GLOBALIZACIÓN, DEMOCRATIZACIÓN Y EL MILAGRO EUROPEO*
GLOBALIZACIÓN, DEMOCRATIZACIÓN Y EL MILAGRO EUROPEO*
Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 23, 2005, pp. 7 -36
Recibido: 11 Mayo 2005
Aceptado: 01 Julio 2005
I. El milagro europeo
En su fascinante libro The European Miracle, Eric Lionel Jones, al igual que otros importantes estudiosos antes y después que él 1 , plantea la cuestión de por qué sólo Europa logró la hazaña de llevar a cabo un curso de desarrollo que finalmente condujo a un pujante capitalismo, al Estado de derecho y a la democracia. ¿Cómo fue posible que los europeos terminaran liberándose de la explotación de sus gobernantes, reduciendo la arbitrariedad del poder y creando instituciones sociales que estimularon la inversión productiva y el desarrollo económico sostenido? Pero, a diferencia de otros autores que tratan el mismo tema, Jones no se da por satisfecho con la explicación según la cual la historia institucional es el resultado de factores sociales y políticos o de lock-in effects inherentes a las propias instituciones. Ante todo, trata de entender las ventajas ambientales naturales que, en tanto precondiciones fundamentales, hicieron posible y más probable que en otras regiones del mundo el surgimiento en Europa de un "marco evolutivo" de promisoras decisiones y desarrollos políticos: "Europa poseyó tales rasgos especiales de emplazamiento, localización y dotación de recursos que prácticamente se nos impone el dudoso recurso de la explicación ambiental. La fecunda variedad política, la acumulación de capital y el comercio parecen ser parcialmente explicables como adecuaciones a la particular localización y a los recursos de Europa." (Jones 1981, p. 226). Este punto de vista no significa que Jones sostenga un simple modelo de determinación natural o subestime el hecho de que los procesos sociales poseen su propia lógica. Su propósito es, más bien, analizar la interacción entre los procesos sociales y su marco físico en donde el papel de los factores ambientales fue "esbozar sendas de menor coste para la acción humana" (p. 228).
Pero, ¿qué podemos aprender del punto de vista de Jones y de sus intelecciones por lo que respecta a las consecuencias de la globalización y las probabilidades de una democratización a nivel mundial? A primera vista, no parece plausible que podamos inferir mucho acerca de las perspectivas de democratización en un mundo moderno a partir de una recolección de informaciones sobre el ambiente natural de los Estados europeos en siglos anteriores. Por una parte, este tipo de ambiente fue obviamente único; si así no fuera, no podría ser considerado como factor del incomparable desarrollo europeo. Por otra, dado el masivo desarrollo científico-tecnológico, los factores ambientales naturales difícilmente juegan en el mundo de hoy el mismo papel que hace cinco siglos en Europa.
Sin embargo, un análisis más profundo revela que, en contra de la primera impresión, existen notorias similitudes entre el mundo "local" que hizo posible en otros tiempos el "milagro europeo" y el mundo globalizado en el que actualmente vivimos. Por cierto, esta afirmación no se refiere a similitudes en los factores ambientales naturales sino a un haz de condiciones "artificiales" creadas por los hombres como resultado de la globalización y de los logros de la tecnología moderna. Pero puede argumentarse plausiblemente que estos productos de la civilización actual pueden ser vistos como el equivalente causal de las condiciones puramente naturales de aquellos tiempos. Si esto es verdad y si la época de la globalización está actualmente creando universalmente, en algún respecto, un marco que en el pasado condujo al derrocamiento de la autocracia y del poder arbitrario en Europa, ello podría dar sustento a una visión optimista del impacto de la globalización en la democratización y el control del poder político.
Comenzaré con un breve panorama de los factores que, de acuerdo con el estudio de Jones, tuvieron una importancia crucial para el peculiar desarrollo europeo; analizaré luego hasta qué punto estos factores o, mejor dicho, sus equivalentes están actualmente presentes. Pero las similitudes importantes entre el viejo mundo europeo y el mundo moderno no se limitan a hechos relacionados con el ambiente natural de Europa. Estas similitudes incluyen también dimensiones políticas, económicas, intelectuales y culturales.
II. La economía de mercado europea
El surgimiento de la economía de mercado en Europa fue la precondición necesaria del crecimiento económico y también un factor decisivo para el posterior desarrollo del Estado de derecho y de la democracia. Por consiguiente, la cuestión de saber cómo fue posible que la propiedad privada en Europa pudiera ser asegurada frente a los actos políticos arbitrarios, garantizando así la autonomía de la economía europea "que bajo el feudalismo estuvo virtualmente ceñida por el sistema político" (p. 85), tiene enorme importancia para la comprensión de las peculiaridades de la historia europea.
La interpretación de Jones comienza con la suposición de que para el establecimiento de los mercados tuvo crucial importancia el hecho que el poder político ya no fue ejercido únicamente para ordenar los medios de coerción sino también para controlar la bolsa. Adam Smith esboza una explicación clásica de este desarrollo en The Wealth of Nations (1937, pp. 169-170) cuando se refiere a la creciente demanda de productos de lujo que los gobernantes feudales formulaban a los comerciantes. Según Smith, este interés les obligó a cambiar gradualmente la economía de subsistencia feudal y a exigir de sus súbditos y acólitos pagos en metálico en lugar de servicios personales y de pagos en bienes naturales por la tierra que poseían. Esta nueva demanda obligó a los súbditos a llevar sus productos al mercado e impuso a los gobernantes la necesidad de establecer derechos sobre la disposición de la tierra, creando así una dinámica que, involuntariamente y con una "mano invisible", sacó a la sociedad de "su lecho no mercantil" (Jones 1981, p. 86).
Pero Jones señala que este fenómeno no es suficiente para explicar la emergencia de mercados autónomos que estuvieran a salvo de la intervención o del control políticos. Una considerable parte del comercio era posible sin las libertades de la economía de mercado. Los gobernantes feudales podían satisfacer sus ansias de bienes de lujo sin necesidad de otorgar amplios derechos individuales de propiedad. Pero, sin la imposición de tales derechos, los costes de transacción eran demasiado altos como para que pudiera llevarse a cabo un comercio en gran escala. Según Jones, fue decisivo que los gobernantes se sintieran atraídos por las ventajas del comercio no sólo como medio para satisfacer sus demandas de bienes exquisitos sino también por las perspectivas de gravar las transacciones sobre una base regular, aun cuando "irónicamente era probable que esta tributación fuera para pagar aquel modo clásico de redistribución no-mercantil, la guerra" (p. 88).
Sin embargo, hay tres precondiciones adicionales para convertir realmente una necesidad fundamental de metálico en medidas activas tendientes a establecer un marco político e institucional estable a fin de que el comercio y las transacciones se lleven a cabo en un nivel significativo:
Primero, los gobernantes tienen que estar convencidos de que, como garantía de sus ingresos, una economía de mercado es más eficiente que otras formas de sistemas económicos.
Segundo, los gobernantes tienen que disponer de los medios necesarios para proteger el comercio de las perturbaciones internas y de la interferencia externa.
Tercero, los gobernantes tienen que esperar que los beneficios de la recaudación calculable a través de un adecuado funcionamiento del sistema de mercado habrán de ser mayores que los de las confiscaciones ocasionales y disruptivas.
Según Jones, todas estas tres precondiciones estaban dadas en Europa.
Por lo que respecta al elemento intelectual, Jones indica que los fisiócratas y Adam Smith lograron demostrar la eficiencia de una economía de mercado y su superioridad frente a otros sistemas económicos: "En el momento del cambio, había sido ya aceptada la plena virtud de la economía de mercado." (p. 95) Los gobernantes veían en ella "un medio para obtener y asegurar ingresos mayores que los que podían obtenerse con los tributos feudales y las diversas formas de impuestos territoriales" (p. 89).
En relación con la exigencia de que una sociedad tiene que ser capaz de defenderse a sí misma de las perturbaciones externas y de ofrecer buenos beneficios estableciendo un orden interno, Jones afirma —algo quizás sorprendente— que "un feudalismo firmemente organizado" (p. 88) estaba especialmente bien organizado para proporcionar estos tipos de garantías. Las sociedades feudales europeas poseían suficientes recursos militares para enfrentar la agresión externa y también habían creado una especie de orden institucional lo suficientemente eficiente como para asegurar la paz entre sus súbditos e imponer las reglas elementales de una conducta decente en el mercado.
Los factores naturales adquieren importancia especialmente con respecto al tercer punto. Europa ofrecía grandes complementaridades debido a la diversidad del clima, la geología y los suelos. Los recursos eran abundantes pero estaban diseminados en una gran área. Al mismo tiempo, los costes de transporte eran reducidos comparados con los de otras regiones con grandes masas continentales. Estas circunstancias físicas promovieron el comercio multilateral a larga distancia de grandes masas de bienes utilitarios. Las peculiaridades del comercio europeo surgieron porque "la considerable variedad geológica, climática y topográfica de Europa le ofreció un amplio espectro de recursos" (p. 227).
Debido a la naturaleza de este comercio, a los gobernantes les resultó más conveniente gravar los bienes que apropiarse de ellos: "Dado que el comercio estaba dedicado principalmente a bienes prosaicos, rara vez estimuló las ambiciones confiscatorias de los príncipes. Les importaba más obtener regularmente tributos e impuestos." (p. 91) Y los bajos valores por unidad hicieron especialmente necesario asegurar el comercio a granel sobre una base regular a fin de obtener ganancias significativas. Por lo tanto, la pacificación interna de sus reinos se volvió cada vez más importante para los gobernantes: "Elementos importantes del proceso fueron la pacificación interna y la colonización. La eliminación de la violencia local y del separatismo por las fuerzas del gobierno central fue otro medio no mercantil para ampliar el mercado." (p. 137)
Jones resume: "La dispersa y variada paleta de recursos estimuló el comercio a granel de bienes utilitarios entre muchos centros, a menudo distantes. Este tipo de comercio recibió la protección de las autoridades políticas porque mientras que las consignaciones individuales no eran especialmente valiosas y no despertaban la tentación de apoderarse de ellas, su flujo continuado ofrecía ingresos impositivos y tributarios suplementarios de los obtenidos de la tierra... comportamientos arbitrarios, como las confiscaciones, sólo podían perjudicar los ingresos de estas fuentes; los príncipes comprendieron los beneficios de domeñar la indocilidad de sus súbditos y, de mala gana, también la suya propia." (pp. 102 s.)
Con el establecimiento de un sistema de mercado como base para el flujo regular de impuestos, se hizo necesario el otorgamiento de derechos de propiedad sobre una base estable. Una presión adicional sobre los gobernantes para que mejorasen las condiciones de vida de sus súbditos surgió de los beneficios que obtenían si atraían y conservaban el mayor número posible de ciudadanos productivos y buenos contribuyentes. Este objetivo forzó a los gobernantes a entrar en competencia para proporcionar los servicios de orden y adjudicación hasta por encima del nivel mínimo necesario para un intercambio mercantil. El desarrollo hacia una mayor seguridad y libertad fue reforzado adicionalmente por la creciente habilidad de la gente para protegerse frente al abuso del poder: "El comercio dio origen a una clase con conexiones internacionales, creciente influencia política y, probablemente, un mayor interés en relaciones pacíficas que en los azarosos beneficios de una guerra comercial." (p. 125) La bolsa mercantil se volvió eventualmente lo suficientemente poderosa como para reducir la arbitrariedad de los reyes.
De esta manera, el establecimiento de mercados para asegurar la tributación sobre una base regular provocó un desarrollo que no sólo exhibió un mecanismo de autoreforzamiento sino también una tendencia a iniciar un dinamismo progresivo hacia libertades y derechos cada vez mayores.
III. El sistema europeo de Estados
Un segundo elemento importante del peculiar desarrollo europeo fue la existencia estable de un sistema de Estados que continuadamente, durante siglos, habían mantenido una influencia y competencia recíprocas. "Los Estados comenzaron a surgir aproximadamente en el año 900; presumiblemente, todavía en el siglo catorce existían mil unidades políticas; las naciones-Estado comenzaron a desarrollarse en el siglo quince; a comienzos del siglo siguiente, habían 500 unidades más o menos independientes; en 1900 eran veinticinco." (p. 106) Mientras que la mayoría de la población mundial vivía en imperios en permanente expansión, ningún imperio logró imponerse en Europa: "En cambio, Europa se convirtió en el único sistema de Estados en el cual el cambio en una célula afectaba las otras." (p. 104) La supervivencia de un tal sistema perdurable de Estados es ya de por sí un milagro. Para asegurar la existencia de los Estados individuales y evitar el surgimiento de imperios monolíticos, fue necesario un sumamente difícil equilibrio de poder. A lo largo de la historia europea siempre "se mantuvo un número suficiente de Estados aproximadamente similares que lograron preservar las cambiantes coaliciones que exitosamente se opusieron al control por parte de un poder único" (p. 107).
Según Jones, el desarrollo de un tan improbable sistema se basó primariamente en una característica del ambiente europeo: regiones dispersas con un alto potencial de cultivo en un continente de yermos y bosques. Estas regiones fueron las "áreas-núcleo" de muchos Estados: "Grandes barreras naturales protegen varias parcelas de territorio con el tamaño de las modernas naciones-Estado y las comunidades políticas más estables se expandieron hasta adecuarse al marco y allí se detuvieron... Hasta el fin de la era preindustrial, Europa fue una sucesión de islas pobladas en un mar de bosques y brezales." (p. 106) En las regiones-núcleo surgieron una serie de Estados que en su tamaño e importancia eran lo suficientemente iguales como para evitar un único Estado europeo unificado y preservar el frágil equilibrio entre ellos a través de cambiantes coaliciones.
A primera vista, uno podría esperar que imperios grandes y autónomos generasen economías de escala significativas y, por lo tanto, siempre superiores a Estados pequeños que, además, viven en contínuo conflicto recíproco. La experiencia europea desmistifica esta suposición. En los sistemas de Estados, el poder está distribuido entre diferentes unidades de forma tal que no existe un órgano central que pueda tomar decisiones absolutas e irrevocables, decisiones que, por ejemplo, como en la china medieval, pudieran impedir el progreso social durante un largo período. Por el contrario, un gobernante en un sistema de Estados no puede atreverse a seguir simplemente sus ideas y preferencias personales. En un sistema competitivo de Estados, la lucha por la supervivencia obliga a los gobernantes de los diferentes países a desarrollar continuamente la tecnología militar y los recursos económicos si no quieren ser dominados por sus vecinos. Y esto, a su vez, requiere un conjunto de medidas que vuelven necesaria una mayor relación cooperativa entre los gobernantes y los súbditos, a diferencia de lo que ocurre en los grandes imperios en donde los gobernantes monopolizaban los medios del poder coercitivo y no estaban amenazados por fuerzas externas. Esto no significa que Europa estuviese libre de la opresión y del poder arbitrario pero "la excesiva consunción, el libertinaje y el terror prevalecieron mucho más en los imperios asiáticos y en el Mundo Antiguo que en los Estados europeos" (p. 110).
En Europa hubo un hecho fundamental que todos los gobernantes tuvieron que tener en cuenta: sus Estados estaban rodeados por competidores actuales y potenciales. Esta sola constelación trajo consigo una protección mínima frente al despotismo arbitrario. Un gran imperio sin vecinos igualmente poderosos tenía pocos incentivos para adoptar nuevas instituciones o para considerar los intereses de sus súbditos. Por el contrario, un sistema competitivo de Estados constituía un seguro en contra del estancamiento económico y social. En un sistema tal, los gobernantes no podían permitirse descuidar las condiciones favorables de productividad y bienestar y les hubiera sido sumamente riesgoso perder también la lealtad de sus súbditos. Bajo la amenaza permanente de un conflicto y de guerras locales, era decisivo para ellos poder disponer de suficientes recursos económicos y de hombres robustos dispuestos a luchar y arriesgar sus vidas en caso necesario.
En este sentido, no importaba que los objetivos de los gobernantes europeos fueran más dinásticos y militares que de desarrollo económico. El hecho importante es que los gobernantes apuntaban a la obtención de un crecimiento económico estable, aun cuando estuvieran motivados por la dinámica de una carrera armamentista: "Los gobernantes cuyos esquemas de gloria los llevaba a prepararse para la guerra comenzaban a hacerlo mejorando activamente la base económica" (p. 135). Esto significó más orden público, menos obstáculos a los negocios, la abolición de las restriciones legales y consuetudinarias al factor movilidad, sanción legal de los contratos negociados libremente, la mejora de las comunicaciones y el establecimiento de medidas para unificar el mercado. Los objetivos de los gobrenantes y de las crecientes clases "media" y comerciante coincidieron así por muchas vías.
IV. Unidad europea y movilidad
Vista desde una perspectiva, Europa presentaba un mosaico de Estados dispersos, poderes descentralizados, pueblos diferentes con diferentes idiomas bajo gobernantes que mantenían relaciones recíprocas antagónicas. Pero, desde otra perspectiva, los Estados y regiones de Europa, no obstante sus múltiples diferencias, presentaban muestras obvias de unidad: "Edmund Burke afirmó algo típico del siglo XVIII cuando proclamó que 'ningún europeo podía sentirse totalmente exiliado en ningún país del continente'." (p. 111) La diversidad en Europa era limitada y las relevantes semejanzas entre los europeos les impedía considerarse recíprocamente como completos extranjeros.
Esta unidad se manifestaba en varias dimensiones: el predominio de un número limitado de idiomas como medio de comprensión mútua, categorías y enfoques científicos compartidos y una economía con un considerable grado de homogeneidad en la producción y la demanda. Europa se convirtió en una región "que compartía en respectos relevantes una cultura común o una serie de estilos de vida coincidentes y creó algo así como un mercado único" (p. 117).
Sobre la base de estos elementos unificantes, Europa estuvo ya tempranamente caracterizada por un alto grado de movilidad: movilidad de personas, bienes, capital, trabajo, conocimiento y noticias. Estudiantes y profesores elegían los lugares en donde mejor pudieran estudiar, enseñar e investigar. Los trabajadores civiles especializados y los empresarios estaban dispuestos a emigrar y a menudo lo hacían, "no obstante una serie de disposiciones gubernamentales tendientes a evitar que el trabajador especializado emigrara" (p. 115). La contratación internacional de trabajadores se volvió algo habitual. Los gustos y modas eran lo suficientemente similares como para crear una demanda europea de los mismos bienes —desde alimentos hasta mobiliario y vestidos— promoviendo así un permanente comercio transfronterizo. Se desarrolló un intercambio regular de información y de know-how comercial que contribuyó a la difusión de las mejores prácticas; los esfuerzos de los gobiernos para evitar el traspaso de técnicas especiales fueron, por lo general, inconducentes. Así, pues, a diferencia de lo que sucediera en las civilizaciones realmente aisladas, en Europa fue constante el flujo de una base común de conocimientos. La unidad de Europa sobre la base de una cultura compartida "demuestra que la descentralización política no significó una pérdida fatal de economías de escala en la producción y distribución. El sistema de Estados no impidió el flujo de capital y trabajo a los Estados miembros que ofrecían el mayor retorno marginal. Príncipes y gobernantes, con los típicos objetivos a corto plazo de los políticos, desearon, a menudo, impedir el flujo pero, en general, no lo lograron." (p. 117)
Pero hay otra consecuencia de esta notable unidad europea todavía más relevante: la movilidad que facilitó fue no sólo ventajosa para el crecimiento económico y el progreso tecnológico sino que también fue una importante protección frente a la arbitrariedad política y la explotación. Los gobernantes no podían impedir que sus súbditos estuvieran perfectamente informados acerca de las condiciones de vida y la situación política en otros Estados. Y como la cultura común y un sentimiento de elemental solidaridad ofrecía a los individuos en Europa oportunidades reales de vivir en otros países, la amenaza de la emigración se convirtió en un serio peligro para todos los gobernantes europeos, especialmente cuando la amenaza provenía de miembros de las clases de las que dependían: "La potencial 'salida' de hombres capacitados era un freno implícito al poder arbitrario... Básicamente, la libertad provino del sistema de Estados, de la existencia de países vecinos a los cuales se podía emigrar o huir, en donde las propias opiniones o la religión no eran motivo de odio y hasta podía ser ortodoxo, y donde la forma de vida no era totalmente extraña." (p. 118) Y, en verdad, sucedió que poblaciones enteras en áreas fronterizas a veces desplazaron su lealtad al país mejor gobernado. La amenaza de la salida obligó a los gobernantes europeos a tomar en cuenta las necesidades e intereses de sus súbditos en una medida mayor aún que lo que hubiera requerido el sistema de mercado por sí mismo.
Es verdad que la historia de Europa ha sido una historia de opresión, guerra y persecución. Pero también ha sido una historia de liberación y salvación. El trabajo especializado, la pericia tecnológica y el capital de inversiones eran lo suficientemente escasos como para que los refugiados fueran más que bienvenidos. La diversidad política de Europa ofrecía múltiples refugios; con los refugiados se fortaleció y profundizó también una cultura y un estilo de vida europeos.
En suma, podemos decir que el milagro europeo surgió del fundamento histórico de un sistema de Estados que constituía una estructura de elementos mutuamente influyentes, una cultura común, políticas reactivas y mercados transnacionales. La demanda de dinero y las condiciones naturales de Europa promovieron el desarrollo de un comercio a granel de bienes utilitarios y derechos de propiedad relativamente estables. El sistema de Estados evitó el surgimiento de un único imperio europeo y esto mantuvo la presión en los gobernantes para ser competitivos con sus rivales y enemigos vecinos, promover el florecimiento del intercambio mercantil y asegurar la lealtad de sus súbditos. Por otra parte, la unidad cultural de Europa reforzó la presión sobre los gobernantes para que garantizaran a sus súbditos condiciones aceptables de vida. Los Estados tenían que competir por el capital móvil, probar su credibilidad y, además, institucionalizar un sistema judicial y una burocracia calculables, a más de garantías confiables en contra de impuestos confiscatorios. La alianza entre Estado y capital promovió involuntariamente la aparición de una nueva clase de comerciantes y empresarios ricos e influyentes: así nació una burguesía en el sentido moderno de la palabra que habría de jugar un papel decisivo en lo que serían el Estado de derecho y la democracia en Europa.
V. ¿El milagro global?
Si se examinan las cosas superficialmente, es ya obvio que existen similitudes relevantes entre las condiciones históricas que contribuyeron a la realización del milagro europeo y las condiciones actuales que se dan globalmente. Por supuesto, tales similitudes tienen sus limitaciones y sería ingenuo pensar que podrían automáticamente producir los mismos resultados. También hay que considerar que en Europa hubieron otros factores que fueron parte de aquella realidad y que no están dadas hoy en todas partes: por ejemplo, la separación entre Estado e Iglesia (cfr. Albert 1986) y el desarrollo de un sistema autónomo de derecho y jurisprudencia (cfr. Berman 1983; Weber 1968). Sin embargo, si encontramos similitudes en un cierto nivel y podemos plausiblemente conectarlas con mecanismos causales que también ayuden hoy a poner límite a las arbitrariedades y a poner freno al poder político, podemos entonces afirmar que las mismas fuerzas están trabajando en favor de un desarrollo similar al europeo. No obstante, para poder formular un juicio bien equilibrado, debemos tener en cuenta que el resultado de estas condiciones históricas en Europa no fue el Estado de derecho y la democracia sino el comienzo de una senda de desarrollo hacia el Estado de derecho y la democracia. Por lo tanto, si queremos conocer el impacto de estos factores en la actualidad, tenemos que ver el comienzo de este relato y no su feliz final. Pero, como se verá, la situación actual presenta algunos rasgos especiales que probablemente justifican una visión aún más optimista.
VI. La economía global de mercado
Una precondición absolutamente esencial del milagro europeo fue el surgimiento y expansión de los mercados porque con la institucionalización de los mercados comenzó el establecimiento de derechos de propiedad; una nueva clase económica, más interesada en adquirir una fortuna a través del intercambio económico y no por el poder político, entró en escena y desde entonces no la ha abandonado.
Jones señala tres importantes hechos históricos que establecieron las bases para el surgimiento de los mercados en Europa:
1. El poder tributario se volvió más importante para los gobernantes que el poder para disponer de los recursos naturales y de la mano de obra.
2. Se volvió obvia la superioridad de los mercados en comparación con los otros sistemas económicos.
3. Las complementaridades y los bajos costes de transporte promovieron el comercio a granel de bienes utilitarios.
Si consideramos el primer punto, podemos comenzar con la afirmación obvia de que en el mundo actual, más aún que en la Europa del pasado, el poder es, en gran medida, el poder del dinero. No hay duda de que actualmente las necesidades y ambiciones de los gobernantes políticos difícilmente podrían ser satisfechas si no dispusiesen de considerables sumas de dinero. No tener acceso a una moneda internacionalmente válida significaría depender de los bienes, servicios, pericias y tecnología de una economía aislada sin intercambio transfronterizo y carecer de toda posibilidad de obtener los conocimientos y logros del resto del mundo. Sólo si se cuenta con recursos financieros existe la posibilidad de participar en las ventajas de la civilización, sin que importe que el objetivo sea disponer de armas modernas de destrucción o contar con un moderno sistema sanitario. En la actualidad, ningún país de alguna importancia puede existir sobre la base de alguna especie de economía de trueque y tampoco los gobernantes políticos se conforman con el pago en bienes y en servicios personales.
Pero esta indiscutible demanda de dinero no produce automáticamente y en todas partes la necesidad de gravar las transacciones económicas en el mercado. La primera excepción importante se encuentra en países con grandes reservas de materias primas. En tales países, por ejemplo Nigeria, gobernantes despóticos pueden obtener grandes ingresos en dinero vendiendo los recursos naturales en el mercado mundial y guardándose el dinero como si fuera su propiedad privada. El llamado "privilegio internacional de recursos", legalizado por el derecho internacional, permite a cada gobierno —sin que importe cómo llegó al poder—disponer libremente de los recursos naturales del país. Esto reduce la presión sobre los gobernantes políticos para que establezcan un orden económico eficiente que les proporcione los ingresos necesarios. En este sentido, los países que dependen de recursos naturales se encuentran actualmente en una situación mucho peor que los Estados de la Europa del pasado en donde los gobernantes estaban obligados a adquirir sus fortunas promoviendo el crecimiento económico y garantizando los derechos de propiedad. En países como Nigeria, Zaire o Angola, no están dados los requisitos mínimos para una repetición del milagro europeo. 2 Sin embargo, los incentivos para los gobernantes de aquellos Estados no están determinados sólo por los recursos naturales de sus países. Sin el derecho internacional que les otorga el privilegio de disponer como les plazca de los recursos de sus países, las opciones serían muy diferentes. Volveré más adelante sobre este punto.
Pero, aun cuando los gobernantes de un país no cuenten con la bendición de poder disponer de valiosos recursos naturales, sus intereses en fondos financieros no los conduce inevitablemente a establecer y promover en sus Estados una economía de mercado. como lo pone de manifiesto la historia de los últimos cien años, muchos gobernantes políticos y sus partidarios pensaron que el crecimiento económico y un suficiente surplus para sus intereses podían estar garantizados igualmente con una economía socialista planificada. En verdad, pensaban que las economías socialistas podían hacer frente a la competencia de los países capitalistas o que hasta serían capaces de derrotarlos económica y políticamente. Así, hasta muy recientemente, la segunda precondición para el triunfo europeo de la economía de mercado no había sido satisfecha universalmente en el mundo moderno: la convicción amplia de que un sistema de mercado como medio para obtener y asegurar ingresos es mejor que sistemas económicos alternativos que, en el caso de la historia europea significaba una economía feudal.
En las últimas décadas, la alternativa relevante no fue entre feudalismo y capitalismo sino entre socialismo y capitalismo. Pero, mientras tanto, el resultado ha sido muy similar a la situación en la Europa del pasado: cada vez más los gobernantes del mundo moderno tuvieron que aprender —a veces dolorosamente— que, como fuente de ingresos, una economía socialista era considerablemente inferior a la productividad de una economía de mercado dinámica. Al adherir al socialismo, los países se volvieron cada vez menos competitivos con el mundo capitalista y también más débiles en términos de poder militar, algo relevante no sólo para las relaciones con el exterior sino también para asegurar la dominación interna. En muchos regímenes socialistas no fue posible desarrollar un equipamiento militar acorde con los niveles tecnológicos mundiales y tampoco —debido a las crisis financieras— se pudo adquirirlo en el extranjero en cantidad suficiente. Pero los déficits no se referían únicamente a bienes militares. En algunos casos, las deficiencias del socialismo fueron padecidas personalmente por muchos gobernantes políticos cuando los bienes de lujo que ellos obtenían para sí y sus acólitos difícilmente estaban a la altura de los lujos que podían darse los ciudadanos normales de clase media en las sociedades capitalistas. Finalmente, los problemas de una economía centralmente planificada se volvieron omnipresentes e insolubles y los gobernantes difícilmente lograron asegurar un mínimo de lealtad por parte de los ciudadanos debido a la parálisis burocrática y a los permanentes problemas de abastecimiento.
Así, el mundo ha alcanzado actualmente un estadio —caracterizado de una manera algo presuntuosa por Francis Fukuyama como el del fin de la historia— en el que la mayoría de la gente está convencida de que la economía de mercado es claramente superior a otras formas de sistemas económicos. Actualmente la creencia predominante es que la economía de mercado es incomparablemente superior por lo que respecta a su potencial de crecimiento y progreso dinámico. Esto significa que ahora ha surgido globalmente un panorama intelectual que, en sus aspectos decisivos, se parece al de la Europa de Jones en donde, como él dice, "en el punto de cambio, la virtud plena de la economía de mercado ha sido aceptada" (p. 95). Frente a este telón de fondo, las ambiciones personales y políticas de la mayoría de los gobernantes de los Estados modernos los ha llevado a preferir la economía de mercado de una manera muy similar a la de sus predecesores europeos. Los hechos y las ideas actualmente prevalecientes apoyan el establecimiento de economías de mercado al menos tan fuertemente como las condicciones y convicciones en la Europa del pasado; esto es exactamente lo que vemos como desarrollo fáctico a lo largo de las dos últimas décadas.
Sin embargo, Jones menciona una condición adicional para la institucionalización exitosa de las economías de mercado que fue única en el pasado europeo y que estaba directamente conectada con factores ambientales naturales. Mercados estables y protegidos, con sus consecuencias favorables para frenar el poder político y aumentar la libertad individual, pudieron surgir sólo si el comercio era primordialmente de bienes utilitarios con bajos precios por unidad. Las remesas de estos bienes no eran especialmente valiosas y, por lo tanto, no valía mucho la pena apoderarse de ellas y, para obtener un apreciable rendimiento de los impuestos y tasas, era necesario asegurar el comercio a granel sobre una base regular. Y sólo entonces los gobernantes se vieron obligados a garantizar los derechos de propiedad y una pacificación interna de sus reinos para que el mercado fuera una institución estable. En Europa, la naturaleza brindó las bases para esta constelación: las peculiaridades del comercio europeo surgieron, por una parte, de grandes complementariedades debidas a la diversidad de clima, geología y suelos; por otra, de los costes tolerables de transporte a causa de las favorables condiciones geográficas que combinaban distancias relativamente cortas con rutas de transporte fácilmente transitables.
Desde luego, las condiciones para un amplio y voluminoso comercio de bienes utilitarios como base para mercados grandes y estables están actualmente dadas a nivel mundial. Pero, lo que en el pasado dependía de ciertos factores naturales que sólo marginalmente podían ser influenciados por el esfuerzo humano es hoy el resultado de la tecnología y de las propias fuerzas económicas. Las complementariedades ya no son primariamente el resultado de la diversidad natural sino, sobre todo, el resultado de la diversificación y especialización estratégicas en la producción y el marcado aumento de la variedad de bienes y servicios. Los costes de transporte se han reducido considerablemente debido al progreso tecnológico y a las grandes mejoras de las infraestructuras. Las "grandes masas continentales", que en otros tiempos inhibían los intercambios mercantiles regulares de productos en masa y limitaban este tipo de comercio a Europa, no tienen actualmente mayor relevancia. El desarrollo revolucionario de la tecnología de transporte — incluyendo la transferencia barata, segura y rápida de información y comunicación — ha convertido al mundo en un pequeño país en este respecto. Más pequeño que la Europa del pasado.
No sólo estas condiciones conducen a un creciente intercambio económico y a mercados en permanente expansión sino que también constituyen fuerzas que vuelven cada vez más difícil para los gobernantes políticos no participar en el mercado mundial. En tiempos pasados, los costes prohibitivos de transacción y el aislamiento natural de vecinos competitivos les permitía a muchos gobernantes vivir bien con una economía estática y en un espléndido aislamiento. Pero, actualmente, la dependencia de los gobernantes políticos con respecto a los ingresos de mercado no sólo afecta sus ingresos personales. Hoy más que nunca un Estado puede competir con otros países sólo si puede desarrollar internamente o comprar en el extranjero productos tecnológicamente avanzados. Ambas opciones vuelven indispensable, en la mayoría de los casos, una economía de mercado que funcione adecuadamente. Pero, si permanecen aislados, no podrán obtener los beneficios del mercado. No participar en la división internacional del trabajo y no utilizar los beneficios de las complementariedades y la diversificación significa asumir un comparativamente bajo nivel de productividad y eficiencia y, consecuentemente, una inferioridad políticamente peligrosa en una competencia internacional inevitable. De aquí se sigue para un gobernante político que depende de la economía de mercado que no sólo está obligado a garantizar los derechos de propiedad en un cierto grado y a respetar los intereses y necesidades de las clases económicas. Tiene también que abrir su país al intercambio internacional de bienes, servicios, capital y mano de obra. Tiene que comprar productos, conocimiento y competencia extranjeros, vender sus productos a otros países, invertir en la producción especializada, contratar trabajadores profesionales y educar a su gente en el extranjero a fin de adquirir conocimiento y competencia a nivel internacional. Todo esto podría contribuir al crecimiento y desarrollo de la economía doméstica. Pero también es una presión de la que no puede escapar fácilmente un gobierno sin sucumbir a la amenaza del estancamiento y la declinación económica.
¿Podemos aceptar sin más que las consecuencias favorables de los mercados para abrir una senda hacia el Estado de derecho y la democracia valen también para el mundo moderno? Jones menciona dos factores que estuvieron asociados con la propagación de los mercados en el pasado europeo y que parecen ser especialmente relevantes para el desarrollo hacia la democratización. Primero, el establecimiento de derechos de propiedad; segundo, el surgimiento de una nueva clase de comerciantes y empresarios pudientes e influyentes.
Si observamos el mundo actual, parece obvio que ambos fenómenos están indisolublemente vinculados con una floreciente economía de mercado, al igual que en tiempos pasados. Sin la convicción por parte de los actores económicos de que los derechos de propiedad garantizan sus posesiones y sus transacciones mercantiles, ninguna economía de mercado digna de mención podría surgir. Tampoco hoy esto significa necesariamente que los derechos de propiedad tengan que ser efectivizados desde el comienzo por un Estado de derecho bien ordenado y un sistema judicial adecuado. Si observamos el caso de china como un ejemplo notable de una sociedad en transición, podemos ver que sería posible establecer, al menos en cierta medida, un equivalente aproximado a los derechos de propiedad legalmente sancionados a través del soborno y de redes informales entre los gobernantes políticos y las clases económicas (cfr. Heberer 1991). Esto podría conducir a una colaboración más o menos densa entre política y economía y a un interés compartido en el funcionamiento de los mercados. Se puede hasta esperar que sea cada vez más atractivo para los gobernantes políticos unirse a la clase económica que tratar de obtener rentas a partir de sus posiciones políticas tradicionales. A su vez, tal desarrollo podría mejorar las probabilidades de establecer a la larga derechos de propiedad legalmente protegidos.
Y, por supuesto, ningún gobernante político que, para maximizar el presupuesto estatal, propicie una economía de mercado puede impedir el surgimiento de una clase de comerciantes y empresarios. Esta clase puede volverse influyente por el poder del dinero, pero también por el poder de la acción política colectiva y organizada; sus intereses apuntarán al reforzamiento y extensión de los derechos de propiedad, a su predecible imposición por un sistema judicial independiente, una burocracia eficiente y una participación en el poder político para lograr decisiones colectivas que respondan a sus necesidades. Al igual que en la Europa del pasado, estas pretensiones, si son presentadas exitosamente, serán mojones en una posible vía hacia el Estado de derecho y la democratización —aun si ninguno de los diferentes actores que intervienen en este proceso intente conscientemente promover este desarrollo.
VII. El sistema global de Estados
Según Jones, la competencia entre los Estados en el sistema de Estados europeo tuvo la positiva consecuencia de contener el poder de los gobernantes y forzarlos a promover el crecimiento económico y asegurarse la lealtad de sus súbditos. Podemos resumir las características relevantes del sistema europeo de Estados de la siguiente manera:
1. Europa estuvo compuesta por un conjunto de Estados independientes.
2. Estos Estados estuvieron inmersos, pacífica y militarmente, en una persistente competencia e intercambio.
3. un frágil equilibrio de poder impidió la supremacía de un único poder o el surgimiento de un imperio europeo unificado.
El hecho que en la historia europea no se creara exitosamente un imperio monolítico sino que, en cambio, Europa se convirtiera en un sistema de Estados aproximadamente similares que competían recíprocamente y mantenían un frágil equilibrio de poder, estuvo determinado esencialmente por el ambiente natural europeo: por una parte, las barreras naturales protegieron diversas parcelas de territorio e indujeron un desarrollo de diferentes y separadas naciones-Estado dentro del ámbito que enmarcaban. Por otra parte, no habían grandes masas de territorio entre los diferentes Estados, razón por la cual influyeron mútua y constantemente los unos en los otros. Los Estados no estaban separados de una forma tal que su desarrollo interno pudiera ser aislado del de los otros Estados europeos. Estaban separados pero no aislados. El tamaño relativamente reducido de una Europa densamente poblada promovió la competencia directa y el intercambio regular, sin colapsar en una unidad política.
Si observamos el mundo en el que actualmente vivimos, observamos que muchos de los rasgos especiales del sistema de Estados europeo pueden ser considerados como características del sistema global de Estados in toto. Pero, lo que en aquellos tiempos era en gran medida un producto del ambiente natural, es ahora un resultado del proceso de civilización y del desarrollo político internacional.
Por lo pronto, es obvio que, desde una perspectiva global, nunca hubo un único poder sino siempre una especie de sistema de Estados. Pero, hasta la Revolución industrial y el proceso moderno de globalización, la existencia simultánea de varios Estados no podía tener las mismas consecuencias que en la Europa del pasado. Como señala Jones, la razón es que los enormes territorios de algunos Estados y los vastos territorios entre ellos impidieron durante largo tiempo contactos e intercambios con la suficiente intensidad y regularidad como para que la existencia de otros Estados fuera un factor relevante en la política o en la economía doméstica cotidiana. Así, no estaban dadas las precondiciones de un sistema de Estados en el cual, como en Europa, cada elemento influía constantemente en el otro y en el cual cada gobernante tenía permanentemente en cuenta la existencia de vecinos competitivos.
Esta situación ha cambiado completamente y ahora a nievel mundial el sistema de Estados se asemeja, en aspectos relevantes, al de la Europa del pasado. Esto significa, sobre todo, que también el sistema global de Estados constituye mientras tanto un sistema en el que sus elementos se encuentran en un recíproco intercambio pacífico u hostil. Estas influencias mutuas son parte de la experiencia cotidiana y tienen que ser tomadas en cuenta en toda decisión política. Al igual que en la Europa del pasado, todos los gobernantes del mundo, al menos en los últimos cien años, han tenido que estar constantemente preocupados por el peligro de poder ser sobrepasados o amenazados por un vecino más avanzado; las barreras naturales o las grandes masas territoriales han dejado de ser protecciones significativas frente a estos peligros. Las distancias se han vuelto irrelevantes en muchos respectos: el transporte de bienes y personas, el movimiento de fuerzas militares, el flujo de capital y trabajo y el intercambio de información ya no están obstaculizados por "grandes masas territoriales". Como ya se ha mencionado, la infraestructura del mundo actual lo ha hecho mucho más pequeño que el de la Europa del siglo XIX. Si en Europa la existencia de países adyacentes fue siempre una condición de desarrollo y cambio, así también en el mundo moderno y globalizado la existencia de otros Estados en el mundo —no importa cuán lejos se encuentren— es una condición necesaria de desarrollo y cambio. Actualmente los Estados están separados pero no aislados. En el mundo moderno ningún Estado puede separar su desarrollo interno de los desarrollos en otros Estados: todos los Estados están ahora rodeados por competidores actuales y potenciales.
Por supuesto, la preservación de la independencia de los Estados en el sistema global de Estados ya no está determinada por factores naturales. Las barreras naturales por sí solas no hubieran impedido el colapso de Estados independientes en un imperio dominante; ni en Europa ni en ninguna otra parte. Como muestra la historia de los países de Europa Oriental durante el siglo XX, el sistema global de Estados no se desarrolló automáticamente hacia un equilibrio de un gran número de Estados independientes. Por el contrario, los indicadores de esta época señalaban una tendencia muy diferente: el surgimiento de dos superpotencias en competencia que amenazaban dividirse el mundo entre ellas y dominar los países en sus respectivos hemisferios. La decadencia y caída del imperio soviético, que finalmente impidió que ello ocurriera, fue ya también un resultado de una moderna competencia entre Estados. Sin embargo, hasta la desaparición de este imperio, no hubiera sido correcto sostener que el sistema global de Estados presentaba similitudes relevantes con el sistema de Estados del pasado europeo. Sólo ahora podemos decir que, a nivel mundial, existe un sistema de Estados con un número significativo de Estados suficientemente independientes como para crear una competencia efectiva entre jugadores autónomos capaces de decidir por ellos mismos importantes opciones políticas.
Actualmente, la establecida independencia de los Estados no es únicamente ni el resultado de factores naturales ni el resultado de una política internacional de poder. Es también el resultado de instituciones globales y del derecho internacional, que apunta explícitamente a garantizar la independencia de los Estados existentes. Pero, por supuesto, aquellas instituciones y regulaciones jurídicas pueden ser eficaces sólo si existe detrás de ellas una coalición suficientemente fuerte de Estados interesados en apoyar las instituciones y asegurar la vigencia de los principios del derecho internacional. A ese respecto, en un último nivel, volvemos a encontrar similitudes con la Europa del pasado: en ambos casos el milagro de un sistema estable de Estados depende de un — más o menos frágil — equilibrio de poder en el que las cambiantes coaliciones aseguran siempre su predominio sobre los Estados particulares que intentan invadir vecinos o convertirse en el imperio dominante en la región.
Por lo general, nos vemos confrontados con dos posibles desarrollos que podrían socavar el existente sistema global de Estados con sus jugadores relativamente independientes. Según mucha gente, los Estados unidos, la única superpotencia que queda después de la caída de la Unión Soviética, está en vías de convertirse en el cuasi-imperio dominante del mundo. Lo que es obviamente verdad con respecto a este temor es el hecho que Estados unidos es ahora tan poderoso militarmente que ni siquiera una coalición de la mayoría de los otros Estados del mundo podría difílmente constituir un contrapeso equivalente. Pero el peligro de que este hecho pueda tentar a Estados unidos a invadir todos los otros Estados en el mundo para crear un imperio omnicomprensivo parece ser insignificante. Los costes de una ocupación militar para un país como Estados unidos parecen ser, en la mayoría de los casos, mucho más grandes que los posibles beneficios. Las perspectivas de crear una hegemonía mundial a través de la fuerza no son muy promisoras ni siquiera para un país que pueda disponer de un poder militar invencible. Y con respecto a otros aspectos de la competencia mundial, Estados unidos dista mucho de ser una superpotencia que pueda imponerse a todos los otros Estados.
El segundo posible desarrollo que puede socavar el sistema global de Estados se encuentra, por así decirlo, en el otro extremo del espectro. Se refiere a las siempre crecientes instituciones de governance internacional que van minando la autonomía de las naciones-Estados y, a la larga, podrían sustituir el sistema global de Estados por un "gobierno mundial"; esta vez no en contra de la voluntad de la comunidad mundial sino con su aprobación y su consentimiento voluntario. Actualmente no es posible predecir con certeza si esto es un peligro real (o una promesa real). Pero, si algún día esto sucede, es evidente que entonces también habrán sido eliminadas las características de un sistema de Estados. Por más importante que sea el impacto de un sistema tal en el Estado de derecho y la democracia, dejaría de ser eficaz bajo un único "gobierno mundial".
Junto con esta todavía nebulosa perspectiva de un "gobierno mundial" está la mucho más realista posibilidad de que la Europa de todas las regiones, después de siglos de un sistema de Estados independientes, se una finalmente bajo el techo de una governance común. Según no poca gente, es mucho lo que puede decirse a favor de un desarrollo tal porque obviamente en el siglo XX las fuerzas competitivas entre los Estados europeos ya no operaban en beneficio de sus habitantes. Y una gran diferencia con la Europa del pasado es el hecho de que el Estado de derecho y la democracia ya no se encuentran en la penumbra del futuro sino que son una realidad. Sin embargo, dista mucho de ser claro qué consecuencias tendrá para las democracias europeas existentes si una Europa unida impide el funcionamiento de las fuerzas competitivas entre los países europeos.
Pero, volvamos a la situación actual. Aquí nuestro interés se centra en el impacto de un sistema de Estados en las perspectivas de desarrollar una estructura democrática en países no democráticos o pre-democráticos. 3 Y, al menos por ahora, parece estar justificado suponer que estamos viviendo en un sistema global de Estados que, en aspectos relevantes, se parece al sistema de Estados de la Europa del pasado. Globalmente tenemos ahora un sistema de Estados con un suficientemente robusto equilibrio de poder como para asegurar la independencia de los Estados particulares y evitar la dominación por parte de imperios monolíticos. Al igual que en Europa, encontramos ambas características: separación y conexión. Aquello que en Europa fue posible y se mantuvo en gran medida a causa de ciertos factores naturales es ahora el resultado del progreso tecnológico, de la historia política y del desarrollo del sistema de derecho internacional. Sin embargo, las consecuencias parecen ser muy similares: los gobernantes políticos en todos los países tienen que ser conscientes siempre de que están rodeados por competidores y tomar en cuenta este hecho en cada una de sus decisiones. Todos los Estados están inmersos en una red de relaciones e intercambios internacionales que ofrece grandes chances de desarrollo doméstico, pero también impone considerables restricciones a las opciones que pueden elegir sensatamente los gobernantes políticos. Y porque, sobre todo, estas restricciones obligan a los gobiernos a crear estructuras favorables para un crecimiento económico estable sobre la base de una economía de mercado, también los obligan a garantizar un mayor orden público, menos obstáculos a los negocios, cumplimiento de los contratos, mejor movilidad y progresos en las comunicaciones, la educación y el conocimiento. condiciones que, como en la Europa del pasado, contribuyen a frenar el poder arbitrario y proporcionan importantes baldosas para la vía hacia la democracia.
VIII. Unidad global y movilidad
La semejanza más fascinante y de mayor alcance entre la Europa del pasado y el moderno mundo globalizado parece ser el hecho que aquí también hay "unidad en la diversidad". Pero, para poder juzgar si esto es una simpleza que sólo se refiere a fenómenos superficiales —tales como los teléfonos móviles y los televisores— o si ello vale para estructuras comunes en un nivel más profundo, es necesario realizar una consideración más detallada.
El análisis de la "unidad en la diversidad" de Jones puede ser resumido de la siguiente manera:
1. Europa presentó una considerable diversidad y fragmentación política y social.
2. Europa manifestó también estructuras relevantes de unidad cultural y económica.
3. La unidad europea posibilitó también la movilidad personal, económica e intelectual.
Una consecuencia importante de la especial unidad europea y de la consecuente movilidad fue la seria restricción impuesta a los gobernantes en el sentido de considerar los intereses de sus súbditos en una medida mayor que la que hubieran adoptado por su propia voluntad. La cuestión es, pues, saber hasta qué punto los gobernantes políticos en el mundo globalizado actual se encuentran en una situación similar. ¿Existe una especie de unidad global que promueva la movilidad en una escala lo suficientemente significativa como para convertirse en un factor relevante que conduzca al progreso social y político a nivel mundial?
Desde el punto de vista global, las diversidades son actualmente tan claras y profundas como en la Europa del pasado: el mundo no es una "aldea global" sino que consiste en un gran número de Estados independientes de diverso tamaño y niveles totalmente diferentes de prosperidad; sus sistemas políticos se extienden desde el despotismo desenfrenado hasta democracias bien afianzadas, el poder político —no obstante el super-poder de Estados unidos— está ampliamente descentralizado, la gente en los diversos países es tan diversa como lo son sus idiomas, tradiciones, costumbres y religiones, existen constantemente conflictos interestatales, desde argumentos hasta disputas y guerras cruentas, y los gobernantes políticos suelen mantener relaciones de recíproca hostilidad.
Naturalmente, éste no es el cuadro completo de la actualidad: al igual que en Europa, existe la creciente relevancia de un número limitado de idiomas como medio para la comprensión mutua, el predominio de una visión científica común, al menos del mundo natural, con el uso del mismo tipo de tecnología y, sobre todo, un mercado global con una siempre creciente homogeneidad en los métodos de producción y bienes. En Europa, estos factores fueron fundamentales para el desarrollo de los rasgos de una cultura común que, a su vez, reforzó y facilitó el intercambio económico e hizo posible un notablemente alto grado de movilidad, no sólo de personas e ideas, sino también de bienes y capital. Se produjo un proceso acelerado y mutuamente estimulado de unificación económica y cultural.
Pero, ¿está realmente justificado suponer que actualmente —quizás debido a la influencia de un mercado global— compartimos una cultura común a nivel mundial? Según Jones, en Europa la cultura común y hasta "un estilo común de vida cotidiana" contribuyeron a una situación en la que "ningún europeo podía sentirse totalmente exiliado en ningún país del continente". Así, fue una consecuencia natural que el capital y el trabajo fluyeran a los Estados que ofrecían el mayor rédito marginal, sin importar que los gobiernos lo quisieran o promovieran. un intercambio regular de conocimiento, información y noticias permitió a la gente mantenerse a la altura de la situación en otros países. Los europeos eran lo suficientemente parecidos como para aprender por la difusión: podían percibir las soluciones en los países vecinos y compararlas con las prácticas locales. De esta manera, la cultura común en Europa fue la base indispensable para una creíble amenaza de salida que obligaba a los gobernantes políticos a usar restrictivamente su poder político y a contener sus pasiones y su codicia. Por supuesto, esta amenaza de salida ganaba también credibilidad por el hecho que, debido a las cortas distancias, en Europa la migración era posible por el coste comparativamente bajo de los viajes y transportes.
Es claro que hoy en día especialmente esta última barrera potencial a la movilidad a nivel mundial no tiene mayor importancia. Desde el punto de vista de la mera distancia y de las posibilidades de superarla, el mundo moderno es realmente una "aldea global". La cuestión crucial es si podemos hablar de una "cultura común" en el mismo sentido que en la Europa del pasado. ¿Es verdad que podemos afirmar que "ninguna persona en el planeta Tierra puede sentirse totalmente exiliada en ningún país del mundo"?
Pienso que, primeramente, tenemos que reconocer que, no obstante los aspectos unificantes mencionados más arriba de lenguajes comunes, paradigmas científicos y tecnológicos comunes y mercado mundial, no estamos viviendo realmente en una cultura mundial unificada comparable con la cultura común europea; mucho menos podemos observar "un común estilo de vida cotidiana" a través de las sociedades del mundo (a pesar de la notoria "MacDonaldización"). No es necesario sustentar la tesis del choque de las civilizaciones para compartir la opinión según la cual la diversidad cultural en nuestro tiempo es mucho más amplia que en la Europa de Jones.
Pero esto no significa que tengamos que rechazar totalmente la visión de una "movilidad global basada en la unidad cultural". Existe aún una posibilidad de defender esta concepción si diferenciamos el significado del concepto "unidad cultural". Entonces se vuelve inteligible que la "unidad cultural" puede referirse a una especie de unidad que es considerablemente distinta del tipo de homogeneidad cultural que prevaleció en Europa pero que, sin embargo, puede servir como un fundamento para la movilidad y una exitosa adaptación a las condiciones de vida en otros países o regiones. Para ver esta posibilidad y poder afirmar su potencial, comenzaremos con una breve visión de la forma cómo son procesadas las transacciones económicas en el mercado globalizado.
No obstante toda la diversidad, difícilmente puede negarse que el mundo moderno se está volviendo cada vez más unido económicamente debido al mercado global y a que hay pocos lugares del mundo que no sean parte de él. Y, al igual que en la Europa del pasado, el proceso de inclusión en un mercado unificado tiene consecuencias de largo alcance para las posibilidades de cooperación, cualesquiera que sean las diferencias sociales y culturales. Las transacciones económicas que traspasan los límites de los Estados y continentes tienen que superar los obstáculos de una multitud de idiomas, de una inmensa variedad de convenciones y hábitos y una gran diferencia de normas sociales y jurídicas de comportamiento. Pero, de ningún modo, esto significa que estas diferencias tengan que ser niveladas totalmente para poder iniciar una cooperación e intercambio económicos exitosos. Significa tan sólo que los actores implicados tienen, al menos, que encontrar una especie de metanivel en el cual puedan comunicarse, por ejemplo, en un segundo idioma, desarrollar una convención de negocios para tratar con diferentes hábitos sociales y tradiciones, y aceptar algunas normas universales que puedan regular cómo manejarse con reglas locales particulares. Parece claro que esta demanda de suaves transacciones económicas internacionales es actualmente satisfecha a nivel mundial con solo pocas excepciones. Es posible llevar a cabo un intercambio económico sobre una base regular con prácticamente cada uno de los países sin que importen cuán grandes puedan ser las diferencias de las culturas locales, tradiciones y hábitos sociales. Obviamente, los actores económicos de un mercado globalizado han desarrollado la competencia necesaria para manejar los problemas de cooperación entre diferentes sociedades con culturas diferentes y diferentes estructuras comunales.
Este notable fenómeno es paradigmático no sólo de la cooperación y el intercambio económicos sino de las relaciones humanas en general, en el mundo moderno. Desde esta perspectiva, el rasgo predominante de la globalización se presenta no tanto como un proceso de nivelación de diferencias y diversidades culturales sino de desarrollo de la capacidad de tratar con diferencias y diversidades culturales. La comunicación y cooperación, más allá de los límites de las comunidades locales, con diversas tradiciones y estilos de vida, es el logro decisivo de la modernización, no sólo económicamente sino en todos los otros aspectos también. Por supuesto, como este desarrollo da origen a una dinámica de influencia mutua, ninguna cultura permanecerá sin cambios. Pero cambio no es lo mismo que extinción y la evolución por adaptación no conduce, a la larga, necesariamente a la desaparición de todas las diferencias.
Si es correcta la observación de que la globalización desarrolla capacidades humanas para incluir a gentes de diferentes culturas y comunidades en relaciones de cooperación, entonces este proceso puede ser visto como equivalente al desarrollo de una especie de "meta-cultura" global, de una abarcadora "cultura de culturas", que posibilita a individuos con diferentes raíces sociales comunicarse, interactuar y cooperar recíprocamente sin que importe el "nivel básico" de las determinantes culturales. En este respecto, ya no es erróneo sostener que en la actualidad nos encontramos en un proceso de adopción de rasgos de una cultura común, si con esto no queremos significar la eliminación de las culturas locales. De lo que se trata es, más bien, de la emergencia de pautas culturales universales diferentes de las de las culturas específicas y que permiten a los individuos manejarse pacíficamente con diferentes culturas en el nivel primario. Por lo tanto, el factor principal que impide que la gente se sienta totalmente como extraña en los otros países del mundo no es primariamente la simple similitud entre sus respectivas culturas sino su destreza intercultural para manejarse exitosamente con la diversidad.
Si extendemos de esta manera el concepto de una cultura común, podemos, con razón, suponer que actualmente el mundo se parece al cuadro que presentaba la Europa del pasado como un conjunto de Estados unidos por un mercado único y una cultura común. Y las consecuencias son también muy similares: no sólo podemos ver que una cultura común en el sentido aquí explicitado facilita el intercambio global de bienes y servicios y el flujo de trabajo y capital. Posibilita también la migración, que deja de ser una ordalía. Obviamente, en la actualidad hay cada vez menos gente que, frente a la opresión o la pobreza, no piense en emigrar porque teme no poder superar las barreras culturales. La gente intenta emigrar aun cuando las diferencias entre las culturas locales sean extremas como, por ejemplo, entre Etiopía y Alemania. Esto no significa que el proceso de aculturación pueda no ser problemático. Pero significa que la gente confía cada vez más en la posibilidad de solucionar de alguna manera los problemas de la adaptación cultural. La creciente habilidad en este respecto se observa también si consideramos los casos que implican un cambio transitorio de culturas como un estudio o un trabajo temporario en el extranjero: no es poco frecuente que cada vez sea más grande el número de personas que se radican en un país extranjero a pesar de que la intención inicial era quedarse sólo por un par de meses o años.
Así, pues, parece plausible sostener que la movilidad en general y la migración en particular encuentran hoy condiciones favorables globalmente tan propicias como las de la Europa del pasado. Mundialmente se está desarrollando una cultura común —al menos en un metanivel— que contribuye no sólo a la eficiencia de un mercado unificado sino también a la movilidad de personas que desean cambiar de lugar no por razones de negocios. Por supuesto, este desarrollo es acelerado cada vez más por la difusión global de la información y el conocimiento. Actualmente, las noticias acerca de la situación política y social, por ejemplo en indonesia, es más confiable para el ciudadano alemán que la información sobre la situación en Francia hace doscientos años. Y a los gobernantes se les ha vuelto cada vez más difícil impedir el acceso a este tipo de información. No es casual que el conocimiento detallado de las condiciones de vida en las sociedades occidentales fuera una razón fundamental de la erosión de los Estados del Este.
La historia reciente ha confirmado la fuerza de la opción-salida en el mundo moderno: la amenaza de emigración fue uno de los problemas más acuciantes para los Estados socialistas que invirtieron sumas considerables para impedir la movilidad de su gente. Al final, el difundido deseo de abandonar el país dio el empuje decisivo para el colapso de la República Democrática Alemana. En Vietnam, el boat people provocó una constante fuga de cerebros que obligó a los gobernantes a cambiar radicalmente su política. Por otra parte, gobiernos que voluntariamente deseaban sumarse a las economías de mercado —como china— tuvieron que enviar sus estudiantes al extranjero para crear el tipo de capital humano necesario para el desarrollo económico. Muchos de ellos se quedaron en el extranjero y sólo recientemente comenzaron a regresar cuando los gobernantes chinos mejoraron significativamente las condiciones de vida de su país.
Pero esto no prueba que en la actualidad, como una consecuencia de la constante amenaza de salida, exista automáticamente una decisiva presión sobre todos los gobernantes políticos para que consideren los intereses de sus ciudadanos y se abstengan de practicar la arbitrariedad y el despotismo. Hay que introducir algunas modificaciones necesarias. Tenemos que admitir que hay también importantes factores de contención que debilitan el impacto potencial de la movilidad y la migración. A diferencia de la Europa del pasado, los inmigrantes no son siempre bienvenidos y son sólo aceptados en ciertas cantidades y con ciertas cualificaciones. Ya no se valora universalmente la libertad de movimiento. Por el contrario: sobre todo los países más desarrollados adoptan medidas rigurosas para impedir la inmigración en sus países y, así, neutralizan la potencialmente benéfica influencia de la amenaza de salida en los gobernantes despóticos o autocráticos. No favorece el proceso de democratización el que los dirigentes políticos y los ciudadanos de las democracias estén sólo marginalmente motivados por el hecho de que la posiblidad de migración aumente también las chances de la democracia y del Estado de derecho en los países no democráticos.
Afortunadamente, éste no es el final de esta historia. Dado que la presión de la migración pesa en la actualidad no sólo sobre los gobernantes políticos de los países de origen sino también sobre los gobernantes y la población de los destinos potenciales, los países prósperos y democráticos no pueden conformarse con rechazar a los potenciales inmigrantes. Han de tener un real interés en mejorar la situación en otros países para contener el incentivo de emigrar. De esta manera, la amenaza de salida sigue jugando actualmente un papel importante aun cuando esté restringido por las altas barreras impuestas a la inmigración.
Esta constelación apunta a un factor relevante que actualmente, ceteris paribus, mejora las chances de democratización comparadas con las de la Europa del pasado. En contraste con aquella Europa, en donde el desarrollo hacia la democracia estaba tan sólo comenzando, actualmente existen ya democracias y todos conocen los conceptos de democracia y de Estado de derecho. Los ciudadanos de países no democráticos conocen muy bien la idea de la democracia y están cada vez mejor informados de las condiciones de vida en las democracias. Además, las propias democracias consolidadas tienen un interés vital en que otros países se conviertan en democracias estables y —al menos en principio— están dispuestas a utilizar diferentes instrumentos para lograr este objetivo; uno de estos instrumentos es el derecho internacional. Podría ser usado, por ejemplo, para privar a los gobernantes políticos del "privilegio internacional de recursos" que les permite despilfarrar la riqueza natural de sus países en el mercado internacional. Desgraciadamente, hasta ahora no se ha recurrido a esta medida. Sin embargo, parece existir una gran diferencia con la situación en la Europa del pasado debido a que en la actualidad se conoce el ideal de la democracia, se han impuesto exitosamente instituciones democráticas y una parte creciente de la población mundial apoya activamente la difusión de la democracia. En Europa existía el comienzo de un desarrollo cuyo resultado era desconocido. En la actualidad conocemos el resultado y podemos conscientemente influir en el proceso para lograr este fin. Ésta es una oportunidad adicional que no tuvo Europa y ésta es posiblemente una razón por la cual, no obstante todas las similitudes, el milagro europeo no será nunca sobrepasado en la historia humana.
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Notas
* Traducción de Ernesto Garzón Valdés.
1 Cfr, por ejemplo, Brunner 1956; Hall 1986; McNeill 1984; North/Thomas 1973; Weber 1981.
2 Estudios internacionales muestran que existe una significativa correlación empírica entre la disponibilidad de recursos naturales y las oportunidades de democratización, cfr. Lam/Wantchekon 1999
3 Muchos economistas han destacado las benéficas consecuencias de la competencia interestatal para el desarrollo económico y la política económica; cfr. Bhagwati 2002; Frey 2003; Streit/Kiwit 1999; von Weizsäcker 2000. Vanberg 2000 analiza explícitamente la influencia de la competencia interestatal en la democracia.