Globalización, democracia y mercado laboral

Raimo Väyrynen

Globalización, democracia y mercado laboral

Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 25, 2006, pp. 1 -19

Recibido: 02 Junio 2006

Aceptado: 12 Julio 2006

1. Globalización y democracia

Los debates acerca de la relación entre globalización económica y democracia nacional tienen una larga trayectoria. En un extremo del espectro se encuentra la concepción según la cual la globalización, al combinar las operaciones del capital transnacional con el progreso tecnológico, sería un "tsunami" que arrasaría con los Estados territoriales y, con ellos, con la democracia nacional. El resultado sería una sociedad fragmentada, gobernada por diferentes grupos de intereses con acceso a recursos globales a través del comercio y las inversiones internacionales (Horsman & Marshall 1994). Un corolario de esta tesis sostiene que las naciones están crecientemente divididas en segmentos globales y nacionales y que esta escisión se convierte en un principio de organización de las sociedades cada vez más importante (Kaldor 1995). Esta misma escisión ha sido también interpretada en términos de los "partidos" de la globalización y de la territorialidad, con sus propias variantes ofensivas y defensivas (Habermas 1999, pp. 51-53).

La segmentación transnacional de la economía socava la cohesión de las clases sociales y las contradicciones entre ellas. Con otras palabras, bajo las condiciones de la globalización, el capital y el trabajo ya no son bloques monolíticos, sino que están divididos por intereses segmentarios. Esto provoca, a su vez, alianzas interclasistas dentro de diferentes industrias y posiblemente en toda la sociedad. En Suecia, por ejemplo, hay indicadores de una emergencia de tales coaliciones interclasistas en los sectores orientados a la exportación, en parte para contener la militancia política de los sindicatos en los sectores "cerrados" de la economía (Pontusson & Swenson 1996). En Finlandia, la situación en la industria del papel y de la pasta de papel constituye un ejemplo de una alianza interclasista en la cual empleadores y empleados parecen tener casi los mismos intereses. Por otro lado, las diferencias de intereses entre los sectores abiertos y cerrados de la economía tienden a aumentar (Väyrynen 1999, pp. 30, 41-45).

La segmentación de las economías nacionales implica que la productividad y los salarios reales ya no son considerados primariamente en un contexto nacional, sino como parte de un proceso de producción transnacional. La globalización también contribuye a desvincular la productividad y los salarios reales, y diferencia más fuertemente a los trabajadores sobre la base de sus calificaciones. Esto tiende a erosionar la organización clasista de los sistemas de producción nacionales y cerrados (Aglietta 1998, pp. 65-7, 74-5). Con otras palabras, el énfasis sectorial del modelo de Ricardo-Viner puede ofrecer, bajo las condiciones de la globalización, una mejor explicación para la formación de coaliciones políticas y económicas. Por otra parte, el modelo Stolper-Samuel-son, que pone el énfasis en las coaliciones de clase, sería más adecuado en los casos de economías nacionales cerradas.

Esta perspectiva subraya la reestructuración política y económica que acontece en el sistema abierto. Sus conflictos son menos bipolares pero están caracterizados por divisiones múltiples y superpuestas. Siguiendo la tradición de Lewis Coser y Ralf Dahrendorf, se podría argumentar que una tal sociedad es mucho menos proclive al conflicto que una sociedad clasista. Por otra parte, es políticamente una sociedad menos dinámica, una sociedad "corriente", cuyos miembros no están motivados por "grandes ideas".

En el otro extremo del espectro, los observadores están convencidos de la fortaleza del Estado. Señalan que la globalización económica, cuanto más, apenas "mella" el edificio territorial nacional del Estado democrático. La tesis subyacente suele ser que la economía mundial no es aún una economía global, sino que más bien está caracterizada por la interdependencia entre las unidades nacionales. Por lo tanto, los Estados tendrán probablemente que acomodarse a la interdependencia externa adoptando diferentes estrategias; pero ello no requeriría una transformación cualitativa del sistema político nacional (Hirst & Thompson 1996; Fligstein 2001, pp. 189-222). Esto se debería al hecho de que los países industrializados conservan una cuota importante de su autonomía en la elección de sus instituciones políticas y diseños de política económica (Garrett 1998; Garrett 2000).

Las ventajas de un Estado coherente y autónomo han sido a menudo subrayadas. El ejemplo del Sudeste Asiático, donde el crecimiento económico se basó en el apoyo estatal a la promoción de exportaciones, ha sido utilizado como prueba de las virtudes del "Estado fuerte" (aunque ello produjo también una vinculación demasiado estrecha entre el Estado y los grandes negocios, y ciertamente socavó el control democrático del desarrollo). Se ha observado que un Estado fuerte no sólo es bueno para la sociedad, sino también para los actores de la empresa privada.

Puede haber una paradoja en el énfasis ideológico con el que se insiste en la desregulación y en el Estado débil. Según Peter Evans, la globalización ha abierto las puertas a un clima ideológico que "proscribe el uso de la soberanía territorial para limitar la discrecionalidad de los actores económicos privados". Sin embargo, dicho clima, puede extenderse demasiado y conducir a consecuencias subóptimas, incluso para los negocios privados. En efecto, los actores de la empresa privada "necesitan Estados competentes y capaces, mucho más de lo que su propia ideología admite" (Evans 1997). obviamente, aquí hay que hacer una distinción entre empresas realmente transnacionales y aquellas grandes corporaciones que toman a un país como base principal de sus operaciones; las primeros tienen menos necesidad de un Estado que los apoye, en tanto que para las últimas, el apoyo estatal nacional puede seguir siendo importante.

Por otro lado, existe el riesgo del exceso opuesto si la idea del Estado fuerte se convierte en ideología justificatoria. Aun si el razonamiento continúa siendo democrático, el argumento según el cual el poder del Estado debería ser utilizado más eficazmente para promover el desarrollo autónomo y combatir la globalización es problemático (Weiss 1998). Si una política tal es practicada por una gran potencia, sus consecuencias se vuelven fácilmente adversas para otros países, dado que se limita su acceso a los mercados y se menoscaba la seguridad. Para los países pequeños, la opción del modelo estadocéntrico de desarrollo es casi siempre ilusoria debido a las limitaciones existentes, tanto materiales como de recursos humanos. Por lo tanto, un adecuado equilibrio entre el Estado y el mercado sería la estrategia óptima para todos los interesados.

2. Transiciones históricas

El debate acerca de la relación entre globalización, Estado y democracia suele ser formulado en términos de tendencias y transiciones históricas. La democracia representativa es considerada como el punto culminante en el proyecto del Estado-nación que habría comenzado con la Paz de Westfalia en 1648. A partir de ese momento, se supone que la economía nacional, el Estado y la democracia han tenido una relación recíproca virtuosa (aunque no siempre se pueda dar por supuesto el desarrollo democrático).

Desde el punto de vista histórico, está claro que el Estado y el mercado han coexistido; el Estado creó el marco jurídico y político dentro del cual pudo enraizarse la economía de mercado cuya expansión proporcionó los nuevos recursos requeridos por el Estado para expandirse hacia el sector social. La fortaleza del Estado y la expansión de la economía permitieron una explotación más efectiva de los recursos, tanto en el interior como en el exterior (Schwartz 2000).

El aspecto negativo de este cambio histórico fue que el desarrollo interdependiente del Estado y el mercado incitó a la competencia territorial y militar, especialmente entre las grandes potencias. Las guerras internacionales fueron, en gran medida, el resultado de esta expansión económica liderada por el Estado, tanto en el centro como en la periferia del sistema internacional. La concentración del poder económico y político-militar en las mismas manos dentro del Estado ha sido una de las causas principales de las guerras. Estas últimas resultaron de los enfrentamientos militares entre bloques nacionales de poder (Arrighi 1994).

A menudo se ha sugerido que el ciclo del Estado-nación ha entrado ahora en declive y que el sistema internacional construido sobre él se está eclipsando. Esto significa que la concepción territorial del Estado como contenedor autónomo de poder estaría perdiendo importancia. La idea de un Estado nacional claramente delimitado habría resultado ser transitoria. Especialmente en el mundo desarrollado, los Estados contemporáneos se han integrado en un sistema político, económico, y cultural complejo en el cual los aspectos domésticos e internacionales se amalgaman cada vez más (Shaw 2002). La segmentación de la sociedad y la reestructuración de las alianzas de clases sería sólo un aspecto de la fragmentación del modelo estadocéntrico.

Según la opinión tradicional, la democracia nacional sentó raíces en el Estado territorial excluyente y en sus doctrinas políticas. En la ciencia económica, la estrategia keynesiana ha sido ampliamente consistente con la confianza política en el Estado democrático nacional. La tríada del Estado coherente, la autonomía económica y la democracia sólo pudo existir como tal en un sistema internacional en el cual los flujos financieros transfronterizos estaban limitados. Su expansión, incluyendo el surgimiento del sistema del Eurodólar en los años 70, rompió el molde nacional y requirió ajustes, tanto políticos como económicos, acordes con las nuevas condiciones internacionales (Schwartz 2000).

3. El futuro de la política

La globalización ha comenzado a erosionar los fundamentos de los Estados- nación y, consecuentemente, las formas específicas de democracia nacional a las que estábamos acostumbrados. La razón principal de este desarrollo ha sido el declive de la capacidad institucional del Estado, que es una condición para su funcionamiento democrático. Esto ha reducido, entre otras cosas, la capacidad del Estado para proteger a sus ciudadanos contra la gama cada vez mayor de amenazas externas y de decisiones tomadas por otros. Lo que debilita la legitimidad democrática del Estado por lo que respecta al alcance de su poder es el hecho de que ha dejado de ser coexistente con el del poder económico y político "real".

La declinación de la capacidad institucional del Estado queda también confirmada por sus dificultades para asumir sus tradicionales tareas sociales. Se espera que el gobierno siga asumiendo las transferencias sociales y de otro tipo, necesarias para mantener a la clase media satisfecha y leal al Estado. El surgimiento de alianzas interclasistas ha reestructurado tanto a la clase media como a la obrera, minando la vieja cohesión polarizada de la sociedad de clases. La globalización ha provocado "presiones corrosivas" sobre la base tradicional del Estado y de la democracia liberal (Cerny 1999, pp. 7-13; Habermas 1999, pp. 49-50).

En las sociedades industriales, la interacción del Estado y el mercado se ha basado en su separación, especialmente con respecto a los derechos de propiedad. El respeto de la propiedad privada ha sido probablemente la razón principal por la que los capitalistas aceptaron la aparición del Estado de bienestar democrático. Que tal es el caso lo ilustra claramente la cita siguiente: "los derechos de propiedad son necesarios para los mercados porque definen la relación social entre los propietarios y el resto de la sociedad. Esto estabiliza los mercados, al dejar en claro quién está arriesgando qué y quién obtiene la recompensa". De esa manera, los derechos de propiedad "definen las relaciones de poder entre los participantes" (Fligstein 2001, pp. 33-34). Además, las compañías se han beneficiado de los servicios del sector público: la provisión de infraestructura técnica, educación, estabilidad política, legislación económica, y una judicatura imparcial. Así, el Estado ha servido a la empresa privada sin entrometerse en sus intereses centrales.

Otra razón para la permanente aceptación de la democracia representativa por parte de la empresa privada transnacional ha sido su tendencia a vaciarse gradualmente; ha dejado de ser una amenaza. Siguen existiendo las formas institucionales y los servicios esenciales del Estado democrático, pero la apatía política se ha extendido entre el electorado. La pasividad política es, a su vez, estimulada por la menor capacidad del Estado, habiendo cada vez menos razones materiales para implicarse en su administración política.

La decadencia de la movilización política facilita a los partidos de gobierno y a los actores económicos la definición de las condiciones de su cooperación mutua de manera tal que queden excluidas las demandas radicales. La política opositora queda reducida a los sectores cerrados de la economía donde los recursos y los factores fijos de producción resultan perjudicados por la globalización (Väyrynen 1999). La toma de decisión política es definida cada vez más en términos tecnocráticos y apolíticos y dejada en manos de los burócratas. Esto marginaliza todo tipo de radicalismo en la política nacional y hace que el Estado democrático sea menos peligroso para la clase propietaria. El resultado es una "democracia sin partidos [...] despolitizada", de la cual la Gran Bretaña de Blair es un buen ejemplo (Mair 2000). En la política finlandesa se perciben también signos parecidos.

En un sentido similar, se puede sugerir que la institución de la soberanía nacional puede coexistir con la economía globalizada sin que ello constituya un desafío para ésta. Es verdad que el Estado soberano tiene el derecho a dictar, sin interferencia externa, la legislación nacional para los ciudadanos de su territorio. Sin embargo, los actores de la empresa privada transnacional no tienen mayor interés en la destrucción de las estructuras legales vinculadas con la soberanía, a menos que el Estado adopte estrategias ofensivas de nacionalización y otras formas de control político "indebido". Mientras el gobierno respete los derechos de propiedad y mantenga la economía abierta, la doctrina de la soberanía sigue siendo aceptable para las corporaciones.

Al recaer el acento nacional en el Estado, el sistema político internacional permanece fragmentado en unidades separadas y existen pocas - si es que las hay - instituciones internacionales que intenten controlar el capitalismo transnacional. El resultado es una disyunción entre la escala global de la economía y la escala predominantemente nacional de la organización política. La organización de la economía mundial por sectores, atravesando las fronteras nacionales, crea, dentro de las naciones, espacios económicos autónomos. Estos espacios escapan a menudo al control normativo e incluso práctico de los gobiernos, aun cuando estén situados dentro de sus límites jurisdiccionales. De aquí se desprende que la globalización tiende a erosionar la soberanía interior del Estado, mientras que deja en gran parte intacta su soberanía exterior (Reinicke 1998, pp. 54-74).

La globalización implica la liberalización y la desregulación de la economía; consecuentemente, reduce la amplitud y la eficacia de los instrumentos de la política. como resultado, la globalización, dentro de las sociedades, va asociada con la expansión de la esfera económica privada en la cual el control de las corporaciones y los derechos de propiedad son elementos clave. Esta "privatización" del derecho y la economía contribuye a las versiones individualistas de la democracia a expensas de sus elementos colectivos y comunitarios.

En términos generales, estas transformaciones indican una transición desde un Estado protector y regulador a un Estado competitivo. Para tal Estado, su éxito como país anfitrión de la empresa privada transnacional se convierte en un criterio clave de funcionamiento (Opello y Rosow 1999). El Estado competitivo debe concentrarse en la provisión de insumos públicos, incluyendo el tratamiento fiscal, para las corporaciones a fin de asegurar la rentabilidad de sus operaciones. Su objetivo es maximizar la afluencia de inversiones y de rentas derivadas de ganancias corporativas en la economía nacional. Se preocupa menos por la distribución de la renta entre diversas regiones y grupos sociales. En efecto, debido a su énfasis en la competencia en el mercado, la globalización y la desregulación de la economía provocan el aumento de la desigualdad en los ingresos.

Mientras que los argumentos sobre la declinación del Estado y del impacto social maligno de la globalización tienen un núcleo de verdad, su generalización no debe ser llevada demasiado lejos. Los problemas de la desigualdad y exclusión social pueden ser imputados sólo en una medida limitada al comercio y a las inversiones internacionales (aunque la mano de obra no calificada se encuentra muy expuesta a estas fuerzas y puede ser afectada por ellas).

Existen muchos datos empíricos que disipan los temores más estrafalarios sobre los problemas creados por la globalización. Por ejemplo, el requisito de la estabilidad fiscal ha hecho necesarias ciertas concesiones por parte del Estado de bienestar, pero su fin no está próximo. Asimismo, se observa una cierta armonización y convergencia impositiva, pero no vemos indicadores en el sentido de las versiones extremas de una ,,lucha competitiva por la desregulación" (race to the bottom). Sin embargo, en general, la movilidad internacional de capitales está correlacionada con el esfuerzo de ampliar la base impositiva y reducir su progresividad (Swank 2002). De hecho, los efectos negativos en el empleo y en otros aspectos sociales se deben tanto al desarrollo de la tecnología y a la desindustrialización como a la globalización. Los efectos sociales de la globalización también están mediatizados por las instituciones políticas nacionales. Por ejemplo, la negociación colectiva efectiva y las políticas coordinadas para crear ingreso pueden contribuir a frenar el impulso hacia una mayor desigualdad (Goldthorpe 2002).

4. Mercado de trabajo y sociedad

Cuando se considera el poder y el impacto de las instituciones del mercado de trabajo, parece estar justificado contrastar (a) sistemas centralizados con sindicatos fuertes, (b) sistemas descentralizados pero con una fuerte base sindical, y (c) sistemas descentralizados de mercado con sindicatos débiles. La investigación empírica indica que el mejor rendimiento económico, medido según el empleo y el crecimiento, es producido por los sistemas centralizados y los sistemas basados en el mercado, mientras que en los sistemas descentralizados basados en sindicatos los resultados son inferiores si se los mide con los criterios indicados. Tal es especialmente el caso si todos los actores clave —es decir, el gobierno, los empleados y las organizaciones patronales— persiguen políticas macroeconómicas acomodaticias, en los sistemas centralizados, y no acomodaticias, en los sistemas de mercado.

Sin embargo, las consecuencias distributivas y políticas de los dos sistemas de negociación son diferentes; los sistemas centralizados son mejores para asegurar la igualdad salarial que los sistemas de mercado, en los cuales se producen resultados más desiguales. Los sistemas descentralizados basados en los sindicatos tienden también a tener como resultado grados más altos de desigualdad salarial que los sistemas centralizados (Pohjola 1992, pp. 34-5, 50-4; World Economic Outlook 1999, pp. 95-9). Por otra parte, Esping-Andersen no percibe ninguna relación entre las estructuras de negociación y los resultados en el mercado de trabajo. Sí observa, sin embargo, una relación entre las rigideces y los resultados; los sistemas rígidos favorecen el mantenimiento de los privilegios de quienes están dentro del mercado laboral y discriminan a los excluidos, en particular a las mujeres y a los jóvenes (Esping-Andersen 1999, pp. 135-37). Si consideramos la inclusión social como un aspecto del desarrollo democrático, entonces, los mercados de trabajo centralizados pero flexibles constituyen la mejor opción.

La cuestión puede también ser expresada diciendo que respecto a las estructuras del mercado de trabajo existen dos tipos de equilibrios macro-institucionales, "la descentralización monetarista" y la "centralización keynesiana" (Iversen 1999, pp. 94-103). Ambos satisfacen los criterios de rendimiento económico —es decir, crecimiento y empleo—pero, la igualdad distributiva parece hablar en favor de una política de ingresos centralizada. Una importante ventaja de la centralización es su capacidad para "internalizar las externalidades de la presión salarial por parte de grupos pequeños de trabajadores organizados" y, de esa manera, contribuir a la estabilidad de los precios. Sobre esa base, se ha argumentado que sindicatos fuertes y centralizados, conjuntamente con instituciones monetarias independientes, ofrecen la mejor solución a los problemas de acción colectiva en el mercado de trabajo. Esto asegura, a su vez, que se produzcan resultados macroeconómicos superiores (Garrett 1999, pp. 31-8; Garrett 1998, pp. 33-50).

Una cuestión vital es la de saber qué intereses beneficia finalmente la fijación centralizada de los salarios. En la literatura sobre el corporativismo, suele suponerse que los sindicatos fuertes aceptan aumentos salariales moderados a cambio del compromiso del gobierno, especialmente si es socialdemócrata, de asegurar incentivos fiscales como así también una baja inflación y bajos tipos de interés. Tales políticas estimulan la actividad económica y conducen así a un aumento de los ingresos reales. El precio de este ciclo virtuoso puede ser, sin embargo, la exclusión de aquellos trabajadores que no están protegidos por los sindicatos y el sistema de negociación. La aparición de una tal clase inferior, desorganizada y a menudo en paro, obviamente, perjudica la democracia.

En años recientes, el aumento de la productividad en Finlandia y Suecia ha sido excepcionalmente fuerte, en gran parte debido a la racionalización de la industria durante la crisis económica a principios de los 90. La desventaja de este desarrollo positivo ha sido un alto desempleo en el sector industrial, que ha reducido el número de puestos de trabajo en la mayoría de los sectores. En general, se ha sugerido que el trade off entre el crecimiento de la productividad y el empleo es más fuerte en los sistemas de negociación por empresa que en mercados de trabajo centralizados (Moene y Wallerstein 1999, pp. 243-4). Este trade off se puede atenuar, sin embargo, optando por una política monetaria no acomodaticia que modere las reivindicaciones salariales de los sindicatos en su esfuerzo por salvar empleos. Por otra parte, la autoridad monetaria debería tener cierta flexibilidad para facilitar compromisos distributivos entre los sindicatos (Iversen 1999, pp. 26-8, 61-2).

Los mercados de trabajo centralizados favorecen políticas de salario solidarias y, así, una reducida dispersión de los salarios. Sin embargo, como se espera que tales mercados conduzcan a pequeños aumentos de los salarios nominales, existe poco espacio para la distribución salarial entre diversos sectores (iversen 1999, pp. 30, 62). Esto anima a los sectores más productivos a pujar por una mayor diferenciación de los salarios y amenaza así el sistema de negociación centralizada. como las industrias altamente productivas no siempre generan nuevos empleos, la presión para crearlos se da en los sectores de servicio con salarios bajos. En general, esto puede suceder solamente si los aumentos salariales son allí mínimos o hasta se reducen los salarios. Esto crea, especialmente para los gobiernos socialdemócratas, un dilema político debido al trade off entre el crecimiento del empleo y la igualdad de ingresos (Iversen y Wren 1998, pp. 514-5, 532-4).

Por otra parte, se ha sugerido que la negociación colectiva centralizada y vinculante puede ser aún más beneficiosa para los empleadores, que pueden de esta manera, evitando el problema de la acción colectiva, mantener unidas sus propias filas, prevenir una puja salarial no coordinada y, así, obtener un plus de ganancias al que contribuyen los aumentos salariales moderados (Wallerstein 1999, pp. 194-9). Esta conclusión es apoyada por el caso alemán, en el cual las asociaciones patronales se han vuelto cada vez más desorganizadas, aumentando así el poder de los sindicatos en la negociación centralizada. Sin embargo, los empleadores alemanes tienen poco incentivo para rechazar el sistema centralizado, ya que el dualismo existente desplazaría el acento al nivel de la empresa, donde los empleados podrían ejercer influencia a través de los consejos salariales. Por lo tanto, "la negociación centralizada garantiza un nivel de previsibilidad, concentrando el conflicto industrial y proporcionando un cronograma uniforme para las negociaciones que protegen las compañías individuales frente a los conflictos salariales aislados y desorganizados" (Thelen y Kume 1999, pp. 487-91).

Un argumento paralelo sostiene que la moderación salarial asociada a la negociación centralizada ayuda al sector exportador a conservar su competitividad internacional (que también interesa a los sindicatos), y así a mantener abierta la economía. Esto beneficia especialmente a las industrias más productivas y eficientes, que entonces no necesitan pagar un premio salarial, y perjudica a las menos productivas al no poder bajar los salarios. En este sentido, "la eliminación de diferencias salariales entre las industrias puede ser entendida como un subsidio a las nuevas industrias y un impuesto a las antiguas" (Moene y Wallerstein 1999, pp. 246-7).

Las virtudes del corporativismo pueden ser explicadas en términos de la teoría de los juegos también en el nivel sistemático. El mercado de trabajo está caracterizado por la información asimétrica y, por consiguiente, ni los patrones ni los empleados están necesariamente enterados de las intenciones y de los intereses verdaderos de la otra parte. Las negociaciones centralizadas revelan y crean información, lo que ayuda a ambas partes a celebrar compromisos sin necesidad de ser excesivamente temerosas del abandono de la cooperación por la otra parte. La centralización también ayuda a responder colectivamente a los shocks externos, por ejemplo, en la demanda de la exportación y los términos del intercambio, ya que reduce la necesidad de llevar a cabo negociaciones separadas con cada corporación para los ajustes necesarios en los salarios y otras condiciones de trabajo (esta idea es desarrollada más ampliamente por Teulings y Hartog 1998, pp. 4-5, 85-9, 301-4).

Bajo las condiciones de la globalización, existen presiones exógenas para descentralizar las instituciones del mercado de trabajo y las negociaciones en este ámbito, desde el nivel burocrático central hasta los niveles inferiores de industrias y empresas. En algunos respectos, este desplazamiento puede ser considerado como un fenómeno democrático. En los sectores abiertos, la tendencia ha ido acompañada por una nueva y más cooperativa relación empleador-empleado en el nivel de la empresa. Las presiones de la competencia en el mercado y la concentración en la cooperación en el nivel empresarial parecen también haber cambiado la agenda de la negociación, de los reclamos laborales cuantitativos a los cualitativos, del aumento salarial a la seguridad en el empleo, la extensión de la semana del trabajo, la organización flexible del trabajo y la participación en la conducción de la compañía (Rigby y Smith 1999, pp. 5-9). Esta tendencia pudo observarse en la última ronda de negociaciones de la política de ingresos en Finlandia durante el otoño de 2002.

5. El euro y otras presiones externas

La globalización crea presiones para conducir políticas macroeconómicas nacionales estables y disciplinadas. En la Unión Europea, la fuente más importante de tales presiones se remonta al establecimiento de la Unión Económica y Monetaria (UEM) y su moneda común, el euro. El establecimiento de la UEM era en sí un resultado del incremento constante de la movilidad internacional de capitales. Los bancos centrales nacionales demostraron tener recursos inadecuados para hacer frente a los flujos financieros especulativos que acompañaban los tipos de cambio flotantes. Después de la crisis del ERM (Enterprise Risk Management: Administración Integral de Riesgos de Negocios) en 199293, los Estados miembros de la UE decidieron establecer un mayor grado de control político sobre los mercados financieros volátiles. Este objetivo sólo podría lograrse reuniendo y compartiendo la soberanía monetaria a través de la creación de la eurozona (Baines 2002).

El euro habrá de convertirse en un medio de intercambio viable si los doce Estados miembros del Banco central Europeo (BCE) son capaces de pracicar políticas económicas razonablemente similares y coordinadas (lejos de cualquier tipo de federalismo fiscal, que parece improbable). Sin embargo, el propio BcE ha advertido que todo esfuerzo por parte de los gobiernos miembros en la coordinación a priori de las políticas fiscales y salariales nacionales sería indeseable e incluso arriesgado (Issing 2002; Korkman 2001). Para asegurar la coordinación macroeconómica en un nivel más modesto, los Estados miembros deben satisfacer varios criterios de convergencia referentes a los tipos de inflación e interés, el balance presupuestario, y los niveles de la deuda. Para asegurar el cumplimiento nacional de estos criterios, el Pacto de Estabilidad y crecimiento (PEC) concluido en 1998 contiene incluso un mecanismo de sanción, con la posibilidad de imponer multas a los gobiernos.

El objetivo antiinflacionario, definido en términos de una inflación menor al dos por ciento anual, ha sido el objetivo central del BcE. Esta meta puede lograrse sólo si los aumentos salariales en la eurozona no exceden el crecimiento de la productividad. Las altas tasas de inflación en los años 70 condujeron a poner el acento en la primacía de la estabilidad de precios y, así, en la independencia de los bancos centrales nacionales para luchar contra la inflación. Se supuso que su autonomía burocrático-monetaria solucionaría el problema de las reivindicaciones salariales exageradas porque los sindicatos sabían que el banco central aumentaría los tipos de interés. Esto, a su vez, retrasaría el desarrollo económico, reduciría los ingresos reales y aumentaría el desempleo.

Obviamente, esta lógica es más efectiva en los sectores abiertos de la economía y no reduce necesariamente las demandas salariales de los sectores cerrados (aunque es improbable que en economías pequeñas los sectores no exportadores puedan liderar los índices salariales). Si el banco central es independiente, la adopción de políticas fiscales laxas por parte del gobierno beneficiaría al sector cerrado a expensas del sector abierto (Garrett y Lange 1996, pp. 66-68). Con la UME, el banco central independiente ha sido trasladado de las capitales nacionales a Francfort, pero, por lo demás, el razonamiento sigue siendo, mutatis mutandis, válido. Es decir, se supone que el BCE será un instrumento para mejorar la capacidad competitiva de la UE, favoreciendo a los sectores abiertos de la economía y reduciendo los costes de transacción de la integración financiera.

La alternativa sería que los sindicatos poderosos extrajesen de los empresarios los máximos aumentos salariales disponibles, lo que comprometería la meta del banco central de una baja inflación, incitándolo a subir los tipos de interés. Desde el punto de vista del sindicato individual, los efectos de esta medida son limitados porque los costes se distribuyen a través de la economía. Sin embargo, aun sin lograr un aumento salarial nominal para sus miembros, los otros sindicatos tienen que cargar con estos costes. Por lo tanto, es racional para ellos exigir, por lo menos, aumentos similares, lo que refuerza nuevamente la presión para que el banco central aumente los tipos de interés (Garrett 1999, p. 32). Debido a las diferencias en incentivos, se supone que el corporativismo social ofrece al menos una solución parcial a este problema, a causa de su tendencia hacia la ,,maximización de la ganancia conjunta", en vez de la maximización de los beneficios de los miembros de cada sindicato individual en el sistema de negociación descentralizado (Teulings y Hartog 1998, pp. 20-23). Sin embargo, esta misma característica del sistema de negociación centralizado crea tensiones dentro de la confederación de sindicatos con respecto a los criterios según los cuales se distribuyen entre los sindicatos los aumentos salariales.

Las demandas salariales ambiciosas podrían crear fácilmente una situación insostenible, especialmente en economías abiertas pequeñas, e incitarían al gobierno a retornar a las políticas fiscales estrictas. En cualquier caso, la UME y las expectativas de disciplina fiscal por parte de la empresa privada transnacional prohiben un déficit creado por gastos excesivos. Además, la reducida y cambiante base impositiva, debido a la globalización, no permite la expansión del gasto público, cuyas consecuencias últimas sobre el nivel de impuestos afectaría también a los votantes. Así, la disciplina financiera y fiscal impuesta desde el exterior deja pocas alternativas políticas a los Estados abiertos y dependientes.

Para solucionar el consiguiente dilema, particularmente los gobiernos socialdemócratas han elegido invertir en la generación de los factores por el lado de la oferta que promueven la competitividad internacional; por ejemplo, en investigación y desarrollo, capacitación de la mano de obra e infraestructura económica. Estas políticas atraen también al capital transnacional móvil al país para producir en un ambiente seguro y eficiente para la inversión. Al incrementar de esta manera la productividad y la renta nacional, los gobiernos socialdemócratas pueden continuar realizando reformas sociales marginales o evitar, al menos, el desmantelamiento del Estado de bienestar (Boix 1998, pp. 2832, 38-40).

6. Conclusión

En conclusión, la multiplicación y diversificación de los flujos económicos transnacionales ha eliminado o diluido algunos de los instrumentos de la política nacional. Por ejemplo, en la Unión Europea el paso a los tipos de cambio fijos (al euro) y el alto nivel de movilidad del capital han vuelto imposibles las políticas monetarias nacionales autónomas. obviamente, esto ha reducido la calidad de la democracia sustantiva, dado que algunos aspectos y herramientas de la política quedan fuera del ámbito de decisiones de las autoridades nacionales.

Consecuentemente, ha surgido un déficit democrático en la toma de decisiones referidas a la globalización económica y su gobernancia. Este déficit aparece en casi todas las instituciones financieras internacionales, desde el FMI hasta, especialmente, el BCE, donde las cuestiones monetarias importantes se deciden al margen de todo control político. Por ello, no debe sorprendernos que el BcE haya hecho de la desregulación y la liberalización de los mercados de trabajo y de sus mecanismos de negociación uno de sus objetivos políticos (issing 2002).

La globalización tiende a empujar a las economías nacionales y los mercados de trabajo hacia el modelo segmentado de organización, en el cual cada sector tiene sus propias vinculaciones transnacionales. Esta tendencia tiene consecuencias importantes, pues implica fragmentar los mercados laborales y devolver el poder desde la cooperación tripartita entre el Estado, los patrones, y los empleados al nivel de las industrias y de las empresas. Tal flexibilidad en las relaciones de trabajo tiene características deseables, pero puede también conducir fácilmente a una situación en la cual el poder cada vez mayor de las corporaciones y la influencia cada vez menor de los sindicatos aumenten las disparidades salariales y la exclusión hasta un grado indeseable.

Los efectos sociales, económicos y políticos de la globalización, a menudo han sido exagerados; solamente una parte de la economía mundial está globalizada, y sus efectos son, por lo general, retrasados y mediados por las instituciones domésticas. Sin embargo, lo que está claro es que han aumentado las restricciones externas a la democracia nacional. Siguen existiendo las formas institucionales de la democracia, pero su alcance y sustancia se están contrayendo gradualmente. El movimiento anti-globalización ha sido una vía para exigir que la democracia vuelva al pueblo, pero su base de movilización ha sido demasiado selectiva como para permitir que hable en nombre de la totalidad del pueblo.

Bibliografía

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Referencias del artículo

Globalización, democracia y mercado laboral. VAYRYNEN, Raimo. Isonomía [online]. 2006, n.25, pp.35-53. ISSN 1405-0218.

Información adicional

Como citar: VAYRYNEN, Raimo. Globalización, democracia y mercado laboral. Isonomía [online]. 2006, n.25 [citado 2020-08-14], pp.35-53. Disponible en: . ISSN 1405-0218.