CONTRA LA LENGUA INVISIBLE. UNA DISCUSION SOBRE LA RELEVANCIA NORMATIVO-LEGAL DE LA PLURALIDAD LINGÜISTICA
CONTRA LA LENGUA INVISIBLE. UNA DISCUSION SOBRE LA RELEVANCIA NORMATIVO-LEGAL DE LA PLURALIDAD LINGÜISTICA
Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 19, 2003, pp. 81 -121
INTRODUCCION
En su controvertido libro sobre la sociedad multiétnica, Giovanni Sartori se esfuerza por trazar un claro contraste entre el pluralismo un término que toma en su acepción valorativa y al que sitúa en el núcleo de lo que él entiende por una "sociedad buena" —y el multiculturalismo que en su opinión implica una ciega entronización de la diversificación social que niega en realidad el pluralismo en todos los terrenos "tanto por su intolerancia como porque rechaza el reconocimiento recíproco y hace prevalecer la separación sobre la integración".1
Con independencia de las críticas que su argumento pueda merecer y descontando el hecho de que Sartori construye a su medida el multiculturalismo que critica, me parece que su libro ejemplifica (y lleva al extremo) una de las dos grandes posturas en las que se agrupan hoy día muchos liberales cuando tratan de hacer balance de más de una década de discusión sobre temas como la identidad, la pertenencia cultural, la tolerancia o los derechos de las minorías. Según esta primera postura, el multiculturalismo es un ideal que, tras la euforia de los debates iniciales, uno debe pasar a ver con cierta sospecha. Sin duda porque se ha comprobado que equilibrar la preservación de muchas culturas con los derechos de las mujeres y de otros colectivos tradicionalmente vulnerables es una empresa difícil, y quizá porque las tensiones sociopolíticas asociadas a la inmigración y el nacionalismo se revelan mayores de lo previsto, muchos liberales consideran que el debate entre liberales (por una lado) y comunitaristas, partidarios de la "diferencia" y defensores de los derechos de las minorías (por otro) se ha saldado con una clara victoria de los primeros. Sin atacar necesariamente la idea de que se ha de dar un valor a la pertenencia cultural, estos liberales arguyen sin embargo que la diversidad cultural que resulta moralmente legítimo defender es, finalmente, la diversidad "folclórica" e "inofensiva": aquella ligada a la gastronomía, la indumentaria, el arte, las fiestas, las artesanías, la música, y demás expresiones culturales de ese estilo. Y para ello, apuntan, no parece necesario emprender grandes reformas sino simplemente garantizar con plenitud los derechos individuales ya consagrados por la generalidad de las constituciones liberal-democráticas y confiar en los cauces ordinarios de decisión democrática.2
En este artículo voy a centrarme en el pluralismo lingüístico con el objetivo de preservarlo de los efectos perversos de la dicotomía que acabo de apuntar -"diversidad sustantiva pero iliberal" versus "diversidad admisible pero superficial". Debido a que la lengua es central a casi todas las definiciones de cultura, es tentador establecer un paralelo casi automático entre multiculturalismo y multilingüismo y decir que hay razones para poner al último bajo sospecha en la misma medida que al primero o, alternativamente, considerarlo ya satisfactoriamente atendido en su marco jurídico liberal-democrático tradicional (que típicamente protege el uso privado, individual y colectivo, de las lenguas habladas en un país como garantía implícita en los derechos fundamentales clásicos, y declara oficiales una o varias de ellas). Creo, sin embargo, que una breve reflexión sobre el tema lingüístico revela pronto que la dicotomía apuntada es engañosa tanto en su sustancia como en su supuesta traducción jurídico-institucional. En mi opinión, el pluralismo lingüístico es altamente relevante desde un punto de vista normativo sensible a los principios sobre los que se asienta la democracia liberal y en la mayoría de democracias liberales actuales es imposible darle el lugar que le corresponde sin acometer reformas institucionales más o menos profundas. Las democracias actuales, que en tantos aspectos se han alejado de sus antecesores históricos, secundan sin embargo su fervor por la asimilación lingüística y mantienen una deuda innecesaria con los hablantes de las lenguas no oficiales.
Al perfilar este tipo de tesis, mi postura parece guardar una notoria afinidad con lo defendido por la segunda gran corriente que proclama haber sacado las mejores lecciones del debate reciente sobre el multiculturalismo: el "culturalismo liberal", denominación que Will Kymlicka usa para referirse a los que son, como él, partidarios del nacionalismo liberal y del multiculturalismo liberal. Según este segundo tipo de liberales, el debate acerca de la legitimidad de las demandas de las minorías va siendo reemplazado por un consenso que la afirma. En su opinión, no sólo ha quedado establecida la importancia de los intereses culturales e identitarios de los individuos, sino también que su protección exige complementar los derechos individuales con una variada serie de reformas legales que se suele englobar bajo la denominación de "derechos de las minorías". Aunque los derechos civiles y políticos clásicos garantizan importantes espacios para el desarrollo de la vida colectiva, no resuelven por si mismos cuestiones como el trazado de las fronteras, los derechos lingüísticos, la política migratoria o la división de poderes, cuestiones todas fundamentales para acercarse a la justicia etnolingüística en las sociedades actuales.3
Aunque estoy de acuerdo con muchas de las tesis de los culturalistas liberales (aún rechazando, como se verá, alguno de sus más centrales argumentos fundantes), me parece que su tratamiento de las cuestiones lingüísticas encierra tensiones e inconsistencias que este artículo señalará. En particular, defenderé que si uno se toma en serio los argumentos sobre el valor que la pertenencia a comunidades lingüísticas florecientes tiene para los individuos, es difícil trazar, tan tajantemente como lo hacen los culturalistas liberales, la división entre los derechos lingüísticos de las mayorías y las minorías nacionales o de los grupos indígenas, por un lado, y los de los grupos inmigrantes, por otro. Debido a la concepción que tienen de la relación entre la existencia de una lengua común y el mantenimiento de la solidaridad social, los presupuestos de la deliberación democrática y las precondiciones de la igualdad de oportunidades en el mercado y el la política, su postura resulta incongruente con sus propias posiciones acerca de la importancia del uso público de la lengua e insuficientemente sensible a la carrera hacia el empobrecimiento lingüístico a la que está lanzada la humanidad.
El argumento que desarrollaré tras diseccionar con detenimiento la cuestión del valor de la lengua descansa en las posibilidades que puede abrir la generalización del multilingüismo personal y señala las dificultades que, desde el punto de vista de la justicia, se oponen a dar un peso determinante a la supuesta voluntariedad de la condición de inmigrante o la importancia del tamaño de un grupo lingüístico a la hora de decidir los servicios lingüísticos que pueden ser legítimamente reclamados. Defenderé, además, que lengua tiene singularidades que la hacen especialmente poco "peligrosa" desde un punto de vista que quiera reconciliar el reconocimiento cultural con el respeto de los derechos humanos y la no discriminación, por lo que el amplio reconocimiento lingüístico tendría que ser visto (en realidad, por tanto por los liberales que he agrupado en la segunda corriente como por los de la primera) como un instrumento privilegiado de integración social en sociedades marcadas por la diversidad etnocultural.
La continuación lógica del argumento que este artículo desarrollará consistiría en entrar en la discusión acerca de las maneras de plasmar jurídico-institucionalmente una política lingüística igualitaria del tipo que defiendo. Desafortunadamente y por razones de espacio, éste es una labor que habré de dejar para otra ocasión. En la conclusión, sin embargo, y aunque sea de modo auténticamente "homeopático", esbozaré algunas de las ideas que mantengo en este campo. La finalidad es doble: por un lado, desmentir la posible objeción de que lo que se sostendrá en estas páginas está condenado a quedar en ellas, por utópico. Y por el otro, remarcar que el tomarse en serio la relevancia normativa del pluralismo lingüístico exige abandonar tanto el paradigma de la tolerancia como la comodidad de los derechos fundamentales y explorar maneras nuevas de llevar a la realidad lo que exige nuestro compromiso con la justicia.
1. El valor de las lenguas
En nuestro tiempo se desarrollan dos procesos paralelos y sólo aparentemente contradictorios: por un lado, la diversidad cultural (y por tanto la lingüística) dentro de las fronteras estatales es cada vez más grande; pero por otro, esa misma diversidad a nivel global disminuye a un ritmo trepidante. Mientras que en el siglo xv se hablaban alrededor de 10.000 lenguas,4 hoy se hablan sólo entre 3.500 y 6.000, y se prevé que del 80 al 90% de las mismas desaparecerán en este siglo XXI.5 Simultáneamente, el número de personas capaz de hablar una de las grandes lenguas del mundo chino, inglés, español, hindú, árabe, bengalí, ruso continúa creciendo, y una de ellas, el inglés, hablado cada vez más como segunda o tercera lengua por vastas comunidades humanas, se va convirtiendo en la verdadera lengua "global" de nuestro tiempo.6
Aunque mucha gente se siente espontáneamente inclinada a lamentar la muerte de tantas lenguas, es necesario explicitar las bases de una posición tal y examinar su consistencia. Todo defensor de las lenguas minoritarias y de la diversidad lingüística en general debe saber responder de algún modo al escéptico que considera la desaparición de las lenguas minoritarias como algo irrelevante, inevitable o incluso deseable en las circunstancias que caracterizan a las sociedades modernas. Al fin y al cabo ¿no es cierto que las lenguas han aparecido y desaparecido continuamente a lo largo de la historia?
En mi opinión, está claro que la extinción lingüística no es algo privativo de nuestra época, pero sí lo es el ritmo al que actualmente se produce,7 lo cual plantea dudas acerca de la "naturalidad" o la "espontaneidad" del proceso. Pero más que en la genética del proceso, me interesa centrarme ahora en sus consecuencias: cuando desaparecen las lenguas, podemos argüir, varios bienes de diferente tipo desaparecen con ellas. Pero ¿cuáles exactamente? ¿Cuál es la importancia o el "valor" de las lenguas? En lo que sigue voy a analizar tres tipos de argumentos: argumentos 1) sobre el valor instrumental de las lenguas; 2) sobre su valor en relación con la autonomía y la identidad individual; 3) sobre su valor intrínseco.8 Presentar la discusión como una discusión sobre el "valor" de la lengua es sólo una opción entre otras, pero tiene la ventaja de conectar nuestras pesquisas con el rico debate sobre el valor de la cultura que se ha desarrollado al impulso, principalmente, de los filósofos políticos anglosajones— en la última década, y de permitirnos situar nuestra posición personal en su contexto.
El valor instrumental de las lenguas
Las lenguas son, de entrada, una herramienta para comunicarnos expresarnos y tienen, por ello, un indudable valor instrumental. Las lenguas nos permiten acceder a gente y a conocimientos, opinar, crear mundos inventados, y determinan en un sentido muy básico y fundamental el desarrollo cotidiano de nuestras vidas. Un autor articula así este valor fundamentalmente "práctico" de las lenguas:
Primero, la oportunidad de usar mi lengua materna, o cualquier otra lengua que domine, es esencial para mi vida cotidiana. Ésta me vuelve capaz de comunicarme con mis vecinos, colegas y compañeros. Si no puedo hablar la lengua hablada por la gente que vive cerca de mí, o si la hablo muy imperfectamente, mi vida está destinada a ser difícil. Segundo, tengo que dominar la lengua usada en las administraciones, tanto públicas como privadas, que controlan la región en la que vivo. Sin conocer la lengua no puedo ni conocer mis deberes ni hacer valer mis derechos. Tercero, muchas funciones y profesiones están abiertas para mi sólo si tengo un dominio perfecto, o prácticamente perfecto, de la lengua local. Sin ese conocimiento, se me escaparán muchas oportunidades. Cuarto, puedo participar en actividades culturales, leer y escribir, escuchar y hablar, divertirme y educarme, sólo si conozco suficientemente bien la lengua usada en mi sociedad. Por último en orden aunque no en importancia, puedo ser un miembro pleno de la polis democrática sólo si puedo participar en la discusión democrática".9
Este pasaje pone de relieve la omnipresencia de la lengua y su condición de vehículo que nos permite hacer cosas que nos importan con independencia de la misma.10 También puede entenderse que sugiere que, casi por definición y por sentido común, la lengua que tiene mayor valor instrumental para una persona es "su" lengua la lengua materna, la de su comunidad más próxima, la que domina desde la infancia temprana. Las cosas no son, sin embargo, tan sencillas. Desde la perspectiva del individuo, es ciertamente plausible afirmar que las lenguas que uno no conoce carecen de valor instrumental. Pero ¿podemos también afirmar, centrándonos en la dimensión positiva del conocimiento lingüístico, que el valor instrumental que cada uno recibe de su lengua es el mismo? Cuando planteamos la cuestión de este modo y la situamos no en el plano de las experiencias individuales sino en un plano general, abstracto y colectivo, descubrimos que los posibles juicios acerca del valor instrumental de las lenguas de mundo son bastante más complejos.
En el pasado, mucha gente instruida creía que las lenguas no eran para nada iguales en cuanto medios de expresión y comunicación: mientras que algunas representaban la transparencia y la racionalidad y eran apropiadas para hacer ciencia y filosofía, otras eran vulgares e imprecisas, apropiadas solamente para lo cotidiano.11 Aunque las lenguas a las que benefició fueron cambiando, la idea de la jerarquía lingüística era compartida por casi todos.12 Tenemos que esperar hasta el surgimiento de la antropología moderna para ver cómo los fundamentos de esta perspectiva quedan definitivamente resquebrajados. El estadounidense Franz boas y los antropólogos que le siguieron rechazaron la posibilidad de establecer paralelos mecánicos entre la evolución cultural y la evolución lingüística y pusieron las bases para un entendimiento igualitario de la diversidad de lenguas.13
Hoy día, la idea de que todas las lenguas tienen una complejidad estructural comparable es pacífica entre los lingüistas y está ampliamente difundida entre la gente en general.14 Podría señalarse, sin embargo, que aunque todas las lenguas tienen igual potencial, de hecho las diferencias reales entre las lenguas del mundo son enormes.15 Mientras que unas son habladas por millones y nos hacen accesible una gran cantidad de información, otras son habladas por comunidades pequeñas y aisladas; mientras que unas tienen extensas tradiciones literarias, presencia en Internet y en las revistas científicas, o son habladas por nuestros vecinos, otras no. De modo que al tener que decidir, por ejemplo, qué lengua aprender, uno podría decir que hay lenguas más útiles que otras. Aunque es difícil calibrar la utilidad comparativa de las lenguas, prevalece la convicción de que, en general, las lenguas grandes son útiles y las pequeñas inútiles.
En mi opinión, esto es, en algún sentido, obviamente cierto. El problema está en decidir qué tipo de decisiones político-legales puede uno fundamentar en tal constatación, puesto que las limitadas posibilidades ofrecidas por muchas lenguas pequeñas normalmente tiene poco que ver con la voluntad y el comportamiento de sus hablantes. Sus carencias instrumentales obedecen más bien a una radical falta de apoyo institucional. Tomar como punto de partida el actual estado de las lenguas minoritarias equivaldría en la gran mayoría de los casos a validar los resultados de las grandes injusticias inflingidas en el pasado sobre los hablantes de las lenguas minoritarias.
Hay quienes intentan defender el valor instrumental del multilingüismo, en general, apuntando que el mismo es un recurso instrumentalmente muy valioso en un mundo globalizado en el cual los contactos (económicos, militares, diplomáticos...) con hablantes de otras lenguas se multiplican. Bajo este punto de vista, el multilingüismo es un "activo" para un país. En mi opinión, este argumento también toca la verdad en algún sentido obvio, pero tiene límites claros. No puede aplicarse a muchas de las lenguas más minoritarias y amenazadas, porque muy difícilmente puede sostenerse que tener hablantes de, por ejemplo, lenguas indígenas habladas en territorios recónditos que carecen de vocabularios para referirse a muchas áreas modernas de experiencia es un "activo" para el país. Por ello, este argumento carece de fuerza cuando se aplica a muchas de las lenguas que más lo necesitan.16
En conclusión, yo diría que los argumentos sobre el valor instrumental de las lenguas no se aplican a todas ellas y no se aplican con la misma fuerza a unas y a otras. Los mismos apuntan a una dimensión que no puede dejar de tenerse en cuenta a la hora de diseñar la regulación estatal sobre lenguas, puesto que es innegable que hay actividades y experiencias que, aquí y ahora, son accesibles únicamente a través de ciertas lenguas. Pero tomados aisladamente se convierten en el cimiento de políticas lingüísticas orientadas a inducir a la gente a adoptar al menos en el lapso de una generación o dos una lengua grande (y a ser posible, que sea lingua franca internacional), dejando de lado sus lenguas minoritarias de utilidad limitada. Hacer esto, sin embargo, tiene dos problemas: uno, que supone racionalizar y convalidar las injusticias cometidas en el pasado y dos, que deja sin explicar por qué hay tanta gente que mantiene lazos profundísimos con sus lenguas no a causa de sino a pesar de su (escasísimo) valor instrumental.
El valor de las lenguas en relación con la autonomía y la identidad individual
A explicar esto último viene un segundo grupo de argumentos centrados en el valor de las lenguas en relación al ejercicio de la autonomía individual y la forja de la identidad de las personas. Aunque en su gran mayoría los mismos se han formulado en relación a la cultura en general, resultan enteramente aplicables a la discusión sobre la lengua.
El más conocido de estos argumentos es el que sostiene que la cultura (y por tanto la lengua) tiene valor como "contexto de elección", y ha sido paradigmáticamente articulado por Kymlicka. Según este autor, la autonomía individual no se ejerce en el vacío, sino que necesita de un contexto del que nutrirse, por lo que, lejos de estar la pertenencia cultural en tensión con la libertad, resulta ser lo que hace significativa a esta última. Cuando ejercemos nuestra autonomía, dice Kymlicka, escogemos de entre las distintas prácticas sociales alrededor nuestro y sobre la base de creencias sobre el valor de estas prácticas. Pero para que estas creencias surjan, debemos antes saber lo que significan esas prácticas en nuestra cultura: por ello, entender nuestras narrativas culturales e históricas es una precondición para decidir juiciosamente cómo encaminar nuestra vida, porque proveen el contexto que necesitamos para descubrir y perseguir lo que lleguemos a ver como una buena vida. Los individuos, dice Kymlicka, no disfrutan de opciones vitales significativas más que en la medida en que tienen acceso a una "cultura societal" y entienden la lengua y la historia de esa cultura.17 Por esta razón, "la erosión gradual de la cultura societal propia (...) conduce a la erosión gradual de la autonomía individual de uno".18
Otros autores "liberal-culturalistas" han defendido versiones similares de este argumento19 que, sin embargo, no ha estado exento de críticas. La más conocida está ligada a la alternativa "cosmopolita" que Waldron, entre otros, construye sobre la naturaleza "caleidoscópica" de los actuales contextos culturales. Este autor observa que del hecho de que nuestras opciones deban tener un significado cultural no se deriva que deba existir un armazón cultural específico dentro del cual cada opción adquiera significado: "necesitamos significados culturales, pero no necesitamos estructuras culturales homogéneas".20 La existencia de individuos con vidas cosmopolitas y el hecho de que muchas de las relaciones y proyectos más queridos se asocien a nuestros vínculos con comunidades ecuménicas demuele el argumento de que la pertenencia a culturas específicas es algo que la gente necesita y no meramente algo que algunos disfrutan.21
Kymlicka ha señalado en respuesta a esto que la mezcla cultural no demuestra que la gente se mueva entre culturas, sino solamente que la cultura a la que pertenecen es abierta y pluralista. En su opinión, la gran mayoría de culturas minoritarias celebran el intercambio cultural, pero de todos modos rechazan la idea de dejar de ser una cultura societal para asimilarse a la sociedad mayoritaria. Desafortunadamente, esta respuesta parece darle la razón a Waldron, pues concede, justamente, que culturas (o elementos culturales) distintos a los nuestros pueden operar perfectamente como contextos que nos transmiten la significación de las opciones vitales que nos rodean y nos dan los parámetros y puntos de vista que hacen posible su evaluación comparativa. Parece que lo que diferencia a una persona radicalmente cosmopolita, a una tradicionalista y a una que desarrolla su vida dentro de los límites de su cultura pero incorporando elementos de otras son las diferentes opciones en que se concreta el ejercicio de su autonomía, pero no hay por qué pensar que sólo las dos últimas moldean sus preferencias vitales bajo las condiciones adecuadas. Y es que es ciertamente difícil admitir que solamente la vida en culturas societales tal y como son definidas por Kymlicka es valiosa. Una persona que llega a un nuevo país y adquiere progresiva familiaridad con su lengua y cultura no carece, en mi opinión, de un contexto cultural proveedor de opciones y de criterios evaluativos, sino que estos elementos le son provistos por dos fuentes "contextuales" culturales. De manera similar, sería un error pensar que los muchos grupos étnicos del mundo cuya lengua está marginada de las instituciones o que no alcanzan a constituir una comunidad territorialmente concentrada no reciben opciones, orientación y criterios de sus formas no comprehensivas de pertenencia cultural y lingüística.
De hecho, podría argüirse que el argumento del "contexto de elección" no sirve siquiera para apuntalar la ilegitimidad de las políticas que pretenden sustituir totalmente una cultura por otra. Kymlicka ha dicho al respecto que, aunque la gente pueda a veces sustituir su cultura por otra, se trata de un proceso infrecuente con costos grandes que no está claro que podamos pedir que las personas sobrelleven a menos que decidan hacerlo voluntariamente. Como veremos en breve, esta es una observación importante, pero es dudoso que sirva para defender que los cambios culturales dejen a la gente sin las precondiciones contextuales para el ejercicio de la autonomía, sobre todo en los casos en que los gobiernos aplican políticas asimilacionistas con la gradualidad suficiente para proteger a sus ciudadanos de alienación y daño "contextual" serio22.
El argumento del "contexto de elección", en definitiva, no nos da razones para preferir un contexto lingüístico homogéneo sobre uno heterogéneo o una lengua sobre otra.23 En todo caso, lo que explica satisfactoriamente es la importancia de aprender nuevas lenguas y el valor de ser o convertirse en multilingüe, ya que saber varias lenguas nos permite participar en varias visiones del mundo, ampliar las opciones vitales a nuestro alcance y evaluar genuinamente las mismas, al llevarnos de manera natural a comparar cómo se hacen las cosas en unos lugares y cómo en otros.
Hay otro argumento, sin embargo, también ligado a la idea de autonomía individual, que creo que explica mejor el valor de las lenguas individualmente consideradas. Según el mismo, la participación en una comunidad cultural o lingüística no debería verse tanto como una precondición del ejercicio de la autonomía individual sino más bien como su resultado: constituiría el objeto de elección de un individuo, un elemento integrador de la idea de vida buena con la que una persona decide comprometerse. Llevar toda o parte de nuestra vida diaria en nuestra lengua, hablarla con nuestra familia o nuestros clientes, participar políticamente en ella, disfrutar de su literatura.... es importante no sólo como contexto necesario para elegir con sentido (cosa que otra lengua podría proveer) sino como parte constitutiva de la clase de vida que como individuos deseamos llevar. Es curioso notar que las observaciones de Kymlicka acerca de la dificultad de cambiar nuestros contextos culturales termina constituyendo un argumento de "objeto de elección" individual como el que estoy tratando de desarrollar:
"...incluso allá donde hay los menores obstáculos a la integración, el deseo de las minorías nacionales de retener su membresía cultural se mantiene muy fuerte (precisamente tal y como los miembros de la cultura mayoritaria típicamente valoran su membresía cultural)" [...]. De manera similar, creo que, al desarrollar una teoría de la justicia deberíamos tratar el acceso a la propia cultura como algo que es esperable que la gente quiera, cualquiera que sea su concepción del bien más específica. Dejar la propia cultura, aunque posible, debería verse como una renuncia a algo a lo cual uno razonablemente tiene derecho. Esta no es una aseveración acerca de los límites de la capacidad humana, sino acerca de expectativas razonables".24
Como vemos, este autor acaba ligando en realidad las dificultades del cambio cultural no a una cuestión de capacidades y necesidades, sino a una cuestión de respeto por los deseos, expectativas y juicios de valor de la gente, i.e., como una cuestión de respeto por lo que deciden hacer con su autonomía. En el argumento del "objeto de elección", la lengua es vista como algo que influencia poderosamente el valor de todas las otras opciones vitales que los individuos tienen ante sí. Cuando alguien asocia una determinada lengua o lenguas a su plan de vida, los proyectos que emprende, las relaciones que entabla o los derechos y libertades de que disfruta, pasan a multiplicar su valor subjetivo si son realizadas en esa lengua o lenguas. Cuando la gente es forzada a mantener esas relaciones y proyectos exclusivamente en una lengua impuesta, disminuye la sensación de que vale la pena lo que están haciendo con sus vidas, y su sentido de la autonomía queda lastimado.
La lengua es a veces tan central a los proyectos vitales de las personas que éstas pueden llegar a verla no sólo como algo que valoran, sino como algo que afecta a su identidad como personas. Sin duda esta especial relación lengua-identidad tiene que ver con la capacidad de la lengua para situarnos en el tiempo y el espacio, para hacernos sentir parte de agentes colectivos y situarnos en la historia. Pero como Margalit y Raz han señalado, también tiene posiblemente que ver con el hecho de que la membresía cultural (y por tanto la lingüística) es uno de los datos primarios por los cuales las personas son de hecho identificadas y a partir de los cuales se forman las expectativas sobre su forma de ser.25 Lo cual sugiere que, incluso en los casos en que no existe una auto-conciencia positiva acerca de la relación lengua-identidad, la lengua es en cualquier caso un marcador central que influencia grandemente el modo en que la gente percibe la dignidad y valía de los demás.
Hay que aclarar que mantener una visión como la que acabo de describir acerca de las relaciones entre la lengua, la identidad y los resultados de nuestros ejercicios de elección autónoma no implica negar, creo, el evidente punto de que la importancia de la lengua varía de unos individuos y grupos a otros, o que las identidades lingüísticas son "fluidas", como algunos autores las han llamado recientemente, y frecuentemente múltiples, o que la altura de su perfil varía según el contexto que rodea a individuos y grupos, las identidades con las que se articula y un variable conjunto de circunstancias adicionales.26 Entre los sociólogos y los antropólogos las perspectivas "situacionales" o "constructivistas" de la etnicidad parecen haberse impuesto claramente sobre las "primordialistas" o "esencialistas".
El problema, como apunta Stephen May, surge cuando las explicaciones situacionales de la etnicidad y la cultura se usan para sobreacentuar la artificialidad de los vínculos culturales y lingüísticos, separándose así demasiado de las experiencias individuales y colectivas de la mayoría de la gente y despachando gratuitamente el valor y la resistencia de la etnicidad (y por tanto, de la lengua) como polo de identificación individual, social y política.27 Lo crucial es darse cuenta de que el hecho de que los vínculos lingüísticos puedan describirse como construidos no los hace menos significativos al fin y al cabo, los de los hablantes de lenguas mayoritarias son tan "construidos" como los de las minorías y nadie pone en duda la legitimidad de su institucionalización general. Volviendo a May, hay que decir con él que cuando la lengua es importante, es muy importante, y que ello posiblemente se debe a que las identidades lingüísticas no son simplemente representaciones de ciertos estados psicológicos o visiones ideológicas del mundo, sino que se acercan más a lo que Pierre Bourdieu llamaba "habitus", es decir, un conjunto de disposiciones, una forma de vida, una modalidad material de ver y estar en el mundo.28 La lengua es, apunta, algo moldeado por nuestra socialización más temprana que moldea, al tiempo, las condiciones sociales y culturales objetivas que nos rodean, es algo que orienta nuestro comportamiento dentro de una gama amplia (pero no infinita) de posibilidades que irán cambiando al compás de nuestras reacciones a las condiciones "externas", es algo que es a la vez una creación cultural y una dimensión ubicua de la experiencia humana que cobra una especial inmediatividad y urgencia en un vasto abanico de situaciones sociales.29
El valor intrínseco de las lenguas
A las lenguas y a la diversidad lingüística también se les puede reconocer un valor intrínseco o "sagrado". Ronald Dworkin ha señalado que la gente atribuye a ciertas cosas las obras de arte, las especies naturales, el conocimiento, las culturas humanas un valor que es independiente de lo que desean o necesitan.30 A algunas de ellas el conocimiento sobre las enfermedades, por ejemplo las consideramos incrementalmente valiosas, porque desearíamos tenerlas en la mayor cantidad posible. A otras la vida humana, por ejemplo, las consideramos sagradas e inviolables cuando existen y porque ya existen pero no estamos necesariamente interesados en su multiplicación.31
En mi opinión, las lenguas pertenecen a la clase de cosas a las que tendemos a reconocer un valor intrínseco. Así, nos entristece saber que Ned Maddrell, el último hablante nativo de la lengua de Man, murió en 1974,32 o que las "lenguas de suegra" hace muchísimo que desaparecieron,33 aunque su existencia no nos deparara ningún beneficio aparente aunque, de hecho, la ignoráramos. Las lenguas no son algo incrementalmente valioso porque no estamos interesados en que existan tantas como sea posible o en crearlas artificialmente en facultades universitarias. Pero la mayoría de nosotros valora abstractamente la existencia de las que subsisten.
Dworkin dice que la sacralidad puede adquirirse por dos vías: por un proceso genético o un proceso de asociación, y parece que el valor intrínseco de las lenguas está relacionado con ambos. En el primer caso damos valor al proceso por el cual una cosa llegó a existir. Así, valoramos una sinfonía (incluso si no se cuenta entre nuestras preferidas) porque incorpora un proceso de creación humana que consideramos digno de admiración, y podemos apoyar una campaña para salvar a un pájaro amenazado aunque ignoremos incluso su apariencia física. Respetamos una inversión creativa natural o humana con total independencia, con frecuencia, de sus resultados concretos.34 Desde este punto de vista las lenguas del mundo pueden ser vistas como el resultado de un proceso creativo desarrollado a lo largo de muchas generaciones, como "obras de arte" únicas e irreemplazables con independencia de la mayor o menor brillantez de sus "resultados" i.e., de su literatura, de su extensión geográfica, de su eufonía. Y estas consideraciones explican por qué cualquier lengua puede ser objeto de reverencia pero también ayudan a iluminar desde otra perspectiva el vínculo entre la autonomía y la identidad individuales y una o unas pocas lenguas particulares al que nos referíamos anteriormente. Algunas personas ven ciertas lenguas como parte de elementos definidores de su identidad y su proyecto de vida porque los consideran, en parte, su creación, proyectos colectivos iniciados por sus antepasados de los que ellos están llamados a ser partícipes. No son solamente un motivo de admiración sino una responsabilidad, y su asidero en la cadena identitaria.35
La sacralidad por asociación se produce cuando un objeto una bandera, una canción se convierte en un símbolo de otra que la gente respeta y admira. Así, sucede a veces que las lenguas se convierten en símbolo de otras por las que los ciudadanos tienen mucho respeto: ciertos acontecimientos históricos, un proyecto político, la familia, etc.
Los argumentos sobre valor intrínseco pueden ser aplicados a lenguas individuales pero también a la diversidad lingüística como tal. La multiplicidad de lenguas del mundo como patrimonio colectivo puede ser valorado más allá de los beneficios que otorgue a los individuos. No es necesario abrazar las premisas del relativismo lingüístico para reconocer que cada lengua encarna una perspectiva única y constituye el sedimento de la experiencia histórica y colectiva de cada grupo humano,36 de manera que la progresiva reducción de la diversidad lingüística puede verse como la pérdida de un patrimonio irreemplazable, de un conocimiento precioso sobre la condición humana y la vida en el mundo.
2. Pasos hacia la construcción de la justicia lingüística
En lo que sigue pasaré a plantear una serie de cuestiones que es indispensable afrontar para pasar de la "planta baja" ocupada por los juicios sobre lo valioso y lo bueno (de los que nos hemos ocupado en la sección anterior) a la "planta alta" en donde se discuten las teorías de la justicia y los esquemas legales de gestión lingüística. Porque una cosa es sostener que esto o aquello es valioso o es considerado valioso por los individuos y otra muy distinta es sostener que la ley y las instituciones estatales deben tomar acción positiva en su apoyo. Los juicios de valor son, en este sentido, indeterminados: no nos indican con precisión lo que el estado debe hacer, ni cómo diferentes juicios de valor deben ser compatibilizados por las políticas estatales, ni si los juicios de valor de todas las personas deben ser tenidos en cuenta de la misma manera.
El análisis que desarrollaré trata de perfilar las tesis que empezaron a tomar forma en la sección anterior al confrontarlas con estas cuestiones. En el primer epígrafe abordaré algunas de las complejidades que se encuentran en la confluencia de los distintos tipos de juicio de valor y, tras mostrar que lo que he llamado el argumento del "objeto de elección" es el que mejor explica por qué los estados liberales deben sacar al pluralismo lingüístico de su invisibilidad, esbozaré argumentos que pueden ayudar a determinar la singularidad y la importancia comparativa de la lengua (en relación con otras cosas también consideradas valiosas por los individuos y otros fines de la cooperación social). En el segundo, haré una serie de consideraciones relacionadas con la fijación de los límites al conjunto de titulares de reclamos lingüísticos. El análisis girará en torno a dos grupos: los grupos lingüísticos inmigrantes y los grupos lingüísticos de pequeño tamaño. Tomadas en su conjunto, las páginas que siguen aportan elementos para empezar a determinar con más precisión qué tipo de políticas lingüísticas deberíamos ser capaces de exigir a estados democráticos comprometidos con el doble principio de igualdad y libertad.
La importancia comparativa de la lengua como "objeto de elección"
La intensidad del acento que pongamos en cada una de las dimensiones de la lengua que identifiqué arriba puede llevarnos a reclamar decisiones político-legislativas distintas incluso opuestas. Las lenguas extensamente habladas, por ejemplo, son a menudo reverenciadas por sus hablantes y pueden ser excelsas obras de arte. Una política lingüística orientada a atender a estas dimensiones intentaría que el número de sus hablantes aumentara aún más, promovería su presencia masiva en los medios de comunicación e impulsaría su esplendor artístico. Una política tal, sin embargo, sería inconveniente desde un punto de vista sensible al valor de la diversidad lingüística o desde posiciones comprometidas con la igualdad de oportunidades entre los hablantes de todas las lenguas. O, por poner otro ejemplo, una política lingüística que tuviera como objetivo fundamental promover la diversidad lingüística, haciendo caso omiso de consideraciones instrumentales (i.e., sin tener en cuenta el papel que en un determinado momento juegan ciertas lenguas en el mercado de trabajo o en los canales de participación política) acabaría dañando con toda probabilidad las posibilidades de que los individuos lleven a buen término sus planes de vida, conduciendo al caos y a la injusticia.
Sin perjuicio tener presentes estas diferencias reales, hay que decir que la distancia entre los diferentes tipos de juicio de valor que analizamos en la sección anterior no debe exagerarse, porque parece haber puntos de contacto de diferente intensidad entre ellos. La distinción, por ejemplo, entre valor instrumental e intrínseco se torna porosa cuando nos damos cuenta de que nuestros juicios sobre el valor intrínseco son selectivos: un cuadro de Vermeer o un petirrojo nos pueden parecer sagrados, pero no nos lo parece la música de un anuncio, el salmón que nos comemos o el virus del SIDA. Parece, entonces, que nuestros juicios de valor intrínseco no están totalmente desconectados de nuestras necesidades y gustos, y que muchas de las cosas que nos parecen sagradas satisfacen en realidad necesidades de tipo intelectual y espiritual.37 Del mismo modo, es fácil advertir que nuestras consideraciones acerca de la lengua como una "obra de arte" intrínsecamente valiosa por razones genéticas guardan un gran parecido con el desarrollo que hacíamos en torno a la lengua como algo que, al dar sentido al ejercicio de nuestra autonomía y contribuir a la forja nuestra identidad, es instrumentalmente valioso. Denise Réaume, por ejemplo, considera que la única manera de justificar el valor todas y cada una de las lenguas en particular es a través de un argumento que subraye su valor intrínseco como "una herencia cultural [de la gente] y como un marcador de su identidad de participantes en el modo de vida que representa". En una argumentación muy cercana a la que nosotros hemos ensayado al aplicar los argumentos de Dworkin al caso de la lengua afirma que:
[La] lengua es algo que almacena las tradiciones y las realizaciones culturales de su comunidad, además de ser un tipo de realización cultural en sí misma. Es el vehículo a través del cual una comunidad crea un modo de vida para sí misma y se vincula estrechamente con ese modo de vida. La participación en ese tipo de formas comunales de creatividad humana es una parte intrínseca del valor de la vida humana. La forma particular que toma para un grupo específico de gente adquiere un valor intrínseco para ellos porque es su creación. Para el grupo como un todo, su lengua es un logro colectivo. Para uno de sus miembros individuales, el uso de la lengua es a la vez una participación en ese logro y una expresión de pertenencia a la comunidad que lo ha producido (...) Este tipo de valor intrínseco, atribuible a lenguas particulares y reflejado en el interés expresivo por identificarse con ellas, se hace visible cuando dos o más comunidades lingüísticas están en contacto (...) Un signo normal del valor intrínseco que se atribuye a la afiliación cultural o lingüística es el deseo de usarla en la conducción de la propia vida, así como de transmitirla a los propios hijos y verla así perdurar entre las generaciones futuras.38
Pero parece que, en su sustancia última, lo que se está diciendo aquí no difiere mucho de lo que yo sugería desde el paradigma explicativo de la lengua como "objeto de elección". Es más, se hace extraño admitir que se esté hablando de un valor totalmente "despegado" de las necesidades y deseos de los individuos (se supone a eso nos referimos cuando hablamos con propiedad de "valor intrínseco") porque hay, en realidad, una referencia continua a los planes de vida o a los intereses expresivos y participativos de los individuos. La "instrumentalidad", pues, no desaparece.
La cuestión sería irrelevante si no fuera porque los liberales han sido tradicionalmente muy renuentes a dar relevancia a juicios de valor intrínseco a la hora de articular teorías de la justicia o diseñar políticas estatales. En su opinión, los objetos y los estados de cosas no son portadores de expectativas de tipo moral.39 Es por ello que me parece conveniente dejar de lado los argumentos de valor intrínseco en el desarrollo de nuestra argumentación y asumir que, si algún peso han de tener, el mismo ha de ser determinado en todo caso por las mayorías políticas. El resto de los argumentos examinados en la sección anterior tanto los del primer como los del segundo apartado tienen, en mi opinión, una textura instrumental última y son, por tanto, indiscutiblemente encajables en el discurso normativo liberal. Pero notemos que sólo uno de ellos, el argumento sobre el valor de la lengua como "objeto de elección" (eventualmente ligado a la definición de la identidad propia) apunta a la necesidad de garantizar la salud de todas y cada una de las lenguas apreciadas por los individuos, y resulta consiguientemente de importancia capital para entender por qué el estado puede tener deberes para con los hablantes de las lenguas pequeñas.40 Por ello, voy a dedicar lo que queda de epígrafe a ahondar en su análisis y a enfrentar cuestiones que hay que resolver antes de concluir definitivamente que debe tener un peso importante en una aproximación liberal a la regulación lingüística.
En primer lugar, puede señalarse que el argumento del "objeto de elección" es al fin y al cabo un argumento sobre valor subjetivo, y que del hecho de que alguien considere algo valioso y central a su proyecto de vida no podemos derivar automáticamente que el estado deba promoverlo y darle apoyo jurídico. En particular, me parece que es necesario explicar qué es lo que hace de las lealtades lingüísticas de los individuos algo tan distinto a otro tipo de lealtades culturales que nos parecen con frecuencia incompatibles con los derechos humanos más básicos. Prácticas como por ejemplo la mutilación genital femenina, la lapidación de mujeres que tienen hijos fuera del matrimonio, la poligamia, y muchas otras costumbres e instituciones que nosotros asociamos a situaciones graves de subordinación femenina son consideradas por algunas personas parte integrante de aquello que da sentido a sus vidas, como "objetos de elección" en el sentido que hemos descrito en la sección anterior. ¿Con qué argumentos podría un estado liberal apoyar institucionalmente las lenguas de los grupos que viven al interior de sus fronteras y al mismo tiempo oponerse a prácticas culturales y religiosas que quizá estos grupos tienen en más aprecio?
La respuesta intuitiva es, obviamente, que el hablar una lengua parece no ser intrínsecamente "dañino" del modo en que parecen serlo las prácticas que hemos mencionado, lo cual nos permitiría trazar una división esencial entre los derechos y el reconocimiento lingüístico y la políticas pro-identidad que terminan por cobijar rasgos culturales iliberales. Pero vale la pena tratar de perfilar con más precisión en qué consistirían exactamente las "felices" peculiaridades que singularizarían la lengua (y el hecho de darle una significativa relevancia jurídica) entre el magma multicultural. La primera singularidad, en mi opinión, es que mientras que los miembros de los grupos religiosos, tribales, y a veces los grupos étnicos comparten una visión comprehensiva del mundo que se prolonga en la voluntad de crear o mantener un conjunto distintivo de reglas de comportamiento para la comunidad,41 el ser co-hablante de una lengua no viene definido por el hecho de compartir con otros un conjunto de creencias socio-morales potencialmente incompatibles con el derecho estatal. Aunque las lealtades lingüísticas son sustantivas y no meramente "formales" o de algún modo secundarias la "sustancia" que va implícita en el hecho de reivindicar la pertenencia a un grupo lingüístico no es una sustancia que se asemeje al derecho: no está centrada en defender modos particulares de distribuir derechos, deberes, poderes y oportunidades entre los miembros de la sociedad.42
Por las mismas razones, no pertenece a la esencia de los grupos lingüísticos el organizarse en torno a jerarquías internas en virtud de las cuales algunos miembros de la sociedad ejercen poder y dominio sobre otros conforme a reglas que son definitorias de la comunidad. Mientras que las tribus y la inmensa mayoría de los grupos religiosos son inimaginables sin jefes y sacerdotes, los grupos lingüísticos son fácilmente visualizables como una red de relaciones horizontales. Los hablantes de una lengua no constituyen, en palabras de Lagerspetz una "persona artificial": "No hay necesidad de ello porque el grupo como entidad colectiva no tiene un papel en el ejercicio de los derechos lingüísticos [...] el derecho a usar una lengua en ciertos contextos beneficia automáticamente a todos aquellos que efectivamente usen la lengua. No necesitan formar un grupo en un sentido más riguroso que el formado por la gente que es zurda".43 Además, apunta, cuestiones como la existencia de un grupo lingüístico o la pertenencia al mismo de un individuo particular no están basadas en criterios puramente arbitrarios, sino en diferencias intersubjetivamente observables.44 Y aunque seguramente Lagerspetz no podría negar que la historia está de hecho llena de casos hirientes de discriminación por razón de lengua y acento, es cierto que la membresía lingüística está basada en criterios holgados, externamente verificables, que dejan margen para la auto-adscripción: por lo general, uno puede ingresar exitosamente en un grupo lingüístico con su sólo esfuerzo personal y su condición de hablante no depende de la decisión de algún cuerpo interno, sino de algo empíricamente verificable.
Lagerspetz pone de relieve este tipo de características para mostrar que los derechos lingüísticos no son derechos colectivos, y que "el grupo lingüístico como entidad colectiva no tiene un papel en el ejercicio de los derechos lingüísticos".45 Hay que tener en cuenta, sin embargo, que si tomamos la expresión "derechos lingüísticos" en un sentido amplio, como categoría que cubre una variedad de medidas orientadas a equilibrar las oportunidades de hablar su lengua que tienen los hablantes de lenguas minoritarias (en comparación a las que tienen los hablantes de lenguas mayoritarias para hablar la suya) nos encontramos con un panorama que incluye bastante más que ese "derecho a usar una lengua en ciertos contextos" que Lagerspetz tiene en mente. Puede incluir, por ejemplo, disposiciones en las que los "grupos" (definidos o no con criterios lingüísticos) jueguen un papel, y previsiones que aludan no solamente a derechos lingüísticos, sino también a deberes lingüísticos.
Para abordar correctamente esta cuestión es esencial tener en cuenta que lo que en realidad preocupa a los liberales (i.e., lo que está detrás de las advertencias de Lagerspetz y tantos otros contra los derechos "colectivos") no es tanto el hecho de que el grupo juegue un papel en el ejercicio de un derecho o en la provisión de un servicio después de todo, derechos de pedigrí tan poco sospechoso como el derecho de asociación o el derecho de sindicación tienen importantes facetas de ejercicio colectivo como el hecho de que los "derechos lingüísticos" (en sentido amplio) puedan ser diseñados y asignados en un modo que restrinja la capacidad de elección autónoma de los hablantes de una lengua y limiten de varias maneras las opciones de los hablantes de otras lenguas.46 Lo importante, por tanto, es considerar si los derechos lingüísticos pueden terminar imponiendo "restricciones internas" y no sólo "protecciones externas", para expresarlo en términos que Kymlicka acuñó hace algún tiempo. Mientras que las segundas son medidas orientadas a promover la igualdad entre grupos, las primeras son medidas que restringen la capacidad de los miembros del grupo para abandonar sus prácticas tradicionales. Kymlicka defiende las segundas y sostiene que los liberales deberían mostrarse muy escépticos ante las primeras,47 pero hay quien ha aducido que, en la práctica, no es fácil separar unas de otras.
Stephen May, por ejemplo, señala refiriéndose a este punto que las leyes lingüísticas de Québec son primariamente una protección externa, porque se refieren a relaciones intergrupo en las que una minoría nacional busca proteger su identidad distintiva limitando el impacto de las decisiones de la sociedad mayoritaria. Pero esas leyes, apunta, necesariamente implican también restricciones internas sobre los miembros de la comunidad minoritaria48 las leyes de Québec obligan, por ejemplo, a los francófonos a llevar a sus hijos a la escuela francesa, o a los comerciantes en general a tener sus rótulos al menos en francés. Sin embargo, como May también señala, hay que tener en cuenta que en realidad las leyes de Québec no son tan excluyentes como parecen, dado que en ningún caso se puede decir que el acceso al inglés sea allí imposible, entre otras cosas porque el inglés sigue siendo la lengua mayoritaria en Canadá y porque los francófonos son invariablemente bilingües. Los defensores de las leyes lingüísticas seguramente tienen razón cuando dicen que poner límites al bilingüismo institucional es, aunque parezca contraintuitivo, la mejor manera de preservar el bilingüismo individual, i.e., la mejor manera de poner límites al monolingüismo en inglés.49
En mi opinión, en el caso de la lengua la distinción entre restricciones internas y protecciones externas resulta orientadora únicamente si es aplicada a un nivel muy general que tenga en cuenta la totalidad de determinantes socio-institucionales que se proyectan sobre los hablantes de las distintas comunidades lingüísticas. Si se aplica, por el contrario, a instituciones y políticas aisladas tiende a deformar las intenciones y los efectos de las políticas de apoyo a lenguas minoritarias. Por ejemplo: el hecho de tener que llevar obligadamente a los niños a escuelas que enseñan en la lengua minoritaria parece en principio una restricción interna, algo que, más que dar a sus hablantes la oportunidad de sostener un plan de vida en su lengua, los obliga a hacerlo, e incluye quizás también en esa obligación a los miembros de otros grupos lingüísticos. Pero en realidad, este tipo de medida puede ser una simple garantía de que, junto con la lengua mayoritaria que a buen seguro será enseñada al menos como asignatura en esas escuelas, que tendrá una presencia importante en los medios de comunicación, que seguramente es oficial o cooficial en el territorio de la minoría... los niños aprenderán su lengua y tendrán suficiente espacio socio-institucional para mantenerla.50 Cambiar el nivel en el que se aplica la dicotomía "protecciones externas / restricciones internas" no implica renunciar en absoluto a su uso como herramienta crítica. Más bien nos sirve para entender que, desde la afirmación de la autonomía individual como premisa básica, hay tantas (de hecho, más) razones para fiscalizar las políticas que imponen o apoyan institucionalmente el monolingüismo en estados multilingües que para fiscalizar políticas que en esos mismos estados crean un espacio para las minorías lingüísticas con medidas que van más allá del simple otorgamiento de derechos. Lo crucial, por tanto, es ver que la citada dicotomía debería ser proyectada con la misma intensidad sobre las políticas respetuosas de la diversidad lingüística que sobre las políticas asimilacionistas tradicionales un paso que, a pesar de su apariencia simple, supone un giro copernicano en la manera en que los dos tipos de políticas se han venido abordando.
En cualquier caso, las cuestiones que acabo de mencionar no deberían eclipsar que, de nuevo, la lengua goza de una "feliz" singularidad que nos permite eludir muchos dilemas. Porque si bien es posible gestionar el uso lingüístico ocasionando restricciones internas, en una gran cantidad de casos es posible ampliar institucionalmente las oportunidades de los hablantes de lenguas minoritarias sin violar los derechos de los otros y sin impedir a nadie que cambie o acumule sus membresías lingüísticas. La clave para entender por qué en el campo de la política lingüística hay mucho margen para la protección de la vida lingüística minoritaria sin que esto implique restricciones injustificadas a la autonomía de los individuos está en abrir los ojos a las vastas posibilidades que abre el multilingüismo individual, y en entender que las lenguas pueden ser acumuladas como no pueden serlo las lealtades religiosas o tribales. El multilingüismo individual institucionalmente alentado es el elemento clave. No sólo hace justicia tanto al valor que tiene el mantenimiento conscientemente refrendado de las lenguas maternas como al valor que tiene hablar grandes lenguas que ensanchan horizontes, enriquecen el abanico de opciones a disposición de la gente y tienen gran utilidad instrumental, sino que abre la puerta a políticas lingüísticas distributivamente más justas.51
Para terminar, creo que hay que señalar una última singularidad de la lengua. Junto con la falta de rasgos "iliberales" intrínsecos que, según he tratado de mostrar, distingue a la lengua, debemos tener en cuenta que la misma tiene la ventaja de ser, al mismo tiempo, una expresión fundamental de identidad y un recurso riquísimo para rehacer las prácticas culturales iliberales de las que sus hablantes pueden estar participando. Ningún otro rasgo identitario representa tal mismo tiempo una garantía tan clara de continuidad cultural y una herramienta tan poderosa de revisión cultural. Por eso me parece que los estados liberales deberían ver en el reconocimiento lingüístico un instrumento de justicia etnolingüística privilegiado, puesto que puede contribuir muy poderosamente a aumentar la lealtad cívica de sus ciudadanos, consiguiendo que las minorías se sientan incluidas en el estado aún cuando éste reconozca sólo parcialmente sus caudales religiosos y étnicos (i.e., aún cuando el estado los reconozca, como será la norma, sólo en la medida en que respeten los derechos fundamentales y el principio de igualdad).
Hasta aquí, pues, el recuento de algunas de las razones por las que las democracias liberales de hoy deberían ser sensibles a la importancia que la/s lengua/s propia/s tienen para los individuos. Pero cabe preguntar ¿realmente hay que tener en cuenta las opciones y lealtades lingüísticas de todos los que viven dentro de unas fronteras comunes? ¿No tiene el estado razones para decidir que no todos los individuos están en una igual posición para lanzarles reclamos? Al mencionar esto ponemos pie en un terreno en el que suele plantearse otra de las grandes críticas al multiculturalismo: la dificultad de definir qué grupos son relevantes, y la potencial multiplicación hasta el infinito de los grupos que pueden presentarse como acreedores de reconocimiento.
¿La lengua de todos? Los inmigrantes y los hablantes de lenguas muy minoritarias.
Los teóricos de los derechos de las minorías y los nacionalistas liberales han puesto de relieve que mantener la lengua propia es tanto o más importante para las minorías nacionales e indígenas que para los grupos lingüísticos mayoritarios cuya lengua goza de oficialidad en la administración estatal y de preeminencia en el tráfico socioeconómico, y han defendido la necesidad de otorgar a esas minorías poderes y derechos por ejemplo, autonomía territorial o funcional suficiente para permitirles desarrollar un proyecto político propio al menos en áreas que ellos consideran especialmente sensibles. Su posición en relación a las lenguas de los inmigrantes, en cambio, ha sido distinta.
Los inmigrantes, para recurrir nuevamente a la prototípica posición de Kymlicka al respecto, no tienen la intención de reconstruir en su país de acogida lo que tenían en el de origen: no pretenden instaurar una red institucional paralela a la de la mayoría que, funcionando en su lengua, opere como contexto vital de elección en relación a una amplia gama de actividades humanas. Lo que quieren es más bien renegociar los términos de la integración, con el objetivo de que su participación en la "cultura societal" mayoritaria no suponga (como ha supuesto tradicionalmente en el seno de estados de acogida que, más democráticos o más autoritarios, han sido siempre fuertemente asimilacionistas) la renuncia innecesaria a rasgos culturales que consideran importantes. Por ello, los estados liberales deberían ofrecer el mayor grado de reconocimiento cultural compatible con la integración en una cultura societal vertebrada por instituciones que funcionan en una lengua común.52
Desgraciadamente, esta postura (que como análisis general parece muy razonable) tiene una vertiente lingüística muy problemática. Porque los culturalistas liberales admiten, efectivamente, que una integración multiculturalmente defendible implica confinar el uso de las lenguas inmigrantes a la esfera privada, y eso es algo que las condena a una muerte previsible en el lapso de dos o tres generaciones. Kymlicka, por ejemplo, admite que la renegociación de los "términos de integración" de los inmigrantes puede exigir apoyos lingüísticos transitorios (por ejemplo, algún grado de uso de la lengua propia en la enseñanza primaria) y que el uso privado de cualquier lengua debe de ser en todo caso permitido,53 pero no cuestiona que la prioridad de los inmigrantes debe ser aprender la lengua de la vida pública para participar política y económicamente en el nuevo país como uno más.54 Que Kymlicka no concibe este aprendizaje como algo compatible con el mantenimiento a largo plazo del multilingüismo social e individual es claro, pues en repetidas ocasiones comenta que "[h]ay poderosas pruebas de que las lenguas no pueden sobre vivir mucho tiempo en el mundo moderno a menos que sean usadas en la vida pública, y en consecuencia las decisiones gubernamentales sobre las lenguas oficiales son, en realidad, decisiones acerca de qué lenguas sobrevivirán y cuáles morirán".55 ¿Cómo justificar una posición como esta?
El argumento más recurrido es el argumento de la "elección". Según el mismo los inmigrantes, a diferencia de las minorías nacionales o indígenas, han optado por abandonar sus lugares de origen para ingresar a nuevas sociedades cuyas particularidades socioculturales deberían abrazar.56 El problema, por supuesto, es que exceptuando a ese segmento diminuto que se beneficia de la cara buena de la globalización, la mayoría de inmigrantes cruza las fronteras a la desesperada en circunstancias que ponen seriamente en duda su voluntad genuina de "elegir" y "renunciar" a su patrimonio cultural.57 Su elección es una base muy débil para aguantar el gran peso justificativo que se pretende. Pero como veremos inmediatamente, aún en los casos en que pudiéramos hablar de elecciones genuinas, no estaría claro que éstas diluyan por sí mismas la legitimidad de las reivindicaciones lingüísticas.
Un segundo argumento es el del "toma y daca", que sostiene que los inmigrantes, a cambio de la ganancia económica les supone la inmigración, deben adaptarse a la lengua y la cultura del estado receptor.58 Pero como Bruno de Witte sostiene al evaluarlo, es difícil comparar al nivel macroeconómico los beneficios que recibe el país de origen y el de acogida. Al fin y al cabo, este último obtiene fuerza de trabajo barata sin tener que pagar su formación o el costo completo de la seguridad social, de modo que la protección lingüística por parte del país de acogida podría verse como una justa compensación al país de origen por el costo económico y social que causa la inmigración a su tejido social59 (y a los inmigrantes por el aporte económico que hacen al país receptor).
En cualquier caso, lo que tanto este argumento como el anterior no explican es, primero, por qué son las demandas lingüísticas las que precisamente caen en esas operaciones de renuncia y conmutación a las que los inmigrantes se someten. Los dos argumentos son en principio altamente susceptibles de caer en el problema de la "pendiente resbaladiza" ¿cómo fijar los límites de la legítima renuncia y de la justa reciprocidad?. Y sin embargo, los culturalistas liberales deciden que muchos rasgos culturales no lingüísticos deben salvarse de la pendiente y los lingüísticos no, sin aportar razones para ello (más allá de lo que veremos al analizar el tercer argumento). Además, y este es el segundo problema que aqueja a los argumentos que estamos examinando, es difícil entender por qué cuestiones como la inmensa importancia de los contextos cultural-lingüísticos o la dificultad de cambiar de cultura, extremos ambos puestos de relieve en nuestra discusión anterior, se diluyen con facilidad tan pronto como volvemos la cabeza al caso de los inmigrantes.
Finalmente, habría que comentar lo que yo llamo el "argumento global de los culturalistas liberales", que sostiene que el impulso de una cultural nacional "delgada" y liberal, fundamentalmente basada en unas instituciones comunes que funcionan en una lengua común, promueve de tantas maneras el buen funcionamiento de una comunidad política (cementa la igualdad de oportunidades económicas, facilita la deliberación democrática y alimenta la solidaridad social necesaria para mantener un estado del bienestar) que los inmigrantes deberían renunciar a sus lealtades lingüísticas en la medida necesaria para promover tal proyecto.60 Este punto de vista, por tanto, no necesita negar obligatoriamente la universalidad de los beneficios de mantener la lengua propia: le basta con apuntar que se ven superados por la necesidad de contar con "culturas societales" pujantes.
Desgraciadamente, hay muchas razones para dudar que aplanar el camino a la deliberación democrática, promover la igualdad de oportunidades y promover la solidaridad ciudadana exija una sociedad de personas sólo transitoriamente multilingües. Aunque la articulación completa de mi visión sobre este punto exige un desarrollo largo que no se hará aquí, he de señalar de modo telegráfico al menos lo siguiente:
el argumento democrático contra la diversidad lingüística parece descansar en la premisa simplista de que la deliberación democrática se articula a través de una gran conversación global a escala nacional, cuando en realidad se nutre de múltiples intercambios colectivos que interaccionan entre ellos por múltiples vías, y que pueden perfectamente vehicularse en varias lenguas. Es más, parece que el multilingüismo tendería a aumentar en todo caso la calidad de la deliberación pública, al multiplicar los espacios potenciales de participación y las fuentes informativas de los ciudadanos, y al aumentar las posibilidades de que, al estar la gente en contacto con varias tradiciones culturales, encare el debate público con más sensibilidad y capacidad de ponerse en los pies del otro.
el argumento que liga el unilingüismo estatal con la igualdad de oportunidades económicas parece sugerir que el hecho de que las personas sepan varias lenguas es un lastre en sí mismo para operar en el mercado. En realidad, la igualdad de oportunidades exige que todos tengan las mismas oportunidades de tener un dominio adecuado de la lengua o lenguas en las que se vehicula el grueso de la actividad económica y laboral, pero no parece que tenga nada que decir en contra de que la gente conozca otras. Por en contrario: en una sistema en el que las empresas producen y distribuyen en muchos países o entre gentes de muchos países, usar varias lenguas reporta ventajas económicas;
el argumento de que es muy difícil crear solidaridades ciudadanas que crucen fronteras culturales y lingüísticas debe someterse a contrastación empírica y cuenta con contraejemplos históricos. En todo caso, como dice De Witte, no hay que olvidar que el análisis debe partir de situaciones concretas en las que la diversidad lingüística está presente, y que "[l]a alternativa moral no es por tanto: "uniformidad o diversidad", sino: asimilación o protección". Y una política asimilacionista puede ser muy desestabilizadora".61 Como han destacado los mismos defensores del multiculturalismo y el nacionalismo liberal, con frecuencia la concesión de derechos a las minorías ha aumentado el grado de unión social en los estados multinacionales,62 y no hay por qué pensar que no sucedería lo mismo en el caso de los derechos lingüísticos. En el caso de los inmigrantes, promocionar sus lenguas puede ser igualmente una vía inestimable para reforzar su lealtad cívica, al hacerles sentir de una manera muy palpable que las instituciones públicas no les son ajenas.
En mi opinión, si los inmigrantes muestran un deseo de mantener sus lenguas históricas (y hay que tener en cuenta que entre las oportunidades institucionales que brinda el estado y los deseos de los individuos hay una relación de interdependencia) deberían tener la oportunidad de hacerlo, así como se les dan (o se les debería dar) los medios necesarios para aprender nuevas lenguas. En realidad, una política sensible al valor de las lenguas debería acoger a cualquier grupo lingüístico cuyos miembros sean participantes permanentes del proyecto de cooperación política que se desarrolla dentro de las fronteras estatales.63 La existencia de algún tipo de comunidad (en oposición a sólo unos cuantos individuos aislados) sería, en todo caso, necesaria, por motivos que tienen que ver fundamentalmente con el tipo de "bien" que es la lengua. Pero una vez pasado un cierto (y modesto) umbral, el tamaño del grupo no debería importar desde un punto de vista normativo.
Al afirmar esto, por supuesto, me sitúo en una muy peculiar posición respecto al criterio del "tamaño", que es casi umversalmente usado para perfilar a los titulares de derechos y servicios lingüísticos en aquellos estados institucionalmente abiertos al multilingüismo, y que curiosamente es aceptado por casi todos los abogados del multiculturalismo y los derechos de las minorías.64 Si uno lo piensa bien, sin embargo, es extraño hacer depender la legitimidad de los reclamos lingüísticos de un hecho tan aleatorio como es el tamaño del grupo lingüístico al que uno pertenece. Parece que el peso de los argumentos que analizamos arriba sobre el valor de las lenguas en relación con la autonomía y la identidad de los individuos no debería variar según los refiramos a un grupo lingüístico de 50.000.000 de individuos o a uno de 500 (aunque sí pueda variar el peso de los argumentos sobre valor instrumental, que como hemos defendido no deberían ser nunca considerados aisladamente). Más bien hay que decir con Raz (uno de los escasos teóricos que han problematizado la versión estándar sobre la importancia del tamaño de los grupos) que, aunque dar relevancia al tamaño "favorece a los grupos más grandes con una membresía más comprometida [...] también demanda un apoyo desproporcionado para los grupos pequeños que son suficientemente fuertes como para pasar el test de viabilidad. Dado que los gastos generales son significativos, el costo per capita de apoyar a los grupos pequeños es mayor que el de apoyar a los más grandes".65
Dar tanta importancia al tamaño (grande) del grupo lingüístico no sólo se compadece mal con el principio liberal según el cual lo que los individuos no pueden cambiar mediante sus decisiones, obras y esfuerzos debería ser considerado moralmente irrelevante a la hora de distribuir las ventajas y desventajas derivadas de la cooperación social,66 sino que se revela también muy inconveniente tan pronto como uno tiene en cuenta que el grado de discriminación lingüística que los miembros de un grupo lingüístico experimentan cuando no tienen la posibilidad de usar su lengua disminuye cuanto más grande es el grupo.67 El tamaño jugará seguramente un papel a la hora de hacer un balance entre las exigencias de la justicia y las de la "eficiencia" o la "viabilidad", y el juego normal de la democracia política hará difícil erradicar del todo su influencia. Lo que me parece objetable es la introducción de consideraciones de tamaño en la fase en la que precisamente se trata de dilucidar lo que la justicia nos exige. Partir de que los reclamos de derechos y servicios lingüísticos de todos los grupos, grandes y pequeños, vienen respaldados por un argumento moral fuerte obliga a tratar de modo más exigente los argumentos acerca de la supuesta inviabilidad económica y organizativa de un esquema de reconocimiento lingüístico amplio.
Al hilo de la observación de Raz citada arriba, creo que hay que tomar de nuevo en consideración algo que singulariza a los grupos lingüísticos por sobre del panorama general de grupos culturales, y es que su escasa membresía refleja opciones conscientes de los miembros en menos ocasiones que en el caso de otros grupos, por ejemplo los religiosos. Mientras que tiene sentido (aunque sea arriesgado) decir que algunos grupos religiosos "merecen" desaparecer al no ser capaces de mantener, por razones sustantivas, la lealtad y el interés de sus miembros, es difícil decir lo mismo de los grupos lingüísticos.68
3. Conclusión. En la punta de un iceberg: la articulación jurídica de la justicia lingüística
Hasta aquí mi reconstrucción del "caso normativo" sobre la lengua, i.e., mi versión de las razones por las cuales la lengua debe ser considerada algo muy relevante y relevante para mucha gente que, bajo circunstancias muy distintas, comparte unas fronteras comunes a efectos de diseñar las políticas lingüísticas estatales. A algunos, no lo dudo, les parecerá una propuesta destinada a ser víctima propiciatoria de una crítica obvia: al problematizar el carácter secundario de las opciones lingüísticas y los argumentos que sostienen el trato tradicional a las lenguas de los inmigrantes o dan relevancia al tamaño de los grupos lingüísticos, mi propuesta destruye algo que éstos argumentos proporcionan y que la política lingüística real necesita mucho: criterios para marcar límites, maneras de convertir la gestión lingüística en algo viable y realizable. ¿No llevan las consideraciones que he defendido a multiplicar hasta el infinito las demandas lingüísticas legítimas? ¿Cómo pueden traducirse legal e institucionalmente mis tesis? ¿Nos fuerzan acaso a considerar la lengua un derecho humano de titularidad universal?
En mi opinión sería desafortunado reclamar el reconocimiento jurídico de un derecho humano o fundamental a la lengua. Ello dotaría de una rigidez extrema a las demandas lingüísticas, que se impregnarían de la pátina de innegociabilidad que acompaña a esos derechos dificultando en extremo la tarea de gestionar la pluralidad lingüística propia de las sociedades actuales. Pero sería igualmente inconveniente defender que todo lo no incluido dentro de las garantías lingüísticas implícitas en los derechos fundamentales debe dejarse al libre juego de las mayorías y minorías legislativas. Incluso si las declaraciones de oficialidad fueran despojadas de su carga asimilacionista histórica, repartir más igualitariamente los beneficios de la vitalidad lingüística exigiría ir más allá de esos "derechos generalmente garantizados por las constituciones liberal-democráticas" que, materializando un enfoque de "tolerancia" estatal frente al pluralismo lingüístico, no han servido para igualar mínimamente las oportunidades de la gente ante la decisión de mantener o abandonar su lengua. Porque las teorías de la justicia tienen implicaciones más allá de los derechos fundamentales, lo que podríamos llamar con Fishman la "democracia etnolingüística"69 tiene que empezar a ensayarse a través de una combinación de garantías constitucionales y flexibilidad legislativa.
Por ello, y con independencia fomentar y asegurar desde el derecho el multilingüismo individual de los ciudadanos, creo que la posibilidad de conservar la lengua propia debería entenderse y garantizarse como un nuevo tipo derecho social constitucionalmente protegido. Ello daría un amplio juego a las mayorías políticas para debatir creativamente acerca de los medios, en consonancia con las particularidades sociolingüísticas de cada país, al tiempo que garantizaría que esa discusión se mueva en todo caso en el horizonte de unos fines repensados a partir de líneas argumentales como las que aquí se han sugerido. Sería al mismo tiempo un modo de reducir a sus justas dimensiones la común observación de que apoyar institucionalmente la pluralidad lingüística resulta económicamente insostenible en la mayoría de países del mundo. Al no constituir en todos los casos un derecho fundamental, las demandas lingüísticas tienen que ser de algún modo confrontadas con argumentos de "oportunidad" como el del coste económico. Lo que este artículo ha pretendido mostrar es que, en una democracia liberal, que estos últimos lleguen a superar las consideraciones normativas que están al otro lado de la balanza es mucho más difícil de lo que hasta ahora se ha venido asumiendo.
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Notas
1 Sartori 2001, p. 64, pp. 61-67.
2 Una postura de este tipo es defendida por ejemplo por Ernesto Garzón Valdés, que considera que "las únicas diversidades culturales moralmente legítimas son aquellas que se encuentran por encima del nivel de la satisfacción de los intereses primarios, es decir, se refieren a intereses secundarios. Que ello reduce considerablemente la diversidad moralmente aceptable es obvio y es bueno que así sea (...). La satisfacción de los intereses secundarios de la gente requiere la aplicación de un procedimiento en el que quepan la negociación y el compromiso. La democracia representativa ofrece para ello la vía moralmente más adecuada" (1997, p. 22). Rodolfo Vázquez, por otro lado, sostiene que "una sociedad multicultural sólo es posible sobre la base de la implementación incondicional de los derechos derivados del principio de autonomía personal, sobre todo cuando estos entran en conflicto con los derechos comunitarios" (2001, p. 29). Este autor no defiende la incompatibilidad general de los "derechos liberales" sobre los "derechos culturales", sino solamente la primacía de los primeros (pp. 124, 125, 127), pero afirma que "un multiculturalismo fuerte que argumente en contra del individualismo ético es inaceptable, y un multiculturalismo débil -coincido con Garzón Valdés- termina por reducir las peculiaridades éticamente respetables o, en su caso, tolerables, a tres ámbitos fundamentales: la lengua, el arte y las necesidades o los deseos secundarios de las personas" (ibid., p. 129, con cita interna a Garzón 1993). Otras posturas que, desde el liberalismo, consideran débiles los argumentos (tanto filosóficos como institucionales) esgrimidos por los abogados del multiculturalismo y los derechos de las minorías, pueden encontrarse en Aguilar 2000, Waldron 1995.
3 Kymlicka define al "culturalismo liberal" como la corriente que afirma que "los estados liberales deberían sustentar no solamente el conocido conjunto de derechos civiles y políticos de ciudadanía comunes protegidos en todas las democracias liberales; deberían adoptar también varios derechos específicos de grupo o políticas orientadas a reconocer y acomodar las identidades y necesidades distintivas de los grupos etnoculturales. tales políticas van desde políticas de educación multicultural, a derechos lingüísticos, garantías de representación política o protecciones constitucionales para los tratados con los pueblos indígenas. Para los culturalistas liberales, estos varios tipos de medidas específicas de grupo son a menudo un requerimiento de la justicia etnolingüística, aunque para ser consistentes con el culturalismo liberal las mismas deben cumplir una serie de condiciones (...). En particular, los culturalistas liberales apoyan las políticas que posibilitan a los miembros de los grupos étnicos y nacionales expresar y promover su cultura e identidad, pero rechazan las políticas que obligan a la gente a hacerlo". Kymlicka 2001, p. 42 (énf. orig.; trad. mía). Este autor concibe al culturalismo liberal como una corriente general en la que quedarían agrupados tanto el nacionalismo liberal como el multiculturalismo liberal. Algunos autores y obras que, en el ámbito de la comunidad académica que escribe en inglés, representan estas corrientes serían Tamir 1993, Raz 1994, Taylor 1992, Spinner 1994, Miller 1997, Young 1990 o Shachar 2001. En este artículo tomaré a menudo las tesis de Kymlicka (1989, 1995, 2001) como representativas de esta corriente y concentraré mis afirmaciones y críticas en ellas. Por supuesto, ello resulta simplificador, pero permite abordar en un espacio limitado unas tesis claras que han resultado extraordinariamente influyentes.
5 Las cifras proporcionadas por los expertos oscilan entre estas dos. Junyent (op. cit., p. 16) habla de 6.000 lenguas, igual que May (2001, p. 1), siguiendo a Krauss (1992, 1995) y Grimes (1996). Edwards (1994, p. 19) habla de 4.500 mientras que Siguan (1995, p. 13) afirma que 3.500 sería el mínimo resultado que arrojaría un recuento. Para un explicación de los factores que explican estas variaciones en los recuentos, véase Edwards, op. cit., pp. 19-24. Información útil sobre las lenguas que en este momento están amenazadas o en estado moribundo puede hallarse en Wurm 2001. Sobre las previsiones de supervivencia de las lenguas a finales de siglo XXI véase May, op. cit., y Krauss op. cit.
6 Véase Crystal 1998, pp. 1-22.
7 Véase May 2001, p. 2 y Junyent 1998, p. 15.
8 Esta división tripartita puede parecer extraña a los que creen que el eje clasificatorio debería haberse organizado en torno a una división mutuamente excluyente (instrumental / intrínseco). Pero en realidad, como veremos, los tres tipos de argumentos son visualizados mejor como separados por un contínuum. Los argumentos del segundo grupo son en mi opinión de tipo instrumental, pero hay autores que los han presentado bajo el paradigma del valor intrínseco y, como es cierto que en relación a ellos debemos hablar de instrumentalidad con un matiz distinto he preferido verlos como un grupo aparte. A la importancia de esta cuestión clasificatoria regresaremos más adelante.
9 Lagerspetz 2001, pp. 110-11.
10 Véase Réaume 2000, p. 245
11 Aunque este tipo de creencia se puede rastrear a lo largo de la historia (Boix y Vila 1998, pp. 46, 203), me parece elocuente recordar que todavía a principios del siglo XX, en un discurso, el intelectual español de origen vasco Miquel de Unamuno instaba a los vascos a sustituir el euskera por el castellano como lengua de comunicación cotidiana. En su opinión, el euskera como lengua aglutinante, correspondía a las necesidades expresivas y comunicativas de una sociedad militar, mientras que las necesidades de una sociedad más compleja, industrial, reclamaban una lengua flexiva como el castellano. Juaristi 1997, pp. 102-3. Unamuno estaba familiarizado con las teorías lingüísticas de Schleicher y la sociología de Spengler, que habían servido para aplicar a la dinámica lingüística conceptos como "adecuación", "adaptación" o "supervivencia del más fuerte", obviamente relacionados con el evolucionismo darwiniano. Véase Junyent 1998, p. 32.
12 Como Eric Hobsbawm apunta, es puro anacronismo tachar de chovinista a, por ejemplo, F. Engels, por sostener una postura que era compartida por todos los observadores imparciales del siglo XIX: i.e., por sostener que las naciones y las lenguas pequeñas no tenían futuro independiente y que estaban destinadas a ser víctimas de las leyes el progreso. Hobsbawm 1991, pp. 43-44.
13 Como Edward Sapir dijo muy elocuentemente: "en lo que concierne a la forma lingüística, Platón camina al lado del porquerizo macedonio y Confucio al lado del salvaje cazador de cabezas de Assam". Véase Sapir 1921, p. 219, citado en Boix y Vila 1998, p. 110 (trad. mía).
14 Edwards 1994, p. 90, Lenneberg 1967, p. 367, Junyent 1996, p. 15, 1998, p. 36, Boix y Vila 1998, p. 110, Skutnabb-Kangas 1988, p. 12.
15 William Mackey escribió una vez que "sólo ante Dios y el lingüista son todas las lenguas iguales". (Mackey 1978, citado en Edwards 1994, p. 102, nota núm. 24, trad. mía).
16 Este extremo encuentra confirmación, por ejemplo, en la reciente evolución de la política lingüística en Australia. En contraste con la Política Nacional de Lenguas lanzada en ese país en los 80, la Política de Lenguas y Alfabetización puesta en aplicación con posterioridad pone el acento en el valor instrumental de las lenguas como potenciales lenguas de comercio. El resultado ha sido la marginación de las lenguas minoritarias, incluidas las indígenas, ante su incapacidad para satisfacer ese criterio. Véase May 2001, p. 167, y las referencias que allí se incluyen.
17 Kymlicka define una "cultura societal" como una cultura territorialmente concentrada basada en una lengua común que se usa en un amplio abanico de instituciones sociales, tanto en la vida pública como en la privada (en escuelas, medios de comunicación, la vida legal, la economía, la administración pública, entre otras) y ofrece acceso a formas de vida significativas en toda la gama de actividades humanas en la vida social, educativa, religiosa, económica, recreativa. Véase Kymlicka 1995, pp. 75-76, 82-84 y 2001, pp. 25-26.
18 Me baso aquí en la explicación dada por el autor en Kymlicka 2001 (p. 209). La misma idea era ya desarrollada, aunque más confusamente (véase Réaume 1995) en Kymlicka 1989 (esp. pp. 162-66) y, ya en su forma actual, en Kymlicka 1995 (cap. 5).
19 Véanse, por ejemplo, Tamir 1993, Margalit y Raz 1995, Spinner 1994.
20 Waldron 1995, p. 108. Véase también Garzón 1997, p. 16.
21 Ibid., pp. 100, 102-105.
22 Réaume, que también ha señalado la insuficiencia del argumento del "contexto de elección" para justificar el valor de culturas particulares, apunta que la idea de una transferencia cultural relativamente indolora es menos utópica con respecto a la lengua que con respecto a otros rasgos culturales, porque los niños pueden ser educados con mucha facilidad en dos lenguas, abriéndose así la puerta para una transición en el lapso de una o dos generaciones. Réaume 2000, p. 250.
23 Eerik Lagerspetz ha tratado de argumentar que la objeción cosmopolita, que puede ser perfectamente aplicable a algunos rasgos culturales, es "claramente irrelevante" en el caso de la lengua: "Podemos usar diferentes lenguajes en diferentes contextos, y recoger expresiones individuales de aquí y de allá, pero el uso efectivo de una lengua presupone la existencia de una comunidad relativamente grande y estable (un "contexto único"). Nuestros curricula pueden volverse tan multiculturales como queramos, pero en la educación lingüística nuestro objetivo es que las personas aprendan a dominar un número limitado de lenguas lo mejor posible. Si los teóricos como Bradley están en lo correcto, una lengua común es también un contexto que "estructura nuestras elecciones" (Lagerspetz 2001, p. 115). Desafortunadamente, lo que la objeción cosmopolita discute no son las condiciones del "uso efectivo de una lengua", sino las precondiciones de la elección individual racional y significativa. El uso de diferentes lenguas en distintos contextos que por lo general se organizará mediante algún tipo de reparto funcional proporciona perfectamente el tipo de estructura que una persona necesita para ejercer consentido su autonomía. Incluso si este no fuera el caso y se asumiera como necesario un contexto lingüístico homogéneo, es claro que el argumento del "contexto de elección" no daría valor al hecho de ser hablantes de ninguna lengua en particular.
24 Kymlicka 1995, pp. 85-6. Énf. añad.
25 Margalit y Raz 1995, p. 84.
26 Véase May 2001, p. 308, Young 1993, pp. 127-8.
27 May, ibid., pp. 39-43.
28 Sobre la noción de "habitus", véase Bourdieu 1991.
29 May, ibid., pp. 43-7 (con citas internas a Jenkins 1996, 1997).
31 Ibid., pp. 74-5.
32 Edwards 1995, p. 21.
33 Las lenguas aborígenes australianas tenían registros de "elusión" que eran usados para hablar con familiares "tabú" con los cuales el contacto debía ser reducido al mínimo. Desafortunadamente, no podemos contestar la mayoría de las fascinantes cuestiones que estas lenguas invitan a plantearse porque han desaparecido y lo único que sabemos proviene de las memoria de unos pocos ancianos. Véase Comrie et. al., p. 18.
34 Dworkin, op. cit., pp. 74-5.
35 Réaume se refiere a este hecho de la siguiente manera: "La participación en ese tipo de formas comunales de creatividad humana es una parte intrínseca del valor de la vida humana. La forma particular que toma para un particular grupo de gente adquiere valor intrínseco para él al ser su creación. Para el grupo tomado como un todo, su lengua es un logro colectivo. El uso de la lengua por parte de un miembro individual es al mismo tiempo una participación en este logro y una expresión de pertenencia a la comunidad que lo ha producido. Dado que esta participación tiene valor intrínseco, los miembros de una comunidad lingüística se identifican con esa lengua se enorgullecen de su uso y de las realizaciones culturales que representa y hace posible". Réaume 2000, p. 251.
36 En su versión más radical (la de Whorf) la hipótesis del relativismo lingüístico afirma que la estructura de una lengua moldea la representación de la realidad que sus hablantes perciben, de manera que lo que la gente inevitablemente percibe es una realidad mediada por la red estructurante de la lengua (Boix y Vila 1998, p. 110). Como estos autores destacan, hoy día las versiones extremas del relativismo están muy desacreditadas entre los lingüistas, que creen que es no hay un vínculo directo (y mucho menos determinista) entre lenguas y culturas. Como máximo, puede decirse que cada lengua es única en los dos siguientes sentidos: uno, en el sentido de que los elementos de una lengua pueden ser analizados e interpretados sólo dentro y en relación a ella misma; segundo, en el sentido de que una lengua es un metalenguaje colectivo, el sedimento de la experiencia colectiva de un grupo sociocultural (ibid.). A ello se refiere Joshua Fishman cuando habla del vículo indicial (indexical link) entre lengua y cultura. Sin asumir la existencia de una relación esencial entre una lengua y su cultura históricamente asociada, y sin negar que otras lenguas puedan llegar a "expresar" tal cultura en el largo plazo, debe reconocerse que la lengua que ha estado más histórica e íntimamente asociada con una cultura es la que mejor trasmite sus creaciones e inquietudes (Fishman 1991, p. 21).
37 Dworkin mismo reconoce este extremo, que parece establecer una continuidad última entre el valor intrínseco y el instrumental. Dworkin 1993, p. 30.
38 Réaume 2000, pp. 251-2 (trad. mía)
39 Véase Garzón 1997, p. 13, Gauthier 1986, p. 288, Hurka 1997, p. 148, Vázquez 2001, p. 125. Para una descripción de la postura liberal tradicional sobre este punto, véase Gargarella 1999, p. 143. Sobre la emergencia reciente, sin embargo, de morales no exclusivamente "antropocéntricas", crecientemente abrazadas por sectores del progresismo, véase Barry 1995, pp. 20-1.
40 Los argumentos sobre el valor instrumental de la lengua strictu sensu (primer grupo) y los que pivotan sobre su valor como "contexto de elección" parecen poner de cumulativamente de relieve 1) la importancia de que los individuos aprendan lenguas grandes; 2) la importancia de que conozcan las lenguas en las que funciona la "cultura societal" en la que viven (aunque puedan mantener otras); 3) la importancia general de ser multilingüe. Como sugería nuestro análisis en la sección anterior, ninguno de ellos da cuenta suficientemente del valor de todas y cada una de las lenguas (incluidas las más minoritarias) que pueden estar en el centro de los proyectos y lealtades de los individuos.
41 Como apunta Shachar, son los grupos con estas características los que tienden a plantear problemas y a hacer emerger lo que ella llama "la paradoja de la vulnerabilidad multicultural", paradoja por la cual las políticas orientadas a disminuir las desigualdades entre los grupos pueden terminar acentuando las desigualdades al interior de los mismos. Véase, en general, Shachar 2001.
42 Por eso algunos autores han subrayado creo que con acierto que el hecho de que un grupo quiera vivir en una sociedad en la que se habla su lengua parece algo demasiado débil como para considerarlo "una definición de vida buena". Como apunta Lagerspetz, sería una definición de vida buena que la mayoría de gente alrededor del mundo compartiría, dado que en todas las sociedades la gente resistiría enérgicamente el que se le forzara a hablar una lengua extranjera y dado que para las mayorías lingüísticas de cada estado esa es ya una aspiración (obvia y naturalmente) conseguida. Lagerspetz, 2001, p. 124. Spinner 1994, p. 152.
43 Lagerspetz 2001, pp. 121-2.
44 Ibid.
45 Ibid., pp. 120-1.
46 Para un excelente recuento del variado tipo de objeciones que los liberales han proyectado sobre la noción de derechos colectivos, véase Torbisco 2001, pp. 393-404.
47 En concreto, Kymlicka sostiene que "el culturalismo liberal rechaza la idea de que los grupos pueden restringir legítimamente los derechos civiles o políticos básicos de sus propios miembros en nombre de la preservación de la pureza ola autenticidad de la cultura y las tradiciones del grupo". Sin embargo, reconoce que algunos culturalistas liberales que consideran que algunas restricciones internas pueden ser aceptables si los miembros del grupo tienen la posibilidad efectiva de abandonar el mismo (Kymlicka 2001, pp. 22-3).
48 May 2001, p. 230.
49 Ibid., pp. 230-1 (con cita interna a Maurais 1997)
50 Lo mismo podría decirse de la gestión lingüística de acuerdo con el principio territorial en los estados multilingües. Aunque no está exento de problemas (véase, por ejemplo, en Milian 1992, pp. 189-245, esp. p. 236, algunos de los problemas que ha tenido su aplicación en Suiza y las razones por las cuales no ha operado siempre en defensa de las minorías lingüísticas) no es siempre ni muchos menos iliberal, ni puede tratar de equipararse en sus efectos a las políticas que imponen el unilingüismo oficial en estados con más de una comunidad lingüística.
51 Aunque esta es una cuestión a la que no puedo dedicar aquí el tiempo que merece, hay que decir que se han avanzado argumentos (incluso por teóricos que están claramente del bando de las lenguas minoritarias véase, por ejemplo, Laponce 1987) que el multilingüismo personal es inestable y que la gente tiende "naturalmente" al monolingüismo. Brevemente, he de decir que en mi opinión está tendencia no tiene nada de natural, sino que está ligada al hecho de que el entorno tradicional del uso lingüístico han sido sistemas comunicativos relativamente cerrados en los cuales las lenguas dominantes y las minoritarias, con un grado de apoyo institucional tremendamente distinto, se enfrentaban en un combate que resultaba en el abandono de las últimas por parte de los individuos, excepto cuando lograban atrincherarse en unos muy determinados roles y usos. Hoy día, sin embargo, la revolución de la información y de las comunicaciones y el aumento en la movilidad de la gente difumina las fronteras lingüísticas y multiplica las oportunidades de hacer un uso diversificado de las lenguas. Si se establece una estructura institucional proclive al mantenimiento de las lenguas, el multilingüismo individual (una condición que, por otro lado, ha sido plenamente estable en el caso de algunos hablantes de lenguas minoritarias por mucho tiempo aún con todos las cartas en contra) puede convertirse en clave fundamental de la coexistencia y la revivificación de las lenguas.
52 Véase, por ejemplo, la versión que de este argumento (ya desarrollado en Kymlicka 1995) se da en Kymlicka 2001, pp. 49-66.
53 Ibid, pp. 39, 159-172.
54 Ibid., p. 155.
55 Kymlicka 2001, p. 78, pp. 156-9, y más en general, Kymlicka 1995, cap. 6. Más claridad todavía añade a su posición la observación de que "hay pruebas de que las comunidades lingüísticas sólo pueden sobrevivir intergeneracionalmente si son numéricamente dominantes dentro de un territorio particular y si su lengua es la lengua de las oportunidades en ese territorio (... ) Puede no ser suficiente, por tanto, que la minoría goce simplemente del derecho de usar su lengua en público. Puede ser también necesario que la lengua minoritaria sea la única lengua oficial en su territorio" (2001, p. 79; énf, orig.; trad. mía). Sobre este punto, véase también May, 2001, p. 153.
56 Lagerspetz, 2001, p. 125, Kymlicka, 2001, p. 55.
57 Véase De Witte 1985, p. 68, reconociendo las muy distintas circunstancias en las que los dos grandes tipos de inmigrantes escogen.
58 De Witte 1985, p. 68. Si el argumento anterior se articulaba en términos de voluntad, este pone el acento en la justicia de ciertos balances y compensaciones, con independencia de la voluntad de los inmigrantes.
59 Ibid., pp. 68-9
60 Véase Kymlicka 1995, pp. 112-7, 2001, cap. 3, 8, pp. 212-6, 224-5.
61 De Witte, 1985, p. 59 (trad. mía). Como este autor añade: "Paradójicamente, los conflictos y problemas comúnmente asociados con la pluralidad lingüística a menudo son más el resultado de un intento de asimilación forzada que de la diversidad en sí misma; uno entra entonces en el círculo vicioso descrito por Kloss: "la mayoría, al tratar injustamente a la minoría, instala en su seno el mismo malestar, insatisfacción y tendencia centrífuga que a su vez proveen a las autoridades gubernamentales de argumentos (... ) para mantener sus políticas restrictivas" (ibid.).
62 Réaume, 2000, pp. 268-272, Coulombe 291-293, Kymlicka 1995, cap. 9, Kymlicka and Norman 2000, pp. 37-41
63 Por tanto, los grupos de inmigrantes "privilegiados" también estarían incluidos, en la medida en que lleguen a formar comunidades identificables y relativamente estables.
64 Réaume, 2000, p. 267. Lagerspetz afirma que el derecho a usar la lengua está necesariamente conectado con factores como el número de hablantes de una lengua (no puede ser garantizado a grupos muy pequeños) o la historia de la sociedad en cuestión. Debido a esta necesaria conexión con factores que son arbitrarios desde un punto de vista moral, reconoce, no puede ser un derecho humano en el sentido estándar. Con todo, y teniendo en cuenta la importancia de la lengua para la autonomía individual y el bienestar, el autor cree que no estamos autorizados para hacer más sombrío al mundo negándolo aún allí donde puede ser otorgado, lo cual hace que sea apropiado, finalmente, llamarlo un derecho moral (Lagerspetz, 2001, pp. 126-129). El criterio del tamaño juega un papel fundamental en la asignación de derechos y servicios lingüísticos en países como Canadá, Estados Unidos o Finlandia.
65 Raz, 1994, p. 79. Lo único que sí exige este autor es una previsión de mínima viabilidad "No tiene sentido tratar de sostener mediante la acción pública culturas que se han vuelto moribundas y cuyas comunidades por lo general sus miembros jóvenes se apartan de ellas (...) Las políticas públicas pueden servir solamente para facilitar desarrollos deseados por la población, no para obligar a una población indiferente a engullir actividades culturales a la fuerza". Ibid., p. 78 (trad. propia). Parece haber un cambio de opinión entre estas afirmaciones y las vertidas en Raz y Margalit, 1995 (publicado originalmente en 1989), donde se sostenía que "[u]na consecuencia clara del hecho de que la significación moral de un interés de grupo resida en el modo en que sirve a los individuos es que la misma dependerá, en parte, del tamaño del grupo. La suerte que corra un grupo más grande puede resultar esencial para el bienestar de un número más grande de gente. Manteniéndose igual lo demás, el número importa". Margalit y Raz 1995, p. 88.
66 Sobre este punto, véase Gargarella, 1999, p. 40.
67 Como observa Josep M. Colomer, cuanto más grande es una minoría, más posibilidades tienen sus miembros de usar su lengua incluso si la misma es ajena al estado y se usa únicamente en contactos entre miembros de la minoría. Y cuanto más pequeña es, menos ocasiones tienen sus miembros de usar su lengua aunque sea en situaciones informales y privadas: los contactos en lengua no-suya con los miembros de otros grupos lingüísticos tendrán un peso relativamente más importante en el desarrollo cotidiano de sus vidas. Véase Colomer, 1996, pp. 28, 73.
68 Como dice Eamonn Callan "...el simple hecho de que una determinada comunidad de fe es débil y su supervivencia dudosa en ausencia de alguna costosa medida que el estado no proporciona actualmente, no convierte por sí mismo en injusta esa ausencia de apoyo [...] La decadencia y la desaparición de algunas comunidades de fe es una consecuencia virtualmente inevitable del ejercicio de la libre elección bajo condiciones multiculturales, y por tanto incluso si valoramos la diversidad como cuestión de principio, ello no nos da razón alguna para inferir que cuando el futuro de una comunidad está amenazado, la incapacidad del estado de mitigar la amenaza es discriminatoria" (Callan, 2000, pp. 52-3).
69 Véase Fishman 1994.