Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 24, 2006
Instituto Tecnológico Autónomo de México
Francesco Rimoli**
**Universidad de Teramo, Italia
Recibido: 20 Noviembre 2005
Aceptado: 24 Noviembre 2005
I. La contingencia
Hoy, mucho más que en pasado, la Laicidad es un término con muchos sentidos, rico de significados complejos y de intención semántica. Antiguamente, definido en su distinción del clericus, el laico es el que sabe comenzar toda búsqueda de sentido, desde las preguntas, sin llegar a conocer (mucho menos a priori) respuestas que no sean provisorias. Esto significa que el laico sabe que, en la mejor de las hipótesis, a través de la investigación personal y sobre todo con el diálogo, es posible alcanzar verdades efímeras, resultados provisionales, en los que la únicas certezas son la duda y la necesidad de continuar con la investigación. Y, en esto, tal vez, queda un eco de la distinción originaria, pero parcialmente invertida: se podría decir que el clérigo (si prescindimos de su pertenencia formal a una organización eclesiástica) es el que parte de respuestas, reveladas o heterónomas, para cuya justificación se plantea preguntas. 1
Surge de inmediato un rasgo de la laicidad que con frecuencia queda oculto en el uso corriente del concepto: incluso antes de ser un concepto jurídico-institucional o un dato político-cultural, la laicidad puede estar referida a una condición existencial, ideológicamente y psicológicamente definida en el plano individual, que encuentra su proyección ética en el relativismo axiológico, y su expresión política más coherente primero en el liberalismo y, después, en las diferentes hipótesis teóricas de la democracia pluralista. 2 En otros términos, su significado no se agota en la mera contraposición laico/católico, que históricamente ha adoptado (y sigue adoptando) relevancia primaria en el contexto social y político occidental, particularmente en Italia: el concepto de la laicidad, si se configura correctamente en sus términos más comprensivos, en cambio, es un concepto que tiende a incluir no sólo los filones inherentes al fenómeno religioso, sino todo lo que se refiere a las actividades humanas del conocimiento, imponiendo una orientación pluralista en la política del poder democrático que abarca los campos más diversos del saber, desde la investigación científica hasta la expresión artística, desde la enseñanza pública hasta el uso de las nuevas y viejas tecnologías de la comunicación. 3 De aquí, además, se desprende la continuidad dimensional entre el nivel de la conciencia y de la libertad individual, el nivel asociativo-comunitario, y el institucional-estatal que siempre configura el momento más completo de realización de la idea de laicidad. 4
Obviamente una acepción tan extensiva tiende per sé a la más amplia dispersión y convierte al pensamiento laico en objeto de continuas y contradictorias críticas que lo acusan, en ocasiones, de jugar el papel de doncella de un relativismo moral con venalidades nihilistas y, en otras, de ser una insidiosa y velada forma de ideología autoritaria, absolutista, autocontradictoria, también sostenida por un conformismo politically correct. 5 La inconsistencia de las dos impugnaciones es evidente, y se podría decir que la coexistencia de ambas tesis es la prueba: ante la primera, tenemos que la intrínseca pluralidad axiológica del modelo laico, que se conecta íntimamente a la dimensión política pluralista, es en sí opción positiva, que niega cualquier posible resultado nihilista y reafirma su propia eticidad y, sin embargo, no se autocontradice, sino que se refuerza al colocarse como lugar de todas las opciones de valor posibles (esto es, de todas las instancias sociales posibles), es decir, como momento esencial del modelo pluralista, correctamente entendido en su función integradora. 6 La segunda crítica, se niega pensando en el carácter necesariamente “dubitativo” de la ética laica, que no puede imponer valores absolutos, por el simple hecho de que no puede reconocerlos: y esto justifica su resistencia ante los que, convencidos de tenerlos, quieran, a su vez, imponérselos. En esto no existe ninguna contradicción, salvo la que puede expresarse en la idea de “neutralidad activa”: locución que, con un osímoro sólo aparente, define íntegramente, tanto al nivel individual como, sobre todo, en el nivel institucional, el papel de garantía que deberían llevar a cabo los poderes públicos en el estado democrático pluralista.
En ello la idea de la laicidad se libera definitivamente de sus orígenes históricos, que se refieren, primero, a las luchas religiosas en la Europa de la primera modernidad y, después, a la temperie ilustrada y, al final, se convirtió en momento de definición de sentido de la postmodernidad, y se orientó hacia una concepción no cognotivista en el plano ético y pluralista en el plano político, según un criterio de relativización epistémica que reniega de toda dimensión aletica en las elecciones morales. 7 Así, esta idea se convirtió, más bien, en la antítesis del modelo totalitario, porque niega la posibilidad del conocimiento de una Verdad, pero reconoce –y de hecho facilita- el surgimiento de muchas verdades, antes las cuales la arena pública democrática debería desarrollar una función mayéutica. 8 De ello deriva también la incompatibilidad sustancial (y regresa la separación tradicional entre todo teísmo y el laicismo) entre la perspectiva laica, relativista sin ficción y si “debilidad”, y las perspectivas que, por el contrario, tienden a promover –y cada vez con mayor frecuencia a imponer– una concepción propia de la “vida buena”, traduciendo el imperativo moral, ideológicamente fundado de manera religiosa o política y vinculante para los “creyentes”, en imperativo jurídico, válido para todos.
La situación actual observa el problema de la yuxtaposición entre modelo laico y modelo dogmático en primer plano: dejando firme la imposibilidad de toda simplificación, derivada de la enorme variedad de significados que los dos términos ofrecen al observador, sin embargo, es posible individuar algunos aspectos singulares del debate de este inicio de milenio. Por un lado, una disputa viva y escapadiza (y tal vez inconcluyente) en torno a la “paternidad” cultural de uno de los pilares del constitucionalismo moderno; la tutela de un catálogo más o menos amplio de derechos humanos, entendidos como fundamentales: el razonar, no sólo desde la parte católica, de una dimensión universalizadora y explícitamente u ocultamente jusnaturalista de la naturaleza y del proceso histórico de la génesis de los derechos. 9 Ello con dos consecuencias posibles, cambiantes según el contexto: un intento de apropiación sincretista, por parte de la iglesia católica, de los paradigmas de la primera modernidad, que pasa por el reconocimiento de las culpas adquiridas en los siglos pasados (pero no de los errores recientes) 10 y, no obstante, acompañada por la beatificación del gran antimoderno Pio IX, y por la condena de la posmodernidad actual, en particular del relativismo hermenéutico y de las renovadas manifestaciones de laicismo (ante las cuales, además, se insiste en atribuirle al pensamiento cristiano el principio de separación entre Iglesia y Estado, a partir de un conocido y discutiblemente interpretado pasaje del Evangelio). 11
En el otro frente, sin embargo, también emerge una tendencia confusa que busca un punto de contacto y un diálogo entre el llamado “pensamiento débil” y la cultura religiosa, pero recuperada ésta desde un cristianismo “privado” y desconstruido, fundado en el mensaje evangélico del amor universal y de la caritas y no en la dimensión institucional de los aparatos eclesiásticos y del magisterio de los pontífices. 12 Un cristianismo basado en una cauta reafirmación de anticlericalismo, entendido como “visión política y no epistemológica o metafísica”, o sea, como la “idea de que las instituciones eclesiásticas, a pesar de todo el bien que hacen, a pesar de todo el consuelo que ofrecen a las necesidades y a los desesperados, son peligrosas para la salud de las sociedades democráticas” y que, sin embargo, recupera la idea de que “no podemos no decirnos cristianos” porque “en el mundo en el que Dios ha muerto disueltas las metahistorias y, por fortuna, desmitificadas las autoridades y los conocimientos ‘objetivos’– nuestra única posibilidad de supervivencia humana depende del precepto cristiano de la caridad". 13 Existe además una tercera tendencia, que se desarrolla en un plano mucho más prosaico, orientada a buscar convergencias políticas para objetivos estratégicos, pero que también se (auto)considera fundada en el pensamiento laico (constantemente contradicho) y en el auspicio de recuperar una “religión civil”, capaz de hacer compatible y cooperativa la relación entre un poder estatal mayoritario y no relativista y el poder eclesiástico (limitado, parece, a las jerarquías vaticanas); entendida, por lo tanto, como momento de integración de identidad histórico-cultural. 14 Pero la religión civil, que seculariza los paradigmas de las religiones trascendentes, sacralizando sus propias manifestaciones, deriva fácilmente en el nacionalismo y en el totalitarismo, y constituye, per sé, una patente antítesis del relativismo del pensamiento laico. 15 Es un nihilismo posmoderno entendido como “verdad actual del cristianismo” 16 que, aún en su intento por separar el mensaje evangélico de lo obsoleto de su inserción en la institución eclesiástica, sigue siendo el fruto de una lectura muy alejada, sino es que antitética, de la que reali- zan obstinadamente las jerarquías católicas del mismo modelo religioso y que enfrentan, casi como si se tratara de nuevas herejías, tanto a las convergencias antidogmáticas que provienen del área laica, como a las concesiones de cierta teología que parten de la hipótesis de un vivir etsi Deus non daretur, formulada por Bonhoeffer. 17 Esto es comprensible, al tratarse de un valor veraz y exclusivo, ontológicamente comprendido, en toda religión revelada: lo que no excluye formas de búsqueda que incluyan una dimensión histórico-diacrónica (que no son diferentes de la que caracteriza al espíritu laico), pero vincula al cristiano y, sobre todo al católico, al magisterio de una Iglesia orientada a una “diaconía a la verdad”. 18 Esto entra en conflicto con el paradigma discursivo de la democracia procedimental, que tiende más bien a la relativizar y a poner en contexto las diferentes opciones, encontrando su único límite en la necesaria reversibilidad de las mismas: 19 mientras las desviaciones fundamentalistas, propias de toda pretensión de verdad absoluta, hacen casi imposible el objetivo de una integración armónica de las diferentes instancias. Es lo que sucede desde hace algún tiempo, y particularmente después de los atentados del 2001, en los Estados Unidos, en donde un amplio proceso de despertar hacia la religión, se acompaña por un neofundamentalismo que está transformando el tejido social y comprometiendo la positiva y peculiar experiencia del melting pot, y ha llegado a invadir las decisiones superiores, condicionando en sentido agresivo y beligerante toda la política planetaria. Este caso debe hacernos reflexionar sobre la importancia que tiene la religión, todavía, en el contexto de sociedades aparentemente secularizadas 20 y sobre todo debe tenerlo en cuenta el jurista que enfrente el problema de la dimensión institucional de la laicidad estatal en el contexto cada vez más multiétnico y pluralista de la sociedad global.
2. El dato constitucional
El principio de la laicidad no está expresamente garantizado por la Constitución italiana de 1948, aunque ya no se menciona a la religión católica como religión de Estado, como lo hacía el Art. 1 del Estatuto Albertino de 1948, que colocaba a los otros cultos como “tolerados de conformidad con las leyes”. 21 La Carta republicana garantiza en el plano individual el ejercicio de la libertad religiosa, con el único límite de la prohibición de ritos contrarios a las buenas costumbres (Art. 19), y con la obvia aplicación del principio de igualdad al fenómeno religioso (Art. 3 y Art. 20). Y, sin embargo, la influencia de las fuerzas católicas en la Asamblea constituyente fue muy relevante y permitió, con el beneplácito de las izquierdas, la aprobación de las normas contenidas en los artículos 7 y 8 que establecen una clara disparidad de trato entre la Iglesia católica (que se encuentra definida en el propio ordenamiento, al igual que el estado, como “independiente y soberana”) y las demás confesiones (que deben regular sus relaciones con el Estado mediante acuerdos acompañados por leyes ordinarias). 22 El artículo 7, como es sabido, se refiere a los Pactos lateranensi del 11 de febrero de 1929, promovidos por Mussolini para concluir la cuestión romana y contar con el apoyo de los católicos. 23 Los Pactos son la fuente que disciplina las relaciones entre el Estado y la Iglesia católica, 24 pero constitucionaliza un amplio “principio concordotario” y un peculiar procedimiento de modificación de los Pactos que se aplica mediante el Acuerdo de revisión del 18 de febrero de 1984, y la sucesiva ley n. 121 de 1985, que lo ratifica: ahí se afirma (Art. 9, 2) que la República reconoce “el valor de la cultura religiosa” y que toma en cuenta “que los principios del catolicismo forman parte del patrimonio histórico del pueblo italiano”. Más adelante, en un Protocolo adicional, se afirma, finalmente de manera explícita, que “ya no se considera en vigor el principio, originalmente invocado por los Pactos lateranensi, de la religión católica como la única religión del Estado” (punto I).
De hecho, el Acuerdo de 1984 puso en marcha una serie de transformaciones para el arreglo concreto del Estado laico: numerosos acuerdos fueron progresivamente establecidos con diversas confesiones religiosas sobre la base del Art. 8 Const., 25 y, sobre todo, de la destacada sentencia n. 203 de 1989 de la Corte Constitucional, que ha influido en muchas otras decisiones, 26 e individualizó el principio de laicidad como principio supremo y, por tanto, en sí, inmodificable. Dicho principio, en su primera reformulación, reclama como su propio fundamento constitucional a los artículos 2, 3, 7, 8, 19 y 20 de la Carta e implica la “no indiferencia del Estado ante las religiones, pero la garantía del Estado para la salvaguarda de la libertad de religión, en un régimen de pluralismo confesional y cultural”; en pronunciamientos más recientes, sin embargo, el mismo principio se declina como “neutralidad del Estado en materia religiosa” 27 y “equidistancia e imparcialidad de la legislación respecto de todas las confesiones religiosas”. 28 Aunque ha sido fuertemente evolutiva, la jurisprudencia de la Corte ha dejado abiertas incertidumbres significativas cada vez que la decisión puede incidir sobre intereses concretos de la Iglesia católica: así, por ejemplo, en materia de enseñanza de la religión católica, 29 o, de reciente, sobre la exposición del crucifijo en las aulas escolares de las instituciones públicas. 30 Por otro lado, el mismo principio ha influido, con resultados diferentes, en decisiones importantes del Consejo de Estado y de la Corte de casación. 31
La situación italiana actual, caracterizada desde hace algunos años, al menos en el plano legislativo, por un neto favor institucional hacia la religión mayoritaria, parece poco propicia para una progresiva realización del principio afirmado (en línea abstracta) por el juez constitucional. Y esto sucede justo en el momento en el que la creciente heterogeneidad producida por el fenómeno de la inmigración y por la propia globalización (en sus más diversos aspectos) impondría la adopción de una directriz extremamente inclusiva en el plano de las políticas sociales y una, igualmente amplia, acepción de la laicidad. Más bien, el con-texto parece desarrollarse hacia una combinación peligrosa de diversas contraposiciones: a las divergencias tradicionales, como la que existe entre laicos y católicos, que desde hace algún tiempo parece más significativa que la que existe entre derecha e izquierda, al menos sobre ciertos temas ético-políticos, 32 o la que existe entre católicos y miembros de otras confesiones; se agregan una divergencia entre laicos no creyentes (ateos, agnósticos) y creyentes (en ocasiones inclines a una “privatización” de su propia dimensión religiosa); entre sedicentes “laicos” que por convicción o por conveniencia se colocan como dialogantes (y que sostienen tesis más apreciadas por las jerarquías vaticanas que las sostenidas por muchos católicos) 33 y “laicistas” anticlericales 34 irreductibles y; sobre todo, la más devastadora, que encuentra en la dimensión opositora, exclusiva y conflictiva del fundamentalismo religioso, el componente identitario de sí mismo y de su propia pertenencia comunitaria, de matriz católica, judía o islámica. 35
3. En una sociedad que cambia
Todo ello, en una fase de enormes transformaciones sociales como la actual, amenaza con hacer que las instituciones democráticas sean cada vez menos capaces de realizar su función primaria, que es la de la integración: si el polémico multiculturalismo se resuelve en una inopinada parcelización del tejido social, en una ghettización multiplicadora de separaciones y de contraposiciones conflictivas, en una obtusa exaltación de la identidad de adscripción a comunidades armadas unas en contra de la otras, el resultado será la disgregación y la devastación de las estructuras mínimas de la convivencia. 36 Además, una lectura equilibrada de las tesis comunitaristas no conduce a esas consecuencias: el sentimiento de pertenencia, fundado en una valoración adecuada de la dimensión histórico-identitaria del grupo, no puede por sí mismo excluir la aproximación dialogante, la orientación hacia el entendimiento de las diferentes comunidades, y una disponibilidad hacia la integración armónica en un contexto unitario. 37 Y, sin embargo, hic sunt leones: en este punto, vuelve a plantearse, en toda su dimensión irresoluble, la verdadera antítesis entre espíritu laico, que parte de la tolerancia para llegar a la integración, reconociendo la legitimidad de todas las instancias porque relativiza, en el plano axiológico, todos los contenidos; y el espíritu dogmático, que se coloca como depositario e interprete de un sentido y de un contenido alético del existir, difícil de mediar y, como quiera que sea, proclive a dimensiones exclusivas, en tanto absolutas.
Debería, entonces, ser todavía más claro el significado de las primeras observaciones aquí realizadas: la laicidad tiende a la totalidad (no al totalitarismo), porque se coloca, antes que nada, como método de conocimiento en el plano individual y, mediante los procedimientos discursivos, como método de decisión democrática en la arena pública: el Estado laico opera en todo contexto en el que se realicen elecciones de valor, o sea en todo campo de lo “político”. De ahí la conexión indisoluble entre laicidad, pluralidad y pluralismo integrador; de aquí, también, la extensión del método de la laicidad a un contexto mucho más amplio, en el que el hecho religioso representa un aspecto relevante en el plano social y emblemático en el nivel conceptual, pero no es el único. A la par del aspecto religioso, el modelo laico puede (y debe) influir en las elecciones de todo sector en el que la dimensión valorativa sea preeminente: en los campos cultural, artístico, científico y en todo lo que deriva de ellos. Con una diferencia fundamental respecto de todo modelo religioso: no puede existir una “religión laica”, porque no podría adoptar contenidos absolutos, ya que encuentra consistencia en la inclusión (no en la exclusión) de toda verdad posible y en toda acción orientada a garantizar la permanencia del carácter inclusivo del sistema. El Estado laico no puede, entonces, optar por contenidos determinados, y tiene que mantenerse como una forma capaz de abarcar al máximo número de instancias posibles provenientes de la sociedad: actúa, en todo caso, como límite a la expansión transgresiva de una instancia sobre las otras, no como soporte de dicha trasgresión y, por ende, como reequilibrador, neutral pero activo, de las desigualdades sustanciales presentes en las dinámicas concretas de la evolución social y política.
Naturalmente, y para calarse en un contexto un poco más concreto, al poder político le sigue correspondiendo una tarea elemental, íntimamente vinculada con las funciones primarias de la institución estatal y del propio fenómeno jurídico: más allá de las opciones singulares, una de las precondiciones esenciales para la expresión de las propias opciones, es la tutela de la convivencia pacífica, garantizada ante las agresiones internas o externas. Los dramáticos acontecimientos con los que ha iniciado el milenio, desde los atentados de Nueva York, de Madrid y de Londres, hasta aquellos, diferentes en contexto pero no menos graves, de Belsan, otorgan una enorme relevancia al problema del diálogo y de la convivencia, tanto en la dimensión global como en la local: la respuesta no puede ser sólo aquella, por desgracia cada vez más frecuente, de la limitación de las libertades individuales, del uso de instrumentos de investigación ilícitos y ocultos o, en el extremo, de intervenciones militares en contra de una serie de Estados arbitrariamente identificados como rogue states por las potencias hegemónicas, siguiendo la lógica de una ideología hiperoccidentalizante, también fundamentalista, como la de muchos teocons (ala religiosa del área neoconservadora) presente en el actual establishment estadounidense. 38 De esta forma, las democracias constitucionales son agredidas en su esencia más profunda por quienes deberían tutelarlas. 39 Esto en un contexto en el que el factor religioso, en su versión más radical, si bien utilizado instrumentalmente para la construcción demagógica del consenso, asume un vigor renovado. Así las cosas, el modelo del Estado laico occidental puede ser, de nueva cuenta, un elemento precioso para frenar una tendencia peligrosísima que conduce hacia formas típicas de un irracionalismo de fe, que desemboca en la construcción de ejércitos enfrentados; es decir, hacia la antítesis de la sociedad del diálogo. Descantear el factor identitario y excluyente, ligado a la pertenencia religiosa, parece ser la única ruta posible en las sociedades multiétnicas, para permitir el reconocimiento recíproco de afinidades y no de diferencias, de opciones axiológicas y éticas comunes, aunque sean mínimas y, finalmente, para crear la unidad en la diversidad que debería ser el objetivo último de la integración democrática.
Para hacer todo esto, el Estado laico no puede, en particular en ámbito religioso, permitir que las instancias que tienen a la exclusión mutua ocupen los espacios de la confrontación pública y de las instituciones, entendidos éstos en el sentido más concreto de su dimensión física. En esa perspectiva, la disputa sobre el uso de los símbolos es obviamente significativa: más allá de toda sincera profesión de buena voluntad ecuménica, la naturaleza íntimamente totalizadora de las religiones reveladas les confiere un rasgo inevitable de exclusividad, del que no puede dar cuenta ningún Estado que pretenda ser el espacio de confrontación de todas las instancias. Los lugares físicos en los que se desarrolla la vida de las instituciones públicas tienen, per sé, un valor simbólico y todo lo que se encuentra en ellos se reviste de autoridad por ese solo hecho. Es obvio que las únicas dos soluciones posibles, para un estado modelado sobre la democracia pluralista, y, por lo tanto, sobre el respeto del principio de igualdad formal o sustancial, son: una equiparación “hacia lo alto”, o sea, hacia el reconocimiento en sentido “aditivo” de todas las exigencias provenientes de la sociedad; o bien, una equiparación en sentido opuesto, es decir, una neta separación entre la esfera pública y la esfera privada (individual o asociativa), en la que, a la tutela de la libertad, le corresponde una asimilación del fenómeno singular con el conjunto de las instancias que surgen de la sociedad. Esto no significa una homogeneización sumaria de las diversidades y de los rasgos peculiares de cada fenómeno social (cultural, religioso, artístico, político y así sucesivamente); significa que, sólo mediante una neutralidad efectiva de la institución pública, el Estado, podrá garantizar la explicación concreta de cada instancia, sosteniendo y promoviendo las expresiones más débiles ante las prevaricaciones de las instancias más fuertes (al menos mientras las primeras sigan siendo tales). De esta forma, en el uso de los símbolos, la solución prácticamente defendible sólo puede ser una: impedir la exposición de cualquier objeto de culto, en condiciones de absoluta paridad entre las diferentes confesiones, dentro de los espacios destinados al uso público, sin simulaciones instrumentales que intentan disimular el significado religioso de dichos símbolos (favoreciendo su significado histórico, por considerarlo más sostenible en la sociedad secularizada). Es claro que, más allá de la oportunidad política considerada en las decisiones jurisprudenciales recientes, la solución legislativa francesa es, en perspectiva, la más correcta: mientras la religión católica fue prácticamente la única confesión en el territorio italiano, la mera apelación al principio de laicidad, por más legítima que fuera, no constituía un factor de hecho suficiente para remover los numerosos privilegios que le eran reconocidos. El flujo de grupos organizados de diversas religiones (en primer lugar la islámica) plantea problemas que conocemos en sus formas y dimensiones y que no pueden enfrentarse con elecciones misoneístas, ni con preclusiones ideológicas que rayan en la xenofobia o en el racismo y que han ganado terreno con el argumento genérico pero constante de la lucha contra el terrorismo. 40
4. El reto multiétnico
De hecho, también en Italia, el problema se coloca más bien desde otra perspectiva: un exceso de garantía de tutela de un multiculturalismo entendido como garantía de diversidad, puede transformarse en una inopinada petrificación de las oposiciones ideológicas y de los integralismos, políticos y religiosos; en un enfrentamiento definitivo entre verdades absolutas que es lo opuesto de la elección dialógica y de la búsqueda discursiva, no de la verdad (que para el laico relativista no existe o no es alcanzable en cuanto tal), sino de la decisión intersubjetivamente reconocible, hic et nunc, como ‘justa’. En ese sentido, por ejemplo, el peligro de una cierta interpretación de la libertad de educar y de formar, que invoca un derecho absoluto de las familias para escoger la escuela ideológicamente más afín a sus convicciones de vida, incluso solicitando apoyo económico, directo o indirecto, del Estado (en clara evasión de lo establecido por el Art. 33. 3 constitucional), es evidente. Las escuelas no estatales de tipo confesional tienden inevitablemente a la separación, a convertirse en universos autoreferenciales respecto de la sociedad civil. La creación y la multiplicación de nuevos ghettos, a veces dorados, pero cada vez más des-integrados del contexto, son uno de los peores riesgos para la democracia pluralista y, desafortunadamente, son uno de los resultados más frecuentes de los grandes
procesos migratorios, en particular en los centros metropolitanos. 41 En este sentido, el principio de laicidad de las instituciones y de las funciones públicas, entendido en el sentido más amplio, se convierte en el instrumento primario de una integración armónica de la sociedad multiétnica, la línea mediana del pluralismo integrador: la garantía efectiva de la libertad religiosa que comprende la fe (cada fe) del creyente, pero también la duda del agnóstico y la fe negativa del ateo, se amplía para tutelar la libertad de conciencia, en el papel que el Estado pluralista, de manera residual, pero indefectible e insustituible, debe desempeñar para formar ciudadanos dispuestos al desencuentro y al encuentro, conscientes de sí y de su propia identidad histórico-cultural, pero inclinados hacia el acuerdo, en el sentido habermasiano.
A este respecto faltan por resolverse muchas cuestiones que se han planteado en sede jurisprudencial y, aún antes, en sede legislativa: el criterio fundamental para las medidas legislativas deber ser, desde una perspectiva liberal, otorgar prioridad a las modalidades deónticas débiles (facultad o permiso) sobre las modalidades fuertes (obligación o prohibición). Esto, por lo menos, mientras no se trate de tutelar bienes primarios amenazados por comportamientos individuales. Se trata, sobre todo, de materializar el principio sostenido por la Corte Constitucional para operar una igualdad entre las diferentes instancias en sentido reductivo; aplicando el único principio sostenible para el uso de símbolos de pertenencia, sobre todo, cuando su ostentación termina por convertirse en afirmación de pertenencias exclusivas y de irredimible diferenciación respecto del otro. En otras palabras, en las áreas públicas, la neutralidad activa non sólo es un derecho de cada ciudadano con relación a los otros, sino que es un deber del Estado pluralista: la neta distinción entre éste y las Iglesias, fundadas sobre ideologías religiosas o políticas, es un presupuesto indispensable del pluralismo integrador que busca identificar y construir valores comunes e intersubjetivamente reconocidos, en vez de exaltar y reforzar identidades separatistas. Esto debería dar la respuesta para los hard cases de la laicidad aplicada, negando legitimidad a la exposición de símbolos religiosos (que son tales independientemente de su significado histórico) en los lugares institucionales, rechazando el uso de indumentos simbólicos por parte de los funcionarios públicos y de los ciudadanos cuando ello implique peligro para el orden público material o para los bienes primarios del individuo, como sucede con las prácticas de escisión promovidas por algunas fe o con la circuncisión impuesta por el credo judío. 42 Esto también debería auspiciar una sustancial abstención del Estado laico hacia el fenómeno religioso que, en perspectiva, no debe entenderse como una devaluación social y cultural del mismo, sino como su asimilación a las otras manifestaciones de lo humano que, con igual dignidad, emergen de las instancias heterogéneas de tejidos sociales cada vez más complejos, sin justificar tutelas particulares: 43 el factor religioso, históricamente, ha sido elemento de una fuerte cohesión comunitaria, pero también devastador momento de conflicto, intento de prevaricación de cada comunidad sobre las otras, así como instrumento de adquisición y consolidación de identidades, individuales y colectivas.
El reconocimiento del Estado laico y pluralista debe ser, sobre todo, reconocimiento (y generación) de afinidades, y no de diversidades. Es integrador precisamente porque sabe arrinconar lo que divide para poner en evidencia y cultivar lo que une: por eso no puede hacer propias opciones éticas exclusivas ni favorecer a sujetos que conviertan su propia identidad en factor de distinción y separación, en perjuicio de otros. 44 Desde esta perspectiva, obviamente, el propio modelo concordotario, previsto por los artículos 7 y 8 de la constitución, debe considerarse incongruente con una plena realización del principio de laicidad, además de discriminatorio, por ser producto, al menos en parte, de decisiones adoptadas por el régimen fascista. Cierto, promover una modificación de dichas disposiciones constitucionales en el contexto político italiano actual sería, por lo menos, ingenuo; pero el problema de la neutralidad ética del Estado resurge con fuerza en el debate cotidiano sobre temas como la escuela, la bioética, la investigación en general; también se coloca con renovado vigor en el proceso de construcción de la identidad supranacional europea, en el que las jerarquías vaticanas han presionado obstinadamente para incluir una referencia a las raíces cristianas en el preámbulo del Tratado que instituye una Constitución para Europa (suscrito en Roma el 29 de octubre de 2004 y en proceso de ratificación por los países miembros de la Unión), sin lograr resultados concretos. 45 En ese sentido, es obvio que la institución europea, sobre todo en la fase actual de ampliación de su estructura y de expansión incontrolable de flujos migratorios (del exterior y al interior), no podrá permitirse ninguna identificación con una dimensión religiosa específica. Incluso dejando de lado los problemas que traería el eventual ingreso de la Turquía musulmana en la Unión, el innegable peso histórico de la religión cristiana (o, mejor, de las religiones cristianas) en la historia del continente y de las sanguinarias luchas que la han acompañado, favorece la afirmación de un claro principio de laicidad que surgió, precisamente, de dichas laceraciones y la neutralidad absoluta de la Unión y rechaza la perdurable referencia a una tradición que, per sé, no impone ninguna continuidad.
La laicidad se funda en la conciencia histórica del conflicto potencial que genera la perspectiva absolutista de toda fe, así como toda pertenencia exclusiva, y sobre la confianza en que el único camino para la integración es el diálogo de la democracia discursiva: en el contexto de la construcción europea, en el que la desnacionalización y la construcción de una nueva ciudadanía supranacional se contaminan, cada vez más, con sobresaltos localistas potencialmente disgregadores, el principio de la laicidad y de la neutralidad activa de las instituciones comunes será, todavía, más fundamental. En el momento en el que etnias, lenguas, culturas, nacionalidades y religiones diversas, profundamente enraizadas en Europa, más que en los Estados norteamericanos que nacieron a finales del siglo XVIII, están realmente obligadas a integrarse; lograr exaltar las afinidades y reducir las diferencias, para construir una identidad minimalista, pero fuerte y homogénea, es el presupuesto indispensable para la existencia misma del nuevo sujeto. 46 Los obstáculos al proceso de integración supranacional que siempre resurgen, ahora evidenciados por los resultados de los referéndum francés y holandés, y por el regocijo de los miopes creadores de las “patrias pequeñas” esparcidas por Europa (o de los interesados “euroescépticos” que se encuentran de ésta parte y de la otra del Atlántico), son prueba de la dificultad del proyecto. Pero, a pesar de todo, la integración europea debe proceder: y la identidad a construir tendrá que ser una identidad plural, sumatoria y fusión armónica de las múltiples identidades presentes en la historia del continente, desde la clásica greco-latina a las religiosas judeo-cristianas (e islámicas, vivas en la historia de una parte de Europa), desde aquellas racionalistas e ilustradas hasta las propias tendencias deconstructivistas y relativizantes de la posmodernidad. En esta perspectiva, parafraseando a Malraux, la Europa del nuevo siglo será constitucionalmente laica, o no será.
Notas
* Este trabajo fue publicado por la Revista italiana Parolechiave, núm. 33, 2005, pp. 207- 227. Agradecemos a los editores la autorización para publicar el texto en castellano. Trad. Pedro Salazar Ugarte.
1 Sobre la laicidad como valor estrechamente relacionado con la virtud del diálogo, cfr. G. Calogero, Filosofia del dialogo (selección de artículos), Comunitá, Milán, 1962. Calogero ponía el laicismo filosófico no como una “defensa del Estado ante la invasión de las iglesias”, sino como “defensa de cada hombre ante la invasión de los malos Estados y de las malas Iglesias” (ivi, p. 125). El tema de una sociedad laica y dialogante, que no puede solo tolerar, sino que también debe integrar, es retomado por S. Rodotà, “Alla recerca della laicitá perduta”, en MocroMega, 2000, 4, pp. 52 ss.
2 Sobre este punto, G. E. Rusconi, Come se Dio non ci fosse. I laici, i cattolici e la democracia, Einaudi, Torino, 2000, especialmente las páginas 153 y siguientes. La mejor exposición del nexo entre relativismo y democracia sigue siendo la de H. Kelsen, Absolutismo e relativismo nella filosofia e nella politica (1948), trad. It., en Id. La democracia (ensayos 1922-1956), V ed., Il Mulino, Bologna, 1984, pp. 441 y ss.
3 Se aceptado el envío a F. Rimoli, Laicità (dir. Const.), en Enciclopedia Giuridica, XVIII, Istituto Enciclopedia Italiana –G. Treccani, Roma 1995; pero también a C. Cardia, Statu laico, en Enciclopedia del diritto, XLIII, Giuffrè, Milán, 1990, pp. 874 ss., y a V. Zanone, Laicismo en Dizionario di politica, coordinado por N. Bobbio, N. Matteucci, G. Pasquino, II ed., Tea, Turín 1990, pp. 547 ss. Sobre el tema de la libertad de conciencia, G. Di Cosimo, Conscienza e Costituzione. I limiti del diritto di fronte ai convincimenti interiori della persona, Giuffrè, Milán, 2000, especialmente, pp. 67 y ss. Hoy el tema es de gran actualidad, también en el debate no académico: se vean las intervenciones reunidas en el volumen Dibattito sul laicismo, editado por E. Scalfari, Ed. L’Espresso, Roma 2005.
4 Es verdad que no tiene sentido hablar de un principio (y eventualmente de una obligación) de laicidad sino se hace referencial al Estado, dejando obviamente la esfera del individuo totalmente relegada, en una perspectiva liberal, a su elección ética, como señalba hace algunos años L. Guerzoni, “Note preliminari per uno studio della laicità dello Statu sotto il profilo giuridico”, en Archivio giuridico, 1967, pp. 61 y ss. (pero especialmente en la 64). Pero una perspectiva pluridimensional no puede ignorar la íntima conexión entre los niveles que se han evidenciado, so pena de la incomprensión de la relación entre autoridad y libertad, que particularmente en este ámbito conoce muchos matices (piénsese, solamente, a los problemas planteados por el uso de indumentarias simbólicas por parte de maestros de escuelas públicas: sobre este punto, cfr. E. Olivito, “Laicità e simboli religiosi nella sfera pubblica: esperienze a confronto”, en Diritto Pubblico, 2004, 2, pp. 569, ss.
5 Las dos críticas provienen sobre todo del frente católico: por lo que hace al magisterio, véase la encíclica Fides et ratio (14 de septiembre de 1998), punto 5 de la introducción, en dónde se afirma que “la filosofía moderna, olvidándose de orientar sus investigaciones sobre el ser, ha concentrado su búsqueda en el conocimiento humano (…). De ello han derivado diferentes formas de agnosticismo y de relativismo, que han conducido a la investigación filosófica a perderse en las arenas movedizas de un escepticismo general. Recientemente, además, han adquirido relevancia diferentes doctrinas que tienen a devaluar las verdades que el hombre creía haber encontrado. La legítima pluralidad de posiciones ha cedido su lugar a un pluralismo indiferenciado, fundado sobre la idea de que todas las posiciones se equivalen: este es uno de los síntomas más difundidos de la desconfianza en la verdad que se verifica eb el contexto contemporáneo (…) Con falsa modestia nos conformamos con verdades parciales y provisorias, sin intentar plantear preguntas radicales sobre el sentido y el fundamento último de la vida humana, personal y social”: palabras clarísimas, que condenan sin cuartel a la ética laica antes descrita.
6 Porque la ética del laicismo es precisamente en esto “la más estable e incondicional de todas las morales posibles”, y la “más universal”, porque es la única que “puede de verdad asegurar la coexistencia de los hombres en esa “casa común”, en esa “casa de todos” (…) que es la casa en la que ninguno debe sentirse como extranjero, como habitante no de pleno derecho, incluso cuando ninguno comparte su fe”: así, Calogero, Filosofia del dialogo, cit., p. 284. Y el pluralismo, además, caracterizado por una sociedad rica de cross-cutting cleavages, se basa en la tolerancia, cree en la diversidad y la respeta, pero opera para la integración y, finalmente, por una unidad consensual del tejido social, en el que cada uno cede algo de sí, contracambiando lo que obtiene de la comunidad pluralista: sobre el punto, cfr. G. Sartori, Pluralismo, multiculturalismo e estranei. Saggio sulla societá multietnica, II ed., Rizzoli, Milán, 2002, pp. 45 ss.
7 Sobre la historia de las relaciones entre poder civil y eclesiástico, véase el amplio cuadro elaborado por C. Marongiu Buonaiuti, Chiese e Statu. Dall’età dell’illuministo alla Prima guerra mondiale, NIS, Roma, 1994.
8 Por otra parte, como bien ha señalado el mismo Calogero, “las razones del laicismo no son menos robustas –de hecho, son, en rigor, incomparablemente más robustas- que las que sostienen las fe de sus opositores. De hecho, solo el laicismo, posee esa universalidad y completitud, que cada una de esas fe desea para sí” (Filosofia del dialogo, cit., p. 282); y la “universalidad y completitud de cada fe en lo singular es siempre limitada, en comparación con la universalidad y completitud de la regla de esta relación (scil. De diálogo), que ninguno puede pretender derogar nunca. Todo puede ser discutido, salvo el derecho a discutir, ya que no se puede someter a discusión sin reafirmarlo. Aquí radica la suprema autoridad del principio del laicismo” (ivi, p. 285). Sin embargo, también es verdad que la “cultura “laica” ha heredado de su formidable inicio–esto es de pensadores como Nietzche, Gentile y otros, y sobre todo de Leopardo- una potencia conceptual extraordinaria”, fundada en la idea del devenir, que implica “necesariamente la inexistencia de todo Dios eterno”; pero “no ha sabido empuñar y extender el arco de esta potencia, no ha entendido su invencibilidad, por lo que vive como si careciera de ella. Hija imbele de una poderosa procreación”: en este sentido, E. Severino, Naceré. E altri problema della conscienza religiosa, Rizzoli, Milán, 2005, pp. 43-44.
9 Sobre el tema, entre una inmensa literatura, pueden consultarse las aportaciones recientes de C. Cardia, Genesi dei diritti umani, Giappichelli, Turín, 2003; V. Ferrone, Chiesa católica e modernità. La scoperta dei diritti dell’uomo dopo l’esperienza dei totalitarismi, en F. Bolgiani, V. Ferrone, F. Margiotta Broglio (editores), Chiesa católica e modernià. Tai del convengo della Fondazione Michele Pellegrino, Il Mulino, Bologna, 2004, pp. 17 y ss. El tema de la naturaleza de los derechos fundamentales es debatido por diferentes autores en el libro de L. Ferrajoli, Diritti fondamentali. Un dibattito teorico, editado por E. Vitale, II ed., Laterza, Roma-Bari, 2002; una reflexión ulterior en F. Rimoli, Univerzalizzazione dei diritti fondamentali e globalismo giuridico: qualche considerazione critica, en Studi in onore di G. Ferrara, III, Giappichelli, Turín, 2005, pp. 321 y ss.
10 Al propósito, se puede consultar el documento Memoria e riconciliazione: la Chiesa e le colpe del passato, editado por la Comisión teológica internacional, Edizioni paoline, Roma, 2000.
11 Darle a César lo que era suyo, haciendo lo mismo con Dios, más bien parece, en el contexto de la narración evangélica, una elección necesaria para permitir que el nuevo credo sobreviviera en un contexto como el imperial: no casualmente Jesús advierte de inmediato la indidia presente en la exigencia que le hicieron los fariseos, y responde con cautela extrema: la referencia está en el conocido pasaje de Mc., 12, 12-17. Pero todo ello no vale para fundamentar las escrituras en un principio de laicidad, que es fruto de la modernidad y de las tesis ilustradas (sobre este punto, cfr., G. Miccoli, Sulla inutilitá della rivendicazione di certe primogenitura, en Chiesa católica e modernità, cit., pp. 168 y ss.), Si bien la Iglesia católica se ve a sí misma y a la comunidad política como dos entidades que “si bien expresándose las dos con estructuras organizativas visibles, son de naturaleza diferente tanto por su configuración como por la finalidad que persiguen”, siendo en el propio campo “independientes y autónomas una respecto de la otra”, sin que ello implique una “separación que excluya su colaboración”. Ello presupone el reconocimiento jurídico de la identidad de la Iglesia, y el respeto de “formas estables de relaciones e instrumentos idóneos para garantizar relaciones armónicas”, que nacen de la experiencia jurídica de la Iglesia y del Estado: así el Pontificio Consejo de la justicia y de la paz en el reciente Compendio della doctrina sociale della Chiesa, Parte II, cap. VIII, Par. VI B, nn. 424-7. Libreria editrice vaticana, Città del Vaticano 2004, pp. 230 y ss.; pero ya la Constitución past. Gaudium et spes (7 diciembre 1965), 76.
12 En este sentido G. Vattimo, Credere di credere. É possibile essere cristiani nonostante la Chiesa?, II ed., Garzanti, Milán, 1999 ; Id., Dopo la cristianità. Per un cristianesimo non religioso, Garzanti, Milán, 2002.
13 En este sentido, R. Rorty, Anticlericalismo e teismo (2002), ahora en R. Rorty, G. Vattimo, Il futuro della religione.Solidarietà, carità, ironia, editado por S. Zabala, Garzanti, Milán, 2005, pp. 33 y ss. (citas en las pp. 37 y 57); sobre la caritas como verdad del amor, “única verdad que la Escritura nos revela”, y que “no puede sufrir ninguna delimitación –porque no es un enunciado experimental, lógico, metafísico, sino que es un llamado práctico”, insiste G. Vattimo, L’età dell’interpretazione (2003), ivi, pp. 47 y ss. (cita en la p. 53); la referencia es a otro famoso pasaje evangélico, la primera carta de Pablo a los Corintios (i Cor, 13, I-13).
14 En este sentido, cfr., M. Pera, Il relativismo, il cristianísimo e l’Occidente, en M. Pera, J. Ratzinger, Senza radici. Europa, relativismo, cristianísimo, Islam, Mondadori, Milán, 2004, pp. 5 y ss. (sobre la “religión cristiana no confesional”, pp. 86 y ss). El concepto de “religión civil”, de larga tradición en los países alemanes y en la experiencia estadounidense, es muy ajeno al contexto italiano: sobre este punto, ver Rusconi, Come se Dio non ci fosse, cit., según el cual “la religión de Iglesia ha desarrollado en Italia, una función de religión civil ante la falta de una sólida cultura laica común”; el autor define la religión civil como un “conjunto de creencias que hacen referencia a una entidad trascendente y a un orden de valores morales, normativamente trascendentes, que escapan de la legitimación de una comunidad política, en particular para su integración cívica”; esta “ofrece las razones por las que los ciudadanos se reconocen recíprocamente como dignos de confianza, se vinculan a través de reglas comunes y las mantienen lealmente mediante obligaciones” (ivi, pp. 23-24). Pero la más bien prosaica tendencia “neo-con” a la italiana es perfectamente descrita por M. Pirani, Statu, Chiesa e la lezione di Giolitti, ahora en Dibattito sul laicismo, cit., pp. 47 y ss.: “Neo-creyentes iluminados por el verbo neo-con instituyen la ventaja de un ropaje religioso que abone la operación político-cultural que llevan a cabo para afirmar una hegemonía de derecha en nuestro país. Todo sirve a la necesidad: desde el caso Buttiglione hasta las células madre” (ivi, p. 50) .
15 Sobre el tema: E. Gentile, Le religión della politica. Fra democracia e totalitarismi, Laterza, Roma-Bari 2001, especialmente, pp. 25 y ss. Además la propia iglesia católica ha reivindicado, en pasado, su propia naturaleza íntimamente totalitaria: véase el conocido discurso de Pio XI a la delegación de la Confederación francesa de los sindicatos, el 18 de septiembre de 1938, por el cual “si existe un régimen totalitario –totalitario de hecho y de derecho- es el régimen de la Iglesia, porque el hombre pertenece totalmente a la Iglesia, debe pertenecerle, dado que el hombre es criatura del buen Dios, destinado a vivir para Dios acá en la tierra, y con Dios en el cielo. Y el representante de las ideas, de los pensamientos y de los derechos en Dios, no es más que la Iglesia. Entonces la Iglesia tiene en verdad el derecho y el deber de reclamar la totalidad de su poder sobre los individuos: cada hombre, todo entero, pertenece a la Iglesia, porque todo entero pertenece a Dios”: sobre el punto, E. Rossi, Il Sillabo e dopo, Editori Riuniti, Roma 1965, rist. Kaos, Milán, 2000, pp. 33 y ss.
16 En este sentido, Vattimo, L’età dell’interpretazione, cit., p. 51.
17 La referencia es a D. Bonhoeffer, Resistenza e resa (1951), Bompiani, Milán, 1969, p. 265, retomado por Rusconi, Come se Dio non ci fosse, cit., pp. 137 ss.; Bonhoeffer retoma, variándolo, el etiamisi daremos Deum non esse de Grocio: sobre el punto, se puede consultar la intervención de G. Bouchard, en Chiesa católica e modernità, cit., pp. 182 ss., pero también la condena implícita de esa impostación expresada por Juan Pablo II, Memoria e identità. Conversación a cavallo dei millenni, Rizzoli, Milán, 2005, pp. 21 ss.
18 En este sentido la Fides et ratio, punto 2 de la Introducción.
19 Sobre este punto es obligado referirse a J. Habermas, Fatti e norme. Contributi a una teoría discorsiva del diritto e della democrazia (1992), Trad. it., Guerini e Asociati, Milán 1997, especialmente pp. 341 y ss.; así como a Id., Etica del discorso (recopilación de ensayos, 1983), trad. it. Laterza Roma-Bari 1993, especialmente pp. 49 ss., el tema de la reversibilidad de las decisiones es de N. Luhmann, Complejidad y democracia (1996), trad. it., en Id., Stato di diritto e sistema sociale, II ed., Guida, Nápoles, 1990, pp. 63 y ss., así como en Id., La differenziazione del diritto (1981), trad. it., Il Mulino, Bolonia 1990, pp. 343 y ss. La compleja teoría de la democracia comunicativa formulada por Habermas conserva algunos rasgos cognotivistas que no son del todo compatibles con los presupuestos relativistas del pluralismo, además de tener orientarse hacia un acuerdo entre los actores que, en el campo religioso, es poco realista: sobre el tema, cfr. Rimoli, Pluralismo e valori, cit., pp. 77 y ss.
20 Sobre el tema, se puede consultar el reciente trabajo de Huntington, La nuova America. Lesfide della società multiculturale (2004), trad. it. Garzanti, Milán 2005, especialmente pp. 339 y ss., para quién “el 11 de septiembre ha simbolizado dramáticamente el final del Siglo XX, basado en la ideología y en el conflicto ideológico, y el inicio de una nueva era, en la que las personas se definen en términos de cultura y de religión”; ante el peligro del fundamentalismo islámico y del nacionalismo chino, “la componente religiosa de su identidad asume una nueva importancia para los americanos” (ivi., p. 403). Pero junto a la radicalización de las grandes religiones tradicionales, existe la tendencia, toda americana, a crear nuevos movimientos y sectas religiosas: un cuadro del fenómeno se encuentra en H. Bloom, La religione americana. L’avvento della nazione post-cristiana (1992), trad. it. Garzanti, Milán 1994; sobre la tendencia hacia una especie de bricolage religioso por parte de los llamados born again del despertar espiritual americano, véase la entrevista de G. Bosetti a O. Roy, Se la religione se distaca dal vincolo, en “Reset”, 2005, 88, marzo-abril, pp. 60 y ss.
21 La laicidad de la República, en cambio, se encuentra garantizada expresamente por el Art.2, 1, de la Constitución francesa de 1958 (que retoma a la constitución anterior de 1946); en Francia, en donde en principio de la separación entre el Estado y la Iglesia se encuentra establecido desde la ley del 9 de diciembre de 1905, se ha colocado con claridad el problema del impacto de los nuevos fenómenos sociales sobre el Estado laico: puede consultarse el reporte publicado el 11 de diciembre por la Comisión de reflexión sobre el principio de laicidad de la República, presidida por Bernard Stasi, instituida el 3 de julio del mismo año, y publicado en traducción italiana en el volumen, Rapporto sulla laicitá. Velo islámico e simboli religiosi nellasocietà europea, Scheiwiller, Milán 2004.
22 Según A. C. Jemolo, Chiesa e Stato in Italia dalla unificazione agli anni Settanta, Einaudi, Turín, 1007, pp. 294 ss., en la Asamblea constituyente, acerca de la norma que quedó incorporada en el artículo 7 “quedó ampliamente difundida la impresión de que la democrazia cristiana debía cumplir con una orden que provenía desde lo alto” (ivi., 295); por otro lado, Togliatti afirmó que los diputados comunistas votaron la disposición porque la clase obrera no quería “una escisión por razones religiosas”.
23 Fue comprensiblemente demasiado drástico el juicio formulado en esos años por Silón, para el cual el acuerdo entre el fascismo y el Vaticano no era un “hecho aislado, ni un evento casual, y ni siquiera el golpe de mano de un papa o de un cardenal”; representado, en cambio, “el punto culmine de toda la historia de la Iglesia, la conclusión de un proceso secular” seguida por la bendición del fascismo como “régimen querido por la Providencia” y de una estrecha alianza entre poder eclesiástico y estructuras del Estado totalitario” (Silone, Il fascismo. Origini e sviluppo (I, ed., en lengua alemana, 1934), Mondatori, Milán, 2002 (pp. 225-226). Sin embargo, es cierto que, si poder abordar en este espacio el delicado tema de la relación entre la Iglesia católica y regímenes totalitarios (un concordato fue establecido también con la Alemania de Hitler el 20 de julio de 1933), el modelo concordatorio que se adoptó en Italia en aquel contexto es uno de los hijos más longevos del régimen fascista. Sobre la compleja relación entre católicos y fascismo, Jemolo, Chiesa e Stato in Italia dalla unificazione agli anni Settanta, cit., pp. 183 y ss.
24 Los pactos, además, contenían normas que contravenían la nueva constitución, y su mención tuvo lugar en la Carta por las presiones ejercidas sobre los diputados democristianos por parte de las jerarquías vaticanas y por la Acción católica: sobre el punto, cfr., Verucci, La Chiesa católica in Italia dalla unitá a oggi, Laterza, Roma-Bari 1999, pp. 73 y ss. Además el propio artículo 7, representa una clara derogación del principio de igualdad entre las confesiones religiosas, e instituye un neto privilegio a favor de la católica (hasta llegar al punto de que algunos consideren que Italia no pueda definirse como un Estado laico, y que las múltiples ingerencias del Vaticano en la política italiana sean, en el fondo, legítimas: sobre este punto, Severino, Naceré, cit., pp. 63 y ss.
25 Y, sin embargo, sigue ofreciendo menores garantías a las religiones diferentes de la católica, estableciendo que éstas pueden organizarse “según sus propios estatutos, en la medida en la que no entren en contradicción con el ordenamiento jurídico italiano” y que sus relaciones con el estado se regulan por “leyes, sobre la base de acuerdos con las representaciones correspondientes”. Entre estos, el acuerdo con la Mesa valdese (ley del 11 de agosto de 1984, n. 449, integrada por la ley del 5 de octubre de 1993, n. 409), con la Unión de las Comunidades Judías italianas (ley del 8 de marzo de 1989, n. 101), con la iglesia luterana evangélica italiana (ley del 29 de noviembre de 1995, n. 520), con la Unión italiana de las iglesias cristianas aventistas del 7º día (ley del 20 de noviembre de 1996, n. 637). Queda pendiente de resolución el tema del acuerdo con las Comunidades islámicas, que por su naturaleza acéntrica complican la celebración de un acuerdo y sigue pendiente la emisión de un acuerdo para las iglesias que no cuentan con un acuerdo que supere la vigencia de los “cultos admitidos”, contenida en la ley del 24 de junio de 1929, n. 1159 y del 28 de febrero de 1930, n. 231). Al propósito véase el reciente texto de M. Parisi, Promozione della persona umana e pluralismo partecipativo: riflessioni sulla legislazione negoziata con le confesión religiose nella strategia costituzionale di integrazione delle differenze, en “Il diritto ecclesiastico”, 2004, 2, pp. 389 y ss.; sobre estos temas, también se puede consultar A. Guazzarotti, Giudici e minoranze religiose, Giuffré, Milán, 2001, pp. II y ss. Toda la materia de las relaciones entre la República y las confesiones religiosas es objeto de potestades legislativas exclusivas del Estado, incluso después de la reforma constitucional del 2001: así el artículo 117, 2, c), constitucional.
26 La sentencia n. 203/89 puede leerse en “Jurisprudencia constitucional”, 1989, I, pp. 899 y ss., más adelante la jurisprudencia en materia de laicidad se ha enriquecido notablemente, no sin algunas oscilaciones interpretativas y aplicativas: véanse las sentencias nn. 13/91, 290/92, 440/ 95, 334/96, 235/97, 329/97, 508/00, 168/05, así como la ordenanza n. 389/04. También puede consultarse al respecto: Olivito, Laicitá e simboli religiosi nella sfera pubblica, cit., pp. 549 ss.
27 Así la sentencia n. 235/97, en Jurisprudencia constitucional, 1997, pp. 2240 y ss.
28 En este sentido, la sentencia n. 329/97, ivi, pp. 3340 y ss; también la sentencia n. 508/00, ivi, 2000, pp. 3968 y ss.
29 Sobre el punto, entre otras, la sentencia citada n. 203/89 que no ha querido excluir la hora de religión en el horario curricular, dejando un estatuto de no-obligación para los alumnos (en esta misma dirección, cfr., las sentencias 13/91 y 290/92: sobre la primera decisión, F. Rimoli, “Alcune consideración sull’insegnamento della religione católica alla luce del principio di laicitá dello Stato”, en Jurisprudencia constitucional, 1991, pp. 2504 y ss.).
30 Sobre el punto la ord. N. 389/04, en Jurisprudencia constitucional, 2004, que ha (por lo demás de manera correcta, al menos desde el punto de vista formal) declinado la competencia de la Corte para juzgar normas secundarias (de época fascista) que todavía imponen la exposición del símbolo religioso en las aulas escolares; a este punto ha hecho posterior referencia la sentencia del TAR Véneto, III sez., n. 1110 del 22 de marzo de 2005, que ha confirmado la legitimidad de la exposición del crucifijo en las aulas (véase en www.associazione-deicostituzionalisti.it, con nota de G. D’Alberto, Il crocifisso resta in aula).
31 Veáse el punto de vista del Consiglio di Stato, 27 de abril de 1988, n. 63, en Quaderni di diritto e política eclesiástica, 1989, I, pp. 197 y ss., sobre la exposición del crucifijo en las aulas escolares, considerada no lesiva de la libertad para los no creyentes y los no cristianos, porque el crucifijo sería un “símbolo de la civilidad y de la cultura cristiana, en su raíz histórica, como valor universal, independientemente de la confesión religiosa de cada cual”; en sentido muy diferente tenemos la decisión de Cass. Pen., sez. IV, I, marzo 2000, n. 349, en Jurisprudencia constitucional, 2000, pp. 1121 y ss., que legitima el rechazo opuesto por el escrutador de las casillas electorales en las que se exhibe el crucifijo, cuyo carácter evocativo de un contenido de fe podría representar un condicionamiento objetivo de las decisiones electorales. Sobre estos temas, Olivito, Laicitá e simboli religiosi nella sfera pubblica, cit., pp. 559 y ss.
32 Como ha señalado Rusconi, Come se Dio non ci fosse, cit., p. 3, “la distinción entre laicos/ católicos entra con fuerza en los partidos existentes, deformando la lógica política y alterando la sustancia de los problemas sobre la mesa”.
33 En primer lugar, Pera, Il relativismo, il cristianesimo e l’Occidente, cit., passim.
34 Posiciones netas (y en gran medida admisibles) en P. Flores D’Arcais, Etica senza FEDE, Einaudi, Torino, 1992. Una exigencia de reflexión sobre la re-sacralización de la perspectiva de vida recorre desde hace algún tiempo a la sociedad y ocupa el pensamiento de autores de diversa formación: U. Galimberti, Orme del sacro, Feltrinelli, Milán, 2000.
35 Sobre el tema, para todos, el reconocimiento realizado por E. Pace, R. Guolo, I fondamentalismi, II. Ed., Roma-Bari, 2002.
36 Entre una literatura muy amplia sobre el tema, véase la severa crítica de Sartori, Pluralismo, multiculturalismo e estranei, cit., que pone en antítesis al multiculturalismo y al pluralismo, retomando la función integradora del primero y, del segundo, los riesgos separatistas y desintegrantes: porque “el pluralismo se despliega como una sociedad abierta, caracterizada por pertenencias múltiples, mientras el multiculturalismo se configura como el desmembramiento de la comunidad pluralista en subsistemas de comunidades cerradas y homogéneas” (ivi., p. III). A este propósito es significativa una afirmación de la Comisión Stasi, según la cual, “el término ‘ciudad’, que se encuentra al origen del término ‘ciudadano’, se ha convertido en la encarnación de la pérdida de sentido por parte del ciudadano: en el territorio francés existen ghettos”; es decir, está favorecido por formas de “extremismo comunitario” debido a la mala gestión de la vida social (puntos 4.1.2 y 4.1.2.1).
37 El tema ha sido afrontado por Ch. Taylor, La politica del riconoscimento (1992), en J. Habermas, Ch. Taylor, Multiculturalismo. Lotte per il riconoscimento (ensayos 1992-1996), trad. it., Feltrinelli, Milán, 1998, pp. 9 y ss., así como por A. Honneth, Lotta per il riconoscimento. Proposte per un’etica del conflitto (1992), trad. it., Il Saggiatore, Milán, 2002, así como la contraposición (no resuelta) entre moralidad liberal y patriotismo expresada por A. MacIntyre, Il patriotismo è una virtú? (1984), trad. it., en A. Ferrara (editor), Comunitarismo e liberalismo, Editori Riuniti, Roma 2000, pp. 55 y ss.; Sartori, Pluralismo, multiculturalismo e estranei, cit., pp. 107 y ss., propugna por un “interculturalismo” como descendencia legítima del pluralismo que sería negado por el multiculturalismo.
38 Sobre el tema, entre muchos, se puede consultar un trabajo escrito antes de la guerra en Irak de N. Chomsky, Egemonia americana e stati “fuori legge” (2000), trad. it., Dedalo, Bari, 2001, pp. 15 y ss.; sobre el neofundamentalismo protestante americano, basado en la primacía de la cultura WASP (White Anglo-Saxon Protestan), Pace, Guolo, I fondamentalismi, cit., pp. II y ss.; sobre la influencia del factor religioso en las recientes elecciones americanas, Huntington, La nuova america, cit., pp. 410 y ss.
39 El uso de instrumentos como la tortura, justificado como un triste pero necesario remedio ante los crecientes peligros del terrorismo internacional, es un caso emblemático de la involución en la que se encuentra actualmente la sensibilidad democrática: sobre el tema, A. Gianelli, M. P. Paternó, (editores), Tortura di Stato. Le ferite della democracia, Carocci, Roma, 2004; pero también véase lo que sostenido A. M. Dershowitz, Terrorismo (2002), trad. it., Carocci, Roma, 2003, pp. 125 y ss.
40 Que deben controlarse de manera adecuada: además de las decisiones ya mencionadas, véase la sentencia reciente del TAR Lazio, sez. I, ter, n. 15336/2004, que ha anulado la instrucción con la que el ministro del interior había expulsado del territorio nacional al Imán de Carmagnola por algunas declaraciones sobre la guerra de iraquí y a favor del integralismo islámico: el juez administrativo afirma que dichas manifestaciones de pensamiento, si bien “alborotadoras y teatrales”, no pueden legitimar dicha orden, si no existen otros elementos objetivos de peligrosa conducta.
41 Sobre este tema, cfr. Sartori, Pluralismo, multiculturalismo e estranei, cit., quien recuerda que, como los Chinatowns, las pequeñas italias o las pequeñas alemanias que surgieron por el sentido de pérdida de raíces de los inmigrantes, tienen una larga tradición en las ciudades norteamericanas. Sin embargo, “el aislamiento y la marginación el inmigrante islámico son especialmente agudos”, y una “fe particularmente pública, particularmente colectiva” como la de los musulmanes refuerza el sentido comunitario, alimentado por la vida de las mesquitas (ivi, pp. 130-31). El universo islámico es ciertamente muy complejo, y merecen llamar nuestra atención las tendencias moderadas que surgen en su interior: sin embargo, es un hecho que, en su versión ortodoxa, la concepción teocrática del Islam se coloca en neta antítesis con la idea de la laicidad del Estado (la experiencia turca constituye una excepción: sobre este punto, véase, A. Bausani, L’Islam, Garzanti, Milán, 1999; especialmente pp. 37 y ss, y 172 ss; sobre las diferentes escuelas de interpretación de las cuatro fuentes de la sharj’a islámica, Corán, Sunna, analogía, consenso de los doctos, A. M. Di Nola, L’Islam. Storia e segreti di una civilistá, Newton & Compton, Roma, 1998, pp. 92 y ss.).
42 El uso del chador o del burqa, por ejemplo, hacen que la persona sea irreconocible, impidiendo controles de visu o documentales y violando el artículo 85 del r.d. n. 773 del 1931 (TULPS) y el artículo 5 de la ley n. 152 de 1975. La cuestión de la legalidad del uso de velos por parte de profesores de escuelas públicas fue resuelta en sentido decididamente negativo en Francia, en Suiza y por la Comisión europea de los derechos del hombre; en sentido positivo en Alemania: véanse las decisiones citadas por Olivito, Laicitá e simboli religiosi nella sfera pubblica, cit., pp. 565 ss., y, para Francia, el informe de la Comisión Stasi, punto 4.2.2.1 (pp. 72 ss de la ed. Citada). Para los estudiantes, el artículo 1 de la ley francesa n. 2004-228 del 15 de marzo de 2004 (insertado como artículo 141-5-I, en el código de educación) establece que “Dans les écoles, les colléges et les lycées publiques, le port des signes ou tenues par lesquels les éléves manifestent ostensiblement une appartenance religieuse est interdit”. Es obvio que, más allá del caso extremo de una ostentación provocadora, el valor concreto que adopta el símbolo es diferente si lo utiliza un alumno o el profesor que, en cuanto tal, cuenta con el mayor efecto de autoridad que proviene de su función. Sobre el velo islámico en general también se ha pronunciado la Comisión europea de los derechos del hombre (Karaduman c. Turquía, 3 de mayo 1993), negando que la prohibición del uso del velo en las fotografías para documentos viole la libertad religiosa: sobre la decisión M. Belgiorno De Stefano, Foulard islamico e corte europea dei diritti dell’uomo (modello laico e modelli religiosi in genere di fronte alla libertà di coscienza e di religione), en “Nomos”, 9/ 2001, pp. 73 ss. Sobre la práctica de mutilación de los genitales femeninos propia de algunas religiones africanas y de algunas islámicas, Guazzarotti, Giudici e minoranze religiose, cit., pp. 226 y ss., quien, por cierto, la considera “no intolerable”.
43 En este sentido es significativa la jurisprudencia constitucional en materia de tutela penal del sentimiento religioso, que ha llevado, no sin ambigüedades relevantes, a la remoción de algunas normas incriminadoras de comportamientos antirreligiosos, como la blasfemia o el vilipendio de la religión católica (sentencias nn. 508/00 y 168/05): sobre el tema, aunque con visiones diferentes a las que he sostenido, véase el trabajo de E. Di Salvatore, “Il sentimento religioso nella giurisprudenza costituzionale”, en Giurisprudenza costituzionale, 2000, pp. 4419 y ss.
44 En sentido contrario de esta acepción de la laicidad se presentan tanto la ley del 18 de julio de 2003, n. 186 (con el reglamento del D. P. R. 22 de diciembre de 2004) y del 1 de agosto de 2003, n. 206, la primera orientada a incorporar con procedimientos de concurso cerrado a más de nueve mil profesores de religión católica en la escuela pública; la segunda a financiar, por su función educativa, a los oratorios católicos. También la ley n. 40 del 19 de febrero de 2004 sobre la procreación médica asistida, que quedó intacta después del referéndum del 12 y 13 de junio de 2005, en la que el quórum de validez no se alcanzó, después de una campaña caracterizada por una fuerte intervención de las jerarquías vaticanas, orientada a fomentar el abstencionismo. Más allá de las limitaciones del instituto referendario, la ley 40/2004 es (sigue siendo) un claro ejemplo de cómo no se debería operar una decisión legislativa en un Estado laico, al ser muy restrictiva para el acceso individual a la fecundación asistida, así como reconociendo derechos al embrión, según la perspectiva típica del integralismo católico, que desde siempre intenta traducir sus normas morales en normas jurídicas validas para todos, equiparando instrumentalmente la facultad (de abortar, de procrear artificialmente), deseada por el pensamiento liberal, con la prohibición (de los mismos comportamientos) que ésta persigue. Sobre la ley n. 186/2003, A. Gianni, “La legge sul ruolo degli insegnanti di religione cattolica”, en Quaderni di diritto e política acclesiastica, 2004, 2, pp. 381 ss.; sobre la ley n. 40/2004, C. Tripolina, Studio sui possibili profili di incostituzionalità della legge n. 40 del 2004 recante “Norme in materia di procreazione medicalmente assistita” en Diritto pubblico, 2004, 2, pp. 501 y ss.; P. Veronesi, “La legge sulla procreazione assistita alla prova dei giudici e della Corte costituzionale”, en Quaderni costituzionali, 2004, 3, pp. 523 y ss., así como los numerosos textos reportados en www.laprocreazioneassistita.it.
45 La pertinencia de esa inclusión es defendida por notables escritores de diferentes tendencias: para todos, J. H. H. Weiler, Un’Europa Cristiana. Un saggio esplorativo, Rizzoli, Milán, 2003; sobre el tema, J. Ziller, La nuova costituzione europea, II ed. Il Mulino, Colonia, 2004, pp. 18 y ss. Conservando la libertad religiosa que ya está contemplada en la Carta de los derechos fundamentales de la Unión, como sea, el texto del Tratado de la convención no incluyó referencias vinculantes: solo la referencia a las “herencias culturales, religiosas y humanistas de Europa”, en el Preámbulo; la libertad religiosa ya mencionada (Art. II-70), y el Art. I-52, sobre el respeto al status previsto en las legislaciones nacionales para las Iglesias y las asociaciones o comunidades religiosas de los Estados miembros. Pero el fuerte freno que el proceso de constitucionalización ha sufrido con los resultados de los referéndum en Francia y en Holanda ha dejado abierta la cuestión y probablemente será objeto de una revisión futura del Tratado mismo (que en esta versión desagrada a la Iglesia católica y, por otros motivos, a los estados Unidos). También son previsibles nuevas presiones sobre los temas religiosos en detrimento de la laicidad de la Unión.
46 Come l’Europa ha creato una nuova visione del futuro che sta lentamente eclissando il sogno americano