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DEMOCRACIA Y EVALUACIONES COMPARTIDAS*

Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 23, 2005

Instituto Tecnológico Autónomo de México

Philip Pettit

Universidad Nacional de Australia, Australia

Recibido: 11 Mayo 2005

Aceptado: 01 Julio 2005

Tres concepciones del ideal de la democracia predominan en el pensamiento contemporáneo. La primera conceptualiza la democracia como un sistema para conferir autoridad a la voluntad pública; la segunda, como un sistema para conferir autoridad al juicio público; la tercera, como un sistema para conferir autoridad a la evaluación pública. Me parece que la tercera es la más atractiva y la asocio con la larga tradición que arranca de los tiempos de la república romana.

Según la primera concepción, la democracia es un sistema diseñado para dotar de autoridad a la voluntad pública. Esto sugiere que podemos concebir a un pueblo democrático como podríamos pensar de un individuo, como un cuerpo físico con su propia mente. Se supone que el pueblo, considerado en su sentido colectivo, conforma una voluntad acerca de quién debería gobernar; qué políticas debería llevar a cabo el gobierno; y bajo cuáles restricciones constitucionales y de otro tipo debería operar el gobierno. De acuerdo con este primer enfoque, la función esencial de la democracia es asegurar, en la mayor medida posible, que impere la voluntad pública. La democracia debería ser diseñada de forma tal que se minimicen las influencias privadas y extrañas y la voluntad pública del pueblo involucrado por doquier.

Esta teoría presenta la democracia como un sistema que permite al pueblo gozar de una autonomía colectiva semejante a la autonomía personal que, con razón, los individuos aprecian. Pero, a pesar de que así la democracia resulta sensatamente atractiva, creo que la teoría está equivocada. La idea del pueblo como un agente colectivo, la idea de que el pueblo tiene una mente y una voluntad propias, es un mito. Existen agentes colectivos en el mundo social —basta pensar en las iglesias, en las corporaciones, en los clubes y otras entidades similares para ver lo que ellos significan— y los agentes colectivos tienen mentes y voluntades. Pero el pueblo en un electorado de gran escala no es un ejemplo de agente colectivo. Es una multitud desorganizada de agentes individuales y no un cuerpo que pueda pretender ser un agente por derecho propio.

Los problemas de esta primera teoría ha llevado a mucha gente a conceptualizar la democracia de la segunda manera, es decir, como un sistema para dotar de autoridad no a la voluntad del pueblo, entendida como un conjunto de preferencias, sino más bien a los juicios de la gente sobre cuestiones relevantes. A menudo es descripta como un ideal deliberativo de la democracia, a pesar de que el tercer enfoque que habré de considerar —el enfoque que más me agrada— puede también ser descripto como de carácter deliberativo. A fin de evitar la ambigüedad, conviene considerar a este segundo enfoque como el de la concepción del juicio público de la democracia, para diferenciarlo de la teoría de la voluntad pública mencionada más arriba.

Sin embargo, la teoría del juicio público se enfrenta con el mismo tipo de problema que la teoría de la voluntad pública. A fin de poder concebir a un grupo como un ente que formula juicios sobre una serie de cuestiones tenemos poder presentarlo como lo suficientemente organizado y reflexivo como para ser capaz de prever a dónde conducirán al grupo los votos individuales y si, especialmente, conducirán a apoyar un conjunto coherente de principios y políticas. Hasta los juicios de tres personas, A, B y C, pueden conducir a un resultado colectivo incoherente. A y C pueden votar por el grupo que sostiene alguna proposición, digamos p; B y C pueden votar por el grupo que sostiene una segunda proposición, digamos q; y, sin embargo, el grupo como un todo estaría dispuesto a apoyar la proposición conjuntiva —p y q—. A la rechazaría porque rechaza 'q'; B, porque rechaza 'p' y los dos votarían entonces C: Así el grupo caería en la encerrona de apoyar 'p', apoyar 'q' pero rechazar 'p y q'. A fin de que un grupo sea verdaderamente un centro de juicios, los miembros tendrían que ser capaces de prever y precisar lo que se supone que sus votos apoyan. Desde luego, ningún electorado de gran escala estaría en condiciones de hacerlo.

¿He sido injusto con las dos teorías mencionadas? Alguien podría decir que mientras puede no tener sentido postular una preferencia o juicio públicos sobre algún asunto —la preferencia o juicio del pueblo colectivo— tiene ciertamente sentido la idea de que el pueblo tiene preferencias y juicios privados sobre ese asunto. ¿Podemos, entonces, concebir a la democracia como un sistema que asegura que el gobierno ha de responder a estos juicios y preferencias? Podemos, pero es esencial darse cuenta de cuán limitado sería este ideal. Podemos concebir a la democracia como confiriendo autoridad a las preferencias y juicios privados sólo en el sentido de conferir autoridad a las preferencias y juicios de una mayoría o pluralidad de ciudadanos; podría hacerlo dejando de lado o quizás haciendo caso omiso de las correspondientes actitudes de la minoría. Esto es bien conocido.

Esto no quiere decir que el ideal limitado debería ser subestimado como si tuviera poca importancia. Aun si las preferencias y opiniones expresadas electoralmente no responden a una voluntad pública o a un juicio público, siguen constituyendo una buena base sobre la cual puede determinarse quién ha de gobernar. Sin que importe cómo la democracia es articulada como un ideal, no debe nunca renegar del recurso a la competencia electoral como el principal medio para designar el gobierno. Pero, una vez subrayado este punto, deberíamos volver a la tercera concepción de la democracia según la cual el ideal implica algo más que la creencia en un sistema particular para designar a quienes detentan una función pública.

La tercera concepción que tengo en mente se vincula con el tradicional ideal republicano según el cual el buen gobierno es el que persigue el bien común; la idea es que el gobierno debería sólo ir hacia donde conduce el bien común. Este ideal tradicional es a menudo criticado aduciendo que la gente difiere en sus concepciones del bien común. Pero el enfoque puede ser entendido de una manera revisada, republicana, que evita ese problema.

Como resultado de elecciones regulares y de la relativa apertura de la forma como el gobierno es ejercido en las democracias, el pueblo puede debatir cuestiones acerca de lo que el gobierno debería hacer y bajo cuáles restricciones debería operar y no sólo sobre cuestiones acerca de quién debería gobernar; a esto se refieren las conversaciones políticas habituales. Como lo sabemos muy bien, la opinión de la gente difiere en gran medida sobre estas cuestiones. Pero, no obstante estas diferencias, lo notable es que la mayoría de estas discusiones no fracasan de inmediato. Por el contrario, la gente discute e identifica sus diferencias, casi siempre identifica en este proceso las consideraciones que todos reconocen como relevantes para el debate. Usted y yo podemos diferir acerca de si debería existir un sistema de seguro médico público o si nuestro país debería intervenir en una cierta guerra. Pero, al debatir sobre estas cuestiones, casi siempre coincidimos en la relevancia de ciertas evaluaciones aun cuando ellas no apunten en la misma dirección. Puedo argumentar que un sistema de seguro público es necesario para evitar que los pobres sufran graves privaciones o que contribuiría a reforzar el sentimiento de una ciudadanía compartida. Y aun cuando Usted no esté de acuerdo con mis conclusiones, puede muy bien admitir que aquéllas son consideraciones relevantes. Usted puede admitir su relevancia aun si piensa que no tienen el peso que yo les atribuyo o que es mayor el peso de las consideraciones opuestas.

Si se admite que esto sucede normalmente —pienso que tal es el caso—, entonces cada vez que hay un debate público acerca de lo que nuestro gobierno debería hacer, las diferencias de opinión entre nosotros serán generalmente equilibradas por la emergencia de un repertorio de consideraciones que cada cual reconocerá como relevante para el debate que mantenemos. Pienso que las consideraciones que sustentamos de esta manera —y que reconocemos que las sustentamos en común— son nuestras evaluaciones políticas compartidas. No son cuestiones sobre las que pensamos muy frecuentemente o explícitamente tratamos de consignar, pero ellas cristalizan como un derivado de la discusión pública, aun cuando la discusión tienda generalmente a la diferencia. Se acumulan a lo largo de los años y llegan a constituir una forma de capital discursivo compartido. Quienes sabemos cómo funciona nuestra sociedad podemos reconocer que si queremos persuadir a nuestros conciudadanos acerca de lo que nosotros o nuestro gobierno debería hacer, tenemos que considerar aquellas evaluaciones para los recursos que habremos de emplear en el curso de la argumentación.

La tercera teoría de la democracia —la actual versión de la teoría republicana según la cual la democracia promueve el bien común— queda óptimamente articulada haciendo referencia a este cuadro de evaluaciones compartidas que nos ofrece un capital discursivo compartido, una reserva compartida de recursos argumentativos. Plausiblemente podemos ahora decir que, desde el punto de vista ideal, la democracia debe garantizar que el gobierno esté constituido de forma tal que actúe conforme a lo que sostienen las evaluaciones compartidas. Esas evaluaciones variarán un poco entre las diferentes sociedades y pueden variar mucho cuando se dan grandes diferencias culturales. En toda sociedad tenderán a promover ciertos arreglos y restricciones generales del tipo que suele quedar registrado en una constitución. Mientras que ellos proporcionan el marco dentro del cual es conducido el debate sobre otras cuestiones más concretas, no ofrecerán a menudo un apoyo inequívoco a alternativas particulares en este ámbito. Pero, con todo, servirán ciertamente para reducir el número de alternativas defendibles y concebibles. Y, por lo general, proporcionarán una base para determinar vías aceptables para que el gobierno adopte una decisión sobre la alternativa que ha de seguir. Pueden autorizar el gobierno de una mayoría parlamentaria, por ejemplo, o proponer que la cuestión sea sometida a un cuerpo más o menos imparcial —por ejemplo, una corte o tribunal o comisión— que opere con una cierta independencia del parlamento.

Resumiento, creo que lo esencial de la democracia no es dotar de autoridad a algo tan mítico como la voluntad o el juicio del público sino más bien conferir autoridad a lo que considero una evaluación compartida o pública. Esta evaluación indica una senda genuina que el gobierno tiene que recorrer y todo sistema que obligue al gobierno a recorrerla puede ciertamente ser descripto como democrático.

¿Cuáles instituciones deberían establecerse para asegurar que el gobierno persigue efectivamente una evaluación compartida y sólo ella? Esta pregunta nos remite a otras cuestiones pero, en mi opinión, las instituciones requeridas son de dos tipos. Por una parte, las instituciones electorales que obliguen a quienes aspiran a ocupar posiciones gubernamentales a ofrecer una justificación para las políticas que proponen sobre la base de una común evaluación y a defender aquellas justificaciones frente a sus opositores. Por otra, instituciones contestatorias que permitan a individuos y a grupos de individuos someter a crítica las políticas gubernamentales —sea ante los tribunales o en las calles— según la forma como respondan a los términos de la evaluación común. La democracia debería ser bidimensional, con la dimensión electoral restringiendo al gobierno en el momento en que la gente es elegida, y la dimensión contestataria, restringiendo al gobierno durante los largos períodos en los que los elegidos detentan y ejercen el poder. Así como el precio de la libertad es la vigilancia eterna, así también lo es el precio para disfrutar del gobierno para el bien común. La democracia bidimensional toma en serio esa lección imponiendo vigilancia en la práctica del gobierno y en el proceso de formación del gobierno.

Bibliografia

Pettit, P. (1997), Republicanism: A Theory of Freedom and Government, Oxford: Oxford University Press.

----------(2000), "Democracy, Electoral and Contestatory", en Nomos 42, pp. 105-144.

---------- (2003), "Deliberative Democracy, the Discursive Dilemma, and Republican Theory", en J. Fishkin y P. Laslett (eds.), Philosophy, Politics and Society, vol. 17: Debating Deliberattive Democracy, Cambridge: Cambridge University Press, pág. 138-162.

---------- (2004), "Depoliticizing Democracy", en Ratio Juris.

Notas

* Traducción de Ernesto Garzón Valdés

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