Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 24, 2006
Instituto Tecnológico Autónomo de México
Pedro Salazar Ugarte*
*Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM., México
Recibido: 08 Noviembre 2005
Aceptado: 24 Noviembre 2005
I
Existen temas que, además de ser recurrentes, vienen acompañados por algunos lugares comunes que debemos recuperar cuando nos proponemos afrontarlos. El tema que ocupa nuestra atención en este seminario es uno de esos. La relación entre la laicidad con el mundo del derecho y de la política ha sido uno de las cuestiones centrales en y para la construcción de lo que llamamos ‘modernidad política’. Por ejemplo, es un lugar común, echar mano de las reflexiones de John Locke en sus Ensayo y Carta sobre la tolerancia (1667, 1689 respectivamente) para reconstruir las tesis que fundamentan la vinculación necesaria que existe entre la laicidad como principio político y el liberalismo (que está detrás del constitucionalismo moderno) como teoría y como proyecto. En la misma dirección es ampliamente aceptado el vínculo que existe entre la libertad de pensamiento (y de religión) como condición necesaria para desplegar el resto de las libertades fundamentales. Norberto Bobbio no dudaba en afirmar que esa libertad era, teórica e históricamente, el primer eslabón de todas las demás libertades, incluidas las libertades políticas. Y, por esta ruta, nos aproximamos a otro lugar común: la democracia moderna sólo es posible si se construye sobre los cimientos de la laicidad estatal. En este sentido son obligadas las tesis de Hans Kelsen en su ensayo sobre “Los fundamentos de la democracia” de 1955 sobre la relación entre la democracia y la filosofía y entre la primera y la religión. En el núcleo de la disertación kelseniana encontramos la vinculación indisociable que existe entre la democracia como forma de gobierno y el relativismo religioso y, sobre todo, entre este último y la tolerancia como valor que permite la convivencia pacífica. Este vínculo, íntimo y fundamental, explicaba Kelsen, se debe a que “el antagonismo entre absolutismo y relativismo filosófico (…) es análogo al antagonismo entre autocracia y democracia que respectivamente representan el absolutismo y el relativismo políticos”. 1 Cuando se imponen las verdades absolutas, sean éstas filosóficas o específicamente religiosas, no hay espacio para la pluralidad y, sin ésta, la democracia es imposible. Por eso la gesta que ha emprendido el papa Ratzinger contra lo que él llama la “dictadura del relativismo” 2 es, además de peligrosa, contradictoria e imprecisa: dictatorial es el absolutismo, no el relativismo. Sólo las dictaduras abrazan una sola verdad, una sola fe, una sola revelación. Condenar el relativismo es, en un sentido, condenar a la democracia; es abonar en el terreno de las concepciones dictatoriales. 3
De hecho, conviene aclararlo de inmediato, la hermandad entre el relativismo y la democracia no implica que ésta sea repelente a los valores. Todo lo contrario: el valor de la democracia reside, precisamente, en que esta forma de gobierno es el receptáculo en el que caben valores, ideas, creencias y convicciones de signos diversos. Precisamente: en que es un sistema de gobierno fundado en la laicidad. El valor de la democracia es un valor civil, no un valor moral o religioso. De hecho, la edificación de las instituciones democráticas exige que ciertos principios civiles (como la laicidad y la tolerancia) sean incondicionalmente respetados; pero se trata de los principios que hacen posible la convivencia de valores y objetivos morales y religiosos plurales y, desde este punto de vista, relativos. El relativismo de la democracia es, entonces, el relativismo de las instituciones, del conjunto de reglas para la convivencia civil y no necesariamente es el relativismo de las convicciones individuales. Es más, en una aparente paradoja, el relativismo que ofrecen las instituciones democráticas margina las concepciones totalmente relativistas en el plano individual porque sienta las bases para que los ciudadanos abracen sus convicciones personales libremente. Y, en el plano político, una de esas convicciones debe ser que la democracia y sus principios tienen un valor que debe salvaguardarse.
II
Estos lugares comunes, coordenadas conceptuales generales para orientarse en el complejo mapa de las relaciones entre el laicismo y la democracia constitucional, son útiles para enfrentar los desafíos que amenazan al estado laico en la actualidad, pero no son suficientes. Es cierto que, en el fondo, los problemas que enfrentamos de cara al siglo XXI sólo son variaciones de dificultades anteriores y que la “lección de los clásicos” sigue ofreciendo algunas respuestas fundamentales, pero existe una cuota de originalidad en las exigencias planteadas desde el presente que no debemos perder de vista. Para empezar las fuerzas que aspiran a replegar las conquistas del laicismo liberal y democrático son muchas y muy diversas: no provienen solamente de una iglesia con pretensiones universales que busca invadir la vida pública con sus dogmas y creencias; sino que se expresan también a través de manifestaciones pseudoculturales que defienden una identidad más allá del plano estrictamente religioso o; de plano, surgen desde la cúpula del poder estatal como eje de proyectos políticos inspirados en cruzadas mesiánicas. Y me refiero únicamente a algunas de las amenazas que asechan al estado laico ahí en dónde existe y dejo de lado los desafíos que, con fuerza renovada, embisten desde las tierras en las que la laicidad siempre ha sido un bien escaso. De aquí desprendo otro dato original de nuestro tiempo: nunca como ahora la democracia constitucional había tenido una presencia tan extendida en el mundo y, por lo mismo, nunca los desafíos al principio de la laicidad habían tenido lugar (también) en la democracia y desde la democracia misma.
Pienso, por ejemplo, en algunas de las embestidas que, con fuerza renovada, emprende la iglesia católica contra el principio de la laicidad que caracteriza al estado democrático constitucional y que son de variada índole y naturaleza. Non son lo mismo, en los hechos, las batallas emprendidas por la iglesia católica para impedir la aprobación de algunas medidas legislativas que afectan sus intereses económicos y estratégicos (por ejemplo, aquellas que suprimen o reducen los multimillonarios subsidios públicos para la educación privada y religiosa); 4 que aquellas campañas destinadas a obstruir la adopción y ejecución de disposiciones que otorgan un reconocimiento jurídico a fenómenos sociales que entran en conflicto con sus postulados dogmáticos (por ejemplo, el aborto o, de reciente, el matrimonio entre personas de un mismo sexo). En ambos casos se trata de intromisiones en la esfera del estado democrático pero que responden a lógicas distintas y que exigen respuestas diferentes. El primer caso, por un lado, pone sobre la mesa (i)legitimidad del predominio histórico de una iglesia sobre las demás que, injustificadamente, ha sido financiado desde el estado y, por el otro, llama la atención sobre el delicado tema de la libertad de la escuela y de la libertad en la escuela. 5 El segundo ejemplo, en cambio, pone en jaque la autonomía del estado democrático para aprobar las disposiciones legislativas que responden a las demandas de una sociedad pluralista y moderna. Esta en el aire, para decirlo con Ferrajoli, el principio fundamental de la “laicidad del derecho” que presupone la separación entre ser y deber ser, entre hechos y valores que está a la base del constitucionalismo moderno. 6 El caso de los matrimonios o uniones entre personas de un mismo sexo me parece particularmente interesante porque la amenaza al principio de la laicidad no es tan clara como el tema del aborto. En principio –como me lo han hecho notar Rodolfo Vázquez y Miguel Carbonell– podría parecer un problema exclusivamente de discriminación. Sin embargo, si atendemos a las reacciones de la iglesia católica ante las recientes reformas en España y, en estos días, ante una propuesta legislativa en el mismo sentido en Italia (aunque también tenemos el caso de la propuesta legislativa para reconocer las llamadas “uniones de hecho” en el Distrito Federal) tenemos que también se trata de un asunto en el que está en peligro el principio de la laicidad. En España, por ejemplo, la iglesia no sólo organizó manifestaciones públicas contra las reformas sino que ha llamado a sus fieles –particularmente a los que ocupan cargos públicos, concretamente a los jueces del registro civil– a desconocer e ignorar el sentido de las nuevas disposiciones. 7 Para ponderar la dimensión de estas intromisión inaceptable por parte de una iglesia en los asuntos del estado democrático propongo imaginar cuál sería la reacción de la jerarquía católica si, en aras del principio de la no discriminación por razones de sexo que se encuentra consagrado en todas las constituciones democráticas y en los tratados internacionales sobre derechos humanos, los estados constitucionales exigieran a la iglesia católica reconocer el pleno derecho de las mujeres a ejercer el sacerdocio. 8 Lo que está en juego, con toda evidencia, es la separación de las esferas política y religiosa que, más allá de las convicciones de moral individual que puedan tener, en un caso, los religiosos y, en el otro, los promotores del estado constitucional, debe respetarse.
Pero, como ya adelantaba, también existen otros embates contra el laicismo que no provienen necesariamente desde una organización religiosa y que, sin embargo, ponen a temblar los pilares del estado laico. Pienso, por ejemplo, en las presiones sociales que, reivindicando una determinada identidad histórica y cultural, se oponen al reconocimiento pleno del derecho que tienen los “otros” de ejercer libremente sus prácticas religiosas fuera de “su casa” o, para mayor precisión, en “nuestra casa”. El creciente fenómeno migratorio que ha llevado a tierras europeas a millones de personas de religión musulmana ha despertado múltiples reacciones en este sentido: es paradigmática, por ejemplo, la polémica que ha suscitado la iniciativa de construir una mezquita en el centro de Roma. Pero también podemos encontrar ejemplos de esta defensa “culturalista” de supuestas identidades milenarias en nuestro propio hemisferio: los invito a recuperar las tesis de Samuel Huntington en su polémico ensayo The Hispanic Challenge publicado el año pasado. Construir la identidad cultural de los estados democráticos a partir de la afirmación de (¿supuestas?) tradiciones religiosas compartidas o sobre la base del rechazo de las prácticas religiosas ajenas es desnaturalizar a la democracia misma y desfondar sus presupuestos. Por si fuera poco, estos nuevos desafíos tienen componentes raciales, lingüísticos y culturales que hasta ahora habían sido menos significativos. Lo que se encuentra en juego es, sobre todo, el principio de la tolerancia civil que está a la base del constitucionalismo democrático y que, aunque va más allá del aspecto religioso, encuentra su fundamento en la tolerancia religiosa.
Finalmente, existen otras agresiones contra la laicidad estatal que provienen desde el poder político mismo: el caso de los Estados Unidos en los últimos años es quizá el más significativo. La derecha religiosa ha logrado encumbrarse en el poder del país que encarnaba el modelo prototípico de la democracia constitucional y, desde ahí, empuja con fuerza una agenda de política interna e internacional inspirada en dogmas de fe y expresada en tonos proféticos. 9 Basta con recordar del espíritu místico religioso de la campaña militar contra el terrorismo que incluso en sus inicios fue bautizada como “justicia infinita” y que está aderezada por bendiciones y llamados a la oración de parte de los más altos mandos civiles y militares. Una actitud fanática que se autopropone como un antídoto contra el fundamentalismo islámico. Aunque en realidad, como si se tratará de Arabia Saudí, o de Irán, el nacionalismo y la fe religiosa son el carburante de la beligerante política internacional de la (auto)denominada democracia más antigua del mundo. Pero eso no es todo: la confusión entre la esfera de los dogmas de fe y las políticas públicas se ha extendido rápidamente hacia ámbitos como la investigación científica y, peor aún, la educación pública: actualmente está en curso un proceso judicial, Kitzmiller vs Dover, en el que se cuestiona la validez científica del evolucionismo darwinista y se considera la posibilidad de introducir en los programas escolares una teoría creacionista, llamada “diseño inteligente”, que es auspiciada, entre otros, por el Presidente Bush.
Ciertamente es posible que estas amenazas para la laicidad –y otras que podamos imaginar– tiendan a fusionarse y también que encuentren resistencias de diferente índole e intensidad pero lo que quiero subrayar es que, en los últimos años, un poco en todas partes, han cobrado fuerza nuevas manifestaciones de un pensamiento anti-laico que amenaza los cimientos de la democracia constitucional. Y que muchas de estas amenazas han surgido en el seno de los propios sistemas democráticos.
III
La respuesta del pensamiento laico ante estas amenazas también amerita algunos comentarios. Para empezar el propio concepto ‘laico’ es polisemico y tiene diversas versiones. Dejando de lado la acepción original en la que el término ‘laico’ servía para identificar, por exclusión, a las personas que no pertenecen al clero y la versión ampliamente difundida que confunde el concepto ‘laico’ con el de ‘no creyente’ o ‘ateo’; tenemos que el laicismo puede ser entendido, al menos, en dos sentidos: a) como un principio de autonomía ante los dogmas religiosos que sienta las bases para la convivencia de todas las ideologías posibles y se expresa en la regla ‘no pretender que se es poseedor de la verdad más de lo que otro puede pretender que la posee’ ” 10 o; b) como una “batalla intelectual que se propone la derrota, o al menos la denuncia, del prejuicio y la superstición que son la esencia de las religiones históricas y de la tradición”. 11
La primera concepción corresponde al pensamiento liberal e ilustrado tradicional que va desde Locke hasta Bobbio y que inspiró la primera parte de este ensayo. Es, con toda evidencia, la concepción del laicismo que ofrece una respuesta más moderada –aunque no por ello menos decidida– ante las intromisiones de las iglesias en las cosas del estado y que promueve la inclusión en, igualdad de circunstancias, de todas las creencias que aceptan desplegarse dentro de los confines del constitucionalismo democrático. El laico, en esta versión, no defiende ninguna verdad que debe prevalecer en lo público, sino que promueve una esfera pública neutral que permite abrazar una (o ninguna) verdad en lo privado. Ciertamente esto implica la afirmación de algunos valores que podemos resumir en las libertades fundamentales, pero no la negación de los credos religiosos. En una idea: la laicidad no se presenta como la cancelación de la(s) religión(es) sino como su posibilidad. Su signo es la neutralidad en materia de creencias. Lo que propone, para decirlo con Remo Bodei, es dejar públicamente los valores últimos para concentrarse sobre las ‘cuestiones penúltimas’. En privado, sería la consigna, “cada quién puede escoger los valores éticos, políticos o religiosos que prefiera o en los que crea firmemente, pero no debe pretender imponerlos a los demás mediante la violencia o con el apoyo o la complicad del estado”. 12 Esto es así porque, para decirlo ahora con Thomas Jefferson, en un estado democrático, “Los poderes legítimos del estado sólo se aplican a aquellos actos que ofenden a los demás. Pero no nos causa una ofensa que nuestro vecino sostenga que existen veinte dioses o que no existe ninguno”.
La segunda acepción, en cambio, reivindica un laicismo más radical que considera que todos los dogmas en general –pero, sobre todo, los dogmas religiosos– constituyen un obstáculo para la autonomía individual, para la reflexión racional y para el progreso científico. Se trata del laicismo, me parece, de un liberal como Bertrand Russell que denunciaba que: “La religión se basa, principalmente, (...) en el miedo (...) El miedo es el padre de la crueldad y, por lo tanto, no es de extrañar que la crueldad y la religión vayan de la mano. Se debe a que el miedo es la base de estas dos cosas (...) La ciencia puede ayudarnos a librarnos de ese miedo cobarde con el que la humanidad ha vivido durante tantas generaciones”. 13 Y que en otro ensayo advertía que “la religión impide que nuestros hijos tengan una educación racional; la religión impide suprimir las principales causas de la guerra; la religión nos impide enseñar la ética de la cooperación científica en lugar de las antiguas doctrinas del pecado y el castigo. Posiblemente la humanidad se halla en el umbral de una edad de oro; pero, si es así, primero será necesario matar al dragón que guarda la puerta, y ese dragón es la religión”. 14 También es la posición de Ermanno Vitale que, parafraseando a Pascal sostiene que “creer firmemente en lo que menos se conoce es la posición antilaica por excelencia”. 15 El rechazo en este caso aplica contra cualquier dogma de fe y vale para las religiones e iglesias de cualquier tradición: cristiana, judía, musulmana, etcétera.
Creo que una manera elocuente de ilustrar la diferencia entre estas dos concepciones del laicismo es recuper las razones por las que Norberto Bobbio no firmó en 1998 un significativo Manifesto laico que había sido promovido por varios de sus colegas y amigos. En el texto del manifiesto podían leerse afirmaciones como las siguientes: “Estamos muy preocupados por las recurrentes y descaradas reivindicaciones clericales, empezando por las ingerencias sobre los poderes públicos pero, sobre todo, por la aceptación y las señales de rendición por parte de las fuerzas políticas y culturales que tienen, o deberían tener, valores pluralistas contrapuestos al fundamentalismo de nuestros días (…) Solo concepciones atrapadas en la Edad Media pueden seguir defendiendo la concepción del individuo sometido a autoridades ideológicas externas y al pluralismo como la sumatoria de sistemas cerrados e impuestos”. Creo que Russell lo hubiera firmado con gusto, pero Bobbio no quiso hacerlo. En respuesta al reclamo que le hizo Enzo Marzo por la negativa, el propio Bobbio expuso sus razones: “lo que no me gustó de su manifiesto laico y que me llevó a no firmarlo fue, te lo digo francamente, el tono beligerante utilizado por los redactores del texto para defender sus tesis: un lenguaje insolente, propio de un viejo anticlericalismo, irrespetuoso, ¿puedo decirlo en una palabra?: no laico, emotivo y humoral, que no se expresa mediante argumentos y que parece rechazar cualquier forma de diálogo”. 16 Para Bobbio la laicidad era un método y no un contenido que, por lo mismo, excluía cualquier forma de anticlericalismo que en el fondo es tan dogmático como las religiones que pretende combatir. En esto su concepción del laicismo y de la democracia tienden a empatarse: para Bobbio, como todos sabemos, también la democracia era un método, una ruta y no un programa político con un contenido predeterminado. 17
IV
Creo que el laicismo de Bobbio, que corresponde con toda evidencia a la primera concepción de pensamiento laico que he delineado, es el único que ofrece una verdadera respuesta ante los desafíos que enfrentan las democracias constitucionales contemporáneas. Esta afirmación implica un posicionamiento teórico pero también tiene un sentido práctico: ¿quién puede negar, sensatamente, la importancia que tienen las creencias religiosas para la mayoría de los seres humanos? Declarar una cruzada contra la religión y contra las iglesias, suponiendo que un mundo libre de dogmas y de fe es posible, es errado desde la teoría democrática porque supone que creemos poseer la verdad que negamos a los otros y porque cancela las condiciones que hacen posible el diálogo y la convivencia civilizada. Para decirlo con una idea: nos coloca en la misma posición de quien pretende que su religión se imponga como la única creencia verdadera. Pero la cruzada imaginaria también es un error estratégico: solo desde la ignorancia histórica podemos suponer que las personas tolerarán la extirpación de sus creencias más profundas. Ante la estrategia de Benedicto XVI para quien “la tolerancia que admite a Dios como opinión privada pero lo niega públicamente, la realidad del mundo y de nuestra vida, no es tolerancia sino hipocresía”, 18 no debemos caer en la tentación de responder que la única tolerancia posible se da entre aquellos que no profesamos religión alguna. Ambas posiciones son una declaración de guerra contra los fundamentos laicos de la democracia constitucional.
Lo que podemos (y debemos) exigir es que el ámbito de lo público, de las instituciones políticas y educativas, 19 la neutralidad sea la regla sin excepciones. La batalla no debe ser contra la fe sino contra los intentos de algunos creyentes (y de sus iglesias) por imponerse, por excluir las ‘otras creencias’ y las ‘no creencias’ del espacio público. El laicismo así entendido no es patrimonio exclusivo de una ideología, de una cultura o de los agnósticos o los ateos, sino que constituye el terreno común, la condición de posibilidad, de todas las culturas, ideologías o credos que sean compatibles con los principios de la democracia constitucional. Constituye, además, el punto de partida de algunas políticas democráticas concretas. Por ejemplo, se me ocurren las siguientes: a) ninguna iglesia o religión debe recibir beneficios o privilegios económicos por parte del estado; b) las normas e instituciones políticas y jurídicas únicamente deben responder a los principios del estado democrático de derecho; c) ninguna identidad cultural debe estar por encima de los derechos de libertad individuales dentro de los cuales destacan las libertades de pensamiento y religiosa; d) ningún gobierno debe orientar sus decisiones y acciones inspirándose en principios religiosos; c) la ciencia y el desarrollo tecnológico deben responder a la razón científica y a la ética de la responsabilidad de sus promotores y ejecutores y no a los dogmas de fe de los poderosos y; así sucesivamente.
V
Salvo algunos agnósticos, el no creyente, en el fondo, piensa que los creyentes están equivocados. En esto el creyente convencido y el ateo se empatan: uno de los dos tiene que estar, necesariamente, equivocado. Si el mundo ideal para el católico sería aquel en el que su iglesia se impone de manera universal (y lo mismo vale para el musulmán o para el judío); el mundo ideal del no creyente, del ateo, sería un mundo en el que la razón fuera el único principio orientador de las acciones humanas. Ante esta situación que conduce a escenarios de ‘suma cero’, de incompatibilidad radical, me parece, sólo queda una alternativa: vivir, convivir, en lo público “como si Dios no existiera”. Es la única opción que deja a salvo todas los planes de vida. No sólo porque la opción contraria, “vivir como si Dios si existiera”, sería inaceptable para el no-creyente que quedaría moralmente (y quizá políticamente) excluido de la comunidad política y se vería obligado a desplegar su vida en un mundo, desde su perspectiva, irracional que anularía el sentido de su autonomía pública; sino, también, porque no vislumbro una respuesta satisfactoria ante la disyuntiva que nos obliga a decidir cuál sería el Dios verdadero existente. Además, la libertad de religión contiene una aporía inevitable que sólo puede superarse si todos, en lo público, aceptamos vivir ‘como si Dios no existiera’. Me explico: por un lado la libertad de religión es una libertad negativa que, para ser garantizada, excluye cualquier intromisión por parte del estado o de los terceros en el ámbito de nuestras convicciones más profundas; pero, al mismo tiempo, la libertad de religión también es una libertad positiva que supone la posibilidad de profesar activamente nuestras creencias. Y el problema, la aporía, radica en que, cuando hablamos de dogmas religiosos que se presumen verdaderos y absolutos, la dimensión positiva de la libertad de religión puede arrasar con su dimensión negativa: los creyentes quieren (y tienen) que difundir su fe. Y la única forma de hacerlo es invadiendo, para convencerlos, la esfera de libertad negativa de los demás. Por eso, para convivir en paz, tenemos que dejar la religión en la esfera de lo privado en la que cada quien puede, si quiere, vivir con Dios y para Dios pero, en lo público, tiene que tolerar y respetar a los que sólo ejercemos la dimensión negativa de la libertad religiosa.
Es cierto que este planteamiento nos conduce al problema que inspiro el existencialismo de Jean-Paul Sastre. Como nos recuerda Garzón Valdés, Sartre hizo de la siguiente frase de Dostoievski el punto de partida de su existencialismo: “Si Dios no existiera, todo estaría permitido”. Dado que Dios no existe, afirmaba Sastre, no contamos con órdenes o valores que justifiquen o legitimen nuestra conducta y, por lo tanto, estamos condenados a ser libres. 20 Esto con toda evidencia nos conduciría por el camino de un relativismo radical en el plano individual que, tarde o temprano, pondría en jaque a las instituciones del estado democrático y nos llevaría por el camino de la anarquía moral y política. Pero, como nos advierte el propio Garzón, lo cierto es que Sartre se equivocada porque la conclusión correcta es justamente la inversa: “Si Dios no existe, nada está permitido”. 21 Suponer la inexistencia de Dios, como premisa para la construcción de una ética responsable, nos obliga a reconocer que la única justicia que existe es la terrena y que, por ende, no existen compensaciones supraterrenales para los males terrenos. Nuestra intolerancia ante las calamidades –ante los males, las desgracias, las miserias producidos por acciones humanas intencionales–, encuentra fundamento en este postulado que impide utilizar la voluntad divina como explicación o justificación de la maldad humana. Después de todo, concluye Garzón, es “más prudente adoptar una estrategia ‘maximin’, es decir, la de aspirar al mejor resultado alcanzable en el peor escenario posible, supongamos que Dios no existe y cuidemos nuestra convivencia digna aquí y ahora”. 22 La ética del laico, que en privado puede también ser un creyente, me parece, debe estar fundada en esta lógica fundamental: si aceptamos vivir como si Dios no existiera, entonces, nosotros somos los únicos responsables de las venturas o desventuras del mundo en que vivimos.
Notas
1 Kelsen, H., La democracia, Il Mulino, Bologna, 1998, p. 220.
2 Cfr. Homilía Pro eligendo romano pontífice pronunciada el 18 de abril de 2005.
3 Cfr., entre otros, Giorello, G., Di nessuna chiesa. La libertá del laico, Raffaello Cortina Editore, Milano, 2005; Bodei, R., “L’etica dei laici”, en Le ragioni dei laici, Laterza, Roma-Bari, 2005, pp. 17-27.
4 En España y en Italia este es un tema que siempre ha estado presente pero que en los últimos años ha cobrado fuerza nuevamente. Cfr. “El dinero de la iglesia católica” y “Los desafíos de un Estado laico” en El País, 25 y 26 de abril de 2005, respectivamente; De Mauro, T., “Scuola e cultura laica” en Le ragioni dei laici, op. cit., pp. 97-108.
5 Cfr. Bobbio, N., Libertá nella scuola e libertá della scuola, 1985.
6 Cfr., entre otros, Ferrajoli, L., “N. Bobbio. De la teoría general del derecho a la teoría de la democracia” en Córdova V., P. Salazar (coordinadores), Política y Derecho. (Re)pensar a Bobbio, IIJ-UNAM, Siglo XXI editores, México, 2005, pp. 89-101.
7 El 27 de septiembre de 2205, por ejemplo, Monseñor Giuseppe Betori, Secretario general de la Conferencia episcopal italiana, respondió a las críticas que la iglesia ha recibido por oponerse públicamente a la aprobación de una ley que reconocería la unión entre homosexuales en Italia que: “La Iglesia no se deja intimidar … y no dejara de intervenir sobre todos los temas de relevancia moral, como la familia, la vida humana, la justicia y la solidaridad”. Por ejemplo, advirtiendo que “sería absolutamente inaceptable un reconocimiento jurídico” de las uniones entre personas de un mismo sexo. Cfr. Mafai, M., “I convertiti della sinistra” en La Repubblica, 28 de septiembre de 2005, p. 19.
8 Sobre este tema, cfr. Eco, U., C. M. Martín, ¿En qué creen los que no creen?, Taurus, México, 1997.
9 Según el periodista Bill Moyers más de la mitad de los Congresistas en EEUU son apoyados por la derecha religiosa. Cfr. Moyers, B., “No hay mañana”, La Jornada, México, 20 de marzo 2005. Sobre el fervor religioso en Estados Unidos se recomienda el artículo de Mario Vargas Llosa, “A Dios rogando” publicado en El País el 1 de mayo de 2005.
10 Cfr. Vitale E., Derechos y Paz. Destinos individuales y colectivos, Fontamara, México, 2004, p. 77. Vitale nos remite al Dizionario di Política editado por N. Bobbio, G. Pasquino y N. Matteucci (UTET, Torino, 1983).
11 Vitale E., Derechos y Paz. Destinos individuales y colectivos, op. cit., p. 78.
12 Bodei, R., “L’etica dei laici”, op. cit., p. 21.
13 Russell, B., Por qué no soy cristiano, Edhasa, Barcelona, 1999, p. 40.
14 Ibid., p. 73.
15 Vitale, E., Derechos y Paz. Destinos individuales y colectivos, op. cit., p. 80.
16 Este debate ha sido recuperado en un interesante ensayo de Ermanno Vitale intitulado “Laicitá e religiositá nel pensiero di Norberto Bobbio” publicado por la revista italiana Parole chiave, octubre 2005.
17 Una interesante reflexión en este sentido, que empara la laicidad con la democracia, referida al proyecto de constitución iraquí que será sometida a ratificación en octubre de 2005 ha sido desarrollada por Michelangelo Bovero en su ensayo “É democratica la costituzione iraquena?” publicado por periódico italiano La Stampa. Bovero evidencia la contradicción de fondo que existe al pretender incorporar en una constitución supuestamente democrática el elemento religioso (la Sharia) como fundamento del estado a la par de los derechos fundamentales.
18 Cfr. “El Papa dibuja un panorama apocalíptico por proscribir a Dios de la vida pública” en El País, 3 de octubre de 2005.
19 Sobre el tema de la libertad religiosa y de lo que debería entenderse como libertad de la religión sugiero la lectura del artículo de E. Vitale, “Libertá di religione. E dalla religione?, en Bovero, M., Quale libertá? Dizionario minimo contro i falsi liberali, Laterza, Roma-Bari, 2004, pp. 91-106.
20 Cfr. Sastre, J. P., El existencialismo es un humanismo, Sur, Buenos Aires, 1947, pp. 32 y ss. La referencia se encuentra en Garzón Valdés, E., Calamidades, Gedisa, Barcelona, 2004, p. 25.
21 Garzón Valdés, ibid.
22 Ibid., p. 26.