punto (Hart, 1980, p. 10; 1994, pp. 57-58). No obstante lo anterior, Hart da la razón a sus críticos en el sentido de que considera cierto que cuando el derecho resulta indeterminado el juez no arrincona sus libros jurídicos y empieza a legislar sin guía alguna. Al decidir los casos difíciles los jueces citan principios generales que apuntan hacia una determinada respuesta. Ahora bien, esto no elimina el momento de la creación judicial del derecho, pues en un caso difícil pueden encontrarse distintos principios que apoyen decisiones diferentes. En este caso, el juez tendrá que escoger entre alguna de tales decisiones distintas, apareciendo, por tanto, una innegable aunque intersticial tarea jurídico-creadora (Hart, 1980, p, 10; 1994, p. 58).

La discusión acerca de las tres tesis iuspositivistas reconstruidas por Hart han sido objeto de arduos debates en el seno del positivismo jurídico (Jiménez Cano, 2008), pero algo que no ha sido tratado con la relevancia que requiere es el tipo de moral a la que se refieren los principios morales que, presumiblemente, tienen fuerza jurídica en algunas comunidades, estén o no recogidos por sus disposiciones legales y constitucionales.20 Dilucidar este tipo de moral es el propósito del siguiente epígrafe.

III. ¿De qué moral se está hablando?

Siendo esquemático, se puede hablar de tres tipos de moral. En primer lugar, de moral subjetiva o individual, esto es, aquella referida al conjunto de principios sobre la conducta humana en relación a la idea que cada uno tiene del bien y del mal. En segundo lugar, de moral social (positiva o convencional) como el conjunto de principios sobre el comportamiento humano en relación a la idea que un determinado grupo tiene del bien y del mal. Nótese que tanto la moral personal como la social se pueden reducir a hechos verificables. Es empíricamente comprobable lo que un individuo o lo que un grupo de individuos consideran que es moralmente bueno o malo. En tercer y último lugar, de moral objetiva como conjunto de principios verdaderos sobre la conducta humana que son justos en sí mismos, con independencia de lo que los seres humanos consideren al respecto (Pozzolo, 2001a, p. 153; 2001b, pp. 169-170 y 163-179).21 Es claro que la tipología puede ampliarse y que las definiciones pueden concretarse, en especial en relación a la moral objetiva (Kramer, 2009), pero lo que se quiere recalcar aquí es que el positivismo asume que las proposiciones de derecho positivo hacen siempre referencia a hechos “puestos” por una voluntad humana, es decir, a hechos empíricamente verificables.22 Si esto es correcto, los candidatos a hechos dependientes de la voluntad humana –o hechos sociales– se reducen a los provenientes de una moral personal o de una moral social. En adelante usaré la expresión “moral factual” para referirme globalmente a estos tipos de moral dependientes de la voluntad humana.

Cualquiera de estas opciones de la moral factual no supone ningún óbice para el positivismo jurídico ni vulnera ninguna de las tesis clásicas de este movimiento. En definitiva, para ciertos autores, sólo la versión fuerte de la tesis de las fuentes –de acuerdo con la cual tanto la existencia como el contenido del derecho dependen únicamente de hechos sociales, es decir, del conjunto de comportamientos, actitudes y creencias de los miembros de un grupo social (Raz, 1979, p. 58, Bulygin, 2006, p. 110)– es coherente con las pretensiones del positivismo jurídico. Lo que sí supondría un problema para el positivismo jurídico y su tesis de las fuentes (también para la de la separación) sería admitir un tipo de moral como la de Dworkin. A este respecto, él mismo ha manifestado: “considero mi visión de la moral como realista […] Yo no aventuraría las formulaciones más barrocas de esta visión, acerca de verdades atemporales entre los elementos del universo. Pero si se me presiona, insistiría en que mientras siquiera signifiquen algo son verdaderas”. En definitiva, la moral es “una dimensión distinta, independiente de nuestra experiencia, y ejerce su propia soberanía” (1996, pp. 127-128).

Es cierto que el realismo moral de Dworkin es, en algún sentido, minimalista, puesto que es interno a la práctica interpretativa: el reino de la moral es el ámbito de los argumentos, no de los hechos brutos (2011, p. 11); pero no lo es menos que, como el propio Dworkin señala, sus “argumentos suponen que frecuentemente hay una sola respuesta correcta a complejas cuestiones de derecho y moralidad política” (1977, p. 396).23 La tensión parece, pues, estar servida: hay respuestas correctas en moral, el reino de la moral es el de los argumentos, no el de los hechos, pero la moral es independiente de nuestra experiencia. Baste que el lector se quede con esta última idea: la moral es una dimensión distinta e independiente de nuestra experiencia.

Y ésta parece la senda seguida por los autores incluyentes, pues, a juicio de Jules Coleman, el incorporacionista está más preparado para aceptar las sugerencias de Dworkin que lo que lo está el positivista (Coleman, 1998b, p. 126). Algunas posiciones de entre las filas incluyentes incluso han considerado que no es necesario que las normas jurídicas contenidas en fuentes incorporen principios morales para que algunos de estos principios, por su propia corrección moral, formen parte del derecho mismo. Sin duda, este dato tiene significativas implicaciones porque no sólo se aparta en este punto del positivismo suave de Hart, sino que va más allá, pareciendo incluso aceptar la visión de Dworkin respecto de los principios. En efecto, según Hart, la relevancia de los principios morales depende de si han sido incorporados o no al sistema jurídico, pero “no son jurídicamente relevantes proprio vigore, es decir, solamente porque sean moralmente correctos o aceptables” (Hart, 1980, p. 7). Sin embargo, que algunos estándares morales puedan ser derecho pese a no estar incorporados en las normas jurídicas revelaría que algunas posiciones incluyentes entienden que los principios morales pueden ser relevantes proprio vigore.

En efecto, para los autores incluyentes la moral podría ser condición de validez jurídica en dos sentidos. Bien como condición suficiente, dado que en algunos sistemas jurídicos puede ser suficiente que una norma reproduzca o sea consistente con el contenido de un principio moral para que ésta sea jurídicamente válida. Esto permite que una norma no recogida en fuentes sociales sea derecho en virtud de su contenido moral. Bien como condición necesaria, ya que en algunos sistemas jurídicos podría ser necesario que una norma recogida en fuentes sociales tuviera que ser moralmente correcta para poder ser considerada derecho, actuando, de esta manera, la moral como una precondición de juridicidad (Coleman, 2000, pp. 178-182; 2001, p. 126; Himma, 2002, pp. 136-137; Kramer, 2004, p. 2).24

El resultado de todo ello no es más que una versión débil o suave de la tesis de las fuentes, que sostiene que la existencia y contenido del derecho no tienen por qué estar únicamente determinados por fuentes sociales, sino que en ocasiones dicha existencia y contenido pueden venir establecidos por principios morales (Raz, 1979, p. 66; Coleman, 1998b, p. 126).

Pero, regrésese a la cuestión del tipo de moral al que pueden referirse los principios morales contenidos en las normas jurídicas. Si el positivismo jurídico incluyente quiere sostener algo nuevo –distinto a la tradicional posición del iuspositivismo– respecto de este asunto no puede ser otra cosa que la defensa de que la moral objetiva independiente de la voluntad de los seres humanos puede determinar tanto la existencia como el contenido del derecho. La moral puede ser objetiva de diversas maneras, mas, sea como fuere, si los autores incluyentes tienen algo novedoso que decir que los diferencie del positivismo jurídico tradicional del siglo XX –hoy denominado “excluyente”– se tiene que tratar de una moral que no se pueda reducir a hechos sociales. De hecho, los autores incluyentes parecen abogar por esta opción. Jules Coleman ha afirmado el carácter jurídico de determinados principios morales correctos (1998b, p. 126) y ha abogado por un objetivismo (moral y jurídico) moderado (1998a, p. 253). Matthew Kramer considera que algunas proposiciones morales son correctas y que su corrección o incorrección es independiente de lo que los individuos crean acerca de tales proposiciones (2004, p. 73, n18). Y, finalmente, José Juan Moreso y Josep María Vilajosana (2004, p. 197) abiertamente han declarado que si el objetivismo moral es una doctrina falsa, entonces el positivismo jurídico excluyente es una concepción del derecho adecuada.

Ahora bien, esto no quiere decir que los mayores representantes del positivismo excluyente consideren que la moral objetiva no puede determinar la existencia y el contenido del derecho, pero que sí puede hacerlo una moral que sea, finalmente, reconducible a hechos como la moral subjetiva o la social. Lo más común es optar por otra alternativa, entendiendo que la aparente incorporación de estándares morales en las normas jurídicas constituye, en realidad, una remisión a otros sistemas normativos. A continuación se explorará esta alternativa a la vez que se expone, brevemente, la versión de positivismo excluyente más ortodoxa, que no es otra que la de Joseph Raz.

IV. El positivismo excluyente de Raz

La versión excluyente de Raz se sostiene sobre la base de su tesis de la autoridad del derecho. La tesis de la autoridad, ante todo, intenta explicar la normatividad de los sistemas jurídicos, esto es, las razones por las cuales el derecho representa obligaciones para las personas. A juicio de Raz, pues, las reglas obligan porque constituyen razones para la acción, las cuales explican, valoran y guían las conductas (Raz, 1975, pp. 18, 37 y 58). Por tanto, la autoridad que en este punto interesa no es más que la denominada “autoridad práctica”, esto es, una persona o institución con aptitud para emitir instrucciones o directivas que constituyen razones para la acción para las personas a quienes van dirigidas. A partir de esta premisa, según Raz, son tres las condiciones que una persona o una institución deben cumplir para ser una autoridad práctica; a saber, la condición de la dependencia, la de la exclusividad y la de la justificación normal.

En primer lugar, la condición o tesis de la dependencia significa que las directivas o instrucciones emanadas de la autoridad deben basarse en las razones adecuadas que habrían conducido la conducta de los individuos en ausencia de una intervención por parte de la autoridad. Tales razones son denominadas razones dependientes. Por tanto, las directivas dotadas de autoridad tienen que basarse en tales razones. Esta tesis explicaría las expectativas que las autoridades tienen de que sus directivas sean obedecidas.

En segundo término, la condición o tesis de la exclusividad exige que las instrucciones de la autoridad sean razones excluyentes para la acción. Un agente puede tener varios motivos en pro y en contra de seguir la directiva de la autoridad y situarse, así, ante un balance de razones. Pues bien, Raz entiende que las directivas, de manera adicional a las propias razones para la acción (de primer orden) que proporcionan por sí mismas, ofrecen un tipo de razones de segundo orden (razones sobre razones) –que denomina razones excluyentes– para no actuar sobre la base del balance de razones y, de este modo, excluir (aunque no anular o cancelar) las posibles razones subyacentes o de primer orden como guía de conducta (Raz, 1975, pp. 44-47). En este orden de cosas, Raz ha considerado que las normas jurídicas son razones excluyentes para la acción, esto es, razones para excluir cualquier otra razón práctica. Así, las instrucciones de la autoridad (normas jurídicas) quedan configuradas como razones protegidas por razones excluyentes que no se suman a las razones subyacentes –razones que habrían conducido la conducta de los individuos en ausencia de una intervención por parte de la autoridad–, sino que excluyen su guía y la sustituyen o reemplazan por las propias de la norma.25

Finalmente, la condición o tesis normal de la justificación requiere que para afirmar que un individuo o una institución goce de autoridad legítima o moral es necesario que demuestre que sus instrucciones permiten a los que están sometidos a su autoridad guiarse mejor por éstas que si prescindieran de ellas. Una autoridad es legítima, por tanto, cuando las probabilidades de que su decisión sea la solución correcta a la controversia son mayores que las probabilidades de que la solución correcta sea localizada prescindiendo del recurso a la autoridad (Raz, 1985, p. 231).

De acuerdo con lo visto hasta ahora, la tesis de la autoridad considera que el derecho cuenta necesariamente con autoridad de facto, lo que implica que tiene la pretensión de poseer autoridad legítima, mientras que posee autoridad legítima siempre que se verifique la tesis normal de la justificación (Raz, 1979, pp. 45-46; 1985, p. 232).26 Por tanto, de acuerdo con la tesis de la autoridad, es una condición necesaria del derecho, es decir, es una verdad conceptual que el derecho tiene autoridad de facto y exige o pretende autoridad moral o legítima.27

Pues bien, es el propio Raz el que ha considerado que la tesis de la autoridad respalda la tesis de las fuentes sociales del derecho, de manera que sirve como instrumento teórico útil para rechazar las teorías que incorporan al derecho criterios morales de validez. Son dos las razones que se han aportado en apoyo de esta última afirmación. Por un lado, puesto que las normas jurídicas están dotadas de autoridad porque emanan de una persona o de una institución que representa una autoridad jurídica (práctica), si se quiere localizar una norma jurídica dotada de autoridad, se tiene que identificar la autoridad que la dictó. De esta manera, la comprobación de la atribución de una norma jurídica a la autoridad que la dictó sólo puede ser fáctica, es decir, ateniéndose a hechos sociales. Desde esta perspectiva, el argumento moral sólo entraría en juego cuando se quiere establecer qué es lo que las instituciones jurídicas deberían haber expresado, pero nunca para determinar lo que en realidad expresaron (Raz, 1985, pp. 230 y 246).

Por otro lado, de acuerdo con la tesis de la exclusividad, sólo es autoridad quien emita normas que funcionen como razones excluyentes para la acción. Esto supone, desde otro punto de vista, que sólo son normas dotadas de autoridad las que proporcionen una razón excluyente para la acción. Una norma es una razón excluyente para la acción únicamente cuando excluye los juicios de los sujetos, ajenos a la propia norma, sobre cómo comportarse. Pues bien, las normas o principios morales son incapaces de reemplazar los juicios de los sujetos sobre cómo comportarse. De hecho, exigen todo lo contrario. Debido a ello, incorporar criterios morales de validez jurídica implica que el sujeto delibere cómo debe comportarse según la moral para deducir cómo debe comportarse según el derecho. Entonces, los criterios morales de validez no funcionan como razones excluyentes para la acción, sino que requieren investigar sobre las razones dependientes que precisamente el derecho, como autoridad, desplaza. Si el derecho incorporara la moral, éste no proporcionaría razones excluyentes para la acción porque no reemplazaría las razones morales de primer orden que aplica un agente. El derecho, entonces, sólo diría al agente que, en efecto, aplicara sus propias razones subyacentes.

En definitiva, si los estándares morales incorporados al derecho no cumplen con la condición de exclusividad, no pueden estar dotados de autoridad, esto es, les faltaría algo esencial a la propia naturaleza del derecho y, por ende, no podrían ser jurídicos. La conclusión, una vez llegados a este punto, parece clara. El positivismo jurídico incluyente, con su pretensión de incorporar al derecho criterios morales de validez, es incompatible con la tesis de la autoridad del derecho y, por ende, la naturaleza autoritativa del derecho sólo puede ser explicada correctamente por el positivismo jurídico excluyente.28

El problema de la versión excluyente de Raz radica precisamente en que descansa en una tesis, como la de la autoridad y, en concreto, la de la exclusividad, que no parece resolver de manera satisfactoria cómo enfrentarse a normas jurídicas que introducen referencias morales y que no funcionarían como razones excluyentes para la acción. Dichas normas requieren acudir a la moral, sea del tipo que sea, para dilucidar el contenido de dichas referencias y, por tanto, tales normas actuarían como razones dependientes y no como razones excluyentes (Moreso, 2001, p. 106; Dworkin, 2006, pp. 217-229). Tal cosa conduciría a la tesis de la autoridad a un dilema sin solución: o tales normas no son normas jurídicas, o se ha de rechazar la naturaleza autoritativa del derecho (Escudero, 2004, pp. 224-225).

Es necesario hacer aquí una breve aclaración. De acuerdo con el artículo 1.255 del Código Civil español, la moral constituye un límite a la autonomía de la voluntad de las partes. En efecto, en ausencia de una decisión dotada de autoridad que concrete qué pactos son contrarios a la moral, parece dudoso afirmar que el artículo 1.255 sea una razón excluyente para la acción, puesto que hasta que no se concrete el significado del término “moral” no ofrece guía de conducta alguna. Ello obliga, al menos hasta que haya una decisión dotada de autoridad al respecto, a que las partes y los operadores jurídicos acudan a lo que la moral objetiva señale, a lo que se haya establecido socialmente o a lo que ellos entiendan por moral. Puede ser cierto que una vez que la autoridad concrete el contenido del artículo 1.255 o dé cierto patrón de conducta, tal instrucción junto con el artículo 1.255 constituyan razones excluyentes, pero no antes.29

En todo caso, Raz guarda otra solución –no necesariamente relacionada con la tesis de la autoridad– para las referencias morales contenidas en las normas jurídicas. Se puede entender que tales referencias son remisiones a sistemas normativos diferentes al derecho. De este modo, se han considerado a estos casos como “supuestos de aparente incorporación”, ya que, en realidad, no se está incorporando la moral, esto es, no se está haciendo que la moral sea parte del derecho. Se distingue, así, entre normas que son parte del derecho de un país y normas que son obligatorias de acuerdo con el derecho de ese país, pero que no forman parte de su sistema jurídico (Raz, 2004, pp. 30-36). En este sentido, las normas que contienen referencias a la moral tendrían un tratamiento similar a, por ejemplo, las situaciones resultantes de los conflictos de leyes propios del derecho internacional privado y a la técnica del reenvío. En tales casos, se da efecto jurídico a ciertos estándares, pero sin que éstos pasen a formar parte del derecho interno.30 Entonces, no se aplica el derecho propio, sino aquellas normas de otro sistema normativo distinto, por la sencilla razón de que es el propio derecho el que reenvía a tal sistema para resolver la cuestión.

Esta explicación equiparable al reenvío no es más que una concreción de dos sentidos de validez del que a menudo hacen uso los teóricos del derecho positivistas. Se trata de la validez como pertenencia y de la validez como aplicabilidad.31 Una norma es válida dentro de un sistema jurídico cuando pertenece a ese sistema.32 Pero también se dice que una norma es válida cuando un operador jurídico está obligado a aplicarla en un determinado caso, entonces dicha norma es aplicable al caso (Bulygin, 1982, pp. 195-214; Moreso, 1997, pp. 151-163; Navarro et al., 2004, pp. 337-359).33

De acuerdo con la diferencia entre pertenencia y aplicabilidad, el estándar moral del sistema extrajurídico sería aplicable (y en este sentido válido) por los operadores jurídicos del sistema en cuestión, pero no pertenecería a dicho sistema jurídico (y en este sentido no sería válido). Así, de acuerdo con las normas del sistema jurídico s los operadores de s estarían jurídicamente obligados a aplicar dicho estándar moral (del sistema moral h) a los casos concretos de su jurisdicción –con lo cual no se excluye la moral en la aplicación de s– pero dicho estándar de h no formaría parte de s –y con esto se excluye a la moral en la identificación de s.

Ahora bien, tienen razón los autores incluyentes al considerar que si bien uno no puede inferir que los principios morales forman parte del derecho de s en virtud del hecho de que ellos sean obligatorios para los funcionarios judiciales de s tampoco se puede concluir, de acuerdo con el razonamiento expuesto, que las normas morales de h no sean normas jurídicas propiamente dichas de s. Esto es, ver las normas que contienen referencias a la moral como normas que obligan a los operadores jurídicos a aplicar normas de otro sistema no resuelve, por sí solo, la cuestión de si tales normas forman parte o no de un sistema jurídico (Coleman, 2009, p. 367). Se está presuponiendo que las referencias a la moral contenidas en las leyes tienen el mismo tratamiento que normativas como los estatutos de una sociedad mercantil o como los contratos. Estos estatutos o contratos tienen ciertos efectos jurídicos y han de ser aplicados por los jueces, pero no forman parte del sistema jurídico (Raz, 2004, pp. 30-31).

En efecto, puede decirse que los convenios colectivos o los contratos privados obligan según lo que determine la ley (es el caso, en España, de los artículos 1254 y ss. del Código Civil y 82 del Estatuto de los Trabajadores, por ejemplo), pero no forman parte del sistema jurídico nacional que les da efecto mientras que las leyes que les dan efecto sí forman parte del sistema y son aplicables. No obstante, más problemático sería ver de esta manera la atribución de derechos fundamentales. Cuanto menos resultaría sorprendente pensar, tras la lectura de la Constitución española, que los tribunales tienen la obligación de aplicar los derechos fundamentales aunque estos no formen parte del derecho español.

Ahora bien, no compartir la tesis de la autoridad de Raz no significa que uno no pueda ser un positivista jurídico excluyente, como ha notado Bulygin (2007, p. 202). Tampoco resulta necesario acudir a la técnica del reenvío para poder explicar la “incorporación” de expresiones con contenido moral en las leyes. Basta pensar en que tal incorporación lo es a un tipo de moral consistente en hechos sociales, lo cual no resultaría problemático para seguir afirmando la tesis de los hechos sociales ni la tesis de la separación conceptual entre el derecho y la moral correcta u objetiva.

Esta alternativa no es caprichosa. Aunque se entendiera que las remisiones lo son a una moral objetiva la falta de prueba empírica sobre su verdad o corrección la haría irrelevante, como se pretenderá mostrar seguidamente, a la hora de determinar la validez jurídica.

V. La irrelevancia de la moral objetiva en la identificación del derecho

Considérese la posibilidad de un sistema jurídico que defina un principio moral objetivo p como condición necesaria o suficiente de validez jurídica. Se trataría de cualquier sistema constitucional en el que se considere o bien que los valores, principios o derechos fundamentales que contiene remiten a un principio p de moral objetiva o bien que dicho sistema incorpora tal principio p. Piénsese también en que tal sistema concede autoridad final –aquella cuyas decisiones no son revisables ni revocables por ninguna otra autoridad (Dworkin, 1977, p. 84; Himma, 2005, p. 4)– a un tribunal supremo o constitucional t para dilucidar si una norma n es o no una norma jurídica del sistema.

En este caso, si t tuviera que decidir sobre si n satisface p, entonces su decisión obligaría jurídicamente al resto de los operadores jurídicos y autoridades a él subordinadas en ese sistema respecto de si n satisface p y, por tanto, sobre la pertenencia y el contenido de n como norma jurídica del sistema s, aunque dicha decisión fuera equivocada al respecto del contenido de p.

En este sentido, si t sostiene de forma equivocada que n satisface p, entonces los operadores jurídicos tratarían a n como derecho a pesar del hecho de que, como un asunto de moral objetiva, n no satisficiera realmente p. Desde que, tras la decisión de t, n sería una norma de s a pesar de que no satisficiera realmente p, tal satisfacción no sería necesaria para que n contara como derecho y p no funcionaría como una condición necesaria de validez jurídica en s.

Por otro lado, si t sostiene de forma equivocada que n no satisface p, entonces los operadores jurídicos no tratarían a n como derecho a pesar del hecho de que, como un asunto de moral objetiva, n satisficiera realmente p. Desde que, tras la decisión de t, n no sería una norma de s a pesar de que satisficiera realmente p, tal satisfacción no sería suficiente para que n contara como derecho y p no funcionaría como una condición suficiente de validez jurídica en s.

Tras esta breve explicación, cabe afirmar que las comunidades cuyos sistemas jurídicos conceden autoridad final a un tribunal y carácter jurídico vinculante a sus decisiones, como es el caso de la mayoría de los sistemas jurídicos constitucionales, y en las que los operadores jurídicos y el resto de la población aceptan de facto tales decisiones como vinculantes, asumen que si las remisiones que sus preceptos constitucionales hacen a la moral son a la moral objetiva entonces los tribunales finales se pueden equivocar en materia de dicha moral objetiva (Himma 2005, pp. 15-16). Si esto es así, y no se encuentra manera de afirmar que los tribunales no se pueden equivocar a la hora de decidir si una norma satisface los principios de la moral objetiva, entonces ésta es irrelevante como criterio de validez jurídica o como fuente del derecho.

¿Y por qué pueden equivocarse los tribunales a este respecto? Sencillamente porque la verificación de la moral objetiva es ajena a métodos empíricos. Desde luego, al positivismo jurídico no le corresponde afirmar o negar la existencia de la moral objetiva ni determinar la verdad moral de los enunciados, pero sí le atañe un compromiso metodológico con alguna teoría verificacionista de la verdad en sentido amplio, es decir, de un enfoque filosófico que rechaza o descarta el realismo “indescubrible”, esto es, un realismo fundamentado en verdades resistentes al descubrimiento humano o que trasciendan la habilidad o la capacidad normal para averiguarlas (Okasha, 2001, p. 372). A mi juicio, la restricción apropiada para el positivismo jurídico no sería otra que la de la prueba de la evidencia sensible (Quine, 1969, p. 100), concluyendo así que, mientras los enunciados sobre realidades morales objetivas no puedan verificarse empíricamente, tanto su existencia como su inexistencia son irrelevantes para identificar el derecho. Y, como ha considerado Susanna Pozzolo, el derecho identificado según la moral objetiva sería incognoscible, pues la moral objetiva, al no poder reducirse a hechos, no admitiría una verificación empírica (2001b, p. 175).34

A falta de dicha comprobación, las decisiones de las autoridades finales devienen jurídicamente obligatorias a pesar de que dichas decisiones fueran equivocadas desde el punto de vista de la moral objetiva. Aún más, si tales decisiones son tomadas por dicha autoridad en el marco de sus normas de competencia, las cuales fijan los criterios formales que rigen sobre qué, cuándo y cómo las autoridades jurídicas finales pueden decidir, entonces tales decisiones son válidas. Tal conclusión confirmaría que la creación, modificación o derogación del derecho representadas por los actos jurídicos de una autoridad final únicamente se verían afectadas por criterios formales de validez jurídica (Escudero, 2006, p. 317) relativos al origen (pedigrí) de la decisión. En efecto, hay criterios formales que también se vulneran o que son sustituidos de facto por otros criterios, pero estos últimos no dejan de ser criterios formales o, si se prefiere, fácticos (“hechos sociales”).

Cierto es que los métodos científicos tampoco resuelven todas las discrepancias fácticas, pero no lo es menos que aunque puede haber un procedimiento o una metodología para alcanzar la verdad moral, dicho procedimiento no es un método generalmente aceptado por la comunidad científica y supera las capacidades “sensibles” de su descubrimiento (Kelsen, 1948, p. 114; Waldron, 1999, pp. 211-212; Bulygin, 2006, pp. 112 y 120; Comanducci, 2010, p. 68).35 Es decir, el positivismo jurídico no rechaza necesariamente la existencia ni de una moral objetiva ni de métodos morales para acceder a su conocimiento –y descubrirlo no es tarea del positivismo jurídico–, sino que abraza un método científico de verificación de los hechos y proposiciones relevantes para el derecho mediante el cual éste queda determinado únicamente por hechos comprobables empíricamente a través de determinados procedimientos.36

Pásese ahora a contemplar otra alternativa, que es la que en este trabajo se propone, esto es, considerar la moral factual como fuente del derecho o estándar que puede, dependiendo de cada sistema jurídico concreto, determinar la existencia y el contenido del derecho.

VI. ¿Determina la moral factual la existencia y el contenido del derecho?

En términos generales, el positivismo jurídico nunca ha negado que las normas jurídicas puedan estar motivadas por creencias morales, sean de un grupo, de una doctrina o de un texto filosófico o religioso (Campbell, 1998, p. 311; Bulygin, 2006, p. 109; Escudero, 2007, p. 47). Y, por supuesto, tampoco desconoce algo que por su obviedad sería contrario a los hechos, esto es, que hay leyes u otro tipo de normas jurídicas que contienen referencias a la moralidad. ¿Por qué no entender que las referencias morales contenidas en, por ejemplo, las normas constitucionales o las del Código Civil lo son a la moral factual (personal o social)?

Dan Priel considera que el debate entre el positivismo jurídico incluyente y el positivismo jurídico excluyente acerca de la naturaleza moral de determinados conceptos contenidos en los preceptos constitucionales estaría equivocado en cuanto que ambas posturas parten de una asunción falsa: que cuando las normas jurídicas contienen palabras como “justicia” o “igualdad” u otras palabras morales están haciendo referencia a conceptos morales como “justicia”, “igualdad”, etc., cuando en realidad dichas palabras se refieren a conceptos jurídicos como “justicia” o “igualdad”. Las palabras morales contenidas en las normas jurídicas no tendrían, por tanto, un significado moral, sino un significado jurídico referido a un concepto jurídico que –si bien guarda una íntima relación con su correlato moral– no coincidiría exactamente con él, sino con la comprensión social que de dicho concepto moral se tiene. Se arguye que dado que la moral correcta nunca cambia y las comprensiones sociales de las palabras morales contenidas en las normas jurídicas sí cambian, se puede presumir que dichas palabras morales no tienen el mismo significado que sus correlatos morales aun cuando éstos sean objetivos (Priel, 2005, pp. 681-685).

Ahora bien, la tesis de Priel sólo tiene sentido una vez que el contenido de dichas palabras morales ha sido prefijado, por ejemplo, por la doctrina o por una norma jurídica. Pero en este caso los jueces ya tienen ante sí hechos sociales a los cuales acudir para determinar el contenido o la existencia de otras normas jurídicas. Sin embargo, el asunto se plantea cuando no existen tales fuentes o cuando se toman decisiones contrarias a las normas jurídicas. La cuestión, por tanto, vuelve al punto de partida, es decir, ¿a qué moral hacen referencia dichas palabras morales interpretadas por primera vez o que van en contra de las disposiciones existentes?

Optar por la moral social tiene especiales atractivos. Por una parte, parece ser la respuesta tradicional de los juristas y, en este punto, que las remisiones a la moral se encuentren en normas jurídicas con rango constitucional u ordinario tampoco ha planteado mayores problemas. Dichas referencias han estado presentes a lo largo de los siglos y no son una novedad de las constituciones posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Por ello, cuando los tribunales ordinarios o constitucionales se han visto llamados a interpretar el término “moral” generalmente lo han hecho entendiendo que se refiere a la moral social. Basten para ejemplificar esta afirmación dos sentencias, una del Tribunal Supremo y otra del Tribunal Constitucional, ambos de España.

En la sentencia del Tribunal Supremo 371/1993 (Sala de lo Civil), de 19 de abril de 1993, puede leerse en su fundamento jurídico segundo que “para establecer la ilicitud de la causa [de un contrato] ha de atenderse no sólo que sea contraria a la Ley, sino también a la moral social y buena fe necesarias en las relaciones humanas (art. 1255 del Código Civil)”. Recuérdese que el artículo 1255 del Código Civil propugna que “los contratantes pueden establecer los pactos, cláusulas y condiciones que tengan por conveniente, siempre que no sean contrarios a las leyes, a la moral, ni al orden públicos”. La literalidad de dicho artículo habla de “moral” y no de “moral social”. Aun así, el Tribunal da por sentado que la moral a la que hace referencia dicho artículo es la moral social.

Por su parte, la sentencia del Tribunal Constitucional 62/1982, de 15 de octubre de 1982, analiza si la “moral” puede servir como límite al ejercicio del derecho fundamental de libertad de expresión. El Tribunal, en el fundamento jurídico tercero de la sentencia, afirma que “el principio de interpretación de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y con los tratados y acuerdos internacionales ratificados por España (art. 10.2 de la Constitución), nos lleva así a la conclusión de que el concepto de moral puede ser utilizado por el legislador como límite de las libertades y derechos reconocidos en el artículo 21 de la Constitución”. Y ello porque “tanto en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, como en el Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos hecho en Nueva York el 19 de diciembre de 1966, y en el Convenio de Roma de 4 de noviembre de 1950, se prevé que el legislador puede establecer límites con el fin de satisfacer las justas exigencias de la moral (art. 29.2 de la Declaración), para la protección de la moral pública [art. 19.3 b) Convenio de Nueva York], para la protección de la moral (art. 10 Convenio de Roma)”. Finalmente, concluye “la moral pública –como elemento ético común de la vida social– es susceptible de concreciones diferentes según las distintas épocas y países, por lo que no es algo inmutable desde una perspectiva social”. En definitiva, el Tribunal Constitucional otorga el mismo tratamiento o lee indistintamente “moral” como “moral pública” y “moral pública” como “moral social”.

La moral social, además, al estar basada en hechos sociales –como pueden ser las costumbres, los hábitos, los usos, las creencias y las concepciones comunes de un grupo– difuminaría el fantasma de la arbitrariedad. Finalmente, la comprobación empírica de las creencias morales de los operadores jurídicos o de las personas de un grupo –como hechos sociales– no representaría ningún problema para el positivismo filosófico (Ayer, 1936, pp. 122-123) o jurídico (Raz, 1979, p. 65, n7; Escudero, 2006, p. 318; 2004, p. 252; Ansuátegui, 2006, pp. 609-610).

Es cierto que, en la práctica, pueda haber algún problema técnico a la hora de comprobar la moral social de un grupo cuando éste es especialmente grande o cuando hay una falta de homogeneidad moral de la sociedad en muchas materias (Comanducci, 2010, p. 69). No obstante, en el caso de una sociedad pluralista con falta de homogeneidad moral se ha invocado como “moral social” a la que siempre se remite el derecho, aquella que es la dominante o predominante, cuya medición está dejada al arbitrio del juez o a las encuestas públicas (Rodríguez Molinero, 1988, p. 126). En este punto creo que el verdadero problema es que los jueces suelen acudir más a su arbitrio que a instrumentos demoscópicos rigurosos. De no acudir a estas técnicas, los jueces más bien acudirían a sus opciones valorativas personales. De hecho, esto no resulta infrecuente si uno se atiene a la doctrina constitucional española respecto al contenido esencial de los derechos fundamentales, algo que, por otra parte, encajaría en la tesis de Priel.

El artículo 53.1 de la Constitución española señala que sólo por Ley, que en todo caso deberá respetar su contenido esencial, podrá regularse el ejercicio de los derechos fundamentales. La Constitución no dice nada más respecto a dicho “contenido esencial” y ha tenido que ser el Tribunal Constitucional quien, en sentencia 11/1981, de 8 de abril, en su fundamento jurídico octavo, haya aclarado la expresión y, más importante, haya dado el criterio para determinar dicho contenido. El criterio pasa por dos vías complementarias. En primer lugar, acudir a su naturaleza jurídica, estableciendo una relación entre el lenguaje que utilizan las disposiciones normativas y

...las generalizadas y convicciones generalmente admitidas entre los juristas, los jueces y, en general, los especialistas en derecho […]. Todo ello referido al momento histórico de que en cada caso se trata y a las condiciones inherentes en las sociedades democráticas, cuando se trate de derechos constitucionales.

En segundo lugar,

tratar de buscar los intereses jurídicamente protegidos como núcleo y médula de los derechos subjetivos. Se puede entonces hablar de una esencialidad del contenido del derecho para hacer referencia a aquella parte del contenido del derecho que es absolutamente necesaria para que los intereses jurídicamente protegibles, que dan vida al derecho, resulten real, concreta y efectivamente protegidos.

No dice más el Tribunal y presume que existen acuerdos generales entre los juristas acerca de las cuestiones de derechos. Pero lo interesante aquí es que remite a las convicciones de los juristas (a sus actitudes personales, opiniones o creencias evaluativas).37 Desde estas convicciones personales de los juristas ya pueden entenderse las “palabras morales”, como Priel hace, como conceptos jurídicos.

Me temo, entonces, que entender las referencias morales de las normas como referencias a la moral subjetiva de los jueces es la opción más plausible. Que la incorporación, pues, de estas “palabras morales” en las leyes o en las constituciones sea una aparente incorporación (pues se está reenviando a la moral factual) o una genuina incorporación no produce ninguna diferencia práctica en el funcionamiento de los sistemas jurídicos ni teórica para el positivismo jurídico en el marco de la tesis de las fuentes sociales.

Cierto es, no obstante, que si la moral a la que hicieran referencia las normas jurídicas se identificara con la moral individual de cada uno de los operadores jurídicos, el resultado sería la total falta de certeza al no haber un único juez, sino multitud de ellos. Ésa parece la razón principal por la cual algunos iuspositivistas no suelen identificar las referencias morales de las normas jurídicas con la idea que de cada una de ellas tenga cada operador jurídico, mas el obstáculo para entender que dichas remisiones lo son a la moral subjetiva es de carácter ideológico y no factual. Sin embargo, que no deba ser así no quiere decir ni mucho menos que no sea así, y parece que más bien es esto último a tenor del Tribunal Constitucional español. La misión del teórico iuspositivista es la de explicar la realidad jurídica, aunque no le guste cómo está configurada. Aunque se considere, desde la filosofía política o la teoría de la justicia, nada deseable la opción de la moral personal esto no debe “contaminar” la descripción del derecho.

VII. A modo de conclusión: la(s) tesis del positivismo jurídico excluyente

En las primeras páginas de este trabajo se enunciaron las tesis tradicionales del positivismo jurídico en la reconstrucción que hizo Hart. Lo cierto es que no todas las tesis tienen la misma relevancia para el iuspositivismo. De entre las variadas tesis que se han sostenido, si existe una tesis que caracteriza al positivismo no es otra que la tesis social o tesis de las fuentes sociales. Incluso los autores excluyentes e incluyentes están de acuerdo en afirmar que, a pesar de interpretaciones diversas, ninguna pretensión es más central para el positivismo jurídico que la tesis según la cual el origen del derecho radica en hechos sociales. De acuerdo con ella, tanto la existencia como el contenido del derecho están determinados únicamente por hechos sociales, es decir, por los comportamientos, actitudes y creencias de los miembros de una sociedad. La tarea del positivismo jurídico es, por tanto, identificar y explicar, en cualquier tiempo y lugar, los hechos sociales relevantes que determinan el derecho.

No obstante, la tesis más tradicional del positivismo jurídico es, sin duda, la de la separación entre derecho y moral.38 Tal vez por ello dicha tesis se ha nutrido de múltiples dimensiones, versiones y, aún más, en muchas ocasiones, la misma tesis se ha utilizado para designar cosas muy diferentes.39 Una manera clásica de enunciar esta tesis no es más que afirmar que no existe una conexión necesaria entre derecho y moral (Hart, 1958, p. 16 n25; 1961, pp. 229-230; 1980, p. 7). Ahora bien, no queda muy claro qué se quiere decir con esto. Si el derecho y la moral son, de algún modo, parecidos (y lo son en cuanto que, al menos, ambos contienen normas) entonces existe una conexión necesaria entre ellos.40 Así que podría parecer que lo que realmente se esconde tras el eslogan “la no conexión necesaria entre derecho y moral” no es más que la negación, por parte del positivismo jurídico, de casi la totalidad de los vínculos importantes entre derecho y moral que han sido postulados por las teorías del derecho natural (Kramer, 2004, p. 225). Es decir, la tesis de la separación le ha servido al positivismo jurídico como réplica a cada uno de los ámbitos de aplicación de las teorías del derecho natural, como si el debate entre ambas líneas de pensamiento pudiera resumirse en la afirmación (para el positivismo) o la negación (para el iusnaturalismo) de dicha tesis.41 Por todo ello, definir la tesis de la separación entraña una mayor dificultad que la de definir cualquier otra tesis iuspositivista.

En un intento de clarificar el significado de la tesis de la separación, Matthew Kramer ha diferenciado tres dimensiones de la misma que representan, a su vez, distintos ámbitos de discusión entre el positivismo jurídico y sus detractores, en especial, los teóricos del derecho natural: el de la moralidad frente a la inmoralidad, el de la moralidad frente a la prudencia y el de la moralidad frente a la factualidad (Kramer, 2004, pp. 232-236).

El ámbito de confrontación entre moralidad e inmoralidad incumbe a la clásica distinción iuspositivista entre el derecho como es y el derecho como debe ser o, en otras palabras, entre el ser del derecho y sus méritos morales. Éste parece haber sido el primer ámbito, cronológicamente hablando, de discusión entre el iusnaturalismo y el positivismo jurídico. No se trata sólo de las palabras de Austin dentro de la jurisprudencia analítica inglesa, sino que esta idea de diferenciar entre lo moral y lo jurídico aparece ya algún tiempo antes en la Europa continental de la Codificación, a caballo entre el iusnaturalismo racionalista y el iuspositivismo, en la que Jean-Étienne-Marie Portalis escribía que “lo que no es contrario a las leyes, es lícito. Pero lo que les es conforme, no siempre resulta honesto; pues las leyes se ocupan más del bien político de la sociedad que de la perfección moral del hombre” (Portalis, 1801, p. 49).

La dicotomía ente moralidad y prudencia afecta la esfera de la normatividad del derecho, es decir, a su fuerza obligatoria y a la obediencia de éste. En este punto, el debate se ha centrado en si la normatividad del derecho procede de razones (para la acción) morales o prudenciales.42

Por último, la contraposición entre la moralidad y la factualidad se centra en dos áreas de discusión. En primer lugar, en la disputa acerca de si los esfuerzos de los operadores jurídicos a la hora de identificar la existencia y el contenido del derecho se guían por consideraciones morales o exclusivamente referidas a hechos sociales. En segundo lugar, el debate se desarrolla en la esfera metodológica, trascendiendo el sentido de la separación entre moral y derecho y ateniéndose a la cuestión de la separación entre la teoría moral y la teoría del derecho o el no compromiso de ésta con aquélla.

De estos tres ámbitos en los que se desarrolla la tesis de la separación, ni el segundo ni el tercero tienen una autonomía propia para caracterizar al positivismo jurídico como teoría del derecho. En efecto, las relaciones entre moralidad y prudencia se centran en los temas de la normatividad y la obediencia del derecho, los cuales escapan del ámbito de la teoría del derecho en sentido restringido, puesto que se configura el iuspositivismo como una teoría descriptiva en el ámbito de la identificación (y, en su caso, de la aplicación) del derecho; ámbito que quedaría excedido tanto por las cuestiones de su normatividad como las razones que llevan a obedecerlo. Por su parte, las relaciones entre moralidad y factualidad o bien conducen a la tesis de los hechos sociales o a un debate metodológico.

En definitiva, el único ámbito de actuación que puede considerarse como propio de la tesis de la separación no es otro que el de moralidad e inmoralidad, es decir, la tesis moral del positivismo jurídico vendría a sostener que una cosa es la existencia del derecho y otra muy diferente su evaluación. El derecho puede existir con independencia de que sea justo o injusto y, por ende, el valor moral del derecho es contingente.43 Así considerada la tesis de la separación, ésta no puede ser más que un corolario de la tesis social (Vilajosana, 2006, p. 521):44 lo que el derecho es no puede depender de su adecuación a la moral objetiva, ideal o correcta.

Referencias bibliográficas

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Notas

1 No obstante, existen autores que defienden que el positivismo jurídico es en realidad una teoría prescriptiva y no descriptiva, comprometiéndose y reclamando tanto la democracia como el imperio de la ley o el Estado de Derecho como formas jurídico-políticas ideales de gobierno. Se trata del positivismo ético, normativo, prescriptivo o democrático (Scarpelli, 1965, pp. 101-113, Campbell, 1996, pp. 1-2, 2000, pp. 270-271, 2004, p. 28, Waldron, 2001, pp. 411 y 427). Una explicación más extensa sobre qué autores y con qué argumentos han discutido este carácter del positivismo jurídico, pero también acerca del mismo rechazo a la viabilidad de una teoría general y descriptiva del derecho puede verse en Jiménez Cano, 2008, especialmente capítulos 3 a 5. Todo ello con la salvedad de que el realismo jurídico es también una teoría positivista del derecho o, al menos, de la aplicación o de la decisión jurídica (Leiter, 2005, p. 63, 2007, pp. 73 y 134-135; Jiménez Cano, 2008, pp. 28 y 164-165).

2 En este punto la pregunta del positivismo normativo no versa sobre si la moral puede determinar aquello que el derecho es, sino si debe hacerlo. La respuesta de este movimiento será, pues, negativa (Moreso y Vilajosana, 2004, p. 200).

3 Será el propio Jules Coleman el que, en un primer momento, parecerá poner en duda que sean dos ramas del iuspositivismo, al considerar que el positivista, al contrario que el incorporacionista, insiste en que la juridicidad de los principios morales sólo depende de su fuente (Coleman, 1998b, p. 126).

4 La razón de poner entre paréntesis el término “excluyente” en el intitulado del trabajo se debe a este motivo.

5 En opinión de Marisa Iglesias “la existencia de una Constitución sustantiva como parámetro de validez jurídica, si bien es un dato meramente contingente si partimos de una noción amplia de derecho, pasa a ser un rasgo distintivo si lo que pretendemos reflejar es el fenómeno del derecho moderno” (Iglesias, 2001, p. 224).

6 En este sentido escribe Hart que “la regla de reconocimiento sólo existe como una práctica compleja, pero normalmente concordante, de los tribunales, funcionarios y particulares, al identificar el derecho por referencia a ciertos criterios. Su existencia es una cuestión de hecho” (Hart, 1961, p. 137).

7 El autor británico enunció esta tesis en su Post Scríptum a El concepto de derecho de la siguiente manera: “aunque hay muchas diferentes conexiones contingentes entre derecho y moral, no hay ninguna conexión conceptual necesaria entre el contenido del derecho y la moral; y, por tanto, disposiciones perversas pueden ser válidas como reglas o principios jurídicos” (Hart, 1994, p. 49).

8 No conviene desconocer que el contenido de esta tesis es algo que ya se venía discutiendo desde épocas anteriores. En este sentido, son muy conocidas estas palabras de Austin: “la existencia del derecho es una cosa; su mérito o demérito otra” (Austin, 1832, pp. 184-185).

9 En este sentido, para Hart “no puede discutirse seriamente que el desarrollo del derecho, en todo tiempo y lugar, ha estado de hecho profundamente influido tanto por la moral convencional y los ideales de grupos sociales particulares, como por formas de crítica moral esclarecida [...], aunque esta proposición puede, en algún sentido, ser verdadera, no se sigue de ella que los criterios de validez de normas particulares usados en un sistema jurídico tengan que incluir, en forma tácita si no explícita, una referencia a la moral o a la justicia” (Hart, 1961, p. 229).

10 En palabras de Hart, se entiende “por ‘positivismo jurídico’ la afirmación simple de que en ningún sentido es necesariamente verdad que las normas jurídicas reproducen o satisfacen ciertas exigencias de la moral, aunque de hecho suele ocurrir así” (Hart, 1961, p. 230).

11 Esta idea ya fue puesta de relieve por José Antonio Ramos Pascua al afirmar que “la doctrina de la regla de reconocimiento está en gran medida al servicio de la tesis de la separación entre derecho y moral” (Ramos Pascua, 1989, p. 161).

12 Principios, pautas y estándares que, además de ser utilizados por los jueces, los profesores de Derecho enseñan, los textos citan y los historiadores del Derecho celebran (Dworkin, 1977, pp. 72 y 80).

13 Para sostener esta tesis, Dworkin se ampara en la práctica jurídica estadounidense, citando algunos casos ya ampliamente conocidos, como el Riggs vs. Palmer, en 1889 en el Tribunal de Nueva York, o el Henningsen vs. Bloomfield Motors Inc., en 1960 en el de Nueva Jersey.

14 En este sentido, Dworkin escribe lo siguiente: “dije que la tesis de que existe algún criterio de derecho comúnmente reconocido es plausible si consideramos solamente las normas jurídicas simples, del tipo de las que aparecen en las leyes o que en los libros se destacan con negrita. Pero cuando abogados y jueces discuten y deciden un proceso, no apelan sólo a las normas jurídicas, sino también a otro tipo de estándares, que yo llamo principios jurídicos” (1977, p. 102).

15 De hecho, Jules Coleman ha escrito que ningún iuspositivista –entre los que incluye no sólo a Hart y a él mismo, sino también a Joseph Raz– ha sostenido que todas las normas jurídicas sean reglas (Coleman, 2000, p. 174).

16 Algunos autores ya habían sostenido en la década de los setenta del siglo pasado que nada obstaba que la regla de reconocimiento hartiana tuviera requerimientos de justicia (Carrió, 1970, p. 63; Soper, 1977; Lyons, 1977, pp. 415 y 423-424).

17 En su Post Scríptum, Hart reiterará esta idea al afirmar que “además de tales cuestiones de pedigrí, la regla de reconocimiento puede proporcionar pruebas referidas no sólo al contenido fáctico de las normas sino a su conformidad con valores o principios morales sustantivos” (Hart, 1994, p. 37).

18 Escribía Hart que “mi aceptación explícita de que la regla de reconocimiento puede incorporar como criterios de validez jurídica la conformidad con principios morales o valores sustantivos [...] es lo que se ha denominado ‘positivismo suave’ y no, en la versión que Dworkin tiene de ella, positivismo de ‘meros hechos’” (Hart, 1994, p. 26).

19 Señala Hart que “de acuerdo con mi teoría, la existencia y contenido del derecho puede ser identificado por referencia a las fuentes sociales del derecho (por ejemplo, legislación, resoluciones judiciales, costumbre social), sin recurrir a la moral, excepto donde el derecho, así identificado, haya incorporado criterios morales para la identificación del derecho” (Hart, 1994, p. 51).

20 Como señala Waluchow, la cantidad de alusiones y el ingente número de trabajos de teoría del Derecho que aluden a los debates actuales en torno al derecho y a la moral contrastan, sin embargo, con la ausencia casi generalizada de respuestas a la siguiente pregunta: ¿a qué clase de patrones se refieren las palabras morales que aparecen en las constituciones? (Waluchow, 2007, p. 313).

21 Paolo Comanducci introduce en la clasificación un tipo de moral objetiva que denomina racional, producto de una teoría moral concreta, que sería aceptable por un auditorio racional. Ahora bien, este último tipo de moral “intersubjetiva”, finalmente, se podría reconducir –señala– al tipo subjetivo (Comanducci, 2010, pp. 67-71).

22 Esto es, por otra parte, lo que ha definido tradicionalmente al positivismo jurídico. De hecho, el nombre positivismo “indica la idea de que el derecho es puesto, de que es hecho derecho por la actividad de seres humanos” (Raz, 1979, p. 56).

23 Como ha observado Bonorino, Dworkin no aceptaría nunca las tesis antifundacionalistas que se seguirían del coherentismo y la hermenéutica (Bonorino, 2003, p. 159-161).

24 En este sentido, como sostiene Bayón, para que un criterio de pertenencia se base realmente en el contenido tiene que establecer como condición no el hecho social de que en una comunidad se crea que un principio es moralmente correcto, sino que realmente lo sea (Bayón, 2002a, p. 71).

25 Esto no quiere decir que las expresiones de una autoridad y que las razones excluyentes sean razones absolutas, es decir, razones que siempre se sobreponen a cualquier otra razón (Raz, 1979, p. 28).

26 Esta pretensión de autoridad legítima por parte del derecho se manifiesta en hechos tales como que las instituciones jurídicas son denominadas oficialmente como “autoridades”, en que tales instituciones se consideran con derecho a imponer obligaciones a sus ciudadanos, o también en la afirmación de que sus gobernados les deben obediencia (Raz, 1985, p. 233; 1996, p. 16).

27 Respecto a la autoridad legítima Raz escribe que “ningún sistema es un sistema jurídico a menos que incluya una pretensión de autoridad legítima o moral. Esto significa que pretende que las exigencias jurídicas obliguen moralmente, es decir, que las obligaciones jurídicas sean reales (morales) obligaciones surgidas del derecho” (1984, p. 131).

28 Cosa diferente es que Raz sólo excluya o deje de lado la moral a efectos de la identificación del derecho, pero no respecto de “nuestro” concepto mismo de derecho (Raz, 1985, 1996, 2005 y Vega, 2004, pp. 738-739).

29 Existen otros argumentos contra la tesis de la autoridad como el que señala que si bien el Derecho pretende autoridad no es en absoluto necesario, conceptualmente hablando, que dicha autoridad sea legítima ni tan siquiera que por tener autoridad de facto se pretenda que dicha autoridad sea moral (Waluchow, 1994, pp. 158-170; Himma, 2001, pp. 299-309).

30 De esta opinión son también Marmor y Bulygin, si bien el primero diferencia entre normas válidas y normas pertenecientes a un sistema jurídico (Marmor, 2001, pp. 50-51) y el segundo distingue, como se verá a continuación, entre normas pertenecientes a un sistema y normas meramente aplicables (Bulygin, 2006, p. 103). De manera similar, véase Escudero, 2007, p. 52.

31 Estos dos conceptos de validez son descriptivos pues declaran que una norma jurídica pertenece a un sistema o que una norma es jurídicamente obligatoria. Esto último es muy diferente al concepto normativo de validez según el cual una norma es moralmente obligatoria (Bulygin, 2006, pp. 98-103).

32 Como señala Bulygin, dicha aserción además de ser descriptiva es relativa, puesto que una norma puede pertenecer a un sistema y no a otro y puede pertenecer en un momento y no en otro (Bulygin, 2006, p. 101).

33 La aserción de que una norma es aplicable también es relativa a un sistema jurídico y a un determinado caso (Bulygin, 2006, p. 102).

34 Respecto a qué sea un hecho, puede suponerse que la naturaleza de la verdad lógica y matemática siempre ha supuesto un problema para el empirismo, lo que motivó un cambio desde el psicologicismo al convencionalismo y desde la verdad lógica hasta la verdad por convención (Putnam, 1981, pp. 1-3). No obstante, la subsunción de los enunciados analíticos dentro de la categoría de los “hechos” se debe al paso de la identificación de un “hecho” como algo que corresponde a una impresión sensorial a la consideración de que los términos teóricos sobre los que no hay impresión sensorial, tales como los postulados y los axiomas de las teorías científicas, también son empíricamente significativos (Putnam, 2002, pp. 24-28 y 43-45).

35 Es tradicional que el positivismo haya usado dos tipos de procedimiento de comprobación de la validez de las normas jurídicas: bien por el hecho de estar puestas por cierta autoridad –creadora–, bien por el hecho de ser efectivamente seguidas por determinadas personas o autoridades –generalmente aplicadoras– (Bobbio, 1961, p. 49). Sin embargo, también es posible que una autoridad, a la hora de producir una norma jurídica, vulnere un criterio formal y que, pese a ello, los operadores jurídicos consideren a dicha norma como parte del sistema. Por ejemplo, podría darse el caso de que el Congreso de los Diputados de España aprobase una Ley Orgánica sobre alguna materia no incluida en el artículo 81.1 de la Constitución española y que dicha decisión no fuera recurrida o que el Tribunal Constitucional, tras la resolución de un recurso de inconstitucionalidad ante él planteado, considerase que tal Ley es constitucional. Ahora bien, que el problema que se ha visto sobre las decisiones de la última autoridad y la moral objetiva se pueda repetir en la interpretación de criterios formales no es defensa para los incorporacionistas, puesto que, por una parte, no anula las razones antes expuestas y, por otra, vendría a reafirmar que son las decisiones de las autoridades jurídicas, equivocadas o no, contenidas en fuentes sociales y no la moral las que determinan la existencia y el contenido del Derecho.

36 Dentro del positivismo jurídico se ha discutido la influencia del positivismo científico y filosófico o del empirismo lógico. Por ejemplo, han considerado que son corrientes autónomas tanto Waline (1933, p. 517) como Raz (1979, p. 55), Moreso (1990, p. 308) y Hernández Marín (1986, p. 251); mientras que han subrayado que son manifestaciones de las mismas consideraciones ontológicas (el rechazo de una realidad ideal) y epistemológicas (el rechazo al conocimiento metafísico) tanto Viehweg (1965, p. 55) como Troper (1994, p. 14), Hespanha (1997, p. 194-195), Navarro (2001, p. 34) y Jiménez Cano (2008, pp. 30-31). Por su parte, Bobbio ha considerado que sólo el positivismo jurídico metodológico tiene conexión con el positivismo filosófico, en cuanto toma de éste el método positivo para el estudio del derecho (1962, p. 83). Es en este punto metodológico –que por otra parte es el que aquí interesa– donde no parece que pueda negarse la conexión entre el positivismo jurídico y el positivismo filosófico-científico.

37 Las actitudes son prácticamente indistinguibles, desde el punto de vista psicológico, de –o, mejor, tienen una relación de sinonimia con– las denominadas “creencias evaluativas”, es decir, creencias que contienen un juicio de valor sobre un objeto. Las actitudes tampoco serían, para algunos autores, algo diferente de las opiniones, pues toda opinión expresaría una actitud, y como en el caso anterior “opinión” constituiría un sinónimo de “actitud” o de “creencia evaluativa”, aunque es cierto que las opiniones pueden ser, al contrario que las actitudes, más o menos pasajeras (Oskamp y Schultz, 2005, pp. 7-15).

38 Es difícil sostener que la tesis de la discrecionalidad judicial sea una tesis, sin más, del positivismo jurídico, puesto que no tiene carácter general o universal al depender de que cada sistema jurídico en cuestión obligase –a través de la prohibición del non liquet– o no obligase al juez a resolver los casos que no estuvieran claros.

39 Según Klaus Füßer, la tesis de la separación se puede conceptualizar como la pretensión de que la definición del concepto de Derecho debe estar libre de consideraciones morales –así lo ha entendido la teoría jurídica alemana– o como aquella que estima que no hay conexión necesaria entre derecho y moral –como lo ha hecho la teoría jurídica angloamericana seguidora de Hart– (Füßer, 1996, pp. 120-121). Por su parte, Juan Carlos Bayón entiende que la tesis de la separación puede desglosarse en dos tesis diferentes: por un lado, la de la no conexión identificatoria entre Derecho y moral; y, por otro, la del valor moral contingente del derecho (Bayón, 2002b, pp. 39 y ss.). Sobre los diferentes planos en los que puede hablarse de las conexiones entre derecho y moral, véase Comanducci, 2010, pp. 65-73.

40 En efecto, a juicio de John Gardner, el derecho y la moral son parecidos, luego existe entre ellos una conexión necesaria (Gardner, 2001, p. 223). Esto parece indudable en cuanto que, como señala Kramer, si la moral y el planeta Júpiter guardan innumerables similitudes (pues, por ejemplo, ninguno de ellos son un paraguas, una tarta de crema o un pedazo de papel en blanco), dichas similitudes resultan más evidentes entre la moral y el derecho (Kramer, 2004, p. 224). Que entre derecho y moral existen algunas conexiones necesarias también ha sido puesto de relieve por Raz 2004, p. 38 y Green, 2008.

41 Así parece configurar Hart la tesis de la separación, al considerar que una de las cuestiones acerca de las relaciones entre derecho y moral puede presentarse en la forma del conflicto entre el derecho natural y el positivismo jurídico a la hora de afirmar o negar la conexión necesaria entre uno y otra (Hart, 1961, pp. 229-230).

42 Como sostiene Bulygin, el tema de la normatividad del derecho, su obligatoriedad, su fuerza vinculante y la pregunta de si el derecho proporciona razones para la acción son lo mismo (Bulygin, 2006, p. 96).

43 De esta forma, la tesis moral del positivismo jurídico recuerda a lo que Raz denomina con ese mismo nombre –y no con el de tesis de la separación–, la cual hace hincapié en el valor moral contingente del derecho (Raz, 1979, p. 56).

44 Parece claro sostener esa tesis, pues decir que el derecho es una cosa y su mérito otra supone asumir que en alguna medida ya se conoce qué es y qué no es derecho (Bix, 1999, p. 99). Por su parte, Bayón considera que sí existe una identificación entre la tesis de las fuentes y la de la separación o, más bien, que la primera sería el núcleo más sólido de la segunda (Bayón, 2002b, pp. 37-45).

* Agradezco a los dos árbitros anónimos las observaciones realizadas y que han servido, espero, para mejorar este trabajo.

Notas de autor

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