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Los intereses “permisivos” y el poder (moral) del consentimiento. Una crítica a David Owens
“Permissive” Interests and the (Moral) Power of Consent. A Critique of David Owens

Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 53, 2020

Instituto Tecnológico Autónomo de México

Matías Parmigiani

Universidad Nacional de Córdoba, Argentina

Recibido: 16 Marzo 2020

Aceptado: 22 Septiembre 2020

Resumen: Intento criticar en el presente trabajo el enfoque sobre el poder (moral) del consentimiento defendido por David Owens. Según este enfoque, la capacidad de consentir responde a un interés normativo característico, el cual consistiría en permitir que ciertas obligaciones personales sean incumplidas, sin importar lo que materialmente se siga de ello, como la transgresión de nuestros intereses no normativos. Aquí sostendré que el enfoque de Owens confundiría dos planos de consideraciones: el plano relativo a la capacidad general de consentir y el plano relativo al ejercicio de dicha capacidad en casos concretos. Para comprender el primer plano, el enfoque puede ser provechoso. No obstante, para comprender el segundo, lo más razonable sería apelar a la idea de razones personales para actuar, una idea que no parece haber recibido suficiente atención en la literatura habitual sobre el consentimiento.

Palabras clave: intereses permisivos, justificación, consentimiento, Owens, razones personales.

Abstract: The aim of this paper is to criticize David Owens’ theory on the (moral) power of consent. According to this theory, the power of consent must be analyzed in terms of a distinctive normative interest, which would consist in permitting certain obligations to be breached, no matter what materially follows from that, like the transgression of some of our non-normative interests. Here I will argue that Owens’ theory would unfairly conflate two sets of considerations: a first set, relative to our general power to consent; and a second set, relative to the exercise of that power in certain particular occasions. In order to understand the first set, the theory can still be useful. Nonetheless, in order to understand the second one, the most reasonable step would be to appeal to the idea of personal reasons for action, an idea that does not seem to have received much attention in the established literature on consent.

Keywords: permissive interests, justification, consent, Owens, personal reasons.

En “The Possibility of Consent” [PC] (2011), así como en el Capítulo 7 de Shapingthe Normative Landscape [SNL] (2012), David Owens formula un enfoque novedoso sobre el poder moral o justificatorio del consentimiento, fundado en la noción de falta, ofensa o “agravio simple” [bare wronging]. Según el autor, un agravio de esta naturaleza es el que se produce cuando una acción infringe una norma u obligación (i.e. la que prescribe cumplir una promesa), mas sin vulnerar un interés humano, es decir: sin provocar un daño (i.e. una pérdida material) (Owens, 2011, p. 404). Pues bien, valiéndose de esta noción, Owens arguye que el consentimiento sólo cumpliría la misión de volver “inocuos” los agravios simples, no jugando papel alguno a la hora de transformar la naturaleza de los efectos dañosos que pudieran seguirse de los mismos (ibíd., p. 406).1

Para defender su enfoque, Owens cree de vital importancia diferenciar el consentimiento de la elección [choice], así como el valor del consentimiento de lo que Scanlon supo llamar “el valor de la elección” (véase Scanlon, 1998, pp. 251 y ss.). Mientras consentir, a juicio de Owens, implica comunicar de manera intencional que uno renuncia a un derecho sobre algo cuya ocurrencia o materialización no necesariamente suscita un interés, el acto de elegir, en cambio, además de que no necesita ser comunicado, parece reflejar un interés auténtico “en controlar lo que nos sucede [whatis done to us]” (Owens, 2011, p. 408), en donde ‘lo que nos sucede’ remite a algo que ocurre o se materializa, ya sea a favor o en contra de nuestros intereses. Sin embargo, ¿por qué alguien renunciaría a un derecho por medio de su consentimiento? ¿No es acaso porque detrás de esa renuncia también subyacería un interés? Owens no niega este punto. Sin embargo, lo que él dice es que ese interés que estaría detrás del consentimiento, a diferencia de los intereses que guían a las personas en sus elecciones, sería un «interés normativo» [normative interest], el cual se dirige exclusivamente a controlar, por vía de un enunciado o declaración, ni más ni menos que “la situación normativa” que rodea al agente que lo otorga (ibíd., p. 412). De este modo, mientras una elección es valiosa por lo que le permite obtener a un agente desde el punto de vista material, el consentimiento sería valioso por lo que le permitiría hacer a un agente desde el punto de vista normativo y, más precisamente, por las facultades que le daría a fin de liberar [release] a otros agentes de sus obligaciones (ibíd., p. 414).

Aunque el enfoque general de Owens no ha recibido hasta este momento demasiada atención en el mundo hispanohablante, su prominencia en el debate ético-jurídico anglosajón no sólo es evidente (al respecto, véase Markovitz, 2015; Dannenberg, 2015; Bennett, 2015; Tadros, 2016, pp. 216 y ss.), sino que su influencia en la literatura reciente en torno al consentimiento tiende a ser cada día más marcada (al respecto, véase Koch, 2018, pp. 34-38; Schaber, 2018, pp. 58-63; Müller, 2018, pp. 128-129). Además, como el propio Owens reconoce explícitamente en un pasaje de SNL (véase Owens, 2012, p. 171), mucho de lo que él dice sobre el consentimiento guarda similitudes notables con lo que ya sostuvo hace tiempo ni más ni menos que C. S. Nino (1983, pp. 296 y ss.), un autor cuyo legado, como bien sabemos, ocupa un lugar central en la filosofía moral y jurídica de Iberoamérica.

Por estas y otras razones, el objetivo principal que persigo en este trabajo consiste en analizar críticamente el enfoque de Owens sobre el poder moral o justificatorio del consentimiento. Para ello procederé en seis etapas. En las dos primeras (secciones I y II), intentaré reconstruir de la manera más objetiva posible la teoría normativa de Owens, con el propósito de entender qué está detrás de su enfoque sobre la función y relevancia moral del consentimiento. En la sección III, introduciré las primeras críticas a Owens apelando a una distinción conceptual que él no tomaría en cuenta: la distinción entre la capacidad genérica de consentir y el ejercicio particular de dicha capacidad. A mi juicio, si prescindimos de esta distinción, todo lo que dice Owens sobre la relación entre el consentimiento y nuestros intereses permisivos corre el riesgo de desdibujarse. En la sección IV, ampliaré esta crítica, pero recurriendo al concepto de ‘intención’ que el propio Owens invoca para diferenciar entre el interés en controlar lo que nos sucede y el interés en controlar nuestra situación normativa, que sería el interés que impulsaría al consentimiento. Lo que procuro mostrar allí es que la diferenciación entre ambos tipos de intereses, así como la que Owens establece entre nuestras intenciones y nuestro consentimiento, deudora de la diferenciación anterior, dista de poseer el carácter taxativo que él les atribuye. En la sección V, presentaré mi propio enfoque sobre la función y relevancia moral del consentimiento. Dos serán allí las nociones clave: por una parte, la noción de interés personal; y, por la otra, la noción bidimensionalde autonomía. Lo que sostendré es que la magia moral del consentimiento sólo alcanza a develarse en toda su dimensión si trabajamos sobre esta base conceptual. Finalmente, en la sección conclusiva (sec. VI), repasaré brevemente el recorrido efectuado, intentando mostrar que la gravedad de omitir o vulnerar el consentimiento (o el disentimiento) ajeno recién se aprecia en su justo término cuando advertimos qué dimensión de nuestra autonomía podría verse comprometida.

I. Sobre ‘intereses normativos’ y ‘agravios simples’: un breve intento de reconstrucción conceptual

A fin de comprender el plano justificatorio en donde operaría, según Owens, el consentimiento, deben precisarse aún más algunas de las nociones clave que integran su enfoque. Como se desprende del título de este apartado, las dos nociones más importantes son las de ‘interés normativo’ y ‘agravio simple’, aunque cada una de estas nociones presuponga a su vez una noción más básica: la noción de ‘interés’, por una parte, y la noción de ‘agravio’ (o ‘falta’) [wrong], por la otra. Dado que PC no es demasiado rico en definiciones, en esta sección acudiré fundamentalmente a SNL, en donde la mayor riqueza definicional lamentablemente no va acompañada de toda la claridad conceptual que sería deseable. Además, tal como lo advirtiera en la nota anterior (véase supra), a ello se le suman las dificultades a veces insuperables de traducir ciertos términos técnicos del inglés al castellano. Por eso mismo, mucho de lo que aquí diga tendrá carácter tentativo e incierto, si bien confío en que la sección sea de utilidad para obtener una idea más acabada del enfoque de Owens.

Comencemos por las nociones de ‘interés’ e ‘interés normativo’, que es la noción que se vincula a la primera. En la “Introducción” a SNL, Owens escribe: “Algo redunda en el interés de un agente cuando es bueno para dicho agente, cuando hace que su vida sea mejor” (Owens, 2012, p. 7). La comprensión de los intereses que se deriva de este pasaje posee, según el propio Owens lo reconoce, una amplitud suficiente como para admitir bajo esta nomenclatura tanto aquellas cosas que contribuirían al bienestar de un agente sin que este lo sepa, como aquellas cosas que marcarían una diferencia en el modo como él experimentaría su propia vida (véase Owens, 2012, p. 8). Pero el beneficio más importante que se sigue de esta amplitud está vinculado con las distintas categorías de intereses que a Owens le permite identificar. De acuerdo a las dos categorías principales, de un lado tenemos intereses no-normativos y, del otro, intereses normativos, que es la categoría fundamental en el planteo de Owens.

La primera categoría abarcaría a todos aquellos intereses en cuya identificación no es necesario que intervengan términos normativos o deónticos, como el interés en alimentarse o el interés en controlar ciertos recursos. Como puede apreciarse, los objetos que determinan el contenido proposicional de estos intereses remiten a lo que sería naturalmente bueno para nosotros, siendo esa la razón por la cual ellos también serían constatables en la mayor parte de los animales no humanos (véase Owens, 2011, p. 412; 2012, pp. 12, 57 y 172). Owens sostiene que, si bien estos intereses tienen una importancia normativa evidente, ayudándonos a determinar qué resulta razonable hacer, por ejemplo, no son intereses que necesariamente intervengan a la hora de moldear otros intereses auténticamente normativos, como —sin ir más lejos— el propio interés en determinar o descubrir qué resulta razonable hacer (ibíd., 2012, p. 9).

La segunda categoría, pues, precisamente abarca aquellos intereses cuyos posibles objetos “determinan [comprise] lo que tiene sentido que uno haga o sienta, lo que resulta apropiado que uno haga o sienta, así como también fenómenos deónticos tales como las permisiones, los derechos y las obligaciones” (Owens, 2012, p. 9; la cursiva me pertenece). La idea de Owens es que existen nociones normativas, como la noción de «tener sentido» [making sense] o las nociones de ‘adecuación’ o ‘pertinencia’ [appropriateness], sin las cuales no sería posible explicar que un ser humano tuviera ciertos intereses, como el interés de alguien en descubrir si sería apropiado culpar a su amigo por haberlo tratado con deslealtad (ibíd., p. 8). Claro, a fin de comprender cómo se originan estos intereses, es necesario postular un entramado de convenciones sociales, cuya vigencia a su vez descansa en ciertos hábitos de reconocimiento. Pero, en cualquier caso, si nosotros tenemos interés en cumplir las promesas, o en evitar la deslealtad hacia nuestros amigos, es sólo porque existen ciertas convenciones que hacen que ciertas cosas sean buenas y otras sean malas, con independencia de los intereses no-normativos que estas convenciones puedan llegar a servir de manera indirecta. Entre los intereses normativos, Owens destaca cuatro principales (ibíd., pp. 10-12): el interés en remover [remissive interest] la culpa de alguien al que nos faculta el perdón; el interés deóntico [deontic interest] que perseguimos participando en algunas relaciones personales, como ciertas relaciones de amistad u otras de carácter más bien circunstancial; el interés autoritativo .authority interest] que subyace a la institución de la promesa; y, finalmente, el interés permisivo [permissiveinterest] que explicaría lo que en este trabajo denominaré, siguiendo a Hurd (1996), la magia moral del consentimiento, y sobre el que ya me explayaré con mayor detenimiento en la siguiente sección.

En cuanto a la noción de ‘agravio’ (o falta), debe decirse que Owens se niega a ofrecer una definición siquiera amplia de la misma (véase Owens, 2012, pp. 17 y 44), lo que sin dudas dificulta la tarea de entender la noción más específica de ‘agravio simple’. Sin embargo, mucho de lo que Owens se niega a afirmar expresamente sobre la primera noción puede inferirse del modo en que reconstruye una de las principales hipótesis que criticará a lo largo de SNL, a saber: la hipótesis del daño [injury hypothesis]. De acuerdo a ella, “un acto agravia [wrongs] a X en virtud de constituir una acción en contra de un interés de X” (ibíd., p. 61).2 Pues bien, a pesar de que Owens, como he anticipado, toma distancia de esta hipótesis, cree plausible una interpretación liberal de la misma en virtud de la cual ‘lo que implica afectar los intereses de alguien’, ‘lo que implica infligirle un daño’ y ‘lo que implica agraviarlo’ no se tomen como expresiones equivalentes. Si, como bien sabemos, existen sobradas razones para evitar una confusión conceptual semejante,3 lo que la hipótesis simplemente plantea, interpretada en su mejor luz, es una condición necesaria para que se constate un agravio: la condición de que se afecten los intereses de alguien, aunque muchas otras consideraciones deban realizarse hasta obtener el veredicto final (ibíd., pp. 62-63).

Desde luego, para Owens, la hipótesis del daño está equivocada. Sin embargo, el problema con ella no estriba en el requisito de mínima que establece para la constatación de un agravio. El problema más bien estriba en el modo como entiende este requisito de mínima, deudor de una teoría racionalista (o humeana) de los intereses humanos (véase Owens, 2012, pp. 63 y ss.; pp. 128 y ss.). Si estos intereses tan sólo tuvieran como objeto la evitación de daños materiales, psicológicos o simbólicos —es decir: la no afectación de nuestros intereses no-normativos (véase supra)—, la hipótesis sería perfectamente válida. Pero como Owens también reconoce la existencia de una categoría alternativa de intereses (i.e. los intereses normativos), según acabamos de verlo, de lo que se tratará es de construir una hipótesis alternativa que explique lo que implica agraviar a alguien.

Así como Owens clasificaba a los intereses en dos categorías: normativos y no-normativos, lo mismo hace con los agravios, sólo que en este caso los llama ‘interesados’ [interested wrongings] y ‘no-interesados’ [non-interested wrongings] (Owens, 2012, p. 65). Un agravio no-interesado es un agravio que “involucra una acción que atenta contra un interés no-normativo” (ibíd., p. 65). Por ende, para que un agravio así se constate, no es necesario apartarse de la hipótesis del daño. Es decir, no hay necesidad de presuponer un marco determinado de convenciones sociales que actúen como condición de posibilidad de su constatación. La novedad, no obstante, viene dada por la noción de agravio interesado, que al mismo tiempo abarca dos sub-clases: la clase de los agravios simples [bare wrongings] y la de los agravios no-simples .non-bare wrongings]. Unos y otros son agravios interesados en virtud de que su propia existencia depende al menos en parte “de nuestro interés en que constituyan agravios” (ibíd., p. 65).

Estas definiciones pueden parecer un tanto enigmáticas. No obstante, creo que un ejemplo del propio Owens puede ser de ayuda para arrojar luz. Supongamos que una persona incumple una promesa sin producirle daño alguno al promisario, esto es: sin vulnerar sus intereses no-normativos, como el interés en que se produzca la materialización del objeto prometido (i.e. el pago de una deuda o lo que fuera). Si, como producto de este incumplimiento, el promisario sufriera alguna clase de afectación en la habilidad que detenta para aceptar (o rechazar) futuras promesas de otras personas (véase Owens, 2012, p. 147), entonces tendría lugar lo que Owens denomina un agravio no-simple, vulnerándose un interés normativo auténtico. En cambio, suponiendo que ni siquiera estuviera en cuestión una afectación semejante, allí sí tendría lugar un agravio simple, tan sólo en virtud de que el contenido proposicional del acto (o, en este caso, de la omisión) será contrario al contenido proposicional de la promesa suscripta. Por eso leemos en SNL que “un agravio simple es una acción que resulta agraviante pero no en virtud de resultar contraria a ningún interés humano” (ibíd., p. 8). En el caso del consentimiento, que es lo que inmediatamente analizaré en la siguiente sección (véase infra), Owens considera, tal como lo adelantara al inicio (véase supra), que su función consiste ni más ni menos que en volver inocuos estos agravios simples.

II. Los intereses permisivos y la función del consentimiento

Consentir, al igual que perdonar, prometer o mostrar gratitud, supone el ejercicio de un poder. Pero cocinar, pasear o practicar yoga también son actividades que suponen el ejercicio de un poder: el poder de cocinar, pasear o practicar yoga, respectivamente. ¿Qué diferencia entonces a la primera tipología de actividades de la segunda? Para Owens, la respuesta viene dada por la clase de poder que está detrás de unas y de otras. Mientras nadie está en condiciones de consentir un acto, arreglo o medida sin que otro (u otros) agente(s) le reconozca(n) a uno cierto tipo de autoridad, cualquiera podría decidirse a cortar verduras, salpimentar la carne, preparar la salsa y encender la hornalla con total prescindencia de lo que otros pudieran hacer o decir al respecto. Consentir, pues, al igual que prometer, pero a diferencia de cocinar, supone el ejercicio de lo que Owens llama un auténtico poder normativo.

El sentido común indica que los poderes responden a intereses. Así, por ejemplo, la capacidad de cocinar sería difícilmente comprensible si no respondiera a un interés genuino en la alimentación, ya sea la de propios o extraños. Y algo similar parece ocurrir con las capacidades o poderes normativos. En la sección anterior he mostrado a qué intereses responden cada uno de los poderes normativos que Owens rescata. Lo que no es claro, sin embargo, es si existe algún interés genérico al que respondan de manera general cada uno de los poderes normativos existentes, como poderes normativos que son. Aunque los textos de Owens suelen ser un tanto elusivos en materia de definiciones, hay algunos pasajes sumamente sugestivos. En PC, por ejemplo, luego de hacer referencia a la capacidad de elección como orientada a satisfacer un interés en controlar lo que nos sucede, remarca que el poder normativo del consentimiento apunta a satisfacer “un interés en controlar la situación normativa por vía declarativa”, lo que usualmente implica un interés en “alterar el significado normativo” que poseen algunas acciones humanas (Owens, 2011, p. 412). Y en SNL, luego de citar los cuatro poderes normativos más importantes sobre los que gira esta obra, afirma que no es sólo el poder normativo del consentimiento el que existe “para servir nuestro interés en ser capaces de moldear el paisaje moral por vía declarativa”, sino también el poder normativo de la promesa (Owens, 2012, p. 11).

Si se aceptan entonces estas precisiones, lo que se desprende es que cada uno de los poderes normativos mencionados —o, al menos, el poder de prometer y el de consentir— podría reconstruirse como orientado a satisfacer dos clases de intereses: un interés normativo genérico en alterar el significado normativo de ciertos actos humanos y un interés normativo más específico y distintivo. En el caso del consentimiento, este último interés es el que recibe la denominación de permisivo. Ahora bien, ¿por qué denominarlo de esta manera? Cuando un agente consiente un acto que lo tiene de destinatario, ¿qué estaría permitiendo? Todo depende de qué entendamos por ‘permitir’. Si ‘permitir’ se interpreta en el sentido de ‘dejar hacer’, ‘dejar que algo suceda’ o ‘no oponer resistencia’, entonces el interés permisivo que consagraría el consentimiento apuntaría a elevar las barreras que impiden que ciertas personas nos traten de ciertas formas, con todo lo que podría derivarse materialmente de tales formas de trato. Owens, sin embargo, rechaza esta interpretación, ya que le parece que un permiso así concebido apuntaría a controlar lo que nos sucede, que es un interés ligado al valor de elegir, no al de consentir (véase Owens, 2011, pp. 407-411).

La otra posibilidad es que ‘permitir’ se interprete en el sentido de ‘liberar a alguien de ciertas obligaciones’, las que pueden ser tanto positivas (obligaciones de ‘hacer’) como negativas (obligaciones de ‘no hacer’). Quien consiente un acto, medida o arreglo en este sentido, en lugar de estar interesado en controlar lo que le sucede, simplemente opta por transformar el carácter normativo que rodea al acto, medida o arreglo que lo tiene de destinatario y, junto con ello, consigue relevar [release] al sujeto obligado de cualquier obligación subsidiaria que se seguiría del incumplimiento de la obligación original, como la obligación de indemnizarlo u ofrecerle una disculpa. Como se adivinará, este es el sentido de ‘permitir’ adoptado por Owens, quien, además, insiste en que el agente que consiente no tiene por qué interesarse en la materialización del hecho que se sigue del incumplimiento de la obligación permitida (véase Owens, 2011, p. 414).

Un ejemplo de Owens vuelve a ser de ayuda para ilustrar lo que aquí está en cuestión. Supongamos que alguien se dispone a dictar una conferencia en el marco de un congreso que contiene sesiones paralelas. Como muchas veces sucede en este tipo de congresos, hay oyentes que asisten a una sesión sólo por error. Ergo, con el propósito de evitar que algunos de ellos tengan que levantarse incómodamente para dirigirse a la puerta de salida, interrumpiendo la conferencia, el conferencista podría anunciar su tópico al inicio de su charla, ofreciéndoles a estas personas la posibilidad de levantarse sin sentir tal tipo de incomodidad. Proceder así, sostiene Owens, es perfectamente compatible con el deseo de que estas personas permanezcan en el salón y escuchen la conferencia. Por eso, lo único que realmente alcanzaría a hacer quien obra de esta manera es alterar el significado normativo que podría implicar el abandono de la sala para quien estuviera interesado en hacerlo (véase Owens, 2011, p. 412).

Mutatis mutandis, algo similar demuestra el ejemplo que le sigue inmediatamente al anterior. Escribe Owens en PC:

(…) uno puede invitar a una fiesta a personas que no desea o espera que concurran, un hecho del que ellas podrían ser conscientes. Aquí uno les otorga el derecho a concurrir sin tener o comunicar ninguna intención de que lo hagan. Quizá uno las invita por pura formalidad y sin importar si concurren o no. Quizá uno las invita para asegurarse de que no concurran (ellas no concurrirían si fueran invitadas por uno, aunque lo harían si nuestra pareja las hubiera invitado primero). En cualquier caso, uno les habrá otorgado el derecho a concurrir (Owens, 2011, pp. 412-413).

Una vez más, Owens diseña este ejemplo para diferenciar entre el ‘interés en controlar la situación normativa’ y el ‘interés en controlar lo que sucede’. Como podrá apreciarse, el anfitrión aquí descripto es alguien que otorga un derecho (i.e. de asistencia) sin esperar que este se ejerza. Sin embargo, al obrar así, no es claro que el anfitrión no esté haciendo más que simplemente controlar la situación normativa. A fin de corroborarlo, supóngase que él se negara a invitar a estas personas, o incluso les manifestara su disconformidad con la idea de su posible concurrencia. ¿No estaría también en este caso satisfaciendo su interés en controlar la situación normativa? ¿Y no lo estaría haciendo exactamente en la misma medida en que lo satisfaría si se le ocurriera obrar en sentido contrario? Tanto el anfitrión de este ejemplo como el conferencista del ejemplo anterior ya parecen tener bajo control el paisaje normativo que los rodea. Si así no fuera, entonces el consentimiento no estaría en condiciones de hacer su trabajo transformador tan característico. Pero si no es el consentimiento el responsable de brindar este control, ¿cuál es la función que propiamente cabe atribuirle?

En la siguiente sección intentaré responder esta pregunta introduciendo una distinción que no parece estar presente en el enfoque de Owens. Una vez que lo haga, espero que también se vea por qué la distinción que Owens se empecina en remarcar entre el interés en controlar la situación normativa y el interés en controlar lo que sucede no puede mantenerse en pie, o al menos no como un modo de describir con justicia cuál es el interés que estaría detrás del consentimiento.

III. Una distinción clave: el poder de consentir y el ejercicio de este poder

Como vimos en la sección anterior, allí donde hay un poder o capacidad, normalmente habrá un interés subyacente. Así, por ejemplo, quien cuenta con la capacidad de cocinar pasteles, muy probablemente tenga (o haya tenido) interés en hacerlo (de lo contrario, no la habría adquirido). Sin embargo, aunque este interés sea perfectamente apto para explicar la adquisición de la capacidad general de cocinar, difícilmente explique su ejercicio particular en casos concretos. Con la noción de ‘interés normativo’ sucede algo similar, aunque las cosas sean un poco más complicadas. Si yo no dispusiera del poder general de restarle relevancia moral a un agravio mediante el consentimiento, suspendiendo una obligación o creando una nueva oportunidad normativa para mi agresor, seguramente sería algo en cuya adquisición depositaría un interés genuino. Pero dado que ya dispongo de dicha capacidad en virtud del entramado normativo en el que me hallo inmerso, y puesto que renunciar a ella no parece figurar entre mis opciones, las alternativas se reducen a dos: ejercerla o no ejercerla. Ahora bien, llegado a este punto, no importa lo que decida. Actúe como actúe, el interés normativo que respalda mi poder general ya habrá sido servido.

En consecuencia, lo que Owens no parece ver es la diferencia que existe entre, por un lado, el supuesto interés que está detrás de nuestro poder general de consentir ciertos arreglos (en virtud de los cuales uno renuncia a ciertos privilegios o modifica la situación normativa de otra persona), y, por el otro, aquel interés más específico que explicaría cómo o por qué en una situación concreta uno elegiría ejercer ese poder general. Si es al primer tipo de interés al que propiamente le cabe la denominación de normativo (y no digo que Owens sostenga esto de manera abierta), no parece suceder lo mismo con el segundo. De aquí se sigue que pretender que quien vulnera el consentimiento de alguien, ya sea actuando como si el mismo no fuera relevante, ya sea sin siquiera tomarse la molestia de buscarlo, más que vulnerar un interés normativo, tan sólo vulnera la oportunidad de ejercer ese poder o capacidad de manera apropiada. Cuando yo trato a una persona sin darle la oportunidad de consentir (por ejemplo, cuando no pago una deuda que el otro podría haberme condonado si se lo hubiera pedido), en lugar de vulnerar un interés normativo, vulnero la oportunidad para ejercer en una situación concreta el poder genérico en el que aquel interés normativo descansa. Y esta oportunidad es importante, no en virtud del interés normativo, sino en virtud de los intereses particulares o personales que pueden moverme a actuar de una u otra manera.4

A fin de poner a prueba esta distinción, volvamos una vez más a algunos de los ejemplos favoritos de Owens. Supóngase que el anfitrión de la fiesta consiente que sus invitados asistan (de hecho, les cursa una invitación), aunque deseando en lo más hondo de su ser que ello no ocurra por nada en el mundo. Según Owens, esta discrepancia entre el consentimiento y la intención mostraría a las claras que la función del consentimiento no puede consistir en posibilitar la materialización del hecho que define su contenido proposicional (véase Owens, 2011, pp. 412-413).

Otro de los ejemplos que mostrarían la misma discrepancia vendría representado por el caso de la ‘violación pura’, según denominación de Gardner (véase Owens, 2011, p. 416). Supongamos que una persona (la víctima) se encarga de comunicarle a otra (el victimario) su deseo o intención de ser forzada a tener sexo con ella. Si este acto se concreta ante el disentimiento explícito de la víctima, se habrá producido una violación (pura) o un agravio simple a pesar de aquella intención inicial. Según Owens, ello se explica debido a que, en este caso, el disentimiento (o la falta de consentimiento) de la víctima sólo puede obedecer a su interés normativo (i.e. permisivo) en hacer que el acto de su victimario siga constituyendo una ofensa (véase Owens, 2011, pp. 419-420).

Como puede apreciarse, Owens emplea los términos ‘normativo’ y ‘permisivo’ para caracterizar de manera indistinta a intereses que operarían en dos planos bien diferentes: un primer plano, referido al interés en adquirir cierta capacidad (la de consentir, por lo pronto, pero también la de prometer); y un segundo plano, referido al interés en ejercer esta capacidad, que es lo que se pone en evidencia en los últimos dos ejemplos. Desde luego, uno puede alzarse con la libertad de llamar normativos a esta última clase de intereses, que son los que aparecen allí involucrados: en un caso, al interés dirigido a que la presencia de los invitados no constituya una ofensa para el anfitrión; y, en el otro, al interés de que la violación sí constituya un agravio para la víctima. No obstante, ¿para qué querríamos hacer una cosa o la otra? Para responder esta pregunta, la noción de ‘interés normativo’ resulta irrelevante.

Owens parece pensar que, en un caso como el primero, cabe considerar al interés en cuestión como puramente normativo (o permisivo) en virtud del modo como el consentimiento consigue modificar el significado normativo de ciertos actos, los mismos actos que, sin el consentimiento, encerrarían un significado normativo distinto. En términos prácticos, lo que esto implica es que el anfitrión renuncia a ciertos derechos, como por ejemplo al de solicitar una explicación a sus invitados si ellos finalmente acuden a su casa. Si este era un derecho con el que antes contaba, ahora es un derecho que ya no figura en su paisaje normativo. Y si la prohibición de concurrir a la casa del anfitrión limitaba a los invitados, ahora ya no los limita. Por su parte, en un caso como el segundo, el interés puramente normativo tendría que ver con el derecho que adquiere la víctima a ejercer ciertos derechos, como el derecho a denunciar penalmente a su victimario, a exigirle una disculpa o a demandarlo por daños. Si, antes del acto sexual, estos eran derechos no ejercibles, ahora pasan a ser derechos en ejercicio, de los cuales también se seguirán algunas obligaciones correspondientes.

Evidentemente hay un punto en el que Owens tiene razón: los intereses que perseguimos cada vez que consentimos (o disentimos de) un curso de acción que nos tiene de destinatarios son intereses cuya realización no sería posible sin un determinado entramado normativo. Por lo pronto, ese mismo entramado que prohíbe ciertos actos sin el consentimiento de sus destinatarios, pero también el que fija las modalidades de su ejercicio (i.e. consentimiento tácito, expreso, etc.) o los objetos admisibles de su contenido proposicional (por ejemplo, nadie puede consentir una expropiación sobre una propiedad que no le pertenece). También es cierto, como el propio Owens constata, que los efectos que produce el consentimiento necesariamente han de medirse en función de las modificaciones que vayan a darse en dicho entramado normativo. Ahora bien, desde el punto de vista del individuo que consiente, estos efectos no parecen sino encerrar un valor puramente instrumental.

¿Por qué el anfitrión querría renunciar a su derecho a pedir una explicación a sus invitados por concurrir a su fiesta si no fuera porque hay algo que mediante su invitación consigue? ‘Agradarlos’ podría ser sólo una entre muchas otras razones egoístas, como también podría serlo la razón más bien altruista de ‘hacerlos sentir menos miserables’. ¿Y por qué quien disiente de un acto sexual, con todo lo que lo desea, querría contar con el derecho a solicitar una indemnización por daños, por ejemplo, si no fuera por lo que esta misma indemnización le reportaría como beneficio? A no ser que supongamos que el consentimiento (o el disentimiento) se ejerce por mero capricho, o por vana jactancia autoritativa, según podríamos denominar a la actitud de quien hace lo que hace con el único propósito de demostrar quién manda, no veo de qué otra manera estaremos en condiciones de dar cuenta de la magia moral que lo caracteriza.

IV. Consentimiento, intención y agravio

En esta sección quisiera profundizar el recorrido iniciado en la sección anterior, con el objetivo de analizar con algo más de detalle la imposibilidad de diferenciar entre el interés en ‘controlar lo que nos sucede’ que estaría detrás de lo que elegimos y el interés en ‘controlar nuestra situación normativa’ que estaría detrás del consentimiento. Para Owens, según hemos visto, la diferencia es clara, como se pone en evidencia cada vez que concedemos un derecho o “privilegio sin siquiera tener o comunicar la intención de que el mismo sea ejercido” (Owens, 2011, p. 412). Al menos las siguientes cuatro proposiciones serían características de su enfoque:

  1. 1. El consentimiento y la intención constituyen fenómenos independientes, al punto de que es posible que haya consentimiento (o disentimiento) sin intención (por ejemplo, consiento que alguien venga a mi fiesta, aunque no desee que ello ocurra), e intención sin consentimiento (o disentimiento) (por ejemplo, el caso de la violación pura).5

  2. 2. Puesto que 1) es verdadero, es posible respetar el consentimiento (o el disentimiento) de alguien sin respetar (o vulnerando) su intención.

  3. 3. Inversamente, es posible respetar la intención de alguien sin respetar (o vulnerando) su consentimiento (o su disentimiento).

  4. 4. Para que se agravie a alguien, basta con que se vulnere su consentimiento. En este caso, se producirá un agravio simple [bare wrong].

¿Qué se sigue de todo esto? El problema no es con la proposición 1), que a mi modo de ver es correcta, sino con las proposiciones restantes. 2), por ejemplo, parece correcta a mirada de soslayo, por lo menos si se la evalúa a la luz de ejemplos como el de la fiesta. En este caso, lo que sucedía era que el contenido proposicional del consentimiento del anfitrión —a saber: ‘la concurrencia de sus invitados’— equivalía al contenido proposicional de su intención —una vez más, ‘la (no) concurrencia de sus invitados’. Por eso aquí es posible que los invitados respeten el consentimiento del anfitrión y, no obstante, afecten un interés suyo, incluso al punto de dañarlo de alguna manera (proposición 2)). Además, dado que este es el caso, en situaciones así, cada vez que alguien procure respetar el consentimiento de un agente, estará contrariando su intención; y viceversa, cada vez que alguien procure satisfacer la intención de un agente, estará contrariando su consentimiento. No obstante, la cuestión crucial es si resulta posible respetar (o vulnerar) el consentimiento de alguien sin satisfacer (o contrariar) al mismo tiempo ninguna otra intención particular, es decir: sin satisfacer (o contrariar) una intención que podría tener un contenido proposicional diferente al contenido proposicional característico del consentimiento.

A fin de ilustrar más finamente su postura, Owens recurre a una modificación del ejemplo de la fiesta. Aquí me apropiaré de este ejemplo, sólo para evitar los circunloquios. Supóngase que yo soy el anfitrión del evento y tengo una amiga de nombre Kate a quien mi pareja no tolera demasiado. Dada esta circunstancia, me encuentro profundamente contrariado: ¿debo o no debo invitarla? Tras largas reflexiones, finalmente alcanzo una decisión: tan sólo le expresaré a mi amiga el deseo genuino de que “concurra a mi fiesta”, aunque aclarándole que prefiero no ser yo quien la invite personalmente, sino mi pareja, dado el conflicto que se interpone entre ellas. En ese caso, resulta evidente que no estoy consintiendo su presencia. Por eso, si Kate decide concurrir a mi fiesta sin siquiera esperar la invitación de mi pareja, estará vulnerando mi consentimiento.

Para Owens, lo que se produciría aquí es un agravio simple, pues no parecería haber otro interés en juego que no sea el interés en controlar normativamente la situación. Sin embargo, aunque Kate no vulnere mi deseo de contar con su presencia, ¿no hay otros deseos o intenciones igualmente relevantes en juego? ‘No ofender a mi pareja’, por ejemplo, parece ser uno de ellos, por no mencionar a tantos otros que perfectamente podrían derivarse del mismo (i.e. ‘no dañar nuestra relación’; ‘no suspender el próximo viaje de verano en familia’; ‘evitar el divorcio’; etc.). Cada una de estas intenciones, según se aprecia, posee un contenido proposicional diferente al que caracteriza a la intención original invocada por Owens, y es cada una de ellas la que torna comprensible y justificable mi decisión.6

La pregunta, pues, no es ya por la verdad de 2), sino por la verdad de una proposición alternativa a 2), según la cual sea posible vulnerar el consentimiento (o disentimiento) de un agente sin vulnerar ninguna de sus posibles intenciones (llamémosla 2’). ¿Está Owens comprometido con una proposición semejante? Hasta donde alcanzo a adivinar, no hay nada en sus escritos que lo liguen de manera expresa con una respuesta afirmativa a esta pregunta. Sin embargo, lo que sí parece derivarse de la proposición 4) que caracteriza a su enfoque es una respuesta a una cuestión ligeramente distinta, que tiene que ver con la relevancia de tomar en cuenta las intenciones a los efectos de respetar el consentimiento ajeno. Lo que 4) parece plantear es que ellas no son relevantes, pues el consentimiento tan sólo constituye el “acto comunicativo” en virtud del cual una persona expresa su intención de que lo que sea que vaya a ocurrir no la agravie (Owens, 2011, pp. 407, 411 y 419), con independencia de las razones que esta persona tenga para expresarse de tal modo. Ahora bien, en este punto es donde empiezan los problemas para Owens, tal como puede apreciarse con la ayuda de otro ejemplo imaginario.

Supongamos que un individuo (I) consiente regar el jardín de su vecino (V). En su casa, V dispone de una bomba y de un tanque, y él siempre ha preferido que sea el agua de la bomba la que se utilice para regar su jardín. Imagínese ahora que I tiene buenas razones para conocer las preferencias de V y que V sabe que I las tiene. Si I riega el jardín de su vecino, pero lo hace utilizando el agua proveniente del tanque y no de la bomba, ¿no habrá transgredido su consentimiento? Efectivamente, así parece. En casos así, no sólo sucede que las intenciones juegan un rol irreemplazable para precisar el contenido proposicional del consentimiento de un agente, sino también para evitar agraviarlo u ofenderlo más allá de lo que éste haya podido expresar de manera explícita.

Owens podría replicar sosteniendo que el ejemplo anterior sólo muestra que I ha transgredido la intención de V, mas no su consentimiento. Sin embargo, esta réplica implicaría desconocer las cuestiones más elementales de la filosofía del lenguaje. Como hace tiempo lo sabemos gracias a la pragmática lingüística, la sola expresión de un enunciado suele ser insuficiente para determinar su significado, el cual siempre está sujeto al contexto en el que se genera. Por eso, aunque el consentimiento sólo tuviera que “ser comunicado para ser válido”, como dice Owens sin demasiadas explicaciones (Owens, 2011, p. 211; para una crítica a esta postura, véase en particular Alexander, 1996; además, véase infra, sec. V), tal exigencia no evitaría que surjan infinitas ocasiones en las que el acto comunicativo distara de ser transparente para los usuarios lingüísticos. A fin de descomprimir la indefinición que se produce en estas ocasiones, las intenciones de los hablantes tienden ser sumamente importantes, las cuales a su vez suelen inferirse de los vínculos o expectativas que priman entre ellos, como así también del contexto socio-cultural en el que están inmersos (véase Barnett, 1992).

Alternativamente, Owens podría aducir que no siempre resulta apropiado o permisible que indaguemos en las razones o intenciones de las personas cuyo consentimiento solicitamos. Después de todo, si este dispositivo ha llegado a transformarse en uno de los institutos centrales de nuestras sociedades liberales, ello probablemente obedezca a la libertad que nos ofrece para comprometer nuestra voluntad sin necesidad de revelar aspectos de nuestra vida privada que no tenemos por qué hacer públicos (véase Nino, 2007, pp. 282 y ss.). Y podría aducir, además, que es justamente esta suerte de independencia motivacional del consentimiento la que nos obliga a rastrear su magia moral característica en los intereses normativos a los que sirve, que es lo que consagra la proposición 4). Sin embargo, difícilmente esta réplica sea atendible. En efecto, aun cuando para respetar el consentimiento ajeno nunca estuviéramos autorizados a indagar en las razones, intereses o intenciones que movilizan a sus dadores, esto no implicaría que su magia moral no descanse en última instancia en la función que él cumple para hacer que estas razones, intereses o razones alcancen a plasmarse en la práctica. De otra forma, ¿por qué nos interesaría contar con un poder normativo de semejante envergadura? Owens dice que para satisfacer un interés normativo. Pero si lo único importante fuera la satisfacción de este interés normativo, entonces estaríamos obligados a afirmar que el consentimiento también es importante cuando se ejerce de manera caprichosa o arbitraria. Para quienes han de respetar el consentimiento ajeno, bien puede ser que estas razones no deban contar. No obstante, para quienes lo otorgan, las cosas son muy distintas.

Dos son, en consecuencia, los puntos de vista que deben pesar a la hora de analizar el poder normativo del consentimiento: el punto de vista de su dador y el punto de vista de su receptor. Desde este segundo punto de vista, el papel que cumplen las intenciones, deseos o razones de quien otorga el consentimiento puede resultar prescindible, dependiendo de varios factores, entre los que pueden citarse la claridad significativa de su acto comunicativo o las expectativas que lo ligan al receptor. Pero desde el primer punto de vista, estas razones no pueden faltar. Owens cree factible evitar esta conclusión al postular lo que él denomina “intereses permisivos”, en los que “fundamenta el poder del consentimiento” (Owens, 2011, p. 415). En alguna parte los define como aquellos intereses que tenemos en controlar, no ya lo que nos sucede, sino las implicancias normativas de lo que otras personas puedan llegar a hacernos. El consentimiento, dice Owens, permite que ciertos actos pierdan su carácter deóntico de ‘obligatorios’ o ‘prohibidos’, transformándolos en ‘permitidos’. Sin embargo, ¿por qué una persona querría tener este poder de transformar el paisaje normativo que la liga a otras personas? ¿Por mero capricho? ¿Por vana jactancia?

Generalmente, estar sujeto a ciertas obligaciones y prohibiciones supone una carga o un perjuicio. O al menos supone estar inmerso en un entorno moral que uno, si pudiera, preferiría evitar o deshacer. Si alguien me adeuda una determinada suma de dinero que ha prometido pagar, habitará un paisaje normativo en el que estará sujeto a mi autoridad, y así lo estará a pesar suyo (es decir, a pesar de sus deseos o preferencias), en la medida en que dicho paisaje mantenga su vigencia. Pero si yo de repente decido transformar este paisaje, consintiendo la no devolución de la deuda, ¿no será porque habré valorado negativamente la vigencia de ese paisaje para mi deudor, o incluso para mí mismo? Tal cosa sucedería, por ejemplo, si el deudor fuera un amigo personal y la devolución de la deuda le generara un resentimiento tan grande hacia mi persona que la relación de amistad que mantengo con él, y a la que estimo muy por encima del beneficio que supondría contar con ese dinero, corriera el riesgo de peligrar o deteriorarse. Otros ejemplos, desde luego, serían igualmente ilustrativos, aunque todos apuntan en el mismo sentido. Según me atrevo a aventurar, ellos demostrarían que la magia moral del consentimiento nunca podrá agotarse en el servicio que este presta para que los intereses que Owens denomina normativos o permisivos obtengan satisfacción.

Por varias cosas que se han dicho aquí, podría imaginarse que esta crítica al enfoque de Owens minimiza el peso de los intereses permisivos, concibiéndolos como intereses meramente subsidiarios o de segundo orden. Tal impresión, no obstante, sería errónea. Por supuesto que los intereses permisivos pueden ser subsidiarios, en el sentido de servir a otros intereses o intenciones. De todas formas, si así fuera, ellos no se comportarían de modo muy distinto a como usualmente lo hacen otros tipos de interés. Todo dependerá en última instancia de si uno cuenta con el poder de satisfacerlos. En efecto, suponiendo que yo carezca del poder o capacidad de permitir por vía declarativa que otras personas no me agravien (esto sucede típicamente, por caso, con los delitos de acción pública), es posible que yo querría contar con este poder. En ese caso, dicho interés dejaría de comportarse como un interés subsidiario, o al servicio de otro interés, y pasaría a comportarse como un interés final o de primer orden. Ahora, en la medida en que yo ya esté provisto de este poder o capacidad, el interés permisivo sólo puede ser subsidiario, a no ser que actúe por mor del propio interés, comportándome de manera arbitraria o caprichosa. Como pasaremos a corroborar de inmediato, esto es perfectamente posible, pero en ningún caso explica la magia moral que el consentimiento representa para su dador. Las que sí lo hacen, en cambio, son nuestras razones personales para actuar, una cuestión de la que me ocuparé en lo que sigue.

V. Las razones personales para actuar y la verdadera magia moral del consentimiento

Antes he sugerido que las cosas irían mejor para Owens si tuviera el cuidado de formular una doble distinción. Según la primera de ellas, el poder o la capacidad genérica que nos permite mantener y/o transformar nuestra situación normativa —nuestro ‘paisaje normativo’ [normative landscape], para emplear sus propios términos— debería diferenciarse del ejercicio específico de ese poder o capacidad, el cual habrá de variar en cada circunstancia concreta. Según la segunda distinción, el interés normativo al que respondería aquella capacidad genérica debería ponerse a raya de los intereses específicos que movilizan su ejercicio, siendo estos últimos los que permiten comprender la importancia del primero. Lo que aspiro a mostrar en este apartado es que ambas distinciones ofrecen la mejor vía a fin de dilucidar la verdadera magia moral del consentimiento, algo que intentaré poner en evidencia mediante la noción de ‘razones personales’, eje central de mi planteo.

De alguna u otra forma, creo que todos los ejemplos que he empleado a lo largo de este trabajo ilustran la importancia de esta distinción, incluso aquellos ejemplos que he tomado prestado del propio Owens. Pero tal vez pueda plantearse una excepción. Retomando el ejemplo de Kate, ¿qué sucedería si yo me rehúso a invitarla sólo para mostrarle la autoridad normativa que detento frente a ella? Un ejercicio del poder con este nivel de jactancia autoritativa no parece responder a otro interés que no sea puramente normativo. Hasta ahora creo haber asumido este punto quizá por comportarme con cierta deferencia hacia el autor. Sin embargo, en rigor de verdad, pienso que ni siquiera en estas instancias es posible comprender realmente lo que sucede si no postulamos un interés adicional al mero interés normativo.

Para retomar el mismo ejemplo, si yo me rehúso a invitar a mi fiesta a mi amiga Kate tan sólo para mostrarle lo que puedo hacer con ella en virtud de la autoridad normativa que detento, además de responder a un interés normativo que también podría servir cursándole una invitación (cuando este es el caso, Owens lo llama un interés permisivo), podría estar respondiendo a uno cualquier de los siguientes intereses hipotéticos: el interés de humillarla; el interés de terminar con nuestra amistad; el interés de mostrarle que a veces puedo ser inflexible, en contra de lo que ella muchas veces me reprochó; el interés de solazarme frente a otros de la independencia de la que gozo frente a Kate, suponiendo que hubiera dudas al respecto; y un sinnúmero de posibilidades alternativas. Puesto que estos intereses suelen resultar opacos para los agentes sobre los cuales ejercemos nuestra autoridad normativa —otorgando y denegando permisos, desde luego, que es el modo como mantenemos o transformamos la vigencia del paisaje moral que los une a nosotros—, Owens podría encontrar aquí un punto a su favor, bajo el argumento de que es justamente tal opacidad motivacional la que de modo irremediable vuelve a depositarnos en el único interés transparente que se sirve en estas circunstancias: una vez más, el interés normativo (o permisivo).

Previamente he reconocido que Owens tiene aquí un elemento a su favor. No obstante, debe repetirse en este lugar lo mismo que dijera en el apartado anterior: una cosa es el punto de vista de quien otorga el consentimiento y otra cosa es el punto de vista de quien lo recibe. Como complemento a este doble punto de vista, además, deberíamos discernir entre dos órdenes de consideraciones: por un lado, aquellas que procuran delimitar las condiciones de validez del consentimiento; y, por el otro, aquellas que procuran dilucidar en dónde reside su importancia normativa o magia moral. Es fundamentalmente con respecto al primer orden de consideraciones que muchos de los intereses personales que nos movilizan bien pueden resultar irrelevantes. Pero estos intereses serán irrelevantes desde el punto de vista de quien recibe nuestro consentimiento (y/o disentimiento). No obstante, si ahora nos situamos en el punto de vista de quien lo otorga, su importancia será manifiesta, fundamentalmente porque, sin ellos, cualquier intento de dilucidar en dónde reside su magia moral resultará por lo pronto parcial e incompleto.

Owens, al igual que Hurd, no parece reparar suficientemente en este punto. Su comprensión de la magia moral del consentimiento va ligada a lo que el mismo produce al transformar el panorama o paisaje moral que nos une a nuestros semejantes. Y, a juzgar por la indudable magia que ello encierra, no está nada mal que así sea. Sin embargo, como han destacado numerosos autores, la importancia del consentimiento sólo puede ser avizorada en su verdadera dimensión una vez que se comprende cuál es el vínculo que guarda con el valor de autonomía de las personas (véase Pereda, 2004; Walker, 2018; Kleinig, 2018). En otro lugar, siguiendo parcialmente a Vázquez (2008) y a Nino (2007), se ha sostenido que este valor engloba dos dimensiones: una dimensión objetiva, o relativa a su formación, y una dimensión subjetiva, o relativa a su ejercicio .cf. Parmigiani, 2019, pp. 358 y ss.). La primera dimensión es la que garantiza que toda persona pueda progresar mínimamente como agente moral, e ingresan en ella fundamentalmente todos aquellos bienes vinculados a la satisfacción de nuestras necesidades básicas, incluyendo las necesidades básicas derivadas. Por su parte, la segunda dimensión es la que interviene en nuestra realización personal, abarcando aquellos recursos que una persona particular pueda contingentemente necesitar para plasmar su propio plan de vida o concepción particular del bien, la cual no tiene por qué ser egoísta. Pues bien, si el consentimiento es importante para cada uno de nosotros, es por el potencial que encierra para expandir o disminuir esta segunda dimensión de nuestra autonomía, dependiendo de cuáles sean los valores personales con los que comulgamos.7

La manera en que el consentimiento actúa al servicio de nuestra autonomía puede apreciarse tanto desde el punto de vista de su receptor como de su dador. Desde el primer punto de vista, esto se puede ver una vez más con ayuda de un viejo ejemplo: si yo consiento condonarle la deuda a una persona, por el motivo que fuera, esa persona experimentará una expansión de su autonomía, al deshacerse de una restricción que la condicionaba negativamente. Desde luego, para que esta expansión se constate, no es necesario indagar en ningún motivo o razón personal, lo que garantiza una mirada objetivista sobre el asunto. Pero adviértase lo que sucede si adoptamos el segundo punto de vista. ¿De qué manera yo, el acreedor, como dador del consentimiento, podría querer expandir mi autonomía accediendo al pedido misericordioso de mi deudor? El dinero, según sabemos, ampliaría objetivamente mi autonomía. Sin embargo, en lo relativo a la dimensión subjetiva de la misma, las cosas podrían funcionar de otra manera. Así, por ejemplo, si mi deudor fuera a su vez mi amigo, y yo estuviera mucho más interesado en su salud financiera que en la mía propia, tendría una razón personal para consentir la no devolución de su dinero que todavía sería perfectamente compatible con el ejercicio autonómico de mi propia agencia práctica. En mi opinión, la magia moral del consentimiento también debe medirse en función de esta dimensión más idiosincrásica que encierra nuestra autonomía, ligada a los valores personales o agencialmente relativos que nos hacen ser quienes somos y confieren sentido a nuestras vidas. Es más, sin ella, ¿qué sucedería con esa capacidad de satisfacer lo que Owens denomina nuestros intereses permisivos? ¿Acaso no sería prácticamente incomprensible?

Con todo, todavía resta analizar una última vía de escape. Valiéndose de la distinción que acabo de trazar entre la validez y la magia moral del consentimiento, Owens podría intentar circunscribir el ámbito de su propuesta al objetivo de explicar qué intereses son los responsables de justificar que los receptores del consentimiento (o del disentimiento), los mismos que se beneficiarían (o perjudicarían) del rediseño (o mantenimiento) de un entorno normativo acometido por su dador, debieran efectivamente guiarse por ese acto expresivo, y no en cambio por otras intenciones o razones que podrían ubicarse en su trasfondo práctico. Justamente en procura de ese fin, y no de otro, es que habría sido ideada la noción de ‘interés normativo’ (o permisivo). Pues bien, para demostrar que ni siquiera esta vía de escape ofrece una alternativa promisoria, recurriré nuevamente a uno de mis ejemplos favoritos.

Volvamos a situarnos en la negativa a invitar a Kate a mi fiesta nacida de la mera jactancia autoritativa. Si mi disentimiento es válido en este caso y, por ende, debe respetarse, ello sólo puede obedecer a que, según Kate, hay un interés normativo que debe honrarse. Como sabemos, esta es a grandes rasgos la explicación que ensayaría Owens de la situación. Sin embargo, también sabemos que, si Kate es mi amiga y yo me rehúso a invitarla sin razón aparente, habré modificado el panorama moral que nos une de otra forma relevante. Tras mi negativa, Kate dispone ahora de un derecho a pedirme una explicación, que surge de las expectativas que definen nuestra amistad. Y, si yo me niego a darla, lo más probable es que también alcance a vulnerar un interés (¿normativo?) de ella, que es tan legítimo como el interés que me asiste en contar con el poder normativo de invitarla o de rehusarme a hacerlo.

Curiosamente, no es sino el propio Owens quien, siguiendo a autores como S. Scheffler, R. Jay Wallace o J. Raz, destaca el modo como nuestros vínculos personales generan expectativas normativas de conducta legítimamente exigibles. Las relaciones de amistad, por cierto, constituyen uno de sus ejemplos favoritos. Cuando alguien se involucra en una relación de amistad, sostiene Owens, pero también cuando se involucra en una relación de familiaridad con un colega, o de vecindad con un vecino, se produce “una confluencia dinámica de actitudes, de conductas que expresan (o buscan expresar) esas actitudes y de normas que gobiernan estas actitudes y conductas” (Owens, 2012, p. 97). Siguiendo específicamente a Raz, Owens constata que estas normas o convenciones son las que históricamente se han encargado de fijar los roles que se esperan de los amigos, siendo ellas, además, una parte insustituible “de lo que hace que la amistad sea valiosa” (ibíd., p. 101). Raz cita como ejemplo a los “deberes de socorro y apoyo que los amigos tienen entre sí, y que van más allá del deber de ayudar a la gente que lo necesita” (Raz, 2001, p. 54). A lo que agrega: “Estos deberes y otros similares son parte de lo que hace que una amistad sea lo que es. Son constitutivos de la relación” (ibíd., p. 54).

Como destaca el propio Owens, entre los deberes que definen una relación personal, están aquellos que hacen a la tipología genérica de relación en cuestión, por una parte, y aquellos otros que hacen a sus características particulares, por la otra (véase Owens, 2012, p. 105). Una invitación festiva con motivo de la celebración de un cumpleaños, por ejemplo, podría tratarse de un gesto típicamente esperable de un amigo, aunque el vínculo personal que yo he establecido con él haya podido modificar esta expectativa, reemplazándola (o no) por otras expectativas específicas. En el caso de Kate, podríamos suponer que la expectativa de la invitación festiva no sólo define la tipología genérica del vínculo que mantengo con ella sino también su particularidad. Es decir, desde que somos amigos, tanto ella como yo nos hemos habituado a cursar invitaciones festivas cada vez que cumplíamos años, por lo que cabría decir, parafraseando a Owens, que este hábito se ha transformado “en parte de lo que hacemos como amigos” (ibíd., p. 101).

Ahora bien, ¿qué sucede cuando alguien con quien mantengo un vínculo personal de repente decide apartarse del conjunto de expectativas y costumbres que se han generado entre nosotros? Sin ir más lejos, ¿qué sucede cuando yo me niego a que Kate concurra a mi fiesta? Si mi disentimiento no ha de reprochárseme, el mismo debería poder justificarse en una razón que al menos resulte atendible para ella. Pero si mi disentimiento sólo es válido en la medida en que responda a una razón de este tipo, entonces su contenido proposicional no ha de salir indemne. En el ejemplo original, recordemos que la razón para no invitar a Kate era que mi pareja no toleraría su presencia. Por eso mismo, el contenido proposicional de mi actitud no consensual podría expresarse como un hecho o estado de cosas, a saber: la concurrencia de Kate a mi fiesta (p), si y sólo si este hecho genera como consecuencia otro hecho o estado de cosas, a saber: la reacción negativa de mi pareja (q) —lógicamente: D [disiento] p Û (p Þ q). Este disentimiento, a su vez, sólo se comprende si yo prefiero un mundo en el que Kate no concurre a mi fiesta y mi esposa no reacciona de mala manera (Øp Ù Øq) al mundo que describe la conjunción ‘p Ù q’ ¾lógicamente: P [prefiero] (Øp Ù Øq) (p Ù q) (véase von Wright, 1967, pp. 22-23). Si Kate es mi amiga, entonces seguramente querrá honrar nuestro vínculo respetando las cosas que yo valoro, entre las que sin dudas están mis otras relaciones personales. No obstante, imaginemos que no sea verdad que mi pareja no toleraría la presencia de Kate. Es decir, asumamos la falsedad del condicional ‘p Þ q’. Aunque yo ignoro que es falso, Kate y mi pareja saben perfectamente que lo es. ¿No tendría Kate en este caso una muy buena razón para desoír mi disentimiento expreso y, aun así, actuar de manera justificada? Dado que yo sólo rechazo el estado de cosas conjuntivo ‘p Ù q’, mas no el estado de cosas ‘p Ù Øq’, que es el que se dará realmente, Kate parece tener un muy buen motivo para actuar en contra de lo que le he señalado expresamente sin que esto la lleve a agraviarme o faltarme el respeto. Después de todo, no es sino el vínculo personal que mantengo con ella la que la autoriza a tomarse este tipo de licencias interpretativas.8

En contra de lo que podría inferirse, lejos estoy de pretender que esta clase de ejemplos sirvan para capturar un fenómeno paradigmático o central. Por el contrario, cuando nos movemos en el terreno de las relaciones impersonales o que se entablan entre extraños, como habitualmente sucede en muchas relaciones contractuales y otras clases de relaciones jurídicas, tendemos a asumir que el modo más conspicuo de respetar el consentimiento (o el disentimiento) ajeno consiste en guiarnos por lo que su dador ha manifestado expresamente, sin tomar en cuenta las razones personales que pueden haberlo conducido a obrar así. En todos estos casos, bien puede que el único modo de no agraviar a quien consiente (o disiente) pase por aceptar lo que esa persona ha dicho expresamente, más allá de cualquier especulación sobre sus posibles razones o intenciones. Aquí los argumentos de Owens parecen hallar tierra fértil donde germinar. No obstante, ¿qué hay de aquellas situaciones referidas por Hurd, en las que una mujer “sucumbe a una amenaza mortal y accede a una relación sexual con alguien que blande un cuchillo” (Hurd, 1996, p. 136)? ¿No es su acto expresivo exactamente idéntico que el acto expresivo de quien accede a una relación sexual con su esposo? (ibíd., p. 136) Para que los argumentos de Owens alcancen a florecer como él desearía, aquella tierra debería ser la única tierra cultivable. Por contrapartida, si se acepta un enfoque como el que aquí he defendido, no hay necesidad de semejantes restricciones. En algunos contextos normativos, el respeto al consentimiento (o al disentimiento) ajeno podría requerir que actuemos en el sentido recomendado por Owens. En otros, en cambio, que hagamos precisamente lo contrario.

VI. Palabras finales

A lo largo de este trabajo he pretendido criticar el enfoque de Owens sobre el poder normativo del consentimiento. Según dicho enfoque, el consentimiento cumple una sola función, que es la de permitirle a su dador eliminar al menos parte del carácter agraviante u ofensivo de ciertos actos que lo tienen de destinatario. Cuando alguien consiente un acto, arreglo o medida, transforma el universo moral que lo une al autor de dicho acto, al punto de volver innecesarias cierto tipo de demandas, esas mismas que, en ausencia del consentimiento, tendría derecho a formularle. En terminología de Owens, esto es lo que implica eliminar el agravio simple que el acto de otro modo encerraría.

Aunque aquí no me haya explayado sobre las otras funciones adicionales que desempeñaría consentimiento (véase Parmigiani, 2020, pp. 125 y ss.), resulta indudable que una dimensión importante de su magia moral descansa en esta capacidad transformadora, de componente estrictamente normativo. Se trata de una capacidad normativa por dos razones principales: en primer lugar, porque las condiciones que posibilitan tanto su posesión como su ejercicio son normativas; y, en segundo lugar, porque los efectos que se generan de la misma sólo pueden identificarse por medio de normas. Al destacar estos aspectos del consentimiento, el enfoque de Owens sin dudas representa una contribución significativa en la materia. Sin embargo, en el presente trabajo he sostenido que la función del consentimiento no puede agotarse en el plano de la normatividad. ¿Por qué alguien querría contar con la potestad de transformar el universo normativo que habita, renunciando a ciertos derechos, por ejemplo? La explicación de Owens, según cabe recordar, es que alguien querría contar con dicha potestad porque existe un interés normativo de que ello ocurra. En cambio, según la explicación que aquí he ensayado, la noción de interés normativo sólo puede explicar por qué alguien que careciera de tal potestad tendría intenciones de adquirirla, mas no por qué querría ejercerla en las distintas circunstancias que se presenten a lo largo su vida. En este plano, estamos obligados a trabajar con una noción no normativa de interés, que haga referencia a los distintos intereses o valores personales con los que alguien podría llegar a comulgar. Si el consentimiento no les permitiera a sus dadores perseguir estos intereses o valores, su magia moral se diluiría.

A mi modo de ver, un enfoque integral sobre el poder moral del consentimiento debe explicar al mismo tiempo un asunto que en cierto modo se desprende del anterior, sin reducirse al mismo: ¿qué implica vulnerar (o no tomar en cuenta) el consentimiento (o el disentimiento) de alguien? En los textos de Owens, lamentablemente no hay demasiados indicios que permitan responder esta pregunta. Por supuesto, la noción que una vez más parece ganar protagonismo es la de ‘agravio simple’, que sería una forma de agravio que no vulneraría ningún tipo de interés, ni ‘permisivo’ (consentimiento) ni ‘no-permisivo’ (disentimiento). Sin embargo, esta explicación no parece suficiente. En efecto, supongamos que un agente, a pesar de haber obtenido el consentimiento de otra persona a fin de realizar un acto que podría perjudicarla, finalmente decide no actuar. No es claro qué pueda decirse de un caso semejante. Si el agente omitió actuar por desconfiar de la competencia de quien le ha brindado el consentimiento, tal vez su acto demuestre cierta forma de minusvaloración. Ahora bien, ¿merecería ser culpado por obrar así? Por varias razones, esto parecería por lo pronto excesivo. Pero supongamos que un agente actúa frente a otro sin siquiera procurar su consentimiento, o incluso desoyendo una negativa expresa a brindarlo. Para explicar lo que en tales casos nos parece moralmente objetable, la simple noción de ‘agravio simple’ no parece ser de gran ayuda. ¿No hay acaso intereses y/o valores auténticos allí involucrados?

Existe un dato sumamente curioso que hasta ahora no he notado a lo largo de estas páginas. Owens, según cabe recordar, sostiene que la función del consentimiento consiste en volver inocuos los agravios simples que se producen, por ejemplo, cuando alguien incumple una promesa o un contrato. Sin embargo, en ningún lugar él afirma que la función del consentimiento consista en volver inocuo el agravio (¿no simple?) que se produciría si alguien llegara a vulnerar el consentimiento o el disentimiento de otra persona. Para cumplir esta función —o, en realidad, una función semejante—, el poder relevante en esos casos sería el de perdonar, cuyo papel consiste ni más ni menos que en remover la culpa que podría acompañar a quienes, comportándose de manera agraviante, verdaderamente consiguieran vulnerar intereses de todo tipo, tanto normativos como no normativos. En consecuencia, si este es el caso, la vulneración del consentimiento pasaría a representar para Owens un agravio no simple, el cual presumiblemente atentaría contra un interés normativo, en este caso un interés permisivo.

El problema con esta reconstrucción es que volvería a introducir por la ventana una maniobra argumentativa cuya validez había quedado previamente descartada. Como intentara demostrarlo en la sección III, una vez que una persona se encuentra en posesión de la capacidad de consentir, simplemente ya no importa cómo el resto nos comportemos frente a ella al momento de ejercerla. Aun cuando nos empecinemos en tratarla como si su derecho a decir que ‘sí’ fuera inexistente, esta persona al menos conservará todavía un derecho a exigirnos una explicación, algo que no sería posible si el interés permisivo hubiera sido puesto en jaque. Pero si no se vulnera dicho interés, ¿por qué semejantes actos nos parecen todavía objetables?

En la sección anterior intenté mostrar que la autonomía humana posee dos dimensiones: una relativa a su formación y otra relativa a su ejercicio. Mientras la primera dimensión es de carácter impersonal y se compone de aquellos recursos, derechos y capacidades que todo el mundo necesita para progresar mínimamente como agente moral, la segunda dimensión es de carácter personalísimo y abarca aquellos bienes y capacidades que determinados agentes puedan llegar a requerir para llevar adelante sus proyectos particulares de vida. Pues bien, lo que ahora quisiera agregar a modo de cierre es que, en la medida en que sea la adquisición del poder o capacidad general de consentir lo que esté en juego, aparecerá comprometido un elemento correspondiente a la primera dimensión autonómica. No obstante, en la medida en que el elemento en juego sea el ejercicio particular de dicha capacidad general, la que aparecerá comprometida es la segunda dimensión.

En una sociedad sometida a un régimen paternalista, por caso, indudablemente se niega lo primero (véase Kleinig, 2018). Y, por negarse lo primero, también se niega lo segundo. En una sociedad así, indudablemente se atenta contra un auténtico interés normativo, tal como el enfoque de Owens invitaría a pensar. Pero en una sociedad liberal, las cosas suelen operar de manera diferente. Allí, cada vez que alguien actúa sin procurar nuestro consentimiento, o aun vulnerando nuestro disentimiento expreso, lo que simplemente hace es negarnos la oportunidad de ejercer nuestra autonomía según lo que dictan las razones que se derivan de nuestros propios intereses y valores personales. Por eso tales actos pueden resultar moralmente objetables, sin importar que hayan nacido del propósito benefactor más sincero (véase Parmigiani, 2019, pp. 361 y ss.).

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Notas

1 La sola tarea de traducir la expresión inglesa ‘bare wronging’ (o ‘bare wrong’) plantea una serie de dificultades que bien ameritarían la confección de un artículo independiente. En castellano, y más precisamente en el terreno jurídico, suele diferenciarse entre el acto de quien simplemente ‘daña’ a alguien y el acto antijurídico de quien lo hace, lo cual generalmente supone una ‘ofensa’ o un ‘agravio’. Para que se constate lo primero, basta con que se vulnere el interés de una persona; para que suceda lo segundo, en cambio, el interés vulnerado debe gozar de algún tipo de protección normativa. Al mismo tiempo, autores anglosajones como Feinberg, Gardner, Zipurski o Goldberg suelen emplear la expresión ‘harmless wrongdoing’, justamente para referirse a aquellos actos que suponen la infracción de un deber de cuidado pero que no generan un daño materialmente verificable. Por lo que alcanzo a comprobar, la expresión ‘bare wronging’ (o ‘bare wrong’) que acuña Owens parecería capturar una idea semejante, aunque reservada para el terreno más amplio de la moralidad. José M. Peralta, quien, junto a María Laura Manrique, tradujera Offences and Defences, el libro de J. Gardner, recomienda la expresión “mera incorrección”, la que me parece mucho más adecuada para el terreno moral en el que se sitúan los análisis de Owens. Sin embargo, a los efectos de capturar la connotación moral negativa que encierra la expresión ‘bare wrong’, he optado finalmente por aceptar la sugerencia de uno de mis revisores y utilizar la expresión castellana ‘agravio simple’, en lugar de la expresión ‘agravio desnudo’ utilizada originalmente. Agradezco a mi revisor, así como a María Laura y a José por los valiosos aportes. Además, quisiera expresar mi deuda con Martín Juárez Ferrer por haberme puesto al tanto de los sentidos con que se usan estos términos en el ámbito del derecho privado.

2 Una vez más se manifiestan en este sitio las dificultades de traducir el término ‘wrong’ aludidas al inicio. Por lo que digo en el cuerpo de texto, creo que ellas se atenúan en la medida en que asumimos, junto al propio Owens, mas sin apartarnos de la convención castellana, que es posible dañar [‘harm’ o ‘injure’] a alguien sin ofenderlo o agraviarlo [wrong].

3 El propio Owens explica por qué de la mano de algunos ejemplos (véase Owens, 2012, p. 62). De todas formas, aquí podríamos apelar a la creatividad. Imaginemos que una persona desea transformarse en el único comerciante de un vecindario, con el objetivo de asegurarse un caudal de ventas determinado. En la medida en que otro comerciante se instale en el mismo vecindario, el interés de esa persona se habrá visto afectado, sin que por ello pueda decirse que haya de sufrir un daño. Ahora imaginemos que una tormenta arrasara el negocio del comerciante, arruinándole toda su mercadería. En este caso se habrá producido un daño, aunque este daño no implicará agravio u ofensa alguna.

4 Una distinción similar parece hallarse en la crítica que le dirige María Inés Pazos a Carlos S. Nino, aunque en este caso la distinción sea entre el valor general de la autonomía y el valor de su ejercicio. Al respecto, véase Pazos, 1992, pp. 366 y ss. Inexplicablemente, Nino replica sosteniendo que la distinción entre la autonomía y su ejercicio le parece tan incomprensible como una distinción que pudiera trazarse “entre la natación y el ejercicio de la natación” (Nino, 1992, p. 372).

5 La referencia al “disentimiento” —o al “no consentimiento”, por decirlo citando a Estlund (2011)— que aquí introduzco, aunque ciertamente está presente en la obra de Owens, no parece marcar ninguna diferencia práctica. Más aún, si Owens liga el consentimiento con el interés permisivo, ¿con qué interés querría ligar el disentimiento? ¿Acaso con un interés no permisivo? El silencio que se detecta en este plano puede que sea sintomático de muchos de los problemas justificatorios que iré señalando a lo largo de estas páginas.

6 Si asumimos que los deseos (o voliciones) son un componente insustituible de la intencionalidad de una acción, pero a la vez reconocemos que un agente puede verse jalonado por una pluralidad de deseos en pugna, el único modo de determinar la intencionalidad específica de una acción, una vez que esta ocurre, será precisando qué deseo (o volición) ha salido triunfante en un proceso deliberativo. Por eso mismo, podría suponerse que el deseo que le expreso a Kate de que concurra a mi fiesta no tiene nada que ver con mi intención de invitarla, que en este caso sería inexistente. Otro modo de poner la cuestión, como bien me sugiere uno de los revisores de este trabajo, es el propuesto por H. Hurd: “Supóngase que una mujer desea tener sexo con un hombre casado. Supóngase que ella oculta este deseo incluso hasta que el hombre alcanza a penetrarla. ¿Constituye el hecho de que ella desee tener sexo una forma de consentimiento? Mientras esto parece plausible, uno ciertamente podría imaginar que este deseo no implique consentimiento alguno. Muchas veces rechazamos lo que queremos. Muchas veces elegimos en oposición a nuestros deseos. Si el consentimiento de la mujer viene dado por su elección de tener relaciones sexuales, más que por el simple hecho de que desee tenerlas, entonces uno debe concluir que el consentimiento no equivale al mero deseo, sino a la ejecución de un deseo, vale decir: a una elección [choice]. Si el consentimiento equivale a una elección (y no meramente a un deseo), entonces el consentimiento es un estado mental propositivo [purposive mental state]” (Hurd, 1996, p. 126). Personalmente tiendo a pensar que tanto este como varios de los casos que Owens analiza en sus textos han de reconstruirse en estos términos, lo que sin dudas lo obligaría a una revisión sustancial de su postura. Más aún, si la intencionalidad del consentimiento nos remite a la elección de una persona, entonces la tesis de Owens de que el consentimiento no tiene nada que ver con el valor de la elección cae por su propio peso. Con independencia de estos inconvenientes, aquí he procedido como si Owens estuviera en lo cierto, asumiendo sin más en cierta media la equivalencia entre intenciones y deseos. Agradezco tanto a mi revisor como a Federico Arena por haberme ayudado a ver este punto de crucial importancia.

7 En el trabajo antes citado, se alude a la dimensión subjetiva de la autonomía a los efectos de comprender qué implica tratar a alguien de manera respetuosa. Autores como Judith Thompson sostienen que respetar a una persona tan sólo implica acordarle aquello a lo que tiene derecho (véase Parmigiani, 2019, p. 356). Sin embargo, en ese trabajo se defiende una postura más demandante sobre el respeto, que no sólo apunta a garantizar aquello a lo que las personas tienen derecho, sino también el modo como eso mismo debería plasmarse efectivamente en la práctica. El consentimiento, según allí se sostiene, desempeñaría un rol fundamental para cumplir con esta segunda condición (ibíd., pp. 361 y ss.).

8 La importancia de tomar en cuenta las expectativas normativas que imperan entre dos o más agentes a la hora de comprender el papel que desempeña el consentimiento ha sido destacada en un artículo ya citado (al respecto, véase Parmigiani, 2019, pp. 363 y ss.). Lo que digo aquí, pues, simplemente pretende hacerse eco de algo que allí se analiza con mayor detenimiento. Un solo detalle adicional, que puede ser importante en el ámbito jurídico vinculado al derecho de contratos. Muchas expectativas normativas, como acabamos de corroborar, se generan a partir de los vínculos personales que entablan los seres humanos. Pero en el ámbito del derecho de contratos, están aquellas expectativas que nacen en la etapa negocial o precontractual, en la que las partes intercambian posiciones a los efectos de precisar el contenido que ha de pactarse. La pregunta, pues, queda planteada: ¿hasta qué punto las expectativas que se generan en una negociación pueden servir para interpretar los términos de un contrato, es decir: el contenido de la voluntad expresa de las partes? Como señala Banakas (2009, pp. 3-4), al menos la jurisprudencia inglesa ha ido dejando atrás cierta postura conservadora, según la cual “el derecho excluye de los antecedentes admisibles las negociaciones previas de las partes y sus declaraciones de voluntad subjetiva” (ibíd., p. 3). Sin embargo, como se pone en evidencia en algunos fallos relativamente recientes, “la medida en que las negociaciones precontractuales puedan ser usadas para interpretar los términos de un contrato sigue siendo un asunto poco claro, especialmente en lo que atañe a los términos indefinidos” (ibíd., p. 3). Aunque este es un problema mayúsculo del que aquí no puedo ocuparme, el mismo deja en evidencia la limitación que enfrentan las posturas exclusivamente performativas sobre el consentimiento, como la de Owens.

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