El papel del poder judicial en la transición a la democracia

Ernesto Garzón Valdés
Universidad de Maguncia, Alemania

El papel del poder judicial en la transición a la democracia

Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 18, 2003, pp. 27 -46

1. Desde el punto de vista de una concepción normativa del poder judicial, puede afirmarse que su función principal es la de garantizar la estabilidad del respectivo sistema político. 1 La estabilidad es una propiedad disposicional de un sistema político que consiste en el mantenimiento de su identidad a través de la tendencia de quienes detentan el poder a guiar su comportamiento de acuerdo con las normas básicas del sistema.2 En el caso del juez en regímenes democráticos, ello requiere que cultive, por una parte, una firme adhesión interna a las normas básicas del sistema, es decir, que sea partidario incondicional de las mismas y, por otra, que mantenga una manifiesta imparcialidad con respecto a los conflictos de intereses que tiene que resolver. En lo que sigue consideraré sólo el papel de los tribunales supremos (Corte Suprema y/o Tribunal Constitucional).

2. Parafraseando una conocida fórmula de Herbert Hart, podría decirse que quienes adhieren a las normas básicas del sistema jurídico (i. e. la Constitución) adoptan frente a ellas un “punto de vista interno” que, a diferencia del “punto de vista externo”, no se apoya en razones prudenciales de coste-beneficio. Si se acepta la usual distinción entre razones prudenciales y razones morales, cabe concluir que la adopción de un “punto de vista interno” tiene una connotación moral y puede ser interpretada como expresión de la autonomía personal a nivel normativo. En este sentido, autonomía del poder judicial significa adhesión no condicionada por factores prudenciales, que suelen incluir la negociación y el compromiso. El ámbito de la política es el de un comportamiento caracterizado por la negociación y el compromiso. Si ello es así, puede también concluirse que el ámbito de las decisiones judiciales no debería, por definición, estar afectado por o depender del de la política. Autonomía judicial significa, pues, independencia de lo político. De aquí puede inferirse también que la autonomía judicial queda lesionada si se permite en ella la irrupción de la política. Y viceversa, se renuncia a la autonomía judicial cuando el juez incursiona en el ámbito de la política. Esto es lo que suele ser llamado “juridización de la política”.

3. La autonomía judicial en el sentido aquí expuesto no puede nunca ser excesiva, de la misma manera que nunca puede ser excesiva la adhesión a los principios constitucionales, que son los que determinan el alcance de aquélla. Autonomía no significa, pues, arbitrariedad. Esta adhesión es, además, un antídoto eficaz contra la siempre posible corrupción judicial, que justamente tiene su origen en la aplicación de criterios prudenciales que privilegian el interés personal. La única forma de escapar a la tentación de obtener ganancias extraposicionales es protegerse con la coraza de la adhesión a las reglas y principios básicos del sistema normativo. Ello no es fácil, pues todo acto de corrupción tiene una base racional: la promoción del interés personal a través de la obtención de un beneficio superior a los costes que esa promoción requiere. El deseo de obtener beneficios extraposicionales es una buena razón para la acción de quien no se sienta inhibido por la adhesión a las reglas que determinan el alcance de la competencia del juez. El riesgo del predominio de intereses privados existe siempre, cualquiera que sea el diseño institucional que se adopte. Hobbes lo sabía:

Otra cosa necesaria para el mantenimiento de la paz es la debida ejecución de la justicia que consiste principalmente en la realización correcta de los deberes de los magistrados [...] que son personas privadas con respecto al soberano y consecuentemente en tanto tales pueden tener fines privados y pueden ser corrompidos con regalos o la intercesión de amigos... 3

No hay duda de que existe una mayor probabilidad de que se dé la “realización correcta de los deberes” cuando la persona sobre quien recae esta obligación está convencida de la corrección de la misma, es decir, adopta el punto de vista interno. No se “siente obligada“ a obedecer el sistema normativo sino que considera que “tiene la obligación“ de hacerlo, aun cuando ello afecte sus intereses privados. La probabilidad de que se pronuncie una decisión judicial constitucionalmente correcta es, por ello, mucho mayor si el juez sustenta un punto de vista interno con respecto a la Constitución. Sin embargo, no hay que olvidar que así como la verdad de un enunciado no depende de la veracidad de quien lo emite, la corrección de una decisión es lógicamente independiente de la corrección de la convicción interna de que quien la pronuncia. También el hipócrita formula juicios moralmente correctos aunque no adhiera internamente a ellos (en esto consiste justamente su hipocresía). Este es un dato importante cuando se trata el problema del comportamiento del poder judicial en los procesos de transición dado que allí el número de jueces hipócritamente democráticos suele ser igual o mayor que el de los auténticos demócratas.

4. Si se acepta la definición del ámbito de lo político aquí propuesta y la necesidad de separar el ámbito judicial del político, creo que pierde fuerza el argumento que reprocha al poder judicial supremo su carácter antimayoritario. La función de los jueces supremos no consiste en expresar en sus fallos la voluntad popular sino, por el contrario, en poner límites a los posibles extravíos inconstitucionales de los representantes de esa voluntad. Pero como los jueces tienen que ser designados por el poder político, parece aconsejable, a fin de reducir el peligro de la politización de los tribunales y promover la autonomía judicial, adoptar las siguientes medidas: 1. Especialización: es decir, centrar exclusivamente la actividad del tribunal supremo en cuestiones vinculadas con la interpretación de los principios básicos de la Constitución, o sea aquéllos establecidos en los artículos que en algunos diseños constitucionales escapan a la posibilidad de reforma constitucional. 4 Esto promueve un “robusto aislamiento constitucional” 5 y una saludable independencia con respecto a la política cotidiana del parlamento, a la vez que reduce la tentación de la juridización de la política. 2. Elección de los miembros del tribunal por un periodo determinado, sin posibilidad de reelección y no de por vida. 3. Designación de estos jueces con la aprobación de los dos tercios del parlamento. Como es probable que ningún partido logre esta mayoría, es necesario entonces proponer candidatos con buena reputación como moderados y ponderados. La Ley del Tribunal Constitucional Federal alemán exige, por ejemplo, que previo a la elección de sus miembros exista un consenso entre los electores (miembros del Bundesrat o del Bundestag) acerca de las calidades profesionales y morales de los candidatos.

5. Si la estabilidad consiste en el mantenimiento de la identidad del sistema, no cuesta mucho inferir que aquélla es también expresión de la “buena salud” del sistema. Y son justamente los jueces, especialmente los integrantes de tribunales constitucionales o de cortes supremas, los encargados de mantenerla impidiendo desviaciones de las disposiciones constitucionales. El juez es, en este caso, una especie de “inspector de calidad”, es decir, es el encargado de evaluar y controlar la conducta gubernamental y legislativa de acuerdo con las pautas constitucionales. 6

6. Este “inspector de calidad” mantiene, por definición, una relación asimétrica con respecto a los órganos ejecutivos y legislativos: son estos últimos los que son responsables frente a aquél. Como los tribunales supremos tienen el poder de la última palabra, se encuentran, por así decirlo, liberados de dar cuenta de sus decisiones. Las cortes constitucionales no son democráticamente responsables. Pero esta situación de irresponsabilidad no es lo decisivo. Lo importante es que sean confiables en el sentido de que adoptan buenas decisiones desde el punto de vista democrático-constitucional. La confiabilidad en la corrección de las decisiones depende de la confianza por parte de la ciudadanía (electores y gobernantes) y de que los jueces prestan su adhesión incondicionada a la Constitución democrática, que es la que proporciona el “respaldo justificante” de la decisión judicial. La “última palabra” judicial no pende en el aire sino que se apoya en los principios y reglas básicas del sistema político. Esta confiabilidad es puesta a prueba en cada decisión del tribunal supremo (o constitucional) y sólo se da si existe, por lo general, coincidencia entre la interpretación constitucional del tribunal y la interpretación que sustenta la communis opinio, al menos de los afectados por esa interpretación.

En algunos casos esta coincidencia puede producirse sólo después de que el tribunal supremo ha explicitado las razones de su interpretación. En este sentido, el tribunal puede, con sus decisiones, influir en el cambio de la cultura político-jurídica de su sociedad. En el caso de la transición española, por ejemplo, es sabido que, sobre todo en los primeros diez años de su actividad, el Tribunal Constitucional desarrolló “un cuerpo de jurisprudencia que demostró ser esencial para la transformación del razonamiento constitucional y jurídico en general en España”. La Constitución fue entendida como la “norma jurídica suprema y no como una mera declaración programática o una colección de principios”. 7 Sobre este punto volveré más adelante. Lo que me importa subrayar aquí es que, con respecto a los tribunales supremos, en vez de hablar de responsabilidad democrática conviene utilizar el concepto de confiabilidad judicial, una especie de “equilibrio reflexivo” en el sentido de John Rawls. Esta confiabilidad puede verse severamente afectada por dos factores: el procedimiento de designación de los jueces y/ o una reiterada o permanente divergencia entre los fallos del tribunal constitucional o de las cortes supremas y la communis opinio, que puede conducir a una pérdida de confiabilidad por parte de la ciudadanía. Dos ejemplos al respecto: en España se eligió como primer presidente del Tribunal Constitucional al mejor constitucionalista español y probado demócrata exiliado en Venezuela en años del franquismo; no puede sorprender que sus textos fueran considerados como firme base doctrinaria para la interpretación judicial. Por el contrario, en no pocos países latinoamericanos los miembros de los tribunales supremos pueden tan sólo aducir como criterio de su designación el parentesco o una anterior colaboración profesional con el jefe del Ejecutivo. No es aventurado suponer que en esos países la confianza en la imparcialidad de la justicia es mínima.

7. La confiabilidad se basa, además, en una serie de supuestos, algunos de tipo sociopsicológico de difícil fundamentación racional. Son ellos los que, en parte, inducen a la aceptación de un elemento aristocrático: un tribunal de unos pocos no elegidos por el pueblo y cuya función es confirmar o enmendar las decisiones de los representantes democráticamente elegidos en aquellas cuestiones vinculadas con las reglas y principios básicos de la Constitución. En algunos casos, el respeto a los magistrados de tribunales constitucionales o supremos suele hasta conferirles una aureola de infalibilidad que va más allá de la confiabilidad judicial y que induce a no pocos juristas a dedicar sus esfuerzos a una especie de exégesis religiosa de los fallos de esos tribunales. La beatería judicial, lejos de reforzar la autonomía de los jueces, estimula su autocomplacencia acrítica.

8. Es importante delimitar constitucionalmente el alcance de la competencia de control de calidad de los tribunales supremos. Ella se reduce a aquellas disposiciones que afectan los principios y derechos de lo que suelo llamar el “coto vedado” a la discusión y negociación legislativa y/o gubernamental. Este “coto vedado” es el que fija, por exclusión, el ámbito de la decisión política. El ciudadano de un Estado democrático es un “homo suffragans restrictus”: sólo le está permitido negociar y decidir por mayoría aquellas cuestiones que no caen dentro del ámbito del “coto vedado”. Éste se refiere a aquellos intereses y deseos primarios de las personas que no pueden ser afectados si no se quiere caer en aquello que Hans Kelsen llamaba el “dominio de la mayoría”, es decir, el poder totalitario del mayor número: la “enfermedad republicana”, según Alexis de Tocqueville. El ámbito de la política es el de los intereses y deseos secundarios de los ciudadanos. Así como al homo suffragans le está prohibido el ingreso en el “coto vedado”, así también a los tribunales constitucionales les está prohibido ingresar en el ámbito de la negociación y decisiones políticas. Éste es el sentido de la abstención judicial en los casos que caen dentro de la categoría de aquello que en la jurisprudencia norteamericana es llamado “political question”.

9. Los límites de la actividad política no deben ser fijados por decisión mayoritaria del parlamento. Si así fuera, la autonomía judicial se vería sometida a las decisiones de las cambiantes mayorías, con las consiguientes consecuencias desestabilizadoras. Son los padres de la Constitución quienes han de fijar el contenido del “coto vedado”. La limitación de la actividad del homo suffragans no es el resultado de una autosujeción del tipo de las restricciones-Ulises, sino que es algo que es impuesto desde afuera. Son estas limitaciones externas las que hacen viable la vigencia del “principio de la mayoría” e impiden el suicidio de la democracia como consecuencia de lo que James M. Buchanan llamara “el apetito de las coaliciones mayoritarias”. 8 Por ello, se preguntaba, con razón:

¿Puede el hombre moderno, en la sociedad democrática occidental, inventar o conseguir suficiente control sobre su propio destino como para imponer restricciones a su propio gobierno, restricciones que puedan impedir su transformación en un genuino soberano hobbesiano? 9

La respuesta que el diseño democrático constitucional da a esta pregunta es la formulación de restricciones constitucionales y la creación de los llamados tribunales supremos y/o constitucionales encargados de asegurar la vigencia de aquéllas.

10. En toda democracia entendida como una persona un voto, es decir, guiada por el criterio de decisión por mayoría, el problema es ¿qué hacer con el pueblo? ¿cómo controlar sus decisiones de forma tal que, respetando el procedimiento democrático, no se llegue a resultados antidemocráticos? Las constituciones modernas (también la americana) han establecido dos tipos de frenos a la decisión por mayoría: 1) la formulación de un Bill of Rights (coto vedado, catálogo de derechos fundamentales) inviolable y 2) organos judiciales de control de no violación de estos derechos. Pero en la formulación de estos derechos, el pueblo estuvo ausente (tanto en los Estados Unidos como en la República Federal de Alemania), en buena parte debido a la desconfianza por parte de los propios padres de la Constitución. En el caso alemán, los 65 padres de la Constitución ni siquiera sometieron a referendum popular la Ley Fundamental, sino que tan sólo requirieron la aprobación de los dos tercios de los parlamentos de los Estados federados (Länder). Su formulación no fue, pues, democrática. Pero éste es un hecho histórico que no tiene mayor relevancia teórica. Lo importante es tener en cuenta que (a menos que se acepte la analogía con las restricciones- Ulises, algo muy dificil de sostener, como lo demuestran los intentos fallidos de Rousseau con su ciudadano angélico, los de Hume con el ciudadano simpático, los de John Rawls y Brian Barry con ciudadanos razonables y los de Amy Gutman con personas deliberativas), la determinación del contenido del “coto vedado” no puede ser función del parlamento por razones conceptuales: estos derechos fundamentales inviolables son justamente los que trazan el límite de lo moralmente aceptable en la deliberación y en la toma de decisiones democráticas. Negar que tal es el caso es ignorar la diferencia que existe entre política constitucional y política parlamentaria. Es aquélla la que determina las restricciones que esta última requiere para no sucumbir a la tentación de la dictadura mayoritaria. Quien confía en la posibilidad de una autolimitación de la mayoría comparte la creencia del infortunado barón que pretendía salir del pantano tirándose de sus cabellos.

11. En sociedades democráticas afianzadas, la fidelidad de los jueces a la Constitución es un hecho empíricamente comprobable y reiterado, y la communis opinio responde también a una actitud de lealtad constitucional. Existe en ellas lo que suele ser llamado una “cultura cívica” (civic culture), en el sentido de Gabriel A. Almond y Sydney Verba. Las correcciones que el tribunal supremo pueda introducir en las medidas del Ejecutivo o del Legislativo son aceptadas entonces como expresión de una restricción constitucional, como “un medio mediante el cual la voluntad del pueblo asegura su propio ejercicio responsable”. 10

12. Muy diferente es la situación en el caso de sociedades que experimentan un proceso de transición hacia la democracia, o que carecen de tradición democrática, o el proceso de transición ha conducido a un régimen de democracia imperfecta o deficitaria. 11

13. Por lo pronto, todo fenómeno de transición significa el abandono de las reglas básicas del sistema totalitario o dictatorial y la adopción de reglas básicas democráticas. Pero si la transición es entendida como proceso, es obvio que esta sustitución es llevada a cabo paulatinamente en el sentido de que el régimen de transición conserva reglas y/o instituciones del sistema anterior que contradicen total o parcialmente las nuevas reglas y/o instituciones democráticas que se incorporan.

Aplicando una metáfora, podría decirse que el régimen de transición se encuentra en un estado de enfermo convalesciente, es decir, de salud inestable.

14. Esta salud inestable es la consecuencia no sólo de la pervivencia de elementos normativos del sistema anterior, sino también de la composición personal de los organismos de “control de calidad”. Lo primero suele dificultar la identificación de las reglas que definen la identidad del sistema y, por definición, su estabilidad; lo segundo reduce la confiabilidad de los organismos de control. Esto último es lo que Bruce Ackerman ha llamado “baja capacidad burocrática” de los regímenes de transición. La burocracia estatal y los tribunales de justicia “están dominados por representantes del viejo régimen, que pueden fácilmente sabotear la implementación de las nuevas políticas”. 12

15. Si en las sociedades democráticas afianzadas existe (en mayor o menor medida) una cultura cívica, los regímenes de transición suelen moverse en un ambiente que conserva no pocos rasgos de la cultura política totalitaria: identificación del poder político con impunidad y práctica generalizada de comportamientos corruptos. Quien con mayor claridad expuso esta situación fue el capomafia argentino Alfredo Yabrán, suicidado el 20 de mayo de 1998, y vinculado con las altas esferas gubernamentales. En mayo de 2001, el relator especial de la ONU sobre independencia judicial, Param Cumaraswamy, informó que en México la Administración de Justicia había alcanzado un grado tal de corrupción que el 98% de los delitos quedan sin castigo. 13 También en países con una aceptable tradición democrática, como Costa Rica, el problema de la impunidad sigue siendo motivo de preocupación. En abril de 2002, el presidente Abel Pacheco, afirmaba:

la raíz más fuerte de la corrupción se llama impunidad y en este país los delincuentes pagan una baja fianza y andan libres o los dejan escaparse tranquilamente. He propuesto que un juez que permita la salida de un delincuente en situaciones misteriosas sea juzgado y condenado por mala práctica. Debe haber un tribunal especializado en manejar los delitos de corrupción. La corrupción es el problema principal que hay que corregir en este país y debemos brindar un ejemplo de modestia, decencia y honestidad. 14

Según el informe del Corruption Perceptions Index 2001, existen “altos grados de corrupción percibida en los países en transición, en particular en la ex Unión Soviética”. En un índice de clasificación de 1 a 10 (de mayor a menor grado de corrupción percibida en los funcionarios y políticos), Argentina obtuvo la nota 3.5 15 ; Venezuela, 2.8; Honduras, 2.7; Bolivia, 2.0; Ucrania, 2.1; Azerbaijan, 2.0. Los menos corruptos fueron Finlandia (9.9) y Dinamarca (9.5). En general, en este índice se muestra muy claramente una correlación entre consolidación de la democracia y corrupción: a mayor consolidación, menor corrupción y viceversa.

En un amargamente irónico ensayo, Arnaldo Kraus se preguntaba hace unos años si México podría funcionar sin el soborno. Su respuesta:

Parto de la idea de que el vicio de la corrupción es un mal añejo en nuestro medio: se nace y se crece con él y en él. Lo añejo es similar a la herencia: es infranqueable. [...] El cohecho en México es universal: existe en las altas esferas gubernamentales, en la iniciativa privada, en las calles, en las escuelas, en los espectáculos. En todo. Tan arraigado se encuentra [...] que muchas actividades no podrían funcionar sin él: su existencia es indispensable. 16

En la introducción a un libro que lleva el sugestivo título A la puerta de la ley. El Estado de derecho en México, editado por Héctor Fix Fierro en 1994, se dice:

No es casualidad que los mexicanos veamos a la ley como algo relativo, siempre sujeto a vaivenes y cambios según soplen los vientos. México cuenta con leyes, pero no es un cabal Estado de derecho. 17

En el otro extremo de América Latina, en la Argentina, Carlos S. Nino no encontró mejor fórmula para describir su realidad nacional que la de Un país al margen de la ley. 18

En 1999, Guillermo O’Donnell, posiblemente el más agudo observador de la realidad político-jurídica de América Latina, consideraba que en el subcontinente:

la realización de una democracia plena que incluya el rule of law democrático es un objetivo urgente [...] inmenso y manifiestamente distante. 19

16. En el caso de las democracias en transición deficiente (muchos países de América Latina y no pocos de Europa Oriental), la tarea que en las democracias afianzadas suele atribuirse al tribunal constitucional, es decir, “perfeccionar la democracia” 20, suele tropezar con graves obstáculos. Ellos son, por lo menos, los siguientes: 1) en estos países existe una “incierta tradición de independencia judicial”. Para el caso de los países del ex Bloque Oriental, vale la siguiente observación de Ackerman: “Para decirlo suavemente, ser juez no era bajo el comunismo una posición que otorgara un status social alto.” 21 Muy otra era la situación en los Estados Unidos visitados por Alexis de Tocqueville: los jueces norteamericanos poseían un enorme poder político porque tenían (y tienen) el derecho de fundamentar sus decisiones en la Constitución más que en las leyes. Es decir, podían no aplicar las leyes que juzgaban inconstitucionales. En los Estados Unidos, observaba Tocqueville, cuando se invoca ante el juez una ley que éste considera contraria a la Constitución, puede negarse a aplicarla. Y dado que toda ley, por lo general, afecta algún interés particular, después de un largo tiempo casi todas ellas han sido sometidas al examen judicial. Cuando alguna ley no es aplicada, ella pierde parte de su fuerza moral y quienes se sientan afectados por ella iniciarán nuevos procesos hasta que no quede otra alternativa que la de cambiar la Constitución o cambiar la ley. En América Latina, los datos disponibles sobre la impunidad en muchos de sus países testimonian la falta de autonomía judicial en el subcontinente.

2) Desde el punto de vista institucional, esta falta de autonomía se manifiesta en una politización de la justicia cuya función ha solido y suele reducirse a convalidar sin reservas las acciones del gobierno. La interrupción de esta firme tradición es lo que explica el actual conflicto entre el gobierno argentino y la Suprema Corte. Sobre cada uno de los nueve miembros de la Corte pesa actualmente un promedio de 15 solicitudes de juicio político. En caso de que prospere el juicio político decidido el 5 de febrero de 2002, ello se deberá probablemente no tanto a razones de idoneidad sino al hecho de que la Corte falló en contra del “corralito” creado por el decreto 1570/01. 22 Lo único que está en juego ahora es saber hasta qué punto la Corte estará dispuesta a retormar la senda de obediencia al Ejecutivo. En el Perú de Fujimori, en 1997, los magistrados del Tribunal Constitucional que declararon inconstitucional la reelección de este inefable presidente fueron destituidos de sus cargos por “acusación constitucional”. Los afectados recurrieron entonces a la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la que “determinó la violación por el Estado Peruano de los artículos 1, 2 y 8 de la Convención Americana de Derechos Humanos, estableciendo en su sentencia la obligación de dicho Estado de reponer a los magistrados afectados, lo que fue acatado por el presidente posterior a Fujimori, [...] Valentín Paniagua. 23 3) Iniciado el proceso de transición, las fuerzas democráticas tienen que contar en gran medida con el aparato judicial recibido para iniciar su alejamiento del régimen totalitario o autoritario. Desde luego, es posible sustituir algunos jueces, pero no una reestructuración total del aparato judicial. Esto es lo que pasó en la República Federal de Alemania después de 1949 y en la ex República Democrática Alemana después de la reunificación. Lo mismo vale para el caso de la Argentina post Proceso. Con respecto al caso alemán después de 1949, la actitud de la Corte Federal de Justicia constituye un episodio lamentable de falta de recuperación democrática. Ulrich Klug publicó en 1987 un excelente trabajo sobre “La valoración jurídica de la criminalidad nazi en la jurisprudencia de la Corte Federal de Justicia”. 24 Klug se refiere especialmente al tratamiento judicial de los jueces que integraron la llamada “Corte de Justicia del Pueblo” nazi. La ineficacia de la Corte Federal es puesta de manifiesto en un detallado análisis. Las conclusiones de Klug no pueden ser más desalentadoras por lo que respecta a la labor de este tribunal:

Por lo tanto, en la jurisprudencia de los tribunales penales de la República Federal de Alemania debe haber algo que –dicho suavemente– no está en orden, ya que hasta ahora ningún juez de la Corte de Justicia del Pueblo que participara en esta justicia del terror ha sido condenado por asesinato, a pesar de que estos hechos no han prescripto y mientras tanto han pasado cuarenta años. 25

Cuando uno reflexiona acerca de esta sorprendente y extrema mesura de la justicia penal, no puede dejar de constatar que aquí se ha producido un silenciamiento de la criminalidad de la justicia nazi. 26

No puede negarse que mucho es lo que se ha dejado de hacer en los cuatro decenios pasados. Más de 5.000 víctimas judiciales de la ‘Corte de Justicia del Pueblo’ y más de 10.000 personas asesinadas por los demás ‘tribunales’ reclaman justicia. Esto ya no puede ser ‘superado’, pero nadie debería acallarlo u olvidarlo, y una reacción tardía podría –ahora al igual que en el futuro– promover la conciencia de la validez de los derechos humanos, una validez que nuevas violaciones pueden afectar fáctica, pero no idealmente. 27

17. ¿Significa esto que con este personal judicial es imposible el establecimiento de un régimen democrático? A primera vista, parecería que la respuesta tiene que ser una decidida afirmación de imposibilidad institucional. Sin embargo, la experiencia histórica demuestra lo contrario. En Alemania se dio también el caso de paradigmáticos juristas nazis, como Theodor Maunz, que se convirtieron en constitucionalistas democráticos que, con el tiempo formarían discípulos, como Roman Herzog, quien fuera presidente del Tribunal Constitucional alemán y penúltimo presidente de la República Federal. Y algún llamado “juez-servilleta” argentino 28 puede convertirse en peligrosa amenaza judicial para quienes lo incluyeron en la lista de jueces confiables de un gobierno corrupto. Menem sufre los efectos de esta conversión. Siempre es posible el paso de Saulo a Pablo (siempre que Saulo no sea Carlos Saulo, claro está). Más aún: el paso es frecuente cuando se dan ciertas circunstancias ambientales necesarias. Estas son, entre otras: 1) la existencia de un grupo significativo de magistrados y miembros de los poderes Ejecutivo y Legislativo que practiquen su adhesión a la Constitución. Como lo fundamental es la corrección constitucional de la decisión judicial, puede perfectamente suceder que una parte del poder judicial sea en un primer momento hipócritamente democrática, y que luego, lo que comenzó como hipocresía, se convierta en convicción auténtica. No pocas veces en la génesis de la moral personal hay un acto inicial de hipocresía. Como decía Kant, “las personas son, en general, cuanto más civilizadas tanto más actores teatrales: adoptan la apariencia del afecto, del respeto a los demás, de la decencia, de la generosidad, sin por ello engañar a nadie; pues cualquiera se da cuenta de que aquí no hay sinceridad y está muy bien que así ande el mundo. Pues si las personas juegan este papel, terminarán adquiriendo poco a poco y enraizando en su carácter las virtudes que durante un cierto tiempo simularon.” 29 2) Que el proceso de transición vaya acompañado de un afianzamiento de los presupuestos económicos y sociales de la democracia, es decir, la existencia de una sociedad económicamente homogénea, no excluyente. 3) Que el ciudadano común perciba la existencia de 1) y viva una realidad que satisface 2). Sólo así estará en condiciones de cultivar una “cultura cívica”. Como es sabido, esto sucedió en la República Federal de Alemania: en un lapso de unos 15 años, la cultura política alemana pasó de una “cultura de súbdito” (subject-culture), propia de un régimen totalitario, a una cultura democrática participativa (participant- culture).

18. Una cuestión interesante es analizar hasta qué punto la actividad de un tribunal supremo puede contribuir al establecimiento de una sociedad económicamente homogénea, es decir, no excluyente. No son pocos quienes sostienen que se trata aquí de una tarea eminentemente política que, por definición, le estaría vedada al poder judicial. Creo que esta posición es falsa. Al respecto, dos ejemplos. En España, en cuestiones vinculadas con el derecho fiscal, el Tribunal Constitucional rechazó en una sentencia de 1981 el paradigma puramente formal y adoptó principios que respondían a un paradigma material. Entendía que la realización de un Estado social de derecho dispuesta en la Constitución requería tener en cuenta que “el poder constituyente ha establecido que en cuestiones impositivas no puede existir justicia sin progresividad e igualdad.” 30 Esto significaba ir más allá de una concepción puramente formal del Estado de derecho. En la República Federal de Alemania, el artículo 107 de la Ley Fundamental establece el llamado “equilibrio financiero horizontal” entre los Estados federados, es decir, una “igualización de la disparidad financiera de los Estados federados (Länder)”. En una sentencia del 11 de noviembre de 1999, el Segundo Senado del Tribunal Constitucional Federal dispuso que el legislador federal está obligado a concretar y complementar las disposiciones legales correspondientes contenidas en la ley de 1993 (que actualmente regula la equiparación financiera de los Länder) antes del 31 de diciembre de 2004. En caso contrario, la ley actual será declarada anticonstitucional y nula a partir del 1o de enero de 2005. La disposición constitucional es de importancia obvia por lo que respecta a la homogeneidad aproximada de los diferentes Länder en cuestiones vinculadas con su capacidad financiera para satisfacer sus exigencias presupuestarias. La obligación impuesta por el Tribunal Constitucional apunta a la equiparación de criterios para determinar los indicadores que deben ser tomados en cuenta en la planificación presupuestaria y hacer más transparente la distribución de fondos. Al igual que en el caso español, se trata aquí de una sentencia que apunta no sólo a una igualdad formal entre los Länder, sino también material en el plano de la política financiera y económica. De lo que se trata también es de asegurar una vía eficaz para “igualar las diferentes capacidades económicas dentro del territorio federal”. (art. 104a, 4 LF).

La experiencia de estos dos países demuestra que en la medida en que la sociedad se vuelve más homogénea social y económicamente, aumenta también la confianza en la democracia. Tal es lo que sucedió en las transiciones española y alemana. En ambos casos, los tribunales constitucionales jugaron un papel importante como promotores de una igualdad material.

19. Esto no significa, por cierto, afirmar que la democracia tiene que asegurar el éxito económico. Lo único que sostengo es que un régimen político que promueve la exclusión y la heterogeneidad socio-económica no satisface una condición necesaria para el afianzamiento de la democracia. Una forma de gobierno en donde los ricos ejercen el poder sin que los pobres participen de él es un gobierno oligárquico. La definición no es mía sino de Platón. 31 Me parece una buena definición aplicable a muchos de los países cuyos gobiernos proclaman haber emprendido la vía de la transición democrática. Según el último informe de Merrill Lynch, en América Latina, el principal grupo de los magnates logró reunir 26 mil millones de dólares, suma que equivale al ingreso de 430 millones de pobres durante 63.000 años. No puede sorprender por ello que una encuesta elaborada por Latinobarómetro revele un pronunciado descenso respecto del apoyo a la democracia en casi todo el subcontinente. El caso extremo es el del Paraguay, donde una efectiva mayoría sostiene que sería preferible un gobierno autoritario a una democracia. 32 Según la encuesta, el descontento por el funcionamiento de la democracia tiene mucho que ver con la reiterada debilidad económica.

20. De lo aquí expuesto, ¿qué recomendaciones concretas pueden inferirse con respecto al papel del poder judicial en una transición hacia la democracia?

Pienso que cautelosamente puede decirse lo siguiente:

a) Dado que en la gran mayoría de los países que se encuentran en proceso de transición, sus sociedades están caracterizadas por su heterogeneidad socio-económica, heterogeneidad que, por otra parte, suele estar constitucionalmente prohibida, una función esencial de los jueces de tribunales supremos tiene que ser, si se quiere que sean los garantes de la calidad democrática de las decisiones políticas, la adopción de un paradigma material en la interpretación de los principios constitucionales, especialmente de aquellos vinculados con la igualdad, es decir, la no discriminación.

Ello promueve su confiabilidad y consolida la confianza en las instituciones proclamadamente democráticas.

b) El control de calidad democrática ha de limitarse a aquellas cuestiones vinculadas con los principios básicos del sistema, es decir, no debe intervenir en aquellas que constitucionalmente están libradas a la negociación y el compromiso de los partidos políticos que integran el parlamento. Una cosa es la aplicación de un paradigma material de igualdad y otra la intervención en asuntos decidibles de acuerdo con el principio de mayoría. Control de calidad democrática no significa juridización de la política.

c) Es obvio que el poder judicial puede asumir estas tareas si y sólo si no depende en sus decisiones de imposiciones políticas, provengan éstas del Legislativo o del Ejecutivo. La independencia del poder judicial es por ello también una resultante de la forma de elección de sus miembros. He sugerido cuál puede ser un método aceptable de designación. Mis propuestas se basan en la experiencia de transiciones exitosas como la española y la alemana. Por lo que respecta a estrategias de transición no es aconsejable pretender reinventar la rueda de diseños institucionales.

21. Si se dejan de lado estas recomendaciones, las consecuencias previsibles son las siguientes:

a) La falta de confiabilidad judicial estimulará la aparición de arreglos parainstitucionales encargados de la distribución de cargas y beneficios al margen del orden constitucional proclamado. Es lo que se llama mafia político-económica: como no vale la pena tomar en serio la Constitución, ni siquiera se da la posibilidad de la decisión hipócritamente constitucional de los jueces; como la sociedad es heterogeneamente excluyente, el ciudadano común opta o bien por la estrategia del naufragio –mantener la autoinclusión a costa de la exclusión del prójimo–, o bien por la conservación del clientelismo político y la adhesión a líderes carismáticos vivientes o difuntos, con lo que refuerza su cultura de súbdito. El regimen de transición no se encuentra entonces en situación de convalescencia, sino más bien de coma permanente.

b) La juridización de la política frustrará la actividad parlamentaria y erosionará el principio básico de la decisión según el principio de mayoría.

c) La politización de la justicia en el momento de la designación de sus miembros abrirá una amplia avenida para la corrupción.

d) La suma de estas consecuencias estimulará en el ciudadano el deseo de salir del sistema, con lo que la transición se trabará o se prolongará indefinidamente.

22. Como estos factores se condicionan y alimentan recíprocamente, es difícil decir por dónde comenzar. En muchos regímenes de transición la Constitución no es tomada en serio y suele recurrirse a su frecuente reforma como pretexto dilatorio para no aplicar la existente, a la que se considera en permanente status de provisoriedad. Así lo debe haber pensado Francisco Vicente Bustos, gobernador de La Rioja (Argentina), quien en 1886 resolvió reformar la Constitución de su provincia “para mostrarse interesado por la problemática institucional”. 33 Ricardo Mercado Luna reconstruye el siguiente diálogo –digno de una novela de Gabriel García Márquez o de Alejo Carpentier– entre el gobernador y su ministro de Gobierno, Teniente Coronel Olímpides Pereyra:

“–Por favor Ministro, prepáreme un proyecto declarando la necesidad de la reforma de la Constitución.

–Pero si nosotros no la aplicamos Gobernador –repuso sinceramente extrañado el Ministro-militar.

–Eso es otra cosa. Yo necesito un buen argumento contra los opositores que me acusan de despreocuparme de las cuestiones institucionales y legales.” 34

Durante veintidós años sesionó la Asamblea Constituyente riojana hasta terminar acordando una Constitución que no se diferenciaba substancialmente de la anterior y que, por supuesto, tampoco fue aplicada. Pero durante este lapso se puso periódicamente de manifiesto la importancia política de los constituyentes y su retóricamente proclamada fe en el poder conformador de las constituciones. Un elocuente ejemplo de la ineficacia de las estrategias reformistas. Dejo librado a la imaginación del lector y a su conocimiento de la historia constitucional latinoamericana el instructivo ejercicio de cambiar el nombre de los personajes y el lugar de los acontecimientos; me permito vaticinar que los resultados de la respectiva reforma no habrán de diferenciarse substancialmente de los que ya preveía Olímpides Pereyra.

En todo caso, pienso que para un jurista democrático el grito de lucha debería ser: ¡Basta de reformas, tomemos la Constitución en serio! Esto no es fácil en un continente en donde hay fuertes indicios de que sigue vigente la cínica frase del personaje de una memorable novela de Alejo Carpentier: “como decimos allá, la teoría siempre se jode ante la práctica” y ‘jefe con cojones no se guía por papelitos’ ”. 35

23. Si se toma en serio la Constitución y se aceptan las consideraciones formuladas al comienzo en el sentido de la relevancia del poder judicial como garantía de la vigencia de los principios constitucionales, no parece muy desacertado afirmar que la existencia de un régimen judicial de robusta autonomía es condición necesaria para el establecimiento y afianzamiento de la democracia.

Quizás entonces pueda dejar de ser verdad en nuestra América la observación formulada hace más de un siglo, en 1888, por Manuel González Prada:

Hay un hecho revelador: reina mayor bienestar en las comarcas más distantes de las grandes haciendas, se disfruta de más orden y tranquilidad en los pueblos menos frecuentados por las autoridades.

Notas

1 Aunque esta afirmación vale para todo sistema político, habré de referirme aquí sólo a regímenes democráticos afianzados o en transición.

2 Con respecto al concepto de estabilidad, Cfr. Ernesto Garzón Valdés, “El concepto de estabilidad de los sistemas políticos” en, del mismo autor, Derecho, ética y política, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1993, pp. 573-609.

3 Thomas Hobbes, De Corpore Politico, en, del mismo autor, The English Works, Aalen, Scientia Verlag, 1966, vol. IV, p. 217.

4 La llamada “cláusula de eternidad“ está establecida, por ejemplo, en el artículo 79 (3) de la Ley Fundamental alemana que reza: “No está permitida ninguna modificación de la presente Ley Fundamental que afecte la organización de la Federación en Länder, o el principio de la participación de los Länder en la legislación, o los principios enunciados en los artículos 1 y 20”.

5 Cfr. Bruce Ackerman, The Future of Liberal Revolution, Yale University Press, New Heaven and London, 1992, p. 113. Sigo aquí las sugerencias de Bruce Ackerman.

6 Cfr. Lawrence Sager, “The Domain of Constitutional Justice”, en Larry Alexander (ed.), Constitutionalism. Philosophical Foundations, Cambridge: University Press 1998, p. 238.

7 Agustín José Menéndez, Justifying Taxes. Some Elements for a General Theory of Democratic Tax Law, Dordrecht/Boston/London, Kluwer, 2001, p. 251.

8 James M. Buchanan, The Limits of Liberty. Between Anarchy and Leviathan, The University of Chicago Press, Chicago, 1975, p. 151.

9 Ibidem, p. 162.

10 Cfr. Jeremy Waldron, Law and Disagreement, Oxford University Press, Oxford, 1999, p. 260.

11 A las democracias latinoamericanas se han aplicado –con buenas razones– los siguientes calificativos: no consolidadas, formales, delegativas, tuteladas, iliberales, degradadas, clepto- cráticas, restringidas, incompletas.

12 Bruce Ackerman, op. cit., p. 72.

13 Cfr. El País, 28 de mayo de 2001, p. 9.

14 Cfr. El País, 9 de abril de 2002, p. 8.

15 En el informe 2002, Argentina bajó su calificación a 2.8. Con respecto a la persecución judicial de la corrupción en Argentina, es interesante recordar las recientes declaraciones del director de Políticas de Transparencia de la Oficina Anticorrupción (OA): “La sensación de impunidad tiene una base objetiva: desde la OA presentamos 500 denuncias, no hubo ni una condena y ninguna fue desestimada” (Cfr. La Nación, 29 de agosto de 2002, p. 9).

16 Arnoldo Kraus, “Soborno: mal endémico”, en La Jornada, México DF, 4 de octubre de 1995, p. 14.

17 Héctor Fix Fierro (ed.), A la puerta de la ley. El Estado de derecho en México, Cal y arena, México, 1994, p. 10.

18 Buenos Aires, Emecé, 1992.

19 Guillermo O’Donnell, “Polyarchies and the (Un)Rule of Law in Latin America”, en Juan E. Méndez, Guillermo O’Donnell y Paulo Sérgio Pinheiro (eds.), The (Un)Rule of Law & the Underprivileged in Latin America, University of Notre Dame Press, Notre Dame, Indiana, 1999, p. 326.

20 Cfr. Lawrence Sager, op. cit., p. 265.

21 Bruce Ackerman, op. cit., p. 100 y ss.

22 Entre las imputaciones dirigidas contra los jueces de la Corte destacan: asociación ilícita, traición a la patria, incompetencia ética y moral, abuso de autoridad y prevaricato. Conviene, sin embargo, tener en cuenta que el enfrentamiento del Poder Ejecutivo con la Corte es de naturaleza político-económica. En efecto, según fuentes bien informadas, el Gobierno habría sugerido a los jueces que podría intentar “frenar” el enjuiciamiento siempre y cuando la Corte dispusiera, por ejemplo, que una medida cautelar en favor del ahorrista “acorralado” no implica la devolución del dinero sino que éste deberá quedar depositado en una cuenta bancaria hasta la finalización del juicio (Cfr. La Nación, 23 de marzo de 2002, p. 10). En octubre de 2002 parece sumamente probable que el Partido Justicialista logre en la Cámara de Diputados archivar el juicio político atendiendo así a las presiones del Gobierno y satisfaciendo las exigencias de “seguridad jurídica” en las que insiste el FMI. Dicho con otras palabras, la paradójica consigna reza: “a la seguridad jurídica a través de la impunidad de la Corte”. Cfr. Clarín, 3 de octubre de 2002.

23 Cfr.Humberto Nogueira Alcalá, “La defensa de la Constitución, los modelos de control de constitucionalidad y las relaciones y tensiones de la judicatura ordinaria y los tribunales constitucionales en América del Sur”, en Contribuciones, Buenos Aires, No 3/2002, p. 228.

24 Ulrich Klug, Problemas de la filosofía del derecho y de la pragmática del derecho, versión castellana de Ernesto Garzón Valdés, Alfa, Barcelona, 1989, pp. 149-174.

25 Ulrich Klug, op. cit., p. 150.

26 Ulrich Klug, op. cit., p. 151.

27 Ulrich Klug, op. cit., pág. 174.

28 La expresión “juez servilleta” se usa en Argentina para designar aquellos jueces cuyos nombres fueron anotados en un bar de Buenos Aires en una servilleta de papel por uno de los adláteres de Carlos Menem. Se trataba de magistrados en los que el gobierno podía “confiar”.

29 Immanuel Kant, “Antropologie in pragmatischer Hinsicht” en del mismo autor Werke, 6 vols., Darmstadt, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 1964, vol. VI, p. 442.

30 Cfr. Agustín José Menéndez, op. cit., p. 252.

31 Cfr. Platón, La República, 550 d.

32 Cfr. La Nación, 11 de agosto de 2001, p. 4.

33 Cfr. Ricardo Mercado Luna, Solitarias historias del siglo que nos deja, Canguro, La Rioja, 1998, p. 15.

34 Ibídem, op. cit.

35 Alejo Carpentier El recurso del método, Siglo XXI, Madrid, 1976, p. 31.