Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 52, 2020
Instituto Tecnológico Autónomo de México
Albert Noguera Fernández
albert.noguera@uv.es
Universidad de Valencia, España, España
Recibido: 02 Abril 2019
Aceptado: 06 Febrero 2020
Resumen: Luigi Ferrajoli no presenta su teoría del garantismo, únicamente, como un modelo normativo, sino también como un proyecto político. El objetivo de este artículo es realizar una crítica al constitucionalismo garantista como proyecto político, desarrollando algunas de las limitaciones y problemas que éste presenta para poder conformarse, por sí solo, en un proyecto válido para garantizar dignidad en las sociedades de las próximas décadas. Como señalaremos, en las sociedades de la segunda mitad del siglo XXI, este sólo puede ser un programa político insuficiente por sí solo, si no se combina con otras corrientes como la del pluralismo jurídico y el autonomismo.
Palabras clave: Luigi Ferrajoli, constitucionalismo garantista, capitalismo, pluralismo jurídico.
Abstract: Luigi Ferrajoli does not present his theory of guarantee, only as a normative model, but also as a political project. The objective of this article is to make a critique of the guarantist constitutionalism as a political project, developing some of the limitations and problems that it presents in order to be able to conform, on its own, a valid project to guarantee dignity in the societies of the coming decades. As we will point out, in the societies of the second half of the 21st century, this can only be an insufficient political program by itself, if it is not combined with other currents such as legal pluralism and autonomism.
Keywords: Luigi Ferrajoli, garantist constitutionalism, capitalism, legal pluralism.
I. Introducción
Luigi Ferrajoli ha sido, desde la década de los 80 y 90 del siglo XX, uno de los máximos exponentes de la corriente del constitucionalismo garantista. Su teoría de los derechos introduce nuevos principios de interpretación y aplicación de los mismos que, sin duda, contribuyen a dotar de importantes herramientas a jueces, ciudadanos y grupos sociales para una mayor garantía de los derechos de los menos favorecidos.
Se han escrito diversas críticas a la teoría de los derechos de Ferrajoli (Gianformaggio, 1993; Martí, 2005). No me detendré en ellas. El propósito de este trabajo es detenerse en la crítica del constitucionalismo garantista como proyecto político.
Ferrajoli no presenta su teoría del garantismo, únicamente, como un modelo normativo, sino también como un proyecto político. Para el italiano, el Estado constitucional “no es solo una conquista y un legado del pasado (…) es también, sobre todo, un programa para el futuro” (Ferrajoli, 2000, p. 176; 2014, pp. 135-231). Ferrajoli plantea que la solución a la presente crisis del Estado constitucional se solucionaría con más y mejor Estado constitucional. Es este segundo aspecto, el constitucionalismo garantista como proyecto político, en el que, como digo, se detendrá este trabajo.
En concreto, dividiremos el trabajo en tres partes: el diagnóstico que hace Ferrajoli del contexto de las últimas décadas (II); la propuesta de proyecto político garantista que presenta (III); y las limitaciones y problemas que este proyecto presenta (IV).
La propuesta ferrajoliana es hoy indispensable para reformular el Estado en clave garantista pero, a la vez, es claramente insuficiente para constituir, por sí sola, un proyecto político-constitucional garantista eficaz en el marco de las formas de capitalismo degenerativo de la segunda mitad del siglo XXI.
II. Poderes salvajes y crisis del constitucionalismo
En su teoría, Ferrajoli parte de una oposición hobbesiana entre Poder y Derecho según la cual todos los poderes, públicos o privados, tienden, por naturaleza, a acumularse de manera absoluta, sintiendo la inclinación de abusar de él. Todo Poder es una libertad desenfrenada en perjuicio de los que no detentan el mismo. Hay en Ferrajoli una concepción pesimista del poder como malo, sea quien fuere que lo posea, puesto que en todo caso tiene la tendencia a degenerar en despotismo.
Como contrapartida, el Derecho se configura, en la edad moderna, como la técnica dirigida a limitar, disciplinar y regular el Poder. La historia del Derecho es la historia de la minimización del poder, de la progresiva sustitución del salvaje gobierno de los hombres por el gobierno de las leyes que, citando a Aristóteles, Ferrajoli señala como el gobierno de la razón.
Las técnicas de limitación del Poder han variado a lo largo de los siglos XIX y XX. Durante el Estado de derecho del siglo XIX, en lo que el autor italiano llama modelo paleopositivista, las técnicas a través de las cuales el Derecho limita y regula el Poder son el principio de legalidad, la división de poderes, la sujeción de todos los poderes a la ley, etc.
Durante el siglo XX, en lo que llama el modelo garantista, la técnica de limitación del Poder es el constitucionalismo de los derechos. La limitación del Poder no se hace ya, principalmente, a partir de un juego de pesos y contrapesos interno entre las ramas del Estado, sino desde una limitación externa en forma de texto normativo supremo (la Constitución) que transforma en jurídicas las pretensiones de dignidad y autonomía contenidas en los derechos naturales (Prieto Sanchís, 2013, p. 226).
Sin embargo, Ferrajoli señala como asistimos, durante las últimas décadas, a la aparición de distintos poderes que han logrado sustraerse de los límites que les imponía la Constitución, deviniendo en poderes salvajes (Ferrajoli, 1998). En concreto, distingue cuatro tipos de poderes salvajes (Ferrajoli, 2004, pp. 931-940): (i) los poderes privados extralegales referidos a los macropoderes económicos y financieros que, en ausencia de límites y controles legales, tienden a desarrollarse con dinámica propia, arrollando las garantías de los derechos de los trabajadores, los principios de transparencia, los intereses públicos y derechos sociales, desmantelando la esfera pública y condicionando fuertemente los poderes públicos; (ii) los poderes privados ilegales o criminales como la mafia, la camorra, organizaciones criminales o terroristas; (iii) los poderes públicos extralegales que se manifiestan, por ejemplo, en las relaciones interestatales, a causa de la inefectividad del derecho internacional y de la carencia de límites normativos y de controles jurisdiccionales que hacen de la comunidad internacional una sociedad salvaje, iliberal y desigual, basada en la ley del más fuerte; y (iv), los poderes públicos ilegales o criminales entre los que ubica la red Gladio u otros servicios secretos ilegales.
La existencia de estos poderes salvajes supone la aparición de nuevos espacios, sujetos y prácticas de vulneración de derechos, que da lugar a un pluralismo no democrático (bandas criminales, empresas transnacionales, grupos fundamentalistas o militaristas, movimientos racistas, células terroristas e iniciativas xenófobas, etc.). Junto a las formas de vulneración de derechos provenientes, durante el estatismo, del Estado, del Capital o de las relaciones intersubjetivas, aparecen nuevas fórmulas organizativas colectivas –en ocasiones autónomas y en otras conectadas al Capital y al Estado– vulneradoras de derechos que operan en el espacio internacional o en el espacio comunitario (favelas o barrios populares surgidos de ocupaciones, etc.).
III. Un nuevo modelo de Estado constitucional ampliado y fortalecido: la propuesta de Ferrajoli
El remedio que Ferrajoli (2011a) plantea para hacer frente a los poderes salvajes absolutistas y volver a generar justicia social es la recuperación del Estado constitucional del siglo XX, aunque fortalecido y ampliado. Para el italiano, el Estado constitucional “no es solo una conquista y un legado del pasado (…) es también, sobre todo, un programa para el futuro” (Ferrajoli, 2000, p. 176; 2014, pp. 135-231). Pero, ¿Cómo debe hacerse esta reconstrucción ampliada y fortalecida del Estado constitucional?
A. La ampliación del Estado Constitucional
Por un lado, respecto a la ampliación del Estado constitucional, teniendo en cuenta el escenario de globalización y naturaleza del capitalismo actual, caracterizado por una multiplicidad de redes de capital, culturas, medios de comunicación y movimientos migratorios transfronterizos, Ferrajoli (2000, p. 178) plantea la necesidad de que el Estado constitucional debe ser ampliado, requiriendo ser extendido en una triple dirección.
Una primera expansión apunta a la garantía de todos los derechos, no sólo de los derechos de libertad sino también de los derechos sociales. Defiende, aquí, el principio de igual jerarquía o indivisibilidad, interdependencia e interrelación de todos los derechos, así como el de aplicabilidad directa de todos los derechos por igual. En este modelo ya no tendría sentido diferenciar entre derechos fundamentales y no fundamentales. Normalmente se habla en los textos constitucionales de “derechos fundamentales” para establecer algún tipo de diferencia entre todos los derechos que aparecen en la Constitución. Esta diferencia expresa que en la Constitución no sólo aparecen los derechos explícitos en la declaración de derechos, los fundamentales que son de aplicación directa, sino que a lo largo del texto constitucional aparecerán muchos otros derechos de desarrollo legislativo. Además, la consagración positiva de un derecho como Fundamental obliga a los operadores jurídicos a maximizar, en el momento de la interpretación constitucional, los mecanismos que permitan su protección frente a otros. En un modelo, como el que plantea Ferrajoli, donde las diferencias entre derechos ya no existen en el orden lógico-deóntico, ya no tendría sentido diferenciar entre derechos fundamentales y no fundamentales (Noguera, 2010, p. 175).
Una segunda expansión apunta a una confrontación con todos los poderes, no sólo los poderes públicos sino también los privados. La eficacia de los derechos en las relaciones entre los particulares se ha denominado con el término Drittwirkung, pues ha sido estudiada con especial atención por la doctrina alemana (De Vega, 2002). Frente a la teoría jurídica clásica de los derechos fundamentales planteada desde las hipotéticas tensiones entre el individuo y el Estado, que entendía que era sólo el poder estatal el que podía conculcarlos, Ferrajoli presenta, siguiendo los teóricos de la Drittwirkung, a los poderes privados como potenciales vulneradores de derechos humanos, igual que los poderes públicos, formulando la posibilidad de presentar recursos de amparo frente a terceros privados, posibilidad que no existe en la mayoría de Constituciones europeas.
Una tercera expansión apunta a todos los niveles territoriales, no sólo el ámbito del derecho estatal, sino también el del derecho internacional. Autores como Gustavo Gozzi (2010) o Luigi Ferrajoli han planteado la necesidad de superar las dos revoluciones institucionales de la modernidad, las que llaman fundación iuspositivista con la que surge el Estado de derecho del siglo XIX y fundación iusconstitucionalista con la que surge el Estado constitucional estatal del siglo XX, para avanzar hacia una tercera en la que se imbriquen un constitucionalismo estatal y uno internacional para la conformación de un sistema global de garantía de los derechos.
No se trataría de liquidar el constitucionalismo estatal ni los elementos clásicos del Estado constitucional, sino de la puesta en marcha de una nueva idea del derecho que permita la posibilidad de solapamientos e interacciones entre diversos sistemas e instancias legales de protección de derechos sin que ello tenga que suponer ninguna subordinación de uno frente a otro. La garantía de los derechos laborales o medioambientales sólo es posible hoy si se combinan las legislaciones nacionales garantistas con la existencia de tratados e instancias jurisdiccionales internacionales como podría ser, por ejemplo, un Tratado internacional de los pueblos para el control de las empresas trasnacionales, que incorporase un órgano jurisdiccional internacional encargado de hacerlo efectivo.
A estas podríamos añadir otra expansión planteada también en otros textos (Ferrajoli, 2009, p. 100): una cuarta expansión apunta a la garantía de los derechos de todas las personas, no sólo de los nacionales, desvinculando la ciudadanía de la nacionalidad.
Como señala el autor italiano, en la Declaración francesa de 1789, todos los derechos fundamentales, con la única excepción de los derechos políticos, fueron proclamados, inicialmente, como derechos “universales”, reconocidos a todos en cuanto “personas” y no en cuanto “ciudadanos”. Dicha proclamación tenía un valor abiertamente ideológico. Los revolucionarios de 1789 hablaban de droits de l’homme y no de droitsdu citoyen para atribuirles un mayor carácter de universalidad e igualdad.
B. El fortalecimiento del Estado Constitucional
Por otro lado, respecto al fortalecimiento del Estado constitucional, el autor italiano reconoce que, al margen de la ampliación de derechos que propone, las Constituciones actuales ya contemplan, enunciativamente, una gran cantidad de estos derechos; por tanto, el reto del constitucionalismo no está tanto en la batalla por su reconocimiento, sino en construir un andamiaje institucional para garantizarlos. Para conseguirlo, la propuesta de Ferrajoli se limita a dos aspectos: el principio de legalidad y el de jurisdiccionalidad.
En cuanto al principio de legalidad, para que la garantía de los derechos, especialmente los sociales, sea impuesta como obligación a los poderes públicos y no abandonados al arbitrio administrativo, es necesario que las leyes prevean unívocamente los presupuestos vinculantes e identifiquen con claridad sus órganos y procedimientos para ello. Esto es lo que Ferrajoli llama el fortalecimiento de las garantías primarias (Ferrajoli, 2004, p. 917).
En cuanto al principio de jurisdiccionalidad, considera necesario avanzar hacia una judicialización de los derechos mediante dos mecanismos: abrir nuevas vías jurisdiccionales por medio de las cuales se puedan plantear posibles violaciones de derechos, también sociales, por acción u omisión; delimitar, en el caso de aquellos derechos respecto de los cuales todavía no se ha hecho, el núcleo intangible de los derechos cuya tutela debe estar en manos de los jueces y, sobre todo, de los jueces constitucionales (Carbonell, 2005, p. 189). Esto es lo que llama el fortalecimiento de las garantías secundarias.
El proyecto político ferrajoliano del garantismo no es nada más que la elaboración teórica de un nuevo modelo de Estado que se diferencia del modelo tradicional en que la preeminencia del Legislativo es sustituida por la preeminencia del Poder Judicial y los jueces constitucionales.
Leer a León Duguit (1996) nos permite entender la preeminencia histórica del poder legislativo. Según Duguit, el elemento fundamental para entender la teoría de Montesquieu es la diferenciación entre “separación” y “desconcentración” de poder. El eje central de la teoría montesqueana no era tanto la separación como la desconcentración de poder, que son cosas distintas. Esta última, señaló el francés, nunca se ha dado en Europa,1 donde la democracia se ha pensado como concentración del Poder en el Parlamento. Podemos mencionar dos factores determinantes que contribuyeron a ello: la noción de soberanía sobre la que se construye la Revolución francesa y la existencia de una monarquía absolutista muy arraigada.
En primer lugar, la concepción bodineana de soberanía como poder único e indivisible fue heredada años más tarde por Rousseau. Ello hizo que lo importante en el constitucionalismo europeo derivado de la Revolución Francesa consistirá, pues, en definir quién será el sujeto titular de la soberanía, mientras que el diseño de las instituciones y, por consiguiente, la separación de poderes siempre se advirtió como una cuestión formal o, incluso, como un problema menor (Jiménez Asensio, 2014, p. 1759).
En segundo lugar, a diferencia de Inglaterra donde después de Gloriosa Revolución ya no hubo más intentos de implantar la monarquía absoluta y acabar con el sistema tradicional de Constitución mixta, y de Estados Unidos donde, tras la Declaración de Independencia, dejó de existir un contexto de monarquía, en Francia y en Europa continental sí existía una monarquía absolutista muy arraigada y recelosa de ceder poder. Ello hizo que el objetivo principal del constitucionalismo europeo continental, en sus orígenes, fuera reducir los poderes del monarca y la manera de hacerlo era sustraerle la soberanía que hasta entonces tenía, para desplazarla hacia al Legislativo, considerado como preeminente sobre el Ejecutivo.2
Frente a este modelo de preeminencia histórica del legislativo, Ferrajoli plantea una reformulación del modelo de Estado. El paso de la democracia parlamentaria a la democracia constitucional, a la que hace referencia, implica un desplazamiento de la preeminencia del Legislativo al Poder Judicial y a los jueces constitucionales. Esta es una posición que el autor italiano empieza a esbozar ya en sus trabajos tempranos Por una reforma democrática del ordenamiento judicial (1978a) y Posición institucional y función de la magistratura en el sistema político italiano (1978b).
Frente a las posturas procedimentalistas (Hampshire, 1989; Walzer, 1981, pp. 379-3993; Waldron, 1999 4), Ferrajoli parte de una concepción sustantiva de la democracia según la cual a la hora de evaluar la legitimidad del Estado Constitucional la dimensión sustantiva debe tener prevalencia sobre la procedimental. Para él, los derechos sustantivos son un límite a los procedimentales, una “esfera de lo no decidible” para estos últimos (Ferrajoli, 2011b, pp. 15-54). Esto invierte la jerarquía valorativa que existe en un sistema democrático entre procedimientos y sustancia (Ruiz Miguel, 2013, p. 211) y, por tanto, otorga prioridad a la esfera de lo “no decidible”, propia de los jueces, por encima de la esfera “de lo decidible”, que es la discrecional, propia de las instituciones políticas de gobierno.
Son diversos los autores que han señalado cómo la teoría de Ferrajoli limita altamente y hasta anula tendencialmente el espacio de la política, al menos de la política relevante (Vitale, 1998, pp. 41-42 y 47; Bovero, 2000, p. 36; Pintore, 2000, pp. 8-11). A pesar de los intentos del italiano de desmentirlo, afirmando que en su teoría sí queda amplio margen de autonomía para la legislación (Ferrajoli, 1999, p. 170), no logra probarlo.
En resumen, los rasgos característicos de este nuevo modelo de Estado serían, en consecuencia, dos: el primero, la supremacía constitucional y de los derechos, sean de naturaleza liberal o social; el segundo, la consagración del principio de legalidad como sometimiento efectivo a derecho de todas las personas, poderes públicos y privados, sin excepción. El término de indisponibilidad de los derechos, o de éstos como esfera de lo no decidible, se usa el sentido de obligación de cumplir la legalidad, ubicando a los jueces como máximos guardianes de la democracia con capacidad de encerrar a los poderes públicos y privados en el interior de la legalidad para la defensa de los derechos de los ciudadanos.
IV. Dificultades del proyecto político garantista para poder garantizar dignidad en las sociedades de las próximas décadas
Estas dos características citadas (supremacía constitucional y de los derechos y consagración del principio de legalidad) reproducen, por un lado, una visión positivista, monista y estatista del Derecho que se entiende, única y exclusivamente, en tanto que dogma normativo producido por la fuerza y por la imposición del Estado y por otro lado, una visión del usuario del Derecho como ciudadano.
Respecto a la primera cuestión, a pesar de partir de la idea de que la Constitución no es un texto avalorativo sino político, fundamentado en fuertes principios morales, Ferrajoli sostiene los llamados argumentos de la insuficiencia y del apoyo institucional para defender la conexión Derecho-norma positiva, propia de la visión positivista, monista y estatista del Derecho.
El argumento de la insuficiencia señala que si bien debemos aceptar que la legalidad está fundamentada en principios morales de justicia, la moralidad no es una condición suficiente para que una norma forme parte del Derecho. Para poder considerar que una norma es Derecho y por tanto, otorga facultades a un sujeto para hacer o no hacer algo o para exigir que otros hagan o no hagan algo, ésta debe cumplir unos requisitos de origen, procedimiento y forma que la ubiquen como parte del derecho positivo estatal; mientras tanto, tal norma no es Derecho.
Esta visión se opondría a la concepción ampliada de Derecho, asociada al pluralismo jurídico, sostenida por autores como Jesús Antonio de la Torre Rangel (2006), Antonio Carlos Wolkmer (2006), Roberto Lyra y José Geraldo de Sousa Júnior (1987), etc., para quienes el Derecho no necesariamente debe identificarse con el Poder estatal. Para estos últimos, el conjunto de normas producidas y consensuadas en el seno de los grupos o movimientos sociales para auto-ejecutar derechos en situaciones de alienación legal – esto es, frente el carácter injusto e ineficaz del Derecho oficial o estatal que impide la satisfacción de principios básicos de dignidad humana– son también Derecho. Se trata de normas que tendrían su fundamento de legitimidad en la distinción entre Derecho y Justicia o, lo que es lo mismo, entre Derecho (leyes) y derechos (atribuciones inherentes a la dignidad humana). Su fundamento se encuentra en una legitimidad de justicia.
Por el contrario, según Ferrajoli, quien sostiene una concepción restringida del Derecho, el Derecho es sólo el conjunto de reglas establecidas por quienes tienen el Poder estatal. Identifica el Derecho con los mandatos y decisiones de quienes ocupan el Estado, reduciendo la Constitución a las reglas positivas. En este sentido, en referencia al derecho al medio ambiente, de los animales y de las generaciones futuras, señala que se trata de “derechos que jurídicamente no existen, en el sentido de que nunca han sido puestos o estipulados en una ley positiva, que quizá sería bueno que existieran en este sentido específico, pero que por el momento deben seguir siendo considerados (…) como simples exigencias de justicia carentes de base empírica en el Derecho vigente” (Ferrajoli, 2009, p. 106).
Asimismo, el argumento del apoyo institucional señala que el Derecho, para que sea tal, no puede desvincularse del aparato institucional (estatal) que lo sostiene. El Derecho no puede reducirse sólo a un conjunto de reglas y principios sustantivos, éste es también la estructura institucional (estatal) que organiza el funcionamiento de las instituciones jurídicas.
En resumen, como señala el propio autor: “Si es verdad que el garantismo coincide con esa forma de tutela de los derechos vitales de los ciudadanos que se realiza históricamente a través de su positivación en el marco del Estado de derecho, aquél no es concebible fuera del horizonte teórico del positivismo jurídico” (Ferrajoli, 2004, p. 868).
Respecto a la segunda cuestión, tal visión positivista, monista y estatista del Derecho lleva necesariamente asociada la idea de ciudadanía liberal como portadora homogeneizadora de derechos intermediados por el Estado. Como ha señalado Oscar Correas (2003, p. 30), al convertir a los individuos en ciudadanos, el Derecho moderno expropia a los individuos de su relación directa con el resto de los miembros de la sociedad civil y de su capacidad para la auto-ejecución comunitaria de los derechos. La única manera que el ciudadano tiene para hacer efectivo un derecho y propiciar una situación de igualación es acudiendo al Estado o funcionario autorizado para que resuelva el problema.
En resumen, la propuesta de constitucionalismo garantista de Ferrajoli se construye, entonces, dentro de una lógica en la que el Estado se conforma como único centro de poder organizador de la sociedad y el Derecho conectado en exclusiva a él (la Constitución) devendría en forma de regulación omniabarcante que recoloniza y somete a su dominio la totalidad de espacios salvajes hasta ahora ubicados en su exterioridad.
Esta formulación, incapaz de entender otra forma de Derecho y garantía de los derechos que no pase por la intermediación “racional” del Estado, presenta, en las sociedades de hoy en día, algunos problemas importantes.
Uno es que es la implementación del proyecto político del constitucionalismo garantista necesita de determinadas condiciones objetivas y subjetivas que no se dan en nuestras sociedades.
A. La no existencia de condiciones objetivas para el constitucionalismo garantista
Ferrajoli sostiene que la injusta situación actual es fruto de la asunción, por parte de todas las fuerzas políticas –de derecha, de centro y de izquierda– de una cultura política anticonstitucional (Ferrajoli, 2000, p. 140).
Intento decir que hoy la única respuesta a la crisis del principio de legalidad que estamos atravesando y que se expresa en la multiforme fenomenología de los poderes salvajes, debería ser (…) la aplicación de la primera parte de la Constitución mediante la introducción de garantías primarias para tutela de los derechos en ella establecidos (…) En cambio, está prevaleciendo, (…), una orientación opuesta: (…) dirigida a liberar más que a vincular a los poderes, y por ello a secundarlos en sus naturales aspiraciones absolutistas y a reducir el grado de control y responsabilidad(Ferrajoli, 2000, pp. 139-140).
Esto es lo que Ferrajoli denomina una cultura política anticonstitucional. Con esta expresión, el italiano critica la subordinación política y cultural de la izquierda italiana a la derecha, reclamando nuevos partidos políticos que adopten un cambio de estrategia priorizando las garantías normativas de los derechos. Esta es una concepción instrumentalista de las garantías según la cual la eficacia de los derechos y garantías vendría determinada por el sujeto que ocupa el Poder.
En su texto Los fundamentos de los derechos fundamentales, donde debate con L. Baccelli, M. Bovero, R. Guastini, M. Jori, A. Pintore, E. Vitale y D. Zolo, Ferrajoli se reafirma en su posición instrumentalista reiterando la idea de que la garantía de los derechos no es, principalmente, una cuestión de recursos económicos sino, sobre todo de voluntad política. Lo hace proponiendo que, para garantizar los derechos sociales, los jueces encargados de controlar la constitucionalidad de la actuación de los poderes públicos deberían poder controlar también el presupuesto del Estado, indicando qué cantidad de recursos habría de destinarse para poder dar satisfacción a las distintas prestaciones en las que se traducen tales derechos (Ferrajoli, 2005, p. 64).
El instrumentalismo de los derechos y sus garantías, que tuvo en el jurista soviético P. I. Stuka (1969) uno de sus principales representantes en la izquierda, reduce éstas a “algo”, o a una “cosa”, que puede ser utilizado por “cualquiera” cuando “quiera”. Son pues, instrumentos que están a la espera de que alguien los use. Según Stuka, la toma del Poder por la burguesía imprimía un carácter burgués al derecho y la toma del Poder por la clase trabajadora le imprimía un carácter revolucionario. Es una posición similar a la que también planteará, pocos años después en la URSS, la línea “voluntarista” o del “reduccionismo político”, que se oficializó durante el período estaliniano con la victoria de las concepciones de su máximo representante, Andrei Vychinskij, en la I Conferencia Federal de Juristas Soviéticos de 1938. Éste redujo el Derecho sólo a un simple instrumento al servicio de la clase dominante.
Sin embargo, tal como señaló la rama del estructuralismo jurídico (Seidman, 2006, p. 575-592) dentro de los llamados Critical Legal Studies, la eficacia de los derechos y sus garantías no viene determinada únicamente por las personas que ocupan el Poder sino también por las estructuras políticas, económicas, culturales y sociales en las que pretenden ejercer su influencia. Aunque la izquierda tome el aparato estatal, ésta no podrá utilizar los derechos ni reactivar garantías normativas en favor de las clases populares si no se dan las condiciones estructurales adecuadas para ello.
Los derechos sociales propios del constitucionalismo europeo de posguerra fueron mecanismos útiles para garantizar igualdad y bienestar universal en una coyuntura caracterizada por tres condiciones: el crecimiento económico, el pleno empleo y la fortaleza organizativa de la clase obrera y la existencia de Estados con soberanía económica. Ninguna de estas condiciones existen en la actual fase de capitalismo.
Hoy en día, incluso en el caso de que un partido de izquierda tomara el aparato estatal, no sólo no tendría, independientemente de su voluntad, capacidad para ejecutar el fuerte gasto público social necesario para garantizar la plena y universal justiciabilidad de un amplio catálogo de derechos, sino que además el sistema está diseñado para que, en el caso de que se atreviera a hacerlo, el país entrara en una situación de fuerte recesión económica que barriera al partido del Poder.
En primer lugar, no tendría capacidad para ejecutar el fuerte gasto público social necesario para justiciabilizar derechos en tanto que no hay crecimiento económico. A partir del cruce de distintas variables, la ciencia política cuantitativa (Lipset, 1959; Hadenius, 1992, 1995), ha llegado a la conclusión de que las perspectivas favorables para la consolidación democrática y garantía de derechos se sitúan en una relación directamente proporcional con respecto al crecimiento de la economía.
En el marco de un capitalismo de saqueo de lo público, caracterizado por la obligación de las Administraciones de tener que dar prioridad absoluta en sus presupuestos al pago de los intereses y del capital de la deuda pública sobre otras inversiones y la constitucionalización de la cláusula de estabilidad presupuestaria y límite del déficit público, la propuesta garantista de Ferrajoli tiene poco recorrido. La relación entre vínculo presupuestario y garantía de los derechos lleva a que la limitación de déficit público acentúe una cada vez menos presencia del Estado en la sociedad y la regresividad de derechos.
Pero, en segundo lugar, incluso si el gobierno en cuestión se atreviera a realizar el gasto público social necesario, el sistema está diseñado para que, en este caso, el país entrara en una situación de fuerte recesión económica que barriera al partido del Poder. Actualmente, ya no podemos pensar la gestión política como un modo de gobierno interno de una sociedad. Los procesos de integración económica, productiva, comercial, financiera, etc. generan altos grados de interdependencia que exigen una reconceptualización de la gestión político-económica de un Estado en términos geopolíticos.
Un excesivo gasto público social para implementar políticas garantistas conllevaría una mala cualificación del país por parte de las principales agencias de rating que evalúan los estados en función de la adecuación de su presupuesto y previsión de gastos e ingresos a los criterios neoliberales. Y una calificación negativa por parte de tales agencias, implica, entre otras consecuencias, que los inversores no confíen en destinar su dinero a una economía que no ofrece las suficientes garantías. Además, las empresas del país pueden verse afectadas directamente porque se exponen a ver reducida su calificación de deuda privada con la que financiar sus operaciones. Produciéndose en resumen, según los expertos, una contracción de la economía nacional.
B. La no existencia de condiciones subjetivas para el constitucionalismo garantista
Ferrajoli establece que junto a un reconocimiento de los derechos en el plano jurídico, su plena efectividad requiere, a la vez, de una afirmación de los derechos en el plano cultural. En la medida que los principios y derechos constitucionales son enunciados lingüísticos, funcionan como normas si existe un sentido común cívico o axiológico que hace que éstos sean generalmente compartidos y tomados en serio por sus destinatarios.
La formación de este sentido común no es un fenómeno natural sino fruto de procesos políticos y jurídicos que tienen en relación con las Constituciones no sólo un papel cognoscitivo sino constitutivo y performativo. Dice Ferrajoli (2008, p. 357): “Existe, en suma, una circularidad entre constitución y sentido común: las constituciones producen sentido común; éste, a su vez, representa su principal sostén”. El proyecto político de Ferrajoli lleva implícito, en consecuencia, una determinada concepción de la eticidad.
Toda forma de universalidad, comunidad, idea abstracta de unión social o, lo que es lo mismo, todo núcleo de organización de la sociedad, necesita de formas de eticidad para poder funcionar. Los estados teocráticos necesitaban de la religión. Con la secularización, la forma de eticidad propia del Estado de derecho fue el nacionalismo. En el proyecto político garantista de Ferrajoli, donde la Constitución es el nuevo núcleo único organizador de la sociedad, la forma de eticidad es el patriotismo constitucional.
Nacionalismo y patriotismo (constitucional) son cosas distintas. La diferenciación entre ambos conceptos fue desarrollada primero por Dolf Sternberger y luego, por Jürgen Habermas. Sternberger asocia el nacionalismo a identidad nacional y el patriotismo (constitucional) a republicanismo cívico o identidad constitucional. En su trabajo Concepto de patria de 1947, estableció ya la diferencia entre las interpretaciones republicana y nacionalista de la lealtad cívica, y cuando, más tarde, habló de patriotismo constitucional lo hizo para referirse a un tipo de identidad política constructa y universalista, de raigambre republicana, contrapuesta al tipo de identidad cultural o étnica que defiende el nacionalismo.
En 1979, en el marco de la conmemoración del aniversario 30 de la Constitución federal alemana y en su ensayo Verfassungspatriotismus, Sternberger habló sobre la capacidad que el texto constitucional ha demostrado para inspirar una nueva forma, pluralista e integradora, de identidad colectiva y aglutinar a la sociedad, escindida y traumatizada por la barbarie del nazismo, en torno de la tarea de construir una cultura política democrática. El espíritu constitucional ha contribuido a transformar la vida pública y a devolver la normalidad al ejercicio de las libertades. De ese modo, lento y persuasivo, los ciudadanos se han formado una nueva conciencia colectiva, “un segundo patriotismo que se funda sobre la Constitución” (Sternberger, 2001, pp. 45-46), no en la nación.
Estos planteamientos son lo que toma, posteriormente, Habermas para aplicar el concepto de patriotismo constitucional al caso de la Unión Europea. En su texto Más allá del Estado nacional (1997), Habermas sostiene la existencia de una decadencia del nacionalismo –la nación ya no ejerce una función proveedora de sentido como lo hacía en los siglos XIX y XX– y el surgimiento de una identidad política posnacional que progresivamente va sustituyendo al primero. Esta nueva identidad no se construye sobre una cultura, ni tradiciones ni una historia particular, sino sobre principios abstractos como los derechos del hombre o el Estado de derecho. Es por ello que Habermas califica este nuevo patriotismo como constitucional. Eso no significa que los ciudadanos no valoren aspectos de su tradición como el culinario, el deportivo o el musical, pero la nueva identidad, aquello a lo que ahora se adhieren los ciudadanos, es a los principios de convivencia, la libertad de conciencia y de palabra, el derecho al voto y de libre circulación y hasta un tratamiento equitativo ante la justicia (Habermas, 1997, p. 294). Habermas ve en el proceso de integración europea una prefiguración del cosmopolitismo posnacional, lo que le llevó a adoptar una postura a favor de la Unión Europa y de sus tratados (Habermas, 2012).
En resumen, podemos decir que el patriotismo constitucional seria la forma de eticidad correspondiente al modelo de constitucionalismo garantista de Ferrajoli. El problema está en que tampoco se dan, en las sociedades actuales, condiciones para poder construir esta identidad constitucional.
En primer lugar, para que se dé una identificación de los ciudadanos con la Constitución, ésta debe ser fruto de un pacto o consenso, no de una imposición. Las Constituciones del Estado social de posguerra fueron fruto de un pacto Capital-trabajo en un escenario de empate entre clases sociales, donde la imposibilidad, para una de ellas, de imponer su proyecto político por encima de la otra, se saldó en una reconciliación hegeliana entre intereses particulares e interés general. La obediencia a la Constitución como pacto se entiende, por los ciudadanos, no como simple obediencia a un mandato, sino como aceptación del pacto y de las instituciones democráticas, con lo que el Derecho pierde lo repugnante de la coerción.
No obstante, en la actualidad, la reducción de la capacidad agencial del Trabajo y, por tanto, de su fortaleza organizativa ha generado una correlación de fuerzas claramente desfavorable para las clases populares que se ha traducido en reformas puntuales pero significativas en los textos constitucionales. La introducción en éstos de mecanismos de gobernanza económica destinados a la reducción del déficit público, la estabilidad presupuestaria de los Estados y la garantía del pago de la deuda que garantizan la continuidad del proceso de acumulación de riqueza del capital financiero a la vez que supone una regresividad de los derechos, hace que las Constituciones redefinan sus objetivos de manera funcional a los intereses del Capital. Conscientes de ello, los ciudadanos perciben a un solo beneficiario de la norma (los poderes económicos), percibiéndose a sí mismos como damnificados.
Se pasa, tanto en el momento normativo, como en el momento receptivo, de lo que Giuseppe Zaccaria (1991, p. XII) llamó “un funcionamiento plural de la positividad jurídica” a lo que podríamos llamar un “funcionamiento monista de la positividad jurídica”. En la primera forma de funcionamiento, el momento normativo se percibía como mediación entre autoridad y sociedad (“regulación”), esto es, el proceso normativo de creación de la Constitución era la conversión en Derecho de toda la plural, conflictiva y magmática realidad social plasmada en la sociedad. En cambio, en la segunda forma de funcionamiento, la Constitución tiene un solo cordón umbilical, el que la une con el poder, el único del que la norma adquiere vitalidad, alimento o efectividad. La Constitución, sin reconocer ningún vínculo con la complejidad de la sociedad ni sus contradicciones, somete la realidad a su mandato.
En el momento receptivo, mientras en la primera forma de funcionamiento la obediencia a la Constitución se entiende como aceptación del pacto y las instituciones democráticas, en la segunda forma de funcionamiento, la Constitución tiene un esmalte potestativo y autoritario. Los ciudadanos perciben a un solo protagonista monocrático de la norma (el titular del Poder), percibiéndose a sí mismos como receptores meramente pasivos. El derecho se percibe como “aplicación” más que como “regulación”. El Derecho es algo petrificado en un mandato unilateral. En estas circunstancias, resulta difícil construir identificación o patriotismo constitucional.
En segundo lugar, en una coyuntura de aumento de la precariedad para amplias capas de la población, la pobreza no crea adhesión sino desafección al Derecho oficial. Sólo bajo condiciones de igualdad de derechos y participación en los recursos de la comunidad es que los ciudadanos pueden identificarse con el Derecho.
En tercer lugar, el paso de la modernidad a la posmodernidad ha supuesto una inversión en los procesos de individualización que dificulta enormemente la construcción del patriotismo constitucional.
La modernidad conllevó la posibilidad, para los seres humanos, de hablar de sí mismos en términos de derechos y de concebir su mismisidad material o social (identidad), no como algo natural, sino como algo justo o injusto y, por tanto, que se puede transformar. La individualización moderna le otorgó al individuo un nuevo papel en el mundo del que nació, en cada grupo o clase, su propia concepción de dignidad humana como premisa antropológica y de determinados derechos asociados a ella. Ello provocó que en los principales espacios públicos de interacción –el trabajo y la política– el hombre adoptara una actitud activa en pro de sus planteamientos de dignidad-derechos, generando procesos de individualización “hacia afuera” (González Balletbó, 2010, pp. 123-167), activa e ideologizada que se traducía en acción colectiva y conflicto. Esta es la forma de identidad propia del republicanismo cívico o del patriotismo constitucional.
En la postmodernidad, los procesos de individualización se construyen de manera inversa. En una sociedad donde el consumo de mercancías ya no persigue satisfacer necesidades sino ser un producto de diferenciación, distinción y singularización simbólica de una persona respecto del resto, el consumo se configura como el campo de juego principal de la distribución de significantes sociales. Tal simbolización del consumo tiene consecuencias importantes en los procesos identitarios.
El objetivo del individuo es ahora destacar su individualidad, su singularidad en el interior del grupo social. La diferenciación singularizadora o la expresión simbólica de la propia singularidad, deviene el motor principal de construcción de sentido existencial de los individuos. La voluntad de singularización y autenticidad expresa el nuevo objetivo vital de las personas. Ello ha provocado una transformación en la primera individualización de la modernidad. La individualización ya no es excéntrica, “hacia afuera”, activa e ideologizada, sino que es una individualización concéntrica, construida “hacia dentro” (González Balletbó, 2010, p. 141), autorreferencial, pasiva y desideologizada. El individuo busca su sentido, ya no en valores externos universales, sino dentro suyo.
Si mediante la individualización “hacia afuera” el individuo era un instrumento para la conquista de sus propios objetivos individuales y colectivos, ahora, en cambio, es una finalidad en sí mismo. Hay una desarticulación de los vínculos del individuo a las lógicas colectivas. Esta vertiente de la individualización no genera acción ni participación, genera pasividad y apatía. No genera ciudadanía, sino que de.construye ciudadanía, republicanismo cívico y patriotismo constitucional.
V. Conclusión
Hasta aquí hemos expuesto los principales rasgos del proyecto político garantista de Ferrajoli, para quien el Estado constitucional “no es solo una conquista y un legado del pasado (…) es también, sobre todo, un programa para el futuro”, así como algunas de las limitaciones y problemas que éste presenta para poder conformarse, por sí solo, en un proyecto válido para garantizar dignidad en las sociedades de las próximas décadas.
Como conclusión, podemos señalar que su teoría de los derechos introduce nuevos principios de interpretación y aplicación de los mismos que, sin duda, contribuyen a dotar de importantes herramientas a jueces, ciudadanos y grupos sociales para una mayor garantía de los derechos de los menos favorecidos y que, por tanto, es indispensable para reformular nuestros Estados en clave garantista.
Ahora bien, el hecho de que se trate de una propuesta cuya implementación como proyecto político necesite de determinadas condiciones objetivas y subjetivas que tampoco se dan en nuestras sociedades hace que este sea un programa político insuficiente, por sí solo, para garantizar dignidad en el marco de las formas de capitalismo degenerativo de la segunda mitad del siglo XXI, si no se combina con otras corrientes como la del pluralismo jurídico y el autonomismo.
Nuestros Estados se mueven, simultáneamente, hacia dos direcciones opuestas: hacia una integración u homogeneización global y hacia una fragmentación o diferenciación de tipos de ciudadanía.
Por un lado, a nivel macro, el proceso de integración u homogeneización global en el que nos encontramos, desde hace años, ha iniciado un proceso de desnacionalización de determinados componentes del Estado que hace que estos se orienten cada vez más hacia agendas y sistemas globales.
Por otro lado, a nivel micro, vivimos, simultáneamente, un proceso de fragmentación o diferenciación de los tipos de ciudadanía dentro del Estado. El neoliberalismo ha supuesto el surgimiento de nuevos grupos en situación de vulnerabilidad o pobreza (inmigrantes, precariado, cognitariado, desempleados, madres solteras, ancianos, etc.) que habitan en nuestras sociedades, pero en condición de no derechos o derechos más limitados que los ciudadanos corrientes (obreros industriales, funcionarios públicos, etc.).
Para muchos de estos grupos sociales la autogestión comunitaria empieza a operar, y operará cada vez más, como una vía alternativa de acceso a la ciudadanía por canales distintos a los estatales, de los que están excluidos y, por tanto, como vía de inclusión en la sociedad. Estas prácticas complejizan la noción de ciudadanía más allá de su concepción liberal como portadora homogeneizadora de derechos intermediados por el Estado, creando nuevas formas de ejercicio y discursos distintos de ser ciudadano, nuevas construcciones fragmentadas y diferenciadas de acceso a la ciudadanía a la que algunos han llamado “ciudadanías desde abajo” (Cielo et al., 2008, p. 171) en coexistencia con la ciudadanía estatal.
Se crea, en consecuencia, una realidad policéntrica con coexistencia de lógicas de organización estructural y superestructural de distintas épocas históricas (post-liberal/globalización, liberal/Estado, pre-liberal/comunitarización), en la que el Estado tan sólo es una de las diferentes configuraciones organizacionales epocales que se dan en ella. Ello nos obliga a tener que pensar en nuevas prácticas de garantía de los derechos que vayan más allá del Estado como, de hecho, ya está pasando. Muchas de las formas de organización colectiva de la sociedad civil ya no dirigen sus reivindicaciones al Estado sino que reemplazan al Estado en el desempeño de determinadas funciones o prácticas de gobierno, en especial respecto a la provisión de servicios sociales en los barrios o espacios comunitarios o respecto a problemas de alcance internacional como el salvamento marítimo, el rescate y la asistencia sanitaria a los refugiados en el Mediterráneo.
Esta realidad es la que, como decía, hace que la construcción de una teoría garantista, hoy en día, esté obligada a combinar a Ferrajoli con otras corrientes como la del pluralismo jurídico y el autonomismo.
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Notas
1 Esta idea de desconcentración, equilibrio, frenos o “pesos y contrapesos” entre poderes sí que tuvo, por el contrario, una fuerza determinante en la configuración del sistema constitucional inglés y norteamericano. En Inglaterra, a partir de una lenta evolución a través de los siglos XVIII y XIX, la separación de poderes entre Legislativo y Ejecutivo se transformará en un sistema de colaboración entre los dos poderes. Y en Estados Unidos, la Constitución de 1787 combinó una separación horizontal de los poderes (legislativo, ejecutivo y judicial) con una separación vertical del poder, que también conducía a evitar la concentración del mismo en una instancia territorial (la Unión o los Estados miembros) y sancionaba un modelo de limitación territorial del poder y, por tanto, de equilibrio institucional (Jiménez Asensio, 2014: 1753-1774).
2 El sistema judicial en la Francia revolucionaria terminó configurándose como un poder subsidiario o instrumental con muy escasa autonomía institucional e incapaz en sus orígenes de controlar no solo al Poder Legislativo, sino también al Poder Ejecutivo y a la Administración Pública.
3 Walzer defiende la posición de que la mayoría democrática tiene el derecho de vulnerar derechos: “una de las características de la democracia –dice este autor–, es que la gente tiene el derecho de actuar incorrectamente”.
4 El autor que mejor ha expuesto la primacía del procedimiento democrático por encima del elemento de Justicia sustantiva es, seguramente, Jeremy Waldron. El punto de partida de Waldron es el siguiente: 1. La gente no está de acuerdo en que derechos tiene; y, 2. Dado este hecho, debemos respetar el derecho de la gente de participar y expresar su opinión en la resolución de este desacuerdo. Por tanto, Waldron no ve el derecho a participar como un derecho-valor al mismo nivel o en equilibrio de importancia que los otros. Para él, la participación es fundamental. La participación mayoritaria en la resolución de los desacuerdos sobre derechos debe ser adoptada, aunque esto supusiera peores resultados para los derechos que adoptar otro mecanismo de toma de decisiones (Kavanagh, 2003: 456-457). La argumentación de la justicia sustantiva es, para Waldron, una justificación insuficiente para limitar el derecho de los derechos: “(…) Si un procedimiento es democrático y se realiza terminando con el resultado correcto, no hay injusticia para nadie. Pero si el proceso es no democrático, este conlleva inherentemente y necesariamente, una injusticia en su operación, para las aspiraciones participativas de los ciudadanos ordinarios. Y, esta injusticia existe, al margen de si termina con el resultado correcto o no (…)” (Waldron, 1993: 50). Así pues, frente al argumento epistémico, Waldron impone el argumento de la primacía de la democracia.