Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 49, 2018
Instituto Tecnológico Autónomo de México
I. Dos conceptos de igualdad
¿Qué debe entenderse, en el plano teórico, por “principio de igualdad”? Deben entenderse, a mi parecer, dos principios normativos diversos, entre sí complementarios y ambos esenciales en tanto fundamentos de la democracia: en primer lugar, el igual respeto y valor que debe ser asociado a todas las diferencias de identidad que hacen de cada persona un individuo diferente de todos los otros y de cada individuo una persona igual a todas las otras; en segundo lugar, el disvalor que, por el contrario, debe ser asociado a las desigualdades de carácter económico y material, las cuales no atañen a la identidad de las personas sino a sus condiciones desiguales de vida y que deben ser, por lo tanto, removidas o por lo menos reducidas.
Es fácil reconocer, en estos dos significados de igualdad, a los dos principios expresados por los dos incisos del artículo 3 de la Constitución italiana: en primer lugar, el principio de igualdad formal, en virtud del cual todos tienen "igual dignidad social", o sea igual valor, cualesquiera que sean sus diferencias “de sexo, de raza, de lengua, de religión, de opiniones políticas, de condiciones personales y sociales”; en segundo lugar, el principio de igualdad substancial, en virtud de la cual deben ser removidos, o por lo menos reducidos, “los obstáculos de orden económico y social que, limitando de hecho la libertad y la igualdad de los ciudadanos, impiden el pleno desarrollo de la persona humana y la efectiva participación de todos los trabajadores en la organización política, económica y social del país”.
En ambos significados la igualdad es igualdad en derechos: una égalité en droits, como dice el artículo 1 de la Déclaration del 1789, en el sentido de que los derechos forman la base de la igualdad. ¿Pero, cuáles derechos? No ciertamente, claro, todos los derechos. Es evidente que no somos iguales en derechos patrimoniales, como la propiedad privada y los derechos de crédito, que por el contrario forman la base de la desigualdad jurídica en cuanto derechos singulares, de los cuales cada uno es titular en medida diversa y con exclusión de los otros. Somos iguales en derechos fundamentales, que son derechos de todos y en cuya forma universal consiste precisamente la igualdad: por un lado, en derechos de libertad, en derechos civiles y en derechos políticos que consisten todos en derechos al respeto de las propias diferencias, sean ellas naturales o culturales; por el otro lado, en derechos sociales – a la salud, a la instrucción y a la subsistencia – que son todos derechos cuya garantía sirve para reducir las desigualdades. La igualdad formal es por eso una igualdad en derechos de libertad que, en cuanto derechos al respeto de todas las diferencias de identidad, imponen, para su garantía, un paso atrás de la esfera pública, esto es, una prohibición de lesiones. La igualdad substancial es, por el contrario, la igualdad en derechos sociales, que en cuanto derechos a la reducción de las desigualdades económicas y materiales imponen, para su garantía, un paso hacia adelante a la esfera pública, es decir, una obligación de prestaciones. Por esto podemos también llamar a la primera igualdad liberal y a la segunda igualdad social.
Ahora bien, la tesis que aquí sustentaré está dirigida a cuestionar un viejo lugar común, propio sobre todo de las culturas de la derecha; las cuales tienden a oponer entre sí la igualdad formal y la igualdad substancial, contraponiendo libertad e igualdad, dignidad individual y justicia social, derechos de libertad y derechos sociales, dimensión formal y dimensión substancial de la democracia, políticas distributivas y desarrollo económico. Pretendo ilustrar, precisamente, tres nexos: el existente entre igualdad formal e igualdad substancial, en virtud del cual el fortalecimiento de una conlleva el fortalecimiento de la otra (§ 2); el nexo entre crecimiento de la igualdad substancial y crecimiento económico e, inversamente, entre excesivas desigualdades y crisis de recesión de la economía (§ 3); finalmente, el nexo entre la igualdad en sus dos dimensiones y la democracia e, inversamente, entre el crecimiento de las desigualdades y la crisis de la democracia que se manifiesta en la distancia creciente de la política respecto de la sociedad y en su abdicación a la función de gobierno de la economía (§ 4). La única alternativa realista a una crisis de este tipo, sea de la economía o de la democracia, será por eso indicada en una política opuesta a aquella practicada en los dos últimos decenios, esto es, una política dirigida a la reducción de las desigualdades a través de la garantía de los derechos sociales y del trabajo (§ 5).
II. El nexo entre igualdad formal e igualdad substancial
El nexo entre las dos igualdades se revela en el terreno de la efectividad de ambas. Por un lado, la reducción de las desigualdades materiales es una condición necesaria, no sólo del “pleno desarrollo de la persona humana” del que habla el segundo inciso del citado artículo 3 de la Constitución italiana, sino también de la “igual dignidad social” de todas las diferentes identidades, afirmada por el primer inciso del mismo artículo. Por otro lado, el grado de igualdad substancial depende del grado de igualdad y no discriminación en las oportunidades, que a su vez equivale al grado de efectiva igualdad en la libertad de realizar los propios proyectos diferentes de vida. Existe por lo tanto una relación de sinergia entre las diversas clases de derechos fundamentales sobre las cuales se fundan las dos igualdades: una relación por la cual el grado de igualdad substancial determina el grado de efectiva no discriminación de las diferencias y viceversa. Es decir, en la medida en que los derechos de libertad y los derechos civiles y políticos, en los cuales consiste la igualdad formal o liberal, son efectivos y las personas se perciben como iguales en cuanto a la garantía de los derechos sociales –a la salud, a la instrucción y a la subsistencia– en los cuales consiste la igualdad substancial, se asegura su ejercicio consciente y se realiza una relativa igualdad también en las condiciones materiales de vida. Inversamente, las desigualdades substanciales son siempre un producto de discriminaciones, que a su vez son un vehículo de desigualdades: las desigualdades, por ejemplo en el tratamiento salarial – entre hombres y mujeres, entre ciudadanos y migrantes, entre quienes tienen garantías y quienes no, entre mayorías y minorías étnicas – suelen ser el fruto de discriminaciones por diferencias. Recordaré un solo dato, impresionante: en 2009 el ingreso medio neto de las familias blancas en los Estados Unidos fue de 113.149 dólares, más de 20 veces el valor medio del ingreso de las familias afro-americanas (5.677 dólares) y 18 veces de aquel de las familias hispanas (6.325 dólares).
Hay en suma una relación de interacción entre desigualdades y discriminaciones que hace que unas sean un factor y un multiplicador de las otras. Como las investigaciones empíricas han ampliamente mostrado, las desigualdades se heredan, dependiendo de las diferencias de condiciones personales y sociales, de las oportunidades ofrecidas por las relaciones familiares, en breve, del nacimiento mucho más que del mérito y operan a su vez como ulteriores factores de discriminación y, nuevamente, de desigualdades. El fenómeno se ha ido agravando en estos últimos años con la crisis económica y el consiguiente crecimiento de las desigualdades materiales, que substancialmente interrumpieron la movilidad social, no sólo en Italia sino en todos los países occidentales; hasta el punto de que precisamente Estados Unidos, tradicionalmente considerado el país de máxima movilidad intergeneracional, es hoy el país de máxima inmovilidad a causa del crecimiento, mayor que en cualquier otro país, de las desigualdades económicas y sociales.
III. Igualdad substancial y desarrollo económico: desigualdad y crisis de la economía
Hay además un nexo entre niveles relativamente avanzados de igualdad substancial, asegurados por las políticas de welfare, y desarrollo económico. Contrariamente al lugar común liberista, los gastos sociales requeridos para la garantía de los derechos sociales –a la salud, a la instrucción, a la subsistencia– no son un lujo y, aunque costosos, lo son mucho menos que su falta de ejecución. Son en efecto las inversiones más productivas, ya que no hay productividad individual ni colectiva en ausencia de garantías de los mínimos vitales: de los niveles mínimos de salud y subsistencia, de instrucción básica y de condiciones civiles de existencia. De aquí el valor de la igualdad substancial y de las políticas dirigidas a reducir las desigualdades no sólo como fines en sí mismos, sino también para los fines del crecimiento económico.
Prueba de ello es que los países aún hoy más ricos, como son todavía gran parte de los países europeos, son también los países en los cuales más se ha desarrollado el Estado social. Pero lo prueba también la historia misma de nuestro país, cuyo desarrollo económico en los primeros 35 años de la República fue acompañado y, añadiría, determinado por la construcción del Estado social en materia de salud, de instrucción, de providencia social, y de derechos y garantías del trabajo; ahí donde el estancamiento y posteriormente la recesión de los sucesivos 35 años ha sido acompañada y, nuevamente, determinada por los recortes al gasto social y por la demolición de todo el derecho laboral, que ha provocado el aumento del desempleo, ha destruido profesiones y competencias, ha humillado, debilitado y deprimido a los trabajadores, reduciendo su productividad.
No menos evidentes son por eso el nexo inverso y el círculo vicioso y perverso entre desigualdad, reducción de las garantías de los derechos sociales y decrecimiento económico. El crecimiento de la desigualdad equivale por un lado al crecimiento de la pobreza y por otro al crecimiento de la riqueza, que son una y otra factores de recesión: la excesiva pobreza porque determina una reducción de los consumos, de la demanda, y por ende de las inversiones y del empleo; la excesiva riqueza porque siempre más se invierte en la especulación financiera, o peor en la corrupción o cuanto menos en el condicionamiento del sistema político mediante financiamientos de partidos, adquisición de periódicos y televisoras, confusiones y conflictos de intereses y de poderes.
IV. Igualdad y democracia. El anticonstitucionalismo de las derechas
¿De qué depende dicho crecimiento de las desigualdades? Depende, evidentemente, de las políticas liberistas adoptadas en estos años, primero en los Estados Unidos y luego en Europa, y que en un primer momento han determinado la crisis y luego la han agravado, proponiéndose pese a todo como terapia de los mismos males provocados por ellas: la radical desregulación de las relaciones de mercado y en particular de las actividades financieras; la reducción de los impuestos a los ricos; los recortes al gasto público para la garantía de los derechos sociales; la disminución de los salarios y de las pensiones más pobres; la precarización del trabajo y la demolición del derecho y de los derechos de los trabajadores. El sometimiento de nuestros gobiernos europeos a las finanzas, los cuales han erogado en estos últimos años miles de billones de euros para salvar a los bancos, después de haberlos privatizado y haberles permitido apostar en los mercados accionarios, mientras que no lograron encontrar pocas decenas de billones para salvar a Grecia del desastre económico y social.
Paso así al nexo que liga igualdad y democracia, aún más estrecho y evidente de aquél que une igualdad y desarrollo económico. La igualdad, en ambos sentidos arriba distinguidos –como igualdad formal en la garantía de los derechos políticos, civiles y de libertad, y como igualdad substancial en la garantía de los derechos sociales– no es más que la forma jurídica tanto de la dimensión formal como de la dimensión substancial de la democracia, de tal manera que su crisis hodierna se resuelve inevitablemente también en una crisis de la democracia. Existe ante todo ese nexo conceptual entre la igualdad y el universalismo de las diversas clases de derechos fundamentales –los derechos políticos, los derechos civiles, los derechos de libertad y los derechos sociales–, correspondientes a otras tantas dimensiones de la democracia constitucional: la igualdad formal en los derechos políticos que corresponde a la democracia política o representativa; aquella también formal en los derechos civiles que corresponde a la democracia civil, propia de las relaciones de mercado; aquella substancial en los derechos de libertad que corresponde a la democracia liberal o liberal-democracia; aquella igualmente substancial en los derechos sociales que corresponde a la democracia social o social-democracia.
Hay luego un nexo más específico entre igualdad substancial y democracia. Éste atañe a los presupuestos sociales de la democracia, inevitablemente amenazados por una excesiva desigualdad económica y social. El grado de igualdad substancial determina, en efecto, el grado de unidad y de cohesión al interior de una comunidad política: en tanto las personas se reconocen como pertenecientes a una misma comunidad, esto es a un mismo pueblo, en cuanto son y se perciban como iguales por ser igualmente titulares de los mismos derechos. Es la igualdad en los derechos –los iura paria de los que habló Cicerón dos mil años atrás– la que hace de una multitud un pueblo y la que funda su cohesión, solidaridad, sentido común de pertenencia a una misma institución política. La igualdad substancial se revela así como el término de mediación que liga las tres clásicas palabras de la Revolución francesa: liberté, égalité, fraternité. Ella forma, en efecto, el presupuesto de la efectividad de la igualdad formal y de derechos de libertad y, por otro lado, la condición de la solidaridad social, esto es, de la fraternidad y por ende de la unidad de un pueblo en el único sentido en el que tal unidad merece ser perseguida.
Aquellas tres palabras de la Revolución Francesa son por el contrario constantemente puestas una en contra de la otra por las diversas ideologías y políticas de la derecha. Para las derechas, en efecto, la fraternidad (o solidaridad) y la igualdad ni siquiera son valores, dado que a ellas viene contrapuesto, por parte de sus culturas, el valor de la competencia en las ideologías liberistas y una antropología de la desigualdad en las subculturas reaccionarias de tipo clasista, machista o racista. Por lo que respecta a la libertad, debido a que las derechas conciben como libertad la propiedad privada y los derechos del mercado que son en realidad derechos-poder sobre los cuales se basa –como ya dije– la desigualdad, ella no sólo no está implicada en la cultura liberal, sino incluso es contrapuesta a la igualdad.
De aquí se sigue el tendencial anti-constitucionalismo de las derechas. El constitucionalismo democrático, fundándose en el principio de igualdad en los dos sentidos arriba distinguidos, esto es, en la igual valoración de todas las diferencias de identidades y sobre la reducción de las desigualdades económicas, requiere un paso atrás de la esfera pública para la garantía de las libertades individuales, y entonces un modelo de Estado liberal (y de derecho penal) mínimo, y un paso hacia adelante para la garantía de los derechos sociales, y por lo tanto un modelo de Estado social máximo. La derecha por el contrario, en sus dos diversos componentes, sostiene exactamente lo opuesto: derecho penal máximo invocado por sus componentes reaccionarios, los cuales piden un paso hacia adelante del Estado sólo en contra de la delincuencia de los pobres y en contra de la inmigración y, por otro lado, su intromisión en todas las cuestiones bioéticas, desde la indisolubilidad del matrimonio hasta la penalización del aborto, desde los límites a la procreación asistida hasta los tratamientos obligatorios en contra del derecho de morir de muerte natural y, por el contrario, Estado social mínimo promovido por sus componentes liberistas, que reivindican por el contrario el paso hacia atrás de la política y del derecho con respecto a las libres dinámicas del mercado y al crecimiento tanto de la riqueza como de la pobreza. Que son exactamente las posiciones de las dos derechas hoy dominantes y tendencialmente aliadas: una –xenófoba, racista, machista y antiliberal– hostil a la igualdad formal a través de los derechos de libertad; la otra –liberista y anti-social– hostil a la igualdad substancial a través de los derechos sociales.
Ahora bien, hoy la hegemonía cultural de las derechas en Europa se ha manifestado en el triunfo sea de las políticas represivas y racistas en contra de los migrantes, sea de las políticas liberistas conformes a la tesis no ya de la implicación sino de la contraposición de la así llamada “libertad”, identificada esencialmente con los poderes económicos del mercado, y de su primacía con respeto a la igualdad y a la solidaridad, también a costa de un crecimiento exponencial de las desigualdades. De esto se sigue, además de la crisis económica, la crisis de la democracia. La excesiva desigualdad económica y material es en efecto destructora de la democracia, dado que por un lado se revuelve en una desigualdad también en la efectividad de los derechos de libertad y, por otro lado, opera como factor de disgregación y de ruptura de la cohesión y de la solidaridad social, determinando el socavamiento de la solidaridad, y con ésta del sentido de unidad y de pertenencia a una misma comunidad política. Piénsese en el mundo del trabajo, en el cual la demolición en estos años de los derechos de los trabajadores, la precariedad del trabajo, la multiplicación de las relaciones de trabajo y el crecimiento del desempleo pusieron en crisis, con la igualdad en los derechos, la cohesión de los trabajadores y con ella su subjetividad como sujeto político unitario. Palabras como “movimiento obrero” y “clase obrera” no acaso están fuera de circulación, habiéndose socavado, junto con la igualdad en los derechos y en las condiciones de vida y de trabajo, la solidaridad entre los trabajadores, quienes en vez de solidarizarse en luchas comunes, se ven constreñidos a entrar en competencia entre sí, cada uno en la búsqueda de relaciones privilegiadas con su propio empleador.
Pero piénsese, más en general, en el socavamiento de aquel presupuesto elemental de la democracia representado por aquellas que Habermas llamó las formas y las condiciones de la “acción comunicativa”. Se explica en efecto sólo con el crecimiento de la desigualdad, con la precariedad de las condiciones de vida y de trabajo y con la consiguiente ruptura de las relaciones sociales de solidaridad provocados por las actuales políticas económicas, la degeneración en acto del debate político, su involución en un chismorreo pendenciero y venenoso bajo la insignia de la agresividad, de la difamación y de los insultos. Se explica además con el rebajamiento de las condiciones de vida de la gran mayoría de las poblaciones, simultáneo a los grandes enriquecimientos fruto de especulaciones o negocios sucios, el predominio en la opinión pública de las pasiones tristes del miedo, de la rabia, de la desconfianza de todos contra todos, de la primacía del interés personal y del desprecio de la política, que forman el terreno de cultivo de los muchos populismos. Se explica finalmente con esta disgregación del tejido civil y político producida por el crecimiento de la desigualdad, la crisis del proceso de integración europea, producida por una política insensata e irresponsable de recortes al gasto público y de sacrificios impuestos a los estamentos más pobres, que en toda Europa está provocando, junto a los éxitos de las derechas populistas y antieuropeas, una destrucción del europeísmo, esto es, del sentido de pertenencia a una comunidad de iguales.
V. La reducción de las desigualdades y la garantía de los derechos sociales como la sola alternativa racional a la crisis de la democracia y de la economía
Si todo esto es verdad, una política dirigida a enfrentar la crisis económica y, junto con ello, a defender la democracia, no puede que ser más que una política dirigida a garantizar y a promover la igualdad en ambos significados ilustrados al comienzo. De las dos igualdades arriba distinguidas, ambas constitutivas de la identidad democrática de nuestro ordenamiento, la igualdad formal o liberal es un principio estático; la igualdad substancial o social es, por el contrario, un principio dinámico que impone el progreso de nuestro sistema político en dirección de su máxima realización. Adoptando una distinción en uso en la hodierna filosofía del derecho, diremos que mientras el primer inciso del artículo 3 de la Constitución italiana sobre la igualdad formal es una regla, consistente en la prohibición de las discriminaciones de todas las diferencias por éste enunciadas y valorizadas, el segundo inciso, estableciendo la tarea de remover las desigualdades substanciales, es un principio directivo nunca plenamente realizado y sólo imperfectamente realizable, que equivale por ende a una norma de alcance revolucionario que impone un proyecto político de transformación de la sociedad y una constante reforma del ordenamiento en dirección de la construcción de la democracia substancial además de formal. Resulta de ello una imagen dinámica de nuestro ordenamiento y, al que corresponde, una mutación del papel y del estatuto epistemológico de la ciencia jurídica: no más la simple descripción y contemplación acrítica y avaluativa del derecho vigente, siguiendo las prescripciones del viejo método técnico-jurídico, sino más bien una ciencia jurídica militante, comprometida con la defensa de la Constitución y en proponer proyectos de sus leyes de realización para la garantía de los principios y de los derechos constitucionalmente establecidos.
En esta perspectiva, el proyecto de la igualdad substancial requeriría, hoy, un cambio de ruta de las actuales políticas económicas: ya no las medidas liberistas consistentes de hecho en la doble abdicación, en favor de los poderes salvajes de los mercados, una de la política a su rol de gobierno de la economía y otra del derecho a su rol de garantía de los derechos, sino más bien una política y economía acordes con la función de la esfera pública como esfera separada y normativamente supraordenada a las esferas económicas privadas. Esta función de la esfera pública se afirmó con el nacimiento del Estado moderno, aun antes que de la democracia, y está delineado por casi todas las constituciones europeas: por los art. 41-43 de la Constitución italiana sobre la función social de la propiedad, sobre los límites a la iniciativa económica para la garantía de la seguridad, de la libertad y de la dignidad humanas y sobre las posibles nacionalizaciones de empresas y servicios de utilidad general; pero también por los art. 14-15 de la Constitución alemana, por el III de la Constitución española, por la parte II de la Constitución portuguesa y por los art. 17-18 de la Constitución griega.
Un tal modelo y proyecto puede realizarse, en primer lugar, mediante un proceso reconstituyente de nuestras democracias constitucionales. Dicho proceso requiere de una política social y fiscal en grado de destruir la espiral perversa entre crisis económica y crisis de la democracia, responsable del progresivo agravamiento de una y de la otra. Requiere, por ende, la efectiva garantía de los derechos sociales, que no es una opción dejada a la discrecionalidad de la política, sino más bien una obligación constitucional, y consiguientemente una imposición fiscal realmente progresiva. No se entiende en efecto por qué, en contraste con el artículo 53 de la Constitución italiana, la alícuota máxima del impuesto sobre las rentas es en Italia de 43%, la misma para quien gana 75 mil euros al año y para quien gana cien veces más, y hasta se le quiere bajar, según el programa del actual gobierno, [2] al 20%. Recordemos que un impuesto de hasta el 90% fue previsto en los Estados Unidos por Roosevelt en los años de la guerra, y hasta el 70% todavía en los años de la presidencia de Lindon Johnson. Pero el proceso reconstituyente de nuestras democracias requiere además de una ampliación a los poderes económicos del paradigma constitucional y, por ende, el desarrollo de un constitucionalismo ya no sólo de derecho público sino también de derecho privado: la restauración del derecho laboral y de sus garantías de estabilidad; la sustracción al mercado de los bienes comunes y vitales como el agua, el aire y más en general todos los bienes que son objeto de derechos fundamentales; la sujeción a la ley y más aun a la Constitución de los poderes de otra forma absolutos y salvajes de la autonomía privada.
No es menos esencial el proceso constituyente que debe ser promovido más allá y por encima del constitucionalismo de los Estados, en el que se tomen en serio las numerosas cartas de los derechos de carácter supranacional. La perspectiva de largo plazo es la de un constitucionalismo internacional para la ejecución de estas cartas, desde la Declaración de 1948 hasta los Pactos de 1966, la cual sólo puede surgir de la construcción de una esfera pública planetaria a la altura de los actuales poderes económicos y financieros globales. Pero en una perspectiva más breve y urgente, lo que se requiere es, cuando menos, un serio proceso constituyente europeo. A causa de las políticas antisociales rigoristas hasta hoy impuestas por los órganos comunitarios, el sueño de una Europa unida se transformó, en efecto, para muchos pueblos europeos, en una pesadilla: en el aumento de la pobreza y del desempleo, en la reducción de las prestaciones del estado social, en el desarrollo de un antieuropeísmo creciente y rabioso. De aquí la necesidad de una refundación constitucional de una Europa federal y social, y de la institución, para tal fin, de una Asamblea Constituyente Europea. Sólo una Constitución aprobada por un Parlamento constituyente puede en efecto marcar el paso de la Unión Europea de la actual forma internacional a la forma constitucional: en tanto sistema federal generado ya no por tratados, sino más bien por un poder político constituyente legitimado por el voto de todo el electorado europeo, y dotado, por ende, de la legitimación democrática que derivaría de su refundación institucional según el modelo de los estados federales: con la atribución de funciones legislativas a un Parlamento electo sobre listas electorales europeas; con la institución de un gobierno federal vinculado a éste por un relación de confianza o de alguna forma electo también éste sobre bases europeas; con un banco central dotado de los poderes de todos los bancos centrales; con una fiscalidad común y un gobierno común de la economía.
La actual Unión Europea, por lo demás, es ya, formalmente, una federación, si con “federación” entendemos un ordenamiento basado en la separación entre instituciones y competencias federales e instituciones y competencias federadas, y sobre la atribución a las primeras de poderes de producción de normas que entran directamente en vigor en los ordenamientos federados sin necesidad, cada vez, de una ratificación específica para ellas. Pero la dimensión todavía internacional más que constitucional de la Unión está aún determinada por el hecho de que las políticas europeas son decididas sobre la base no ya directamente de un interés general europeo, sino mediante la composición pactada de los intereses de los Estados miembros, inevitablemente en competencia entre sí: una composición y una competencia en las cuales están obviamente destinados a prevalecer los intereses de los Estados más fuertes. No existe por ende un gobierno europeo orientado y vinculado al cuidado de los intereses generales de la Unión, sino una suerte de consenso internacional en el marco del cual se puede, cuando mucho, realizar una constante mediación entre todos los intereses en conflicto. Se entiende por qué –no obstante la Carta de los derechos fundamentales incorporada en el Tratado europeo– esta carencia de una esfera pública orientada por el interés general de Europa entera se ha convertido, en presencia de la más grave crisis económica de la posguerra, en un factor de crecimiento de las desigualdades, de tensiones políticas, de disgregación y, por ende, de crisis del pacto unitario. Solamente una verdadera Constitución europea, que garantice la efectiva igualdad de todos los europeos en los derechos de libertad y en los derechos sociales y del trabajo, puede restaurar en el sentido común el sentimiento de cohesión y de pertenencia a la Unión y provocar una inversión de ruta de las políticas económicas de Europa: ya no las políticas rigoristas que hasta ahora han tenido el único efecto de acrecentar la desigualdad, sino políticas de desarrollo encaminadas al pleno empleo y a la garantía de los derechos de todos los ciudadanos europeos.
Una tal perspectiva –reconstituyente de nuestras democracias y constituyente de una esfera pública supranacional y por lo menos europea– es hoy la única alternativa racional a la regresión económica, civil y política de nuestro continente entero. Lamentablemente, el proceso de integración europea está en crisis y está invirtiéndose en un proceso opuesto de desintegración, causado por el resurgimiento de los nacionalismos y de los soberanismos, de las acusaciones y de las recriminaciones recíprocas que están envenenando las relaciones entre los países miembros, de la desconfianza en el futuro de la Unión y en el crecimiento de los movimientos antieuropeístas. Para sustentar el desarrollo en sentido federal de la Unión europea existen seguramente la razón jurídica y la razón política. Pero la razón, sabemos, no basta. A ésta, como siempre, se debería añadir una específica energía política, como la que sólo puede provenir de una refundación de la política y de un renovado descubrimiento del compromiso civil y de la pasión civil. Y al respecto, lamentablemente, es difícil hoy en día ser optimistas.
Notas
[1] En Italia fue publicado a principio del 2018 el Manifiesto para la igualdad (Manifesto per l’uguaglianza, Editore Laterza, Bari, 265 pp.) de Luigi Ferrajoli. En espera de la publicación de la versión ampliada e integrada del mismo texto en español (por la Editorial Trotta), el profesor Ferrajoli propone a los lectores hispanohablantes el presente artículo. Traducción de Antonella Attili (UAM.I) y Luis Salazar C. (UAM.I), septiembre 2018.
[2] Gobierno de derecha y populista de la Lega Nord y del Movimento Cinque Stelle, electo en marzo 2018 (Ndts.).
Notas de autor
Correspondencia: ia Ostiense 163, 00154 Roma