EL PRECIO DE DISENTIR. EL DEBATE INTERNO EN LA CORTE

Francisca Pou *

EL PRECIO DE DISENTIR. EL DEBATE INTERNO EN LA CORTE

Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 24, 2006, pp. 187 -197

Recibido: 20 Noviembre 2005

Aceptado: 24 Noviembre 2005

Pocas sentencias de la Suprema Corte suscitan un debate público tan vivo como la que resolvió recientemente el amparo interpuesto por Sergio Witz Rodríguez. 1 Como es sabido, el señor Witz se había amparado contra un auto de sujeción a proceso dictado en su contra a raíz de la publicación de un poema con referencias peyorativas a la bandera nacional. El poeta denunciaba la inconstitucionalidad de la norma que fundamentaba dicho auto: el artículo 191 del Código Penal Federal, que tipifica el delito de ultraje al escudo o al pabellón nacional. La notoriedad del caso puede ligarse, por un lado, a la escasez de asuntos sobre derechos fundamentales no económicos que llegan a la Corte –habitualmente inundada de amparos fiscales– pero, sobre todo, al hecho de que sus particularidades obligaban a la Corte a definir su concepción de muchos de los componentes básicos de la democracia liberal y a mostrar su particular modo de entender la lógica del estado constitucional.

Si consideramos, sin embargo, un abanico de casos que, en el marco del derecho comparado, pueden considerarse paradigmáticos del litigio en materia de libertad de expresión, debemos concluir que el que enfrentaba la Corte mexicana en esta ocasión era un caso “fácil”. En efecto: se trataba de un caso de expresión lingüística, no de conducta expresiva no lingüística o “simbólica”, como ocurre en los casos norteamericanos famosos de quema de banderas, cartillas militares o cruces; 2 se analizaba una regulación con un impacto central sobre la expresión de ideas, no una regulación de fenómenos no directamente expresivos pero con influencia en las condiciones de ejercicio de la libertad de expresión, como ocurre cuando se debate la influencia del dinero en las campañas electorales; se trataba de una regulación del contenido expresivo, no simplemente de la forma y modo de expresión; la expresión gozaba además de una dimensión políticaindudable, de modo que no nos encontrábamos en uno de los ámbitos en los que se discute si se actualizan las premisas que otorgan un valor distintivo a la libertad de expresión (pensemos en la publicidad comercial); la expresión tenía un destinatario no individualizado, lo cual excluía la necesidad de entrar en juicios de ponderación complejos entre la libertad de expresión y otros derechos fundamentales de las personas (honor, intimidad); la expresión se vehiculaba por un conducto sumamente clásico (el medio impreso), no mediante un soporte cuyo impacto lo convierte en un factor de discusión más allá del contenido del mensaje, como ocurre con la televisión, o cuyas particularidades están todavía relativamente inexploradas, como internet; y finalmente, el caso concernía al discurso de una persona individual, no de un sujeto con un estatus constitucional menos definido (grupos de interés, personas jurídicas, comunidades culturales).

El caso del Sr. Witz, en otras palabras, no estaba en la zona de penumbra: constituía la expresión y defensa en formato artístico de ciertas ideas con una indudable impronta política. Se satisfacía plenamente lo que Pablo Salvador Coderch identifica como las dos grandes premisas de la doctrina dominante sobre la libertad de expresión, una relativa a la expresión misma y otra relativa a quien se expresa: conforme a la primera, “[l]os dichos y los escritos se diferencian de los hechos como el espíritu de la materia. Si algo es calificable como discurso entonces debe ser considerado, prima facie, merecedor de una tutela jurídica reforzada”; conforme a la segunda “el agente idealmente típico cuya expresión se decide proteger es el disidente político individual; el discurso incómodo, ofensivo ya hasta peligroso que los jueces han de proteger es el que se enfrenta individualmente al poder constituido, preferentemente al público, aunque también al poder privado”. 3

Sin embargo, quizá influidos por el particular enunciado mediante el que las libertades de expresión e imprenta son protegidas por la Constitución Federal, 4 los tres ministros que integraron la mayoría, en la discusión pública del caso, pusieron más énfasis en desarrollar el contenido de los límites de la libertad de expresión que el contenido de la libertad misma, lo cual les llevó a negar el amparo por considerar que la Constitución permite expresarse pero no ultrajar a los símbolos patrios, y que la conducta del señor Witz encerraba una afectación al orden público, a la seguridad nacional, y a las fronteras del necesario respeto a la moral pública. 5 Posteriormente, en la resolución que recogió los fundamentos del fallo, la mayoría desarrolla una línea argumentativa orientada a rebatir los argumentos que sostenían el proyecto de resolución sometido inicialmente a su consideración –que están ahora contenidos en el voto de minoría publicado en anexo–. Se establece así una especie de diálogo entre sentencia y voto que permite apreciar con mayor claridad las grandes cuestiones que separan a mayoría y minoría.

En primer lugar, existe un desacuerdo en torno a la naturaleza y el alcance del control de constitucionalidad que a la Corte compete ejercer en un amparo contra leyes, y sobre el modo en que este medio de defensa constitucional debe influenciar el proceso de aplicación del derecho. Se trata de una interesante discusión que pone sobre la mesa las diferencias entre la tradición continental y anglosajona de control judicial de la ley e invita a debatir la naturaleza del modelo acogido en México. La posición de la mayoría resulta, en cualquier caso, un punto vacilante. Así, la sentencia empieza subrayando que el control de constitucionalidad de la ley que puede ejercerse en un amparo indirecto está condicionado por su derivación de un caso concreto, lo cual excluye la posibilidad de abordar el análisis de la ley desde una perspectiva abstracta: “[c]onforme a los artículos 76 y 116, fracciones IV y V de la Ley de Amparo, y conforme al planteamiento hecho por el quejoso, solo puede analizarse en esta instancia la parte del precepto controvertido en la que se tipifica el delito de ultraje de palabra al pabellón nacional”. 6 Quedan fuera, por lo tanto, los contenidos normativos del artículo 191 que no son relevantes a la luz del caso concreto. 7

Con posterioridad, sin embargo, la mayoría prescinde en gran medida de este anclaje y enfatiza la separación entre el juicio de constitucionalidad del artículo impugnado y la fase posterior de aplicación de la ley: “en la descripción del tipo, según se ha manifestado, no hay imprecisión tal que lo haga susceptible en sí mismo de ser aplicado arbitrariamente”; 8 “Ello podría ocurrir, como en el caso de cualquier otra norma, por un error en el aplicador de la misma, pero para defenderse de esta suerte de errores hay medios ordinarios de defensa”; 9 “es posible”, se dice más adelante, “dar de manera racional un contenido preciso al verbo empleado por el legislador (…) Se prohíbe ultrajar, zaherir, ofender, insultar. A quien corresponda aplicar la norma, tocará evaluar los hechos y decidir si encuadran o no en ella. Y si esta aplicación se hace equivocadamente, para eso existen medios de defensa ordinarios”. 10 De este modo, la mayoría termina haciendo un análisis de la constitucionalidad de la norma totalmente abstracto –como el que se desarrollaría en una acción de inconstitucionalidad–, en cuyo contexto el juez queda en plena libertad para aplicar la norma en los casos concretos sin que el hecho de que lo pueda hacer en un caso que no lo amerite plantee problema de constitucionalidad alguno –pues cualquier aplicación “arbitraria” o “equivocada” podrá ser ventilada en los procesos judiciales “ordinarios”.

Para la minoría, por el contrario, dejar en libertad al juez penal para aplicar un precepto como el artículo 191 del Código Penal Federal implica de suyo transigir o dar cobertura a una violación a la libertad de expresión. Como se deduce de la parte final del voto, 11 la minoría entiende que la lógica del amparo mexicano contra leyes permite evaluar la constitucionalidad de la ley a la luz de un caso concreto, pues la consecuencia de un juicio de no conformidad con la constitución es una orden de inaplicación del precepto legal en el caso de autos, y no una declaración de invalidez abstracta y general de la ley. 12 La minoría entiende que la concesión del amparo en un sistema de control judicial con efectos inter partes, al no traducirse en ningún caso en una expulsión del precepto impugnado del ordenamiento jurídico, de suyo deja la puerta abierta para que en el futuro pueda aplicarse una sanción penal a las conductas que lo ameriten, pero bloquea la posibilidad de que el juez competente aplique tal precepto respecto de una conducta –aquella por la cual el poeta quejoso fue procesado– que constituye un caso claro de ejercicio legítimo de la libertad de expresión, atendiendo así a su responsabilidad de proteger, mediante el juicio de amparo, los derechos fundamentales de las personas.

Esta cuestión está estrechamente ligada al modo en que mayoría y minoría abordan la cuestión de la vaguedad del tipo penal analizado, en conexión con la pena prevista para quien incurra en la conducta prohibida. Con el diccionario en la mano, la mayoría estima que el significado del término “ultrajar” es claro, y que por consiguiente “no puede haber duda del sentido que quiso imprimir el legislador al tipo penal (…). A quien corresponda aplicar la norma, tocará evaluar los hechos y decidir si encuadran o no en ella”, 13 sin que la seguridad jurídica quede en modo alguno afectada. 14 Del mismo modo, y en cuanto a la pena impuesta, la mayoría considera que la misma no plantea un problema de constitucionalidad abstracta de la norma: “tampoco puede analizarse en esta instancia el planteamiento de una supuesta desproporcionalidad en la pena prevista en el artículo 191 respecto de la conducta allí proscrita, pues en el caso, el acto concreto de aplicación del mismo lo es la resolución de segunda instancia que confirmó un auto de sujeción a proceso y no una sentencia definitiva en la que la pena hubiere sido impuesta”. 15

Para la minoría, por el contrario, los indeterminados alcances del artículo 191 vulneran el derecho de los ciudadanos a tener plena seguridad acerca de aquello que el Estado considera merecedor de condena penal, incertidumbre cuyas consecuencias resultan agravadas por el alcance de las sanciones previstas por el artículo impugnado. 16 La minoría aplica aquí el conocido argumento del “efecto de desaliento”, que subraya que un precepto demasiado amplio, que permite sancionar tanto conductas protegidas por la libertad de expresión como conductas que caen fuera de ella, viola en sí mismo la libertad de expresión, pues los ciudadanos –que inevitablemente temerán ser sancionados sobre su base incluso en el caso de que ejerzan legítimamente la libertad de expresión– preferirán no correr riesgos y se callarán, en perjuicio de la vitalidad de las libertades y del debate democrático. De nuevo, lo que para la mayoría es una mera posibilidad que sólo podría causar perjuicio al recurrente en caso de que fuera condenado, para la minoría es algo que amerita desde el principio la declaración de inaplicabilidad de la norma en el caso concreto, pues la inseguridad y el efecto de desaliento constituyen en sí mismos lesiones claras y actuales a la libertad del recurrente, con independencia del sentido que tome el ulterior proceso penal. En los Estados Unidos, de hecho, la excesiva amplitud de un precepto penal que incide en la libertad de expresión conduce a su invalidación on its face, en abstracto, para todos los casos, beneficiando también a aquellos que realizan actos que no constituyen un ejercicio legítimo de la libertad de expresión, 17 lo cual constituye una consecuencia jurídica mucho más radical o activista (frente al legislador) que la inaplicación por la que abogaban los ministros de la minoría en el caso que comentamos.

En segundo lugar, mayoría y minoría difieren en su entendimiento de componentes básicos de la democracia liberal constitucional, evidenciando, como he dicho más arriba, manejar una “lógica constitucional” muy distinta. Dos aspectos merecen ser subrayados. De entrada, se difiere respecto de la identidad de los titulares de pretensiones constitucionalmente relevantes. Si el voto minoritario, dentro de los parámetros habituales del individualismo ético, se refiere en todo momento a derechos de las personas, e interpreta las menciones constitucionales a la moral, y al orden y a la paz pública de modo que su trasfondo esté en todo caso constituido por los intereses y el bienestar de los individuos, 18 la mayoría menciona a la “nación” como sujeto de pretensiones constitucionalmente relevantes: se dice, por ejemplo, que “el sujeto pasivo” del delito previsto en el precepto impugnado es “la nación mexicana”, 19 o que el bien jurídico tutelado por el mismo es la “dignidad de la nación”, 20 bien jurídico al que posteriormente se atribuye un soporte constitucional explícito.

Pero sobre todo, mayoría y minoría divergen acerca de cómo opera el binomio conformado por derechos fundamentales y límites constitucionalmente legítimos a los mismos. De nuevo, la mayoría presenta oscilaciones apreciables. Así, por un lado, respecto de la cuestión fundamental de la fuente de los límites, la mayoría establece en principio que “es necesario que cualquier límite a un derecho constitucional esté apoyado en un precepto también del orden constitucional”. 21 La argumentación posterior, sin embargo, en lugar de confirmar la premisa de que los límites debe tener un fundamento constitucional expreso, en realidad los deriva de argumentos meramente analógicos, del hecho de que su imposición por ley no esté expresamente excluida, o de razonamientos técnicamente defectuosos.

Así, se sostiene que, si el artículo 3° de la Constitución establece que la educación impartida por el Estado debe fomentar –entre otras cosas–el amor a la patria, “resulta contraintuitivo que no pueda castigarse la acción de tratar irreverentemente a los símbolos patrios”, “si es que [éstos] son los símbolos que representan [aquélla]”. 22 Por otro lado, frente a una previsión como la del artículo 130, que impide a los ministros religiosos “agraviar, de cualquier forma, los símbolos patrios”, se precisa que “ello no significa, sin embargo, que otros sujetos no puedan tener la misma limitación, primero, porque [ni] el 130, párrafo segundo, inciso e) ni ningún otro artículo constitucional prohíben de forma expresa castigar a las conductas agraviantes o ultrajantes hacia los símbolos; segundo, porque el 130 no limita la prohibición sólo a los sacerdotes, y tercero, porque de un diverso precepto constitucional es posible desprender que el Constituyente sí buscó y quiso castigar ese tipo de actos”. 23 Por lo que se refiere a este “diverso precepto”, la sentencia se refiere al hecho de que el artículo 73 permita al Congreso en su fracción XXIX-B “legislar sobre las características y uso de la bandera, escudo e himno nacionales”, y en su fracción XXI le permita emitir legislación penal: “[d]e la conjunción de ambas reglas”, sostiene la sentencia, “se sigue que uno de los mecanismos de protección de los símbolos patrios es el establecimiento de tipos penales que castiguen las acciones ultrajantes en su contra”. 24 De este modo, un argumento a fortiori, uno a pari en una dirección contra-libertad y una variante de la llamada falacia de la composición, 25 suplementados por la transcripción de parte del proceso legislativo correspondiente a la reforma constitucional que en 1965 otorgó al Congreso la facultad de legislar sobre las características y uso de los símbolos patrios, 26 llevan a los ministros que integraron la mayoría a concluir que “sí hay una atribución constitucional del Estado a exigir de los gobernados el respeto a los símbolos patrios; esto encuadra perfectamente en las limitaciones válidas al derecho de libertad de expresión: proscribir de su protección las manifestaciones de ideas que ataquen valores custodiados por el propio constituyente”. 27

El voto de minoría desarrolla una alternativa de interpretación constitucional que representa un contrapunto preciso respecto de cada uno de los argumentos anteriores, para cuyos detalles nos remitimos a la lectura directa del voto. 28 En su contexto, las disposiciones constitucionales citadas no admiten ni el contenido que la mayoría les otorga ni el tipo de combinación de la que la sentencia deriva el imperativo de protección a los símbolos patrios. Desde la lectura realizada por la minoría, la idea de que el necesario respeto a los símbolos patrios es un límite específico a la libertad de expresión, derivado del texto constitucional mismo, no tiene cabida. No existe, pues, desde esta perspectiva, particularidad alguna en la Constitución mexicana que imponga una solución concreta al problema constitucional enfrentado y que nos diferencie de otros países. 29

Finalmente, mayoría y minoría difieren acerca de cómo se resuelve la interacción entre derechos y límites en los casos concretos de conflicto. La minoría sostiene que, en los casos en que es claro que existen límites insoslayables, el legislador debe en todo caso ponderar y compatibilizar tanto las exigencias derivadas de los mismos como las exigencias derivadas de la necesidad de garantizar el derecho. De ahí que se destaque que toda actuación legislativa que efectúe una limitación a los derechos de libre expresión e imprenta con la pretensión de concretar los límites constitucionales a los mismos deba ser escrupulosamente necesaria, proporcional y congruente con la exigencia de salvaguardaren todo caso el carácter supralegal de tales libertades, en especial cuando el instrumento que se usa es el derecho penal –que en una democracia liberal es siempre un instrumento de ultima ratio–. 30

La mayoría prescinde, por el contrario, del escenario de balance o ponderación tan caro a la teoría y la práctica de la jurisdicción constitucional en materia de derechos fundamentales para adoptar un esquema estrictamente bivalente en cuyo marco el equilibrio no es necesario porque sólo un elemento resulta relevante para la decisión final. Si se concluye que algo particular opera como límite a un derecho, ello anula todo espacio para el ejercicio del mismo: “si este es el bien jurídico protegido –la dignidad de la nación–, resulta necesario precisar si encuentra fundamento constitucional, pues, si éste existe, tendrá que admitirse forzosamente que se tratará de un límite a la libertad de expresión. En efecto: ante dos normas de igual rango, pertenecientes ambas a la Constitución, debe entenderse que si una concede cierto derecho y el otro lo limita, éste constituye un caso de excepción del primero”. 31 De ahí que la elección del instrumento mediante el cual se harán valer los límites pueda realizarse dentro de un margen amplio: “si la protección de los símbolos patrios está reconocida en la Constitución, deviene un límite a la libertad de expresión. Se podrá manifestar ideas contrarias a ellos, pero no injurias, insultos. El Estado, entonces, puede adoptar medidas de contención de esa clase de conductas, entre las que se cuentan las legislativas, que pueden ir desde el establecimiento de faltas administrativas hasta la creación de tipos penales”. 32

En conclusión, resulta evidente que en la sentencia y el voto de minoría que derivaron del amparo promovido por el señor Witz se confrontan dos entendimientos de la libertad de expresión –uno más estructural, ampliamente enraizado en la concepción dominante en la jurisprudencia internacional en materia de derechos humanos, y uno marcadamente tributario de las particularidades con las que la tradición jurídico-política mayoritaria en el país modula el entendimiento de las libertades individuales–, cuya expresión jurídica queda estrechamente entrelazada con visiones distintas de la jurisdicción constitucional en materia de derechos fundamentales en México.

Cass Sunstein ha señalado recientemente que una de las ironías que se proyectan sobre el papel jugado en los Estados Unidos por la famosa decisión del caso Roe v. Wade es que la misma ha desmovilizado al movimiento pro-mujeres en el país y ha contribuido a radicalizar y reforzar la influencia de los movimientos anti-abortistas. 33 Me gustaría pensar que el caso Witz, que en todo caso ya ha servido para animar uno de los muchos debates constitucionales que tenemos pendientes pero que ahora mismo representa lo contrario a lo que representó Roe en su momento, tendrá el irónico efecto de reforzar a medio o largo plazo la salud y la vigencia efectiva de la libertad de expresión en este país.

Notas

1 Amparo en revisión 2676/2003 (quejoso: Sergio Hernán Witz Rodríguez), fallado por la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación el 5 de octubre de 2005. La sentencia negó el amparo al quejoso con los votos de los Ministros José de Jesús Gudiño Pelayo, Olga Sánchez-Cordero de García-Villegas y Sergio A. Valls Hernández. Los Ministros José Ramón Cossío Díaz (que había sido el ponente del proyecto inicialmente sometido a la consideración de la Sala, y que proponía amparar al quejoso) y Juan N. Silva Meza formularon el voto de minoría que esta revista publica en anexo.

2 Vid. Smith v. Goguen, 415 US 566 (1974); Johnson v Texas, 491 US 397 (1989); U. S. v. Eichman, 496 US 310 (1990); U. S. v. O’Brien, 391 US 367 (1968); R. V. A. v. City of St. Paul, 505 US 377 (1992).

3 Pablo Salvador, El derecho de la libertad, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1993, págs. 11-12.

4 El artículo 6° establece que “[l]a manifestación de las ideas no será objeto de ninguna inquisición judicial o administrativa, sino en el caso de que ataque a la moral, los derechos de tercero, provoque algún delito, o perturbe el orden público; el derecho a la información será garantizado por el Estado”, y el 7° que “[e]s inviolable la libertad de escribir y publicar escritos sobre cualquier materia. Ninguna ley ni autoridad puede establecer la previa censura, ni exigir fianza a los autores o impresores, ni coartar la libertad de imprenta, que no tiene más límites que el respeto a la vida privada, a la moral y a la paz pública. En ningún caso podrá secuestrarse la imprenta como instrumento del delito (…)”. El derecho a la libertad de expresión es también consagrado, en una formulación más fluida, en el artículo 13 de la Convención Americana de Derechos Humanos, que es derecho vigente en México. Para una aproximación a la jurisprudencia interamericana en la materia, véase, de Juan Navarrete Monasterio, “La libertad de expresión en el sistema interamericano”, en El Sistema Interamericano de Protección de los Derechos Humanos: su jurisprudencia sobre debido proceso, DESC, libertad personal y libertad de expresión. Tomo II, Instituto Interamericano de Derechos Humanos, San José, Costa Rica, 2004. Desde el año 1997, el sistema americano goza de una Relatoría Especial para la Libertad de Expresión, inserta en la estructura de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que monitorea la situación de este derecho en la región; al respeto, véase Libertad de expresión en las Américas. Los cinco primeros informes de la Relatoría para la Libertad de Expresión, Instituto Interamericano de Derechos Humanos, San José, Costa Rica, 2003.

5 Versión estenográfica de la sesión de la Primera Sala de 5 de octubre de 2005.

6 Pág. 94 de la resolución (negritas en el original).

7 Recordemos que el artículo 191 tipifica el ultraje no solamente a la bandera sino también al escudo nacional, y que se refiere al ultraje de obra, no solamente al ultraje de palabra.

8 Pág. 127 de la resolución (cursivas en el original).

9 Ibid., pág. 128.

10 Ibid., págs. 128-129.

11 Infra, págs. 216-217.

12 Se estaría haciendo, si uno toma en consideración la necesaria vocación de permanencia que deben tener las decisiones jurisdiccionales —implícita en la idea de jurisprudencia— la declaración de inconstitucionalidad de la ley en tanto aplicada a un determinado caso genérico.

13 Págs. 128-129 de la resolución.

14 Idem.

15 Idem.

16 Infra, págs. 215-216.

17 Víctor Ferreres, El principio de taxatividad en materia penal y el valor normativo de la jurisprudencia, Civitas, Madrid, 2002, págs. 103-113.

18 Infra, págs. 206-211.

19 Pág. 95 de la resolución.

20 Idem.

21 Pág. 99. En el mismo sentido, págs. 125, 126 y 127

22 Ibid., pág. 99.

23 Ibid., pág. 100.

24 Ibid., pág. 101.

25 La mayoría fuerza en este punto una disyunción incluyente dándole efectos de conjunción. Doy las gracias a Roberto Lara Chagoyán por ayudarme a encuadrar esta falacia y en general por los comentarios que hizo a este escrito.

26 Págs. 102-123 de la sentencia

27 Ibid., págs. 123-124. Más radicalmente, en la página 127 se sostiene que la constitución no sólo permite sino que obliga a emitir regulación sancionadora en materia de símbolos patrios. Así, se sostiene que si en otros sistemas jurídicos los tribunales constitucionales han declarado inconstitucionales normas como la analizada en el caso es porque “en sus respectivas constituciones no se encuentra, como en la nuestra, un mandato expreso sobre la necesidad de salvaguardar semejantes emblemas de acciones ultrajantes, que ameritan ser castigadas”; además, se añade, los criterios de dichos tribunales se refieren a la noción de vaguedad en la descripción de la conducta prohibida y/o la falta de proporcionalidad de la pena impuesta, extremos que, como hemos destacado más arriba, la mayoría no considera constitucionalmente problemáticos respecto del artículo 191 del Código penal Federal. En la página 130 se reitera este aspecto al afirmarse que “quien ultraja al otro, no puede tener como respaldo la libertad de expresión que establece la Constitución, pues ésta, suma de los derechos y límite de los deberes [sic], no autoriza a nadie a ultrajar y menos cuando la propia Carta Magna protege de forma tan específica a ciertos entes”.

28 Infra, págs. 212-214.

29 Véase la nota 27.

30 Infra, págs. 205, 206, 215, 216.

31 Pág. 95 de la resolución (los subrayados son nuestros).

32 Ibid., págs. 125-126.

33 Cass Sunstein, Radicals in Robes. Why Extreme Right-Wing Courts are Wrong for America, Basic Books, Nueva York, 2005, págs. 104-105.

Notas de autor

* Ponencia del Ministro José Ramón Cossío Díaz, Suprema Corte de Justicia de la Nación. Deseo subrayar que suscribo este escrito a título estrictamente personal; las opiniones vertidas en el mismo no comprometen en ningún caso una posición institucional. Agradezco a Miguel Bonilla López su disposición a discutir conmigo el asunto que esta nota comenta, en el transcurso de un intercambio de documentos que enriqueció enormemente mi entendimiento del mismo.