Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 24, 2006
Instituto Tecnológico Autónomo de México
Luis Salazar Carrión*
*Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa., México
Recibido: 05 Noviembre 2005
Aceptado: 24 Noviembre 2005
El mundo actual, el mundo que surgió del fracaso irreversible del movimiento comunista mundial y del fin de la guerra fría, nos ofrece una imagen asaz paradójica y contradictoria. Por un lado la democracia liberal como forma de gobierno laica, sustentada en el reconocimiento de los derechos humanos fundamentales, parece haber alcanzado una extensión sin precedentes, al extremo de quedarse sola como única forma realmente legítima de autorizar y desautorizar gobiernos. Sin duda todavía permanecen enclaves autoritarios y totalitarios en países tan importantes como China, Cuba, Corea del Norte, Vietnam, que pueden verse como los vestigios más o menos amenazadores de la época de la guerra fría. Pero salvo para algunas mentalidades anacrónicas, han dejado de verse como alternativas deseables o como modelos a seguir. Las razones de su persistencia son diversas, pero su futuro como sociedades modernas depende de cualquier manera de su capacidad de transitar gradual y concertadamente a formas democráticas de gobierno. Más preocupante en esta perspectiva resulta la irrupción de fundamentalismos teocráticos en los países islámicos, donde el fracaso reiterado de sus estados para modernizarse y modernizar exitosamente a sus sociedades así como la política aventurera del gobierno norteamericano y sus aliados, han vuelto verosímil la idea de que la democracia y los derechos humanos no son sino la hipócrita justificación de la civilización occidental para oprimir y saquear a las sociedades musulmanas y por ende han alimentado y legitimado la yijad, la guerra santa terrorista contra Occidente.
Por otro lado, esta tercera oleada democrática, este triunfo aparentemente global de sus reglas y de sus valores, arroja hasta hoy saldos sumamente ambiguos y ambivalentes no sólo por la precariedad y fragilidad de las nuevas democracias –que en demasiados casos dan la impresión de no ser otra cosa que una fachada del imperio sin ley de los más fuertes, es decir, de poderes fácticos financieros, mediáticos y mafiosos socialmente destructivos– sino porque incluso las democracias más antiguas y exitosas muestran claros signos de agotamiento, vaciamiento y debilidad para al menos garantizar con eficacia los derechos que son su fundamento y la precondición de sus reglas. 1 Todo ocurre como si se estuvieran realizando las pesimistas palabras de Bobbio cuando señalaba:
Mis dudas no conciernen a la individualización de los objetivos de justicia, sino a la posibilidad de dar voz a la parte condenada del mundo.(...) Pues bien, debemos darnos cuenta que la democracia puramente formal no es capaz de transformar los “no hombres” en “hombres”; ahí (en el tercer mundo) se muere de hambre y de enfermedades; los derechos son puramente formales. El problema de la izquierda es de tal magnitud que me pregunto cuál puede ser la solución política, es decir, cómo se puede organizar la fuerza necesaria para poder cambiar las cosas en profundidad.
La gran paradoja que ha acompañado esta tercer oleada democratizadora, en efecto, es que, al acelerar una globalización económica anárquica y socialmente depredadora, ha generado gobiernos que independientemente de su signo ideológico (si es que lo tienen), parecen incapaces ya no digamos de revertir sino incluso de detener la agudización inclemente de las desigualdades que condenan a cientos de millones de personas a la pobreza y a la miseria extrema, a una vida sin futuro y sin sentido. Por eso, agregaba el filósofo turinés:
La fuerza de la religión, en los países que viven este drama nace justo de aquí, del hecho de que la religión católica en algunas áreas, o de la islámica en otras es la única razón de vida, aun siendo una fuerza puramente moral. Los sacerdotes y obispos de la Teología de la Liberación tienen una enorme importancia en el Tercer Mundo, porque la política que debería de algún modo satisfacer esas mismas exigencias es demasiado débil. Y el hecho de que en estos países se manifiesten acciones guerrilleras y de violencia endémica demuestra la insuficiencia, de un lado, de las dictaduras, pero también, de otro lado, de las democracias puramente formales. 2
A más de quince años, es posible constatar que Bobbio se equivocó al menos parcialmente en lo que se relaciona al peso e influencia de la teología de la liberación en América Latina, 3 aun si no han faltado intentos insurgentes de corte relativamente fundamentalista. Y que, en cambio, en los países islámicos el fundamentalismo se ha convertido en algo mucho más serio y ominoso que una fuerza moral: en un verdadero poder terrorista capaz de masacrar poblaciones enteras en África y en Asia y capaz de amenazar la seguridad y la paz en todo el planeta. Pero mucho más sorprendente aún es el resurgimiento del fundamentalismo neoconservador –perfecto complemento de una miope visión neoliberal de los problemas– en la superpotencia norteamericana cuyo gobierno parece haber realizado la mejor síntesis de una cínica y pragmática política de potencia sustentada en intereses económicos, con la explotación descarada de los prejuicios religiosos más reaccionarios, dando lugar a lo que se conoce como la nueva derecha norteamericana. En cualquier caso, sin embargo, no podemos desconocer que la debilidad de la política diagnosticada por Bobbio, su impotencia para frenar la polarización de las sociedades, sigue abrumando a las democracias en casi todo el orbe, generando insatisfacción y malestar crecientes, así como un desprestigio incontenible si no de la democracia sí de la política democrática y de sus reglas e instrumentos fundamentales: los partidos políticos.
En este horizonte de problemas resulta relevante preguntarse por el sentido de la laicidad en tanto supuesto institucional y cultural de los estados y las democracias modernas. Un supuesto que hoy se ve cuestionado no sólo por los fundamentalismos antes señalados, sino también por el surgimiento de políticas de la diferencia, identitarias, nacionalistas y/o populistas que, frente a la pretendida muerte de las ideologías seculares, reivindican símbolos y banderas particularistas, comunitarias y hasta mesiánicas, explotando y expresando la impotencia de la política antes mencionada. 4 Tanto los imanes musulmanes como las diversas iglesias cristianas, en efecto, impugnan la privatización de los asuntos religiosos, insistiendo en la necesidad de una fe integral, de una vida religiosa que trascienda en la vida pública. Por su parte, los defensores las políticas de la diferencia –comunitaristas, multiculturalistas, nacionalistas, etc.– exigen el reconocimiento político de supuestas identidades o esencias populares que habría que proteger y hasta imponer estableciendo derechos colectivos y leyes exclusivas y excluyentes de los que no pertenecen o no se identifican con ellas. Mientras que la personalización de la política promovida por los modernos medios de comunicación, convierte a las imágenes y las técnicas de mercado en la única sustancia de una política transformada en mero espectáculo tan banal como estridente. En un panorama como este, dominado sea por el retorno de fundamentalismos religiosos o identitarios sea por el cinismo mercantil de los medios (o por ambos), lo que parece sucumbir es la posibilidad de una política ilustrada, de una política sustentada en argumentos y razones, en una palabra, de una política propiamente laica y por ello propiamente democrática.
Los diversos significados de la laicidad
El adjetivo laico adquiere, a mi modo de ver, sentidos diferentes, menos o más exigentes, si se utiliza para calificar a un Estado, a un partido, a una política, a un tipo de educación o a un tipo de ética o de pensamiento. Para que un Estado sea laico basta con que ese Estado sea realmente neutral en relación a los diferentes credos religiosos, esto es, que ni promueva ni obstaculice oficialmente a ninguno de ellos, garantizando así cabalmente la libertad de conciencia y su consecuencia la libertad de los individuos para asumir o no determinadas creencias y prácticas religiosas. Contra lo que a veces se cree, este tipo de laicidad está lejos de haberse logrado cabalmente en buena parte de las democracias contemporáneas, en las que, por diversas razones históricas, algunos estados siguen favoreciendo a determinadas iglesias so pretexto de que esas iglesias son mayoritarias o, peor aún, esenciales para la identidad nacional. En Italia y en España, por ejemplo, en flagrante contradicción con sus propios textos constitucionales, los estados siguen privilegiando a la Iglesia católica con recursos y con clases de religión en las escuelas públicas. En Inglaterra sigue existiendo una religión de Estado, la anglicana. En Argentina es requisito pertenecer a la religión católica para aspirar a la presidencia de la república, etc. Sorprendentemente, la laicidad estricta del Estado, su separación y neutralidad frente a las iglesias, hoy parece más una anomalía “jacobina” de algunos estados como el francés o el mexicano o como, más ambiguamente, el norteamericano, que una regla universal. Lo que no obsta para que la secularización de las sociedades en muchos casos haya disminuido grandemente la influencia de las iglesias a pesar de esos privilegios y recursos.
Para que los partidos puedan ser calificados, a su vez, de laicos es suficiente, a mi entender, que no apelen en sus programas o en sus estatutos a las identidades o sentimientos religiosos, ni pretendan promover, oficializar o impedir e ilegalizar algún credo o alguna iglesia. El caso singular es el de las democracias cristianas europeas que, pese a su nombre y a algunas tentativas aisladas, en la mayoría de los casos terminaron siendo partidos más bien laicos de centro derecha, votados por creyentes y no creyentes. En cambio, el partido Likud de Israel es un caso claro de un partido no laico, de un partido que apela y explota abiertamente identidad y sentimientos religiosos. Lo que, sobra decirlo, pone en duda su carácter democrático y amenaza incluso la siempre ambigua laicidad del propio estado de Israel.
La pregunta que podemos hacernos ahora es si el adjetivo laico sólo tiene estos sentidos negativos mínimos cuando se aplica a la política, a la ética, a la educación y al pensamiento. Y si reducir la laicidad a estos sentidos no es, precisamente, lo que abre las puertas a todos los que la cuestionan identificándola con el nihilismo, el relativismo, el indiferentismo, el cinismo, y en suma la vacuidad axiológica supuestamente derivada de la muerte de Dios. ¿La política laica es necesariamente una política cínica, sin principios y valores? ¿La ética laica es puro relativismo o indiferentismo? ¿La educación laica es únicamente una educación ajena a las confesiones religiosas? ¿El pensamiento laico es solamente nihilismo? Tales suelen ser las acusaciones que los voceros de las religiones dirigen contra la laicidad, y que merecen reconsiderarse justamente desde una perspectiva laica. Comencemos por examinar a qué se puede denominar un pensamiento laico. Para ello utilizaré una poesía de Jorge Luis Borges, que a mi modo de ver expresa brillantemente “el principio” esencial de la laicidad como método de búsqueda de la verdad:
Desde esta perspectiva, el pensamiento laico no se refiere a una visión o concepción del mundo, a una doctrina o a una ideología o a una filosofía particular. Los laicos, como entre otros ha subrayado Bobbio, pueden asumir y de hecho asumen muy diversas formas de entender y evaluar la realidad: de izquierda o de derecha, progresistas o conservadoras, realistas o idealizantes. Lo que tienen en común, por ende, no son ni los valores ni las concepciones, sino la manera en que los presentan y los defienden. A saber, mediante argumentos que apelan a la razón y a la experiencia, y no a principios de autoridad o a dogmas indiscutibles. En este sentido, el laico no es el que carece de creencias o convicciones, sino el que considera que sus creencias y convicciones deben estar sustentadas en razones y en la experiencia, y en consecuencia, pueden y deben someterse a un examen crítico permanente, como única vía adecuada para difundirlas, profundizarlas, rectificarlas o incluso rechazarlas. El pensamiento laico, por ende, no niega la existencia de verdades sino que esas verdades sean absolutas e indiscutibles o sagradas, pues reconoce que dada la infinita complejidad de la realidad, nuestros conocimientos lo mismo que nuestros valores son siempre parciales, siempre discutibles, siempre mejorables y siempre rectificables. Por eso el pensamiento laico, como ha señalado Bovero, 5 se funda en un principio práctico: la tolerancia; y en un principio teórico: el antidogmatismo. La tolerancia porque reconoce en el disenso y en el desacuerdo no un mal o un crimen sino una expresión del pluralismo que a su vez es la condición para el debate y el progreso de nuestros modos de entender, interpretar y evaluar la realidad. El antidogmatismo, porque no admite verdades absolutas, sagradas, incuestionables, por importantes que puedan parecerles a sus seguidores, en la medida en que se configuran como límites autoritarios al propio pensamiento y discusión racionales.
A este respecto debiera sobrar decir que el laico no absolutiza ni sacraliza a la Razón, a la diosa Razón, justamente porque a diferencia del pensamiento dogmático y autoritario el pensamiento laico asume que la razón no es otra cosa que la obligación y el compromiso de dar razones, argumentos, pruebas, justificaciones orientadas al aprendizaje y al entendimiento. En una palabra, el pensamiento laico no sólo es crítico sino autocrítico, no sólo quiere ser racional sino razonable. Como decía Bobbio, ante la pluralidad irreductible de creencias y valores, el pensamiento laico se propone entender antes que discutir y discutir antes que condenar. 6 No se opone pues, directamente, a la religiosidad ni a las religiones, sino a los dogmas y sobre todo a los fanatismos.
Bajo estas premisas, ¿qué puede ser una ética laica? ¿Se trata acaso de una ética relativista, escéptica o incluso cínica? ¿De una ética de la indiferencia? ¿De una ética que por rechazar la existencia de verdades o fundamentos absolutos afirma que todo está permitido? Desde siempre, los promotores de posturas religiosas han denunciado a la laicidad de conducir al vacío ético y al más crudo relativismo. Y tendríamos que reconocer que la elaboración de una ética laica sigue siendo más un desafío abierto que una promesa cumplida. Como indicaba Bobbio en una entrevista realizada en 1992, no sin un dejo de amargura:
El desafío que afronta hoy en día el laicismo es justamente este: probar no sólo con buenas palabras y con doctas disquisiciones, sino con hechos que el laicismo no se resuelve en una ética del indiferentismo, del laxismo, del puro utilitarismo o incluso del inmoralismo. No sé en qué medida los laicos se dan cuenta de la gravedad de este desafío. Más aún, ¿quiere saber lo que pienso francamente? Me parece que hacen todo para perder este desafío. Me pregunto si esta falta de conciencia es causada por ligereza, simplemente, o bien por inconciencia cultural o política, o en fin por una pretendida superioridad. Puede ser que se den cuenta de ello pero no sepan qué y cómo responder. Pero si no responden al desafío, quiere decir que ya lo han perdido.7
Pero antes de abordar este desafío conviene dejar claro que siempre me ha sorprendido la pretensión de la mayor parte de los credos religiosos de tener o ser desde siempre la solución, es decir, la condición necesaria y suficiente de la validez y de la eficacia de los valores y obligaciones morales. La pretensión, en otras palabras, de que la causa del nihilismo y el vacío ético que presuntamente abruman a las sociedades actuales se origina en el predominio de un laicismo que no sólo niega la importancia de la religiosidad sino también enmascara un espíritu jacobino y hasta ateo. Lo cierto es que, desde un punto de vista histórico, las religiones sin duda han servido para apuntalar mediante amenazas de castigos y promesas de premios, más o menos desmesuradas, determinadas obligaciones morales; pero también han servido y lamentablemente siguen sirviendo (lo que olvidan con demasiada facilidad sus promotores) para justificar innumerables crímenes, crueldades y aberraciones que chocan frontalmente con la menor sensibilidad ética. Locke todavía, en su célebre Carta sobre la tolerancia, escribía que no se podía admitir el ateísmo porque sin creer en Dios no hay razón fuerte que nos obligue a cumplir los preceptos morales; pero el mismo tiempo, en un texto menos conocido, La razonabilidad del cristianismo, se veía forzado a criticar y rechazar buena parte de los textos de la Biblia por presentar a un Dios celoso, colérico, injusto y cruel con sus propias criaturas. Es decir, se veía forzado a cuestionar desde una moral razonable y por ende laica, muchos de los dogmas de la revelación religiosa cristiana.
Por su parte el rigorista pero ilustrado Kant no podía sino condenar una “moralidad” fundada casi exclusivamente en amenazas de castigos y promesas de recompensa, que la reduce por ende a un mero medio para evitar el infierno y alcanzar el paraíso. Por lo demás ¿qué clase de moralidad expresa un ser supuestamente divino que se arroga el derecho de torturar eternamente a sus criaturas, o que permite, si no es que causa, el sufrimiento de tantos inocentes? Lo cierto, como sugiere Bobbio, 8 es que frente al dilema de negar la omnipotencia o de negar la bondad o moralidad del Creador, que ha atormentado a tantos teólogos a partir del Holocausto y de las guerras contemporáneas, parece más razonable reconocer que la moral, la ética bien entendida, tiene un origen y fundamento puramente humano, demasiado humano: es no otra cosa que un conjunto de normas y valores que la humanidad ha elaborado como una reacción frente a la intolerabilidad del sufrimiento humano. De normas y valores que lejos de fundarse en dogmas religiosos, ha sido la condición para desacreditar, así sea limitadamente, muchos de esos dogmas.
Pero volvamos al problema de una ética laica. Muchas son las escuelas filosóficas que han intentado justificar racionalmente la validez de los valores morales: utilitaristas, intuicionistas, formalistas, dialógicas, etc. Pero más allá de estos intentos, lo cierto es que la laicidad, en tanto heredera de la ilustración, parece implicar necesariamente ciertos principios éticos generalizables. Tanto la tolerancia como el antidogmatismo, en efecto, suponen al menos no sólo un valor político (la paz) y un valor teórico (el conocimiento y la discusión racionales), sino también un valor ético (el respeto por la autonomía y la libertad de todas las personas). No es casual en este sentido que el actual papa, Benedicto XVI, con su rigor habitual, haya precisado la diferencia entre la moral católica y la moral laica señalando que, para la primera, la Verdad (entiéndase los dogmas) debe estar por encima de la autonomía de los individuos (de su libertad y su racionalidad). 9 Tiene razón: los propio de una ética laica es justamente eso: colocar como principio fundamental, por encima de cualquier pretendida verdad sagrada, el respeto irrestricto, e incluso la promoción, de la autonomía de los individuos en tanto seres racionales. Como seres, diría Kant, capaces de superar su culpable minoría de edad usando su propia razón, y por ende dejando de ser y verse como criaturas infantiles, sometidas a verdades y autoridades indiscutibles.
La ética laica, lejos de ser una ética laxa, es, debiera ser, una ética exigente, una ética que requiere de condiciones y de una educación específica, ilustrada, adulta. Tan exigente y tan difícil, podríamos decir, como para permitir comprender el constante resurgimiento no sólo de las éticas religiosas y hasta fundamentalistas, sino también la abrumadora presencia de un laxismo moral, de un nihilismo y de un cinismo ilimitados en un mundo agobiado por las desigualdades, la miseria, las catástrofes naturales y la violencia militar, criminal y terrorista. Pues el problema mayor para una ética laica no es, como a veces se pretende, el de sus fundamentos o justificaciones racionales, sino el de sus motivaciones, o más simplemente, el de su eficacia. Para garantizar la observancia de las obligaciones morales, las éticas religiosas cuentan con la justicia de Dios, con la sanción o recompensa divinas. (Aunque no deja de suscitar dudas el hecho de que, con gran frecuencia, los fieles ignoren flagrantemente tales amenazas y tales promesas.) La ética laica, en cambio, si no ha de traicionar su inspiración ilustrada, sólo puede contar con la educación, con la débil fuerza de las razones, pero sobre todo con ese gran artificio racional del que depende en realidad, como ya sugería Hobbes, la posibilidad misma de que se respeten los deberes morales de manera relativamente generalizada, esto es, con el imperio de una legalidad, de un derecho positivo, que reconozca y garantice efectivamente los derechos fundamentales de todas las personas por igual.
Por eso, la educación laica no debiera ser entendida solamente como una educación “ajena a las confesiones religiosas” o, peor aun, como una educación ajena a los valores morales, a su difusión, a su examen crítico y a su constrastación con la experiencia. Por el contrario, tendría que ser una educación comprometida vigorosamente con la defensa y promoción de los derechos humanos; con la defensa y promoción del espíritu crítico y racional; con la defensa y promoción, en una palabra de esa ética laica y de ese pensamiento laico. Una educación, incluso, que respetando puntualmente los diversos sentimientos y creencias religiosas, asumiera la tarea de examinar la historia de las religiones en tanto que fenómenos y hechos que, para bien y para mal, han jugado un papel decisivo en la formación de todas las civilizaciones. El rechazo de la dirigencia del SNTE a la difusión de un texto de Alfonso Reyes bajo el pretexto de que en él se mencionaban temas religiosos, no es una expresión de laicidad, sino de autoritarismo e ignorancia sin límites, lo mismo que la dogmática defensa, realizada por supuestos políticos progresistas, de personajes míticos de la historia nacional, como los “niños héroes” o “el Pípila”.
En el mismo sentido, una política laica no es sólo aquella que no pretende explotar y capitalizar los sentimientos religiosos de los ciudadanos. Si no se quiere confundir laicidad con laxismo o con cinismo, una política es laica si y sólo así asume los principios intelectuales y morales antes considerados, es decir, si y sólo si apela no a las meras pasiones y malestares de los mismos, o a trucos de mercadotecnia, sino a razones, argumentos, proyectos y planteamientos públicos. Que apela a y apuesta por la capacidad racional y no por la irracionalidad de los votantes y de sus interlocutores. A la luz de la degeneración mediática que hoy por hoy padecen las democracias en casi todo el mundo; a la luz de la infame reducción de la competencia electoral a mero y frívolo espectáculo en el que sólo parecen enfrentarse personajes escandalosos y groseros en un intercambio interminable de insultos, acusaciones, difamaciones y groserías, podemos quizá entender el resurgimiento ominoso de políticas antilaicas, fundamentalistas.
Nuestra laicidad incompleta
Si las distinciones anteriores tienen algún fundamento, creo que es posible concluir que, por fortuna, contamos con un Estado y un sistema de partidos laicos. Se trata de un logro histórico que no debiéramos menospreciar ni descuidar. Pero esa laicidad institucional hoy se ve socavada seriamente por el predominio cultural –intelectual y moral– de un espíritu amoral, cínico, laxo e insolidario. Carecemos de una verdadera cultura laica, de una cultura ilustrada, de una cultura del debate público fundado en razones, lo que genera una política y una educación de ínfima calidad. Esa carencia, junto con las desigualdades que desgarran y degradan a nuestra sociedad, permiten entender la debilidad inmensa de nuestra democracia, y son el mejor caldo de cultivo para que, frente la abrumadora amoralidad de nuestro escenario público, resurjan conflictos y fundamentalismos tan regresivos como los que hoy asolan a las sociedades musulmanas.
Ojalá, quiera Alah, quiera Yahvé, quiera Dios, quieran todos los dioses imaginables, que nunca olvidemos ese hecho capital de la Historia, del que nos habla Borges.
Notas
1 Sobre estos problemas véase F. Zakaria, Democrazia senza libertà, Milán, Rizzoli, 2003. Y también, M. Bovero, Contro il governo dei peggiori. Una grammatica della democrazia, Roma- Bari, Laterza, 2000.
2 N. Bobbio, “Adesso la democrazia é sola”, en L’Unità, jueves 13 de julio de 1989, p.4.
3 En parte, hay que reconocerlo, a causa de la línea conservadora impuesta por el papa Juan Pablo II.
4 Sobre este tipo de políticas véase E. Vitale, Liberalismo e multiculturalismo. Una sfida per ilpensiero democratico, Roma-Bari, Laterza, 2000. Y también, V. Pazé, Il comunitarismo, Roma- Bari, Laterza, 2004.
5 M. Bovero, “Laicidad y democracia. Consideraciones sobre pensamiento laico y política laica”, en Nexos, julio de 2002.
6 N. Bobbio, Italia civile. Ritratti e testimonianze, Mandura-Bari-Perugia, Lacaita, 1964.
7 N. Bobbio, “Siamo a la sfida finale”, en L’Espresso, 28 de junio de 1992.
8 N. Bobbio, “Gli dei che hanno fallito: alcune domande sul problema del male”, en Elogio della mitezza, Milán, Linea d’ombra edizione, pp.207,208.
9 Cf. Nota doctrinal sobre compromiso y conducta de los católicos en la vida política, Congregación para la doctrina de la fe. www.vatican.va.