Constitucionalismo popular contestatario

Contestatory Popular Constitutionalism

David Peña Rangel
Instituto Tecnológico Autónomo de México, México

Constitucionalismo popular contestatario

Isonomía, núm. 38, 2013, pp. 225 -243

Fecha de recepción: 15/05/2012

Fecha de aprobación: 22/11/2012

Resumen: Si partimos de la idea que un régimen democrático debe entenderse como un sis­tema de autogobierno, la Constitución, en tanto está, por decirlo de algún modo, en manos de unos cuantos, presenta una aparente contradicción con el ideal de­mocrático. El constitucionalismo popular surge precisamente con el propósito de atenuar la contradicción inserta en la mayoría de las democracias constituciona­les: ¿por qué un puñado de ciudadanos deben poder interpretar una Constitución que ata y vincula a todos los miembros de la comunidad por igual? Interpretar el significado de la Constitución, reclaman los populistas, debe ser una empresa compartida y deliberativa entre la ciudadanía, sus representantes y los miembros del poder judicial. Este artículo analiza algunos aspectos del argumento popular. En vez de deliberar sobre el significado de la Constitución, sugiere, es la contes­tación—una forma específica de deliberación que ocurre después de que la Supre­ma Corte de Justicia ha emitido una sentencia— la que debe guiar los esfuerzos de interpretación popular.

Palabras clave: Contestación, constitucionalismo popular, Larry Kramer, deliberación.

Abstract: If we believe democracy is best understood as a system of self-governance, the Constitution, in being, so to speak, under the control of the few, presents a cha­llenge for the democratic ideal. Popular constitutionalism emerges to soften a contradiction found in most of contemporary constitutional democracies: why should a handful of citizens, removed from everyday politics, be allowed to in­terpret a Constitution that equally ties and binds all members of the community? Interpreting the meaning of the Constitution, populists argue, should be a delibe­rative endeavor between the people, their representatives and members of the ju­diciary. This essay analyzes certain aspects of the populist argument. Instead of having deliberation guide a community’s effort to interpret the Constitution, I will argue that contestation—a specific form of deliberation that occurs after a de­cision has been made by the Supreme Court—must take its place.

Keywords: Contestation, popular constitutionalism, Larry Kramer, deliberation.



Why should there not be a patient confidence in
the ultimate justice of the people?
Is there any better or equal hope in the world?

Fuente: —Abraham Lincoln

I. El “pueblo mismo” y el ideal de autogobierno

Hablar de democracias constitucionales es en realidad hablar de dos cosas distintas. Por un lado, el concepto remite a la estruc­tura estatal: un Estado constitucional; por otro, retrata una forma de organización gubernamental: un gobierno democrático.1 Mínimamen­te definida, la democracia puede ser entendida como un régimen de au­togobierno mayoritario basado en el principio de asignación equitativa del voto (uno por persona), mientras que el término ‘constitucionalis­mo’ se refiere a los límites que la propia comunidad política se impone a sí misma.2 Juntas, democracia y constitución describen una comuni­dad política donde las decisiones tomadas por la mayoría han de apro­bar el escrutinio constitucional para ser consideradas legítimas. El ejer­cicio de autogobierno democrático es así llevado a cabo dentro de los límites impuestos por el texto constitucional, límites que no pueden ser fácilmente modificados por procesos tradicionales o populares3 de re­forma legal. Estas restricciones, según han dicho algunos constitucio­nalistas, son necesarias para contrarrestar los excesos democráticos. El constitucionalismo —o la Constitución, mejor dicho— tiene como pro­pósito arrebatarle cierto poder a aquellas mayorías miopes que —por defecto o ambición— han perdido de vista el bien de la comunidad.

Usualmente, la facultad de interpretar y descifrar las restricciones que se encuentran en la Constitución ha sido tarea exclusiva de las cor­tes supremas de la mayoría de las democracias constitucionales. Sólo los jueces constitucionales tienen la facultad de interpretar una consti­tución que ata a todos los miembros de la comunidad. Esta supremacía judicial ha sido comúnmente defendida aduciendo las virtudes propias del juzgador: “sólo ellos poseen el carácter, la inteligencia y el entre­namiento necesario para determinar qué es justo e injusto”4, así como invocando los vicios propios de la turba: siempre “intemperante, des­confiada, sospechosa”5. Pero lo cierto es que no sólo las mayorías—inclusive aceptando la caricaturización—son susceptibles a perder de vista el bien de la comunidad. Esta especie de miopía institucional y antidemocrática puede igualmente afligir al ciudadano de a pie como a las élites judiciales, aun estando éstas últimas “por encima”—como de hecho lo están—del día a día de la batalla política. La diferencia entre la miopía de unos y la miopía de otros está en el hecho de que la ciuda­danía, constituida como intérprete constitucional, tiene un valor demo­crático que los jueces adolecen. Favorecer la autoridad jerárquica de la Suprema Corte de Justicia en materia interpretativa, señalando las de­ficiencias propias de la democracia, equivaldría a legitimar—dice Je­remy Waldron—a la monarquía o a la Cámara Alta inglesa (no elegida mediante el sufragio popular)en vista de las imperfecciones democrá­ticas de la Cámara Baja.6 En todo caso, insiste Waldron, lo que hemos de hacer es revisar, corregir y mejorar el proceso democrático, no des­hacernos de él por completo y dejar un procedimiento aristocrático en su lugar. La idea, después de todo, parece tristemente antidemocráti­ca: ¿no es acaso extraño, se pregunta Larry Kramer, que celebremos nuestro afán de autogobierno —que el control del gobierno y sus leyes queden en manos de su comunidad, por decirlo de otro modo— para después sostener que las leyes más importantes son sencillamente de­masiado importantes como para dejarlas en manos de la masa?7

El constitucionalismo popular es diagnóstico y —si se aceptan los males— remedio también. En primer plano, el constitucionalismo po­pular pretende subrayar el oxímoron detrás de casi toda “democracia constitucional”: para que nuestros sistemas constitucionales sean real­mente democráticos, algunos populistas8 sugieren, las decisiones ju­diciales deben reflejar el sentimiento de la población.9 La sugerencia no es, ciertamente, deshacernos de un concepto por el otro: el reto es conciliarlos. El diagnóstico parte del supuesto de que no toda atadura constitucional es esencialmente antidemocrática; la crítica del constitu­cionalismo popular, en realidad, es que las ataduras se han amarrado y apretado con manos, por decirlo de algún modo, aristocráticas. El ar­gumento populista no es primordialmente uno a favor de la suprema­cía de la mayoría. No propone sacrificar los derechos de las minorías ni tampoco sugiere que toda restricción a la voluntad democrática es tiránica. Lo que pretende, en todo caso, es ampliar la responsabilidad constitucional a través de los canales de representación política, procu­rando proteger, a un tiempo, los derechos de las minorías y la voluntad democrática de la ciudadanía en general.

En un libro reciente, Larry Kramer ha intentado darle fuerza al argu­mento teórico y detalle al argumento institucional. Al intentar presentar una alternativa coherente al diseño constitucional que rige actualmen­te en Norteamérica, Kramer disputa la visión que rige por consenso. Es falso, dice, que la Constitución estadounidense (y, con un peque­ño salto interpretativo, todas aquellas que le han copiado)fue diseña­da —primordialmente— como un mecanismo de obstrucción a las po­líticas democráticas, depositando toda autoridad interpretativa en una élite fuera del control popular. Interpretar la constitución debe ser tarea de la ciudadanía —a través de sus representantes— y de los tribunales constitucionales. Kramer rechaza la visión jeffersoniana y populista de interpretación popular de la Constitución para defender un proceso ins­titucional deliberativo y madisoniano. Mientras que la configuración institucional jeffersoniana busca hacer de la participación directa y po­pular la bóveda de defensa constitucional, la madisoniana pretende depositar el salvaguardo en el recinto legislativo y en la Corte Suprema, haciendo de la deliberación democrática entre todos los actores de la sociedad el resorte institucional.

El argumento de Kramer no es solamente normativo; es también un alegato histórico. La pregunta que guía su labor no es tanto “qué siste­ma de interpretación constitucional debemos tener en los Estados Uni­dos”, sino “qué sistema nos legó el constituyente”. No pretendo aquí presentarme como detective académico y desempolvar los archivos históricos.10 Tampoco busco hacer una defensa normativa del mode­lo popular. Sus ventajas, dirán algunos, dependerán únicamente de si se aceptan las contradicciones que pretende corregir. Habrán quienes piensen lo contrario: el modelo popular no cura ningún mal democrá­tico y ciertamente puede llegar a producirlo. Frederick Schauer, por ejemplo, cree que el constitucionalismo popular contradice, o al me­nos malinterpreta la razón de ser de las constituciones escritas: sería cuando menos extraño, dice Schauer, confiar en que uno mismo estará dispuesto a limitarse.11 En una vena similar, Robert Post y Reva Siegel han criticado el modelo populista propuesto por Kramer arguyendo que cierta supremacía judicial es a veces indispensable para salvaguardar el ejercicio democrático.12 Estas son objeciones importantes, y cierta­mente merecen una respuesta mucho más detallada. Aquí no pretendo defender una postura sobre otra: doy por sentado que la visión popular tiene cierta fuerza normativa y alguna atracción. Mi propósito, en todo caso, es otro. Y es también mucho más modesto: pretendo esbozar el esquema que Kramer ha desarrollado en su lectura de Madison y pro­poner una alternativa contestataria al modelo deliberativo. Mientras que la deliberación democrática requiere que la ciudadanía se reúna con funcionarios y asambleístas para discutir “problemas colectivos, metas, ideales y acciones”,13 sugeriré que la contestación —un proce­so deliberativo particular mediante el cual la ciudadanía rebate, si así lo considera necesario, la solvencia argumentativa de las razones ofrecidas por sus funcionarios—14 guíe la práctica de interpretación consti­tucional popular.

II. ¿Qué constitucionalismo popular? Jefferson v. Madison

El constitucionalismo popular no es, sobre todo, tres cosas.15 Prime­ro, no es un alegato en contra de la independencia judicial. No es, por ejemplo, una defensa de la elección popular de jueces y ministros, ni es tampoco un argumento sobre las virtudes de la deposición judicial. No es, en segundo lugar, una crítica y cuanto menos un rechazo a la revi­sión judicial. No es, pues, una afirmación del valor de una sociedad sin cortes y tribunales constitucionales capaces de juzgar la constituciona­lidad de una ley aprobada en el recinto legislativo. Tercero: el consti­tucionalismo popular no es una teoría sobre cómo la Suprema Corte de Justicia ha de interpretar la Constitución. No pretende, por ejemplo, su­brayar cuáles o qué elementos legales han de ser relevantes para emitir un juicio constitucional.

El constitucionalismo popular es sobre todo una reinterpretación geométrica: ¿dónde ha de quedar depositada la autoridad interpreta­tiva final en materia constitucional? Según Joshua Cohen, el consti­tucionalismo popular se inserta dentro de una tradición lockeana, de­finida por dos ideas: primero, por la idea de soberanía que emana de la relación subordinada de los cuerpos gubernamentales a la socie­dad civil y, segundo, por la afirmación de que en caso de que surjan conflictos entre esferas políticas, la resolución del desacuerdo quede en manos del pópulo.16 Según el constitucionalismo popular, “el pue­blo mismo” es quien debe interpretar y darle sentido a la Constitución (aunque la Corte, también, “pueda y deba decir qué quiere decir el tex­to constitucional”17). La afirmación populista es sobre todo un rechazo explícito a la definición tradicional de supremacía judicial: que un tribunal constitucional ha de ser la autoridad final —y única— en materia interpretativa.

Hay, sin embargo, un segundo elemento contenido en el principio de supremacía que el constitucionalismo popular respeta y promueve. Larry Kramer sostiene, junto con la mayoría de los juristas, que la ley es cualitativamente distinta a la política en al menos uno de dos senti­dos. El primero de ellos tiene que ver con el campo de acción. La polí­tica, en términos generales, tiene un aspecto volitivo del que la ley ca­rece: una legisladora puede legislar como mejor le parezca; esto, claro, no quiere decir que no existan límites en política: simplemente quiere decir que las restricciones son, en todo caso, distintas. La misma ley, en cambio, dice Kramer, delimita el campo de acción: un juez no pue­de interpretar una norma sobre X como si se tratase de una norma sobre Y. Al discutir la abolición de la esclavitud en Norteamérica, por ejem­plo, Reva Siegel sostiene que la legitimidad —y, al final del día, el éxi­to— de las demandas de abolicionistas y sufragistas devino del hecho de que no se preguntaban si la esclavitud era indeseable sino si era, de hecho, inconstitucional.18

El constitucionalismo popular acepta esa primera distinción entre política y ley pero rechaza una segunda: que son —o han de ser— ins­titucionalmente distintas abogadas, jueces y ministras por un lado, y legisladoras, miembros del ejecutivo y demás funcionarios electos por el otro. Mientras que los populistas aceptan la existencia de mayores restricciones en la tarea interpretativa —restricciones impuestas por el texto legal mismo— niegan que las interpretaciones en materia cons­titucional deban ser relegadas al dominio exclusivo de la corte. El ar­gumento popular, en realidad, enfatiza las ventajas de un proceso in­terpretativo que pondere los argumentos ofrecidos por la comunidad política en sentido amplio. El constitucionalismo popular, dice Kra­mer, “depende de una cultura política en la cual funcionarios públi­cos, líderes comunitarios y la ciudadanía en general” respeten la pri­mera distinción entre ley y política y “compartan una serie de formas deliberativas”.19 Bajo un sistema popular de interpretación constitucional, continúa Kramer, “los partícipes responden a diferentes argu­mentos e interpretan la constitución a la luz de problemas legales que pueden ser resueltos únicamente apelando a ‘la ley’, a través de méto­dos interpretativos como el texto mismo, la historia y los precedentes judiciales”.20

Esta responsabilidad compartida es el corazón del modelo popular madisoniano y deliberativo: un diseño institucional de revisión judi­cial sin supremacía judicial. James Madison, a diferencia de Thomas Jefferson, creía que el proceso de revisión judicial debería ser un pro­ceso con y para la deliberación. Jefferson, en su alternativa popular, en cambio, sugería que en momentos de crisis constitucional se convocara —mediante la concurrencia de dos de las tres ramas de gobierno— a una asamblea popular extraordinaria para corregir, enmendar o revi­sar violaciones constitucionales. En respuesta, Madison ofrecía dos ob­jeciones concretas. Por un lado, remitía a lo dicho en su Federalista número diez: este tipo de asambleas congregan pasiones desprovistas de razón, más que razones defendidas con pasión. Por otro, sostenía que “el pueblo mismo” no era de fiarse específicamente en este tipo de situaciones. Madison creía que en caso de que la asamblea legisla­tiva entrara en disputa con alguna otra rama de gobierno, la ciudada­nía defendería inevitablemente a los legisladores: “Los miembros del departamento legislativo… son numerosos… La naturaleza de su en­comienda pública lleva consigo una influencia personal sobre el pue­blo… ellos son los más inmediatos guardianes de los derechos y las libertades de la gente”.21 Ambas críticas al modelo jeffersoniano, en términos más concretos, tienen que ver con su incapacidad de fomentar y asegurar canales deliberativos: si la gente inevitablemente le dará la razón a la legislatura, los espacios para la reflexión y el libre intercam­bio de ideas se reduce. El modelo jeffersoniano hace de la Constitución una mera extensión de la voluntad del pueblo, y no, como quería Madi­son, una expresión racional de la sociedad.

El constitucionalismo popular impulsado por Madison hace del pro- ceso deliberativo el sustento del modelo. Institucionalmente, su propuesta opera dentro de dos restricciones adicionales: primero, como ha sugerido Kramer, el diálogo y las interpretaciones de la Constitución han de respetar la distinción entre ley y política; segundo, reconocien­do los límites que impone el tamaño de la república, el constituciona­lismo popular debe ejercerse a través de los representantes populares.

Madison pensaba que el reto geográfico tendría dos grandes venta­jas institucionales. “Amplía la esfera”, decía Madison, “e incrementa­rá la variedad de partidos e intereses, haciendo mucho menos probable que exista una mayoría con suficientes motivos en común para inva­dir los derechos de otros ciudadanos”.22 Madison creía que la escala en la cual tendría que operar el constitucionalismo popular —semejante a los grandes territorios de las naciones de la actualidad— ayudaría a ampliar los recursos humanos —personas más razonables y talentosas, pensaba él— y ayudaría a desacelerar la reacción inmediata motivada por simple pasión. La extensión del Estado impone tiempos distintos a los de la asamblea: da más tiempo para la reflexión y para compar­tir argumentos. Pero además —y quizás más importante— al “ampliar la esfera”, Madison pensaba que se multiplicarían los puntos institu­cionales de iniciativa política, no con miras a multiplicar los puntos de veto, sino con la intención de ampliar los espacios donde la ciudadanía pudiese discutir públicamente su perspectiva constitucional. Todos los niveles gubernamentales —o departamentales, como les llama Madi­son—, salvo el judicial, rendirían cuentas a los ciudadanos. Esto moti­varía a todos los oficiales electos —y, como tales, removibles mediante el sufragio popular— a intentar colocar en la agenda pública y delibe­rativa ciertas controversias constitucionales.

La manera en que “el pueblo mismo” interpreta la Constitución bajo el esquema madisoniano es a través de sus representantes: el público elegirá a funcionarios capaces —según los cálculos de cada ciudada­no— de intentar promover una interpretación constitucional que a ellos les parezca adecuada. Los funcionarios se unirán entonces a los miem­bros de la Corte de Justicia en la ahora tarea compartida de interpretar tal o cuál artículo constitucional o resolver ésta o aquella controversia.

III. La alternativa contestataria

El modelo madisoniano de interpretación popular puede ser suscep­tible de tres distintos tipos de crítica. El primer reproche está dirigido a la idea de autonomía contenida en el principio deliberativo de Madi­son y Kramer. Regresaré sobre este punto más adelante. Por ahora me interesa resaltar las segundas dos objeciones. La primera de ellas tiene que ver con la aplicación del mecanismo deliberativo en el caso con­creto. Esta objeción obedece a una pregunta empírica: ¿es posible que una comunidad política logre conciliar perspectivas morales en dispu­ta? El problema no es, ciertamente, nuevo, y los mecanismos democrá­ticos de mayorías han surgido justamente como una manera de resolver desacuerdos en sociedades plurales. La tracción de la pregunta es, sin embargo, retórica: dado que la existencia de una visión moral unifor­me sólo es posible en una comunidad homogénea,23 ¿no es acaso mejor dejar que las instituciones —y no la comunidad en sentido amplio— sean las encargadas de resolver perspectivas morales en disputa? Ro­nald Dworkin y Owen Fiss, por ejemplo, han dicho que las cortes están mejor preparadas para interpretar la Constitución en particular y para deliberar en general,24 aunque Amy Gutmann y Dennis Thompson han notado que quienes ofrecen argumentos similares rara vez echan mano de evidencia empírica para demostrarlo.25 Independientemente de las convicciones de Dworkin y Fiss, su argumento tiene poca relevancia en lo que ha sido el caso tradicional para evitar deliberar en público so­bre temas morales: no gracias a la ilusión de que las cortes puedan re­solver las controversias de manera adecuada, sino en el entendido de que nadie puede hacerlo.26 La fuerza del argumento tradicional, sugie­re Ian Shapiro, está en el hecho de que hay ciertas convicciones mora­les tan “explosivas” y potencialmente desequilibrantes para el Estado democrático que no deben formar parte de la agenda política ordinaria.

¿No es acaso preferible, en este tipo de casos, que nueve u once miem­bros de la Suprema Corte de Justicia —blindados institucionalmente— carguen con el rechazo de una decisión impopular y dialoguen con to­das aquellas partes insatisfechas?

El modelo contestatario de constitucionalismo popular, a primera instancia y a diferencia del deliberativo, logra contener el desacuer­do en los cauces institucionales de las democracias liberales. La afir­mación ciertamente tiene un importante componente empírico, y bien le vendrían datos duros que hasta ahora escasean. La idea normativa, al menos, es que en caso de que una interpretación constitucional haya decepcionado a ciertos sectores de la sociedad, éstos —los afectados— impugnarán directamente las razones ofrecidas por los juzgadores. El diálogo sucederá únicamente si alguien llegase a sentirse agraviado, y ciertamente no hace de la deliberación previa el elemento legitimador. Esto último, claro, no quiere decir que los juzgadores no deban dialo­gar entre ellos, ni que deban mantener en secreto sus razones y argu­mentos. Tanto el modelo deliberativo como el contestatario, por ejem­plo, requieren que los actores políticos, en este caso las ministras de la Corte, dialoguen entre ellas y hagan públicas las razones que las lleva­ron a interpretar la Constitución de determinada manera; que no pac­ten tras bastidores, en otras palabras, ni negocien a oscuras. La diferen­cia entre uno y otro modelo es, por decirlo de algún modo, temporal: mientras que las democracias deliberativas hacen del diálogo previo a la resolución un requisito indispensable de legitimidad, las democra­cias contestatarias hacen de la posibilidad del diálogo —en caso de que haya inconformidad— el elemento legitimador. Cómo el “pueblo mis­mo” interpreta la Constitución en el modelo contestatario es indirecta o directamente —sin necesidad de forzosamente mediar a través de sus representantes— una vez que los ministros de la Corte hayan emitido un juicio constitucional. De esta manera, las distintas ramas de gobier­no no se verán constantemente en disputas —muchas veces— innece­sarias. El modelo contestatario no garantiza que ciertos sectores de la sociedad nunca entrarán en conflicto; tampoco otorga a la ciudadanía un poder ilimitado para impugnarlo todo, llevando inevitablemente a la parálisis judicial. El constitucionalismo popular contestatario, más bien, disminuye los conflictos institucionales, y asegura que estos surjan únicamente cuando haya una interpretación constitucional que no haya tomado en cuenta los intereses legítimos de una persona o un gru­po de personas —un punto sobre el cual regresaré.

Un segundo problema del modelo madisoniano de interpretación constitucional es el problema propio de la práctica electoral. Bajo el esquema madisoniano de deliberación, grupos de personas —ciudada­nos, mejor dicho, con un sinfín de opiniones acaso divergentes— se “reunirían” con sus representantes y miembros de la Corte para, to­dos juntos, razonar e idear la mejor manera de resolver algún conflic­to constitucional. Según la puesta en práctica del diseño, los funciona­rios electos por la ciudadanía intentarían avanzar una interpretación de la Constitución —los incentivos para hacerlo están dentro del mismo sistema electoral: buscando reelegirse en el mismo puesto o en otro. Y esto significaría que los miembros del congreso legislativo intentarían rastrear los intereses del pueblo para así promover alguna interpreta­ción constitucional que les parezca importante (o políticamente ventajosa). Inevitablemente, sin embargo, los miembros del congreso, al rastrear los intereses de la ciudadanía, estarían en realidad promovien­do únicamente los intereses de la mayoría; esta es la lógica, a fin de cuentas, de todo régimen democrático basado en elecciones populares. Madison diría que al multiplicar los espacios desde donde las inicia­tivas de interpretación pudiesen salir, las probabilidades de que todos los puntos de vista fuesen representados se incrementarían: es posible que las minorías de un distrito fuesen mayoría en otro distrito. Pero lo cierto es que ésta no ha sido la experiencia histórica de las democra­cias constitucionales. Y aun cuando lo fuere, ciertas opiniones margi­nales necesariamente quedarían fuera de la agenda deliberativa. Hay tres maneras más o menos obvias en que una mayoría podría formarse en torno a una cuestión cualquiera y dejar a un lado los deseos legíti­mos de una minoría.27 La primera y acaso más obvia de ellas es cuan­do una mayoría vota por representantes que crean puedan avanzar sus intereses, o bien cuando ellos mismos votan por la materia en disputa, comúnmente sin tomar en cuenta el costo que sus preferencias podrían imponerle a terceros. Supongamos, por ejemplo, que la mayoría de los residentes de Comala no tienen chimeneas en sus casas y que, por con­sideraciones ambientales, han decidido votar por la constitucionalidad de una recién aprobada ley que las prohíbe. Una minoría, presumible­mente pobre —para quienes el calor de la chimenea es la única fuen­te de calefacción—, podría fácilmente argüir que sus intereses no fue­ron tomados en cuenta de la misma manera que la mayoría, muchos de ellos quizás inconscientes de la importancia de contar con chimeneas para pequeños grupos de la sociedad. Ejemplos quizás sobran: el go­bierno de la mayoría podría igualmente dominar sobre los intereses le­gítimos de las minorías si éstos votan en bloque en torno a cuestiones morales en disputa o conforme a sus pasiones: una mayoría que ha per­dido a sus mascotas en accidentes de tránsito decide imponer límites de velocidad a la hora de manejar que afectan desproporcionadamente a una minoría. El punto, en todo caso, es que al acercar las interpretacio­nes constitucionales al ámbito electoral se terminará promoviendo los intereses de una mayoría sobre los de una minoría, aun cuando la ma­yoría de la gente votase procurando avanzar políticas no sectarias (pro medio ambiente en el caso de las chimeneas, por ejemplo).

Las democracias contestatarias, en cambio, en tanto que logran ase­gurar un poder individual para impugnar las decisiones de todos los sectores de gobierno, logran ubicar cierta autoridad interpretativa en manos de la ciudadanía sin sacrificar las opiniones y deseos de la mi­noría. Mientras que la democracia deliberativa sugiere que el pueblo sea el autor de las interpretaciones constitucionales, la democracia con­testataria propone que los ciudadanos funjan como editores.28 En vez de otorgar un poder indirecto sobre la autoría de las leyes e interpre­taciones constitucionales, la contestación consiste en un poder indivi­dual y limitado de edición y corrección de esas leyes e interpretacio­nes.29 Esto permite que todos los ciudadanos, y no sólo aquellos que forman parte de coaliciones mayoritarias, introduzcan sus argumentos sobre una interpretación constitucional que les parece relevante, y que además éstos sean escuchados, aceptados o refutados. El modelo contestatario tampoco se encuentra en total desacuerdo con la idea de supremacía judicial, al menos no en primera instancia: dado que una de las prerrogativas de la ciudadanía bajo este régimen es el de disputar la interpretación constitucional de la Suprema Corte de Justicia, uno po­dría pensar que retienen el mismo poder que el editor de un periódico mantiene sobre el reportaje de alguno de sus periodistas: la Corte será la autoridad final si y sólo si la ciudadanía no se manifiesta inconforme.

Por ejemplo: digamos que los miembros del legislativo, buscando reelegirse en un país predominantemente conservador, impulsan una lectura de la Constitución que prohíbe el matrimonio entre parejas del mismo sexo; y digamos, además, que la Corte coincide con la mayo­ría. Bajo un esquema deliberativo, la decisión quedará legitimada en primera instancia —los miembros del recinto legislativo promovieron una interpretación de la Constitución que la mayoría comparte— y, en ausencia de canales para impugnar la decisión por parte de los ciuda­danos y dada la anuencia de la Corte, la resolución probablemente que­dará firme. Un gobierno contestatario en este mismo país no haría que la primera decisión de la Corte cambiara: en su criterio, el matrimonio entre parejas del mismo sexo es inconstitucional. Pero el poder de edi­ción le da a todos los ciudadanos la posibilidad de disputar esa prime­ra interpretación de la Corte. Un grupo de inconformes podrían decir que no se tomaron en cuenta los legítimos intereses y derechos de una pequeña minoría. Ciertamente ninguno de los dos esquemas garantiza que la Constitución sea interpretada de determinada manera; podrán surgir interpretaciones acaso injustas o poco democráticas bajo ambos arreglos de interpretación popular. La democracia contestataria tampo­co otorga un poder de veto a las minorías sobre las decisiones que la mayoría han tomado. En toda democracia electoral habrán beneficia­dos y perjudicados. Lo que garantizan las democracias contestatarias es que los intereses de las minorías —sus razones y argumentos— sean tomados igualmente en consideración. La materia en disputa no es —o no ha de ser— que unos cuantos o ciertos grupos salieron perdiendo con la interpretación que realizó la Corte, sino que sus intereses legí­timos no fueron tomados en cuenta al momento de pronunciarse sobre la constitucionalidad del artículo Y. Institucionalmente, los ciudadanos han de tener acceso a ciertos canales de apelación para disputar los ar­gumentos de la Corte. Muchos de ellos existen ya, aunque resultan indudablemente insuficientes y, por sí solos, marginales: desplegados en los periódicos, cartas a los miembros de la Corte, impugnaciones a tra­vés de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, manifestaciones, protestas y demás.30 Otros deben ser ampliados: facilitar los derechos de asociación, por ejemplo, para promover la existencia de grupos es­pecíficamente dedicados a proteger los intereses y derechos de ciertas personas en posición de vulnerabilidad: consumidores, mujeres y niños me vienen a la mente.31 Algunas instituciones faltan, y acaso resulta­rían de mucha mayor importancia: un tribunal de revisión ante el cual los ciudadanos puedan exponer sus argumentos, o quizás el derecho de audiencia ante ciertas autoridades constitucionales. Lo cierto es que pensar en un sistema de revisión y apelación que todos los ciudadanos puedan llegar a considerar imparcial y eficiente resulta casi imposible. Pero a falta de ingeniería institucional, la idea general puede servir de arranque: los ciudadanos deben tener a su disposición recursos para ofrecer nuevos argumentos no tomados en cuenta por los ministros; si los ciudadanos que se sintieron ignorados reciben una audiencia impar­cial y sus argumentos no logran persuadir a los miembros de la Corte, la decisión quedará tal cual —a no ser, claro, que en un futuro logren persuadir a más gente o que encuentren mejores argumentos.

El modelo contestatario logra —en el lenguaje republicano del siglo xvii— poner al gobierno bajo el escrutinio de los gobernados. Para La­rry Kramer, el principio de supremacía judicial impide —o cuando me­nos severamente obstaculiza la aspiración democrática de autogobier­no. En la medida en que la ciudadanía no pueda dar sentido propio a la Constitución, éstos se verán necesariamente subordinados a los deseos y a las reglas del juez constitucional. Kramer encuentra en la delibera­ción madisoniana una —o quizás mejor dicho: la única— respuesta. Para permanecer autónomos, sugiere, la ciudadanía deberá activamente participar en la creación e interpretación de las leyes. La idea, sin em­bargo, parece elevar los requisitos de la autonomía a estándares casi imposibles de alcanzar. Y aquí el tercer problema del esquema madiso­niano: los proyectos de autonomía y autogobierno no pueden demandar que la gente participe en todos los proyectos de construcción nacio­nal —mediante largas discusiones y eventual respaldo— sin reconocer, al menos, que ninguna sociedad podría entonces considerarse mínimamente autónoma.32 Y si bien es cierto que del deber ser no puede de­rivarse el ser —quizás ninguna sociedad sea, efectivamente, autóno­ma— la idea se antoja equivocada; o cuando menos indeseable. Oscar Wilde parece haber dicho que el problema del socialismo es que toma­ría demasiadas tardes. Acaso lo mismo podría decirse del constitucio­nalismo popular madisoniano: al trabajo por la mañana, a la asamblea constitucional por las noches.

La noción contestataria de autogobierno afirma que la gente es li­bre y autónoma en la medida en que puedan evaluar y reevaluar sus elecciones, modificándolas si así lo desean. El individuo autónomo, en otras palabras, puede ir por la vida en “piloto automático”, sin necesi­dad de reflexionar sobre todos los casos y sin necesidad de someter to­dos sus deseos a una especie de examen racional.33 Esto no quiere decir que el individuo bajo el ideal contestatario sea una simple víctima de sus creencias y apetitos: lo que lo hace autónomo es justamente la ca­pacidad de examinar, en cualquier momento y bajo cualquier circuns­tancia, esos apetitos y esas creencias, manteniéndolas o modificándolas si así lo desea.34 Traducido al Estado democrático, la ciudadanía pue­de conducir sus vidas de esa misma manera irreflexiva, permitiéndole a sus representantes, funcionarios electos y jueces tomar ciertas deci­siones fuera de su constante escrutinio. El demos como tal permane­cerá autónomo en la medida en que la gente pueda impugnar, en todos los casos que consideren prudente, esas decisiones que han tomado por ellos. Lo que esto requiere de la gente en términos de interpretación constitucional, más específicamente, es que impugnen una lectura de la Corte que les parezca equivocada, y no que ofrezcan ellos mismos una lectura a priori de la Constitución.

IV. Consideraciones finales

La disputa entre el modelo contestatario y el modelo deliberativo es una controversia entre amigos. La discusión es, pues, una que se da en­tre muros deliberativos: no he demostrado por qué las democracias que ofrecen razones y argumentos para adoptar ésta o aquella política o para implementar tal y cual norma son sustantivamente mejores a aquellas que toman decisiones con base en preferencias agregadas. Pero tampo­co creo haber cometido una grave omisión al no hacerlo: quienes bus­camos argumentos reconocemos inmediatamente su valor. Para quienes puedan suspender momentáneamente sus objeciones al valor del diálogo razonado en la esfera pública, el modelo contestatario podrá tener cierta atracción: por un lado, a diferencia del modelo deliberativo apoyado por Madison, resulta mucho menos oneroso y mucho menos demandante del tiempo y los recursos de la ciudadanía; y, por otro, reconoce mejor los in­tereses de las minorías, siendo por ello más hospitalario a las pretensio­nes de autonomía y autogobierno democrático.

Si se puede hablar de dos polos de interpretación constitucional —un lado representado por quienes piensan que toda autoridad final debe quedar en manos de la ciudadanía, y el otro por quienes piensan que ésta debe quedar en las cortes constitucionales— el modelo con­testatario ocuparía un punto intermedio. El esquema, como suele su­ceder, dejará insatisfechos a muchos: si bien porque no confía del todo en la labor interpretativa de la ciudadanía o si acaso porque confía de­masiado. He de concluir subrayando que este ensayo ciertamente cu­bre únicamente un pequeño tema dentro de una tradición vastísima. Es cierto que una defensa práctica y normativa del modelo popular de in­terpretación constitucional debe ser desarrollada con cuidado y con de­talle. Por lo pronto, espero que la intuición de Madison, Kramer y de­más defensores del constitucionalismo popular baste para motivar en otros esa defensa que aquí omití.

Referencias

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Notas

1 Cfr. M. Bovero, 2006, pp. 13-45.

2 Cfr. J. Elster, 1997, pp. 1-18.

3 Cfr. S. Holmes, 1995. Por “populares” me refiero a la asamblea legislativa.

4 (“Judges alone possess the character, intelligence, and training requisite to judge what is just or unjust”. La traducción es mía), D. C. Hodges, 1958, p. 101.

5 En L. Kramer, 2006, p. 719 (la traducción es mía).

6 Cfr. Jeremy Waldron, 1993.

7 Cfr. Larry Kramer, 2006.

8 Populista en cuanto popular; no, es decir, en el sentido peyorativo muchas veces asociado con la palabra y que suele confundirse con la demagogia.

9 Véase la exposición del argumento popular en Barry Friedman, 2003.

10 Para aquellos interesados en una crítica con mayor rigor historiográfico, véase Keith E. Whittington, 2006, pp. 911-922.

11 Cfr. Frederick Schauer, 2004. Para una crítica similar, véase Larry Alexander y Lawrence Solum, 2005, pp. 1594-1640.

12 Cfr. Robert Post y Reva Siegel, 2004, pp. 1027-1044.

13 I. M. Young, 1996, p. 121 (la traducción es mía).

14 P. Pettit, 2003, pp. 138-162. El término en inglés es “contestation”. Dejo la traducción lite­ral, aunque quizás no la más exacta.

15 Véase J. Cohen, 2010.

16 Idem.

17 L. Kramer, 2004, p. 126.

18 Cfr. R. B. Siegel, 2006.

19 Larry Kramer, 2006, p. 701 (la traducción es mía).

20 Idem.

21 James Madison, 1787, p. 145 (la traducción es mía).

22 James Madison,1787, p. 126 (la traducción es mía).

23 Entiendo “homogéneo” como alguna vez lo hiciera John Rawls: una comunidad cuya membresía dependiese en suscribir los postulados de una “visión moral comprehensiva” (y lle­gar a consensos, incluso en este tipo de sociedades —dicho sea de paso—, se antoja complicado).

24 Cfr. R. Dworkin, 1986, y O. Fiss, 1979, pp. 1-58.

25 Cfr. A. Gutmann y D. Thompson, 1996.

26 Cfr. I. Shapiro, 1999, pp. 28-38.

27 Sigo la exposición y algunos ejemplos de P. Pettit, 1999, pp. 163-190.

28 Tomé prestada la metáfora de P. Pettit, 1999, pp. 163-190.

29 Idem.

30 Para un análisis de cómo la opinion pública ha incidido en la creación de doctrina consti­tucional, véase B. Friedman, 2009.

31 Cfr. P. Pettit, 1997, particularmente pp. 190-195.

32 Para un argumento similar, véase P. Pettit, 1997, pp. 190-195.

33 Idem.

34 Idem.