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Sobre el fundamento práctico de la pena en Immanuel Kant
On the Practical Grounds of Punishment in Immanuel Kant

Isonomía, núm. 50, 2019

Instituto Tecnológico Autónomo de México

Miguel Herszenbaun

UBA , Argentina

Conicet, Argentina



Fecha de recepción: 27 Diciembre 2017

Fecha de aprobación: 06 Diciembre 2018

Resumen: La teoría de la pena ideada por Kant suele ser estudiada sin consideración del marco filosófico que le da sentido y fundamentación. La intención del presente trabajo es explicitar la fundamentación teórico-filosófica que sostiene a dicha teoría de la pena. Me propongo exhibir cómo Kant deriva el carácter categórico de la ley penal a partir del principio del Derecho y del imperativo categórico. Esta fundamentación teórica del carácter categórico de la pena se sostendrá en tanto podamos comprender en qué sentido y por qué la razón es capaz de imponerse a sí misma principios categóricos de acción, es decir, deberes.

Palabras clave: Kant, pena, ley, razón.

Abstract: Kant’s theory of punishment has been studied without any further consideration of the wider philosophy that grounds it. In this article, I will seek to make explicit Kant’s theoretical/philosophical grounding of the theory. I will intend to exhibit how Kant deduces the categorical character of criminal law from the Principle of Right and the categorical imperative. This theoretical grounding of the categorical character of punishment will hold only insofar as it is possible to understand why Reason is capable of imposing categorical principles of action—i.e. duties—to itself.

Keywords: Kant, punishment, law, reason.

I. Introducción

Una de las preocupaciones más profundas del pensamiento jurídico-filosófico radica en la pregunta por la naturaleza y fundamento de la ley penal y del castigo. Es precisamente en el terreno de la legislación penal, allí donde el Derecho manda castigar a un semejante, donde surge una serie de preguntas por la racionalidad y fundamento de dicho ordenamiento normativo. En el presente trabajo quisiera ocuparme de la teoría de la pena ideada por Kant, es decir, de la justificación filosófica del castigo según el pensador de Königsberg.

La obra filosófica de Immanuel Kant tiene un lugar de suma importancia en la historia de la filosofía. El pensamiento maduro de Kant se propuso evaluar las aptitudes de la razón humana en los distintos terrenos en los que esta se atribuye jurisdicción. Así, el proyecto filosófico de Kant se construye como un procedimiento judicial en el cual la razón debe comparecer ante el tribunal y acreditar la legitimidad de sus potestades invocadas.

En congruencia con semejante proyecto de revisión crítica de los alcances de las facultades de la razón, es sensato esperar de la obra kantiana algún tipo de ponderación sobre la racionalidad de la sanción penal. En otras palabras, si el proyecto kantiano se caracteriza por estudiar a la razón y determinar los límites de su legitimidad en cada uno de los terrenos de conocimiento en los que ella se jacta de tener autoridad, es pertinente preguntarse si la razón es capaz de brindar una justificación de la aplicación de las penas. Es decir, hemos de preguntarnos si la razón tiene legitimidad para brindar un fundamento del derecho penal y de la imposición de castigos.

La obra de Kant conforma un sistema, lo que la hace difícil de ser apreciada y comprendida si la tomamos por partes. Con esto quiere decirse que no puede entenderse lo que Kant diga sobre la naturaleza de la pena y su fundamento si no encuadramos esta cuestión en el marco más general de su filosofía, especialmente en lo que se refiere a su filosofía práctica.

Precisamente, al no considerar este recaudo, intérpretes tales como Mike Materni, Ulrich Klug y Luis Jiménez de Asúa suelen reducir el tratamiento kantiano de la ley penal a un breve catálogo que comprende unos pocos títulos: formalismo, punitivismo, teología y retribucionismo. Materni, por ejemplo, sostiene que Kant fundamenta el castigo en la mera retribución, sin una justificación ulterior. El autor afirma que el filósofo de Königsberg postula el carácter categórico de la ley penal –esto es, el deber de aplicar penas sin consideración alguna de factores tales como su utilidad o sus consecuencias para el malhechor, la comunidad o la víctima– sin dar razones de tal carácter categórico y, por último, que la filosofía práctica de Kant se sostiene en fórmulas vacías que no permiten inferir legítimamente ningún contenido positivo (o bien pueden ser aplicadas a cualquier contenido y justificar, por tanto, cualquier acción) (Materni, 2013, pp. 272-273). En estas críticas, Materni sigue esencialmente una tradición de lectura vigorizada en el siglo XX por Klug, una interpretación plasmada en textos como Skeptische Rechtsphilosophie und humanes Strafrecht y “Abschied von Kant und Hegel”,1 el último de los cuales Georg Mohr calificó lisa y llanamente de “difamatorio” (Mohr, 2009, p. 469).

Esta última crítica contra Kant es, precisamente, lo que se ha catalogado –peyorativamente– como el formalismo kantiano. La crítica consiste en lo siguiente: la ética kantiana se encuentra fundada en el imperativo categórico –el que se estudiará en la sección III–. El imperativo categórico es –dicho en pocas palabras– un principio moral de la razón que se presenta bajo la forma de una fórmula que es utilizada para evaluar qué reglas de conducta pueden valer como leyes morales universales (y, por tanto, ser obligatorias para todos los seres racionales). La clave de dicha evaluación consiste en ponderar si se puede desear que tal regla sea universalizada, es decir, sea aplicada como ley universal de manera irrestricta. Al basarse en una mera fórmula que carece en sí misma de todo contenido determinado, críticos como Materni y Klug consideran que la ética kantiana es incapaz de deducir una obligación moral concreta. En otras palabras, si el primer principio de la moral kantiana es nada más que un enunciado que se caracteriza únicamente por imponer una forma universal, parece resultar imposible deducir de él alguna prescripción concreta.2 O bien, por el contrario, la fórmula que sirve de piedra basal para todo el sistema ético kantiano, es una garantía fácilmente vulnerable que termina por permitir que cualquier regla se convierta en una ley moral.3

Las críticas contra Kant no se ocupan únicamente de su presunto formalismo. Como he mencionado, Materni y Klug hablan de punitivismo y retributivismo. Aunque el término punitivismo no debe necesariamente ser tomado como una afrenta, en el contexto en el que se lo usa como una crítica contra Kant se lo entiende como punición per se, es decir, como un castigo no motivado en una fundamentación ulterior y sin utilidad alguna. Esta acusación viene vinculada al concepto de retributivismo que, nuevamente, no se trata en sí mismo de un término agravioso:4 en este contexto debe ser entendido como la concepción del castigo como una mera repetición del mal realizado por el delincuente, es decir, concebir la pena como venganza (fundada en el mero obrar del malhechor y su merecimiento moral de sanción). Entre quienes han atacado el presunto retributivismo kantiano, se puede contar al destacado jurista alemán, Claus Roxin. El jurista ha sostenido que la teoría retributiva de la pena es insostenible tanto en términos científicos como prácticos. Se trataría, según este autor, de una teoría que fundamenta la aplicación de castigos sólo en la existencia de culpa, volviendo al juez un representante de un tribunal divino, con la tarea de realizar la justicia en la tierra, lo que atenta contra el ideal democrático según el cual todo poder político deriva del pueblo. En términos prácticos, la teoría retributiva no brinda elementos pertinentes para combatir o disminuir el delito.5

En línea con Roxin, en el medio iberoamericano, Jiménez de Asúa ha interpretado la posición kantiana sobre la pena como una fundamentación teológica del castigo. El autor califica a la teoría de la pena kantiana como un “retribucionismo moral” y señala que esta teoría “arranca de un principio teológico para basar el Derecho punitivo y deduce de él la relación imperativa entre el juez y el juzgado” (Jiménez de Asúa, 1964, t. II, p. 41). Esto significa que, según el autor español, el fundamento kantiano de la pena se encontraría en un mandato teológico que ordenaría de manera categórica realizar el ideal de justicia en la tierra. Jiménez de Asúa no desarrolla las problemáticas políticas que se deducirían de esto, pero es fácil advertirlas. Si el autor español está en lo cierto, en Kant habría una fundamentación teológica del Estado y de su poder punitivo, lo que a su vez conduciría a una confusa mezcla entre moral, derecho y religión, haciéndose en consecuencia imposible la fundación de un Estado laico. A esto se suma la dificultad que implicaría pretender brindar una justificación racional del poder punitivo, cuando se alega su origen divino.

En síntesis, los intérpretes críticos antes mencionados ofrecen una caracterización de la teoría kantiana de la pena según la cual Kant defiende un posicionamiento moral dogmático, fundado en razones teológicas, que conduce a la mera imposición de un castigo sin mayores justificaciones ni razones de utilidad individual o colectiva. Todo ello, revestido de una aparente justificación racional, basada en fórmulas vacías que no pueden justificar ninguna acción concreta (o bien pueden justificar cualquier acción). Es la tarea del presente trabajo demostrar que esto es una imagen distorsionada y parcial del pensamiento kantiano.

Más allá de estos intérpretes radicalmente críticos, se encuentran otras dos grandes líneas de interpretación. Por un lado, contamos con quienes entienden que la teoría de la pena kantiana se sostiene fundamentalmente sobre el concepto de disuasión: en este sentido, el fundamento de la pena para Kant sería su rol como elemento disuasorio para el delincuente. Del otro lado, contamos con quienes sostienen que la teoría kantiana de la pena es fundamentalmente retributivista (ya no entendido esto en un sentido peyorativo): la pena se fundamenta en la necesidad de retribución. Se debe, entonces, imponer el castigo en razón del mal obrar del delincuente, y dentro de los límites del desvalor de su acción. Veamos dos de los más importantes representantes de dichas posturas.

En favor de la teoría kantiana de la pena como disuasión, se destaca la posición de Sharon Byrd. La autora hace una serie de distinciones que resultan de mayor interés. En primer lugar, diferencia la función del castigo en el contexto del estado de naturaleza de aquel de la sociedad civil. En el contexto del estado de naturaleza, el castigo o la coacción se relaciona con una retrotracción del estado de cosas a la situación anterior a la comisión del delito. Es decir, la aplicación del castigo es la reacción autorizada ante la comisión de un delito que afecte la libertad de la víctima y su objetivo inmediato es restaurar dicha libertad. En el contexto de la sociedad civil, ya no se trata, entiende la autora, de la defensa inmediata de la libertad o propiedad de un individuo particular, sino que la facultad de defender los propios derechos ha sido volcada sobre la sociedad civil misma. De esta manera, el delito pasa a ser visto como un acto contrario a la voluntad de la comunidad y la imposición del castigo ya no es un medio para restaurar la libertad o los derechos de un particular, sino que se trataría de una manifestación de la voluntad comunitaria en pos de una disuasión general de la comisión de delitos. El fundamento, entonces, del castigo legal es la disuasión. A este esquema, se agrega el papel de la retribución. La razón del castigo no radica en esta retribución, pero ella impone un límite a la sanción con el objetivo de que el delincuente no sea utilizado por la sociedad como un medio para un fin ulterior. Así, la medida justa del castigo está dada por dos límites: la disuasión es el criterio por medio del cual se determina el mínimo de castigo; la retribución impone el límite máximo.6

Si bien las distinciones teóricas propuestas por Byrd son de fundamental importancia para una teoría política de la pena (especialmente las funciones atribuidas a la disuasión general y a la retribución), lo cierto es que no creo que la autora sea fiel al texto kantiano. Por un lado, resulta poco viable la distinción que pretende hacer entre un fundamento del castigo en el contexto del estado de naturaleza y un segundo fundamento del castigo en el contexto de la sociedad civil. En ambos casos, el fundamento que otorgue validez y legitimidad al castigo debe ser el mismo, y debe ser un fundamento tanto jurídico como moral. Es decir, si el fundamento del castigo es la disuasión, debería serlo para ambos ámbitos. Por otra parte, como se verá más adelante, entiendo que el fundamento del castigo para Kant no es la disuasión, sino un mandato práctico categórico, cuyo efecto (valioso, aunque secundario) es la disuasión. A su vez, la Metafísica de las costumbres no parece brindar fundamento textual a la presunta distinción entre dos tipos de fundamento del castigo en relación al contexto en que este se aplica (estado de naturaleza/sociedad civil). Por el contrario, el fundamento del castigo se presenta en la Metafísica de las costumbres en el contexto en el que Kant introduce los principios generales del derecho y, por tanto, esto hace presumir que el fundamento del castigo es uno solo y para ambos estados.

En cuanto a la interpretación retributiva de la teoría kantiana de la pena, se destaca la posición de Fleischacker. Según este autor, el fundamento de la pena en Kant se encuentra en un principio retributivo de acuerdo con el cual se repite en la persona del delincuente el mal que este ha llevado a cabo sobre la víctima. Fleischacker entiende que esto no implica que Kant brinde una fundamentación moral del castigo, aunque sí admite el valor moral de la imposición de la pena como un fin en sí mismo. En otras palabras, aunque su fundamento no sea moral, el castigo retributivo cumple una función moral al hacer que el criminal viva bajo la misma ley que él implícitamente postula en su acto criminal. De esta manera, entiende el autor, la ley universal del derecho consiste en aplicar a cada quien la regla concordante con la máxima expresada en su conducta:7 si la conducta del delincuente expresa que este se guía por una máxima (regla personal) que autoriza el desprecio a la vida ajena, la comunidad actuará con él según las mismas pautas.

En mi opinión, la posición de Fleischacker tiene varios problemas. En primer lugar, es inadmisible considerar que la filosofía práctica kantiana impondría el deber de aplicar como ley sobre la persona del criminal la máxima no universalizable (y por tanto, inmoral) de su acción.8 Esto supone ignorar aspectos centrales de la filosofía práctica kantiana, sobre los que volveremos en la sección III. En segundo lugar, Fleischacker parece hacer un rodeo retórico para distinguir el fundamento moral del castigo de su valor moral y así poder rechazar que el origen del mandato de aplicar castigos de manera categórica es de carácter moral, es decir, que el fundamento del castigo es moral. A través de esta distinción, el autor intenta negar el fundamento moral del castigo, pero atribuye un valor moral a su efectiva aplicación. Fleischacker parece olvidar que, para la filosofía kantiana, el valor moral de una conducta depende de que esta se encuentre motivada en la conciencia del deber y que la máxima de dicha acción pueda valer como ley universal. En otras palabras, toda acción que posea valor moral debe estar en concordancia con y fundada en una ley moral. En consecuencia, es un sinsentido afirmar que la pena tiene valor moral pero no fundamento moral. Pareciera que el procedimiento argumental de Fleischacker es comenzar aceptando de manera dogmática el carácter retributivo del castigo, para luego validarlo revistiéndolo de un valor moral que se le agrega de manera subsidiaria y secundaria. A mi criterio, el orden de la fundamentación del castigo es exactamente el inverso: solo porque el castigo de ciertas conductas es moral (es decir, se encuentra basado en principios morales) es que se encuentra racionalmente fundado y su aplicación es categórica (i.e. debe aplicarse sin contemplar su utilidad u otros condicionamientos).

Frente a estas tres vías de lectura, quisiera proponer una interpretación de la teoría de la pena desde un punto de vista más amplio, que permita verla como una consecuencia de la filosofía práctica kantiana. En otras palabras, pretendo sostener que en el pensamiento de Kant hay un mandato incondicionado racional que ordena la imposición de castigo a ciertas conductas cuyas máximas no puedan ser leyes que hagan compatible la libertad de todos los individuos simultáneamente. De esta manera, mostrando la concordancia entre la filosofía práctica de Kant y su teoría de la pena, se logrará desacreditar a sus críticos acérrimos. Por otra parte, al descubrirse cómo la sanción se funda en un mandato práctico-racional, se advertirá que no son la disuasión o la retribución, tomadas como primeros principios, los fundamentos de la pena, sino que esta se basa en principios característicos de la razón práctica y puede, de manera subsidiaria e inferida, tener notas retributivas y disuasorias. En la sección II, me ocuparé de los elementos textuales que han motivado las interpretaciones antes mencionadas. En la sección III, estudiaré la relación entre los principios estrictamente jurídicos y el imperativo categórico, a fin de demostrar que el carácter categórico del castigo se deriva de los principios a priori de la razón en su uso práctico.

II. El pensamiento penal kantiano y algunos problemas de interpretación

Como ya se ha señalado, el objetivo primordial del presente trabajo es ofrecer una lectura del pensamiento penal de Kant, a fin de hallar la fundamentación filosófica de la pena y su encuadramiento teórico general. En la presente sección, quisiera comenzar indicando algunos de los puntos principales que brindan sustento a las interpretaciones rivales de la aquí sostenida. Como se ha indicado más arriba, las lecturas de la teoría de la pena kantiana se podrían dividir en tres grandes grupos: por un lado, aquellas que pretenden desacreditarla acusando a la posición kantiana de formalismo, punitivismo, retributivismo y teología; en segundo lugar, se encuentran aquellas que entienden que la teoría de la pena kantiana fundamenta el castigo en la disuasión; por último, tenemos aquellas que lo encuentran en la retribución. Lo cierto es que la Metafísica de las costumbres ofrece material textual que podría servir de sustento para cualquiera de estas interpretaciones. Creo que resultaría conveniente comenzar por revisar de forma somera el texto kantiano a fin de sopesar adecuadamente hasta qué punto estas lecturas son viables. Vale empezar por uno de los elementos fundamentales de la propuesta kantiana, el carácter categórico del castigo:

La pena judicial [...] no puede nunca servir simplemente como medio para fomentar otro bien, sea para el delincuente mismo sea para la sociedad civil, sino que ha de imponérsele sólo porque ha delinquido; porque el hombre nunca puede ser manejado como medio para los propósitos de otro ni confundido entre los objetos del derecho real (Sachenrecht); frente a esto le protege su personalidad innata, aunque pueda ciertamente ser condenado a perder la personalidad civil. Antes de que se piense en sacar de esta pena algún provecho para él mismo o para sus conciudadanos tiene que haber sido juzgado digno de castigo. La ley penal es un imperativo categórico y ¡ay de aquél que se arrastra por las sinuosidades de la doctrina de la felicidad para encontrar algo que le exonere del castigo, o incluso solamente de un grado del mismo, por la ventaja que promete siguiendo la divisa farisaica ‘es mejor que un hombre muera a que perezca todo el pueblo’! Porque si perece la justicia, carece ya de valor que vivan hombres sobre la tierra (Kant, 1996, pp. 166-167, AA VI, 331-332).9

Aun cuando se disolviera la sociedad civil con el consentimiento de todos sus miembros [...], antes tendría que ser ejecutado hasta el último asesino que se encuentre en la cárcel, para que cada cual reciba lo que merecen sus actos y el homicidio no recaiga sobre el pueblo que no ha exigido este castigo” (Kant, 1996, pp. 168-169, AA VI, 333).

Como vemos en los pasajes citados, Kant considera que la pena debe aplicarse de manera categórica y sin considerar utilidad alguna. Esto ha sido tomado como un elemento fundamental para destacar el carácter punitivo y retributivo de la teoría kantiana. Es decir, en la medida en que la pena se aplica de manera incondicionada y sin atender a su ulterior utilidad, la pena se presenta como la mera retribución en la persona del delincuente del mal ocasionado por él. En otras palabras, se trata fundamentalmente de una mera repetición del mal, fundada exclusivamente en el mal obrar del delincuente.

En un sentido semejante se acude a las conocidas referencias de Kant a la ley del talión:

Pero ¿cuál es el tipo y el grado de castigo que la justicia pública adopta como principio y como patrón? Ninguno más que el principio de igualdad (en la posición del fiel de la balanza de la justicia): no inclinarse más hacia un lado que hacia otro. Por tanto, cualquier daño inmerecido que ocasionas a otro en el pueblo, te lo haces a ti mismo. [...] Sólo la ley del talión puede ofrecer con seguridad la cualidad y cantidad del castigo, pero bien entendido que en el seno del tribunal (no en tu juicio privado) (Kant, 1996, p. 167, AA VI, 332).

Pero ¿qué significa la afirmación ‘si tú le robas, te robas a ti mismo’? Significa que quien roba hace insegura la propiedad de todos los demás; por lo tanto, se priva a sí mismo (según la ley del talión) de la seguridad de toda posible propiedad (Kant, 1996, p. 168, AA VI, 333).

Estas referencias a la ley del talión se suman al elemento precedente. La ley del talión parece ser un principio punitivo basado en la lógica de la venganza. Frente a un daño ilícito, se repite uno equivalente en la persona del delincuente o en sus intereses. La ley del talión no solo establece el carácter y fundamento del castigo (la retribución) sino que da también su medida justa, la cantidad debida del castigo: el daño que provoca el castigo debe ser equiparable al provocado por el ilícito.

Junto a la ley del talión, se presenta la referencia a la pena de muerte que, de alguna forma, viene a reforzar la imagen punitiva y retributivista de Kant:

Todos los criminales que han cometido el asesinato [...], han de sufrir la muerte; así lo quiere la justicia como idea del poder judicial, según leyes universales, fundamentadas a priori. (Kant, 1996, p. 170, AA VI, 334).

Si la venganza es la medida de la justicia, la muerte como pena del homicidio parece ser una deducción inmediata. La equiparación de la muerte de la víctima y la del victimario parece responder al criterio de justicia establecido por la ley del talión.

Los pasajes hasta aquí mencionados suelen ser tomados como fundamento tanto de las lecturas retributivistas de Kant, como de aquellas que quieren desacreditar la teoría kantiana de la pena. Los primeros entienden que la pena como retribución supone un límite al poder punitivo en dos sentidos: en primer lugar, en tanto exige para la aplicación de una sanción la preexistencia de un hecho lesivo; en segundo lugar, en tanto establece un tope para el rigor del castigo, i.e. el castigo no puede ser más lesivo que el desvalor del acto ilícito. Por su parte, quienes quieren desacreditar a Kant se valen de estos pasajes para presentar una teoría que desoye el sentido común, pues ordena de manera incondicionada la imposición de un castigo, aun cuando su aplicación no provoque ningún bien ulterior.

Por otra parte, la concepción de la teoría kantiana de la pena en términos de disuasión puede ser asociada al concepto de coacción. La coacción es un móvil para la acción. La pena interpretada como coacción exige entenderla como una disuasión ante el eventual deseo de cometer un delito. Es en este sentido que la definición que brinda Kant de la legislación jurídica abre el camino de una interpretación de la teoría de la pena en términos de disuasión:

La legislación que hace de una acción un deber y de ese deber, a la vez, un móvil, es ética. Pero la que no incluye al último en la ley y, por tanto, admite también otro móvil distinto de la idea misma del deber, es jurídica […]. [Tales móviles] tienen que extraerse de los fundamentos patológicos de la determinación del arbitrio (Kant, 1996, pp. 23-24, AA VI, 219).

Todo lo contrario al derecho es un obstáculo a la libertad según leyes universales: pero la coacción es un obstáculo o una resistencia a la libertad. Por tanto, si un determinado uso de la libertad misma es un obstáculo a la libertad según leyes universales (es decir, contrario al derecho), entonces, la coacción que se le opone, en tanto que obstáculo frente a lo que obstaculiza la libertad, concuerda con la libertad según leyes universales; es decir, es conforme a derecho; por consiguiente, al derecho está unida a la vez la facultad de coaccionar a quien lo viola, según el principio de contradicción (Kant, 1996, pp. 40-41, AA VI, 231).

Sobre estos importantes pasajes volveremos en detalle más adelante. Pues aquí se encuentra tanto la articulación entre ética y derecho, como el principio que da fundamento a la aplicación categórica del castigo. Sin embargo, por el momento solo quisiera considerar estos pasajes como indicios para una interpretación disuasionista de Kant. El filósofo expresamente vincula la norma jurídica a la imposición de un móvil patológico o coacción. Entiéndase por patológica aquella determinación de la voluntad dependiente de impulsos sensibles (Caimi, 2017, p. 361). En razón de esto, se abre el camino a una lectura de la pena en términos de disuasión. En otras palabras, la pena es un motivo o móvil expresado en la norma, dirigido al posible malhechor, a fin de conducirlo en razón de un fundamento patológico (i.e. sensible o corporal) a no realizar la acción indeseada.

Por último, quisiera introducir una última cuestión que se encuentra relacionada solo de manera mediata con las diferentes líneas de lectura, pero que indicará un elemento sobre el que será relevante explayarse más adelante. Este es el origen de la norma penal y el fundamento de su validez. En este sentido, Kant nos brinda dos pasajes de mayor importancia:

Nadie sufre castigo porque lo haya querido, sino porque ha querido una acción punible; [...]. Decir que quiero ser castigado si asesino a alguien no significa sino decir que me someto junto con todos los demás a las leyes que de un modo natural serán también leyes penales, en caso de que haya criminales en el pueblo. Yo, como colegislador que decreta la ley penal, no puedo ser la misma persona que, como súbdito, es castigada según la ley; porque como tal, es decir, como criminal, no puedo tener un voto en la legislación (el legislador es santo). Por tanto, cuando yo formulo una ley penal contra mí, como criminal, es la razón pura jurídico-legisladora en mí (homo noumenon) la que me somete a la ley penal a mí, como capaz de cometer crímenes, por consiguiente, como otra persona (homo phaenomenon) junto con todas las demás en una asociación civil (Kant, 1996, p. 171, AA VI, 335).

El derecho penal es el derecho que tiene el soberano, con respecto a aquél que le está sometido, de imponerle una pena por su delito. El jefe supremo del Estado no puede, por tanto, ser castigado [...] (Kant, 1996, pp. 165-166, AA VI, 331).

Aquí se presentan dos pasajes que parecen brindar dos visiones opuestas sobre el origen y fundamento de la pena: una basada en el aspecto racional de todos los miembros de la comunidad, otra basada en el legítimo derecho de la autoridad soberana (como diferenciado del mero súbdito), puesto a su vez por sobre la ley penal en cuestión.

Aquí he intentado presentar brevemente algunos de los pasajes principales a los que acuden quienes pretenden interpretar la teoría de la pena de Kant de las maneras indicadas. En la búsqueda por establecer el fundamento racional de la pena y la legitimidad del Derecho penal según Kant, será necesario considerar los puntos señalados y dar respuesta a las siguientes preguntas: ¿de dónde emana la ley penal? ¿Por qué la ley penal, es decir el castigo, debe aplicarse sin una finalidad ulterior, i.e., de manera categórica? ¿A qué se refiere Kant cuando dice que la ley del talión es la medida del castigo? ¿Por qué dice Kant que uno se impone a sí mismo la ley penal, pero a la vez dice que uno no se impone a sí mismo la ley penal? Finalmente, ¿a qué se refiere Kant al hablar de razón pura jurídico-legisladora, legislador santo, homo noumenon y homo phaenomenon y qué papel tienen en la fundamentación del castigo?

Sostendré que la teoría de la pena kantiana no se caracteriza suficientemente en términos de venganza o mera retribución, como tampoco se la puede entender exclusivamente en términos de disuasión. En otras palabras, su fundamento no radica en su aptitud para disuadir ni en un mandato retributivo, sino que por el contrario se deduce de la ética kantiana y encuentra una fundamentación en las leyes que la razón pura práctica se impone a sí misma. Por el contrario, indicaré que el carácter retributivo y disuasorio del castigo, aunque presentes en la teoría de la pena, no son el fundamento de la pena, sino una consecuencia ulterior del verdadero fundamento estrictamente práctico-racional. En pocas palabras, se verá que la razón impone un mandato categórico de castigar ciertas acciones, sanción que tendrá una determinación retributiva y un efecto disuasorio, pero cuyo fundamento no se encuentra en la búsqueda de tal retribución o disuasión, sino en principios de carácter práctico-racional.

III. La razón práctica y la razón jurídico-legisladora

El proyecto crítico kantiano se ha propuesto sopesar las aptitudes y límites de la razón humana tanto en su esfera teórica como en su esfera práctica. En tanto la cuestión que aquí compete versa sobre su filosofía del derecho, me ocuparé exclusivamente de la razón en su uso práctico. Como se sabe, en la obra de Kant el fundamento de las normas que establecen deberes morales no tiene su origen en la revelación divina, en la observación de la naturaleza humana ni en la experiencia. La naturaleza sólo podría dar el orden de las causas eficientes, nuestra sujeción a ciertas inclinaciones, pero nunca el deber. El deber tendrá su origen en una ley autoimpuesta por la razón:

La razón determina en una ley práctica la voluntad inmediatamente y no mediante la intervención de un sentimiento de placer o displacer, ni siquiera mediante un placer en esta ley y sólo el hecho de que como razón pura pueda ser práctica le permite ser legisladora (Kant, 2013, p. 34, AA V, 25).

La moralidad consiste, pues, en la relación de toda acción con la legislación, por la cual es posible un reino de los fines. Mas esa legislación debe hallarse en todo ser racional y poder originarse de su voluntad, cuyo principio es, pues, no hacer ninguna acción por otra máxima que ésta, a saber: que pueda ser la tal máxima una ley universal y, por tanto, que la voluntad, por su máxima, pueda considerarse a sí misma al mismo tiempo como universalmente legisladora. [...] La necesidad práctica de obrar según ese principio, es decir, el deber, no descansa en sentimientos, impulsos e inclinaciones, sino sólo en la relación de los racionales entre sí, en la cual la voluntad de un ser racional debe considerarse siempre al mismo tiempo como legisladora, pues si no, no podría pensarse como fin en sí mismo (Kant, 1972, p. 48, AA IV, 434).

La razón pura tiene que ser por sí sola práctica, es decir, debe poder determinar la voluntad tan sólo mediante la forma de la regla práctica, sin presuponer ningún sentimiento, y, por lo tanto, sin las representaciones de lo agradable o de lo desagradable como materia de la facultad de desear, materia que es siempre una condición empírica de los principios. (Kant, 2013, p. 33, AA V, 24).

Como puede verse, es la razón práctica la fuente de normatividad. A fin de poder caracterizar satisfactoriamente a la razón práctica, se debe retomar una distinción kantiana entre imperativos hipotéticos e imperativos categóricos (Kant, 1972, pp. 35-36, AA IV, 414-5; Kant, 2013, p. 26, AA V, 20).

El imperativo hipotético es el juicio que impone un deber bajo una determinada condición. Se puede recurrir a un ejemplo simple: si deseo ser un excelente pianista, debo practicar todos los días. El juicio no ordena “practicar todos los días” de manera absoluta, incondicionada. No es un deber de todo ser humano practicar piano todos los días. Es solo un deber para quien adopte la condición –la meta– “ser un excelente pianista”. Más aún, podríamos decir que este “deber” tiene un carácter pragmático, utilitario. No se trata aquí de un deber moral, sino de los medios para realizar un fin, es decir, de una regla de la sagacidad que permite identificar los medios idóneos para realizar un determinado fin. El principio solo establece el medio adecuado para la realización de un fin y no obliga a adoptar el medio ni el fin en cuestión.

Por el otro lado, se cuenta con los imperativos categóricos. El imperativo categórico es aquel juicio que impone un deber de manera incondicionada, esto es, sin que esté sujeto a una condición ulterior o a una finalidad ulterior. Las leyes morales, los mandatos morales objetivos, es decir, universales, que valen para todo ser racional, tendrán esta forma: establecerán un deber no sujeto a condición, universalmente válido. Por ejemplo: no debes mentir. Aquí no se trata de “no mentir” para conseguir un fin. Aquí se trata de un mandato incondicionado. Se establece un deber que no depende de una condición ulterior. La ética y la doctrina del derecho –en sus principios– consisten, fundamentalmente, de imperativos categóricos.

Kant sostiene que la conducta será moralmente buena, cuando la máxima de su acción se ajuste al principio de la moralidad que tendrá la forma de un imperativo categórico. 10 Este imperativo ha sido diversamente enunciado por Kant, pero en todas sus formulaciones se respeta un mismo espíritu. Aquí presento una de ellas: “Actúa de modo que la máxima de tu voluntad pueda, al mismo tiempo, valer siempre como principio de una legislación universal” (Kant, 2013, p. 42, AA V, 30).11

El imperativo categórico establece la regla formal a la que debe someterse toda voluntad a fin de ser moralmente buena.12 Solo si puedo querer sin contradicción que la máxima de mi acción sea una ley universalmente válida, puede decirse que esa acción es moralmente buena. Por ejemplo, yo podría darme a mí mismo la regla de mentir en toda ocasión en que esto resulte conveniente. Sin embargo, no puedo querer que esta máxima sea una ley universal. No puedo querer que haya una ley universal que mande a todo ser humano mentir cuando le resulte conveniente. En consecuencia, tal máxima y tal acción no son morales.13

Kant agrega a esto una segunda distinción. La diferencia entre actuar por deber y de acuerdo con el deber. Yo puedo ser sincero porque esto me resulta conveniente o por una inclinación emocional característica de mi persona. En ambos casos actuaría en concordancia con el deber, pero no por deber. La conducta será moralmente buena cuando su máxima cumpla los requisitos del imperativo categórico, y a la vez cuando la acción esté motivada en el respeto a la ley moral.

Al identificar el imperativo categórico, Kant ofrece una ley autoimpuesta por la razón, que, paradójicamente, la vuelve libre. Esto es, la razón se vuelve libre en tanto se impone a sí misma una norma universalmente válida, que la sustrae de la sujeción a las inclinaciones naturales, a la necesidad de las motivaciones patológicas.14 En otras palabras, el ser humano es libre en tanto su razón se impone a sí misma leyes universales que pueden guiar y motivar su conducta con independencia de la causalidad natural, manifiesta en las inclinaciones sensuales y patológicas, esto es, los sentimientos, los deseos, necesidades fisiológicas, etc. En palabras de Kant, “sólo conocemos la libertad (tal como se nos manifiesta ante todo a través de la ley moral) como una propiedad negativa en nosotros; es decir, la propiedad de no estar forzados a obrar por ningún fundamento sensible de determinación” (Kant, 1996, p. 33, AA VI, 226).

Como se sabe, el abordaje del imperativo categórico como principio supremo de la razón pura práctica puede encontrarse en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres y en la Crítica de la razón práctica. Sin embargo, la obra que Kant dedica al derecho es la Metafísica de las costumbres. ¿Cuál es la relación que se establece entre estas obras? ¿Cuál es la relación entre el imperativo categórico y el Derecho? Estas cuestiones teóricas son complejas y de mayor interés. Sin embargo, a los fines del presente trabajo, haré solo unas breves indicaciones.

En primer lugar, la relación entre la Crítica de la razón práctica y la Metafísica de las costumbres debería ser análoga a la relación entre la Crítica de la razón pura y los Principios metafísicos de la ciencia de la naturaleza. La Crítica de la razón pura está destinada a sopesar las aptitudes epistemológicas a priori en el terreno del conocimiento teórico, esto es, en el terreno del conocimiento de la naturaleza. Esta Crítica ocupa el lugar de una propedéutica y ofrece –según las propias palabras de Kant– una ontología (metafísica general) en el acotado sentido de una “analítica del entendimiento puro” (Kant, 2007, A247/B303). En cambio, los Principios metafísicos de la ciencia de la naturaleza ofrecen ya no solo las condiciones de posibilidad de la constitución del objeto de conocimiento, sino que brindan conocimiento a priori de las leyes físicas de la naturaleza (por ejemplo, se demuestra a priori la necesidad de la fuerza de atracción).

En la Crítica de la razón práctica nos encontramos con la propedéutica del conocimiento práctico a priori.15 Pero no tenemos aquí el sistema de dicho conocimiento, no contamos aquí con el desarrollo de los principios prácticos, sino con el principio fundamental de una razón práctica y sus condiciones de posibilidad. En la Metafísica de las costumbres Kant ofrecería el sistema de conocimientos a priori en la esfera práctica. Este sistema se divide en dos, en la “doctrina del derecho” y la “doctrina de la virtud”. El imperativo categórico presentado por Kant en la Crítica de la razón práctica es vuelto a presentar en la Metafísica de las costumbres como “el principio supremo de la doctrina de las costumbres”,16 es decir, como el principio supremo de la razón práctica, legisladora, que vale para ambas doctrinas. Como puede imaginarse, el carácter categórico de este imperativo tendrá algo que ver con el carácter categórico de la ley penal.

En tanto la doctrina de las costumbres debe abarcar toda la esfera práctica del ser humano, debe entenderse que este principio es válido tanto para la ética como para el Derecho. Pero, aun compartiendo este principio, ética y Derecho se diferencian. Dice Kant: “la legislación que hace de una acción un deber y de ese deber, a la vez, un móvil, es ética. Pero la que no incluye al último en la ley y, por tanto, admite también otro móvil distinto de la idea misma del deber, es jurídica” (Kant, 1996, pp. 23-24, AA VI, 219). Estos otros móviles “tienen que extraerse de los fundamentos patológicos de la determinación del arbitrio” (Kant, 1996, p. 24, AA VI, 219). Esto quiere decir que una primera diferencia entre ética y Derecho es el móvil de la acción. En la ética, una ley convierte una acción en debida y a la conciencia del deber en el móvil de la acción: actuamos en concordancia con la ley moral y por respeto a la ley moral. En el Derecho, el móvil de la acción es patológico; actuamos en concordancia con la ley, pero no motivados por el respeto a la ley, por la conciencia del deber, sino por motivos patológicos (vinculados con las sensaciones, emociones, temores, aversiones, etc.). Esto quiere decir que el Derecho impone un deber, pero que el móvil para el cumplimiento de tal deber no es la conciencia moral, sino un elemento externo a la conciencia, un móvil patológico vinculado con el placer y la aversión.

De esta manera, Kant deduce que “todos los deberes, simplemente por ser deberes, pertenecen a la ética; pero no por eso su legislación está siempre contenida en la ética” (Kant, 1996, p. 24, AA VI, 219). Esto significa que el Derecho y la ética –en tanto emanados de la razón pura– no se diferencian en virtud de sus deberes, sino que se diferencian, fundamentalmente, por el tipo de legislación que ordena dichos deberes y en la motivación que impulsa al cumplimiento de dichos deberes.17 La legislación jurídica une un deber con un móvil externo y patológico –coacción externa–, lo que no quiere decir que el deber jurídico, en tanto deber, no sea a su vez ético (Kant, 1996, p. 25, AA VI, 219-220).

En otras palabras, el origen de todo deber debe radicar en el imperativo categórico. La legislación jurídica no impone –al menos, en sus principios generales– otros deberes distintos a los de la ética, sino que brinda un móvil patológico para el cumplimiento de algunos de tales deberes. En palabras de Kant: “de ahí que la doctrina del derecho y la doctrina de la virtud no se distingan tanto por sus diferentes deberes como por la diferencia de legislación, que liga uno u otro móvil con la ley” (Kant, 1996, p. 25, AA VI, 220). Esto es, los deberes éticos y jurídicos son los mismos, como así también su fundamento. La legislación jurídica se diferencia por imponer un móvil externo y patológico al cumplimiento de ciertos deberes.18

Aquí se ve que Kant ha introducido la idea de un móvil externo para el cumplimiento de una ley. Tal móvil es la coacción. Pero todavía no logra apreciarse qué la hace necesaria, categórica. Consideremos la definición del Derecho y su principio fundamental.

Kant dice que “el derecho es el conjunto de condiciones bajo las cuales el arbitrio de uno puede conciliarse con el arbitrio del otro según una ley universal de la libertad” (Kant, 1996, p. 39, AA VI, 230).19 El principio universal del Derecho dicta: “una acción es conforme a derecho cuando permite, o cuya máxima permite a la libertad del arbitrio de cada uno coexistir con la libertad de todos según una ley universal” (Kant, 1996, p. 39, AA VI, 230). De esto deduce Kant la ley universal del derecho: “obra externamente de tal modo que el uso libre de tu arbitrio pueda coexistir con la libertad de cada uno según una ley universal” (Kant, 1996, p. 40, AA VI, 231). Frente a esto, tenemos la definición de lo ilícito y la coacción:

Todo lo contrario al derecho es un obstáculo a la libertad según leyes universales: pero la coacción es un obstáculo o una resistencia a la libertad. Por tanto, si un determinado uso de la libertad misma es un obstáculo a la libertad según leyes universales (es decir, contrario al derecho), entonces, la coacción que se le opone, en tanto que obstáculo frente a lo que obstaculiza la libertad, concuerda con la libertad según leyes universales; es decir, es conforme a derecho; por consiguiente, al derecho está unida a la vez la facultad de coaccionar a quien lo viola, según el principio de contradicción (Kant, 1996, pp. 40-41, AA VI, 231).20

Vale agregar a esto que dicha coacción no debe provenir necesariamente de la misma persona que viola la norma, porque la ley universal del derecho

Me impone una obligación, pero [...] no espera en modo alguno, ni menos aún exige, que deba yo mismo restringir mi libertad a esas condiciones por esa obligación, sino que la razón sólo dice que está restringida a ello en su idea y que también puede ser restringida por otros de hecho; y esto lo dice como un postulado, que no es susceptible de prueba ulterior alguna (Kant, 1996, p.40, AA VI, 231).

Creo que aquí se puede comenzar a brindar algunas respuestas a las preguntas que sugerían los pasajes estudiados en la sección II.

En primer lugar, propongo una hipótesis de lectura en lo que se refiere a la identificación del legislador –santo–, al soberano no sujeto a coacción. Conociéndose los límites epistemológicos establecidos por la Crítica de la razón pura en lo que se refiere al presunto conocimiento metafísico sobre entidades que trascienden la experiencia, entiendo que no cabe comprender esta referencia al legislador santo en términos estrictamente teológicos. No se puede tratar de una afirmación que en efecto pretenda tener valor epistemológico objetivo. Puede tratarse de un postulado práctico, esto es, la necesidad práctica de representarse el mandato moral como si emanara de un legislador santo. O bien puede ser interpretado como una referencia al carácter puro de la razón como facultad legislativa. En efecto, el pasaje AA VI, 335 antes citado parece sugerir esta posibilidad:

Me someto junto con todos los demás a las leyes […]. Yo, como colegislador que decreta la ley penal, no puedo ser la misma persona que, como súbdito, es castigada según la ley; porque como tal, es decir, como criminal, no puedo tener un voto en la legislación (el legislador es santo). Por tanto, cuando yo formulo una ley penal contra mí, como criminal, es la razón pura jurídico-legisladora en mí (homo noumenon) la que me somete a la ley penal a mí, como capaz de cometer crímenes, por consiguiente, como otra persona (homo phaenomenon) junto con todas las demás en una asociación civil (Kant, 1996, p. 171, AA VI, 335).

Como se ve, el pasaje citado claramente indica que es la razón pura jurídico-legisladora en mí el legislador santo del que emana la norma y soy yo mismo como homo phaenomenon, es decir, como sujeto fenoménico y empírico, su destinatario. La distinción que aquí Kant introduce entre homo noumenon y homo phaenomenon se refiere a la distinción entre el carácter nouménico y empírico del ser humano. Es esta distinción un elemento central para comprender en qué medida cada uno de nosotros como sujeto racional es origen de la norma penal. El ser humano, en tanto ser natural que existe en la experiencia, se encuentra sujeto a las leyes causales, siendo así un objeto empírico más. Por otra parte, el ser humano posee una facultad racional que le permite romper los enlaces causales del orden natural y autoimponerse principios prácticos, deberes, fines, etc. Esta facultad racional, no sensible, no determinada por las causas eficientes de la naturaleza, abre al ser humano el terreno de la libertad. Se trata de su carácter nouménico, es decir, de la faceta racional del ser humano, que no se da como un dato en el espacio y tiempo de la experiencia y, por tanto, que no se encuentra determinada por leyes causales.21

Es precisamente esta faceta racional del ser humano, concebida de manera pura, es decir, en total separación de su aspecto patológico y sensible, el origen de todo deber y de toda legislación práctica. Si atendemos a la razón pura en tanto se encuentra sujeta a los principios a priori de la ética y el Derecho que ella misma se autoimpone, siendo capaz de establecer por medio de una fórmula universal las leyes a las que debe sujetarse todo ser racional, encontramos el legislador santo al que Kant refiere. Entendido de esta forma, el legislador santo no es una entidad metafísica –como podría sugerir la interpretación propuesta por Jiménez de Asúa y Roxin–, pero tampoco un soberano político empíricamente existente. En palabras de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres: “El ser racional debe considerarse siempre como legislador en un reino de fines posibles por libertad de la voluntad, ya sea como miembro, ya como jefe” (Kant, 1972, p. 47, AA IV, 434). Es decir, es la faceta puramente racional del ser humano.

Si bien la voluntad humana no es santa en sentido estricto,22 podemos atender exclusivamente al carácter racional del ser humano y su aptitud determinante de la voluntad por medio de principios a priori, abstrayendo de su carácter patológico y concibiendo de esta manera a la razón humana como un legislador que impone principios puros que determinan toda la esfera práctica (incluso el ámbito del Derecho penal). Todo ser racional participa del dictado de dicha legislación. En tanto solo atendemos al carácter puro y a priori de esta facultad constitutiva de mandatos incondicionados, podemos concebirlo como equiparable a un legislador santo. Si hacemos foco solo sobre el carácter racional del ser humano y hacemos abstracción de su carácter patológico, cabe pensar que Kant ofrece aquí una caracterización ideal de la razón pura legisladora humana en equiparación con un legislador divino. Y, en efecto, la legislación que debe querer nuestra razón pura es tal que podría haber sido querida por una voluntad perfectamente buena a la que amerita caracterizar como divina o santa (i.e. no determinada patológicamente). En otras palabras, lo que puede ser querido por nuestra razón pura como ley universal concuerda con lo que una voluntad santa y divina querría –aun cuando esta legislación tenga para nosotros un carácter coercitivo, debido a que nos encontramos afectados por las inclinaciones patológicas–.

Ya se ha identificado el origen de la legislación, es decir, la naturaleza del legislador; me propongo, entonces, responder la pregunta por el carácter categórico de la aplicación del castigo: por qué el castigo debe aplicarse sin una finalidad ulterior. O mejor dicho, por qué el fundamento del castigo no radica en su utilidad, ni puede suponer esta un límite al castigo o ser un factor condicionante del mismo. Esto se debe a varias razones. La primera se encuentra en el carácter categórico de los deberes morales. Como hemos visto, Derecho y ética no se diferencian en razón de los deberes impuestos. El Derecho no impone deberes que no sean abarcados por la ética, solo que en el terreno del Derecho son abordados por una legislación distinta que busca motivar al destinatario de la norma por medio de móviles patológicos. En consecuencia, lo que sea un deber jurídico lo será de manera incondicionada, de la misma forma en que los deberes de la ética son incondicionados.23 El deber jurídico no está sujeto a condición, no se trata de un imperativo hipotético. Es un deber categórico, tal como los deberes de la ética. En consecuencia, puede decirse que, si resulta un deber castigar ciertas acciones, se tratará de un deber de carácter categórico.24

El principio del Derecho establece que debemos regirnos (de manera categórica) por leyes que ordenen acciones según las cuales la libertad de cada quien sea compatible con la de los demás seres humanos. En consecuencia, la acción que atenta contra un acto libre compatible con la libertad de los otros es un acto injusto, ilícito o antijurídico. La coacción de dicha acción por parte de un tercero es, a su vez, compatible con la libertad de todos y es, en consecuencia, justa, lícita, conforme a derecho.25

Si el mandato jurídico es incondicionado, si el principio jurídico que ordena gobernarnos por leyes que hagan posible la compatibilidad de la libertad de todos no está sujeto a una condición ulterior (es decir, no ordena esto en razón de un fin ulterior que pudiéramos no querer), la coacción del acto contrario a este principio también será incondicionada, categórica. Paso a considerar esto con más detenimiento: el mandato que establece actuar de manera tal que mi libertad pueda ser compatible con la de mis semejantes no es un mandato que se imponga de manera hipotética, esto es, con miras a un fin determinado, sino que es un mandato que vale universalmente, sin condición alguna, para todo ser racional y de manera perpetua. La acción contraria a este mandato puede ser reprimida por medio de una coacción, la cual será legítima, es decir, lícita, en tanto esta coacción es compatible con la libertad de todos (pues reprime una acción que no es compatible con la libertad de todos).26 En consecuencia, si el mandato de conducirnos de forma tal que nuestra acción sea compatible con la libertad de todos es incondicionado, el mandato de aplicar la sanción debida (acorde con el principio indicado) es incondicionado también.

Esta es la explicación estrictamente racional de que el fundamento de la pena no radique en una finalidad ulterior o en su utilidad. El mismo deber incondicionado que da origen a la ley es el que impone la incondicionalidad del castigo.27 A esto se agrega el deber ético –válido para el terreno del Derecho– de no tomar a ningún ser humano exclusivamente como medio para un fin. Ya se ha visto que el imperativo categórico era válido para todo terreno práctico (tanto ético como jurídico). Una de sus formulaciones exige que todo ser racional se rija por medio de leyes universales que no permitan tomarse a sí mismo ni a los demás como meros medios. Esto es, todo ser humano debe ser tomado como un fin en sí mismo (Kant, 1972, pp. 44-45, AA IV, 429).

En concordancia con estos dos elementos mencionados, la pena no puede estar fundamentada en su utilidad. El castigo no se fundamenta en la búsqueda de un resultado o de un beneficio para el criminal, para sus víctimas o para la sociedad. Si el fundamento del castigo fuera su utilidad, el ser humano sería tomado exclusivamente como un medio y no como un fin en sí mismo. Si el castigo tuviera su razón de ser en la reparación, la disuasión o la rehabilitación, se trataría de un deber contrario al imperativo categórico (y, por tanto, no podría tratarse de un deber) y, en segundo lugar, no emanaría del principio incondicionado del Derecho.

En palabras de Kant, estaríamos en el terreno de la doctrina de la felicidad y no del deber. Es decir, nos estaríamos ocupando de cuáles son los medios para que el hombre sea feliz, qué es lo que patológicamente necesita el hombre (o la comunidad) para ser feliz, y no de cuáles son sus deberes, qué es lo que lo hace ser digno de felicidad.

Es por este motivo que Kant toma los ejemplos extremos que conocemos: aunque la comunidad fuera a dispersarse, antes se debería llevar a cabo el debido castigo correspondiente a cada criminal (Kant, 1996, pp. 168-169, AA VI, 333). El deber de castigar está ordenado de manera categórica, no está sujeto a una ulterior finalidad, no se sostiene en un valor pragmático o utilitario. Aun si el criminal fuera más útil vivo que muerto, libre que encarcelado, el deber jurídico de aplicar el castigo es incondicionado. El motivo de este carácter incondicionado es el ya explicado: es un deber de actuar según una ley que haga compatible la libertad de todos. La coacción de un acto contrario a tal deber es compatible con la libertad de todos y es, por tanto, un deber.

Vale aclarar que no necesariamente se debe entender que Kant rechace toda utilidad o toda finalidad en el castigo. Con esto quiero decir que no es necesario que Kant rechace que la pena pueda tener un carácter disuasorio o preventivo (u otros, i.e. rehabilitación del delincuente o reforzamiento de la norma). De hecho, si la pena no tuviera un carácter disuasorio o preventivo no se podría considerar que la ley penal ofrece un móvil (patológico) para la conducta. De lo que se trata aquí es de no confundir el fundamento de la pena, el fundamento del deber de castigar con la utilidad o las consecuencias que pueda acarrear tal castigo o tal amenaza del castigo.28 En otras palabras, la amenaza del castigo puede ser el móvil de la acción y puede ser útil en este sentido. Pero el fundamento del castigo no emana de su utilidad, ni la utilidad puede suprimirlo, disminuirlo ni aumentarlo. De esta manera se ve que, aunque el castigo tenga, de hecho, un efecto disuasorio (aun deliberadamente buscado), no es este su fundamento.

De modo análogo, puede verse que la lectura retributiva de Kant tampoco atiende al verdadero fundamento del castigo. La norma penal impondrá, en efecto, un castigo de acuerdo con criterios retributivos: exigirá la previa comisión de un ilícito e impondrá una pena acorde al carácter lesivo del delito. Pero el fundamento por el que se aplica el castigo en cuestión no es el mandato de realizar un principio retributivo. No hay un mandato racional y a priori que impone el deber de retribuir los males. En consecuencia, la retribución no es el fundamento del castigo, sino un límite suyo que de traspasarse haría injusto al castigo y un efecto de su aplicación. En la medida en que debe castigarse incondicionadamente las acciones que no permiten realizar al mismo tiempo la libertad de todos, el efecto que se produce es una legislación penal con carácter retributivo. Sin embargo, el origen del deber de castigar y su fundamento no se deriva de haber partido de un mandato retributivo que ordena repetir el mal realizado en la persona del ofensor. El mandato moral y jurídico es castigar los actos que afectan la compatibilidad de la ley de todos. Esto tiene un efecto disuasorio y permite derivar un mandato jurídico retributivo. Como si se dijera que, en razón del principio racional de castigar dichos actos lesivos, se instaura un mandato derivado, de segundo orden, de acuerdo con el cual solo se impone castigo a quienes realizaron las conductas determinadas (i.e. aquellas que hacen incompatible la libertad de todos). De esta manera, el carácter retributivo del castigo es derivado y no el fundamento mismo de la pena.

Volvamos a considerar la naturaleza del legislador a fin de entender en qué sentido nos imponemos nosotros mismos el castigo penal y en qué sentido no. Como miembros de ese legislador universal que se encuentra expresado en el principio de la razón pura, esto es, como seres racionales, somos legisladores de nosotros mismos, junto con toda la comunidad. Pero esto supone considerarnos a nosotros mismos según nuestro carácter inteligible, nouménico, puramente intelectual. Como seres fenoménicos, como sujetos empíricos dados en la experiencia, no somos nosotros mismos quienes nos imponemos el castigo. El desdoblamiento entre nuestro lado puramente racional y nuestra existencia empírica permite explicar en qué sentido, por un lado, nos autoimponemos las normas y, por el otro, estamos sujetos al castigo de una manera coercitiva. Esto concuerda con la caracterización del legislador como santo y la afirmación según la cual él no se encuentra sujeto al castigo de la ley: se debe al desdoblamiento entre lo puramente racional en el ser humano y su faz empírica, patológica.29

Esto permite entender también por qué Kant hace una referencia insistente a la ley del talión. Es cierto que Kant remite a este principio como un medio para establecer la cantidad justa del castigo. Sin embargo, en el pasaje AA VI, 333 antes citado Kant dice que quien roba, se roba a sí mismo y esto permite entender la ley del talión en otro sentido. En esta expresión, Kant no se refiere a que el castigo debe ser equiparable o equivalente al delito. La cuestión es que el acto ilícito, que atenta contra el principio del Derecho, actúa a su vez contra la propia norma que fundamenta los derechos. El acto ilícito se dirige contra la norma universal dictada por la razón pura, de la que participa el propio delincuente. Su acto se contrapone a lo ordenado por su propia razón y en consecuencia atenta contra el fundamento mismo de sus propios derechos. Es en este sentido que quien, por ejemplo, atenta contra la propiedad privada de otros actúa, a su vez, contra su propia propiedad privada.

IV. Conclusiones

A pesar de que la teoría kantiana de la pena incluye elementos disuasorios y retributivos, se ha podido apreciar que el fundamento último del deber de castigar no radica en ellos. Tal fundamento se encuentra en el imperativo categórico y en los principios prácticos a priori que la razón en su uso práctico se impone a sí misma en la esfera jurídica. De esta manera, el deber de castigar ciertas conductas se presenta como un mandato de carácter categórico, incondicionado, no sujeto a una ulterior finalidad (como la disuasión o la retribución). La disuasión y la retribución del delito se presentan como consecuencias secundarias de esta teoría, admisibles pero que de ningún modo pueden ser tenidas por el fundamento del deber de castigar. De esta manera, al acreditar la manera en que la filosofía jurídica de Kant debe ser leída en articulación con su filosofía moral, se ha mostrado que la teoría kantiana de la pena es una teoría que brinda un fundamento racional del deber de castigar y que logra superar los escollos planteados por quienes ven en la filosofía penal de Kant una posición irracional e infundada.

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Notas

1 En español, véase Klug, 1970, pp. 38-40.

2 Ya en la Filosofía del derecho, Hegel enuncia su crítica a la filosofía práctica kantiana catalogándola de “vacío formalismo” y “retórica del deber por el deber mismo”. Hegel sostiene que de un enunciado puramente formal –como es el caso del imperativo categórico– no se puede deducir ningún mandato particular positivo. A esto se agrega que el principal criterio de esta fórmula es la no contradicción; pero para que haya una tal contradicción –esto es, que una máxima de acción sea contradictoria– se debe suponer algún principio positivo o un fin concreto respecto del cual esta máxima pueda ser contradictoria, suposición imposible en el caso de un principio formal (Hegel, 2004, p. 135; parágrafo 135, observación).

3 Se puede ofrecer el siguiente ejemplo: el imperativo categórico evalúa si puedo desear que una regla de conducta personal (una máxima) sea convertida en una ley que habrá de ser acatada por todos los sujetos. De esta manera, se puede probar, por ejemplo, que mentir no puede ser una ley moral, pues no puedo desear que los demás me mientan sistemáticamente ni me será útil mi mentira si todos saben que hay una ley universal de la mentira (es decir, se volvería inútil mi mentira). Ahora bien, los límites que el imperativo categórico impone pueden ser superados del siguiente modo: yo no puedo desear que haya una ley universal de la mentira, pero sí puedo desear que todos los sujetos que cumplan con determinadas características estén autorizados a mentir. La clave radica en seleccionar estas características de modo tal que la enunciación sea universal, pero el resultado sea singular. En otras palabras, seleccionaré todas las características universales necesarias para que el resultado final sea un único individuo (yo mismo) que se encuentre autorizado a mentir. En este caso, podría ser “todos los seres humanos hispanoparlantes que redacten un artículo sobre Kant y el derecho penal y etc.… deben poder mentir”. Como se ve, puedo querer semejante enunciado que será formulado de manera universal, pero implicará únicamente mi autorización a mentir.

4 Como ya se ha indicado ut supra, los términos punitivismo y retributivismo no son en sí mismos injuriosos. El retributivismo se refiere al establecimiento de una acción previa lesiva (culpa) como condición para la posterior aplicación de una pena o castigo y la equivalencia entre la lesividad del delito y de la pena. De esa manera, se entiende que el castigo retribuye al delincuente el daño hecho por su delito. En este sentido, puede verse Norrie, 1991, pp. 40-41. Es interesante indicar que Norrie señala que para Kant el castigo justo implica, necesariamente, que su cantidad también lo sea, aunque el autor duda que Kant sea capaz de demostrar esto. El punitivismo puede ser entendido en múltiples sentidos (sobre todo si se usa este término en el marco de debates políticos contemporáneos). En su acepción más aséptica ideológicamente, puede ser entendido como la concepción de acuerdo con la cual la pena tiene como función castigar al delincuente, en lugar de otros posibles fines (por ejemplo: reparar los efectos de su delito, reinsertar al delincuente en la comunidad, etc.). Los intérpretes que pretenden objetar la concepción penal kantiana usan estos términos en el sentido peyorativo antes indicado. Como veremos, Byrd y Fleischacker usarán estos mismos términos sin darles tal sentido negativo.

5 En Culpabilidad y prevención en derecho penal, Roxin hace una feroz crítica de toda teoría retributiva de la pena. En esencia, la crítica consiste en que la retribución es “científicamente insostenible y desde un punto de vista político-criminal es perjudicial” (Roxin, 1981, p. 44). En lo que se refiere al aspecto científico, el autor afirma que la pena retributiva es irracional en tanto se sostiene en una concepción teológica del poder, según la cual el juez se convierte en el “ejecutor terrenal de un tribunal divino” que debe reestablecer la justicia en la tierra, lo cual es incompatible con la democracia, para la cual todo poder político se origina, en última instancia, en la voluntad popular. Lo interesante para nuestros fines es que Roxin –de manera sutil: a través de una cita indirecta de Maurach– introduce a Kant en esta tradición, catalogando así a la teoría kantiana de la pena como irracional y teológica. De manera análoga, en el tomo I de su tratado Derecho penal, afirma Roxin que la filosofía del idealismo alemán, especialmente Kant, ha sido la razón por la que se ha tenido en tanta estima la teoría retributiva de la pena (Roxin, 1997, p. 81). Desde el punto de vista político-criminal, la teoría retributiva no es útil pues no hace grandes aportes a una prevención eficaz del delito ni conduce a efecto resocializador alguno. En contraposición a esta teoría retributiva –a criterio de Roxin– irracional e ineficaz, propone el autor lo que él llama una concepción “unilateral” de la culpabilidad. Esta concepción consiste en que si bien la culpabilidad es condición necesaria para la aplicación de una pena, no es condición suficiente. “El comportamiento culpable sólo debe ser castigado, cuando las razones preventivas, o sea, la misión del Estado de asegurar la convivencia en paz y libertad, hacen indispensable el castigo” (Roxin, 1981, p. 188). En otras palabras, la culpa o merecimiento de castigo no basta para aplicar una pena, debe tener esta una utilidad preventiva. Frente a esta caracterización teológica y antidemocrática del pensamiento de Kant, puede esgrimirse la posición de Köhler, quien afirma que Rousseau y Kant han llevado al pensamiento europeo a un giro copernicano basado en la autodeterminación racional de la comunidad, fundante del “derecho de libertad, de la idea de Estado de Derecho” (Köhler, 2000, p. 73). En congruencia con Köhler, Jakobs (2004, pp. 105-106) interpreta a Kant como un liberal que separa moral y derecho, y piensa a este último como un sistema para garantizar la libertad entendida en sentido negativo, esto es, como no interferencia.

6 Sharon Byrd, 1989, pp. 152-155, 183-184. Hoffmann también sostiene que el castigo en Kant tiene un fundamento disuasorio; sin embargo, considera que el carácter retributivo de esta teoría brinda el principio de responsabilidad –esto es, el criterio que indica a quién aplicar el castigo–. Podríamos decir, el carácter retributivo funciona como el principio de imputación de la responsabilidad penal. Cfr. Hoffmann, 2015, pp. 9-12, 18.

7 Fleischacker, 1988, pp. 436, 442-443.

8 Según Fleischacker, en la teoría kantiana de la pena, el castigo retributivo sirve a una función moral (aunque carece de fundamentación moral) al hacer que el criminal viva bajo la misma ley que él implícitamente postula en su acto criminal. De esta manera, la ley universal del derecho sería aplicarle a cada quien como ley la máxima de su acción. Sin embargo, entendemos que esta interpretación del deber de aplicar el castigo no es congruente. Pues no puede haber una obligación inmoral, y sería inmoral, contrario a todo imperativo categórico, hacer valer como ley universal una máxima que no puede ser universalizada. Esto significa que no podemos tener un mandato universal y objetivamente válido que nos ordene hacer valer como “ley universal” una máxima no universalizable (y, por tanto, inmoral). No podemos tomar como ley moral, como imperativo categórico aquello que no es universalizable. Por tanto, no hay obligación de hacer valer la máxima del delincuente como ley universal –ni siquiera para el delincuente mismo–. De hecho, esto mismo está prohibido. El fundamento de la pena, entonces, no puede recaer en la máxima que guía la acción del delincuente.

9 Todas las obras de Immanuel Kant serán citadas según las traducciones al español indicadas en la sección “referencias bibliográficas”. Además de la paginación de la edición en español, se indicará la paginación de la edición académica alemana, de acuerdo con los usos y costumbres en la bibliografía especializada kantiana, a saber: AA, seguido por el número de tomo y el número de página. Las obras sin traducción al español serán citadas indicando únicamente la paginación de la edición alemana. En cuanto a la Crítica de la razón pura, la paginación será precedida por la letra A o B según corresponda a la primera o segunda edición alemana original (1781- 1787) como se estila.

10 En sentido estricto, la acción es moralmente buena cuando cumple dos requisitos: la máxima de su acción es universalizable y la acción se encuentra motivada en la conciencia de este deber moral. No obstante, aquí me concentro en el primer requisito, pues busco establecer el origen del mandato penal, no ponderar si una acción concreta es moralmente buena o no.

11 En la Fundamentación de la metafísica de las costumbres se encuentran tres formulaciones del imperativo categórico que expresan un mismo significado: “Obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal” (Kant, 1972, p. 39; AA IV, 421). “Obra como si la máxima de tu acción debiera tornarse, por tu voluntad, ley universal de la naturaleza” (Kant, 1972, p. 40; AA IV, 421). “Obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio” (Kant, 1972, p. 44; AA IV, 429). En esta tercera formulación se postula el deber de concebir a todo ser humano como un fin en sí mismo, lo que según Mohr define al concepto de dignidad del ser humano (Menschenwürde) y ha sido recogido por la Constitución alemana en su art. 1 y la jurisprudencia del Tribunal Constitucional Federal de Alemania, cfr. Mohr, 2009, pp. 473-474. Paul Guyer sostiene que en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres hay cinco formulaciones del imperativo categórico, aunque allí Kant reconozca explícitamente solo tres (Kant, 1972, p. 49; AA IV, 436). Según Guyer, todas las fórmulas del imperativo categórico pueden ser deducidas a partir de la fórmula de la humanidad (Kant, 1972, p. 50; AA IV, 437). Guyer, 2014, pp. 219 y 223.

12 Los principios que pretenden establecer una determinación de la voluntad de desear sobre la base de un objeto (deseado) son empíricos y carecen de fundamento para su necesidad objetiva (Kant, 2013, pp. 27-28, AA V, 21-22). Si la razón, en cambio, es capaz de autoimponerse reglas prácticas cuya necesidad objetiva deriva del propio carácter formal de dichas reglas, se trataría, entonces, de reglas objetivamente válidas, objetivamente necesarias. En consecuencia, el carácter formal –carente de contenido– de los principios es lo que garantiza su objetividad y universalidad. “Si se quiere que un ser racional piense sus máximas como leyes prácticas universales sólo puede pensarlas como principios tales que contengan el fundamento determinante de la voluntad, no según la materia, sino sólo según la forma” (Kant, 2013, p. 36, AA V, 27).

13 Guyer (2014, p. 221) explica esto indicando que el imperativo categórico impone dos criterios de evaluación. En primer lugar, debe ponderarse si sería lógicamente posible para mí actuar según mi máxima si todos la fueran a seguir. En segundo lugar, se debe evaluar si es lógicamente posible querer la universalización de mi máxima. Es decir, la contradicción a la que se refiere Kant pondera tanto si uno puede querer que los demás actúen como uno mismo actúa, como si la universalización de mi conducta permitiría que uno persiga los fines dispuestos por dicha máxima. Por ejemplo, una ley universal de la falsa promesa anularía el fin perseguido por esa misma acción: si todos saben que las promesas se han de incumplir, el propio fin de realizar una falsa promesa se hace imposible. Por su parte, Allison señala que según Kant el imperativo categórico es un juicio sintético a priori, pues impone cierta necesidad de desear sin derivarla analíticamente de una volición precedente. Pero el autor critica que Kant extrapole la distinción analítico-sintético al terreno de las proposiciones prácticas (es decir, más allá del ámbito de los juicios teóricos). La diferencia esencial es que una proposición práctica involucra actos de volición y postula lo que debe ser, no lo que es. Según Allison, Kant presupone que la distinción analítico-sintético es exhaustiva, pero lo cierto es que las diferencias entre el juicio sintético a priori (teórico) y el imperativo categórico son importantes (el primero vincula de manera necesaria un predicado a un sujeto, en el cual no se encuentra contenido; el segundo une el concepto de una acción con el concepto de la voluntad de un sujeto racional) y un elemento central que caracteriza al primero se encuentra ausente en el segundo (fundamentalmente, el papel de la intuición pura: como se sabe, el juicio sintético a priori establece un vínculo necesario entre conceptos –no relacionados– en razón de la intuición pura. El imperativo categórico no tiene referencia alguna a la intuición). Allison concluye que debe entenderse esta caracterización del imperativo categórico como juicio sintético a priori como una analogía. Allison, 2011, pp. 167-168.

14 Si bien aquí no nos ocupamos de las modificaciones que sufrió el pensamiento práctico de Kant ni de los matices argumentales que él utilizó, vale aclarar que Guyer señala una variación en la concepción kantiana de la libertad que puede dividirse en cinco etapas (Guyer, 2014, pp. 245-246). En la primera etapa, precrítica, Kant defiende el determinismo y concibe la libertad como causa interna (en función de representaciones). La segunda se presenta en la Crítica de la razón pura, donde defiende la posibilidad de la acción libre humana –aunque aún sostiene que no se puede probar su existencia efectiva–. La tercera, en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, en la que Kant pretende probar la existencia de la libertad humana y que la ley moral se aplica a los seres humanos. En la cuarta etapa, dada en la Crítica de la razón práctica, Kant concibe como un hecho indiscutible la sujeción del ser humano a la ley moral y utiliza este hecho para probar la libertad de la voluntad humana. En su quinto período, en la Religión dentro de los límites de la mera razón, Kant aborda la cuestión de la mala acción humana, cuestión problemática en tanto se establece en los periodos anteriores una equivalencia entre la acción moral y la acción libre (implicando esto que las acciones inmorales no son libres y, por tanto, no son reprochables). Por su parte, Allison sostiene que la teoría de la libertad en Kant debe ser entendida como una teoría del agente racional. En este sentido, el autor pone el foco en la espontaneidad como su fundamento último. Dicha espontaneidad se presenta tanto en la esfera práctica como en la esfera teórica (a través de los actos espontáneos de síntesis categorial), y consiste en la adopción de principios inteligibles. Allison sostiene que el elemento central de la libertad kantiana es la espontaneidad para adoptar principios inteligibles de acción. Según el autor, en Kant no hay una concepción causal de la conducta humana: el ser humano no responde a un estímulo o incentivo de manera causal sin antes haber incorporado dicho incentivo en una máxima de su conducta. En otras palabras, un incentivo solo puede ser tal si es parte de una máxima (de una regla) adoptada por el agente racional (Allison, 1992, p. 488; Allison, 1990, pp. 37-39, 189).

15 “Una crítica de la razón práctica en general, la cual solamente pretende establecer por completo los principios de la posibilidad, la extensión y los límites de la razón práctica sin referencia particular a la naturaleza humana” (Kant, 2013, p. 11, AA V, 8). “Los principios a priori de dos facultades del espíritu, la facultad de conocer y la facultad de desear, han sido descubiertos y determinados según las condiciones, la extensión y los límites de su uso y con ello ha sido puesto un fundamento seguro para una filosofía sistemática, tanto teórica como práctica, en cuanto ciencia” (Kant, 2013, p. 15, AA V, 12).

16 “Obra según una máxima, que pueda valer a la vez como ley universal” (Kant, 1996, p. 33, AA VI, 226).

17 Cabe indicar que no debe entenderse que todos los deberes impuestos por la ética han de estar plasmados en el Derecho. Byrd señala que el Derecho sólo se refiere a acciones externas y deberes externos, a través de coerciones externas (Byrd, 1989, pp. 155, 184-185).

18 La relación entre los deberes jurídicos y los deberes de virtud puede ser más compleja de lo que a primera vista podría parecer. En este sentido, Guyer (2014, p. 278) sostiene que los deberes jurídicos son modos de promover y proteger la libertad y aquellos deberes que pueden ser reforzados por coerción. Los deberes de virtud, en cambio, son únicamente reforzados por el respeto a la ley moral. A esto se agrega una segunda diferencia: solo los deberes jurídicos se refieren a acciones externas (Guyer, 2014, p. 305). Esto contradiría la explícita afirmación de Kant según la cual los deberes jurídicos y éticos difieren únicamente en la legislación que los abarca y no en el deber que estas imponen. Por otra parte, Guyer (2014, p. 279) sostiene que el texto kantiano contiene varias incongruencias en lo que se refiere a la definición de los deberes de virtud y concluye que Kant termina por distinguir (al interior de la doctrina de la virtud) entre deberes éticos y de virtud. El concepto de moralidad se refiere, en cambio, a toda la esfera práctica (incluso la jurídica). Si bien este no es el objetivo específico de este artículo –para lo cual se requeriría una investigación autónoma– creo que se puede defender la congruencia de las caracterizaciones que Kant hace de los deberes, en tanto se diferencie adecuadamente entre “deberes” y “legislación”. En este sentido, una posible solución sería la siguiente: en primer lugar, se puede admitir una distinción entre deberes jurídicos y deberes de virtud en sentido estricto, entendiendo a estos como los que no exigen una acción externa ni son motivados en coacción. Los deberes jurídicos no solo exigirían una acción externa, sino que estarían sujetos a una legislación que motiva la acción en la coerción. Ahora bien, el estar sujetos a tal legislación no los exime de estar sujetos, a su vez, a una legislación de la virtud, en la cual no se demandaría la acción externa, sino la autodeterminación para tal acción en razón del respeto al deber. En otras palabras, la diferencia no radicaría en el deber mismo, sino en la legislación que lo abarca y en qué tipo de motivación exige o impone esta. Un mismo deber, por ejemplo, no cometer homicidios, es un deber jurídico en tanto demanda una acción externa determinada. Pero se vuelve un deber de virtud cuando pasamos a considerar una legislación que exige tal deber en razón de una autodeterminación interna basada en el respeto a la ley moral. En el segundo caso, la legislación atiende fundamentalmente al móvil que motiva la conducta, es decir, el deber que ella impone es que se acate la norma en razón de que el deber ha sido mandado por la ley y no por algún otro móvil empírico. Pero esto es compatible con que la misma conducta sea debida según una legislación jurídica (coercitiva). En congruencia con esto, Allison sostiene que tanto los deberes jurídicos como los de virtud se basan en el imperativo categórico. La diferencia entre ellos se da esencialmente en el tipo de legislación que los imponga (externa e interna) y el tipo de constricción que los motive. Allison concluye que los deberes jurídicos son también indirectamente deberes éticos o de virtud (Allison, 1990, pp. 162-163).

19 “Kant comprende al derecho como un sistema para salvaguardar la máxima libertad bajo condiciones de igualdad. A cada sujeto de derecho, se le garantiza la mayor medida posible de libertad compatible con una misma medida de libertad para todos los demás. Justamente de ahí debe surgir, según Kant, la legitimidad de un sistema jurídico: aún allí donde el sistema restringe mi libertad, la restringe, en primer lugar, de un modo justo que afecta de igual manera a todos los sujetos de derecho y, en segundo lugar, lo hace con el fin de garantizar la más amplia libertad posible a todos los sujetos de derecho. Por ende, todo sujeto de derecho puede adherir de modo racional a las reglamentaciones de un sistema jurídico que cumpla con estas condiciones” (Willaschek, 2016, p. 421).

20 “Si alguien actúa contra la libertad general y el otro le opone resistencia, entonces este adversario actúa de acuerdo con la libertad general y, por consiguiente, de modo justo. Así, yo tengo el derecho de obligar a los otros al cumplimiento del derecho” Lección de 1783 (AA XXVII, 1335) (citado de Willaschek, 2016, p. 422).

21 Jakobs (2003, pp. 16-17) afirma seguir formalmente la distinción kantiana entre homo phaenomenon y homo noumenon al establecer la dicotomía entre individuos y sociedad entendida como sistema de comunicación. Según el autor, así como Kant distingue entre el individuo natural sometido a la causalidad de la naturaleza y un orden normativo moral independiente de ella, él postula una distinción entre el individuo (concebido como mero animal inteligente) que se mueve en pos de la satisfacción y el sistema normativo jurídico como sistema de comunicación cuyos destinatarios son personas (i.e. destinatarios de expectativas normativas) (Jakobs, 2003, p. 20). Esta dicotomía le permite a Jakobs argumentar que, mientras el ser humano como individuo o como ser natural se encuentra –en lo que él llama esfera cognoscitiva– en la mera búsqueda de bienestar, el ser humano como persona se encuentra sujeto a la obligación de motivarse de acuerdo con las expectativas del sistema normativo. Si esta motivación no se da, es indiferente para el sistema, puesto que es deber de la persona conseguirla. Lo cierto es que esto parece alejarse del planteo kantiano: en primer lugar, porque según Kant el propio sistema normativo jurídico introduce motivaciones externas para su cumplimiento (por lo que no sería indiferente para el Derecho si el destinatario es empíricamente capaz o no de motivación); en segundo lugar, porque Kant resuelve la oposición/tensión entre el ser humano como ser natural y como sujeto jurídico-moral (i.e., podríamos decir, sujeto normativo) a través de la esfera antropológica. La antropología revela las inclinaciones anímicas que posibilitan o facilitan que el ser humano (como ser natural) siga las disposiciones jurídicas y morales. Jakobs parece pasar por alto ambas cuestiones. Sosteniendo una posición en cierto sentido similar a la de Jakobs, Norrie afirma que la filosofía de Kant plantea una dicotomía entre una concepción abstracta/ideal del ser humano y una concepción material/concreta. Esta dicotomía conduce a un problema a la hora de resolver casos en los que se debe introducir cierto grado de indulgencia en razón de encontrarse el autor sometido a un condicionamiento patológico (Norrie, 1991, pp. 39-40, 59).

22 “Una voluntad perfectamente buena se hallaría, pues, igualmente bajo leyes objetivas (del bien); pero no podría representarse como constreñida por ellas a las acciones conformes a la ley, porque por sí misma, según su constitución subjetiva, podría ser determinada por la sola representación del bien. De aquí que para la voluntad divina y, en general, para una voluntad santa, no valgan los imperativos: el ‘deber ser’ no tiene aquí lugar adecuado, porque el querer ya de suyo coincide necesariamente con la ley” (Kant, 1972, p. 35, AA IV, 414). “La voluntad cuyas máximas concuerdan necesariamente con las leyes de la autonomía es una voluntad santa absolutamente buena” (Kant, 1972, p. 51, AA IV, 439). “En el hombre la ley tiene la forma de un imperativo, pues si bien se puede presuponer en él, como ser racional, voluntad pura, en cuanto ser sujeto a necesidades y a causas determinantes sensibles no se puede suponer una voluntad santa, es decir, una voluntad incapaz de máximas contrarias a la ley moral” (Kant, 2013, p. 46, AA V, 32). Es decir, Kant habla de una voluntad santa cuando se trata de una voluntad que no puede estar en discrepancia con los mandatos prácticos de la razón pura. Para tal voluntad, dichos mandatos no son coercitivos: ella quiere precisamente lo que debe. Ahora bien, la voluntad del ser humano no es santa. Al tener una faceta patológica, al ser un sujeto sometido a la sensibilidad, encontramos que el ser humano es consciente de su deber, pero también se encuentra sometido a las inclinaciones patológicas, motivo por el cual los mandatos prácticos de la razón pura práctica se le presentan con un carácter constrictivo y coercitivo. A pesar de esto, los pasajes indicados de la Metafísica de las costumbres parecen indicar que en tanto consideramos al ser racional en su pureza y como miembro del legislador que dicta los principios fundamentales prácticos, es santo. No se trata de una contradicción con lo antes explicado, sino una diferencia basada únicamente en dónde ponemos el foco de nuestra atención. Si atendemos exclusivamente a la faceta racional pura del ser humano –en cuanto origen de los principios prácticos; esto es, atendemos a la voluntad como fuente de normas universales– podemos concebirlo como legislador santo. Creo que en concordancia con esto puede entenderse la distinción que Kant establece entre voluntad y arbitrio. Mientras el arbitrio se trata de la facultad deliberativa, la voluntad es la fuente de normatividad universal. En este sentido, uno podría decir que la voluntad –en sentido estricto– es santa, más el arbitrio humano no. Si no se admite esta interpretación, se corre el riesgo de caer en una interpretación teológica de la ética y el Derecho kantianos, como de hecho sucede con Jiménez de Asúa y Roxin. En otras palabras, se corre el riesgo de poner como fundamento de los mandatos jurídicos a un legislador divino entendido en el sentido tradicional. Esto no resulta compatible con la filosofía crítica que limita la validez de la idea de Dios a una función puramente regulativa en la esfera teórica y a un mero postulado de la razón en la esfera práctica. En otras palabras, la obra de Kant no permite sostener que los mandatos jurídicos emanan de un mandato divino positivo, brindado a través de una revelación.

23 Guyer (2014, p. 304) sostiene que el principio universal del derecho se deriva del valor de la humanidad entendida como libertad de elegir y perseguir fines. Recuérdese que, según el autor, la humanidad así comprendida es el elemento fundamental del imperativo categórico. Esto significa que el principio del Derecho es consecuencia del principio fundamental de la moralidad (Guyer, 2014, p. 307). Por otra parte, entiende el autor que el principio del derecho establece no solo la máxima libertad para cada uno, sino que impone una cantidad equitativa de la misma. De esto se deducirá que la coerción legal característica del derecho se encuentra justificada moralmente (Guyer, 2014, p. 277).

24 Según Willaschek, las normas jurídicas no pueden ser imperativos categóricos porque tienen la condición de externalidad (se ocupan de acciones externas y no de la motivación interna) (Willaschek, 2016, pp. 420-426). Si bien esto es cierto, la forma del imperativo (i.e. su carácter categórico) no tiene que ver, en principio, con el móvil que de hecho motiva su cumplimiento; sino solo con la forma incondicionada en que impone su deber (es decir, cuál es el fundamento de que la conducta sea debida). Un imperativo categórico puede ser acatado por diversos motivos (por ejemplo, esperanza de adquirir una recompensa, miedo a un reproche o por conciencia moral). El móvil que lleva a su acatamiento no modifica su carácter de imperativo categórico. En consecuencia, el móvil que nos conduce a cumplir el mandato no tiene que ver con el origen de la validez del mandato ni con su carácter categórico o universal. Por lo tanto, las notas que Willaschek le atribuye a la norma jurídica no obstan a que se trate de imperativos categóricos. Según Willaschek, la norma penal solo sería un imperativo categórico si tuviera la forma “no debes…” (por ejemplo, “no debes falsificar dinero”), forma que, de hecho, no se encuentra en el derecho positivo. A nuestro criterio, la formulación del deber jurídico de manera categórica sería: “debes castigar la falsificación de dinero”. Que el derecho positivo no presente esta formulación en su redacción, no es, a mi criterio, más que un pseudo-problema. Puede diferenciarse la formulación legal plasmada en el texto positivo de su significado, del mandato que la norma impone y del carácter (condicionado o incondicionado) con que se impone tal mandato. Así, la norma que dijera: “El que matare a otro sufrirá una pena de prisión…” (Art. 79 Cód. Penal Argentino) puede ser interpretada como un mandato categórico dirigido al juez penal, que ordena: debes castigar el homicidio con una pena de prisión… O bien, puede ser reformulado como: si alguien mata a otro, debe ser castigado con una pena de prisión… Reformular el texto legal positivo en términos de un imperativo categórico o hipotético, parece convertirse en un pseudo-problema, sujeto a la habilidad que tengamos para articular todos sus elementos al interior de una estructura judicativa hipotética o categórica. Sin embargo, la norma impone un deber de castigar ciertas conductas que no se encuentra sujeto a condiciones ulteriores que podríamos no aceptar, siendo esto lo que lo hace categórico. A pesar de esta disquisición, Willaschek termina por admitir que “desde una perspectiva ética, las normas jurídicas son mandatos incondicionados que se expresan en imperativos categóricos” y “que todas las obligaciones jurídicas, según Kant, son asimismo obligaciones morales, que desde la perspectiva ética también deben ser cumplidas en virtud de ellas mismas” (Willaschek, 2016, p. 428).

25 Según Guyer (2014, pp. 305, 307), si bien el principio del derecho consiste en la atribución de la máxima cantidad de libertad de manera equitativa, la coerción no supone un escollo para esto. El principio del derecho es una consecuencia del principio fundamental de la moralidad. Y en la medida en que la coerción es un elemento central de la legislación jurídica, se deduce que hay un deber moral de instaurar y mantener un sistema de reforzamiento coercitivo del principio del Derecho. En otras palabras, hay un deber moral de instaurar y mantener un orden coercitivo deducido del principio del derecho y que coopere con su realización. En este sentido, vale aclarar que el ordenamiento jurídico no busca, según Guyer, garantizar la libertad en cada acción concreta –de lo contrario, la coerción sería antijurídica e inmoral–, sino un sistema continuo (es decir, perdurable) de autonomía, aunque esto implique denegar la libertad para ciertos actos concretos (Guyer, 2014, p. 277).

26 Aquí cabe introducir dos preguntas u objeciones. En primer lugar, cabe considerar que, aun si rige el principio del Derecho que ordena obrar según una ley universal que permita que mi libertad sea compatible con la libertad de los otros seres humanos, de esto no puede deducirse directamente la exigencia de una coacción externa. De este mandato racional solo se deduce que yo debo imponerme normas tales que hagan posible mi libertad y la libertad de los otros. Nada permite inferir la necesidad de una coacción. Si esta objeción fuera acertada, Mohr y Oberer tendrían razón al plantear una distinción entre la pena en la esfera jurídica y la pena en la esfera moral: como si por un lado pudiera reconocerse el carácter moralmente malo de una acción y su merecimiento (moral) de castigo, y por el otro la cuestión jurídico-práctica de la imposición de una coacción externa. Así, quedarían separadas la cuestión de si un sujeto es merecedor (moralmente hablando) de un castigo de la cuestión de si hay un principio jurídico-práctico que ordene imponer dicho castigo (Mohr, 2009, p. 487, Oberer, 1982, pp. 401-404). Contra la opinión de Mohr y Oberer, sostenemos que si bien puede distinguirse entre el ser merecedor de castigo –propio de la esfera moral– y la existencia efectiva de una pena en la esfera jurídica –según una legislación jurídica positiva–, no debe considerarse que en las esferas ética y jurídica haya dos conceptos diferentes de pena, en tanto el fundamento de la pena es de carácter racional a priori y práctico: es común a ambas esferas prácticas, con la peculiaridad de que la ética no se ocupa de una legislación que incluya móviles patológicos externos. En otras palabras, el deber de castigar cierto tipo de conductas es un deber categórico, ético y jurídico, aunque solo en la legislación jurídica habrá normas que impongan, en efecto, castigos. A esta posible objeción puede responderse lo siguiente. Si se admite definir a la coacción como un acto contrario a aquel acto que viola las leyes que hacen posible la libertad de todos, se debe admitir que se trata de un acto en conformidad con dichas leyes y, por tanto, obligatorio al igual que ellas. Pero esto conduce a una segunda pregunta u objeción: en qué sentido diríamos que el acto ilícito y su sanción son contrarios (haciendo esta contradicción que uno sea lícito y el otro no). Es decir, por qué la coacción de un acto ilícito (contrario a estas leyes o al principio del Derecho) es un acto contrario (en el sentido lógico) a un acto antijurídico. Por ejemplo, un hombre comete un homicidio; a este hombre se le aplica un castigo. ¿En qué sentido se puede decir que este castigo es el acto contrario (o acaso contradictorio) del delito cometido? Solo puede justificarse esta relación de contradicción si se presupone que la coacción es lícita. Esto haría que los actos considerados sean contrarios en el siguiente sentido: el delito es ilícito, la coacción es lícita. Pero, como vemos, se presupone lo que se quiere demostrar: la licitud de la sanción (su necesidad jurídica). Quizá se pueda considerar contrarios a estos actos en tanto un acto es conforme al principio del Derecho y el otro es opuesto a este principio. De esta manera, no se trataría de actos contrarios o contradictorios, sino de leyes o máximas contrarias o contradictorias. El acto del delincuente expresa una máxima que no puede ser ley universal (no puede universalizarse) y por tanto es contraria al principio del Derecho. Este acto y su máxima serán contrarios a todo acto y toda máxima universalizables. De esta manera, delito y sanción son contrarios en función de su respectiva incapacidad y capacidad de universalización, sin presuponerse la legalidad de la última. Lo que los hace contrarios es el principio de acuerdo con el cual se evalúa la universalidad de la máxima que rige al acto. La legalidad de la coacción se deriva de tal principio, el principio que hace que delito y coacción sean contrarios. El mismo principio constituye a uno como lícito y a otro como ilícito, y a la vez como contrarios. Con lo cual, no se parte de la presuposición de que delito y castigo son por sí mismos contrarios –lo que resultaba incomprensible, pues no se podía entender en qué sentido dos actos puede ser contrarios– para luego concluir que si uno es indebido el otro es debido. Por el contrario, la fundamentación es al revés: según el principio del derecho, el delito es no-universalizable y su castigo es universalizable (y, por tanto, debido); esto los hace contrarios y hace a este lícito y obligatorio y a aquel ilícito y prohibido.

27 En la Crítica de la razón práctica, se habla de ser “merecedor de castigo” (Kant, 2013, p. 54, AA V, 37) y que el castigo debe ser en sí mismo justo, más allá de si produce algún efecto benigno. “En la idea de nuestra razón práctica hay algo que acompaña a la transgresión de una ley moral, a saber, el ser merecedor de castigo. Ahora bien, el ser partícipe de la felicidad no va ligado en absoluto al concepto de castigo como tal. Pues si bien el castigador puede tener, al mismo tiempo, la buena intención de dirigir este castigo a aquel fin también, este castigo, sin embargo, debe ser antes justificado por sí mismo como tal, es decir, como mero mal, de modo que el individuo castigado, si la osa quedara ahí y él no viera ningún favor oculto detrás de esta dureza, tenga que confesar que ha recibido su merecido y que su suerte se adecua perfectamente a su comportamiento. En todo castigo como tal debe haber, ante todo, justicia, y ésta constituye lo esencial de ese concepto. […] Así pues, el castigo es un mal físico que aunque no estuviera ligado con el mal moral como consecuencia natural debería estarlo como consecuencia según los principios de una legislación moral”. Esta última expresión nos resulta especialmente interesante. Quiere decir que, si bien el castigo no es la consecuencia natural de la desobediencia del mandato moral, debemos pensar necesariamente que sería deseable que lo fuera, esto es, debe quererse que la legislación moral valga como una legislación natural (ley que rige mecánicamente a la naturaleza) y conduzca a castigos a quienes trasgreden los mandatos morales. Aquí se abre un terreno interesante de consideración, en tanto nos conduce a la compleja pregunta por la concordancia entre el mundo natural y la legislación moral. Y, más particularmente, nos conduce a preguntarnos qué rol juega el Derecho en esta concordancia, teniendo en cuenta que el Derecho puede ser considerado el medio a través del cual se plasma cierta legislación humana en el mundo. En un sentido análogo respecto al carácter moral de la pena, Kant expresa en la Refl. 8029 (AA XIX 586) que la pena puede corregir y ejemplificar, pero que el delincuente no debe poder argüir que se lo trata de manera injusta. Es decir, el carácter justo (y por tanto su fundamento último) de la pena no radica en que sea útil (en tanto corrige o ejemplifica), sino en que debe quererse –racionalmente– que ciertos actos estén vinculados con un castigo.

28 Mohr señala que en la Metafísica de las costumbres se aborda la pena estatal (richterliche Strafe o poena forensis, i.e. pena judicial). El autor entiende que hay un sentido más amplio y fundamental de pena plasmado en el §8 de la Crítica de la razón práctica. Allí Kant se vale de la expresión “ser merecedor de castigo” (Strafwürdigkeit), cuestión que va más allá de que efectivamente haya una ley y un Estado que imponga la pena merecida. En este sentido, Mohr entiende que el concepto de pena no puede ser inferido solo a partir de conceptos jurídicos, sino que debe ser un concepto básico de la esfera práctica y posteriormente llevado a la “Doctrina del Derecho” (Mohr, 2009, p. 487). De la misma opinión es Hariolf Oberer, 1982, pp. 401-404.

29 Como se sabe, el ser humano puede ser diferenciado en su carácter inteligible y su carácter empírico. En lo que respecta a su carácter empírico, el ser humano es un ser de la naturaleza, sujeto a las leyes causales: “Todas las acciones del hombre en el fenómeno están determinadas, según el orden de la naturaleza, a partir del carácter empírico de él y [a partir] de las otras causas concomitantes; y si pudiéramos examinar hasta el fondo todos los fenómenos del albedrío de él, no habría ni una sola acción humana que no pudiéramos predecir con certeza y que no pudiéramos conocer como necesaria a partir de sus condiciones previas” (Kant, 2007, A549-50/B577-8). En cambio, “en lo que se refiere al carácter inteligible [...] toda acción [...] es el efecto inmediato del carácter inteligible de la razón pura, la cual, por tanto, actúa libremente, sin estar determinada dinámicamente en la cadena de las causas naturales por fundamentos externos ni internos que precedan según el tiempo” (Kant, 2007, A553/B581). En este respecto, la acción humana es libre y producto de su autodeterminación.

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