La constitución sentimental. Prostitución, trabajo sexual y trata de personas en Colombia
The Sentimental Constitution: Prostitution, Sex Work, and Human Trafficking in Colombia
La constitución sentimental. Prostitución, trabajo sexual y trata de personas en Colombia
Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 48, 2018, pp. 37 -67
Fecha de recepción: 13 Febrero 2018
Fecha de aprobación: 16 Abril 2018
Resumen: El propósito central de este ensayo consiste en contextualizar el debate contemporáneo entre la abolición de la prostitución o la regulación el trabajo sexual en la dinámica de un humanitarismo sexual altamente sentimentalizado. El texto muestra, en primer lugar, que la compasión —como fuerza central que mueve al humanitarismo sexual a “rescatar” a las víctimas de explotación sexual— no es necesariamente, como sostienen algunos, una fuerza que silencia a quien la recibe. Las diferencias de contexto y de dinámicas políticas, pueden determinar que, en ciertas ocasiones, la compasión efectivamente silencie, mientras que en otras puede dar lugar a dinámicas sociales verdaderamente emancipatorias. El artículo propone, así, que, en cada caso concreto en que aparece la compasión como fuerza movilizadora, se haga un análisis pragmático de los costos y beneficios de este uso. En segundo lugar, el ensayo traslada el marco conceptual anterior a la discusión constitucional sobre la prostitución y el trabajo sexual en Colombia y muestra cómo ésta ocurre en un terreno dominado por un humanitarismo sexual compasivo que ha determinado la “sentimentalización” de los valores de dignidad, autonomía e igualdad. Un análisis pragmático de la jurisprudencia de la Corte Constitucional colombiana sobre prostitución, trabajo sexual y tráfico de personas permite concluir, al menos provisionalmente, que la señalada sentimentalización constitucional sustenta, de manera simultánea, el proyecto político de la regulación del trabajo sexual y el de la abolición de la prostitución.
Palabras clave: Prostitución, trabajo sexual, trata de personas, abolicionismo, regulación, compasión, humanitarismo, humanitarismo sexual, autonomía, igualdad, dignidad.
Abstract: The essay aims at contextualizing the current debate on the abolition of prostitution or the regulation of sexual work in the dynamics of a highly sentimentalized sexual humanitarianism. The article first shows that compassion —as the driving political force that moves sexual humanitarianism to “rescuing” victims of sexual exploitation— is not, by necessity, a force that silences those who receive compassion. While on certain contexts resort to compassion may indeed be disempowering, in other contexts political mobilization led by compassion may produce social emancipation. The essay thus suggests that the resort to compassion be gauged in every single case through a pragmatic analysis of the costs and benefits of the use of compassion. This framework is rehearsed in the second part of the essay through an analysis of the constitutional debate on prostitution and sex work in Colombia. Here, the article shows how this debate transpires in a field dominated by a compassionate sexual humanitarianism leading to the “sentimentalization” of dignity, autonomy, and equality. A pragmatic analysis of the doctrine of the Colombian Constitutional Court on prostitution, sex work and human trafficking allows to provisionally conclude that this sentimentalization simultaneously supports the political projects of abolishing prostitution and regulating sex work.
Keywords: prostitution, sexual work, human trafficking, abolitionism, regulation, compassion, humanitarianism, sexual humanitarianism, autonomy, equality, dignity.
I. Introducción
No hay nada que divida y produzca tantas emociones como el sexo. Ya decía Virginia Woolf que “cuando un tema se presta mucho a controversia —y cualquier cuestión relativa a los sexos es de este tipo— uno no puede esperar decir la verdad”. Y pareciera que esta admonición cobrara peculiar intensidad si lo que se va a discutir es que uno de los sexos venda su sexo; particularmente si quienes lo venden son mujeres. Sin embargo, el debate euro-estadounidense del último siglo sobre la prostitución femenina no parece discurrir por los cauces de prudencia argumentativa que Woolf sugirió para conversar acerca de los sexos (y su sexo). Aquí, cuando alguien habla sobre prostitución, no argumenta para decir que “[s]ólo puede explicar cómo llegó a profesar tal o cual opinión” o para dejar saber que todo “[c]uanto puede hacer es dar a su auditorio la oportunidad de sacar sus propias conclusiones observando las limitaciones, los prejuicios, las idiosincrasias del conferenciante” (Woolf, 1980, p. 9). Bien por el contrario, al menos desde los pánicos victorianos de fines del siglo XIX sobre la “trata de blancas”, el estatus jurídico, social y político de la prostitución desata intensas disputas entre quienes abogan por su prohibición (mediante la criminalización de la compra y la venta de sexo), por su abolición (a través de la penalización de la compra de sexo), su regulación (mediante la expedición de regulaciones laborales, de salud, urbanísticas o de seguridad para el ejercicio de la prostitución) o su despenalización total (de Marneffe, 2010, pp. 28-30).
Cuando se habla sobre prostitución (desde cualquiera de las orillas del debate), y particularmente de cómo debería reaccionar el Estado frente a este fenómeno, de inmediato se abre una conversación sobre el significado de la dignidad humana, la autonomía personal, la igualdad, el mercado y el significado del castigo penal en la comunidad política que inicia la discusión. Aunque para dar esta discusión puede apelarse a diversas teorías políticas y filosóficas, los debates más interesantes en defensa de la prohibición, la abolición, la regulación o la despenalización de la prostitución se han producido dentro del feminismo en sus distintas vertientes, en la teoría queer y en los estudios trans. Estos argumentos son tan ricos y complejos que sería por completo injusto y casi que imposible sintetizarlos a efectos de las ideas que este ensayo busca presentar. Aunque este texto busca ciertamente intervenir en el debate contemporáneo sobre la prostitución, su objetivo no consiste en adoptar una posición normativa a favor de su prohibición, abolición, regulación o despenalización o de algún régimen intermedio entre alguna de éstas. Su objetivo fundamental consiste, más bien, en proveer algunos elementos para iniciar la descripción de uno de los espacios en que este debate se produce contemporáneamente en Latinoamérica y, más especialmente, en Colombia.
En la América Latina de habla hispana el intercambio de sexo por dinero entre adultos que consienten libremente a la transacción no está penalizado. En la región existen regulaciones diversas que, según cada país, criminalizan la prostitución infantil, la coerción y la inducción a la prostitución y el proxenetismo y otras formas de organización comercial de esta actividad. Sin embargo, a partir del año 2002, cuando los países latinoamericanos comienzan a ratificar el Protocolo de Palermo del año 2000, 1 muchas de las reformas legales expedidas para ajustar la legislación interna a este tratado internacional establecieron relaciones peculiares entre la trata de personas y la prostitución, determinadas, en buena parte, por el modo en que la prostitución es incluida en la definición de trata del Protocolo y al papel que éste otorga al consentimiento de las víctimas. El artículo 3° determina, por una parte, que la trata siempre tiene fines de explotación y señala que una de las formas de explotación es “la explotación de la prostitución ajena u otras formas de explotación sexual” y, de otro lado, que las víctimas de trata carecen de agencia en cualquier caso de “explotación intencional”. El propio Protocolo de Palermo, por vía de la noción de explotación, establece así una íntima conexión entre la trata de personas y la explotación de la prostitución ajena y la idea de que nadie puede consentir a su propia explotación. Al momento de cumplir las obligaciones de criminalización que el artículo 5 del Protocolo impone a los Estados, los países latinoamericanos no solo han introducido tipos penales que castigan la trata de personas sino que han reformado sus legislaciones sobre inducción a la prostitución y proxenetismo de un modo en que, sin castigar directamente el intercambio libre de sexo por dinero en sí mismo, acercan el derecho penal a esta transacción hasta un punto en que es posible preguntarse si, bajo las nuevas condiciones legales, ésta no ha sido indirectamente penalizada. Al parecer, en muchos lugares de América Latina la íntima conexión entre trata de personas y prostitución que establece el Protocolo de Palermo se ha transformado en una franca sinonimia. 2
Paralelamente a estas reformas legales, en la región han surgido organizaciones sociales de mujeres que reclaman, por lo general, la criminalización de los clientes de mujeres que ejercen la prostitución o la regulación de la prostitución como una forma de trabajo plenamente legal. Aunque los argumentos de una y otra posición son similares a los de las varias posiciones feministas abolicionistas o regulacionistas que han circulado en Europa y Estados Unidos desde finales del siglo XIX, el espacio abierto por la entrada del derecho internacional de la trata de personas a América Latina parece brindar oportunidades para discutir sobre el estatus político, jurídico y socio-económico de la prostitución en términos que no son los del “puro” abolicionismo o los del “puro” regulacionismo. Adicionalmente, en países como Colombia, en donde se ha producido una intensa constitucionalización de la vida cotidiana, la prostitución se ha encontrado con el discurso de los derechos que se moviliza ante legisladores, diseñadores y ejecutores de políticas públicas y jueces constitucionales.
En este ensayo no persigo evaluar normativamente ni describir densamente las relaciones que el Protocolo de Palermo traza entre la trata de personas, la idea de explotación y la falta de agencia de las víctimas o el sentido de las reformas legales emprendidas por los países de América Latina para cumplir con este protocolo. Tampoco busco defender la abolición o la regulación de la prostitución en Latinoamérica o en Colombia. Mi proyecto en este texto tiene un doble propósito descriptivo. En primer lugar, sugiero, a partir de varias fuentes teóricas, una reconstrucción del espacio socio-político creado por el derecho internacional de la trata de personas para la discusión del estatus jurídico de la prostitución. Aquí, propongo que este espacio resulta de la combinación de dos fenómenos: la inscripción de la trata de personas en el discurso de la “razón humanitaria” (Fassin, 2012), fundada en una “economía de las emociones” (Fassin, 2009) en la que la compasión, el temor y la indignación operan como el vector fundamental de la movilización social y política en favor de las víctimas de trata de personas y, como se verá, de la prostitución; y el desarrollo de una forma especializada de la razón humanitaria en el terreno de lo sexual que da lugar a un “humanitarismo sexual” que llama al “salvamento” de las víctimas de trata y prostitución, particularmente en el tercer mundo. Adicionalmente, afirmo que, en el espacio cuya reconstrucción propongo, la noción de víctima y la economía de la compasión no conducen necesariamente a situaciones de vulnerabilidad subordinante. Por este motivo, el análisis de las dinámicas políticas y sociales que se producen en ese espacio afectivo debe responder a dos ideas. Primero, es necesario tener en cuenta, como ya algunos lo han apuntado (Berlant, 2011 y Fassin y Rechtman, 2009), que el lenguaje de la compasión tiende a sustituir otros posibles lenguajes de la justicia. Segundo, y directamente relacionado con lo anterior, no puede perderse de vista que la movilización de la economía de la compasión y de la categoría de víctima puede tener dimensiones redistributivas y emancipadoras de importancia que determinan que el uso que se haga de éstas se analice desde una perspectiva que tenga en cuenta los costos y beneficios de ese uso en situaciones y contextos concretos.
En segundo lugar, a partir de la reconstrucción emprendida en la primera parte del ensayo, propongo un análisis de la jurisprudencia sobre trata de personas y prostitución que la Corte Constitucional de Colombia ha producido desde el año 2009 con el fin de determinar si la ratificación del Protocolo de Palermo y el humanitarismo sexual que éste entraña han “sentimentalizado” el constitucionalismo colombiano. Este análisis trata de establecer qué ocurre cuando el lenguaje de la compasión encuentra el lenguaje de los derechos. De esta forma, la segunda parte del ensayo busca examinar hasta qué punto el proyecto de la Corte de reconocer la prostitución como trabajo sexual resulta afectado por la sedimentación de la economía de la compasión en los valores constitucionales de dignidad, autonomía e igualdad. Aquí, sostengo que la aparente lógica progresista del reconocimiento de la prostitución como trabajo sexual opera teniendo como telón de fondo la lógica subyacente al humanitarismo sexual que, en otros lugares del mundo, ha operado como catalizadora de la lucha por la abolición de la prostitución. Así, la discusión constitucional sobre la prostitución en Colombia ocurre en un terreno gobernado por valores constitucionales que, al haberse sentimentalizado, sustentan, de manera simultánea, el proyecto político de la regulación y el proyecto político del abolicionismo.
II. Gobierno humanitario y humanitarismo sexual
Mucho se ha escrito en los últimos diez años acerca de la consolidación de un tipo de acción política fundado en la movilización de emociones como la compasión y la piedad que los gobiernos y algunas organizaciones internacionales, sociales y no gubernamentales sienten por víctimas que sufren los efectos de conflictos armados, violaciones de derechos humanos y desastres naturales, entre otros eventos catastróficos. En esta sección no pretendo resumir la extensa literatura sobre este debate sino, más bien, mostrar la extensión de las características centrales de lo que Didier Fassin ha denominado la “razón humanitaria” al terreno de la sexualidad para dar lugar a la aparición de un “humanitarismo sexual”, en cuyo centro aparece la misión política de rescatar y proteger a las víctimas de explotación y violencia sexual. Sin embargo, a diferencia de ciertas posiciones que estiman que la posición social de la víctima de explotación sexual (lo que en el lenguaje del Protocolo de Palermo es equivalente a la prostitución) es por esencia negativa, en tanto suprime las posibilidades de agencia, aquí defiendo la idea de que esa posición, bajo ciertas condiciones políticas y en ciertos contextos, puede ofrecer posibilidades emancipatorias o, dicho de otro modo, afirmo que la vulnerabilidad propia de la condición de víctima puede ser un lugar de resistencia política. Si, en conflictos políticos concretos, esta condición tiene un potencial emancipador sería necesario establecer cuáles son los costos y beneficios de su uso y movilización en esos casos.
Didier Fassin ha destacado cómo, desde las últimas décadas del siglo pasado, los sentimientos morales se han convertido en una “fuerza esencial” de la política tanto doméstica como global (Fassin, 2012, p. 1). Desde esta perspectiva, ha elaborado la genealogía de la “razón humanitaria” como una “lógica general” cuya característica fundamental consiste en la apelación a una “economía moral” en donde la movilización y la toma de decisiones políticas operan a partir de la compasión por el sufrimiento de víctimas de eventos y situaciones catastróficas (Fassin, 2009; Fassin, 2012, pp. 7 y 244). Para Fassin, esta forma de hacer política, cuya “bondad” suele darse por descontada, tiene una historia que debe ser develada para exponer qué está en juego cuando la compasión se convierte en el modo fundamental de administración de “vidas precarias” como las de los pobres, los inmigrantes, los refugiados, los niños enfermos y las víctimas de conflictos armados y desastres naturales, entre otros excluidos sociales ( Ibid., pp. 4-8). En mi lectura, el análisis genealógico que propone Fassin está basado en dos elementos.
Primero, el discurso de la compasión ha venido a reemplazar a otros lenguajes que, históricamente, han servido para caracterizar, denunciar y contrarrestar las injusticias sociales. Así, bajo la lógica de la razón humanitaria “la desigualdad es reemplazada por la exclusión, la dominación es transformada en infortunio, la injusticia es articulada como sufrimiento, la violencia es expresada en términos de trauma” ( Ibid., p. 6). Destacar la prevalencia de la razón humanitaria como modo de gobierno en el mundo contemporáneo no implica, de suyo, un juicio negativo sobre la apelación a la compasión; más bien, invita al análisis de la competencia que surge entre este sentimiento y otros posibles lenguajes de lo justo al momento de aproximarse a determinada injusticia. De esta forma, en contextos concretos, es posible preguntarse si, en el caso de cierta lucha social o de la toma de alguna decisión política, es más beneficioso caracterizar la injusticia de que se trate en términos de compasión o de otro discurso alternativo de la justicia ( Ibid., p. 8). Sin embargo, al momento de embarcarse en este tipo de análisis, no debe perderse de vista que la compasión puede implicar dinámicas paradójicas que surgen del peculiar vínculo que se establece entre quien compadece y quien es compadecido. Para Fassin este vínculo no se plantea en términos igualitarios porque no implica ni reciprocidad ni verdadero reconocimiento: aunque quien compadece actúe con desinterés y buena voluntad, quien sufre y es compadecido solo puede reciprocar la compasión con muestras de humildad ( Ibid., pp. 3-4). Esta asimetría plantea, al menos, dos problemas importantes. Por una parte, el espacio político de la compasión puede, a veces, convertirse fácilmente en una instancia de represión, como ocurre, por ejemplo, en el caso de los inmigrantes o de las personas que buscan asilo político ( Ibid., pp. 14 y 16). De otro lado, las relaciones políticas fundadas en la compasión son el escenario para un “melodrama humanitario” que expone las imágenes de los “detalles íntimos” del dolor y el sufrimiento humanos —circuladas por los medios de comunicación y toda clase de actores políticos— que terminan por erigirse en el fundamento más visible y característico de la acción política de nuestros tiempos (Berlant, 2011, pp. 23-24; Meister, 2011, pp. 66-67 y Fassin, 2012, p. 250).
Lo anterior se conecta con el segundo elemento que guía el análisis genealógico de la razón humanitaria. Esta última no podría desplegarse sin un correlato denominado el “imperio del trauma” que centra la atención en quien, por su sufrimiento, es objeto de compasión. La víctima aparece aquí como un tipo de identidad política que Didier Fassin y Richard Rechtman interrogan mostrando cómo entre finales del siglo diecinueve y los años 60 del siglo pasado la víctima pasó de constituir una condición que indicaba una debilidad de la personalidad que suscitaba la sospecha a un objeto de compasión cuyo sufrimiento es auténtico y, por ello, es fuente de verdad y autoridad moral incuestionables (Fassin y Rechtman, 2009, pp. 25-39 y 77-97). En esta genealogía, la víctima se convierte en tal por un hecho externo, imprevisible e irresistible, que la traumatiza. Así, un fenómeno que inicialmente surge en la psiquiatría y el psicoanálisis y que, en principio, afecta la psique de personas individuales, con el tiempo se transforma en un fenómeno social que entra formar parte de las economías morales contemporáneas y que activa la movilización política colectiva para el reclamo de derechos a través de la compasión y la empatía ( Ibid., pp. 7 y 276-284).
La descripción genealógica que Didier Fassin y Richard Rechtman emprenden no conduce a su condena o a una evaluación normativa negativa de la condición de víctima ( Ibid., 2009, pp. 280-281). Aquí, nuevamente, invitan a un análisis contextual de los usos y movilizaciones de esta condición que, en casos concretos, pueden entrañar efectos emancipatorios, reconocimientos de derechos o cambios positivos de las políticas públicas que no se hubiesen podido alcanzar si no se hubiese apelado a la idea de víctima. En este punto, Fassin y Rechtman coinciden con otras posiciones teóricas que, desde el feminismo, han alertado sobre las posibilidades de resistencia que ofrece la condición de víctima o la vulnerabilidad que suele asociarse (con frecuencia negativamente) a ésta (Stringer, 2014 y Butler, Gambetti y Sabsay, 2016). Sin embargo, estas posiciones también advierten sobre los riesgos en que incurre toda lucha política que se canalice a través de la idea de victimización. Señalan, en lo fundamental, que si bien hoy la condición de víctima está ligada al reclamo de derechos y, por ello, se la valora positivamente, su origen en un fenómeno psíquico puramente individual puede oscurecer y ocultar injusticias de orden estructural (Berlant, 2011, pp. 57-58; Fassin y Rechtman, 2009, p. 281 y Butler, Gambetti y Sabsay, 2016, pp. 2-3). Como bien señalan Fassin y Rechtman, cualquier análisis sobre el uso y movilización de la idea de víctima no puede olvidar que, al hacerlo, se dejan de lado otros “posibles esquemas de descripción y acción” que podrían ser mucho más efectivos y poderosos para controvertir y transformar injusticias estructurales (Fassin y Rechtman, 2009, p. 9).
Las nociones de razón humanitaria y de imperio del trauma han adquirido una especial significación en el terreno de la sexualidad y, más particularmente, en el espacio contemporáneo de discusión sobre la trata de personas y la prostitución. Algunas feministas han utilizado el concepto de humanitarismo sexual para describir, en términos generales, el surgimiento de una dinámica global cuya misión política fundamental consiste en salvar a las víctimas de explotación sexual (y, por tanto, de trata de personas y de prostitución), particularmente en el tercer mundo (Mai, 2014 y Kotiswaran, 2014). En gran medida, este concepto replica en un terreno específico el famoso argumento de Gayatri Spivak de que la relación entre el primer y el tercer mundo se produce en términos de “hombres blancos” (y el humanitarismo sexual incluiría también a “mujeres blancas”, muchas de ellas feministas) que salvan a “mujeres de color” (Spivak, 1988; Kapur, 2002 y D’Cruze y Rao, 2004). A juicio de las versiones más críticas del humanitarismo sexual, éste sería un modo de marcar la diferencia entre la visión sexual de Occidente y una otredad sexual que acontece en lugares donde hay víctimas “puras”, “perfectas”, “icónicas” o “ideales” de diversas formas de opresión y explotación sexual que, muchas veces, está fincada, en gran parte, en su “atraso cultural” (Srikantiah, 2007; Desyllas, 2007; Hua y Nigorizawa, 2010 y Mai, 2014). Así, en el corazón de esta noción estaría la imagen de “la trabajadora sexual del tercer mundo sometida a la esclavitud en un burdel de una gran ciudad” (Kotiswaran, 2014, p. 354).
Estas versiones también señalan el carácter paradójico del humanitarismo sexual que aunque, a primera vista, se presenta como una dinámica benevolente cuyo motor es la compasión por las víctimas del infortunio sexual, en realidad es un modo de controlar y reprimir la migración de poblaciones indeseables mediante la aplicación de leyes migratorias restrictivas que, en muchos casos, convierten a la víctima “perfecta” de la trata de personas en víctima “culpable” de la prostitución (Desyllas, 2007; Mai, 2014 y Jakšić, 2016). Algunas versiones críticas del concepto de humanitarismo sexual parecen aproximarse al tipo de análisis al que invita la aproximación genealógica de Didier Fassin a la razón humanitaria y el imperio del trauma. Aquí, el análisis se concentra en el papel fundamental jugado el Protocolo de Palermo en la difusión global del humanitarismo sexual. A juicio de estas posiciones críticas, la condición de víctima de explotación sexual —que es el objeto fundamental de la protección que el Protocolo busca deparar— no es necesariamente un lugar de dominación y represión. En algunos casos, esta condición podría ser movilizada en un sentido emancipatorio positivo que produzca mejoría en las condiciones de vida de víctimas de trata y de personas que ejercen la prostitución. Sin embargo, todo análisis de esos casos específicos debería tener en cuenta al menos cuatro elementos.
En primer lugar, varios análisis de la génesis del Protocolo de Palermo señalan que en las negociaciones que condujeron a su aprobación se produjo un intenso debate sobre la relación entre trata de personas y prostitución entre las feministas “radicales” o “estructuralistas” que defendían la abolición de la prostitución y grupos defensores de derechos humanos que abogaban por la regulación de la prostitución como trabajo sexual (Doezema, 2005; Halley et al., 2006; Chuang, 2010 y Kotiswaran 2011 y 2014). En tanto el Protocolo terminó reflejando una especie de compromiso entre ambas visiones, su aplicación doméstica puede ser eventualmente movilizada para sustentar soluciones radicalmente divergentes de política pública en relación con la prostitución (justificaría, al mismo tiempo, el abolicionismo y la regulación de la prostitución como trabajo sexual) (Halley et al., 2006). Segundo, y pese a lo anterior, la dinámica efectiva de aplicación interna del Protocolo de Palermo en muchos países del mundo ha estado guiada por la particular posición de los Estados Unidos en relación con el tráfico de personas y la prostitución. Bajo la administración de George W. Bush, influenciada por la extrema derecha cristiana estadounidense, la trata de personas adquirió sesgos de moralismo sexual que la atan con aún mayor fuerza a la abolición de la prostitución. A su turno, esta peculiar visión de la trata se ha difundido internacionalmente cuando los Estados Unidos ha supeditado su cooperación financiera a ciertos países al cumplimiento del VTVPA (US Victims of Trafficking and Violence Protection Act) (Ibid.; Zimmerman, 2010 y Kotiswaran, 2014). Tercero, en tanto el Protocolo —dada su peculiar génesis— centra su protección en una víctima “perfecta” de explotación sexual que carece de toda posibilidad de agencia y, por ello, establece “una constante confusión entre trata y trata con fines de trabajo sexual y de trata con fines de trabajo sexual y trabajo sexual”, su aplicación doméstica determina que, al mismo tiempo, se ignoren las formas de trata que no tienen como fin el trabajo sexual y se castiguen formas de trabajo sexual voluntario ( Ibid., p. 357). Cuarto, el énfasis del Protocolo de Palermo en la penalización revela la idea (que algunos califican como “neoliberal”) de que la explotación sexual es el resultado de acciones de individuos desviados y no de la pobreza estructural que obliga a ciertas poblaciones a migrar en condiciones inseguras en busca de trabajo informal. En este sentido, el Protocolo, fundado en el lenguaje de la compasión y el sufrimiento, oscurece las injusticias estructurales y reemplaza discursos alternativos de la justicia que sustentarían reformas distributivas más amplias (Chuang, 2010 y Kotiswaran, 2014).
Tanto Didier Fassin como muchas de las feministas que han analizado críticamente el concepto de humanitarismo sexual han desarrollado sus argumentos en el contexto de aproximaciones etnográficas a casos concretos. En lo fundamental, sus estudios buscan mostrar cómo, en algunas situaciones, las ideas de razón de humanitaria, compasión, trauma, victimización y explotación sexual producen transformaciones positivas en las vidas de las personas que son tratadas como víctimas objeto de compasión, mientras que, en otros casos, esas nociones determinan contradicciones y dinámicas que no tienen ningún efecto emancipatorio en las vidas de las personas en cuyo nombre se moviliza la institucionalidad de la compasión. En lo que sigue, no emprendo un ejercicio etnográfico del tipo señalado. Más bien, intento explorar una pregunta que Fassin deja abierta. Recuérdese que este autor señala que aunque las economías morales contemporáneas de la compasión y de la victimización no son, en sí mismas, perniciosas, sí es necesario tener en cuenta que ellas tienden a reemplazar otros lenguajes de la justicia que, en ciertos casos y contextos, podrían ser mucho más poderosos para controvertir y desbancar injusticias estructurales. Mientras que en un punto de alguna de sus obras Fassin apunta que la relación desigual que tiende a establecer la compasión entre quien se compadece y quien es compadecido determina que la humildad con que éste debe responder puede llegar a sustituir una verdadera demanda de derechos (Fassin, 2012, p. 4), en otro lugar muestra cómo ciertos grupos sociales que se han organizado en torno a su condición de víctima han logrado reconocimientos importantes de derechos (Fassin y Rechtman, 2009, p. 10). Con estas afirmaciones, Fassin parece sugerir que uno de los lenguajes de la justicia que suele resultar oscurecido o potenciado por el recurso a la compasión y a la noción de víctima es el discurso de los derechos. 3 El estudio que emprendo en la siguiente sección del ensayo trata de establecer qué ocurre cuándo la razón humanitaria, concretada en la idea del humanitarismo sexual, se expresa a través de principios y derechos constitucionales. Para estos efectos, me concentro en el análisis de la jurisprudencia de la Corte Constitucional de Colombia que ha establecido un conjunto de complejas relaciones entre trata de personas, prostitución y trabajo sexual.
III. La constitución sentimental del humanitarismo sexual colombiano
A efectos de analizar cómo el humanitarismo sexual ha modelado las relaciones entre prostitución, trabajo sexual y trata de personas en el derecho constitucional colombiano, la jurisprudencia de la Corte Constitucional puede dividirse en tres periodos. 4 En una primera etapa, que iría de 1995 a 1997, la prostitución aparece por primera vez como un fenómeno social que es posible caracterizar en el lenguaje de los derechos pero al que, en todo caso, la Corte se aproxima desde una visión que la considera una actividad peligrosa e inmoral. Entre los años 2009 y 2010, la razón humanitaria y el humanitarismo sexual aparecen con fuerza en el panorama constitucional de Colombia para complejizar y transformar el fenómeno de la prostitución al asociarlo, simultánea y contradictoriamente, con los proyectos ideológicos de la trata de personas y el trabajo sexual. En el tercer periodo, que va del año 2015 al presente, la Corte refuerza su caracterización de la prostitución como trabajo sexual, pero siempre a la sombra del proyecto regulatorio del humanitarismo sexual. En esta sección del ensayo caracterizo brevemente la primera etapa y me concentro en leer críticamente la jurisprudencia del segundo y tercer periodo.
1. La prostitución como actividad inmoral y peligrosa
Dos decisiones de 1995 y 1997 marcan la primera etapa de la doctrina constitucional colombiana sobre prostitución. La importancia de este periodo radica en una aproximación constitucional a este fenómeno que solo ha sido parcialmente revaluada por la jurisprudencia aparentemente progresista de las siguientes etapas. En estos dos fallos, la Corte decide dos acciones de tutela iniciadas por personas que solicitaban la protección de sus derechos fundamentales afectados por el funcionamiento de “negocios de lenocinio, trata de blancas y cantinas de mala muerte” (en palabras del demandante en el caso de 1995) y por el ejercicio callejero de la prostitución. La Corte parte de reconocer “[l]a realidad histórica y sociológica [que] demuestra que la prostitución no puede ser erradicada de manera plena y total”, de modo que el Estado “no puede comprometerse en el esfuerzo estéril de prohibir lo que inexorablemente se va a llevar a cabo y por ello lo tolera como mal menor” (CCC, 1995). Esta afirmación, de naturaleza puramente pragmática, sirve de punto partida para una caracterización constitucional de la prostitución en términos de derechos que se produce en dos niveles.
En un primer nivel, que se concentra en quien ejerce la prostitución, la Corte comienza por señalar que esta actividad no es deseable “por ser contrario a la dignidad humana comerciar con el propio ser” ( Ibid., cursiva fuera de texto). Esta afirmación está acompañada por una serie de precisiones que destacan la intrínseca inmoralidad del ejercicio de la prostitución. Así, la Corte afirma que “[p]ara vivir la virtud… hay que tener un mínimo de bienestar, y éste no puede existir donde impera abusivamente el mundo del vicio [refiriéndose a las zonas de tolerancia]”, que la prostitución es un “mal ejemplo”, un “lamentable oficio” y “por esencia, es una actividad evidentemente inmoral” ( Ibid .). Sin embargo, junto a la caracterización de la prostitución como una actividad contraria a la dignidad humana, la Corte señala, en una de esas decisiones, que “jurídicamente hablando puede decirse que en aras del derecho al libre desarrollo de la personalidad, las gentes pueden acudir a la prostitución como forma de vida” ( Ibid., cursiva fuera de texto) y, en la otra, que “[l]a Corte no pretende desconocer el derecho al libre desarrollo de la personalidad que tienen las prostitutas y travestidos en cuestión” (CCC, 1997).
La doble descripción de este fenómeno en términos de dignidad humana y autonomía personal pareciera indicar que, en esta primera etapa, la Corte consideraba que las personas bien podían optar, con plena libertad, por ejercer oficios inmorales que atentaban contra su propia dignidad. Esta idea de autonomía es plenamente consistente con el segundo nivel de la caracterización constitucional de la prostitución, relacionado con los derechos de terceros que pueden resultar afectados por su ejercicio. Aquí, la Corte, en un gesto compatible con su jurisprudencia sobre libre desarrollo de la personalidad, indica que quien ejerce la prostitución tiene libertad para hacerlo siempre y cuando no afecte derechos de terceros como “los derechos prevalentes de los niños”, “la intimidad familiar”, “el derecho de los demás a convivir en paz en el lugar de residencia” (CCC, 1995), “la vida”, “la integridad física y moral”, “la tranquilidad y la seguridad” y “a vivir en condiciones dignas y justas” (CCC, 1997). El elenco de derechos citados por la Corte refuerza la idea de que, pese a ser una actividad por la que se puede optar con plena autonomía, en todo caso su intrínseca inmoralidad tiende, por una parte, a corromper la virtud de ciertos grupos que demandan la protección especial del Estado como los niños y los adultos mayores y, de otro lado, es una amenaza para el orden público. Así, por ejemplo, afirma que “no es justo el permitir que la infancia se vea connaturalizada con un ambiente de promiscuidad sexual”, o que “en la virtud de la niñez, sobre todo, está interesado el Estado” (CCC, 1995) o, finalmente, que es intolerable “que los menores de edad tengan que soportar, como testigos indefensos, la comisión de actos [el ejercicio callejero de la prostitución] que atentan contra su inocencia y su pudor” (CCC, 1997).
La caracterización de la prostitución como actividad inmoral y corruptora de la virtud —pero cuyo ejercicio puede escogerse libremente— que amenaza el orden público determina dos consecuencias principales en términos de política pública. Por una parte, la respuesta del Estado frente a este fenómeno se mueve en el terreno de la actividad de policía que parte de reconocer “[q]ue la prostitución es un mal menor, es decir, algo que se tolera, pero que se reconoce como nocivo” (CCC, 1995). En este sentido, si bien la Corte reconoce que la prostitución es legal, en todo caso considera que, por esencia, tiende a “[mantener] en estado de perturbación el orden público”, que su ejercicio está ligado a “los consiguientes brotes de inseguridad y la frecuente comisión de delitos contra la vida y la integridad personal de residentes y transeúntes, y contra su patrimonio moral y económico”, que quienes la ejercen “cometen actos de ostensible acoso sexual y de agresión contra los desprevenidos ciudadanos… haciéndolos víctimas de atracos, lesiones personales, amenazas y graves atentados contra el pudor” o que “[t]ampoco puede ignorarse que se trata de una actividad alrededor de la cual suelen concurrir la comisión de delitos y la propagación de enfermedades venéreas” (CCC, 1997). En segundo lugar, esta caracterización de la prostitución determinaba que para la Corte, en este momento de su jurisprudencia, fuera imposible considerar esta actividad como una forma de trabajo jurídicamente garantizado. Así, señaló que “si se trata por varios medios de evitar que la mujer se prostituya” es necesario concluir que “no sea exacto presentar la prostitución como trabajo honesto, digno de amparo legal y constitucional, ya que ésta, por esencia, es una actividad evidentemente inmoral, en tanto que el trabajo honesto implica una actividad ética porque perfecciona, realiza a la persona y produce un bien” (CCC, 1995, cursiva fuera de texto).
De este primer periodo de la doctrina constitucional colombiana sobre prostitución, es necesario resaltar tres ideas importantes para entender las transformaciones que se producirán en la posición de la Corte con la entrada del humanitarismo sexual a partir del año 2009. En primer lugar, la Corte inicia una doctrina que mira a la prostitución desde la perspectiva de los principios de dignidad humana y autonomía personal. Por una parte, esta actividad atenta contra la dignidad porque la comercialización del propio cuerpo es indigna. De otro lado, para la Corte, la autonomía personal permite escoger, con plena libertad, oficios indignos e inmorales siempre y cuando esta opción no afecte derechos de terceros. Nótese que, en esta primera etapa, quien decide ejercer la prostitución no decide con una agencia limitada u oscurecida por factores externos. Optar por el ejercicio de una actividad inmoral e indigna no parece apuntar a algún factor externo que, estructural y sistemáticamente, prive de libertad decisoria a quienes se prostituyen. A juicio de la Corte, esta opción debe ser tratada como cualquier otra opción libre cuyos límites se fijan jurídicamente en la afectación de derechos de terceros. Aquí, la persona que ejerce la prostitución no es una víctima que suscite compasión; por el contrario, el lenguaje de la victimización se sitúa, más bien, del lado de quienes deben soportar las consecuencias de una actividad inmoral que tiende a alterar el orden público. Las víctimas son seres particularmente vulnerables e impresionables (niños, adultos mayores y transeúntes y vecinos incautos) que deben presenciar exhibiciones públicas de sexo. En segundo lugar, el lenguaje de la igualdad está completamente ausente de la jurisprudencia de este primer periodo. No hay nada en las reflexiones de la Corte que indique que las personas que ejercen la prostitución sean una población discriminada o un grupo social vulnerable que requiera de la protección especial del Estado. Finalmente, en este periodo la respuesta del Estado al fenómeno de la prostitución se mueve, primero, en el terreno de la actividad de policía que debe contrarrestar los efectos nocivos de su ejercicio sobre los derechos de terceros y, segundo, en la negación de cualquier protección laboral a quienes la ejercen. De este modo, la idea del trabajo sexual está por completo ausente de la doctrina constitucional.
2. Prostitución como trata de personas
Tras esta primera etapa, la prostitución desaparece de la jurisprudencia constitucional colombiana por doce años. 5 En el 2009 se inicia un segundo periodo que marca la entrada y el afianzamiento de los postulados del humanitarismo sexual en el derecho constitucional colombiano tras la ratificación del Protocolo de Palermo por el Estado colombiano en el año 2004. En el paso de la primera a la segunda etapa, quien ejerce la prostitución pasa de ocupar la posición de indeseable social —que, en todo caso, escoge con libertad a la actividad a la que se dedica— a la de víctima de explotación sexual y trabajador o trabajadora sexual. En lo que sigue, propongo que este estatus paradójico proviene de la operación simultánea del proyecto político del abolicionismo propio del humanitarismo sexual y el de la regulación de la prostitución por vía de su consideración como trabajo sexual. Sin embargo, estos dos proyectos no se despliegan con igual fuerza. A mi juicio, la peculiar dinámica de la doctrina constitucional colombiana durante este periodo ha determinado una primacía del espacio político-afectivo del humanitarismo sexual que opera como marco dentro del cual se mueve el proyecto político del trabajo sexual. Así, en el contexto de una constitución sentimentalizada, que se propone salvar a quienes ejercen la prostitución porque son víctimas de explotación sexual, es muy difícil sentar las bases de una política pública de trabajo sexual.
Esta paradoja parece surgir del hecho de que la entrada de los presupuestos del humanitarismo sexual y, en particular, la economía moral de la compasión y la victimización, se produce en el contexto de la regulación penal colombiana del proxenetismo. En efecto, en un fallo que fundamenta el talante ideológico, político y afectivo de toda esta segunda etapa, la Corte Constitucional validó la constitucionalidad del delito de inducción a la prostitución. Este tipo penal castiga con pena de 10 a 22 años de prisión a quien induzca a otra persona a prostituirse o al comercio carnal “con ánimo de lucrarse o para satisfacer los deseos de otro”. Nótese que quien induce a otro a prostituirse no lo hace mediante el uso de la fuerza, la violencia u otra forma de coerción. Precisamente por esto, quien demandó esta norma ante la Corte consideró que violaba el principio constitucional de autonomía personal puesto que si la supuesta víctima accedía a la inducción y, con plena libertad, decidía prostituirse, el acto individual de quien induce carecía de todo potencial de vulnerar algún bien jurídicamente tutelado. La Corte desechó este argumento a través de un doble razonamiento que se funda en el significado del principio de dignidad humana y en el alcance de la autonomía personal que garantiza la Constitución colombiana.
En el contexto de un juicio de proporcionalidad, aseguró que, al garantizar la protección de la dignidad de quienes se prostituyen, la criminalización de la inducción a la prostitución perseguía una finalidad legítima. Para la Corte, “todo acto encaminado a promover en otro la incursión en la prostitución constituye un estímulo al mancillamiento de su propia dignidad” y “[p]or ello resulta en principio legítimo que el Estado sancione penalmente a quien busca promocionarla, que el Estado persiga a quien quiere hacer de la prostitución un negocio” (CCC, 2009). La justificación de por qué el ejercicio de la prostitución atenta contra la dignidad es la misma que la del primer periodo; es decir “que la prostitución no es deseable, por ser contrario a la dignidad de la persona el comerciar con el propio ser” (CCC, 1995). Sin embargo, la Corte es cuidadosa en tratar de expulsar de esta justificación cualquier juicio moral negativo en torno a la prostitución (recuérdese que en 1995 consideró que era “por esencia… una actividad evidentemente inmoral” y “un lamentable oficio”). Así, indica que mientras en otros tiempos el bien jurídicamente tutelado por este delito era “la moral sexual colectiva o la honestidad sexual de las personas”, hoy en día se “suele considerar que el bien jurídico protegido por este delito es la dignidad humana” (CCC, 2009). En suma, la dignidad humana opera como el motor del deber del Estado de erradicar la prostitución. Mientras que en la primera etapa de su jurisprudencia la erradicación se producía por vía del control policivo de una actividad indigna por inmoral que tendía a causar desorden público, en la segunda etapa se echa mano del derecho penal para evitar que las personas comercien con su propio cuerpo.
Habida cuenta de la multiplicidad de significados que suele atribuirse a la dignidad humana cuando se habla de sexualidad (Siegel, 2012), y de la posibilidad de invocar este principio tanto para validar el ejercicio exclusivamente reproductivo de la sexualidad como los ejercicios que no tienden a la reproducción, es legítimo preguntarse si la simple afirmación de la Corte Constitucional de que el delito de inducción a la prostitución tiende a garantizar la dignidad humana basta para diluir la relación que, en 1995, la propia Corte había establecido entre este principio y una visión sustantiva de la moral sexual. Sin embargo, esta duda parece resolverse en el contexto de las reflexiones de la Corte sobre la relación entre el principio de autonomía personal y el ejercicio de la prostitución y, particularmente, en los argumentos que ofrece para invalidar el consentimiento de quien decide prostituirse tras ser inducido a ejercer esta actividad. Es en este punto del fallo donde los presupuestos del humanitarismo sexual que tiende a establecer una íntima asociación (que, en algunos casos, llega al punto de la confusión) entre la prostitución y la trata de personas entran con vigor para prestar a la decisión toda su fuerza argumentativa. Así, la Corte afirma, por una parte, que “reconoce que la norma bajo estudio es un dispositivo jurídico creado por el legislador para combatir la prostitución y la trata de personas” y, de otro lado, que “[m]ás allá del dilema moral que implica el aprovechamiento comercial de la genitalidad y la sexualidad, la prostitución está asociada con el delito de trata de personas” (CCC, 2009, cursiva fuera de texto). Si bien el régimen penal de la inducción a la prostitución no constituye, en estricto sentido, una forma de abolición de esta actividad, en la medida en que no se castiga al cliente de quien se prostituye, los fundamentos que ofrece la Corte para validar ese régimen, basados en una asimilación de la trata y la prostitución (que, como se verá, conduce a anular la agencia de la víctima de la inducción), son muy similares a los que históricamente han sustentado el abolicionismo.
La asociación de la trata de personas y la prostitución sirve el propósito de construir la “víctima perfecta” del humanitarismo sexual; aquella que responde a la imagen de “la trabajadora sexual del tercer mundo sometida a la esclavitud en un burdel de una gran ciudad” (Kotiswaran, 2014, p. 354). En esta operación, la Corte echa mano del derecho internacional de la trata de personas y de documentos de diferentes órganos de las Naciones Unidas con el fin de mostrar que las relaciones indefectibles que, en tiempos contemporáneos, se establecen entre la delincuencia organizada transnacional, la trata de personas y la prostitución determinan, por fuerza, que esta actividad se ejerza, siempre, en condiciones de explotación que llegan al punto de la esclavitud. El argumento normativo más decisivo para sustentar esta cadena de relaciones está, según la Corte, en el artículo 3° del Protocolo de Palermo que, en su opinión, “establece la trata de personas como un delito íntimamente emparentado con la prostitución” y, dada esta relación de cercanía, es posible concluir que “el tipo penal de inducción a la prostitución puede configurarse incluso sobre la base del consentimiento expreso de la víctima” (CCC, 2009). De esta forma, la interpretación del derecho internacional de la trata de personas le permite a la Corte crear una situación fáctica que, a su turno, le sirve de argumento central para desechar la idea de que las personas pueden decidir prostituirse con plena libertad, al punto de referirse “a la voluntariedad real de la decisión de prostituirse y sus falacias” ( Ibid.).
El carácter falaz de esa voluntariedad se funda no solo en la sinonimia, normativamente construida, entre trata de personas, criminalidad organizada transnacional y prostitución, sino, además, en una descripción de los contextos en que suele ejercerse esta actividad. La Corte, nuevamente fundamentada en estudios y documentos internacionales (que, otra vez, califican la prostitución como una forma moderna de esclavitud), afirma que la prostitución tiende a producirse exclusivamente en contextos de destitución socio-económica. En este sentido, afirma que “[d]e los informes citados previamente por esta Corte es llamativo que en muchos casos el consentimiento inicial de la víctima se convierte en la puerta de entrada a redes de esclavitud y trata de personas, en verdaderos ‘círculos de violencia’ de los que resulta imposible escapar”, agrega que “[u]n consentimiento inicial, viciado ya por la necesidad o por la ignorancia, es altamente susceptible de convertirse en sujeción coactiva” y finaliza diciendo que la criminalización de la inducción a la prostitución “es todavía más relevante en países como Colombia, cuyos problemas sociales son terreno propicio para que personas necesitadas recurran a la prostitución como medio de subsistencia” (Ibid., cursiva fuera de texto). Aquí, es posible preguntarse si la referencia a un consentimiento “viciado ya por la necesidad o por la ignorancia”, a la idea de la relevancia de “países como Colombia” y sus “problemas sociales” y a la noción de “personas necesitadas” opera como una metonimia colonialista; como la referencia que invoca las condiciones de indefectible pobreza y de “atraso cultural” de un tercer mundo en donde quienes ejercen la prostitución —dadas las condiciones de destitución económica en que discurre su existencia— solo pueden hacerlo como esclavos sexuales. La combinación de la particular interpretación del derecho internacional de la trata de personas y las verificaciones “empíricas” de la Corte produce, de este modo, una víctima de la inducción a la prostitución que, por su intrínseca vulnerabilidad, carece de autonomía para decidir con libertad si se prostituye.
A través de la “víctima perfecta” que construye la Corte Constitucional, los presupuestos básicos del humanitarismo sexual se inscriben en una peculiar combinación de los principios constitucionales de dignidad humana y de autonomía personal. Para comenzar, la economía moral de la compasión que está en el corazón de la razón humanitaria se aloja en la particular dinámica de movilización institucional de erradicación de la prostitución que la Corte impone al Estado colombiano en nombre de la dignidad humana. Recuérdese que, según la jurisprudencia, las autoridades públicas tienen el deber de erradicar esta actividad “por ser contrario a la dignidad de la persona el comerciar con el propio ser” (CCC, 1995 y 2009). Como se vio, en la primera etapa de la doctrina constitucional sobre prostitución, la indignidad de esta actividad provenía de su inmoralidad intrínseca; ahora, en la segunda etapa, “comerciar con el propio ser” no es problemático por razones morales sino porque en ese comercio solo participan seres que, por su intrínseca vulnerabilidad, carecen de la libertad necesaria para oponerse a situaciones de explotación sexual (que puede llegar al punto de la esclavitud). Bajo las premisas del humanitarismo sexual, es la explotación asociada al ejercicio de la prostitución la que ofende la dignidad de la persona. Este principio se convierte, así, en el lugar constitucional desde el que se compadece a quien es explotado sexualmente y que opera como motor de una actividad estatal que busca salvar a las víctimas de la prostitución. Sin embargo, nótese que esta operación de salvamento no busca mejorar las condiciones de destitución socio-económica de quienes ejercen la prostitución ni tampoco busca combatir las condiciones sociales e institucionales estructurales que determinan esa destitución y que, por tanto, operan como origen de la vulnerabilidad que activa la economía de la compasión.
La actividad salvadora del Estado se canaliza, en este caso, a través de un tipo penal que castiga a quienes se aprovechan de la situación de vulnerabilidad de las personas que ejercen la prostitución. Cuando la Corte cancela la agencia de quien es inducido a la prostitución con base en la equivalencia entre esta actividad y la explotación (o la esclavitud) sexual (la antijuridicidad de la conducta del inductor permanece así su víctima haya cedido “libremente” a la inducción) parece legitimar un tipo de derecho penal paternalista que evita que una persona sin agencia, por estar en condiciones de extrema vulnerabilidad socio-económica, mediante un acto que remeda una “decisión, se inflija daño a su propia dignidad”. 6 De esta forma, la compasión por las víctimas de la prostitución, alojada en el principio constitucional de dignidad humana, moviliza el aparato jurídico penal para salvar a estas víctimas. A partir del modelo analítico que ofrecen Didier Fassin y algunas teóricas del humanitarismo sexual, cabría preguntarse si esta particular movilización institucional de la compasión, pese a presumir que quienes ejercen la prostitución son siempre víctimas de explotación (o esclavitud) sexual, en todo caso podría ofrecer un espacio para la resistencia social o puede conducir a transformaciones positivas en las condiciones socio-económicas de las personas que se dedican a la prostitución. 7 Para comenzar, no parece que la persecución penal de un proxeneta permita que quien ha sido inducido a la prostitución politice su vulnerabilidad social con el fin de controvertir y transformar las condiciones de precariedad socio-económica. En efecto, las dinámicas del proceso penal y de la imposición de responsabilidad penal individual de una persona que ha inducido a otra a prostituirse, en las que la víctima de esa inducción ocupa un lugar meramente tangencial, no ofrecen un espacio de organización social lo suficientemente poderoso como para denunciar —y, aún menos, desbancar— las estructuras sociales injustas que determinan que, en muchos casos, las personas opten por la prostitución como forma de vida. De igual modo, la condena penal de un proxeneta, considerado individualmente, tampoco tiene efectos redistributivos decisivos en esas estructuras sociales. En suma, el humanitarismo sexual que persigue salvar a las víctimas de la explotación sexual expresa a través del castigo penal de la inducción a la prostitución no parece constituir un uso emancipatorio o transformador de la economía moral de la compasión ni del estatus social de víctima.
A lo dicho con anterioridad, podría oponerse el argumento de que, al validar la legitimidad constitucional de la inducción a la prostitución, la Corte solo se refirió a una de muchas medidas que el Estado puede adoptar para erradicar la prostitución. De este modo, cabría la posibilidad de que, además de perseguir y castigar penalmente a los proxenetas, las autoridades públicas colombianas implementen medidas dirigidas explícitamente a transformar las estructuras injustas que determinan que ciertas personas deban optar por prostituirse para subsistir.
3. Prostitución como trabajo sexual
Ante la posibilidad antes anotada es que cabe considerar el proyecto jurídico y político de la Corte que, a partir del año 2010, comienza a considerar la prostitución como trabajo sexual. 8 El caso que inaugura esta doctrina constitucional fue iniciado por una mujer que se desempeñaba como trabajadora sexual en un bar del que fue despedida tras quedar embarazada. La demandante alegó que las condiciones bajo las cuales desempeñó el trabajo sexual determinaban que, entre ella y el dueño del bar, existía un contrato realidad de trabajo que la hacía titular de todos los derechos derivados de esta relación laboral. Con base en este argumento, solicitó que, al haber sido despedida injustamente, el demandado le reconociera los salarios y prestaciones de seguridad dejados de percibir, pagara su licencia de maternidad y la reintegrara a sus funciones.
Por primera vez en su jurisprudencia, la Corte Constitucional afirma que el reconocimiento de la prostitución como una forma de trabajo sexual se deriva de la obligación que la Constitución colombiana impone al Estado de garantizar la igualdad sustantiva. Según la Corte, los prejuicios que históricamente han rodeado la prostitución como actividad inmoral y vergonzosa han determinado que quienes la ejercen se hayan convertido en un grupo social discriminado y marginado. El reconocimiento de la prostitución como trabajo sexual sometido al régimen del derecho laboral aparece, así, como una medida que persigue confrontar y transformar las estructuras injustas que arrojan a una condición de ciudadanía de segunda clase a quienes se dedican a este oficio. Sin embargo, la caracterización del trabajo sexual a partir del principio constitucional de igualdad no determina que la Corte deje de lado su doctrina anterior sobre el deber del Estado de erradicar la prostitución por ser una actividad contraria al principio de dignidad humana y el papel destacado del derecho penal en ese deber de erradicación. De hecho, la propia Corte reconoce que se enfrenta a una tensión. Así, afirma que “se configura… un régimen… que actúa en pos de la dignidad y la libertad y de la eliminación de cualquier forma de explotación humana y de la mujer” del que surge “la tensión permanente entre la tendencia a erradicar la actividad a través de la prohibición y la punición de conductas y la que apunta por otro lado a reconocer derechos para las personas que la ejercen y a legalizar explícitamente la actividad en general” (CCC, 2010). El modo en que la Corte intenta operar en el contexto de esta “tensión” permite preguntarse si, dada la fuerza del precedente sobre inducción a la prostitución que no puede ignorar, esta tensión no es en realidad un problema irresoluble.
Para comenzar, la Corte no solo reitera su jurisprudencia sobre inducción a la prostitución sino que refuerza la idea de que, hoy en día, existe una relación de íntima conexión entre trata de personas y trabajo sexual. A este respecto señala que “[n]ingún tipo de trabajo sexual puede ser atentatorio de la libertad y de la dignidad humana de ninguno de los sujetos de la relación” y agrega que “[e]sta condición definitiva para el ejercicio de la libertad de disposición y autonomía privada, cobra mayor fuerza e importancia… cuando los informes [internacionales] establecen cómo el trabajo sexual se ha ido relacionando de modo cada vez más estrecho con la trata de personas, el turismo sexual y en definitiva la prostitución forzada” ( Ibid.). Sin embargo, a continuación, y este es el gesto novedoso frente a la doctrina anterior, la Corte reconoce que puede existir un espacio de ejercicio lícito de la prostitución —en el que ésta se transforma en trabajo sexual— cuando es posible establecer que “media de modo íntegro y persistente la voluntad libre y razonada, en particular de la persona que vende el trato sexual” ( Ibid.). La coexistencia de la idea acerca de la íntima relación entre prostitución y trata de personas, que sustenta la movilización del derecho penal como instrumento de erradicación de la prostitución, y de la idea de que existen contextos legítimos de ejercicio de trabajo sexual —regulados por el derecho laboral— cuando media de forma “íntegra y persistente” la “voluntad libre y razonada” del trabajador o trabajadora sexual, cobra especial significación en el caso concreto. Es aquí donde la tensión que señala la Corte parece tornarse en un problema de muy difícil manejo por no decir que irresoluble. En efecto bien podría pensarse que emplear a una persona en un bar para que preste servicios sexuales a cambio de un salario previamente acordado y bajo condiciones de subordinación laboral es una forma de inducción a la prostitución.
Aunque la Corte consideró que el empleador (dueño de un bar) de un trabajador sexual no incurría en el delito de inducción a la prostitución, las razones que ofreció para sustentar esta afirmación se enmarcan en un ejercicio argumentativo muy poco convincente. Por una parte, señala que el delito de inducción a la prostitución “excluye de la iniciativa empresarial todo acto por el cual se induzca a la prostitución con el ánimo de lucrarse o para satisfacer los deseos de otro, aunque se produzca sin coacción”. Sin embargo, afirma, al mismo tiempo, que la prohibición derivada de este tipo penal “de promover el ejercicio del trabajo sexual como forma de activar el funcionamiento del negocio propio” es solamente “una restricción adicional frente al recurso humano que desarrolla la actividad propiamente dicha” que no impide que el empresario persiga su negocio por medios distintos (a la promoción del ejercicio del trabajo sexual) ( Ibid.). Ante estas afirmaciones de la Corte, queda por ver cómo es posible desarrollar el negocio (lícito) de prestar servicios sexuales sin “promover el ejercicio del trabajo sexual”.
Esta situación esquizofrénica se torna aún evidente a la luz de la regla principal que fija esta sentencia. Según la Corte, la caracterización del trabajo sexual a la luz de los principios constitucionales de dignidad, libertad e igualdad impone como “conclusión inexorable” reconocer que entre los empresarios dueños de establecimientos comerciales que prestan servicios sexuales y sus trabajadores y trabajadoras sexuales existe un contrato de trabajo que les garantiza a éstos todos los derechos propios de la relación laboral. Así, mientras que el régimen penal del proxenetismo —sustentado en los presupuestos del humanitarismo sexual— prohíbe a los dueños de negocios lícitos de prestación de servicios sexuales desarrollar su empresa mediante la promoción del trabajo sexual, el régimen laboral del trabajo sexual, sustentado en el principio constitucional de igualdad material, parece legitimar la promoción del trabajo sexual al reconocer la existencia de un contrato de trabajo entre esos mismos empresarios y sus trabajadoras y trabajadores sexuales. A mi juicio, esta contradicción pone de presente que un proyecto igualitario de transformación de estructuras injustas de distribución socio-económica por vía del reconocimiento amplio de la prostitución como trabajo sexual pareciera demandar el retiro del derecho penal de la transacción libre (no fundada en la violencia o la coacción) de servicios sexuales, cuando menos, de un derecho penal justificado a la luz de los postulados del humanitarismo sexual. Al no renunciar a estos postulados, la Corte inscribe su proyecto de reconocer la prostitución en el contexto del humanitarismo sexual restándole, claramente, parte (por no decir que la totalidad) de su poder transformador.
Esta conclusión, en mi opinión, resulta reforzada por otra de las decisiones importantes que adopta la Corte en este fallo. Tras reconocer que entre la demandante y el dueño del bar había existido un contrato de trabajo y que éste la había despedido injustificadamente con violación del fuero de maternidad, la Corte ordenó el pago de todos los salarios y prestaciones de seguridad social dejados de percibir en razón del despido, así como de la licencia de maternidad. Sin embargo, decidió no ordenar el reintegro de la peticionaria a sus funciones de trabajadora sexual. Para la Corte, a la luz del deber del Estado de erradicar la prostitución, derivado del principio de dignidad humana, a los jueces les estaría vedado reconocer un derecho de quienes ejercen el trabajo sexual al reintegro en casos de despido injusto. Sobre esta cuestión señaló que “por la especificidad de la prestación, porque en muchos aspectos el trabajo sexual roza con la dignidad, así como se admite la existencia de una subordinación precaria por parte del empleador, también se reconoce precario el derecho del trabajador a la estabilidad laboral y a ser restituido a su trabajo en caso de despido injusto” ( Ibid., cursiva fuera de texto). Aquí, aparece la mano salvadora de la dignidad sentimentalizada que evita el reintegro a sus funciones de una trabajadora o un trabajador sexual despedido injustamente. En efecto, la negación del reintegro “salva” a quien desempeña una actividad que, pese a que ahora se denomina trabajo sexual, aún sigue afectando su dignidad. Pese al reconocimiento de la prostitución como trabajo sexual, la jurisprudencia de la Corte no parece poder desembarazarse del presupuesto básico del humanitarismo sexual de que el comercio del sexo está siempre en el borde de la explotación sexual. Si la propia Corte reconoce que las personas pueden optar por ser trabajadores sexuales de manera “libre y razonada”, no existe razón para no permitir que una persona, de manera “libre y razonada”, decida seguir ejerciendo el trabajo sexual tras ser despedida. Solo la lógica del humanitarismo sexual explica, nuevamente, el recorte del potencial transformador del reconocimiento de la prostitución como trabajo sexual a través de la negativa de la Corte de reconocer el derecho al reintegro de trabajadoras sexuales.
IV. Conclusión
La entrada del humanitarismo sexual a Colombia por vía de las disposiciones del Protocolo de Palermo ha sentimentalizado el derecho constitucional colombiano al permitir que la economía moral de la compasión se sedimente en los principios constitucionales de dignidad humana y de autonomía personal. La experiencia constitucional colombiana parece enseñar que, cuando esta economía moral se vehicula a través del discurso de los derechos, los resultados tienen un potencial limitado de transformación de estructuras injustas de distribución. Aunque el principio de igualdad parece ofrecer un espacio amplio para el reconocimiento de la prostitución como trabajo sexual, el humanitarismo sexual enraizado en la dignidad humana y la autonomía personal impone límites importantes al potencial transformador de ese reconocimiento. Aunque en Colombia el proyecto político de la abolición de la prostitución no ha despegado por completo, las dinámicas de la jurisprudencia constitucional colombiana sobre trata de personas, trabajo sexual y prostitución parecen ofrecer un terreno fértil para que ese proyecto se afiance en detrimento del proyecto de transformación estructural propio del reconocimiento de la prostitución como trabajo sexual.
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Notas
1 Protocolo para prevenir, reprimir y sancionar la trata de personas, especialmente mujeres y niños, que complementa la Convención de las Naciones Unidas contra la Delincuencia organizada Transnacional.
2 Esta sinonimia no es particular a América Latina. Como bien lo señalan quienes han estudiado la genealogía y la geopolítica particular del Protocolo de Palermo, las propias dinámicas de la negociación y ratificación de este instrumento internacional ha determinado que, en general, se suela confundir el tráfico de personas con el tráfico de personas para trabajo sexual y éste con el trabajo sexual (Chuang, 2010, pp. 1658-1659; Kotiswaran, 2014, pp. 357-358). Frente a lo anterior, uno de los aportes de este ensayo consiste en cómo esta confusión puede adquirir raigambre constitucional a través de las opciones interpretativas de los jueces constitucionales y cuáles pueden ser algunas de las consecuencias potenciales de esta movida.
3 Este análisis, que es necesario desarrollar y perfilar con mayor detalle en desarrollos posteriores de las ideas que plantea este ensayo, tendería a mostrar cuáles son los costos y los beneficios de la apelación a la compasión y, más precisamente, de la imbricación de ésta en el discurso de los derechos. El desarrollo de esta forma de análisis se inspiraría, por ejemplo, en la aproximación pragmática de David Kennedy al uso de los derechos humanos (Kennedy, 2004 y 2004a) y en el análisis distributivo que practican, entre otras, Janet Halley (Halley, 2006) y mis colegas Helena Alviar e Isabel Cristina Jaramillo (Alviar y Jaramillo, 2012 y Jaramillo, 2013).
4 Esta periodización ha sido establecida recientemente por la propia Corte Constitucional (CCC, 2017). Aunque tomo la división de la jurisprudencia en tres etapas, mi análisis difiere del de la Corte.
5 Muy brevemente, en 1999, en una decisión sobre una norma del régimen disciplinario de las fuerzas militares que determinaba que era una falta contra el honor militar el asociarse o mantener relaciones con “antisociales como drogadictos, homosexuales, prostitutas y proxenetas”, la Corte consideró inconstitucional referirse a los homosexuales y las prostitutas como “antisociales en sí mismos”. A este respecto afirmó que “[l]a prostitución y la homosexualidad son, en efecto, opciones sexuales válidas dentro de nuestro Estado social de derecho, razón por la cual, aquellos que las han asumido como forma de vida, sin afectar derechos ajenos, no pueden ser objeto de discriminación alguna” y agregó que “[p]or el contrario, según las voces de la propia Constitución Política, su condición de personas libres y autónomas debe ser plenamente garantizada y reconocida por el orden jurídico, en igualdad de condiciones a los demás miembros de la comunidad” (CCC, 1999). Esta decisión solitaria es la manifestación más liberal y menos prejuiciosa de la Corte sobre la prostitución. Sin embargo, como se verá, la jurisprudencia posterior no la seguirá por completo.
6 Soy consciente de las complejidades teóricas del paternalismo penal (véase, por todos, Feinberg 1986). Sin embargo, mi argumento en este punto del ensayo no está dirigido a establecer si el delito de inducción a la prostitución es una forma legítima de paternalismo penal. Mi objetivo consiste, más bien, en tratar entender cómo el derecho penal del proxenetismo forma parte de los presupuestos del humanitarismo sexual.
7 Nada de lo dicho aquí busca ocultar el hecho de que las personas que optan por ejercer la prostitución lo hacen, con gran frecuencia, en condiciones de autonomía limitada, en el sentido de que los contextos socio-económicos en que toman esta decisión son, en efecto, contextos de pobreza y oportunidades laborales limitadas. De este modo, si estas condiciones hubiesen sido distintas, las personas que se prostituyen tal vez hubiesen optado por otra clase de oficio (cf. Anderson 2002). Sin embargo, esta limitación de la autonomía no significa que el ejercicio de la prostitución se produzca, siempre, en condiciones de explotación. En este sentido, los estudios empíricos sobre prostitución y trabajo sexual en varios lugares del mundo tienden a señalar la diversidad y complejidad de estos fenómenos, de las motivaciones de quienes ejercen estos oficios, de las relaciones entre trabajadores sexuales y proxenetas u otros intermediarios y de los propios proxenetas. Así, quienes se dedican al estudio empírico de la prostitución y otras modalidades de trabajo sexual suelen alertar contra las generalizaciones en torno a las condiciones en que, en tiempos contemporáneos, se ejerce la prostitución (Weitzer, 2005, 2009, 2010).
8 Con posterioridad a esta decisión de 2010, la Corte Constitucional ha reforzado esta doctrina en tres fallos en que, además de afianzar el proyecto de considerar la prostitución como trabajo sexual, se ha avanzado en estimar que quienes ejercen esta forma de trabajo se encuentran en una posición de vulnerabilidad social que exige formas especiales de intervención del Estado (en particular la puesta en marcha de políticas públicas de trabajo sexual que deben ser implementadas por autoridades locales) (CCC, 2015, 2016 y 2017).
Notas de autor
* Agradezco a Karina Ansolabehere, Antonio Barreto, Mary Beloff, Paola Bergallo, Emiliano Buis, Lidia Casas, Javier Couso, Marcelo Ferrante, Owen Fiss, Juan González-Bertomeu, Isabel Cristina Jaramillo, Francisca Pou, Alberto Puppo, Agustina Ramón Michel, Verónica Undurraga, Estefanía Vela, Rocío Villanueva y Esther Vicente por sus valiosos comentarios.