La otra transición: Hacia una nueva cultura jurídica y política*
The Other Transition. Towards a New Legal and Political Culture
La otra transición: Hacia una nueva cultura jurídica y política*
Isonomía, núm. 37, 2012, pp. 149 -165
Fecha de recepción: 02/05/2012
Fecha de aprobación: 06/08/2012
Resumen: La nota desarrolla un examen teórico del significado y alcance de las reformas constitucionales aprobadas por el Congreso mexicano en junio de 2011. En opinión de los autores, si estas reformas son tomadas en serio suponen el comienzo de otra transición, en la medida en que hacen de los derechos fundamentales y sus garantías el marco supraordenado al que deberán sujetarse tanto las leyes ordinarias como el funcionamiento mismo del Estado mexicano.
Palabras clave: Derechos fundamentales, garantías, democracia constitucional, reforma constitucional mexicana de junio del 2011, transición mexicana.
Abstract: The note develops a theoretical exploration on the meaning and reach of the constitutional reforms approved by the Mexican Congress in June 2011. If taken seriously, the authors’ contend, these reforms mark out the beginning of another transition, since they turn fundamental rights into a supra-ordained framework to be observed by ordinary laws and in the whole system of operation of the Mexican state.
Keywords: Fundamental rights, guarantees, constitutional democracy, June 2011 Mexican constitutional reform, Mexican transition.
1.
No parece exagerado afirmar que buena parte de las debilidades de nuestra incipiente democracia derivan de una concepción excesivamente simplista y pobre de las condiciones y precondiciones de la propia democracia moderna. 1 Una concepción que al identificar la transición democrática con las elecciones o, peor aún, con la “alternancia”, no sólo ha generado una obsesiva y casi exclusiva atención a las reglas y procesos electorales, sino también ha descuidado la situación precaria del tejido institucional del Estado mexicano, así como las consecuencias de los cambios que se han producido en el mismo a causa de la irrupción de un pluralismo político, que ha invalidado las “reglas no escritas” del viejo sistema de partido casi único.
A pesar del extendido desencanto causado por las promesas incumplidas de una alternancia que había generado tantas expectativas desmesuradas y a pesar de la aparente parálisis política que según muchos observadores ha producido ese pluralismo, lo cierto es que, afortunadamente, la sola existencia de elecciones libres, competidas y transparentes ha forzado a todos los actores políticos y sociales a modificar parcialmente tanto su comportamiento político —aunque persisten pesadas tradiciones patrimonialistas y clientelares— como su actitud hacia el derecho y los derechos fundamentales. Puede afirmarse, en efecto, que al desaparecer las condiciones que hacían del presidente de la República el árbitro supremo de la política y de la aplicación del derecho en todas sus formas y niveles, la división y separación de los poderes prevista en la Constitución, los famosos “pesos y contrapesos”, hasta entonces sometidos casi totalmente al Poder Ejecutivo federal, adquirieron verdadera relevancia y eficacia para todas las fuerzas políticas y sociales.
Pasamos, podría decirse, de una democracia meramente aparente, en la que los comicios y la letra de la Constitución no eran sino una fachada de una autocracia sólo limitada por las ya mencionadas “reglas no escritas” y por los arreglos opacos con determinados poderes fácticos, a una democracia, sin duda, precaria y artificiosamente polarizada pero real, en la que las reglas escritas, el derecho constitucional, se convirtieron, a pesar de resistencias de todo tipo, en el único marco normativo posible para regular mal que bien las relaciones y conflictos tanto sociales como políticos. Naturalmente lo anterior no podía sino poner de manifiesto las lagunas y antinomias de un derecho constitucional y de unas leyes que una larga tradición autoritaria sólo había asumido como la expresión y el instrumento de la “ley del más fuerte”, esto es, de los política o socialmente poderosos. En este nuevo escenario, de pronto, por ejemplo, se tomó conciencia de los desequilibrios y lagunas jurídicas tanto en las relaciones entre los poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial, como entre los poderes federales y los estatales y municipales. De pronto descubrimos que desde una perspectiva constitucional, las atribuciones del titular del Ejecutivo eran al mismo tiempo excesivas e insuficientes. 2 Y también comenzamos a darnos cuenta de que nuestro federalismo tiende a convertir a los ejecutivos estatales en poderes todavía más autoritarios e irresponsables de los que caracterizaban a los presidentes de la era autocrática.
Pero lo cual aquí interesa destacar, en todo caso, es que el derecho, los tribunales y, en especial, la Suprema Corte de Justicia se convirtieron en referente obligado, en marco indispensable para enfrentar y resolver problemas y conflictos. Hecho que de cualquier manera supuso el comienzo de otra transición, acaso menos espectacular pero tal vez más importante que la estrictamente electoral: la transición de un régimen en que predominaba ampliamente el gobierno de los hombres sobre el gobierno de las leyes, y en el que, en consecuencia, la ley era asumida como mera expresión e instrumento del poder, a un régimen en el que, dificultosamente, empieza a predominar el gobierno de las leyes sobre el gobierno de los hombres; es decir, un régimen en el que el derecho comienza a asumirse como un instrumento o medio artificial para regular, disciplinar y limitar a todos los poderes. Habría que insistir: se trata de una transición que apenas ha comenzado y enfrentando resistencias, intereses creados y tradiciones sumamente arraigados en el tejido social e institucional del país, pero que, con todo, es la condición sine qua non para convertir nuestra todavía precaria democracia en una auténtica realización del ideal bien entendido de la soberanía popular. 3 A saber, de la soberanía efectiva de todos los habitantes del país; lo que conlleva, necesariamente, no sólo el reconocimiento sino la efectiva garantía universal de sus derechos fundamentales.
En este sentido se está hablando de una transición que no sólo requiere un cambio radical en nuestra cultura jurídica y política, sino el tránsito desde un Estado que hasta ahora ha sido un Estado patrimonial de privilegios, a un verdadero Estado constitucional de derecho. Como han explicado tanto Bobbio como Ferrajoli, 4 esto implica realizar la revolución copernicana que configura a los derechos fundamentales de las personas como principio rector del funcionamiento de todas las instituciones públicas.
2.
En este horizonte, la reforma constitucional aprobada en junio de 2011 es ciertamente un hecho relevante y positivo para la problemática de los derechos humanos, y en general para la situación en la que se encuentra el respeto y la tutela de los mismos en México. Vale la pena detenerse sobre los principales aspectos positivos de dicha reforma, poniendo de relieve su significado y su importancia, dado el desconocimiento que aún la rodea. Aprobada después de tres años de su discusión, esta reforma fue el resultado de un acuerdo político entre las fuerzas parlamentarias del país, en torno a una materia decisiva para toda democracia que aspire a ser moderna y de calidad. De manera que, en primer lugar, habría que celebrarla por ser el resultado de una política que con frecuencia se echa de menos: la política orientada a la búsqueda de consensos, a la negociación y el compromiso. Es un paso que confirma que la elaboración y el establecimiento pactado de la ley son un medio por el que procede y puede avanzar positivamente una política reformadora propiamente democrática.
En lo concerniente a su contenido, se puede iniciar señalando que la reforma constituye un logro significativo porque incorporó normas del derecho internacional en la Ley Fundamental del país, corrigiendo aspectos obsoletos del texto de la Constitución, a la vez que reparando algunos desajustes generados por las transformaciones políticas de la transición a la democracia. Asimismo, responde a la carencia de mecanismos relativos a la promoción y protección de los derechos humanos, capaces de hacerse cargo del pluralismo y diversidad sociales y políticos del México actual, así como de la nueva sensibilidad social.
Al afirmar y precisar en la Constitución —como veremos en seguida— determinados derechos de diverso tipo, dicha reforma les otorga el rango de derechos fundamentales. Esto es, derechos que, como apunta Luigi Ferrajoli, “equivalen a vínculos de sustancia, que condicionan la validez sustancial de las normas producidas y expresan, al mismo tiempo, los fines a los que está orientado ese moderno artificio que es el Estado constitucional de derecho”. 5 Pues en efecto, como recuerda el propio autor, “como establecía la Constitución francesa del Año Tres: ‘La declaración de los derechos contiene en sí los deberes de los legisladores’”. 6
De hecho, esta reforma establece esas obligaciones, correlativas a los derechos, no sólo para los legisladores sino para todos los poderes y autoridades públicas, y, haciéndolo, vuelve posible la producción de bienes públicos esenciales para la democracia mexicana, en tanto los afirma como derechos exigibles que deben ser garantizados; esto es, como derechos que son atribuciones de las personas y los ciudadanos y que establecen relaciones de derecho-deber para las partes correspondientes. En suma, son derechos cuyas garantías pueden ser reclamadas como obligación de quienes (instituciones y funcionarios) estén encargados de garantizar tales derechos. 7 Siguiendo esta veta del establecimiento de derechos y sus correlativas garantías en el plano normativo constitucional, se sugiere aquí una perspectiva temática de fondo desde la cual ponderar los múltiples contenidos de dicha reforma: la de una reforma legal para la transformación del ejercicio del poder político en México, en la difícil construcción de un auténtico Estado constitucional y democrático de derecho.
3.
Siendo la Constitución la Ley Fundamental que define la forma de Estado y de gobierno, la adecuación constitucional en materia de derechos humanos influye principalmente en dos ámbitos estrechamente relacionados: el del derecho constitucional mexicano y el de la vida democrática, que dan forma a la democracia mexicana. Es en estas dos esferas principales, la de la normatividad constitucional y de la democracia, que las aportaciones de la reforma pueden ser agrupadas para su evaluación.
En la primera, la del derecho constitucional, representa un importante logro porque proclama en la Constitución el reconocimiento de derechos fundamentales, antes no considerados o sólo confusamente presentes en el texto. Es el caso del cambio en la denominación del Capítulo I del Título Primero de la Constitución, 8 “De los Derechos Humanos y sus Garantías”, antes titulado “De las Garantías Individuales”. Cambio relevante en la medida en que al distinguir los derechos fundamentales de sus garantías, primarias o secundarias, permite, como ha señalado Ferrajoli, mostrar tanto las lagunas como las antinomias que existen en el derecho positivo mexicano y que, a la vez, plantea la compleja tarea de modificar no sólo las leyes sino también las prácticas de las instituciones del Estado mexicano. De esta forma el artículo 1 que establece la titularidad universal de los derechos (reconocidos a todas las personas, no solamente a ciudadanos y nacionales) amplía el abanico de prerrogativas de las personas para una vida digna, así como de instrumentos para exigir el respeto al ejercicio de sus derechos en tanto personas y ciudadanos, según derechos que configuran la esfera de lo indecidible (derechos de libertad) y de lo que no se puede no decidir (derechos sociales).
La reforma establece en la Constitución principios bajo la forma de derechos (derechos humanos, primarios de libertad y sociales, y secundarios civiles y políticos), atribuidos a las personas y los afirma como contenido sustancial inviolable de las funciones estatales. Esto es, ante todo, los derechos fundamentales son establecidos como universales, inalienables e indisponibles; derechos entonces supraordenados a las leyes ordinarias que se afirman como normas por encima de las desigualdades de facto, más allá del consenso y de la opinión y con igual titularidad de los derechos. Derechos fundamentales que por ello, como lo indica el artículo 3, deberán ser uno de los principios rectores de la educación impartida por el Estado; educación pública encargada de enseñar el valor de la persona, el respeto a la dignidad humana, con indiferencia respecto de las diversas identidades específicas de los individuos. Una educación secular y estatal que deberá contribuir a fomentar una mueva cultura jurídica sustentada en la doctrina de los derechos humanos.
Además, los derechos fundamentales reconocidos constitucionalmente deberán orientar los objetivos del sistema penitenciario según el artículo 18; y según el artículo 29, regularán la suspensión del ejercicio de los derechos en el estado de excepción o graves disturbios del orden público. En dicho artículo se plantea el tema de la no exclusión entre seguridad pública y derechos humanos; es decir, el no sacrificar estos últimos en aras de la seguridad. Esto último merece subrayarse en momentos en que amplias regiones del país se ven asoladas por la violencia generada por el narcotráfico y el crimen organizado, a pesar de que se mantiene la dudosa figura jurídica del “estado de excepción”.
Tal afirmación de los derechos fundamentales de las personas como contenido sustancial o material es contundente, como lo muestran los artículos 15, que establece la prohibición de cerrar tratados que desconozcan los derechos humanos reconocidos en la Constitución, y 105, que otorga la facultad de la CNDH de promover acciones de inconstitucionalidad en contra de leyes federales y tratados internacionales que vulneren los derechos humanos. Por otra parte, implica el sometimiento del derecho (y de la política) nacional a principios del derecho internacional en materia de derechos humanos (de hecho se realiza en cumplimiento de los compromisos firmados por el Estado mexicano en tratados internacionales), armonizando —como se dice— el derecho constitucional con los imperativos del ius cogens internacional (a saber, normas que no admiten acuerdo en contrario).
Las consecuencias de esta afirmación contundente de los derechos humanos en la Ley Fundamental implica un cambio cualitativo en el mismo constitucionalismo nacional (cambio iniciado, a nivel internacional, con los antecedentes de la prevalencia del derecho internacional de derechos humanos en 1948 y con la Convención de Viena de 1980 que le otorga validez por encima de las constituciones nacionales), ya que se invierte la prioridad de la Constitución nacional ante el derecho internacional. En este sentido, se profundiza el debilitamiento de la concepción dualista del derecho, la cual postulaba la naturaleza distinta del derecho nacional e internacional, dando a este último un carácter meramente pacticio (que descansaba en última instancia en la voluntad estatal). 9
Sobre todo, es importante valorar que la reforma otorga primacía a los derechos fundamentales sobre las decisiones públicas. Por ejemplo, con el artículo 1 que establece junto con la titularidad universal de los derechos, el criterio pro persona (“a favor de la persona”) 10 para la interpretación del derecho (para ofrecer la mayor protección entre dos leyes) y la vinculación explícita de las autoridades a promover y garantizar los derechos fundamentales, o a investigar y castigar su violación.
La afirmación de los derechos fundamentales como contenidos sustanciales a la vez asigna los compromisos programáticos obligatorios del Estado y sus gobiernos; asimismo, establece obligaciones y prestaciones ante las personas y los ciudadanos. Es el caso de los artículos 89, que regula las facultades y obligaciones del presidente, 97, que otorga la facultad de la Suprema Corte de solicitar averiguación sobre la conducta de un juez o magistrado federal, y del 102, que obliga a motivar una negativa a las recomendaciones de la CNDH.
4.
Del mismo modo, el conjunto de las modificaciones refuerza aquellos cambios en el régimen político democrático del país, realizados en las últimas décadas, que fueron consignados en su momento en la Constitución y dieron forma en el nivel de la normatividad jurídica a los cambios políticos del proceso de transición. 11 Precisamente, dicho marco constitucional vigente permite considerar, ahora, la incidencia que tiene la reforma en cuestión en el ámbito de la democracia mexicana.
Al asentar derechos fundamentales estableciendo las correlativas obligaciones, la reforma está precisando los límites a la actuación del poder, que definen los márgenes entre los cuales se puede y debe ejerce el poder político. En efecto, consigna de manera expresa el establecimiento de límites y vínculos a los poderes públicos en el ejercicio de sus funciones, precisamente a partir de los contenidos normativos sustanciales. Contribuirá a tal fin el artículo 102, sobre la garantía de la autonomía CNDH, la elección legal y transparente de su presidente, y la atribución a la CNDH de la facultad de investigación de violaciones graves a los derechos fundamentales y garantías individuales.
En el ámbito de la democracia, la reforma resulta entonces relevante para dar un paso más hacia la definición del Estado mexicano como Estado constitucional de derecho, en tanto sometimiento del poder y de la ley misma a normas supraordenadas constitucionalmente. Es oportuno subrayar cómo tales normas regulan ya no sólo las formas de la producción del derecho, sino los contenidos mismos de las leyes que se produzcan. De este modo, la inclusión de los derechos fundamentales en cuestión establece parámetros con base en los cuales se juzga la validez de las leyes, no reduciéndola ya a su vigencia, y con los que se juzga la legitimidad jurídica de las leyes ordinarias, pero también de la actuación de los servidores públicos y de las instituciones. Los artículos —antes mencionados— 89 (sobre las facultades y obligaciones del presidente de la República), 97 (la facultad de la Suprema Corte de solicitar averiguación sobre la conducta de un juez o magistrado federal) y 102 (que obliga a motivar una negativa a las recomendaciones de la CNDH) apuntalan precisamente la labor de cuidar la validez o legitimidad de la legalidad misma.
La reforma además puede ser apreciada como significativa porque complementa el significado formal de la democracia, poniendo en evidencia la centralidad que asumen en un Estado constitucional de derecho los valores de la democracia, su contenido o dimensión sustancial, reflejados en la garantía de los derechos humanos. Pensemos a los artículos: 1. (párrafo 4º) que dispone la no discriminación (prohibición de todo tipo de discriminación 12 que menoscabe derechos); en el 11, que establece el derecho de asilo político (por razones humanitarias y no sólo por persecución política) 13 y en el 33, que afirma el derecho de los extranjeros a no ser expulsados sin previa audiencia; pensemos aun en el 102 que establece la obligación de las autoridades de fundar el eventual incumplimiento de una recomendación de la CNDH, y en el 3º, que prescribe la educación para formar en la cultura cívica y política de los derechos fundamentales.
La adecuación constitucional señalada crea ulteriores condiciones estructurales, institucionales y jurídicas requeridas como instrumentos para la vida de una democracia representativa y pluralista. Por ello constituye un avance disponer de los medios indispensables para continuar impulsando, con base en lo anterior, el cumplimiento de las precondiciones de la política democrática: 14 es decir, el respeto cabal de los derechos fundamentales (cuya realidad otorga sentido, valor y sustancia a los procedimientos democráticos) y, de este modo, que se avance en la edificación y el fortalecimiento de una democracia legítima y eficaz que no se reduce a las reglas de acceso a los cargos públicos, sino que determina las formas y los límites del ejercicio del poder. En efecto, el reconocimiento constitucional de los derechos fundamentales, puestos a salvo de las mayorías de gobierno en turno, realiza la determinante labor de establecer que éstos deben quedar sustraídos al mercado y a la política —como dice Ferrajoli— “limitando la esfera de lo decidible de uno y otra, y vinculándola a su tutela y satisfacción”. Para apreciar tal alcance es importante subrayar con este autor que
...Una Constitución no sirve para representar la voluntad común de un pueblo, sino para garantizar los derechos de todos, incluso frente a la voluntad popular. […]. El fundamento de su legitimidad, a diferencia de lo que ocurre con las leyes ordinarias y las opciones de gobierno, no reside en el consenso de la mayoría, sino en un valor mucho más importante y previo: la igualdad de todos en las libertades fundamentales y en los derechos sociales, o sea en derechos vitales conferidos a todos, como límites y vínculos, precisamente frente a las leyes y a los actos de gobierno expresados en las contingentes mayorías. 15
De esta manera, es importante subrayarlo, se abren las puertas a las modalidades para exigir mediante la ley la defensa y promoción de los derechos fundamentales (de libertad, sociales, civiles y políticos); haciendo de la legalidad misma el espacio de mediación para reivindicar derechos y las correspondientes obligaciones para las partes involucradas. En tal sentido, la normatividad jurídica puede cumplir con su función reguladora y ser siempre más la vía para reclamar ante abusos u omisiones, sobre todo por los ciudadanos de a pie, sin particular peso económico o social. Esto es, la norma constitucional y sus implicaciones concretas pueden funcionar como la “ley del más débil”: el recurso a disposición de todos para hacer frente a “la ley de los más fuertes”, sean estos poderes públicos o poderes fácticos de diverso cuño. De este modo, los lineamientos jurídico normativos de la Constitución sirven para poner límites y vínculos a los poderes públicos estatales, a la política; transformando el ejercicio y la legitimidad del poder, y ampliando el alcance de la democracia. En palabras de Ferrajoli:
no siendo el pueblo un macrosujeto, sino el conjunto de los ciudadanos de carne y hueso, la soberanía pertenece a todos y cada uno, identificándose con los derechos fundamentales —políticos, civiles, de libertad y sociales— de los que todos somos titulares, y que equivalen a otros tantos poderes y contrapoderes, a otros tantos fragmentos de soberanía, a otras tantas dimensiones de la democracia constitucional. 16
Ahora bien, parte significativa de esta transformación del poder mediante la afirmación y defensa de los derechos fundamentales, es dar a conocer el significado y la jerarquía de dichos derechos que todas las personas pueden reivindicar, exigir, hoy no sólo ante el Estado nacional sino ante los organismos internacionales. Su adecuada valoración, mediante la difusión, la formación cultural y cívica, atiende la necesidad fisiológica que tiene una sociedad democrática de reaccionar como personas y como ciudadanos ante las violaciones de los mismos, tanto por parte del poder político como de individuos o grupos sociales; prepara también para saber demandar su garantía y, de este modo, a avanzar en la consolidación de una democracia, que dispone de instrumentos valiosos para superar su debilidad.
5.
Si bien los temas arriba tratados pueden, y deben, ayudar a ponderar los alcances normativos así como políticos de la reforma y sus implicaciones, inevitablemente, también hacen pensar en las dificultades concretas para la compleja labor de realizar dichos contenidos, que se abre para el contexto del país. Aunque en México ya hubo experiencia de la relevancia de las transformaciones jurídicas para la construcción de la democracia (aquellos cambios promovidos con reformas jurídicas y constitucionales que han conducido primero a la alternancia, así como a la creación de instituciones como el IFE y el Tribunal Electoral) y para importantes avances en la difusión de la cultura de los derechos humanos (la CNDH y las comisiones estatales, el IFAI, el Conapred), es muy preocupante la cuestión acerca de la posibilidad real de que las élites políticas y la propia sociedad civil sean efectivamente capaces de promover las garantías de los derechos antes mencionados para todos los ciudadanos por igual, mediante políticas públicas que implementen la reforma democrática del Estado.
Es notable, en este sentido, la persistencia de una paradójica situación en la que se combinan importantes avances institucionales y normativos en el desarrollo de la democracia en el país, con la presencia de una democracia caracterizada en términos generales por una calidad insatisfactoria. En particular, con relación al tema aquí tratado, ello se debe ante todo al problema del acceso a los derechos, a exigirlos y a las oportunidades de hacerlos efectivos, acudiendo al sistema existente de procuración administración de justicia. Las desigualdades económico-sociales y culturales, la marginación y la pobreza se expresan ampliamente en el país en profundas desigualdades en el acceso a la justicia y a las garantías jurídicas. Sobre todo está pendiente la necesaria reforma del carácter centralizado y cerrado del sistema de justicia mexicano, 17 con el objetivo de adecuar la estructura y el desempeño de las funciones fundamentales del Poder Judicial en una democracia constitucional. En general, el problema se debe al mal funcionamiento de las instituciones públicas en la tutela efectiva de los derechos sociales y civiles, la persistencia de arreglos institucionales y prácticas autoritarias, patrimonialistas-clientelares; así como a la existencia de poderes fácticos salvajes (económicos, mediáticos, sociales) y de zonas de vacío de poder del Estado. Todo ello acompañado por una difundida desconfianza hacia la legalidad (tradicionalmente arma del abuso y extorsión de los poderosos sobre los débiles), a causa precisamente de la debilidad y corrupción de las instituciones del Estado y por el igualmente frágil arraigo de la cultura de la legalidad e institucionalidad democrática. Tal debilidad tiene como efecto en buena medida la deslegitimación de las mismas instituciones públicas, que deberían ser las encargadas de actuar garantizando los derechos de las personas, debilitándolas mayormente.
La fortaleza de las instituciones públicas y su legitimidad, por el contrario, son determinantes para ponderar la efectividad de los derechos, sin lo cual éstos quedan como meras aspiraciones o malas bromas. 18 Sin las necesarias garantías de efectivo disfrute de los derechos fundamentales, se abandona la función normativa del derecho constitucional a una irrelevante lejanía respecto a su realidad, pues “las adecuadas garantías no son otra cosa que las técnicas previstas por el ordenamiento para reducir la distancia estructural entre normatividad y efectividad, por ende para posibilitar la máxima eficacia de los derechos fundamentales en coherencia con su estipulación constitucional”. 19 La exigibilidad de los derechos fundamentales constitucionalmente reconocidos requiere entonces de condiciones materiales, institucionales, para ser realmente tal.
Hacer efectivos los derechos fundamentales de las personas necesita de la acción eficaz de las instituciones y funcionarios estatales, mediante el ejercicio de las diversas autoridades públicas encargadas de introducir garantías por las leyes secundarias. 20 Sin la presencia de poderes públicos relativamente eficientes y responsables, capaces de desempeñar su función como instituciones de garantía, se carece de lo necesario para que “la ley del más débil”, las leyes que consagran los derechos fundamentales dándole estatus constitucional, sea verdaderamente el instrumento eficaz para los titulares de tales derechos. En contra de la “ley de los más fuertes” (económica, social y políticamente) no puede prescindirse de la labor de equipar el poder público del Estado de derecho de lo necesario para poder garantizar derechos; para que el reconocimiento constitucional de los derechos fundamentales resulten realmente reivindicadas las demandas de los ciudadanos. 21
Lo anterior subraya la necesidad de seguir exigiendo que se continúe en el trabajo de construcción y fortalecimiento de las instituciones del Estado constitucional de derecho; en crear aquellas “posibilidades positivas para trabajar en el aumento de la capacidad de los Estados para que puedan enfrentar de manera más efectiva las demandas que los confrontan”. 22 Solamente esta labor política posibilita, sobre todo, evitar el peligro que otros sujetos y otros poderes (privados e ilegítimos) suplanten los poderes estatales en el ejercicio de sus funciones públicas.
6.
En este horizonte quizá no habría que festinar el cambio de paradigma que parece suponer la reforma aquí comentada. Demasiadas experiencias ponen de manifiesto que tanto nuestras élites políticas y económicas como buena parte de la población están muy lejos de asumir cabalmente un compromiso estricto con la legalidad y con la cultura jurídica de los derechos fundamentales. Muy lejos de tomar en serio al derecho y a los derechos. Basta pensar en el constante socavamiento que los partidos realizan de las leyes e instituciones —aprobadas por ellos mismos— encargadas de regular las competencias electorales. Basta pensar en la permanencia de esa visión que considera los derechos fundamentales como estorbos para una procuración de justicia eficaz, y que por ende asume que es necesario solapar y ocultar los sistemáticos abusos que se cometen contra los “presunto culpables” con tal de aparentar que sólo así se puede “hacer justicia” a las víctimas de los delitos, confundiendo así justicia con venganza. Y basta pensar en la terrible tradición mexicana de establecer derechos en la Constitución para luego olvidarse de construir sus garantías primarias y secundarias, aduciendo que la Constitución es más un documento programático que una verdadera Ley Fundamental, que obliga por igual jurídica y políticamente a todos: gobiernos, legisladores, jueces, partidos, sindicatos, empresas y movimientos sociales. Como indicara Bobbio, la distancia que separa al país legal del país real es el mejor criterio para evaluar el grado civilización o barbarie que impera en las sociedades.
En este sentido, el mayor desafío que enfrenta la consolidación de nuestra incipiente democracia es justamente el de tomar en serio esta otra transición jurídica e institucional, seguramente más compleja más prolongada y más difícil que la que permitió tener elecciones limpias, competidas y acreditadas. Pero sólo enfrentando con seriedad y rigor esta transición hacia una nueva cultura jurídica podremos evitar que nuestra democracia degenere en lo que, con exactitud teórica, Bovero ha denominado una “tiranía electiva”. Y en este sentido, habrá que reconocer que la moneda está (y estará mucho tiempo todavía) en el aire.
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Notas
* A Valeria y Melanie Antonella.
1 Al respecto, véase Bovero, 2001.
2 Véase Casar, 2002.
3 Véase las citas de Ferrajoli, infra p.12 y p.13.
4 Cf. Bobbio, 1999; Ferrajoli, 2007.
6 L. Ferrajoli en Vázquez, 2011, p. 319.
7 Sobre diversos aspectos de la Reforma que apuntan a la presencia de un paradigma o modelo de referencia más claro y formado en materia de derechos de las personas cfr. Carbonell y Salazar U. (coords.), 2011.
8 Cf. el cuadro comparativo de la reforma en cuestión, tomado de Carbonell y Salazar U., 2011.
9 Cfr. el ensayo introductorio de Massimo Latorre y Cristina García a Kelsen, 2003.
10 Principio de interpretación por el cual se recurre a la norma de interpretación más amplia o extensa en la aplicación del derecho y a la más restringida al establecer restricciones permanentes al ejercicio de los derechos. Por ejemplo, normas del derecho interno posteriores no derogan anteriores, más favorables (mayor protección) al reconocimiento de los derechos humanos.
11 Cfr. Aguilar et al., 2006, Attili (coord.), 2006, Elizondo Mayer-Serra y Nacif Hernández (coords.), 2002.
12 Ya sea por motivos étnicos, de género, condición social, lengua, profesión religiosa, preferencia sexual, discapacidad, salud, adscripción política, que atenten contra la dignidad humana.
13 Derecho de asilo que se manifiesta como contrapeso, diría Luigi Ferrajoli, de la “concepción estatista de los derechos humanos ligada a la ciudadanía”, en Vázquez, 2011, p. 319.
14 Sobre el tema, cfr. Bovero, 2002. y Salazar C., “El Estado y las precondiciones de la democracia”, en Attili y Salazar C., 2010.
15 Luigi Ferrajoli, “Pasado y futuro del Estado de derecho”, en Vázquez, 2011, p. 203.
16 “El principio de igualdad y la diferencia de género”, en Cruz y Vázquez (coords.), 2010, p. 4.
17 Al respecto, cfr. “El sistema de administración de justicia” de Julio Ríos F. en Negretto, 2010.
18 Al señalar este cuestionamiento de la posibilidad de exigir judicialmente los derechos constitucionales, Rodolfo Vázquez indica: “Se ha hablado incluso de constituciones ‘poéticas’ o en el mejor de los casos como expresión de buenos deseos”, señalando luego tales juicios de “exagerados y en buena medida errados” debido a la relevancia del estatus constitucional en la reivindicación de derechos (Vázquez, 2011, p. 244).
20 Sobre algunos aspectos de lo necesario para la realización del ejercicio de los derechos, como el poder del Estado, la coacción y un sistema tributario, cfr., por ejemplo, Holmes y Sunstein, 2011.
21 Cfr. la cita de Gargarella y Courtis sobre la importancia del estatus constitucional de los derechos, pese a reconocer la distancia “abrumadora” entre “aspiraciones y exigencias y las realidades existentes (en Vázquez, 2011, p. 244).
22 Peter Evans, “¿El eclipse del Estado?”, en Carbonell y Vázquez, 2003, p. 6.
Notas de autor
Correspondencia: Antonella Attili. División de Ciencias Sociales y Humanidades, Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) Unidad Iztapalapa Av. San Rafael Atlixco, 186. Vicentina, Iztapalapa, C.P. 09340, Distrito Federal, México. Correo electrónico: tpol@xanum.uam.mx