Razonabilidad e incertidumbre en los estándares de diligencia
Reasonableness and Uncertainty in Standards of Care
Razonabilidad e incertidumbre en los estándares de diligencia
Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 55, 2021, pp. 61 -83
Recibido: 31 Mayo 2021
Aceptado: 29 Agosto 2021
Resumen: A menudo se piensa que los estándares genéricos de diligencia son una fuente importante de incertidumbre ya que están radicalmente indeterminados. A fin de favorecer la seguridad jurídica, la responsabilidad civil debería prescindir de ellos tanto como sea posible y optar por ofrecer estándares específicos, redactados en un lenguaje preciso. En este trabajo argumento que los estándares genéricos no están tan indeterminados como usualmente se asume y que, además, cumplen un papel normativo fundamental en la práctica de la responsabilidad civil al complementar las medidas exigidas por los estándares específicos, lo que redunda en una mayor protección de la indemnidad personal.
Palabras clave: estándares genéricos de diligencia, indeterminación, seguridad jurídica, libertad e indemnidad personal.
Abstract: It is a widespread belief that generic standards of care are a major source of uncertainty because they are radically indeterminate. In order to promote legal certainty, tort law should eradicate them as far as possible and favor specific standards, expressed in a very precise language. In this paper I argue that generic standards are not as indeterminate as it is usually assumed and that, in addition, they play a fundamental normative role in the practice of tort law by supplementing the precautions required by specific standards, which in turn enhances the protection of personal indemnity.
Keywords: generic standards of care, indetermination, legal certainty, freedom and personal safety.
I. Introducción
Con frecuencia, los abogados litigantes que se adentran en el estudio teórico de la responsabilidad civil lo hacen con ansias de encontrar alguna respuesta que les permita resolver lo que experimentan como una auténtica lotería indemnizatoria1.
Las fuentes de incertidumbre que les inquietan son diversas. Algunas son exógenas y otras endógenas al propio derecho. Las fuentes exógenas están vinculadas con la cultura jurídica de cada país. Tienen que ver con vicios tanto a nivel legislativo como judicial. La excesiva producción normativa, explicable por oportunismo político o improvisación, o la deficiente técnica legislativa que lleva a inconsistencias, redundancias o lagunas, son buenos ejemplos de lo primero. Los errores de aplicación del derecho debidos a una mala formación judicial o la influencia de intereses espurios son buenos ejemplos de lo segundo.
Las fuentes endógenas, que son las que aquí me interesan, incluyen como factor más general el relativo a la prueba de los presupuestos de la responsabilidad. Este es un problema recurrente en el que solo puede avanzarse con un mejor dominio del razonamiento probatorio y, en especial, mediante la formulación precisa de los estándares de prueba empleados por los tribunales2. En segundo lugar, están los problemas ligados al propio aparato conceptual de la responsabilidad civil. En cada uno de los presupuestos hay espacio para la discrepancia doctrinal y, por tanto, para la incertidumbre respecto de cuál será el fundamento empleado en la resolución del litigio. Pero los desacuerdos no son solo conceptuales, sino que muchas veces son evaluativos. Podemos estar de acuerdo en que el análisis de la causalidad fáctica debe ser complementado con algún criterio que delimite la atribución de consecuencias, como la causalidad adecuada, y aun así discutir en un caso concreto si el resultado dañoso es una consecuencia inmediata de la acción del demandado. Asimismo, normalmente existe algún acuerdo sobre la noción de culpa, pero los juristas discrepan bastante sobre qué precaución es razonable adoptar para evitar daños a otros. Estos desacuerdos generan incertidumbre y, por consiguiente, una afectación de la seguridad jurídica.
Un estudio completo de las fuentes de incertidumbre en la responsabilidad civil amerita un trabajo de largo aliento en forma de monografía. Mientras tanto, en esta breve contribución, comenzaré por esbozar algunas notas relativas al análisis de la culpa. Como se verá más adelante, la culpa involucra siempre un componente evaluativo que algunos juristas observan con cierto escepticismo y desagrado. Suele verse en la textura abierta de los estándares de diligencia solo sus problemas sin repararse en sus virtudes. El propósito de este trabajo es mostrar que los estándares genéricos de diligencia, basados en la idea de razonabilidad de la conducta, no están tan indeterminados como usualmente se piensa y que, además, sería un error intentar especificarlos a fin de eliminar la incertidumbre derivada de su aplicación. Ello posiblemente fortalecería un aspecto de la seguridad jurídica, mas socavaría otros valores igualmente importantes para la autonomía personal. En definitiva, sostendré que los estándares de diligencia genéricos y específicos se refuerzan mutuamente, pues cumplen funciones complementarias en la guía de conducta que resulta óptima a fin de mantener en un nivel aceptable los riesgos que nos imponemos unos a otros.
II. Estándares genéricos, estándares específicos y seguridad jurídica
La mayoría de los sistemas jurídicos incluyen una norma de diligencia genérica que, más allá de sus distintas formulaciones, establece que en el ámbito de nuestras interacciones potencialmente dañosas la conducta exigible es la de una persona razonable en las circunstancias en que se halla. En concreto, para determinar si una persona se comportó de manera razonable, debe atenderse a diversos factores, como la medida en que el daño era previsible, tanto en lo que hace a su acaecimiento como a su gravedad, la importancia del bien jurídico afectado, el grado de peligrosidad de la actividad realizada, su relevancia social y/o económica y la disponibilidad de medidas precautorias y su coste3.
Estas normas de diligencia genérica están acompañadas por normas de diligencia específica, mediante las cuales se imponen deberes precisos, como la prohibición de superar los 120 km/h en autopistas, la obligatoriedad de contar con una determinada cantidad de salidas de emergencia en los establecimientos educativos, de disponer de alumbrado automático, señalización y bocas de incendios equipadas con ciertas características o, en el ámbito de las intervenciones quirúrgicas, la necesidad de contar el instrumental empleado antes y después de cada operación, entre innumerables ejemplos.
A diferencia de los estándares genéricos, los estándares específicos ofrecen una guía de conducta fácilmente identificable para sus destinatarios. El mandato genérico de comportarse como una persona razonable requiere que el agente delibere sobre qué hacer en las circunstancias en que se encuentra. En cambio, las instrucciones concretas y precisas brindadas por las normas específicas relevan al agente de ese esfuerzo deliberativo. La conducta exigible está bien definida y, por ello, es menos probable que haya desacuerdos evaluativos profundos sobre si un individuo infringió el estándar o no.
Naturalmente, los estándares específicos permiten al destinatario de las normas calcular mejor las consecuencias jurídicas de sus actos, pues reducen la incertidumbre sobre la conducta exigible. Si nos interesase la seguridad jurídica, entonces, deberíamos preferir la regulación detallada antes que los estándares genéricos. Además, los estándares deberían ser redactados empleando los términos más claros y precisos posibles, prescindiendo de conceptos valorativos que adolecen de gran vaguedad. En síntesis, los estándares específicos deberían ser todo lo que los estándares genéricos no son. Estos últimos apelan fundamentalmente a conceptos valorativos, como los dualismos prudencia/ imprudencia, pericia/impericia o razonabilidad/irrazonabilidad, y exigen comparar el valor de los bienes puestos en peligro con el esfuerzo de tomar precauciones4. También podría decirse que los estándares mismos son un concepto esencialmente controvertido, en la medida en que los juristas suelen captar superficialmente el contenido de nociones como “persona razonable”, “buen hombre de negocios”, “buen padre de familia”, entre otros, pero cuando se trata de refinar las interpretaciones se defienden posturas radicalmente opuestas: algunos entienden que la persona razonable es aquella que maximiza el bienestar agregado, mientras que otros sostienen que la razonabilidad exige tomar seriamente en cuenta los intereses del otro a fin de tratarlo con el debido respeto5. Esto ocurre porque identificar el contenido de estos conceptos requiere en parte determinar dónde radica su valor6. En lo que aquí interesa, cada uno de estos juicios conlleva algún grado de incertidumbre en tanto abre un espacio para la discrepancia entre los juristas.
No obstante, prescindir de la norma genérica es insensato. Las normas específicas, como toda norma, son a la vez sub y sobreincluyentes (Schauer, 1991, pp. 89-92). La subinclusión significa que a la luz de las razones que la justifican, la norma excluye algunos casos que deberían estar comprendidos. Por su parte, la sobreinclusión supone que algunos casos que no deberían estar comprendidos lo están. Considérese la norma que prohíbe a los conductores de transporte de pasajeros de larga distancia llevar el vehículo más de 8 horas seguidas. Es dable asumir que esta norma tiene el propósito inmediato de garantizar un tiempo mínimo de descanso al conductor, y un propósito último de incrementar la seguridad vial, reduciendo los riesgos derivados de la extenuación tras el volante. La norma parece razonable. Sin embargo, también prohíbe conducir a un individuo que, por sus capacidades físicas, carácter, edad, experiencia y hábitos, después de 8 horas, haciendo las paradas y descansos reglamentarios, todavía se encuentra en perfectas condiciones para conducir 2 horas más. En este sentido, es sobreincluyente. A la vez, la norma no prohíbe conducir a quienes, por sus atributos personales, son incapaces de hacerlo más de 6 horas manteniendo igual atención y diligencia, o a quienes después de conducir sus 8 horas, pasan la noche de fiesta y apenas duermen 3 horas antes de volver al volante. En este sentido es subincluyente. Podríamos pensar una regulación más precisa para este caso, pero tarde o temprano descubriríamos nuevos problemas de sub y sobreinclusión, por lo que los estándares especificados nunca ofrecerán una respuesta del todo satisfactoria a la luz del propósito de estos estándares que es procurar un nivel de seguridad vial adecuado.
En la responsabilidad civil, la sub y la sobreinclusión tienen efectos distintos que conviene poner de relieve para comprender la naturaleza del problema que enfrentamos. Si una norma de diligencia específica es sobreincluyente, entonces obliga a adoptar precauciones cuando no son realmente necesarias. El conductor de habilidades físicas extraordinarias mencionado en el párrafo anterior no necesita limitar su actividad a 8 horas, pues ello no reduce las probabilidades de que él sufra un accidente debido al cansancio acumulado. Esto implica que la sobreinclusión genera una pérdida de libertad en el agente sin que ello repercuta en el incremento de la seguridad de las potenciales víctimas. En un sistema liberal solo se justifica restringir la libertad si de esa forma se protegen los intereses de terceros (véase Mill, 2003, p. 80).
La subinclusión, a su turno, produce el efecto contrario: no prohíbe una conducta que debería prohibirse por su impacto perjudicial en otras personas, es decir, favorece la libertad de acción antes que la indemnidad física y patrimonial de las potenciales víctimas. Así, el conductor que respeta la prohibición de conducir más de 8 horas, pero omite descansar adecuadamente, debería estar constreñido por un estándar genérico que le indique que su conducta, aun cuando no infringe ninguna prohibición específica, puede ser juzgada irrazonable. Por su vaguedad, los estándares genéricos no resuelven al agente el problema de determinar exhaustivamente qué medidas son razonables, sin embargo, le indican que ceñirse celosamente al reglamento puede ser insuficiente, habida cuenta de todo. La jurisprudencia española, por ejemplo, ha expresado esta idea desde comienzos de siglo XX, al afirmar que el cumplimiento de las medidas reglamentarias no es suficiente para acreditar al diligencia7.
En el derecho penal liberal nos preocupan más los problemas de sobreinclusión que los de subinclusión; ello fundamenta la observancia del principio de taxatividad en la tipificación de los delitos, pero no en las causales de justificación8. Se expresa así una preferencia por no restringir la libertad empleando la coerción estatal sino mediante una regla estrictamente formulada ex ante y accesible a todos sus destinatarios. Este principio requiere que el legislador regule de manera muy detallada y con términos muy precisos aquello que será delito. Ahora bien, mientras más detallada y precisa sea la normativa, más casos de subinclusión habrá. La cuestión es si en el derecho civil una preferencia semejante está justificada teniendo en cuenta que el grado de coerción estatal es mucho menor que el ejercido por el derecho penal. En el derecho civil, a diferencia del derecho penal, no se produce de modo característico un desequilibro de fuerzas entre el Estado sancionador y el infractor, sino que el Estado solo asiste a las víctimas para que reclamen un resarcimiento al agente que las dañó. Entre los litigantes existe una relación más bien horizontal (véase Goldberg y Zipursky, 2014, pp. 27 y 37).
El argumento más sólido a favor del principio de taxatividad en las normas de diligencia es que así se garantiza una mayor certeza y seguridad jurídica. Que haya más seguridad jurídica implica que hay una mayor capacidad de previsión, lo cual tiene una relación directa con nuestra autonomía (véase Raz, 1979, pp. 221-222). Por supuesto, la autonomía no se agota en la capacidad de prever. No diríamos que un esquema preciso garantiza la autonomía individual si es absolutamente restrictivo. Mas para cualquier nivel de restricción, el principio de taxatividad propicia una mayor libertad y previsibilidad respecto de un sistema en el cual este principio no rige. Parece así que el derecho civil también debería ser sensible a esto, prescindiendo en la medida de lo posible de estándares genéricos a favor de una regulación exhaustiva y detallada.
Este argumento tiene tres problemas. El primero es que mientras más normativa se promulgue mayor será la necesidad de interpretación, y allí donde más veces deban aplicarse las variadas técnicas interpretativas las probabilidades de que el sistema resulte potencialmente antinómico se multiplican. A fin de cuentas, un sistema más detallado y complejo puede combatir la indeterminación del derecho al riesgo de sobredeterminarlo. Para decirlo coloquialmente, un derecho que dice muy poco es tan malo como uno que dice demasiado. En ambos casos tendremos un alto grado de incertidumbre9.
El segundo problema es que los estándares genéricos, una vez son aplicados a lo largo del tiempo, garantizan que cierto tipo de intereses serán protegidos, con independencia de que el legislador haya explicitado los medios que resultan exigibles a esos efectos. En lo que hace a los derechos individuales, parece más importante prever que cierto interés “‘sea protegido’ y no tanto ‘cómo lo sea’” (Lifante, 2020, p. 579). Una noción más robusta de la seguridad jurídica, que contemple como uno de sus elementos centrales el respeto de los derechos individuales, debe favorecer la incorporación de estándares genéricos. Sin estándares genéricos habría una gran incertidumbre en torno al grado de protección efectiva que recibirá la integridad física o la salud. Su nivel de protección quedará indeterminada, porque no pueden preverse todos los casos de subinclusión que aparecerán en el futuro. Esta postura no ignora que ofrecer certezas sobre los fines perseguidos (como la evitación de daños graves a la salud o la integridad física) mediante estándares genéricos va en desmedro de la certeza respecto de qué medidas precautorias serán exigibles. Solo intenta poner de manifiesto que los estándares genéricos no acarrean únicamente costes en términos de previsibilidad, sino también algunas ganancias. No hay razón para preferir una norma que fomente la previsibilidad de las consecuencias de omitir precauciones antes que una que resigne esta previsibilidad para aumentar la previsibilidad en el ámbito de los derechos e intereses protegidos.
El tercer problema, vinculado con el anterior, es que la autonomía es un concepto mucho más complejo que el que aquí se asume. A fin de poder ser dueñas de sus vidas las personas no solo necesitan una buena cuota de libertad de acción y un buen grado de previsibilidad jurídica, sino también cierta protección de su indemnidad. Para poder desarrollar plenamente el plan de vida elegido, las personas deben estar libres en alguna medida de las interferencias de terceros. En un esquema general, mientras más libertad tienen las personas, en tanto sus acciones están exentas de responsabilidad, más vulnerables son a los efectos perjudiciales derivados del ejercicio de la libertad por parte de otros. Y mientras más seguridad tengan, menos libres serán10. El principio de taxatividad no siempre estará justificado porque supone en algunos casos privilegiar la libertad de acción antes que la integridad física o patrimonial. Si tuviéramos que decidir qué principios regirán nuestra vida en común, seguramente en muchas ocasiones encontraríamos justificado que nuestra conducta fuese juzgada a la luz de estándares abiertos de razonabilidad, sobre todo si lo que hay en juego es, de un lado, el coste (económico y en términos de libertad) de ciertas medidas de precaución y, del otro, la perspectiva de sufrir un severo daño físico irreversible11. El tema es valorar qué afecta más nuestra autonomía.
No interesa ahora encontrar una solución para ningún supuesto concreto, sino solo advertir cuál es el problema que enfrentamos cuando decidimos a favor de la taxatividad, es decir, a favor de la subinclusión de los estándares de diligencia. En breve, el argumento es que los estándares específicos militan por la libertad de acción y no hay razón para pensar que en todo caso la libertad de acción es un bien superior a la indemnidad.
Pero, ¿qué ocurre con la sobreinclusión? La apuesta por los estándares genéricos ¿no favorecerá una tasa inasumible de casos que no deberían estar abarcados por la norma? La respuesta es negativa. La sub y la sobreinclusión tienen que ver con que las normas emplean distintos grados de generalización en sus descripciones (véase Schauer, 2009, pp. 76 y ss.). Mientras más detallada sea la descripción del supuesto de hecho, más problemas de subinclusión habrá en relación con la justificación de la norma. Mientras más amplia sea, más problemas de sobreinclusión. Imaginemos que se desea evitar que los estudiantes consulten internet durante un ejercicio grupal propuesto por el profesor y por esa razón se prohíbe la entrada a clase con teléfonos inteligentes. Si en lugar de “teléfonos inteligentes”, se emplease la palabra “teléfonos”, entonces habría muchos casos abarcados que no responden a la justificación de la norma. La situación se agrava mientras más amplio sea el término empleado. El término “dispositivos electrónicos” incluye ahora también a los relojes digitales; el término “artefacto” prohíbe incluso entrar con gafas, bolígrafos u hojas de papel.
Esto, sin embargo, no es lo que ocurre con los estándares genéricos. Ellos nunca producirán un problema de sub o sobreinclusión puesto que se los puede concebir como la justificación subyacente de todos los estándares específicos. ¿Por qué se prohíbe conducir en autopistas a más de 120 km/h? Porque ello es razonable a fin de no causar daños a otros. ¿Por qué se prohíbe conducir más de 8 horas seguidas un vehículo de transporte de larga distancia? Porque ello es lo razonable a fin de no causar daños a otros. En efecto, esta respuesta es siempre apropiada cuando uno se pregunta el porqué de un estándar específico. Los estándares genéricos son la justificación a la luz de la cual evaluamos si una norma específica es sub o sobreincluyente. Por ende, no pueden tener ellos mismos problemas de sub o sobreinclusión. Decir que los estándares genéricos pueden ser sub y sobreincluyentes sería tanto como afirmar que la norma que ordena hacer lo razonable a fin de no causar daños a otros puede en algunos casos exigir más o menos que lo razonable a fin de no causar daños a otros, lo cual es absurdo. En cambio, los estándares específicos sí son sub y sobreincluyentes respecto de los estándares genéricos porque es posible que en algunos casos no exijan la realización de una acción que es razonable a fin de no causar daños a otros y que en otros exijan realizar una acción que no es necesaria o adecuada para ese mismo fin.
En definitiva, apelar a estándares genéricos no produce problemas de sub y sobreinclusión, y prescindir de ellos sí acarrea graves problemas de subinclusión. Si esto es así, la propuesta de llevar la responsabilidad civil hacia una regulación cada vez más específica parece infundada.
III. Determinación de los estándares genéricos
Hasta aquí he intentado mostrar que prescindir de los estándares genéricos no es una buena idea. Además, los estándares genéricos no traen, como se podría pensar, problemas de sobreinclusión. El problema de los estándares genéricos es otro. Si acaso afectan la libertad de acción, lo hacen por medio de su grave indeterminación.
Pero, ¿están tan indeterminados los estándares genéricos como podría pensarse? Intentaré mostrar que este no es el caso. Los estándares genéricos tienen una base convencional bastante sólida, aunque por supuesto no agotan el juicio de diligencia que, por su naturaleza, es evaluativo.
Con esto quiero rechazar las estrategias orientadas a convertir a la persona razonable en un concepto empíricamente determinable. Podría proponerse que el juicio genérico de diligencia consiste en indagar en la idea de razonabilidad socialmente imperante. Esta manera de concebir el estándar genérico evita todas las disputas propiciadas por el razonamiento evaluativo y los conceptos esencialmente controvertidos empleados por el legislador. El atractivo de esta propuesta, otra vez, es que parece limitar la incertidumbre y, por consiguiente, fortalece la seguridad jurídica.
Ahora bien, ¿cómo se determina la idea de razonabilidad socialmente imperante? De entrada podemos descartar una suerte de consenso a priori sobre lo que es razonable. Si este fuera el caso, el discurso moral no generaría tantas controversias. Atribuir a la comunidad una concepción de la razonabilidad es problemático, salvo que hubiese unanimidad al respecto. Teniendo esto en cuenta, una alternativa menos atractiva (aunque todavía aceptable) es anclar la idea de razonabilidad en la concepción compartida por la mayoría de los individuos o por un sector particular, como los jueces (o la mayoría de los jueces). Así, los juicios de diligencia serían dependientes de una indagación empírica sobre las creencias y actitudes de una porción más reducida de la población. Pero, ¿cómo se justifica que lo relevante sea una determinada porción de la población y no otra? Además, ¿cómo se corrobora que la porción privilegiada comparta de hecho una misma concepción de la razonabilidad? Va de suyo que corroborar esto no puede consistir en mostrar que los individuos en cuestión acuerdan sobre ciertos juicios específicos respecto de la corrección, incorrección, razonabilidad o irrazonabilidad de algunas conductas en circunstancias concretas. Esta coincidencia puede darse aunque se sostengan concepciones de la razonabilidad bien diferentes. Además, la idea de razonabilidad sigue jugando un papel al momento de zanjar nuestras diferencias en los temas de detalle, es decir, una vez agotado el consenso. Por definición, allí donde se agota el acuerdo no puede operar una noción de razonabilidad empírica que derive de un consenso previo. Podemos alcanzar acuerdos luego de contraponer argumentos, de señalar los aspectos que nos parecen relevantes de una situación fáctica en particular, de atribuir valor a ciertos estados de cosas, etcétera. Sin embargo, este acuerdo ex post no se basa en una concepción empírica sino en un ejercicio de nuestra capacidad de razonar en conjunto, valorar los argumentos del otro y suscribirlos una vez advertimos que son más sólidos que los propios. El acuerdo alcanzado, entonces, es el producto de nuestra deliberación moral.
Podría pensarse que incluso en los casos controvertidos existe una noción empírica de razonabilidad, dada por la opinión que tendrían los miembros del grupo relevante sobre ese caso inédito. Esta información, no obstante, parece difícil de conseguir. Si se basa en una estimación de lo que estarían inclinados a pensar teniendo en cuenta el resto de las creencias que sostienen, el juicio parece meramente especulativo. Si, en cambio, se basa en la opinión real de los miembros del grupo en cuestión, la única manera de obtenerla sería mediante una encuesta. Pese a todo, recuérdese, debe justificarse la elección del grupo de referencia (¿por qué los jueces, por ejemplo?), debe establecerse un porcentaje que defina la mayoría que constituirá la idea de razonabilidad (¿más del 50%, el 60%, el 75%?) y, por último, debe realizarse efectivamente la encuesta que, hasta donde sé, ningún juez nunca ha realizado para determinar qué exigen los estándares genéricos de diligencia. Incluso si se realizase una encuesta semejante, el resultado sería decepcionante, porque solo se obtendrían estándares revelados ex post que poco tienen que aportar a la seguridad jurídica que motiva la adopción de una versión empírica de la persona razonable.
Por ello, la invocación sin más de una noción compartida de razonabilidad parece más una estrategia para evadir la carga de argumentar o para esconder los juicios evaluativos exigidos por la diligencia genérica. Ello implica que la argumentación es reemplazada por una decisión autoritaria sobre aquello que determina “los estándares de la comunidad”, sin explicitar en ningún momento el método con el cual se ha llegado a conocerlos12.
Una alternativa más prometedora es entender que los juicios genéricos de diligencia pueden tomar como referencia inicial las convenciones específicas existentes en una determinada comunidad respecto de qué medidas corresponde adoptar en ciertas circunstancias para no dañar a otros13. Una convención específica tiene las siguientes características: 1) es primeramente una regla social; por lo tanto, normalmente los miembros del grupo se conforman a ella pues la entienden vinculante; 2) los miembros del grupo consideran que existe una razón para seguir la convención, aun cuando no sepan exactamente cuál es, ni conozcan todos sus alcances; 3) las convenciones tienen típicamente un carácter arbitrario. Esto significa que al menos debe existir una regla alternativa para alcanzar los mismos fines, de tal modo que si los miembros del grupo se conformasen a la regla R2 en lugar de la regla R1, ello les daría una razón suficiente para actuar según R2 (y no R1). A fin de cuentas, es posible que los agentes tengan sus propias preferencias respecto de una regla por sobre la otra. No obstante, en una convención las razones para actuar en sinfonía son más fuertes que las preferencias sobre las distintas alternativas. Es decir, la primera preferencia de los individuos en una convención es actuar en conjunto14.
En materia de diligencia, dado que no todo está reglado por estándares específicos, es esperable que surjan convenciones específicas respecto de quién debe adoptar qué medidas en qué circunstancias15 . Podemos imaginar una buena cantidad de alternativas en la repartición de roles y acciones debidas entre los potenciales agentes dañadores y víctimas a fin de prevenir accidentes. Por ello, las convenciones de precaución son arbitrarias. Pese a todo, una vez que una convención está vigente existe una razón de peso para observarla, ya que genera expectativas sobre el comportamiento ajeno que si son defraudadas incrementarán en alto grado la probabilidad de daño.
La existencia de convenciones específicas, entonces, brinda una razón para conformarse a ellas y esto contribuye a determinar parcialmente el contenido de un juicio genérico de diligencia. Por supuesto, estas convenciones no agotan el juicio genérico. La convención no es más que una primera aproximación que en la mayoría de los casos supone para el destinatario una fuerte reducción de la incertidumbre propia de los juicios de razonabilidad.
Esta conclusión podría desafiarse del siguiente modo. Las convenciones relativas a precauciones específicas son lo que Marmor denomina “convenciones morales”, que tienen por función mediar entre los ideales morales más abstractos, como es el respeto por los intereses ajenos, y su concretización en nuestras interacciones sociales. En general, las razones para seguir las convenciones morales son más bien débiles, puesto que el valor último podría realizarse de mejor manera con una acción diferente de la exigida por la convención (Marmor, 2009, pp. 149 y 153). Esto hace que el destinatario de la norma no pueda nunca fiarse de la convención vigente, sino que permanentemente debe deliberar sobre si seguir la convención en estas circunstancias es razonable o no.
Sin embargo, creo que las convenciones de precaución tienen un peso importante dadas las graves consecuencias que habitualmente se siguen de que alguien haga algo inesperado o anormal en el contexto. Por otra parte, si seguir el patrón convencional fuese irrazonable o tremendamente ineficiente encontraríamos en el corto plazo que muchas conductas convencionales serían litigadas en los tribunales. La víctima argumentaría que seguir la convención fue irrazonable, dado que el demandado tenía a su disposición un curso de acción que hubiese evitado el accidente a bajo coste, por ejemplo, o sin un grave perjuicio para su libertad de acción. La verificación de estos extremos terminaría por socavar las reglas convencionales irrazonables16.
Una situación diferente se produce cuando la víctima alega que además de comportarse de acuerdo con la convención el agente tenía a su disposición otras medidas que hubiesen sido razonables. La condena del demandado en estas circunstancias no invalida la convención, sino que muestra justamente que las convenciones no agotan el juicio de razonabilidad; antes bien, contribuyen a determinarlo. Esto indica que mientras los individuos deben tomar los patrones de conducta vigentes como una razón suficiente para la acción, no deben descartar acciones adicionales complementarias, pues ellas bien podrían ser razonables. Los jueces, en cambio, siempre deberían someter las convenciones específicas al análisis de razonabilidad, ya que de esta manera contribuyen a depurar el sistema de los patrones que demuestran ser inconvenientes17.
Evidentemente, estoy haciendo una defensa normativa de cómo debe razonarse en los juicios de diligencia. Pese a ello, creo que mi concepción también se adecúa descriptivamente a lo que ocurre en la gran mayoría de los sistemas jurídicos. Quien piense que en su sistema, para dar contenido a los estándares genéricos, solo se apela a las convenciones vigentes, pregúntese si los argumentos del tipo “no he hecho nada distinto de lo que hacen los demás” o “actué de la manera en que normalmente se actúa” son por sí mismos eficaces para bloquear la atribución de culpa. Una respuesta positiva supondría que en esos sistemas la expresión “medidas razonables” no refiere a las medidas que hay razones suficientes para adoptar sino a las medidas que habitualmente se adoptan. En un sistema semejante no hay espacio para las convenciones que a fin de cuentas sean irrazonables, ya que “razonable” significa “convencional”. Y esta es una conclusión muy extraña. La historia es rica en ejemplos de convenciones sociales abandonadas sobre la base de la carencia de razones que las justifiquen.
Por último, debe considerarse lo que Bruno Celano recientemente ha denominado “preconvenciones”. Se trata de comportamientos coincidentes entre los miembros de una comunidad que son el resultado de un aprendizaje y que, después de un tiempo, se convierten en automatismos. Pasan a ser, por ello, espontáneos, irreflexivos, fluidos y no requieren esfuerzo deliberativo (véase Celano, 2016, p. 28). Estos automatismos incluyen, por ejemplo, la comprobación regular de los espejos retrovisores o el posicionamiento del pie sobre el freno cuando una situación es percibida como peligrosa o de riesgo inminente. Las preconvenciones no se limitan a acciones corporales sino que incluyen el dominio conceptual que a veces reemplaza y otras veces ayuda a nuestra deliberación sobre lo que debemos hacer (ibidem, p. 42). ¿Cómo es que por lo general somos capaces de reconocer de inmediato lo que cuenta como una situación riesgosa? ¿Cómo es que somos capaces de juzgar con bastante consenso que una motocicleta que intempestivamente pasa a gran velocidad entre dos coches haciendo una diagonal ha realizado una acción imprudente? Estas habilidades también se adquieren por socialización y aprendizaje. Integran nuestras preconvenciones y resuelven en gran parte los problemas de indeterminación de los conceptos esencialmente controvertidos. Incluso cuando se trata de nociones vagas como prudencia, peligrosidad, impericia, negligencia o irrazonabilidad somos capaces de identificar casos paradigmáticos y de abrir nuestra deliberación en torno a ellos. Todo esto reduce el esfuerzo de los destinatarios de las normas para determinar qué exigen los estándares genéricos de diligencia.
El último estadio de la determinación de la diligencia, como he sugerido, es evaluativo. A la afirmación de que un individuo fue irrazonable por no adoptar las precauciones que hubiesen evitado el daño o reducido su gravedad no subyace un juicio contrafáctico sobre lo que una persona razonable habría hecho en las circunstancias, sino uno normativo sobre cómo debería haber actuado (véase Beever, 2007, p. 85). Un análisis satisfactorio de la diligencia genérica no puede prescindir de la valoración del contexto concreto en que actuó el individuo para determinar si existían razones que hubiesen justificado adoptar alguna medida adicional para no dañar a otros.
Llega aquí el punto más espinoso. No creo que haya manera de convencer al escéptico de que los juicios genéricos de diligencia pueden estar objetivamente fundados. Solo me conformo con señalar que las personas somos sensibles a razones y que algunos argumentos sobre qué medidas eran razonables que el demandado adoptase en las circunstancias son mejores que otros. Después de todo, los juicios de razonabilidad ocupan un lugar demasiado importante en nuestras prácticas jurídicas y morales como para ser fruto de la arbitrariedad o del gusto personal. Parecen responder más a una propiedad disposicional de los individuos (véase Lucas, 1963, p. 100). A menudo fallamos, por supuesto, pero somos capaces de reconocer nuestros errores, de reflexionar sobre lo que podríamos haber hecho y de autocriticarnos cuando un mínimo más de atención nos hubiese librado del error.
En cualquier caso, aun cuando queda margen para la discrepancia entre los juristas y, por tanto, para la incertidumbre derivada de los juicios de diligencia, el esquema que he expuesto muestra que los juicios genéricos no nos llevan indefectiblemente a una pesadilla en la que los juicios de diligencia nunca reflejan el derecho preexistente sino una nueva creación judicial (véase Hart, 1977, p. 972). Allí donde los abogados litigantes, las víctimas y los demandados vivan una pesadilla, ello no se debe tanto a problemas endógenos del derecho de daños como a factores exógenos relacionados probablemente con la cultura jurídica o la mala formación de jueces y abogados.
IV. Estándares genéricos vs. estándares específicos
El argumento que he presentado hasta aquí concluye de manera un tanto sorprendente. Si tengo razón, los estándares de diligencia genéricos no están tan indeterminados como se piensa usualmente y además carecen de problemas de sub y sobreinclusión. En contra de lo sugerido inicialmente, parece que lo que necesita una justificación no es el uso legislativo de estándares genéricos sino el uso de estándares específicos… porque, recordemos, estos últimos sí tienen problemas de sobre y, en especial, de subinclusión.
Este planteo entraña una confusión basada en no advertir un aspecto importante del argumento. Los estándares genéricos no están tan indeterminados como podría pensarse preliminarmente porque a su alrededor se desarrollan ciertas convenciones específicas que le otorgan un contenido, siempre parcial y, por tanto, incompleto. Pero el desarrollo de estas convenciones, además de ser contingente, tiene algunas características que las hacen inapropiadas como método de regulación general.
En primer lugar, son espontáneas, es decir, no están diseñadas por una estructura de autoridad bien definida. Por ello, su consolidación como convención es durante un largo período incierta. Los estándares legislativos específicos no tienen este problema. La existencia y el contenido de un estándar legislativo específico es mucho más fácil de constatar.
En segundo lugar, las convenciones de precaución son relativamente estáticas. Esto significa que, por carecer de un origen autoritativo, no hay nadie competente para reemplazarlas cuando demuestran ser inconvenientes. Antes mencioné que el proceso judicial es fundamental para erradicar las convenciones específicas irrazonables. Por supuesto que lo es. Pero, normalmente, juzgar que un patrón de conducta es irrazonable no equivale a afirmar cuál es el patrón razonable. Por lo tanto, el poder judicial probablemente sea más efectivo en declarar la inconveniencia o irrazonablidad de una convención específica que en formular la norma general de comportamiento debido; y, en todo caso, usualmente se requiere más de una sentencia para desarraigar una convención bien asentada.
Cierto es que para afirmar que una acción φ fue irrazonable, los jueces deberán constatar como mínimo que otra acción ω era posible y exigible en las circunstancias. Mas afirmar que ω era posible y exigible en las circunstancias no es lo mismo que afirmar que existe una regla general según la cual, en las circunstancias C, es obligatorio ω18. En efecto, sería indeseable que los jueces creasen en cada ocasión nuevas reglas de diligencia específica. Probablemente, los legisladores estén mejor posicionados para formular esta clase de juicios generales, ya que los jueces están constreñidos por el objeto del litigio concreto que deben decidir. Sea como fuere, los estándares específicos de origen legislativo rompen el carácter relativamente estático de las convenciones. Una ley que crea una nueva regla elimina la anterior y la reemplaza en el mismo acto por una guía de conducta más apropiada. Por ello, es mala idea prescindir de estándares específicos legislados.
En tercer lugar, e íntimamente vinculado con lo anterior, las convenciones específicas que dan contenido parcial a los estándares genéricos también serán sub y sobreincluyentes. En este sentido, el reemplazo de los estándares legislativos específicos por estándares genéricos arroja un saldo negativo, ya que las convenciones de que se nutren los estándares genéricos tendrán los mismos problemas de sub y sobreinclusión, además de los ya señalados problemas derivados de su carácter espontáneo y estático19.
Por último, en cuarto lugar, los estándares genéricos y las convenciones específicas que se desarrollen espontáneamente son una mala idea al momento de regular actividades complejas que solo pueden ser llevadas a cabo con un nivel mínimo de seguridad luego de un juicio fundado en los aspectos técnicos de la actividad y, sobre todo, teniendo en cuenta un análisis global de la situación. Imaginemos qué ocurriría si la seguridad en la investigación, producción, distribución y comercialización de medicamentos quedase librada a la coordinación espontánea de laboratorios, intermediarios, vendedores y consumidores. Por descontado, el resultado sería subóptimo. Por ello, se requiere una normativa centralizada y detallada. Es decir, solo los estándares específicos de origen legislativo pueden ofrecer pautas razonables para regular estos asuntos.
V. Guía de conducta y estándares genéricos
En el párrafo anterior ha quedado claro que los estándares específicos resuelven un problema social importante: nos indican cómo debemos actuar cuando (1) saberlo por nosotros mismos requiere una información imposible de obtener en las circunstancias de persona, tiempo y lugar; o (2) el ejercicio deliberativo sobre los méritos de cada curso de acción es probable que resulte demasiado exigente para el ciudadano de a pie.
En esta línea, Joseph Raz ha argumentado que la autoridad jurídica legítima presta un servicio valioso a los ciudadanos sujetos a ella en la medida en que se den dos condiciones. Primero, la autoridad debe establecer reglas de conducta que reflejen el balance de razones que ya eran aplicables a los destinatarios de la norma (esto es lo que llama la “tesis de la dependencia”); y, en segundo lugar, los destinatarios de estas normas deben tener más probabilidades de actuar conforme con las razones que les son aplicables si obedecen los mandatos de la autoridad que si siguen su propio juicio sobre lo que debe hacerse considerando los pros y los contras de cada curso de acción en cada circunstancia (esto es lo que Raz llama “tesis de la justificación normal”) (véase Raz 1986, pp. 47 y 53).
Una autoridad jurídica legítima, entonces, nos ahorra la deliberación en aquellas circunstancias en que nuestros juicios tienen un grado de fiabilidad inferior a los de la propia autoridad. Lo interesante es que la autoridad legítima no debe ordenarnos hacer nada distinto de aquello que ya teníamos razones para hacer, y esto es relevante porque a menudo es difícil para el hombre ordinario determinar qué razones para la acción le son aplicables o, aun cuando pudiera hacerlo, identificar de entre todas las razones en conflicto cuál debe prevalecer como guía de conducta.
Quienes simpaticen con caracterizaciones próximas a estas podrían encontrar controvertida mi concepción de la culpa, en la medida en que los juicios genéricos justamente imponen al agente la obligación de deliberar sobre los méritos de cada curso de acción. Es decir, la autoridad estaría de algún modo socavándose a sí misma al no prestar el servicio que se supone que debe prestar. Una de las condiciones para que la autoridad pueda guiar la conducta es que sus directivas puedan ser identificadas sin que el destinatario se vea forzado a realizar el tipo de razonamiento sustantivo (sobre la base del mérito de las distintas acciones alternativas) que la autoridad pretende reemplazar. El problema de los estándares genéricos es que sus exigencias concretas no pueden precisarse sin recurrir al razonamiento sustantivo y, por tanto, no pueden ser obedecidos sin más. Los estándares genéricos así como los he descrito parecen ser incompatibles con esta idea acerca del derecho, por dos razones: (1) al imponer estándares que remiten a los méritos del caso, no ofrecen la guía de conducta que deben ofrecer; y, más grave todavía, (2) permiten que la deliberación del destinatario se imponga sobre los estándares específicos dictados por la autoridad.
Analicemos más detenidamente estas objeciones. Ambas, creo, se basan en una interpretación demasiado estricta de la función de la autoridad jurídica. Además la segunda presupone una idea equivocada sobre la manera en que juegan los estándares genéricos y específicos en el razonamiento práctico.
Digo que la interpretación de la autoridad es demasiado estricta porque la autoridad no puede racionalmente tener la pretensión de ofrecer una guía de conducta exhaustiva, para todo universo de acciones concebibles, en todo universo de circunstancias imaginables. El derecho, entonces, es incapaz de reemplazar legítimamente todos los juicios que las personas pueden formarse sobre los méritos del caso, puesto que para ello debe ser verdad que la autoridad tenga más probabilidades de acertar que los propios individuos en toda circunstancia. Esta última condición no se satisface cuando el mejor balance de razones requiere otorgar un peso especial a las circunstancias de persona, tiempo y lugar. Evidentemente, la autoridad no pretende reemplazar el juicio de quien se encuentra en las circunstancias del caso cuando, para tener mayores probabilidades de hacer lo que es correcto, las circunstancias precisas que solo el agente puede conocer resultan determinantes. La cuestión es si la autoridad renuncia a su función cuando reconoce sus limitaciones; y creo que esto no es así20. En la medida en que la autoridad reduzca la deliberación, ya cumple un servicio. No es necesario que el derecho elimine absolutamente la deliberación sobre los méritos del caso, sino que es suficiente con que la desplace en alguna medida (Shapiro, 2011, p. 338) y, como hemos visto, los estándares genéricos hacen una diferencia práctica al imponer deberes de diligencia incluso cuando se hayan cumplido todos los estándares específicos de la actividad.
Esto me lleva a la segunda objeción. Los estándares genéricos no son nunca una razón para abrir la deliberación en torno a aquello que exigen los estándares específicos. Si un estándar específico impone la obligación de hacer φ en las circunstancias C, entonces el individuo tiene una razón protegida para hacer φ, es decir, una razón de primer orden para hacer φ que a la vez cuenta como una razón excluyente que desplaza al menos algunas otras razones de primer orden en conflicto con aquellas que recomiendan hacer φ. Que las desplaza no significa que el agente no pueda considerarlas, sino que no debe actuar sobre la base de ellas (véase Raz, 1979, pp. 17-18). Esto todavía es compatible con dos cosas: (1) que el agente sopese otras razones no excluidas por el estándar específico, como las relativas a los mejores medios para proteger la seguridad de las personas; y (2) que el agente cumpla con el estándar específico, es decir, que haga φ, y considere si hay algo más que sería razonable hacer para evitar daños a otros. En el primer caso, podrían potencialmente encontrarse situaciones en las cuales realizar φ no sea lo mejor para proteger los intereses de otros, pero es una posibilidad teórica de la cual cuesta encontrar ejemplos en la práctica. Aun así, de hallarse en una situación semejante, el agente no desafiaría la autoridad del derecho porque no obraría por razones que el estándar específico pretendía excluir. En el segundo supuesto, el agente satisface el estándar específico, por lo que no hay manera de entender que el estándar genérico entra en conflicto con aquel. Cualquiera sea el caso, queda claro que los estándares genéricos no funcionan en el razonamiento práctico como una instancia de doble control de aquello que ha ordenado específicamente la autoridad. Funcionan más bien como una instrucción de estar atento a las razones que hayan podido estar fuera del alcance el legislador, por requerir información y deliberación muy concreta, solo accesible a quien se encuentra en el lugar y el momento en que debe tomarse la precaución.
Un ejemplo aclarará el punto. El estándar genérico difícilmente serviría para derrotar el límite de velocidad de 120 km/h impuesto por un estándar específico. Si acaso, serviría, y normalmente sirve, para fundamentar el deber de restringir aun más la conducta tomando precauciones adicionales. Así, el concepto de velocidad excesiva (aquella que supera el límite permitido) convive en algunos sistemas con el concepto de velocidad inadecuada. Por definición, esta velocidad se encuentra por debajo del máximo permitido, pero es irrazonable dadas las circunstancias del tránsito, el conductor, el vehículo, la vía o su entorno. Es interesante que el juicio del legislador sobre el peligro que entraña conducir a más de 120 km/h no puede ser revisado. La autoridad entiende que no hay prácticamente ninguna consideración derivada de las circunstancias que puedan hacer variar este límite aumentándolo. Pero también entiende que son muchas las circunstancias que podrían hacer que conducir a esa velocidad sea irrazonable en un caso concreto. Por ello, la velocidad adecuada se determina primeramente apelando a estándares específicos (la norma de tránsito que prohíbe superar los 120 km/h) y, en segunda instancia, abriendo la deliberación según lo ordenan los estándares de razonabilidad genéricos, que resultan complementarios. Le indican al individuo que mantenerse por debajo de los 120 km/h puede que no sea suficiente para cumplir su deber de diligencia. La lluvia, nieve o neblina, la congestión del tránsito, el estado de la carretera, del vehículo y su propia condición física son todos factores relevantes que deberá ponderar al momento de decidir la velocidad de circulación.
Nótese que esta técnica de regulación combina tanto reglas estrictas como principios o pautas más genéricas y vagas. Las pautas o principios, como los estándares genéricos de diligencia, son recomendables cuando se prefieren los errores en la decisión caso a caso por parte del agente antes que los errores derivados de la sub o sobreinclusión de las reglas. Además, las pautas genéricas son obviamente más flexibles para la adaptación de la diligencia debida a las nuevas circunstancias dadas por el avance tecnológico, entre muchos otros supuestos (véase Schauer, 2009, p. 200).
VI. Conclusión
En las páginas precedentes he argumentado que los juicios de diligencia son complejos e involucran un análisis de las medidas específicamente ordenadas por el legislador y el cumplimiento de estándares genéricos que, por su naturaleza, son evaluativos.
Estos estándares genéricos, se piensa en ocasiones, introducen un componente indeseable en los sistemas de responsabilidad civil porque la incorporación de conceptos valorativos, como la razonabilidad, prudencia, adecuación, entre muchos otros, deriva en una gran incertidumbre sobre los juicios de responsabilidad. A fin de reducir la incertidumbre, el legislador debería optar por prescindir tanto como sea posible de los estándares genéricos y orientar la responsabilidad civil hacia un régimen de taxatividad, lo cual requeriría una legislación mucho más detallada en cada ámbito.
Como he intentado mostrar, una regulación semejante apenas favorecería la seguridad jurídica, ya que la complejidad normativa agrava los problemas interpretativos y los desacuerdos doctrinarios. Además, acarrearía graves problemas de subinclusión y fomentaría la certeza a costa de desatender el valor de la indemnidad en situaciones no específicamente reguladas. Por otra parte, que los estándares genéricos estén profundamente indeterminados es una cuestión contingente puesto que ello depende de las convenciones de precaución que se desarrollen a su alrededor. En todo caso, la certeza no es el único valor que debe perseguirse en el derecho privado. El mejor equilibrio entre libertad de acción e indemnidad personal requiere emplear, como ocurre en todas las legislaciones que conozco, una buena combinación de estándares genéricos y estándares específicos.
Agradecimientos
Con apoyo del programa Serra Húnter. Este trabajo se inscribe en el proyecto “Los errores en la producción y en la aplicación del derecho” (PID2020-114765GB-I00), financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación (España). Agradezco los valiosos comentarios y sugerencias de José Juan Moreso, Lorena Ramírez, Diego Dei Vecchi, Jordi Ferrer, Sebastián Agüero San Juan, Magdalena Bustos, Alexander Vargas, Esteban Pereira Fredes, Ezequiel Monti, Pablo Navarro y los evaluadores anónimos de Isonomía.
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Notas
1 Dos textos importantes que reflejan este tipo de preocupación son, en el ámbito anglosajón, Atiyah, 1997, pp. 143 y ss., y en el ámbito continental, Díez-Picazo, 2008, pp. 14 y ss.
2 Véase Ferrer Beltrán, 2021, pp. 112 y ss. y 208 y ss. El problema de la incertidumbre no está dado por el hecho de que las partes desconozcan si serán capaces de alcanzar el umbral de suficiencia probatoria, sino por el hecho de que no está claro cuál es ese umbral.
3 Compárese el art. 4:102(1) de los Principios de derecho europeo de la responsabilidad civil y el §3 del Restatement (Third) of Torts: Liability for Physical and Emotional Harm (2010).
4 Los conceptos valorativos a los que me refiero se han popularizado en la literatura con el nombre de “conceptos densos”. Estos tienen un contenido descriptivo que nos permite reconocer instancias obviamente correctas e incorrectas de aplicación. Así, la afirmación “Bill Gates es generoso” puede ser controvertida, porque generoso no solo incluye un componente descriptivo sino también evaluativo. Pese a ello, es claro que no podríamos llamar “generoso” a alguien que nunca ha donado dinero a ninguna causa, ni ha dedicado tiempo a sus amigos o familia. Sobre esto véase Williams, 1985, pp. 140-141.
5 Para una distinción entre razonabilidad y racionalidad en la filosofía política, véase Rawls, 1993, pp. 48 y ss. Para apreciar cómo estas dos ideas se han reflejado en la filosofía del derecho privado, compárese la concepción de Weinrib (1995, pp. 147 y ss.) del hombre razonable con la de Posner (2014, p. 196).
6 Las condiciones para que un concepto sea esencialmente controvertido se definen en Gallie, 1955, pp. 171 y ss.
7 Sobre esto véase Kubica, 2021, pp. 513-514. Para un ejemplo de la jurisprudencia reciente, véase TS (Sala de lo Civil, Sección Pleno), sentencia núm. 141/2021 de 15 marzo. (RJ 2021\1641): “Se consideró que la actividad desarrollada por la entidad demandada era peligrosa, creadora de un riesgo superior al normal, que requería una elevación proporcional de los estándares de pericia y diligencia, con agotamiento de las medidas de cuidado, así como que el cumplimiento de las normas reglamentarias no excluye por sí sola el reproche culpabilístico” (énfasis añadido).
8 El análisis que realiza Moreso (2001, p. 534) del derecho penal ha suscitado mi interés por estudiar la sub y sobreinclusión de los estándares de diligencia de la responsabilidad civil.
9 Véase el análisis de Ávila (2012, pp. 41-42) en relación con la sobreproducción normati va; véase también Schauer, 2009, pp. 160-161.
10 Véase una exposición detallada en Papayannis, 2014, p. 318-319.
11 Recientemente, Keating (2018) ha argumentado de manera convincente a favor de estándares de diligencia exigentes, que coartan aun más la libertad de acción, cuando se trata de riesgos a la salud o integridad física, dado su fuerte impacto en la autonomía personal.
12 En un estupendo trabajo, Miller y Perry aplican un teorema análogo al famoso teorema de la imposibilidad de Kenneth Arrow para sostener que no existe ningún método estadísticamente correcto para “construir” la figura de la persona razonable sobre la base de la mera observación social. Véase Miller y Perry, 2012, pp. 371 y ss, y 383 y ss.
13 Sobre el papel de las convenciones sociales en la determinación de la diligencia, véase Barros Bourie, 2020, pp. 103 y ss.
14 Véase Marmor, 2009, cap. 1 en general, en especial pp. 2, 3 y 9.
15 Por cierto, si estas convenciones no tuviesen lugar, entonces los estándares genéricos estarían gravemente indeterminados y tarde o temprano el derecho debería resolver la cuestión mediante regulación específica. Véase el argumento de Anita Bernstein, 2002, pp. 738, sobre la relevancia de los estándares de las distintas comunidades para la responsabilidad extracontractual.
16 Aun cuando los jueces no den siempre la razón a las víctimas de convenciones irrazonables, el hecho de que estas convenciones sean más litigadas que las razonables hace que en el largo plazo los sistemas se depuren. Véase Priest, 1977.
17 Los estándares convencionales son meramente indicadores de la conducta razonable, pero los jueces no deberían asumir acríticamente que son adecuados (o eficientes). Véase el análisis de Cooter, 1984, p. 1541.
18 Ello es así porque además de ω podría haber otras acciones alternativas igualmente razonables en las circunstancias. Incluso cuando no se juzga la conveniencia de una convención, sino la inconveniencia de una acción ω, es decir, que en C lo razonable era ~ ω, es difícil vetar ω en toda circunstancia similar. Los jueces se limitan al caso ante sí y no suelen (o no deberían) manifestarse sobre otros casos que no han sido judicializados.
19 El argumento esbozado se inspira en el análisis de Hart, 1994, pp. 92-94, de las comunidades primitivas.
20 Véase el análisis de Hart, 1994, pp. 130 y ss. Allí, el autor explica que todos los sistemas jurídicos llegan a un compromiso entre la guía de conducta precisa y los estándares genéricos que dejan la cuestión abierta para que sea decidida conforme con las circunstancias concretas que no pueden ser anticipadas por el legislador.