EL LAICISMO TAMBIÉN COMO ACTITUD
EL LAICISMO TAMBIÉN COMO ACTITUD
Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 24, 2006, pp. 7 -23
Recibido: 27 Octubre 2005
Aceptado: 24 Noviembre 2005
I
Las palabras no pocas veces embrollan, y llevan por el mal camino a creencias, deseos, emociones y, previsiblemente, a acciones. Así, con frecuencia, provocan sucesivos desastres en nuestras vidas. Por eso, a menudo antes de comenzar a discutir sobre cualquier cosa, hay que tener en cuenta la regla de prudencia que advierte:
¡Ten cuidado con las palabras!
Creo que en el caso de las palabras “laicismo”, “laico” debemos ser en extremo cuidadosos. Como muchas claves de la vida política, apenas las pronunciamos y ya nos acosan acalorados debates que, más que iluminar algo, enredan; nos enemistan no sólo con las y los de enfrente, sino también con las y los de al lado. Por desgracia, no tengo demasiado claro como salir de los embrollos a que nos conduce discutir sobre el laicismo. De ahí que sólo intente, una y otra vez, rodear, sin acercármele demasiado, a algunos efectos –sólo a algunos– de varios usos de esta palabra, indicios de mucha gritería y dolores de cabeza. No se espere más.
II
Consultemos algún diccionario para aclararnos, o parcialmente aclararnos o, al menos, para empezar a atar cabos por algún lugar. Alerta: sólo podemos acudir a diccionarios de tradiciones preponderantemente católicas e influidas por Francia. Al respecto, se dispone, por ejemplo, de diccionarios en español, en francés, en portugués, en italiano, pues palabras como “laicismo”, “laico”, que notoriamente tienen su origen en el concepto francés de república, ni siquiera poseen equivalentes en lenguas como el inglés o el alemán. 1 Consultemos, pues, el Diccionario de la Real Academia Española:
Laicismo, laico: Doctrina que defiende la independencia del hombre o de la sociedad, y más particularmente del Estado, de toda influencia eclesiástica o religiosa.
Pese al habitual laconismo de los diccionarios, en esta breve entrada hay ya varias palabras que inquietan: la palabra “doctrina”, la palabra “independencia”, las palabras “eclesiástica o religiosa” como si hicieran referencia casi al mismo asunto... En contra del orden de la entrada, sospecho que el adjetivo “laico” se predica, ante todo, respecto de los Estados, y sólo de modo derivado –¿y un tanto extravagante?– de las personas. Quizá no haya algo así como “personas laicas”, sólo creyentes en diversas religiones, o agnósticos, o ateos, o indiferentes, o poco o nada preocupados por este tipo de creencias. Sin embargo, cualquiera de estas personas pueden o no tener actitudes laicas: actitudes que favorecen al Estado laico. (Con esta observación no olvido que, por ejemplo, dentro de la Iglesia Católica se usa la palabra “laico” más o menos como sinónimo de “feligrés” y opuesta a “clérigo”, a “sin votos religiosos”. Este uso de “laico” no interesa en esta reflexión.)
No obstante, de modo previo a la elaboración de algunas de las dificultades que aparecerán reflexionando sobre las palabras de esta entrada del diccionario, debemos preguntarnos: ¿por qué hay que defender la independencia de los Estados de las influencias religiosas? O expresada esta pregunta de modo más abarcador: ¿cuál es el problema importante, o problemas importantes, a los cuales una palabra que suscita tantas polémicas como “laicismo” pretende dar solución, al menos pretende hoy dar solución?
Si no me equivoco, la respuesta más directa es el siguiente razonamiento de tipo más o menos hobbesiano (o al menos, con genealogía hobbesiana): en cualquier sociedad compleja se desarrollan varias concepciones de la vida humana, de cuáles son los valores fundamentales y a qué normas es preciso atenerse. A menudo estas concepciones entran en conflicto entre sí. No pocas veces esos conflictos han sido sangrientos y hasta trágicos, como nos recuerdan las guerras de religión. De ahí que para evitar la peor situación posible, la guerra de todos contra todos, haya que disponer de un instrumento que garantice la convivencia socio-política y permita que quienes posean concepciones opuestas de la vida, lleven a cabo, en algún grado, sus planes privados sin impedir que los demás hagan lo mismo. Ese instrumento no puede ser otro que un Estado laico: que un Estado que reconoce una pluralidad de concepciones valiosas de la vida. En este sentido, identificar un Estado laico con un Estado neutral con facilidad confunde, si por “Estado neutral” se entiende algo así como un “Estado sin valores”. Por supuesto, un Estado laico defiende también algunos valores, algunas normas. Por ejemplo, se acepta la existencia de una pluralidad de concepciones de la vida como un valor decisivo, enriquecedor de la sociedad, que, a su vez, implica otros valores, digamos, el de la tolerancia. Esta trama de valores se opone a quienes defienden la posibilidad de una sola concepción valiosa de la vida: de alguna concepción absoluta de la vida, religiosa o ideológica. A este último fenómeno, mucho más común y ramificado, y con más poder tentador de lo que nos gusta aceptar, suele llamársele en los últimos tiempos “fundamentalismo”.
Incluso quien acepte este razonamiento, de seguro preguntará: ¿de qué modo o modos un arreglo político como el Estado puede ser capaz de tal reconocimiento de la pluralidad y, así, lograr defender su independencia, al menos, respecto de las influencias religiosas? Exploremos algunas posibles condiciones.
III
En primer lugar, no parece que suscite mucha controversia afirmar que se favorece a un Estado laico con la separación legal entre el Estado y la Iglesia o las Iglesias. Pero, en segundo lugar, ningún Estado a la larga sobrevive sin una sociedad con una vida pública acorde a sus ideales, que motive a los ciudadanos a respaldar sus instituciones. ¿Qué tipo de vida pública favorece más a un Estado laico? Se han propuesto dos modelos opuestos de vida pública para defender o, más bien, para llevar a cabo la independencia del Estado. Podemos llamarlos “el modelo de la vida pública vacía” y “el modelo de la vida pública llena” (en este contexto “vacío” y “lleno” pretenden operar como palabras descriptivas).
Según el modelo de la vida pública vacía, todas las creencias religiosas pertenecen en exclusiva al ámbito de lo privado, y ahí deben permanecer para siempre. Por eso, en la vida pública no se debe admitir el tráfico de creencias religiosas, ni la de signos religiosos, ni mucho menos se pueden tener en cuenta, a la hora de resolver los problemas de convivencia, las normas, los usos, las costumbres, propios de una religión. En la vida pública sólo deben regir las leyes del Estado, y en los Estados democráticos, las leyes que recogen los derechos humanos y sus exigencias.
Por el contrario, según el modelo de la vida pública llena, las creencias religiosas son demasiado importantes, demasiado definidoras de lo que constituye para una persona su identidad y sus bienes básicos, como para ser escondidas en lo privado. De ahí que la única manera de lograr un Estado genuinamente independiente, es permitir que todas las creencias religiosas, y el espesor de todos sus signos, pueblen la vida pública y convivan los unos al lado de los otros.
Una observación todavía, que vale la pena no pasar por alto cuando se discuten estos dos modelos de vida pública: las creencias religiosas, como cualquier tipo de creencias importantes, como las creencias morales, políticas, e incluso como algunas creencias científicas o estéticas, no se encuentran aisladas de muchas otras creencias, sino que forman fuertes tramas de creencias difíciles (o, para muchos, imposibles) de distinguir. Así, los conflictos que suelen provocar los partidarios de las diversas creencias religiosas no son, pues, únicamente conflictos religiosos en sentido estricto: conflictos teológicos acerca del otro mundo (conflictos del tipo de si Dios es Uno y Tres, o sólo Uno, o de si además de la eternidad de las almas, habrá una resurrección de la carne, o problemas o, tal vez mejor, misterios de ese tipo). Más bien, en la mayoría de los casos se trata de conflictos morales y políticos en este mundo. Para citar algunos debates recientes, y bien de este mundo, se trata, por ejemplo, de discusiones sobre el lugar de la sexualidad en la vida humana, la despenalización del aborto, la legalización de los matrimonios homosexuales, la regulación de la eutanasia, la estructura de la familia, el papel de la mujer en la sociedad, cuando no, directamente, el apoyo a ciertos partidos políticos y el repudio de otros.
Para el modelo de la vida pública vacía, pues, menos es más; para el modelo de la vida pública llena, sólo más es más. 2 En varias ocasiones se han bautizado a estos modelos con nombres prestigiosos. Así, se suele llamar al modelo de la vida pública vacía, “modelo liberal”, y al modelo de la vida pública llena, “modelo multiculturalista”. Más todavía, algunas veces se han buscado héroes de la tradición para presidirlos. Así, se vincula al primero de estos modelos con Kant, y al segundo con Hegel. Sin embargo, en primer lugar, hay muchas y variadas formas de entender al liberalismo. Sin ir más lejos, el liberalismo “descriptivo” de Hayek, Lord Acton o incluso Raymond Aron –tan influyentes en la primera mitad del siglo XX–, a primera vista, al menos, parece tener fuertes diferencias con el reciente liberalismo “moralmente normativo” de John Rawls o Ronald Dworkin (que para algunos partidarios de los primeros es sólo una forma de social-democracia). Por otra parte, también hay muchas formas de concebir al multiculturalismo. En segundo lugar, en los últimos tiempos se han multiplicado las lecturas de Kant y de Hegel que cobijan o excluyen ambos modelos. De ahí que en esta reflexión prescinda de estas espléndidas referencias históricas (que, si uno no se demora en profundizarlas con cuidado, más que aclarar algo, nos apabullan en medio de la usual catarata de glosas e interpretaciones, cuando no de exasperantes listas de nombres propios). Me limitaré, pues, a razonar estos modelos, llamándolos simplemente “modelo de la vida pública vacía” y “modelo de la vida pública llena”.
¿Qué decir acerca de cómo favoreces cada uno de ellos al Estado laico? Pero, ¿puede acaso haber un instrumento que haga posible una sociedad en la que sean capaces de convivir concepciones en conflicto de los valores y normas fundamentales con las que constituimos nuestras identidades, nuestros ideales de buena vida? ¿O tal posibilidad no existe, y con expresiones como “Estado laico” sólo se proponen vanas fantasías para defender mejor los intereses particulares de algún grupo?
IV
Observemos que, en contra de lo que a veces señalan –con malas razones– quienes defienden a alguno de estos dos modelos, se trata de dos modelos ideales: esencialmente ideales.
Por un lado, de hecho, ninguna vida pública se encuentra vacía “de influencia eclesiástica o religiosa”, ni podría estarlo. La religión ha sido y continua siendo un fenómeno demasiado importante en todas las culturas que conocemos para que sus diversos signos, y hasta sus argumentos, no se encuentren por doquier. Los edificios de una o varias religiones están ahí, mostrándose y, a veces, hasta ennoblecen nuestras ciudades. ¿Cómo ocultarlos de la vista pública? Se observará: al menos, si bien es imposible ocultar las catedrales, las sinagogas, las mezquitas, no permitamos que las palabras y los razonamientos de las religiones pre-condicionen la vida pública futura, por ejemplo, eliminémosla de los trabajos de la escuela. Se aconsejará, así, que un Estado no debe apoyar económicamente escuelas confesionales y, mucho menos, ofrecer cursos de religión en las escuelas del Estado, y hasta debería eliminar a todo autor religioso de los ejercicios escolares. (Se sabe: la escuela ha sido uno de los lugares privilegiados en torno a los cuales se han discutido con pasión los problemas del laicismo.) El problema con este tipo de medidas “todo-o-nada” es su impracticabilidad. Por ejemplo, una medida “todo-o-nada” de este tipo, entre nosotros equivaldría, no a suprimir un autor o dos o siete de la tradición cuyo vehículo es la lengua española, no llevaría a prescribir a Manrique, a fray Luis o a Calderón, sino... a gran parte de la historia de nuestras diversas literaturas. Tal vez se sugiera que hay que enseñar a esos autores “de manera laica”: haciendo abstracción de sus contenidos religiosos. No sé en qué podría consistir esa enseñanza. Pues tales autores suelen presuponer, o directamente articular, apasionados alegatos en pro del Cristianismo que, de seguro, persuadirán a muchos estudiantes. Un recuerdo: yo asistí a una escuela secundaria militantemente laica, y mi profesora de literatura era atea, notoriamente marxista. Pero era una gran, gran profesora. Previsiblemente, cuando leímos a San Juan de la Cruz varios compañeros comenzaron a entrever experiencias místicas, y cuando leímos a Unamuno nadie quedó inmune frente a los desafíos cristianos que planteaba. Hubo incluso apasionadas conversiones. El ejemplo es elemental pero ilustrativo: aunque el camino a veces es muy largo, y a menudo tortuoso, no sólo los Estados y sus funcionarios saben muy bien que, de una inocente clase de literatura, mediante el fervoroso cultivo de ciertas creencias, deseos, emociones y expectativas a la larga, se puede llegar... a la nobleza moral o al asesinato en nombre de la Guerra Santa. De lo contrario no habría tantos intereses y polémicas -en las que razonablemente suelen inmiscuirse grandes grupos de la población sobre quiénes deben educar y qué cosa y cómo.
Ah..., argumentarán los partidarios del segundo modelo, puesto que no es ni siquiera posible vaciar la sociedad de las creencias religiosas de su tradición, entonces, nosotros tenemos razón: llenémosla de todas las creencias religiosas. Reformemos el canon de cada cultura y agreguémosle los representantes de todas las creencias religiosas y anti-religiosas que encontremos, por lejanas que se hallen de la propia tradición. Los partidarios del segundo modelo precisarán: si bien el primer modelo es ideal, el segundo modelo es, pues, bien realizable. Esta conclusión también se equivoca: no hay vida pública sin exclusiones y, en particular, sin la exclusión de algunas creencias religiosas. Por ejemplo, respecto de la escuela, incluso con el criterio más amplio posible, y por mejor que se elijan los textos, algunos le resultarán tanto al profesor como al estudiante, por ajenos, rarísimos, y en muchos casos, ininteligibles. En las tradiciones impregnadas de Cristianismo como la nuestra, de seguro será una excepción el profesor que pueda explicar a Buda con la misma apasionada simpatía, o antipatía, que explique a San Pablo. El segundo modelo es tan ideal como el primero. ¿Qué hacer?
V
El modelo de la vida pública vacía tiende, sin duda, a la represión. Puesto que ninguna vida pública se encuentra de hecho vacía de creencias religiosas, quienes defiendan el primer modelo, intentarán vaciarla con todos los medios de que pueda disponer el Estado o sus organizaciones y grupos de presión (escuelas, universidades, ejércitos, policía, medios masivos de comunicación...). Pero como las creencias religiosas suelen encontrarse muy arraigadas en las vidas de las personas, entonces, los intentos de vaciar la vida pública de signos religiosos, tarde o temprano, suele acabar en actos de violencia.
A su vez, el modelo de la vida pública llena tiende, primero, a la fragmentación social, a la falta no solo de unidad, sino hasta de interrelaciones enriquecedoras entre los diversos grupos: la vida pública se hace pedazos en diversas subculturas sin conexión entre sí. Los católicos se limitan a tener relaciones no instrumentales con los católicos, los bautistas con los bautistas, los metodistas con los metodistas, los judíos con los judíos, los musulmanes con los musulmanes (y los conservadores con los conservadores, los socialistas con los socialistas...). Esta descomposición social provocada por diferentes procesos, no sólo de diferenciación, sino de aislamiento incluso militante es, por lo demás, quizá uno de los mayores peligros de la cultura contemporánea. (De esta manera, en plena era de la globalización –para usar palabras de moda se produce algo tan grave –la expresión es pomposa pero creo que es justa- como la desaparición del mundo: su reducción a una serie incoherente de submundos más o menos soberanos sin relaciones importantes entre sí.) En circunstancias propicias, y de vez en cuando las hay, lamentablemente, esta multiplicación desordenada de submundos conduce también a la confrontación entre las diversas creencias y, así, a la guerra entre submundos, latente o abierta.
Por el contrario, sería deseable, y hasta maravilloso, encontrar, digamos, en la ciudad de México o en Madrid, una escuela secundaria en donde jóvenes con corbatas, cruces, con kippas, con velos y con burkas procurasen entresacar en la admirable prosa de Quevedo sus numerosos y terribles prejuicios, o con calma y cuidado evaluasen los muy inteligentes argumentos teológicos de Suárez y observasen, por ejemplo, “esta premisa no convence, ésta, en cambio, sí”. Los partidarios del primer modelo observarán que situaciones de ese tipo no constituyen más que fantasías. De seguro algunas de esas jóvenes se sentirán, no sin razón, ofendidas por las groserías de Quevedo frente a cualquier creencia religiosa que no pertenezca a la Iglesia Católica, si es que el velo o la burka les permite comenzar a leerlo, y sobre todo, si es que sus padres no tiraron el libro a la basura apenas llegaron de la escuela. Porque –proseguirán razonando los partidarios del primer modelo- el velo o la burka, como la cruz o las kippas, no suelen ser signos puramente externos (ni siquiera las corbatas lo son). En la mayoría de los casos consolidan barreras mentales difíciles de superar y que, de inmediato, suscitan otras barreras, muchas veces incluso sin demasiada conexión con las primeras. El fanatismo se contagia con alarmante rapidez y crece, crece. Por eso, la proliferación de signos religiosos, en no pocas ocasiones, constituye una preparación para la guerra: lejos de tener el efecto que suelen atribuirle los defensores del segundo modelo, tiende, así, a la agresión. En sociedad plurales, que, nos guste o no, cada vez se vuelven más multiculturales, cuando aparecen algunos signos religiosos de inmediato suelen aparecer los otros, y así sucesivamente. De esta manera, a partir del segundo modelo también se acaba, como suelen hacerlo quienes defienden el primer modelo: en actos de hostilidad más o menos encubierta, cuando no de abierta violencia.
De nuevo, ¿qué hacer, no por supuesto para evitar los conflictos, que mientras haya vida humana no sólo son inevitables sino a menudo preciosos, sino para detenernos unos pasos antes, al menos un paso antes, de que los conflictos nos conduzcan a la violencia generalizada: a la violencia de la represión, o a la posible escalada de la violencia que conduce al terror y a la guerra?
VI
Sin duda, se trata, al menos, de implementar leyes y políticas de convivencia mínimamente cooperativas, dadas las condiciones de las sociedades plurales, o multiculturales, en donde tendremos que enfrentar tal vez para siempre varios tipos de creencias irreconciliables, entre otras, en torno a la religión (a favor o en contra de una o varias religiones) y también –lo que constituye una circunstancia mucho más diferente de lo que el diccionario que consultamos parece suponer– varios tipos de creencias en torno a las autoridades eclesiásticas. Quizá no sea ocioso agregar que cuando algunos diccionarios bilingües, por ejemplo, español-inglés o español-alemán, intentan traducir la palabra “laicismo” introducen la palabra “secularidad”, palabra que, por supuesto, pertenece a familias conceptuales emparentadas, pero diferentes. Sin embargo, si no me equivoco, mucho de lo que en esta reflexión se ha anotado en relación con las palabras “laico”, “laicismo”, tal vez puede ser útil para reflexiones en torno a lo que se entiende como “procesos de secularización” e incluso frente al concepto de tolerancia.
No hay, pues, leyes ni políticas precisas, fijas y generales para habitar, o siquiera favorecer a un Estado laico, ninguna “doctrina” –para discrepar otra vez con el diccionario–, ningún modelo único de vida pública apto para cualquier circunstancia histórica, pero sí una actitud. ¿Qué es eso?
Con la palabra “actitud” solemos entender la disposición de una persona para enfrentar algo o a alguien o actuar de cierta manera. Así, habitualmente una actitud se constituye con cierta trama de deseos, creencias, emociones, expectativas. Propongo contrastar entre dos tipos de actitudes.
En primer lugar, tenemos actitudes determinadas: singulares o particulares. Por ejemplo, mi deseo de tener abrigo para protegerme del frío, mi creencia “la nieve es blanca”, mi expectativa de recibir algún día un aumento de sueldo, mi miedo por un retraso del autobús. Como muestran esos ejemplos de actitudes singulares y particulares podemos distinguir la clase de actitud por el contenido concreto, específico, de la actitud, y podemos describir ese contenido con uno o varios enunciados determinados.
En segundo lugar, tenemos actitudes subdeterminadas como mi deseo de tener una buena vida, o mi creencia de ser un buen profesor, o mi expectativa de que mis hijos tengan un futuro feliz, o mi miedo ante la vejez. En ninguno de estos casos se trata de actitudes concretas y cualquier lista de enunciados determinados con que pretendamos describir el objeto de la actitud sería ilimitada. Las actitudes subdeterminadas son, pues, actitudes generales: densas y con límites difusos, desbordando toda determinación proposicional.
La actitud del laicismo es una actitud general; como se dice, un talante. Como tal conforma una actitud subdeterminada. De caso en caso, a partir de ella se actuará en pro del Estado laico inclinándose por algunos aspectos u otros de los modelos ideales de vida pública que se elaboraron, aunque sin abrazar definitivamente a ninguno.
Sin embargo, ¿qué más se ha recogido en estos rodeos en torno a los problemas del laicismo, fuera de evitar que se argumente a partir de la razón arrogante y su lema “yo tengo toda la razón y quienes no piensan como yo están en el error”, y de señalar la existencia de una imprescindible dialéctica entre cierto tipo de Estados y cierto tipo de actitudes? Respecto del último punto, en relación con cualquier actitud subdeterminada podemos anotar algunas reglas de prudencia para describirla, y en parte determinarla un poco.
Así, propongo varios consejos propios de quien tome en serio la actitud del laicismo y, de seguro, también, de quien tome en serio la actitud general de la secularización 3 que permiten consolidar, una y otra vez, la imprescindible alimentación y retro-alimentación entre las actitudes laicas o seculares y los Estados correspondientes:
Consejo 1: Aquí, en este mundo, nadie está en condiciones de hablar en nombre de Dios. 4
Eliminemos, pues, del discurso público, y si es posible, de todo discurso, la posibilidad de hablar “en nombre de Dios”. Incluso quienes creen en Él saben que Sus caminos no son los nuestros. (Ésta no es la advertencia de algún anarquista descarriado, sino del profeta Isaías). De ahí proviene la soberanía de lo temporal y el hecho de que no hay algo así como un derecho divino que respalde ninguna autoridad en las cosas de este mundo. (Por ejemplo, no existe “el derecho divino de los reyes”.) Por supuesto, también tendremos que reiteradamente despertar de los “sueños dogmáticos” de algún sucedáneo más o menos secular de Dios (pseudo-certezas como la sangre, la raza, la Historia, los usos y costumbres de una tradición, alguna doctrina –¿pretendidamente científica?– que no se puede poner en duda, el Jefe infalible que llega por encima del blanco mar para ordenar qué tenemos que creer, y hacer...). Sí, la lección es dura pero inevitable: cualquier tentativa de “sacralizar la política”, de legitimarla religiosamente o con alguno de sus sucedáneos (funcionalmente equivalentes), tarde o temprano acabará en formas de violencia. En las constituciones democráticas la única fuente de legitimidad es la soberanía popular (el consentimiento de los gobernados). De esta manera, si no se quiere recurrir a la violencia, cada vez que haya un conflicto social se tendrá que recurrir a la política y, así, habrá que negociar y justificar con razones las diversas maneras de actuar.
Consejo 2: No confundas los pocos principios morales no negociables con tus costumbres y tus muchas idiosincrasias, manías y caprichos.
A veces –¿paradojalmente?– con la expresión “persona de principios” se ridiculizan posturas inflexibles y cerradura mental. Esta confusión posee, entre otros, dos respaldos bien conocidos. En primer lugar, la suposición de que aplicar un principio general es un asunto mecánico o casi: que se lo puede hacer sin explorar, y razonar, los muchos aspectos, y con frecuencia, los recodos inesperados de una situación. Estamos ante esos “militantes rigurosísimos” que andan por el mundo guiándose en exclusiva por “sus convicciones” y produciendo a su paso una serie ininterrumpida de catástrofes. Al respecto, se conoce su temible lema: “hágase justicia y que el mundo perezca”. (Ya Hegel advirtió acerca de los frecuentes argumentos resbaladizos que nos arrastran de las formas más admirables de la moralidad al terror.) 5 Sin embargo, cotidianamente, tal vez se contribuye todavía más a la –lamentable– tendencia a convertir la expresión “persona de principios” en sarcasmo, la inclinación –muy propia de la razón arrogante– a justificar moralmente la conducta en principios que no son tales: que son meros hábitos y costumbres de una tradición o de un fragmento de una tradición, cuando no miedos y ansiedades y hasta tics muy personales (o una mezcla explosiva de todo ello). Para poner ejemplos extremos –¿aunque inofensivos?–, se trata de esos maniáticos minuciosos que convierten cualquier asunto –usar el cabello largo o corto, bailar tango o rock, hablar español o inglés, ser argentino o chileno...– en una “cuestión de principios”. 6 (También a menudo se confunde tener una personalidad fuerte con tener una voz fuerte o habilidosa: una voz que sabe seducir o simplemente imponerse, sin razones y, no pocas veces, con un mínimo contenido.)
Consejo 3: No reniegues de las autoridades, cuando lo son, pero intenta evitar las diversas imposiciones.
No olvidemos que, según la etimología latina, la palabra española “autoridad” deriva de augere: hacer crecer. El Diccionario de Autoridades caracteriza la autoridad como “excelencia, representación, estimación adquirida” y entre otras fuentes de tales valores, se señala “la rectitud de la vida y eminencia de la virtud” y “lo grande de la sabiduría”. Se agrega que la palabra “autoridad” también significa “crédito”, “verdad y aprecio”. En este sentido con razón se usa esta palabra en expresiones como “una persona con autoridad” o “la autoridad de las ciencias”, “la autoridad de la tradición”, “la autoridad de la experiencia”, “la autoridad de los experimentos”. Nos apoyamos en tales autoridades para comenzar a aprender: para explorar un asunto o para desarrollarnos. De esta manera, en cualquiera de estas expresiones autoridad no implica infalibilidad y se opone a autoritarismo o sumisión incondicional, sin razones, a un poder. (Por eso: ¡cuidado con dar crédito a pseudo-autoridades o permitir que una autoridad en un ámbito procure valer más allá de él!) Así, una de los tantos efectos de la oposición “tener en cuenta las autoridades” versus “aceptar imposiciones” consiste en esta otra oposición, tan propia de cualquier proceso de aprendizaje, “razonar versus indoctrinar”.
Consejo 4: En una sociedad multicultural habrá usos y costumbres muy importantes, propios de las diversas subculturas que la componen, que tal vez despierten la desaprobación de algunos de esos grupos, y hasta su repugnancia, y que, sin embargo, se tendrán que tolerar, 7 si no se quiere recurrir a la violencia.
Espontáneamente no nos gustará cómo mucha gente se viste, cómo lleva el cabello, qué música escucha, qué olor tiene, qué come, qué lee, qué piensa de la familia, de los sindicatos y las corporaciones, en qué trabaja, qué hace en su tiempo libre, cómo festeja, cómo educa a los niños, qué idioma habla y cómo, qué opina de la economía de mercado, cómo organiza su vida sexual, cómo construye sus casas, cómo evalúa al liberalismo, al socialismo, de qué llora, qué admira, qué le preocupa, qué repudia. Sin embargo, si no queremos recurrir a la violencia, abierta o encubierta, tendremos que vencer la repugnancia y aprender a convivir con ellas y ellos, no como amistades con las que simpatizamos, pero sí como ciudadanos que respetamos y queremos establecer con ellas y ellos algún tipo de colaboración. (Después de todo, desde hace ya mucho tiempo, quien ha querido, ha podido aprender que una sociedad no es un club de pares y, mucho menos, una hermandad.)
Sin embargo, tal vez una expresión como “tendremos que vencer nuestra repugnancia” es ya un signo de que somos esclavos de nosotros mismos, de nuestras manías u obsesiones, o de las de nuestro grupo: de que se toma demasiado en serio la afiliación a alguna Secta de los Monótonos –a alguna concepción absoluta de la vida– como para tener en cuenta el consejo 4. Porque como primer paso –aunque a veces sólo sea un momentáneo primer paso– tenemos que aprender a reírnos de las extravagancias ajenas y, en particular, de vez en cuando, regalar a las propias abrasadoras carcajadas. 8
Consejo 5: No hay obstáculo más pernicioso en la vida legal y política que suponer que puede haber un consenso moral que subsuma los aspectos más importantes de la buena vida a que todas y todos aspiramos.
Siempre habrá diferencias morales incluso fundamentales y, por supuesto, en lo que atañe a los programas políticos, diferencias no menos fundamentales. 9 Acaso el fin de los conflictos ¿no sería el fin de la vida humana, entre otras razones, porque sería el fin de la libertad? De ahí el peligro de aquellas Utopías con pretensiones de consensos demasiado abarcadores: demasiado totalizadores de la vida. Así, parte de cualquier socialización razonable consistirá en aprender a soportar que no sólo habrá usos y costumbres que nos repugnan, sino que habrá problemas de vida o muerte sobre los cuales quizá nunca se pondrán de acuerdo los ciudadanos incluso de la sociedad más racional y justa y de convivencia más armónica. Me refiero a problemas tan decisivos, entre tantos otros, como la moralidad del aborto o de la eutanasia, si se aprueba o no la pena capital, o en qué circunstancias, si es que en alguna, se acepta ir a la guerra. En situaciones como éstas habrá que esforzarse por negociar, pues, normas legales que permitan la convivencia de personas con valores y normas morales, en lo que atañe a muchos aspectos de la vida, diferentes.
Consejo 6: Una tarea de los Estados, de las sociedades civiles, de las instituciones públicas, de las organizaciones no gubernamentales, en general, de la política y, sobre todo, de la cultura en las sociedades radicalmente multiculturales de hoy, consiste en establecer redes que interrelacionen, en varias direcciones, los diversos submundos.
Este consejo no intenta cancelar, ni siquiera ligeramente mitigar el consejo 5. No se sugiere restringir la diferencia o, más bien, las diferencias, sino evitar sus crecimientos patológicos: que cualquier particularidad se convierta en muralla, a la vez, autoprotectora y agresivamente excluyente de todo lo otro, incluso de los valores más decisivos que pueda tener el otro. (En la vida cotidiana, a menudo la patología de la diferencia se vuelve simple y llanamente una incapacidad sistemática para la inclusión y, así, una forma elocuente de la mezquindad. Se conoce esa molestia, que se podría llamar “conducta de los falsos misterios”: palabras a medias, complicidades, secreteos y aires conspirativos, no pocas veces procurando que el otro crea que se lo excluye de algo muy importante.) De esta manera, este consejo invita a rescatar la unidad compleja, tensa, del mundo, del mundo en común –ancho, a veces demasiado ancho y, en gran medida, ajeno– y de los aprendizajes en la vida pública, 10 fuera del guetto. Se procura vincular, interrelacionar, dejarse desafiar por lo que nos cuestiona, fortalecer las plazas públicas más allá de todas las Sectas de los Monótonos: de los laberintos de los submundos (de los intereses y vanidades con que suelen encuadrarse las religiones, los partidos políticos, los Estados y sus instituciones, las subculturas nacionales, los grupos de cualquier índole, incluso los de apariencia más generosa –como algunas organizaciones no gubernamentales–. Por desgracia, los medios masivos de comunicación y, con influencia cada vez menor, los intelectuales, que podrían constituir valiosas herramientas para contrarrestar la tendencia sectaria y construir plazas públicas, una y otra vez también se empeñan en levantar murallas).
VII
Quiero insistir todavía en tres observaciones. Primera observación: espero que ninguno de estos apresurados consejos para determinar un poco la actitud subdeterminada del laicismo, o la actitud general de la tolerancia, o de quien procura una actitud secular (¿o simplemente razonable?) implique, o siquiera pueda sugerir, el relativismo moral. En este sentido, hay que distinguir al relativismo moral del pluralismo moral, incluyendo esa forma radical de pluralismo que es el multiculturalismo. Todo pluralismo admite que frente a un problema moral a menudo –aunque no en todos los casos- hay varias respuestas correctas. Sin embargo, a diferencia del relativismo, el pluralismo considera que hay muchos límites a esas respuestas y, sobre todo, que todas las posibles respuestas correctas, de ser puestas en duda, tendrán que apoyar su pretensión de autoridad, en razones.
Se trata, entonces, de esforzarnos por mantener una mente abierta ante los otros y de negociar legal y políticamente hasta donde podamos moralmente hacerlo –teniendo en cuenta que, a menudo, somos capaces de hacerlo mucho más de lo que nuestros prejuicios y nuestra inmensa fatiga mental nos hacen suponer, si atendemos al consejo 2–. Pero se trata de negociar lo moralmente negociable: de tolerar lo moramente tolerable. Por otra parte, y en conexión con algunas dificultades para mantener, a la vez, una mente abierta pero no abierta al “todo vale”, no se olvide: con frecuencia suele haber muchas dificultades para aplicar un principio moral. Así, no pocas veces no está nada claro cuáles son las posibles respuestas moralmente correctas: cuáles son los límites morales de lo legal y políticamente negociable. Por ejemplo, respecto de un principio moral tan central como el de respetar la autonomía de las personas, fuera de algunos contraejemplos notorios como el secuestro, el asesinato, la esclavitud o el terror, o el tratamiento diferente en el trabajo por ser mujer o poseer cierta orientación sexual y algunos casos similares, permanentemente quedará una zona abierta pero oscura, conflictiva, resbaladiza en la que se propondrán posibles aplicaciones del principio en cuestión, en algunas ocasiones aplicaciones incluso contrapuestas.
No pocas veces, estas dificultades suelen multiplicarse en los ámbitos de la política. Por ejemplo, para aplicar en la educación un principio moral como el del respeto a todas las personas como fines en sí mismo, ¿se debe disponer de instituciones públicas con un currículo que incluya temarios obligatorios o hay que permitir que los padres elijan por completo que van a aprender sus hijas e hijos? Frente a catástrofes políticas, ¿el Estado debe propiciar pactos de olvido en pos de la convivencia o procurar recobrar, e incluso institucionalizar, la memoria del horror? Problemas todavía mayores con este principio aparecen en casos de multiculturalismo fuerte: el Estado, en situaciones de vida o muerte, ¿puede obligar a que una persona sea asistida por cierto tipo de medicina, incluso contra su voluntad, o si carece de ella, contra la voluntad de sus familiares? ¿Debe el Estado prohibir o limitar o siquiera advertir acerca de la ingerencia de productos comprobadamente nocivos para la salud? Preguntas difíciles de responder como éstas muestran la importancia de estar dispuestos a continuamente enriquecer los ámbitos de cada subcultura atendiendo la autoridad de nuestras diversas experiencias, y participando en argumentaciones que desborden la propia subcultura: argumentaciones públicas morales, políticas, legales, religiosas, y también científicas, y hasta estéticas.
Segunda observación: al desarrollar consejos como los enlistados, de seguro se producirán tensiones que sería de la mayor utilidad recoger en argumentaciones lo más elaboradas posible.
Tercera observación: sería bueno que quienes se arriesgaran a proseguir con estos ejercicios de vagabundo en torno a la actitud general del laicismo y también en torno a la actitud general de la tolerancia, o acerca de la secularización, o en relación con los impostergables diseños de políticas razonables, procurasen agregar más consejos a esta primera lista, tentativa, incompleta para siempre.
Notas
1 Cfr. Regis Debray, “La laïcité: une exception francaise”, en H. Bost (ed), Genese et enjeux de la laïcité, Geneve, Lobor et FIDES, 1990, pp. 199-206; Pablo da Silveira, “Laicidad, esa rareza”, en Revista Prisma, Montevideo, núm. 4, 1995, pp. 154-83.
2 Pablo da Silveira distingue tres concepciones de la laicidad: “laicidad de combate”, “laicidad como abstención y “laicidad plural”, art. cit. pp. 21-26. En parte al menos, los dos primeros sentidos caen bajo el modelo de la vida pública vacía, y el tercero bajo el modelo de la vida pública llena. Su admirable ensayo, además, repasa con minucia el papel de la religión en la vida pública de diversos países: en Bélgica, Holanda, Alemania, y Estados Unidos.
3 Lo que llamo “la actitud general del laicismo” posee muchas relaciones con lo que Carlos Thiebaut entiende por un sujeto “poscreyente” y reflexivo, propio de una cultura genuinamente ilustrada: “el poscreyente es consciente del falibilismo de sus creencias de hecho sostenidas” en Vindicación del ciudadano. Un sujeto reflexivo en una sociedad compleja, Barcelona, Paidós, 1998, p. 262. Me pregunto si no se puede ser un sujeto reflexivo si se considera que ciertas creencias (por ejemplo, en Asuntos no de este mundo como si Dios existe, y si es Uno y Tres, o sólo Uno) pertenecen al ámbito de la fé, y por lo tanto, no son falibles.
4 Este es un punto en el que insiste, con mucha razón por supuesto, Roberto Blancarte en su informativo ensayo “Definir la laicidad (desde una perspectiva mexicana)” en Revista Internacional de Filosofía Política, núm. 24, diciembre 2004, pp. 15-27.
5 Cfr. G.W.F. Hegel, Fenomenología del Espíritu, trad. W. Roces, México, Fondo de Cultura Económica, 1966; en particular la sección titulada “La libertad absoluta y el terror”, pp. 343- 350.
6 Un pensador nada sospechoso de carecer de preocupaciones morales, I. Kant, en la segunda Crítica, diagnostica a las confusiones señaladas en el consejo 2 como productos de un “modo de pensar... fantasioso”, que propicia el sentimentalismo moralista, cuando no, el “fanatismo moral” y, así, todo “tipo de arrogancia”, Crítica de la razón práctica, trad. de R.R. Aramayo, Madrid, Alianza, 2000. Por eso, una de las tareas del juicio consiste en distinguir entre asuntos moralmente indiferentes –tomar cerveza o vino, usar turbantes o sombreros...- de los asuntos morales genuinos, como el rechazo al secuestro, a la tortura o la descriminación por el sexo o el color de la piel. Cf. Metafísica de las costumbres, Introducción a la teoría de la virtud, XVI, A53, trad. de A. Cortina y J. Conill; Madrid, Tecnos, 1989.
7 Tanto en Vindicación del ciudadano, como en De la tolerancia, Madrid, Visor, 1999, Carlos Thiebaut distingue muy útilmente entre dos conceptos de tolerancia: tolerancia negativa y tolerancia positiva. En De la tolerancia señala Thiebaut: “La tolerancia positiva es la otra cara de la tolerancia negativa. Ésta nos reclamaba sólo que restringiéramos nuestros iniciales desacuerdos sobre la base de un sistema superior de razones (de razones de estrategias, de razones prudenciales, de razones que expresan la universalidad de la dignidad y la libertad humanas). Pero comprender las razones de otros y aceptarlas de tal suerte que modifiquen, aunque sea localmente, las propias es darle al otro un lugar en el espacio de nuestras argumentaciones”, p. 68. En esta distinción de ambos conceptos, la expresión que quiero subrayar es “darle al otro un lugar en el espacio de nuestras argumentaciones”. Este “darle al otro un lugar” fija el pasaje decisivo de la tolerancia negativa a la tolerancia positiva o, si se quiere usar otro vocabulario, el de Kant en Hacia la paz perpetua, el pasaje de la tolerancia a la hospitalidad.
8 La risa es una de las expresiones más primitivas del poder de la primera persona: de su capacidad de distanciarse de las otras y de los otros, y de sí misma. Se trata de algo así como un gesto que, por un momento, borra las jerarquías, cuestiona y desafía “arzobispos, doctores, patriarcas, potestades” (para servirme de un verso del Arcipreste de Hita) y abre, de par en par, la puerta a la posibilidad de otros valores, de otras normas: invita a la aventura de otras formas de vida. Con razón, lo mejor de la honestidad española, de Cervantes a Savater, ha vinculado tolerancia y humor.
9 Javier Muguerza ha insistido -¿en exceso?- en el valor del disenso. Cf. su libro Desde la perplejidad, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1990.
10 Cf. Nora Rabotnikof, En busca de un lugar común. El espacio público en la teoría política contemporánea. Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Filosóficas, 2005.