Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 22, 2005
Instituto Tecnológico Autónomo de México
Carlos Ríos
Universidad Iberoamericana, México., México
En lo que sigue me gustaría proponer un programa de formación que, tendencialmente, permita articular los aspectos teóricos de la enseñanza del derecho en la escuela judicial, sobre la base de la ponderación de los valores que se encuentran consagrados en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. Este programa se deriva de la necesidad de que la formación que imparte el Instituto de la Judicatura Federal no sólo se dirija a proporcionar a quienes aspiran a seguir la carrera judicial, los instrumentos técnicos, doctrinales y jurisprudenciales, necesarios para ejercer una administración de justicia profesional. Si bien tales dimensiones son indispensables para la formación judicial, no son suficientes para obtener un sistema de impartición de administración de justicia que sea acorde con los principios y valores constitucionales que constituyen a los estados de derecho contemporáneos.
Una de las críticas más recurrentes a los programas formativos de las escuelas de derecho y de los diversos institutos que imparten programas de entrenamiento jurídico, no sólo en México, sino en diversas partes del mundo, es que en general no se orientan adecuadamente hacia el logro de los valores de las sociedades democráticas. 1 Dichos programas no reflejan una adecuada articulación entre los contenidos curriculares y los principios constitucionales que orientan los distintos sectores del ordenamiento jurídico. Como acertadamente han planteado Lasswell y McDougal, 2 la enseñanza del derecho ha respondido casi en su totalidad al tecnicismo legal, los problemas son definidos y clasificados en términos de problemas legales que se suponen un alto nivel de abstracción, más que a objetivos de carácter social. Los conceptos jurídicos, de acuerdo con esta perspectiva, así como las teorías jurídicas que en principio sólo son instrumentales, adquieren una centralidad que no les corresponde, lo cual inevitablemente conduce a una especie de fetichismo jurídico.
El caso mexicano ha sido estupendamente descrito por José Ramón Cossío 3 , quien ha planteado que la aproximación a la Constitución que prevaleció en la época postrevolucionaria se tradujo en una lectura inocua de la fuerza normativa de las normas superiores del ordenamiento. El estilo de la enseñanza del derecho se caracterizó por considerar al texto de la ley como fuente primaria del conocimiento jurídicamente relevante, lo cual paralelamente produjo una marginación creciente de los contextos sociales y políticos en la que ésta se inscribe, así como por una casi completa desconsideración de la jurisprudencia.
Así pues, una tarea pendiente en los programas educativos del derecho es hacer una reorientación de sus estilos y contenidos para fomentar que su enseñanza sea acorde con las necesidades de una política pública democrática. Todas las estructuras jurídicas, definiciones y doctrinas se deben enseñar, evaluar y recrear en términos de los valores democráticos y de los objetivos sociales señalados en la Constitución. La sintáctica legal, las estructuras jurídicas y los procedimientos se deben relacionar con estos contextos institucionales más amplios y con los significados concretos que les dan significación operativa.
Si lo anterior es válido respecto de la enseñanza general del derecho, con mayor razón lo es respecto de la formación judicial. Uno de los aspectos que más preocupa en la actualidad a la política educativa de la escuela judicial mexicana, es el concerniente a la formación axiológica 4 de los nuevos funcionarios jurisdiccionales. Y es que a lo largo de la existencia del IJF se ha podido constatar que existe una suerte de asimetría entre el entrenamiento judicial orientado a que los alumnos obtengan las habilidades técnicas y teóricas necesarias para el desarrollo eficaz de sus funciones de administración de justicia, y la formación de actitudes axiológicas. Es necesario orientar la formación judicial para que promueva estas actitudes 5 para que sean estructuralmente funcionales a los contenidos a los que me referí más arriba.
Así pues, quiero explorar aquí los recursos que la literatura provee para la reorientación que he señalado.
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A pesar de que en la escuela judicial siempre ha existido la preocupación por la formación axiológica que se ha concretado en programas académicos, los contenidos de dichos programas no han logrado todavía funcionar como ejes de la lectura del derecho. Ello en gran medida se debe a que las concepciones tradicionales de la ética judicial se concretan a tratar de describir cómo deben vivir los juzgadores, o a proponer códigos deontológicos de buena conducta. 6 Como quiera que sea, creo que cualquier programa serio de axiología de la función judicial tendría que referirse a cómo leer el ordenamiento desde una clave valorativa. Esa clave se encuentra enmarcada en el sistema de valores que puede ser reconstruido desde el interior de la práctica judicial.
La función jurisdiccional, como toda actividad práctica, no es una simple aplicación mecánica de reglas, supone el conocimiento no sólo del sistema jurídico, sino de las complejidades de los contextos sociales en los que el juez deberá desarrollar su función, y del sistema axiológico que la orienta.
El hecho de que la ética judicial tenga que ser reconstruida desde el interior de la práctica jurisdiccional no quiere decir que la ética judicial es un saber separado de la reflexión moral en general, por el contrario, estimo que las dificultades para la implementación de un programa educativo en materia de ética judicial, comparte en buena medida los mismos problemas que actualmente recorren el desarrollo del saber práctico general. Este núcleo común se manifiesta en las dificultades que con la consolidación de las sociedades secularizadas tiene la justificación racional de una ética no vinculada a imágenes predeterminadas de vida buena. La pluralidad de los relatos con contenido moral que existen en las sociedades contemporáneas, torna inviable tratar de recurrir a un solo código moral para los efectos de poder determinar la corrección de instituciones, acciones y políticas desde una perspectiva ética. El proceso de desencantamiento de las imágenes del mundo, tornan cada vez más compleja la intención de poder referirnos a una ética universalmente vinculante. 7 Este fenómeno ha conducido a que se produzca una disociación entre los relatos de vida buena y los principios éticos que deben ser observados en el espacio público, lo cual también ha generado la correlativa desvinculación entre la "ética social" y la "ética individual", de modo tal que cada vez con mayor intensidad los discursos éticos posmodernos conducen a ideales estetizantes para describir la identidad moral, y marginan la posibilidad de construcción de una ética pública. 8 Esa tendencia margina el discurso ético de las dimensiones sociales, produciendo lo que Habermas 9 ha llamado el renacimiento del neoconservadurismo.
Lejos de considerar que esta disociación debe ser eliminada, considero que es necesario hacerle frente en todas sus consecuencias. Cualquier tipo de justificación que presentemos sobre los modelos de ética judicial, necesariamente tendrá que construirse sobre la base del presupuesto fundamental del pluralismo de las sociedades contemporáneas y de la imposibilidad de proponer a la ética como un modelo de vida buena. 10 Ello no quiere decir necesariamente que debamos abandonar de una buena vez los presupuestos de una ética de las virtudes, antes bien me parece que sería posible, mediante algunas adecuaciones, seguir pensando en términos aristotélicos el tema de las virtudes, para la ética judicial, con un enfoque como el que sugieren, entre otros, Carlos Thiebaut y Adela Cortina.
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Thiebaut 11 apunta que es posible pensar con una matriz conceptual aristotélica, sin comprometernos con los presupuestos de su antropología. Es posible hacer un análisis de las virtudes en Aristóteles a partir de una triple perspectiva: en primer término habría que referirse a la cuestión de naturaleza descriptiva, en las que el filósofo da cuenta de la noción de virtud atendiendo a las expresiones y prácticas acuñadas en su cultura, sin embargo, a ese carácter descriptivo, deberían agregarse dos notas ulteriores: su carácter normativo y su carácter analítico. El planteamiento normativo implica que la investigación ética se realiza no con intereses puramente epistémicos, sino fundamentalmente prácticos, esto es, determinar cómo se debe vivir, en otras palabras, cómo ser bueno. Esa comprensión se realiza con una analítica de los factores que intervienen en la definición de algo como bueno o virtuoso. Thiebaut plantea la posibilidad de que la dimensión analítica, o por lo menos una forma de comprensión de la misma, puede separarse de las otras dos dimensiones, de modo tal que no nos comprometa ni con los niveles descriptivo y normativo de la ética aristotélica. Estos niveles de la ética no pueden mantenerse sin cambios en las actuales circunstancias de las sociedades contemporáneas en las que los sujetos han transformado profundamente las estructuras de comportamiento y los valores que orientan su acción. Rescatar el planteamiento aristotélico haciendo esta restricción analítica de la virtud, implica circunscribir un problema tradicional de la ética a un problema de naturaleza filosófica. En tal sentido, Thiebaut practica una restricción cuya estrategia es centrar el interés en aquellas virtudes que Aristóteles denomina dianoéticas, o de la inteligencia, haciendo a un lado del carácter, y segrega del proyecto global aristotélico sus supuestos metafísicos y psicológicos, para comprender los problemas abordados bajo la rúbrica de la virtud aristotélica, pero en el marco de un programa filosófico ajeno a los del autor clásico. Las virtudes de naturaleza ética, no obstante, no podrán desaparecer, en la medida en que están vinculadas a la configuración de una determinada sensibilidad moral de los actores morales.
La definición aristotélica de virtud supone que no es una pasión ni tampoco una facultad, se trata más bien de un modo de ser libremente adquirido por el sujeto moral. Este modo de ser se refiere, en primer lugar, a las acciones y sentimientos de los hombres, es decir, a su sensibilidad. Vienen definidos en segundo lugar por un término medio, el cual se ejemplificaría según un principio racional, tal como sería empleado por el hombre prudente. En esta caracterización pueden apreciarse tres elementos: la sensibilidad, la reflexividad y el aprendizaje, que son relevantes para el análisis de las disposiciones de los individuos en su comportamiento moral. La virtud es un modo de ser selectivo, como hábito elegido de una manera de decidir. No es lo que nos pasa, sino el modo en que decidimos enfrentarnos a lo que nos pasa, no es aquello que nos viene dado en nuestro punto de partida, sino aquello que se decanta en nuestro punto de llegada (la felicidad, de acuerdo con el eudemonismo). Las virtudes son pues disposiciones que los sujetos adquieren activamente y al considerarlas analíticamente adquieren un carácter adverbial; prestan el tono a lo que se es y a lo que se hace centrándose en la manera en que se es o se hace. Las virtudes son modos y maneras de hacer bien aquello que es bueno y, consecuentemente, la manera buena de ser bueno. Esa adverbialidad del comportamiento moral se concreta en actitudes y en juicios particularizados de carácter moral; implicará el rechazo de determinados comportamientos y la aceptación de otros, y reclamará determinados contenidos morales que se concretarán en los diversos contextos prácticos.
Las virtudes son disposiciones activas del sujeto referidas, primero, al campo de la sensibilidad y al de las acciones. Se trata por supuesto de la sensibilidad referida a la actividad de nuestro conocimiento práctico. Es una sensibilidad conformada de determinada manera por determinadas prácticas de habituación, que permiten adquirir la capacidad de percibir la relevancia de determinados factores en una situación moral, haciendo de esa capacidad activa un elemento determinante de nuestra racionalidad práctica.
Otro de los rasgos ya señalados con anterioridad de la naturaleza de la virtud es su reflexividad. Thiebaut plantea que es posible entender la doctrina del término medio en términos de un quehacer reflexivo. La idea de término medio sugiere una cierta relatividad entre el sujeto al que se refiere, se trata de una relatividad que atiende a las diferencias humanas. El medio no es una regla universal fija de una vez por todas, antes bien se trata de la medida interna de cada cual. Esa medida interna se obtiene discursivamente, cada sujeto moral determina su propia medida. La cuestión en torno a la determinación del término medio, puede ser conceptualmente diferenciada, y aquí está el punto clave, de la discusión sobre el fin del hombre. La finalidad, la teleología de la acción, se establece desde la acción y desde el sujeto mismo, desde su particular reflexividad, y no tiene porque requerir una metafísica de ese sujeto. No es necesario el concepto de fin del hombre para poder hablar de la finalidad de las prácticas y del sentido que tienen esas acciones.
Las acciones humanas están gobernadas por su propia idea de fin, en este sentido es posible pensar que la sensibilidad y la reflexividad de la virtud se adecuan a la teleología de la acción en cuestión, sin que sea necesario remitirnos a una idea de lo bueno en general, sino a la idea de lo bueno respecto de ciertas prácticas concretas, en nuestro caso, la práctica jurisdiccional.
Esta conclusión es coincidente con la forma en que Adela Cortina ha enfocado la cuestión de las éticas aplicadas. De acuerdo con Cortina 12 , las éticas aplicadas tienen una estructura circular similar a la hermenéutica crítica, es decir, no parten de unos primeros principios con contenido para aplicarlos. No obstante, tampoco se trata de éticas situacionales, ya que en algún sentido parten de principios de alcance medio desde la práctica cotidiana que tienen la pretensión de incondicionalidad referida al contexto específico de dicha práctica. Esto último no supone por supuesto que las éticas aplicadas estén por completo desvinculadas del saber práctico general, se trata de un concepto de parecido de familia. 13
Las éticas aplicadas se refieren en todo caso a aquellas obligaciones de naturaleza moral que se derivan de la racionalidad interna de las prácticas. En este sentido, cuando abordamos el estudio de una práctica social, debemos atender primero a los fines de las actividades que la conforman, y sólo después a las instituciones que, como medios, sirven para satisfacerlos. Si se procediera en forma inversa los principios de la actividad estarían gobernados por las condiciones institucionales y no viceversa.
Para los efectos de lograr una descripción de las prácticas es necesario destacar, entre otros aspectos, las metas sociales a partir de las cuales se constituye su horizonte de sentido, los mecanismos institucionales que resultan idóneos para alcanzar dichas metas, así como delinear un mapa de las relaciones que la práctica en cuestión tiene con otras, así como con el discurso práctico general.
Es a partir de las finalidades y metas que constituyen la práctica, como se debe evaluar las instituciones que la conforman y la actuación de los sujetos que en ella participan. Cortina plantea, por ejemplo, que las metas internas de prácticas como la sanidad se identifican con el bien del paciente; las de la docencia con la transmisión de la cultura y la formación crítica de las personas. Quienes se encuentran comprometidos en estas prácticas no pueden gobernar sus acciones de acuerdo con sus preferencias personales, sino por las propias metas que las prácticas suponen. Al interior de la práctica pueden ser elegidos diversos cursos de acción que cumplen con las metas, sin embargo, el grado de posibilidades en la elección de medios tiene evidentes limitaciones. Las distintas prácticas se caracterizan por las metas que sólo mediante ellas se obtienen, por los valores que en la persecución de las mismas se descubren, y por las virtudes cuyo cultivo reclaman. La diversidad de prácticas plantea la necesidad de que las investigaciones en torno a las éticas aplicadas sean también diversificadas, de modo tal que, sin realizar una desconexión con el discurso práctico general, descubran los principios, valores y virtudes que resultan necesarios para que las prácticas sean efectivas.
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Lo que ahora es necesario discutir es qué idea de fin, de bien, articula la práctica jurisdiccional, y qué modalidades adverbiales de la acción están supuestas en esta compleja actividad. En seguida, sería igualmente deseable reconstruir qué formas de la sensibilidad son necesarias para los efectos de captar los aspectos relevantes de las distintas situaciones que se presentan en la práctica jurisdiccional, y cómo se puede entrenar a los funcionarios jurisdiccionales para que adquieran esa sensibilidad. Para decirlo con Taylor, 14 se trataría de reconstruir el mapa moral que delinea los ejes de la práctica jurisdiccional.
El mapa moral de la modernidad se ha construido a partir del discurso de los derechos, el cual constituye el relato moral moderno como una ampliación expansiva del Otro. Nuestros discursos legales se articulan sobre la base de un ensanchamiento respecto de quienes son los otros relevantes. El hecho de que sea en la esfera legal en la que ese mapa moral de la modernidad se muestra con mayor claridad, no es obstáculo para percatarnos de que ha venido colonizando otras esferas del mundo de la vida, y el horizonte a partir del cual mediamos con la realidad.
Así pues, de acuerdo con esta perspectiva, el espacio moral del Estado Constitucional de Derecho se nutre de una justificación ético-política que considera el espacio de derechos de la persona como su plataforma fundamental. Ahora bien, también habría que considerar cuáles son en concreto los contenidos axiológicos que trazan el mapa del Estado Constitucional de Derecho. Ferrajoli 15 distingue cuatro criterios axiológicos específicos referidos todos ellos al valor de la persona considerada siempre como fin y nunca sólo como medio, a saber, igualdad, democracia, paz y tutela del más débil. Tales criterios sirven para determinar las opciones ético-políticas a favor de los valores de la persona -vida, dignidad, libertad, supervivencia- que son establecidos positivamente como fundamentales bajo la forma de expectativas universales y, por otro, son sugeridos por la experiencia histórica del constitucionalismo democrático, la cual se ha construido sobre la base de esos ejes.
Ferrajoli explica estos criterios vinculándolos con la noción de derechos fundamentales de la siguiente forma: el primer criterio se refiere al nexo entre derechos fundamentales e igualdad. En las constituciones contemporáneas, incluida la mexicana (artículo 1°), se prevé una definición normativa universal de los derechos, la cual equivale a la igualdad en su titularidad a los que les son atribuidos, de acuerdo con los tres estatus reconocidos por la generalidad de los ordenamientos -personas, ciudadanos y personas con capacidad de obrar.
El segundo criterio es el atinente a la vinculación que existe entre derechos fundamentales y democracia, tal como Ferrajoli entiende este concepto, es decir, a su aspecto sustancial, que no es otra cosa sino el conjunto de límites y vínculos impuestos a la mayoría por los derechos fundamentales. El siguiente criterio se refiere a la vinculación que existe entre derechos fundamentales y paz, el cual ha sido establecido en la Declaración Universal de Derechos Humanos promulgada en 1948. Existe una relación de determinación mutua entre la conservación de los derechos fundamentales y la paz.
Finalmente, el cuarto criterio concierne al papel de los derechos fundamentales como leyes del más débil. Con base en este criterio, los derechos humanos deben ser interpretados como leyes del más débil, en alternativa a la ley del más fuerte -política, económica y socialmente- que operaría en su ausencia.
En todo caso habría que señalar que los cuatro criterios que anteceden son los que determinan las finalidades axiológicas de las instituciones jurídicas, mismas que no son sino medios instrumentales para lograr progresivamente su satisfacción. Cabe precisar que estas finalidades, con independencia de su justificación racional, son postulados de los Estados Constitucionales de Derecho y definen, como señalé con anterioridad, ese espacio moral que no sólo es constitutivo de los referentes de los operadores institucionales, sino también del universo moral de la forma de vida que todos compartimos. Frente a la crisis de las ideologías, el discurso de los derechos humanos se ha convertido en uno de los pocos referentes de orientación de la acción social que todavía tienen plena vigencia en el plano normativo.
Ahora bien, el conjunto de virtudes y capacidades que este mapa moral de los derechos reclama de los funcionarios jurisdiccionales es fundamentalmente de índole práctico-epistémica. Los valores de cognoscibilidad y tutela de las libertades que confieren legitimidad al juez, exigen ciertas actitudes axiológicas y epistémicas como, para decirlo nuevamente con Ferrajoli, 16 la tolerancia para las razones controvertidas, atención y control sobre todas las hipótesis y las contrahipótesis en conflicto, imparcialidad frente a la contienda, prudencia, equilibrio, ponderación y duda como hábito profesional y como estilo intelectual. Estas virtudes, de naturaleza dianoética, no son condición de consenso mayoritario, conforman al poder de los jueces como un poder contramayoritario.
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Retomando el punto respecto de si la literatura puede ser una herramienta para el entrenamiento en estas capacidades y para la adquisición de las virtudes intelectuales, metodológicamente me gustaría comenzar por los planteamientos de un autor que justamente niega esta posibilidad: Richard Posner 17 .
Posner se inscribe, respecto del tema que actualmente estoy considerando, en el marco de los autores que consideran que existe una diferenciación tajante entre la obra literaria abordada como un objeto estético, y las consideraciones respecto a la moralidad. Las obras literarias, sostiene Posner, citando a Oscar Wilde, están bien o mal escritas, eso es todo. La edificación moral puede ser el fin de la religión, pero no el de la literatura. Posner no niega que la lectura de literatura puede tener efectos éticos y políticos. La información y la persuasión, indica este juez estadounidense, afectan la conducta, y la literatura es una fuente muy rica de ambas. Como muestra de esa influencia cabría citar autores como Turgeniev, Dostoievski, Conrad, Koestler, Orwell o Solshenitsyn, quienes tuvieron una poderoso efecto al mostrar los rasgos autoritarios de los regímenes del comunismo real y la verdadera naturaleza del anarquismo.
La tradición estetizante está entretejida en tres vertientes fundamentales. La primera considera que la lectura de obras literarias no nos hace mejores personas o mejores ciudadanos, tampoco por supuesto mejores jueces -quizá se pueda hacer un catálogo bastante grande de obras con pretensiones edificantes, pero que no son en absoluto buenas piezas de literatura. En segundo lugar, habría que señalar la vertiente que defiende que no tendría porque ser descartada una obra abiertamente inmoral, aunque sus autores defendieran tales perspectivas. Los rasgos estéticos de una obra de literatura no pueden juzgarse en razón de su adecuación moral, hay obras que fomentan valores que suscribimos pero que son literariamente mediocres. La tercera vertiente plantea que las cualidades morales del autor, no deberían afectar la evaluación que hacemos de su obra. Todas esas vertientes ponen un énfasis especial en la necesidad de la separación.
Pero Posner es altamente crítico de esa perspectiva edificante. La llamada alta cultura, no es en realidad una condición de desarrollo del carácter moral, antes al contrario, existe evidencia histórica contundente que muestra cómo es perfectamente posible una convivencia pacífica entre altos niveles de educación literaria y el apoyo a valores netamente antidemocráticos. Thomas Mann fue un gran defensor del imperialismo alemán durante la primera guerra mundial; los altos funcionarios de régimen de Hitler eran conocedores de Goethe, Shiller y Kant, y esa compenetración no les impidió suscribir, en ocasiones de manera entusiasta, una política genocida. La gente culta no necesariamente es moralmente superior al resto de la población. Estos argumentos conducen a Posner a pensar que la escuela didáctica edificante del derecho amenaza la división que tiene que existir entre la esfera pública y la privada. Al asignar a la literatura la función de promover valores éticos e incluso políticos, invita a la censura, al asociar el arte literario con una función pública. Esta aproximación contrae la esfera privada que debe permanecer intocada.
Frente a esta serie de críticas debo señalar que coincido plenamente con ellas, si las pretensiones de la escuela edificante llegan hasta el límite de vincular conceptualmente el valor literario de una obra con su contenido moral o el horizonte valorativo que proponen. Sería francamente absurdo desechar obras como Las flores del mal o Los cantos de Maldoror por tener contenidos contrarios a la sensibilidad moral de las mayorías; sin embargo, me parece indudable que la literatura tiene un importante efecto para ensanchar nuestra sensibilidad moral. De hecho, estoy convencido de que ciertos puntos de carácter filosófico están mejor expuestos por grandes obras de literatura que por tratados especializados. Compárense si no los contenidos filosóficos de obras como el Mito de Sísifo con los de El extranjero, escritas ambas por Albert Camus. Mientras que la primera tiene todos los rasgos de un ensayo de filosofía, que aborda el tema del absurdo y como los hombres construimos el sentido, El extranjero trata virtualmente el mismo tema, sólo que en forma de un relato que permite la empatía con un personaje, Meursault, al que difícilmente entenderíamos en la vida real o por un tratado como el Mito de Sísifo. En la historia de la literatura me parece que existen muchos ejemplos similares: la concepción sarteana del otro es mucho más accesible para el gran público a partir de la lectura de A puerta cerrada, que estudiando la tercera parte de El ser y la nada.
En la escuela judicial hemos empezado ya un programa piloto de sensibilización moral a partir de la utilización del cine y la literatura. Aunque es difícil evaluar los efectos que estos programas han alcanzado, hemos tenido una respuesta entusiasta de los funcionarios jurisdiccionales a quienes se ha impartido el seminario (Secretarios de la Suprema Corte y de Tribunales de Circuito, que ahora ya son jueces).
Las dos películas que se han elegido para ser proyectadas y discutidas son Doce hombres en pugna, que originalmente es una obra de teatro; y el número cinco del Decálogo de Kieslovski, No matarás. Ambos filmes abordan temas que, a pesar de ser cotidianos para los jueces, lo hacen desde una perspectiva que resalta cuestiones morales que ordinariamente no son abordadas: el fin de las penas y los prejuicios en el contexto del proceso penal.
Un buen libro de literatura u obra cinematográfica pueden sacudir nuestras creencias morales y dejar una profunda huella en nuestras vidas.
Notas
1 Por valores, claro está, debemos entender aquellos que fueron consensuados por una comunidad política históricamente determinada, y que por lo menos en los dos últimos siglos han sido incorporados a las cartas constitucionales de los distintos países.
2 "Enseñanza del derecho y políticas públicas: entrenamiento profesional para el interés público" pp.73-104, en La enseñanza del derecho y el ejercicio de la abogacía. Martín Bohmer (comp.), Gedisa, Barcelona, 1999.
3 Cambio social y cambio jurídico, México, ITAM-Porrúa, 2001, pp. 106 y ss.
4 Más adelante explicaré extensamente a lo que me refiero con la expresión formación axiológica, sin embargo, debo precisar de entrada que no se trata de una tarea de carácter moralizante de las tareas de los juzgadores. Se trata de una formación que atienda antes que nada a las virtudes epistémicos de los juzgadores, al conjunto de habilidades que son necesarias para loa identificación de las normas relevantes para la resolución del caso, y el conocimiento de las situaciones reales que informan las controversias jurídicas.
5 Por actitudes axiológicas entendemos la posibilidad de desarrollar hábitos intelectuales que permitan hacer una correcta lectura del ordenamiento jurídico desde el punto de vista axiológico.
6 Ambos tipos de ética judicial son en mi opinión inadecuados. El primero por su carácter moralizante e intromisivo con el ideal de perfección que los jueces como ciudadanos, el segundo porque desestima el aspecto motivacional de la acción moral, de modo tal que siempre queda sin respuesta la pregunta que dice ¿por qué debo cumplir con mi deber?
7 Lo anterior no quiere decir que se asuma una concepción del saber práctico de naturaleza relativista, antes bien considero que una discusión del saber práctico tiene que estar vinculado a pretensiones universalistas. Sin embargo en el contexto que ahora me ocupa la discusión puede ser obviada, en la medida en que los valores constitucionales se encuentran positivamente reconocidos por nuestro ordenamiento jurídico.
8 Tal sería el caso de los trabajos de ética de autores como Vattimo (El sujeto y la máscara, Península, Madrid, 1997), Lyotard (La condición posmoderna, Madrid, Cátedra, 1989) y Rorty (Contingencia, ironía y solidaridad, Barcelona, Paidós, 1991).
9 Habermas Jürgen, El discurso filosófico de la modernidad, Madrid, Taurus, 1990.
10 Discrepo completamente con el planteamiento de Manuel Atienza en el sentido de que la ética es única y última, me parece que su posición incurre en el defecto que MacIntyre señalaba respecto de la no contextualización del pensamiento práctico. Atienza, Manuel, Cuestiones judiciales, México, Fontamara, 2001.
11 Thiebaut, Carlos, "Sensibilidad, reflexibilidad y aprendizaje: tres rasgos de las virtudes en la ética clásica" en Cuestiones morales, Madrid, Trotta, 1999.
12 Cortina, Adela, "El quehacer público de las éticas aplicadas" en Adela Cortina y Domingo García-Marzá, Razón pública y éticas aplicadas. Los caminos de la razón práctica en una sociedad pluralista, Madrid, Tecnos, 2003, pp. 13 a 44.
13 La categoría "parecido de familia" la acuñó Wittgenstein en las investigaciones filosóficas.
14 Taylor, Charles, Sources of the self. The Making of the Modern Identity, Cambridge, Massachusetts, Harvard University Press, 1989.
15 Ferrajoli, Luigi, Los fundamentos de los derechos fundamentales, Madrid, Trotta, 2001.
16 Ferrajoli,Luigi, Derecho y razón. Teoría del garantismo penal, Madrid, Trotta, 1995.
17 Posner Richard, Law and literature. A misunderstood relation. Harvard University Press, 1998.