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El poder judicial y la democracia*

Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 18, 2003

Instituto Tecnológico Autónomo de México

Aprimera vista, este título cubre una cuestión muy simple: ¿se conforma al principio democrático que los procesos no sean resueltos por el pueblo, como en ciertas democracias antiguas, sino por jueces?

Esta pregunta generalmente se plantea como si uno estuviera en una situación original y, en el entendimiento que se quiere instituir un régimen democrático, como si se dudara conferir la resolución de los procesos a los jueces mejor que al pueblo mismo. Consecuentemente, se busca la esencia de la democracia, después la del poder de los jueces, para afirmar o negar la compatibilidad. Una hipótesis así, evidentemente, es del todo irreal. Nosotros no nos encontramos en una situación de este tipo. No existe ningún sistema en el mundo en que los procesos jurisdiccionales sean resueltos por el pueblo. Por el contrario, existen jueces profesionales en todos los sistemas que se proclaman democráticos. Ocurre, pues que los redactores de esas constituciones consideraron que las dos cosas eran compatibles. Se podría, por supuesto, examinar si estas opiniones están bien fundadas. Sin embargo, tal actitud debe ser desechada claramente porque las conclusiones del examen dependen de concepciones relativas a la esencia de la democracia y del poder judicial.

Si consecuentemente se quiere evitar la metafísica, conviene limitarse a un plan puramente descriptivo y partir de una constatación: en razón de las disposiciones constitucionales los juristas se sienten obligados a sostener la compatibilidad y, por ello, defender ciertas tesis y proponer algunas definiciones. Son esas tesis las que se trata de examinar, para analizar las estrategias y las limitantes argumentativas que conducen a adoptarlas y a defenderlas.

Se puede sostener –y, de hecho, se sostiene– la compatibilidad gracias a tres grupos de argumentos:

1) Los jueces no forman un poder orgánico, puesto que no hay un poder judicial único, como hay un poder legislativo o un poder ejecutivo.

2) Los jueces ejercen una función y no un poder verdadero. Como estos dos primeros argumentos están vinculados y fracasan, se propone hoy un tercer grupo de argumentos:

3) La democracia no es lo que un pueblo vano piensa. La democracia no podría ser identificada vulgarmente con el poder de la mayoría. La verdadera democracia es el poder judicial.

I. Poder judicial orgánico

La expresión ‘poder judicial’ tiene en el lenguaje jurídico dos sentidos principales: un sentido funcional: ‘el conjunto de los actos por los cuales son substanciados los procesos’ y un sentido orgánico: ‘un conjunto de tribunales que presentan ciertas propiedades estructurales. ¿Existe un poder judicial en sentido orgánico?

Es necesario desechar de inmediato un medio habitual de abordar la cuestión, basado en los usos lingüísticos. Algunos quieren derivar argumentos de ciertas prácticas y, particularmente, del hecho de que, en el lenguaje de ciertas constituciones se utiliza o, por el contrario, se evita cuidadosamente la expresión ‘poder judicial’. En Francia, por ejemplo, muchas discusiones tratan del hecho de que el título VIII de la constitución se denomina: ‘De la autoridad judicial’ y no ‘del poder judicial’ pero, si estos términos tienen posiblemente una connotación más o menos favorable a la extensión de competencias o a la independencia de los tribunales, no obstante no designan conjuntos de normas jurídicas diferentes. Es así que el artículo 64 de la constitución francesa actual dispone: “El Presidente de la República es el garante de la independencia de la autoridad judicial”, mientras que la constitución de la Segunda República (1848) tiene realmente un título “Del Poder Judicial”, sin embargo no contiene normas diferentes a las otras constituciones. De modo que estas expresiones no tienen más que importancia simbólica.

Si el lenguaje no es de gran ayuda, se puede proceder de la misma manera que para determinar la existencia del poder legislativo o del poder ejecutivo. Se dice que hay un poder legislativo o un poder ejecutivo si hay una autoridad, encargada a título principal de una función para la cual ellas están especializadas. Es necesario, por tanto, que cada una de tales autoridades realice todos los actos de una función (legislativa o ejecutiva) y que las realice sola. Sin duda, no hay jamás una especialización perfecta, sin embargo se habla, contra todo, de poder ejecutivo si casi todos los actos de ejecución, y los más importantes, son realizados por una misma autoridad. Es pues fácil identificar el poder legislativo en el Parlamento o en el Gobierno.

Por el contrario, no se puede traspasar esta solución al poder judicial porque no hay jamás un solo tribunal, sino muchos. Por tanto, es necesario razonar cómo se hace para identificar otros poderes, cuando hay varias autoridades. Las prácticas lingüísticas no son uniformes. Hay muchos alcaldes en un mismo país que toman decisiones administrativas, pero no se dice que por esa razón haya en el país un poder administrativo en sentido orgánico o poder municipal. A la inversa, se dice que hay un poder legislativo, aunque haya dos cámaras o un poder ejecutivo, aunque haya varios ministros. En realidad esta diferencia se explica.

En primer lugar, en el caso del Parlamento o del poder ejecutivo, las diversas autoridades que la componen, es decir, las cámaras y los ministros, no realizan actos jurídicos paralelos, sino que concurren a producirlos; son sus coautores. Las cámaras no hacen leyes cada una por su lado, sino que votan un mismo texto que, por ello, se convierte en ley. Los ministros concurren en la emisión de decretos. Los alcaldes, por el contrario, toman decisiones independientes las unas de las otras, que en derecho francés toman el nombre de acuerdos (arrêtes).

Por otra parte, los actos de las cámaras o de los ministros se imputan o se adscriben no a esas autoridades, sino al grupo de autoridades a la que ellas pertenecen, esto es, al Parlamento o al Gobierno. 1 Por el contrario, los actos de los alcaldes son adscritos a ellos mismos y no a un pretendido poder administrativo o municipal.

Por tanto según este esquema, se tendría que hablar de poder judicial si, y sólo si,

1). Los tribunales colaboraran en la producción de actos, de los cuales serían coautores, en lugar de emitir decisiones de las cuales ellos son los respectivos autores.

2). Los actos que realizaran fueran adscritos no a los mismos tribuna- les, sino al poder judicial en su conjunto.

Es evidente que ninguna de las condiciones es satisfecha.

Sin embargo, si no se pueden traspasar al poder judicial los procesos por los cuales se identifica un poder legislativo o un poder ejecutivo, se podría, no obstante, hablar de poder judicial en otro sentido.

a) Si las autoridades están jerarquizadas. Evidentemente debe hacerse referencia a una concepción flexible y no estricta de la jerarquía. Según la concepción estricta, la autoridad inferior está jurídicamente obligada a obedecer las instrucciones de la autoridad superior bajo pena de sanciones disciplinarias. Este es un modelo jerárquico como se le encuentra en el ejército o en la administración. Según la concepción suave, es suficiente que la autoridad superior disponga de medios para ejercer una influencia determinante sobre el contenido de las decisiones tomadas por las autoridades inferiores. Es claro que existe entre los tribunales una jerarquía entendida de conformidad con la concepción flexible, puesto que las cortes supremas, sea que se trate de cortes supremas propiamente dichas o de cortes de casación, pueden influir realmente sobre las decisiones de los tribunales inferiores.

b) Si las autoridades disponen de un poder discrecional en la toma de decisiones. En efecto, no es suficiente la existencia de una jerarquía, sea en sentido amplio o en sentido estricto, para que se pudiera hablar de un poder judicial. En efecto, en una administración fiscal, donde existe una jerarquía en sentido estricto, las autoridades pueden solamente determinar el monto del impuesto realizando la operación aritmética prescrita por la ley fiscal, de suerte que, no obstante la jerarquía, no se puede decir que las autoridades superiores dispongan del poder fiscal. No se dirá por tanto que hay un poder judicial que si, al ejercer una in- fluencia sobre las decisiones de las autoridades inferiores, las cortes supremas hacen algo más que aplicar un derecho preexistente o imponer esta aplicación.

De este modo, no hay poder judicial en el sentido orgánico, pero sí hay un poder judicial en sentido funcional.

Pero, precisamente, este punto es el objeto de discusión. En efecto, el problema de la conciliación con la democracia no se plantea, a me- nos que realmente exista un poder judicial tal y como lo acabamos de definir y si la democracia es un sistema en el cual las normas generales sean creadas por el pueblo.

II. ¿La cuestión del poder de los jueces?

Para sostener que el papel de los tribunales se conforma con la democracia es necesario negar que éstos dispongan de un poder discrecional y sostener que se limitan a aplicar un derecho preexistente, sin poder expresar preferencias ideológicas o axiológicas, o bien, implantar una organización para que los tribunales no dispongan de este poder discrecional.

1. La negación del poder de los jueces

Para negar que los jueces dispongan de un poder discrecional habitualmente se fundamenta en una u otra de las variantes del silogismo judicial, cuyo origen se encuentra en Montesquieu. Esta teoría, por tanto, no está ligada exclusivamente con la teoría democrática, aun si ciertas teorías democráticas se sirven de ella.

No es necesario exponer la teoría del silogismo, la cual es bien conocida. Se conoce las célebres fórmulas de Montesquieu: “Si los tribunales no deben ser fijos, las sentencias deben serlo de tal manera que sean siempre más que un texto preciso de la ley.” (El espíritu de las Leyes, XI, 11). Él encuentra que el margen de poder discrecional del juez varía según se acerque o se aleje del despotismo:

en los Estados despóticos no hay ley; el juez es su propia regla... en el gobierno republicano, es de la naturaleza de la constitución que los jueces sigan la letra de la ley... igualmente, en Inglaterra los jurados deciden si el acusado es culpable o no, del hecho que ha comparecido ante ellos, si es declarado culpable, el juez pronuncia la pena que la ley inflige para dicho acto y, por ello, no requiere más que ojos. (VI, III). [En estas condiciones el poder de juzgar] es, en cierto sentido, nula [y los jueces no son] mas que la boca que pronuncia las palabras de la ley; seres inanimados que no pueden moderar ni la fuerza ni el rigor. (XI, VI)

La teoría del silogismo ha sido retomada por Beccaria en términos muy claros. “En presencia de todo delito, el juez debe formar un silogismo perfecto: la premisa mayor debe ser la ley general; la menor el acto conforme o no conforme con la ley; la conclusión sería la absolución ó la condena. 2 Uno precisamente encuentra su eco en la Declaración de los Derechos del Hombre, claramente en los artículos 5°: “Todo aquello que no está prohibido por la ley no pude ser impedido y nadie puede ser obligado a hacer lo que ella no ordena”; 7°: “Ningún hombre puede ser acusado, arrestado, ni detenido más que en los casos determinados por la ley y de conformidad con las formas por ella prescritas” y 8°: “...nadie puede ser penado mas que en virtud de una ley establecida y promulgada con anterioridad al delito...”. Ella [la teoría del silogismo] será aún evocada en numerosas ocasiones en el curso de los debates de la Asamblea Constituyente , por los oradores de todos lados, por ejemplo, por Cazales: la sentencia no es mas que el acto material de aplicación de la ley”, 3 por Duport, o por Clermont-Tonnerre: 4 “el poder judicial, eso que se llama impropiamente poder judicial, es la aplicación de la ley o voluntad general a un hecho particular, no es por tanto en último análisis más que la ejecución de la ley”. 5 Así, claramente resulta de la fórmula de Clermont-Tonnerre que si la sentencia no es más el producto de un silogismo, no hay poder judicial.

Se sabe que la misma idea ha sido retomada y desarrollada por numerosos autores y hombres políticos, Kany, Condorcet, Robespierre, y es claro que si no está ligada exclusivamente a la teoría democrática, está perfectamente en armonía con ella.

Su justificación reside en el principio de legalidad, igualmente ligado estrechamente a la concepción que se tenía de la libertad en el Siglo de las Luces. La expresión ‘libertad política’ tiene, en efecto, dos sentidos en esta época. En sentido amplio, es la libertad de aquel que se encuentra sometido únicamente más que a la ley. Es libre porque, en la sociedad, como en el mundo físico, está en posibilidad, si conoce las leyes, de saber, por lo mismo, todas las consecuencias de sus acciones y, así, de tomar decisiones con claridad. La libertad es pues, simplemente, la previsibilidad o seguridad jurídica.

La libertad política lato sensu sería destruida si existiera, por parte de la autoridad ejecutora, el más mínimo margen de apreciación, porque entonces sería imposible prever las decisiones de esta autoridad. Por el contrario, la libertad es perfectamente preservada si la sentencia no es más que la conclusión de un razonamiento silogístico que deja al juez sin ningún poder y que le da un papel de autómata. Beccaria expresaba esta idea de manera muy clara:

Cada ciudadano debe poder hacer todo aquello que no es contrario a las leyes, sin preocuparse de otro inconveniente que de aquel que pueda resultar del acto mismo; he ahí el dogma político en el que los pueblos deberían creer y al que los magistrados supremos deberían proclamar y mantener con el mismo cuidado que las leyes. 6

Por tanto, la libertad política así comprendida existe, aún si la ley no es democrática y aunque sea injusta y cruel. Entre otras cosas, esto es lo que, para Montesquieu, distingue a la monarquía del despotismo. En los dos casos, uno solo gobierna, pero en la monarquía gobierna por leyes fijas, en tanto que en el despotismo gobierna a su capricho. En la monarquía, si los jueces no hacen más que aplicar una ley anterior, el ciudadano es libre porque, obedeciendo al juez, obedece indirectamente a la ley. En el despotismo el súbdito no sabe jamás cuáles serán las con- secuencias de sus acciones. Esto es porque si el juez pudiera hacer otra cosa en vez de aplicar las reglas, si, por ejemplo pudiera crear o recrear las normas al momento de aplicarlas, viviríamos bajo un régimen despótico. El despotismo o gobierno por capricho se define, por tanto, por la ausencia de separación de poderes, esto es, el sistema en el cual aquel que ejecuta la ley puede también hacerla o rehacerla, según las circunstancias. El despotismo no es solamente un sistema dentro del cual haya un déspota único, el régimen en el cual se estuviera sometido a una multitud de jueces que harían otra cosa que aplicar las leyes, sería, según esta concepción, un régimen despótico. Por otro lado, en la Francia anterior a la Revolución, el poder de los tribunales soberanos, los Parlamentos, era considerado despótico.

Todos estos argumentos son todavía más fuertes si la ley es adoptada de manera democrática, porque entonces es la libertad política en sentido estricto la que es así preservada, esto es, la libertad que resulta del hecho de estar sometido a leyes a las que uno ha consentido.

No obstante las aparentes diferencias, el modelo de Kelsen se distingue muy poco de ése. Sin duda, rechaza la distinción entre creación y aplicación del derecho y admite que los jueces crean normas, puesto que la sentencia es una norma. Sin duda admite también, que las leyes, con frecuencia, dejan un margen de apreciación importante, por ejemplo, cuando en derecho penal le permiten escoger entre una pena máxima o una pena mínima o, en derecho civil, cuando le confieren el cuidado de determinar el monto de una indemnización o de ordenar las medidas que servirán mejor a un tipo de interés: el interés del menor, de la empresa, de la sociedad, etcétera.

Kelsen mantiene, empero, que el juez no crea normas generales y que, por tanto, no hay jurisprudencia, salvo en caso de que la ley autorice la creación de normas generales por vía judicial. La teoría democrática es, por tanto, resguardada, porque, aunque no toman decisiones deducidas lógicamente de las leyes, el juez toma decisiones que, sin duda, son discrecionales, pero son, al menos, compatibles con las leyes adopta- das de forma democrática.

Otra variante de la tesis de que los jueces no disponen de poder discrecional es la teoría dworkiniana de la “respuesta correcta” (one right answer) porque si, según Dworkin, el juez no aplica la ley en términos de un silogismo, descubre, por lo menos, la solución a partir del conjunto del sistema jurídico. Y no ejerce poder creador. Error.

Ahora bien, esta teoría del silogismo no es satisfactoria en absoluto. Se presenta como una teoría normativa, pero se trata, más bien, de una norma técnica: para asegurar el reino de la ley, es necesario limitar al juez a la producción de silogismos. Esta regla técnica es también la traducción de una proposición que describe una relación causal: si el juez se limita a la producción de silogismos, eso tendrá por consecuencia el reino exclusivo de la ley.

Como norma técnica la teoría fracasa si resulta imposible que el juez se limite a esta actividad. Precisamente nunca es verdadero y no puede ser verdadero que la decisión sea sólo la conclusión de un silogismo, cuyas premisas sean independientes del juez. Para comenzar, la ley no prescribe nada para un caso, sino, como lo ha demostrado bien Eugenio Bulygin, prescribe para una clase de casos. 7 Por tanto es necesario determinar a qué clase de casos pertenece el que se tiene que juzgar. Esto es, es necesario comenzar por determinar la premisa menor, que no es un dato, sino el resultado de una operación intelectual. Un mismo acto, por ejemplo, puede ser perseguido, como violación o como atentados al pudor. La decisión de subsumirlo en una u otra categoría es discrecional. En otros términos, debe decidirse aplicar tal ley u otra. Más aún, una vez determinada cual será la ley aplicable, es necesario, además, interpretarla. La premisa mayor tampoco es un dato, sino una “construcción”. En efecto, la ley no es una norma general, sino un enunciado cuya significación es una norma general. Por tanto, es necesario interpretar este enunciado para determinar cuál es la norma general que éste expresa. Ahora bien, la interpretación es una actividad de la voluntad, esto es, discrecional.

Por otro lado, las operaciones sobre la premisa mayor y sobre la menor se encuentran relacionadas, puesto que no se puede determinar que un caso pertenezca a cierta clase sin tener, al menos, una idea del significado del enunciado que define esta clase.

De esta manera, aún si uno razona bajo la hipótesis, del todo imaginaria, de un derecho penal perfectamente codificado que previera una pena única, fija, e inmutable para cada categoría de crímenes, quedaría, no obstante, un margen de poder discrecional. Pero, por supuesto, una hipótesis tal no se encuentra jamás y la ley nunca ordena al juez una conducta precisa sino, como se ha visto a propósito de Kelsen, la ley le deja siempre un margen de apreciación. Es por lo que, aún si la ley ha sido elaborada de forma democrática, debería haber sido deducida de la ley.

Pero, aún hay más, si el juez puede “rehacer” la ley, la misma ley deja de ser democrática. Ahora bien, el juez puede “rehacerla” mediante interpretación e, incluso, “rehacerla” con efectos retroactivos, puesto que si considera que ella tiene la significación que se le ha atribuido por el juez no el día de la interpretación, sino el día de su adopción por el Parlamento. Y como las interpretaciones dadas por las cortes supremas son respetadas por los tribunales inferiores, simplemente por la jerarquía de los tribunales, de la cual ya hemos hablado anteriormente, se tiene un poder legislativo en las manos de los tribunales.

La conclusión es que no se puede considerar que los jueces puedan ser limitados a la producción de silogismos. Puesto que estos jueces disponen de un margen de poder discrecional y, sobre todo, del poder de elegir la ley aplicable y de determinar su significado, los ciudadanos están sometidos a normas individuales que no son deducidas de leyes democráticas y a normas generales que no son adoptadas democráticamente.

Se puede entonces tratar de imaginar procedimientos que limitaron el poder de los jueces.

2. Mecanismos para impedir el ejercicio del poder discrecional

Existen dos, que, además, están relacionados

El primero consiste en proveer códigos: enunciados claros, completos, coherentes; así, no habrá ya lugar para el poder discrecional. Error. Por gran cantidad de razones. Las lagunas, las contradicciones, no pueden ser evitadas. El legislador no puede prever la evolución técnica o social. El lenguaje de los códigos es el lenguaje natural, necesariamente vago y ambiguo.

Algunos han pretendido impedir a los jueces interpretar las leyes. Esta idea propuesta por Becaria, fue expresamente formulada por Federico II:

Prohibámosle a los jueces interpretar en los casos dudosos... queremos que, cuando algún punto de este cuerpo de derecho parezca a los jueces ser dudoso y tener necesidad de aclaración, se tengan que dirigir al Departamento de Justicia...

El Departamento de Justicia aquí es indicado como oficina del rey legislador y el fundamento de esta prohibición es el principio del derecho romano: eius est interpretari legem cuius est condere. Bajo la Revolución francesa, una regla análoga fue adoptada y acompañada de sanciones penales severas.

El sistema, sin embargo, no es satisfactorio y resulta necesario dar otro paso. Por una parte, esta obligación de referir al Departamento de Justicia muestra que se está bien consciente del hecho que subsisten casos dudosos, cualquiera que sea el cuidado que se tome en redactar las leyes. En segundo lugar, porque los jueces pueden estar aterrorizados y someter al legislador la interpretación. Pero, también, puede ocurrir que los jueces, pretendiendo que la ley es clara, encubran una interpretación y rehagan la ley.

Entonces se imaginó, en la Revolución francesa, una solución bastante ingeniosa que, sin embargo, no tuvo éxito. Esta consistía en una distinción entre interpretación in abstracto e interpretación in concreto. La primera, en tanto que tiene lugar fuera de todo asunto concreto, se presenta como una norma general; por tanto, es una usurpación del poder legislativo por parte del juez y, en tal virtud, está estrictamente prohibida. La segunda no vale, en principio, más que para el caso concreto. Esta interpretación es inevitable y, por tanto, está permitida. Como ésta se limita a la decisión de aplicar o no aplicar la ley al asunto en curso, ésta se presenta no como una interpretación, sino como una aplicación de la ley. Se va solamente a establecer un tribunal de casación que va a ejercer un control sobre la aplicación y va a “casar” las decisiones de los tribunales de apelación que hayan realizado una “falsa aplicación” de la ley, es decir, una aplicación que no está conforme con el sentido verdadero. Si la decisión es “casada” se reenvía a otro tribunal de apelación. Este segundo tribunal de apelación puede pronunciar una decisión idéntica a la primera. Esta decisión puede, igualmente, ser objeto de un recurso de casación y ser también “casada” Pero si un tercer tribunal de apelación adopta una posición idéntica a la de los dos primeros, entonces habrá que referirla al legislador y esta referencia es obligatoria. La justificación es simple: hasta entonces el tribunal de casación sancionaba la falsa aplicación, en principio sin que él interpretara. Por tanto, la ley era clara sólo que los tribunales inferiores hacían una falsa aplicación de ella. Después, la resistencia de los tribunales de apelación hace presumir que la ley es obscura. El tribunal de casación no puede, por tanto, interpretarla y es necesario dirigirse al legislador, de conformidad con la máxima citada de eius est interpretari legem cuius est condere.

Sin embargo, el sistema fracasó rápidamente, porque la distinción entre aplicación e interpretación está desprovista de toda pertinencia. Lo que hace la corte de casación, en realidad, es imponer su propia interpretación y el legislador está desprovisto de todo poder de control si los tribunales de apelación se someten y, lo que, de lejos, es el caso más frecuente. Los casos de conflicto entre la corte de casación y los tribunales de apelación son, en efecto, muy raros. De suerte que, en la práctica, lo que se hace es delegar a la corte de casación un poder de interpretar, un poder que, en realidad es, abstracto y general. En efecto, todos los tribunales inferiores van a alinearse y aplicar la ley de conformidad con las directrices de la corte de casación. Se renunció al sistema rápidamente; pero, al mismo tiempo, se perdió todo control sobre las decisiones de la corte de casación.

El Código Napoleón se fundamenta en la misma concepción y no hace más que prolongar este sistema jurídico. Por un lado, se prohíbe a los tribunales dejar de juzgar bajo el pretexto de “silencio, oscuridad o insuficiencia de la ley”, lo que significa que se consideró que ellos pueden encontrar siempre una disposición clara, aplicable al caso que se les somete. 8 En otros términos, los tribunales deben entregarse a una interpretación in concreto, pero se cuida bien de no llamar a esta operación “una interpretación”. Además, el código no contiene ningún artículo relativo a la interpretación de las leyes. Por otro lado, les está “prohibido... pronunciarse por vía de disposición general o reglamentaria sobre los casos que les son sometidos”. 9 Los jueces, se supone, siempre aplican la ley sin interpretarla y sin crear normas generales.

En realidad, lejos de limitar el poder de los jueces, el sistema lo refuerza y se sabe perfectamente que todo el derecho sobre la responsabilidad, por no tomar más que ese ejemplo, ha salido de cinco artículos del código civil. 10

El resultado, por tanto, es que los jueces producen normas generales. Existe pues un poder judicial y este poder está entre las manos de las cortes supremas.

Se puede aún intentar evitar esta primera conclusión subrayando que los mismos jueces supremos se encuentran sometidos a múltiples limitaciones: los jueces no pueden iniciar un proceso; deciden al término de un determinado procedimiento; tienen que justificar sus decisiones, de manera que no se pronuncien como puede hacerlo una mayoría parlamentaria, simplemente afirmando su voluntad. Por otro lado, todos los testimonios de los jueces confirman que tienen el sentimiento no de un poder discrecional sino el de aquel que está ligado, que ocurre frecuentemente que se pronuncien en un sentido opuesto al de sus convicciones políticas, porque el derecho les impone la solución.

Todo esto posiblemente es perfectamente exacto, pero no cambia nada. Todo poder tan absoluto como pueda ser esta sometido a limitaciones de hecho. Ni Luis XIV hizo lo que quiso. Ahora bien, las limitaciones de las que se habla aquí son precisamente limitaciones de hecho. La cuestión no es saber si los jueces justifican sus decisiones y si estas justificaciones reflejan realmente el razonamiento que ha sido seguido o si se trata únicamente de un ropaje. La cuestión es saber si, a condición de quererlo, podrían tomar esta decisión u otra. La respuesta me parece perfectamente clara: hay un rasgo de esta posibilidad en el hecho que, en el seno de los tribunales se vota y que con un desplazamiento del voto la decisión contraria podría haber sido tomada. En la medida en que no hay recurso posible, la decisión, cualquiera que sea, aun ab- surda, es jurídicamente válida y se impone en el orden jurídico.

Se puede incluso llegar a decir que aún si la teoría de la “respuesta correcta”, fuera correcta, esto no cambiaría nada al hecho de que la “respuesta incorrecta” tiene jurídicamente el mismo valor, así como, igualmente, una mala ley se impone tanto como una buena.

Hay, por tanto, un poder judicial.

Una última observación se impone: he sostenido que había un poder en sentido orgánico, porque había un poder judicial en sentido funcional y que los jueces pueden crear normas generales bajo el control de la Corte de Casación. Pero yo lo he hecho sólo porque para negar la existencia de un poder judicial, se afirma que no hay unidad y, por tanto, no un poder judicial como hay un poder legislativo. Pero este elemento, a decir verdad, no es esencial. El problema de la compatibilidad con la democracia se plantearía en los mismos términos si no hubiera un sistema de tribunales centralizado. En la Francia del “antiguo régimen” no existía ninguna jerarquía entre los parlamentos, los cuales podían en [el ámbito de] su competencia crear normas generales sin preocuparse de lo que hicieran los otros.

Poco importa que haya un poder judicial si como quiera que sea hay poder judicial. ¿En tanto que estamos sometidos a normas generales creadas por los jueces, podemos decir que vivimos en una democracia? Evidentemente no si se emplea la definición tradicional de la democracia como un sistema en el cual las normas generales son creadas por el pueblo o por los representantes elegidos por el pueblo. Si se quiere mantener la tesis de la compatibilidad es necesario modificar esta definición.

III. La definición de la democracia

Recordemos que aquí no se trata de confrontar el poder judicial a la democracia verdadera, sino de examinar algunas teorías de la democracia que pretenden hacer de los jueces una institución democrática. Las diferentes teorías que se van a examinar no serán analizadas como verdaderas o falsas. Se trata sólo de demostrar que son necesarias y que realizan más o menos bien su función, la cual, a falta de poder negar la existencia de un poder judicial, como las teorías precedentes, es justificarlo. En realidad, ninguna lo realiza perfectamente y, de hecho ninguna se impone porque uno siempre retrocede ante las contradicciones internas o las ideas que implican. Pienso en dos grupos principales de teorías. Se puede sostener que los jueces ejercen su poder de crear normas generales en nombre del pueblo o bien que la democracia no es, en absoluto, poder del pueblo, sino un conjunto de principios o, todavía, que el pueblo es un ente más complejo de lo que se podía creer.

1. A nombre del pueblo

Según una primera versión de esta doctrina, los jueces forman una institución democrática porque la democracia no exige que el pueblo ejerza su poder por sí mismo o por representante electos. Es suficiente que sea ejercida por delegación y esta delegación no es necesariamente explícita.

Así, se puede sostener que hay siempre un referente legislativo implícito: en efecto, el poder legislativo siempre puede, si la Corte de Casación ha creado una norma que él desaprueba, crear una nueva ley y echar abajo la jurisprudencia. Esto es lo que, por ejemplo, ha hecho el Parlamento francés en un asunto reciente: el asunto Perruche. 11 Pero si no lo hace, entonces aprueba la norma general creada por el juez. Consecuentemente, el juez crea estas normas gracias a una delegación implícita otorgada por el poder legislativo.

A esta justificación se pueden oponer tres objeciones, de ahí se sigue que esta tesis no soluciona el problema de la compatibilidad con la democracia.

En primer lugar se está en presencia de una modificación considerable de la democracia. La democracia no es más un sistema en el cual el pueblo crea las normas generales. Esto no es ya como en Kelsen 12 un sistema de autonomía, ni siquiera, como en la en la democracia representativa, un sistema en el cual la mayoría de los electores delega el poder de hacer normas generales a una autoridad legislativa electa, sino un sistema en el cual los delegados electos delegan. El pueblo no es más el conjunto de ciudadanos, que son, a la vez, autores y destinatarios de normas, ni siquiera el conjunto de aquellos que escogen a los que lo ejercerán, sino sólo la entidad en nombre de la cual el poder es ejercido, aquel cuyo nombre es invocado, como puede serlo Dios, eso es, sin que haya ninguna relación entre la voluntad que es expresada y la voluntad real.

Se dirá que los jueces, en ciertos casos, son elegidos. Pero, a diferencia de los elegidos al Parlamento, ellos no pueden ser elegidos en base a un programa de creación de normas generales.

La segunda objeción es práctica: El poder legislativo no está jamás seguro de poder imponer su voluntad, puesto que la nueva ley puede ser objeto, ella también de una interpretación, que reproduzca la jurisprudencia anterior. Hay muchos ejemplos en la jurisprudencia francesa.

La tercera objeción es también práctica. En numerosos casos, el control no puede ser realmente ejercido y puede difícilmente serlo. No se piensa aquí sólo el caso en que el Parlamento no se ha mantenido informado de la jurisprudencia, sino aquellos en que la creación de una norma por el juez se hace en fundamento de un principio supra legislativo, que el Parlamento no puede tocar. Así, la Corte de Casación francesa ha resuelto en 1975 que las leyes contrarias a una norma internacional pueden ser desechadas por cualquier juez. Esta decisión es una verdadera revolución puesto que los jueces franceses, que no pueden controlar la constitucionalidad de las leyes, pueden controlar su conformidad con respecto a las normas internacionales, lo que les confiere un poder equivalente. Ahora bien, esta resolución ha sido tomada en fundamento de una interpretación del artículo 85 de la constitución, validada por el Consejo Constitucional. Esto significa que si el Parlamento hubiera estado consciente de esta revolución –de hecho no lo estuvo– no hubiera podido adoptar una ley para oponerse, porque esta ley hubiera sido considerada contraria a la constitución.

Existe una variante kelseniana de esta teoría. Kelsen admite –es una concesión en relación con lo que afirma en general a propósito de la creación de derecho por el juez– que el juez constitucional crea normas generales, puesto que la anulación de una norma general es una norma general. El juez constitucional –dice– es un legislador negativo. Kelsen admite también que estas decisiones son políticas y, por otro lado, se funda en este carácter político para preconizar que los jueces sean electos por el Parlamento. Pero, como quiera que sea intenta, sostener que no es un freno sino un instrumento de la democracia.

Lo hace mediante una teoría que es llamada con frecuencia en Francia “teoría del cambiavía” por una metáfora imaginada por Luis Favoreu, retomada después por George Vedel. 13 Según esta teoría, la Corte no se pronuncia realmente sobre el contenido de la ley, sino solamente sobre el procedimiento. En efecto, si la Corte la anula, la Corte se limita a indicar al Parlamento que, para adoptar la medida deseada, conviene emplear no el procedimiento legislativo ordinario sino aquél previsto para la revisión constitucional. El juez constitucional sería entonces comparable a un cambiavía de ferrocarriles que se limita a meter los trenes sobre una u otra vía según la naturaleza del convoy o el destino.

Lejos de ser una institución antidemocrática, la Corte se muestra como un elemento esencial del sistema democrático. Las leyes constitucionales, en efecto, solo pueden adoptarse de conformidad con un procedimiento largo y complejo y, lo más frecuentemente, requiriendo mayorías más importantes que las leyes ordinarias. La mayoría política del momento no podrá alcanzarlas más que obteniendo el apoyo de la minoría. No sólo la Corte aparece así como el protector de la minoría, sino se puede llegar a decir que, si la democracia se define como “autonomía”, un sistema en el que las leyes son adoptadas según este procedi- miento es más democrático que otro, porque una más grande proporción de ciudadanos serán sometidos a normas a las que ellos habrán consentido.

El argumento, sin embargo, sufre de tres debilidades mayores:

En primer lugar, el argumento reposa sobre el presupuesto de que una decisión adoptada por una fuerte mayoría es más democrática que otra adoptada por una mayoría más débil. La democracia ideal sería, entonces, un sistema en el cual todas las decisiones deberían ser tomadas por unanimidad. El principio mayoritario no sería, por tanto, mas que un mal menor: en razón de la imposibilidad de obtener el consentimiento unánime de los ciudadanos, sería necesario contentarse con la mayoría simple para las decisiones menos importantes, pero se continuaría exigiendo, a falta de unanimidad, una mayoría más grande para las decisiones más graves.

Ahora bien, esta concepción del principio de mayoría es discutible y Kelsen mismo ha presentado contra ella un argumento convincente: el sistema de unanimidad no es la democracia. Más bien, es lo contrario de la autonomía, puesto que permite que uno sólo se oponga a una ley querida por los demás. Por tanto, es un sistema de heteronomía. Igualmente, la norma que exige una mayoría calificada, permite a una minoría impedir una decisión querida por la mayoría. El único sistema democrático, el que asegura la autonomía del mayor número, es el de la mayoría simple.

La segunda debilidad de la “teoría del cambiavías” reside en otro presupuesto: que la vía indicada por la Corte puede ser realmente fictiplear no el procedimiento legislativo ordinario sino aquél previsto para la revisión constitucional. El juez constitucional sería entonces comparable a un cambiavía de ferrocarriles que se limita a meter los trenes sobre una u otra vía según la naturaleza del convoy o el destino.

Lejos de ser una institución antidemocrática, la Corte se muestra como un elemento esencial del sistema democrático. Las leyes constitucionales, en efecto, solo pueden adoptarse de conformidad con un procedimiento largo y complejo y, lo más frecuentemente, requiriendo mayorías más importantes que las leyes ordinarias. La mayoría política del momento no podrá alcanzarlas más que obteniendo el apoyo de la minoría. No sólo la Corte aparece así como el protector de la minoría, sino se puede llegar a decir que, si la democracia se define como “autonomía”, un sistema en el que las leyes son adoptadas según este procedimiento es más democrático que otro, porque una más grande proporción de ciudadanos serán sometidos a normas a las que ellos habrán consentido.

El argumento, sin embargo, sufre de tres debilidades mayores:

En primer lugar, el argumento reposa sobre el presupuesto de que una decisión adoptada por una fuerte mayoría es más democrática que otra adoptada por una mayoría más débil. La democracia ideal sería, entonces, un sistema en el cual todas las decisiones deberían ser tomadas por unanimidad. El principio mayoritario no sería, por tanto, mas que un mal menor: en razón de la imposibilidad de obtener el consentimiento unánime de los ciudadanos, sería necesario contentarse con la mayoría simple para las decisiones menos importantes, pero se continuaría exigiendo, a falta de unanimidad, una mayoría más grande para las decisiones más graves.

Ahora bien, esta concepción del principio de mayoría es discutible y Kelsen mismo ha presentado contra ella un argumento convincente: el sistema de unanimidad no es la democracia. Más bien, es lo contrario de la autonomía, puesto que permite que uno sólo se oponga a una ley querida por los demás. Por tanto, es un sistema de heteronomía. Igualmente, la norma que exige una mayoría calificada, permite a una minoría impedir una decisión querida por la mayoría. El único sistema democrático, el que asegura la autonomía del mayor número, es el de la mayoría simple.

La segunda debilidad de la “teoría del cambiavías” reside en otro presupuesto: que la vía indicada por la Corte puede ser realmente ficticia. Basta con notar que ciertas revisiones constitucionales son prohibidas (por ejemplo en Alemania) y que otras son simplemente imposibles. Esto puede obedecer a razones de hecho. La constitución puede exigir, por ejemplo, que una revisión que se refiera a cierto grupo o a una cierta autoridad obtenga el consentimiento de este grupo o de esta autoridad. Así, la constitución francesa de 1958, no puede ser revisada sin el consentimiento del Senado, de suerte que ninguna reforma ten- dente a limitar los poderes del Senado podría lograrse. Igualmente, es probable que se ose proponer la revisión de disposiciones relativas a los derechos fundamentales, si una ley ha sido anulada por atentar contra tales derechos. Pero estos límites pueden también ser jurídicos, como sería el caso si la constitución impidiera toda revisión referida a ciertas materias. Por ejemplo, en numerosos países está prohibido tocar la for- ma republicana del régimen. Pero se puede, también, como de hecho ha ocurrido en Italia, en Alemania, en la India, que la propia Corte se declare competente para examinar la conformidad de las leyes constitucionales a ciertos principios supra constitucionales, juzgados intangibles como, por ejemplo, aquellos que buscan la ampliación de los poderes del juez constitucional. 14

En fin, la “teoría del cambiavía” reposa sobre el presupuesto de que la Corte se limita a constatar la conformidad o la no conformidad de las leyes a la constitución. Esta conformidad o esta no conformidad sería así, de caracter objetivo y la Corte no ejercería ningún poder de apreciación, lo que es evidentemente erróneo, como se ha visto, puesto que ella debe necesariamente interpretar las disposiciones de la constitución y esta actividad es una función de la voluntad.

Pero, sobre todo, la teoría es difícilmente conciliable con la concepción de la representación que domina en estos sistemas, como el sistema francés. La idea kelseniana de que el poder constituyente es más democrático porque no puede ejercerse más que mediante un gran compromiso entre un gran número de diputados, presupone que estos diputados representan a un gran número decepción francesa, los diputados no representan a los electores, sino al pueblo o nación, de manera que este pueblo es igualmente representado cualquiera que sea la mayoría que se haya pronunciado en el seno de una asamblea electa y que está igualmente. 15

Una variante de la teoría kelseniana se debe al Decano Vedel quien pretende, él también, demostrar que el control de la constitucionalidad refuerza la democracia. En realidad, la conclusión a la que conduce involuntariamente su demostración es precisamente la inversa: el control es un límite a la democracia.

La teoría de George Vedel hace referencia a la institución de lits de justicia de la antigua monarquía francesa. Cuando el rey dictaba las leyes, éstas eran trasmitidas a los parlamentos que debían registrarlas para hacerlas ejecutables. Si los parlamentos se oponían a estas leyes, es decir, al soberano, le dirigían “remontrances”. El rey podía intentar hacer caso omiso enviando “lettres de jussion”, pero si éstas se mantenían sin efecto, se presentaba él mismo al Parlamento sobre un “lit de justice” y emitía un acuerdo ordenando el registro. El rey ejercía así su soberanía. 16

Según el Decano Vedel, la revisión constitucional es comparable al lit de justice:

El obstáculo que la ley encuentra en la constitución puede ser eliminado por el pueblo soberano o por sus representantes si recurren al modo de expresión supremo: la revisión constitucional. Si los jueces no gobiernan, es porque en todo momento, el soberano, a condición de aparecer en toda majestad como constituyente, puede, en una forma de lit de justice ignorar sus sentencias. 17

Así, el Consejo Constitucional no sería en absoluto una institución antidemocrática, porque el pueblo soberano tiene siempre la última palabra. Si el juez se ha opuesto al legislador, sus decisiones siempre pueden ser superadas por el poder constituyente.

La metáfora del lit de justice es claramente superior a la del cambiavía, puesto que es conciliable con la idea de que la ley es la expresión de la voluntad del soberano, una idea presentada como una presunción relativa. Si la ley se conforma a la constitución, ella es la expresión de la voluntad general. Cuando el juez constitucional declara que la ley es contraria a la constitución, basa su presunción en que la ley, realmente, no es la expresión de la voluntad general, pero esta presunción es destruida si el soberano aparece en persona para manifestar su verdadera voluntad.

Sin embargo, la teoría no anda sin problemas y constituye una doble confesión involuntaria.

Es una confesión involuntaria por el hecho de que la Corte Constitucional ha ejercido no una función constitucional, sino una función legislativa. Si Kelsen lo admitía, la doctrina jurídica francesa, por lo contrario, sostiene el carácter estrictamente constitucional del juez constitucional y se esfuerza en negar que éste participe en la legislación. Ahora bien, los antiguos parlamentos que se negaban a registrar un acto real ejercían una función indiscutiblemente legislativa. Por lo demás, cuando el rey intervenía para deshacer una oposición de los parlamentos referida no a una ley sino a un problema de orden jurisdiccional, el rey hacía no un lit de justice, sino una sesión real. 18

Es sobre todo una confesión involuntaria por el hecho de que el Consejo Constitucional se ha opuesto al soberano. A diferencia del cambiavía, quien, según esta justificación, no hace más que ejercer una función de conocimiento –constata que la medida es de naturaleza legislativa o constitucional– el parlamento del antiguo régimen expresa una voluntad al negarse a registrar una ley, no obstante el mandato expreso manifestado por la lettre de jussion. El parlamento se había opuesto a la voluntad del rey y se requería la voluntad superior del rey mostrándose en toda majestad en la ceremonia del lit de justice para deshacer la oposición del parlamento. Ahora bien, todo el esfuerzo del Consejo Constitucional ha consistido, precisamente, –se ha visto– en negar que al oponerse a una ley que emana del Parlamento él se oponga a la voluntad del soberano. Pero, si se acepta la justificación del lit de justice, se tiene que admitir que al oponerse al legislador es ciertamente al legislador al que se ha opuesto y que el soberano debe manifestarse en toda majestad, esto es, en constituyente, para deshacer esta oposición. Pero, ¿cuál es la naturaleza del lit de justice? En la institución del antiguo régimen, es el propio soberano que actúa para deshacer la voluntad de los parlamentos que se le han opuesto. Aquí, uno duda entre dos interpretaciones. O bien el legislador y el poder constituyente representan dos grados diferentes de soberanía; pero, en tal caso, sería necesario comprender por qué la soberanía puede ser concebida, a la vez, como un poder absoluto y como conteniendo graduaciones.

En realidad, lo que muestra esta teoría no es, por tanto, que el control constitucional sea un instrumento de la democracia, sino por lo contrario, que es un límite a la democracia.

Según una segunda versión de la teoría que quiere que el juez hable en nombre del pueblo, el juez no es su delegado, sino su representante. La teoría de la representación más difundida es simple: como la democracia directa es imposible, el pueblo designa representantes para ejercer el poder en su nombre. La constitución determina la manera por la cual estos representantes son designados, las competencias que les son atribuidas y los límites a sus competencias. Si ellos sobrepasan estos límites, no puede entonces considerarse que ejerzan el poder en nombre del pueblo. Ellos dejan de ser representantes. El control de la constitucionalidad tendría así por función la de garantizar la soberanía del pueblo.

Esta tesis se presenta bajo diversas variantes; una, que pone el acento sobre el autor de la ley; otra, sobre la propia ley. Primeramente, se puede considerar la cualidad de representante y asegurar que la existencia del control garantiza que las leyes estimadas válidas han sido correctamente adoptadas par los autoridades que se han mantenido dentro de los límites de sus competencias y que emanan, por tanto, de representantes. Esto refuerza el carácter representativo de estas autoridades.

Sin embargo, se puede también considerar a la ley misma y sostener que el texto adoptado por los representantes fuera de los límites de su competencia no ha podido ser en nombre del pueblo. Tal es la actitud del Consejo Constitucional francés cuando declara que “la ley no expresa la voluntad general más que en uniformidad con la constitución” En los dos casos, se presupone que la democracia representativa no es una forma política empírica, sino una categoría jurídica definida por la constitución. No es representante aquel que es así denominado por la constitución, sino aquel que actúa dentro de los límites de esas competencias. No es ley más que el texto que ha sido adoptado de conformidad con la constitución.

Pero ahí está precisamente la fuente de una dificultad considerable. El acto por el cual una corte constitucional afirma que los límites de la competencia de los representantes han sido transgredidos no es tampoco el producto de una constatación empírica, sino de una interpretación. por tanto es, un acto de voluntad y la corte puede decidir discrecionalmente que una ley exprese o no exprese la voluntad general y que aquellos que la han votado son representantes. La corte participa, entonces, en la formación de la ley. No es por tanto nada sorprendente que algunos lleguen a sostener que el propio juez constitucional contribuye a la expresión de la voluntad general y que, aunque no haya sido electo, es un representante.

Una tesis tal puede fundarse en la teoría de la representación desarrollada en la Asamblea Nacional Constituyente en 1791, particularmente por Barnave. La ley, se dice, es la expresión de la voluntad general. Lo cual quiere decir que todos los que adoptan la ley expresan no su propia voluntad sino la voluntad general. Son ellos los representantes del sujeto de esta voluntad, los representante del soberano. La representación no está así vinculada con la elección y el rey debe ser llamado representante, puesto que con su derecho de veto, participa en la formación de la ley. El argumento pude ser traspasado: si el juez participa en la formación de normas generales, él también es representante. Esto es cierto para el juez constitucional que puede anular las leyes adopta- das por el Parlamento, pero también para el juez ordinario que puede interpretarlas. 19

Se ve bien que este modo de justificación consiste simplemente en un cambio de definición de la democracia que no es ni un sistema de autonomía ni tampoco el poder ejercido por el pueblo a través de sus representantes electos, sino sólo un poder ejercido en nombre del pueblo por representantes de los cuales sólo algunos son electos. Pero hay otras maneras de modificar la definición de la democracia.

2. La democracia no es la voluntad del pueblo, es un conjunto de principios: El Estado de derecho

Estamos en presencia de un producto de limitaciones de la argumentación político-jurídico. Ciertamente, declaran los defensores de la ideología del Estado de derecho, el sistema que preconizamos choca contra el principio democrático, pero solamente si ese principio es identificado con el dominio de la mayoría. Ahora bien, la democracia no podría ser reducida a esto, puesto que la voluntad del pueblo no es la voluntad de la mayoría del pueblo, menos aún, la de la mayoría parlamentaria. A falta de poder identificar la voluntad del pueblo, es necesario considerar que ella se manifiesta en un cierto número de principios fundamentales que se llama también ‘Estado de derecho’. Esta idea se presenta y se justifica de varias formas.

Se puede, de entrada, asimilar pura y simplemente la democracia y el Estado de derecho y sostener que la democracia consiste no en el poder de la mayoría, sino en un sistema de garantías de derechos fundamentales, aseguradas gracias al control de la constitucionalidad. Sin embargo, esta concepción puede entrar en conflicto con la justificación de la supremacía de la constitución, si se estima que los derechos fundamentales deben ser garantizados en razón de su valor intrínseco, esto es, como derechos naturales y no porque ellos hayan sido explícitamente mencionados en el texto constitucional. En estas condiciones, si algunos de esos derechos no han sido mencionados en la constitución, no deben dejar de estar protegidos.

O bien la corte constitucional garantiza la democracia así entendida, esto es todos los derechos considerados y no necesariamente asegura la supremacía de la constitucional o bien, la corte asegura esta supremacía y no garantiza la democracia o, en todo caso, no todos los derechos fundamentales que se considera que esto implica. Esta debilidad de la justificación explica que sea raramente empleada. No pude ser útil más que en algunos casos extremos para sostener que una revisión de la constitución realizada de conformidad con las disposiciones de revisión es, sin embargo, contraria a los valores fundamentales de la democracia.

Se puede concebir entonces el Estado de derecho como un Estado que ejerce su poder en la forma jurídica, esto es, un Estado en el cual toda decisión es tomada de conformidad con una norma superior. Este Estado de derecho será entonces definido como democrático en la medida en que la constitución garantiza los derechos fundamentales y se podrá sostener que el control de la conformidad de las leyes a la constitución es necesaria para la democracia así entendida.

Sin embargo no es posible mantener esta definición porque conduciría a llamar ‘democracia’ al “Despotismo Ilustrado”, siempre que sea respetuoso de los derechos establecidos en alguna carta fundamental. Los autores no pueden, por tanto, eliminar por entero el principio mayoritario de la definición.

Pero entonces, o bien la democracia es un sistema en el que la mayoría tiene que respetar los valores fundamentales y se regresa a la concepción de una democracia limitada por el control de la constitucionalidad o bien, más que presentar el principio mayoritario y los derechos fundamentales como contrarios, se busca una fórmula por la que el principio mayoritario sea un medio que permita garantizar los derechos fundamentales. Rebecca Brown escribe así: “a better under- standing of the system we have is that majoritarian government exists to support the Bill of Rights” [el mejor entendimiento que tenemos del sistema es que el gobierno mayoritario existe para asegurar la Carta de Derechos]. 20 Quienes sostienen la primera concepción deben entonces explicar en qué difiere el sistema de una democracia limitada y los simpatizantes de la segunda por qué un sistema en el que el poder de la mayoría del pueblo no es más que un medio al servicio de los fines más elevados debe aún ser llamado ‘democracia’. Por lo demás, algunos autores, como la misma Rebecca Brown, están bien conscientes de esta dificultad y consideran que el sistema que la constitución de Estados Unidos ha tratado de establecer no es la democracia sino la libertad.

Sin embargo, otros relacionan los principios a la voluntad del pueblo.

Se puede, por ejemplo, sostener que los principios fundamentales han sido enunciados en la constitución y que, por consecuencia, es precisamente el pueblo el que los ha querido. Habría así, según la terminología de Bruce Ackerman, una democracia dual. El pueblo se expresaría en la política ordinaria por la elección de los representantes encargados de legislar y, bajo una forma más elevada, imponiendo un cambio a la constitución. 21 La democracia ordinaria reposa sobre la ficción de que la mayoría parlamentaria representa al pueblo. Al anular una ley por inconstitucionalidad, los tribunales disipan esta función e imponen la voluntad real del pueblo, tal y como aparece en la constitución. Si el pueblo está en desacuerdo con la interpretación dada por los tribunales, entonces el pueblo modifica la constitución, sea por la vía de la revisión, sea por otros medios, como lo ha hecho durante el periodo del New Deal. El respeto de los principios sería, por tanto, el respeto de la voluntad del pueblo soberano.

La idea es ingeniosa, pero es difícilmente exportable para justificar, por la teoría democrática, el poder de los jueces que aplican los principios del derecho europeo.

La idea de una democracia como Estado de derecho, igualmente considerado como un conjunto de principios fundamentales, ha sido, en efecto, largamente desarrollada en el marco de la construcción europea. En este caso, no es fácil relacionar estos principios con la voluntad del pueblo soberano. Se podría sostener que están establecidos en los tratados, igualmente ratificados por los pueblos soberanos de los diferentes Estados, pero se subraya muy frecuentemente que estos expresan valores idénticos a los que rigen en las constituciones nacionales, de suerte que la sumisión a los tratados sería análoga a la sumisión a la constitución. En este sentido se cita la jurisprudencia del Tribunal de Luxemburgo que se refiere a las tradiciones constitucionales comunes a los Estados miembros. La construcción europea –y más generalmente, la construcción de una sociedad internacional– manifestaría así la construcción de un derecho común europeo, fundado sobre los principios del estado de derecho y la protección de los derechos fundamentales. No habría más lugar para la decisión política puesto que estos principios transnacionales serían impuestos mediante procedimientos estrictamente jurisdiccionales, por tanto, neutros e imparciales.

Es por lo que otros autores, en Estados Unidos y en Francia, buscan una nueva definición de la democracia, de tal manera que repose siempre sobre el viejo criterio del poder del pueblo. Pero es esta última noción que entonces debe ser modificada. Existen varias tentativas en este sentido, pero todas ellas deben admitir que la soberanía no se ejerce sólo por la función legislativa, sino, también, por el poder constituyente, dicho de otra manera: que la soberanía tiene distintos grados.

Por otro lado, incluso en los Estados Unidos, esta justificación paga un precio elevado.

En efecto, para admitir que la corte garantice el respeto a la voluntad del pueblo establecida en la constitución es necesario presuponer que ésta se limita a aplicar la constitución, sin ejercer poder discrecional, porque la interpretación no es más que una función del conocimiento o que el pueblo está realmente en situación de corregir las interpretaciones dadas de su voluntad.

Otra dificultad se refiere al estatuto de lo gobernantes: si se considera como representantes, en el sentido francés del término, los que expresan la voluntad del pueblo soberano, no se comprendería que esta voluntad estuviera subordinada a la voluntad establecida en la constitución, porque esta es también la voluntad del pueblo soberano y que éste no puede tener dos voluntades diferentes, Si, por el contrario, se les considera como los elegidos, [pero] que no tienen el carácter de representantes al ser sometidos por la corte a la voluntad constitucional del pueblo, de ahí se sigue que el pueblo no está llamado a participar en la legislación ordinaria. El pueblo sólo ejerce el poder constituyente de suerte que la democracia no es en ningún sentido dualista y que difiere sensiblemente de la democracia en el sentido habitual. Jürgen Habermas compara este sistema político con aquel en el que un regente ejerce el poder tanto tiempo que el soberano no puede o no quiere ocupar el trono. Esta democracia es un gobierno donde el pueblo es ti- tular de la esencia del poder, que puede evidentemente retomar, pero que no lo ejerce, ni siquiera por sus representantes.

De esta manera está uno obligado a considerar que la voluntad expresada por la legislación ordinaria se encuentra subordinada a la voluntad del pueblo, establecida en la constitución y que ella no es la voluntad del pueblo. La democracia dualista es una democracia donde la ley es, posiblemente conforme con la voluntad del pueblo, pero no es la expresión de esta voluntad. Esta concepción sería, por tanto, totalmente inadecuada para justificar el control de la constitucionalidad en los países que, como en Francia, la ley es considerada la expresión de la voluntad general.

3. El pueblo no es lo que usted creía

Uno no puede escapar a esta dificultad que al precio de una construcción aún más compleja. El dualismo afecta aquí no a la democracia, sino al pueblo mismo. Se tendría que sostener que el pueblo que ejerce el poder legislativo a través de sus representantes es diferente del que ejerce el poder constituyente. Tal es la visión que propone Marcel Gauchet y, detrás de él, Dominique Rousseau. 22 Estos autores consideran que el juez constitucional hace prevalecer la voluntad del pueblo “trascendente” o “perpetuo”, el único verdadero soberano, por encima del pueblo actual.

El pueblo actual, aquel que escoge y que vota –escribe Marcel Gauchet– no es más que el representante momentáneo del poder del pueblo perpetuo que perdura idéntico a sí mismo a través de la sucesión de generaciones y que constituye el verdadero titular de la soberanía. 23

Esta presentación es sensiblemente diferente a la de Bruce Ackerman, porque aquí la voluntad del pueblo perpetuo, evidentemente, no se ha expresado jamás directamente. Ni siquiera es representado por el juez constitucional, el cual se limita a recurrir a la voluntad del pueblo actual. 24 Además de las dificultades que nacen de la idea misteriosa de un pueblo así duplicado, donde uno solo de los componentes es el soberano, pero no puede ejercer por sí mismo esta soberanía ni tampoco ser representado, esta tesis encubre una contradicción interna. La soberanía no es una cualidad que se pueda descubrir en la naturaleza del pueblo. Es solo un poder que la constitución atribuye al pueblo, sin hacer ninguna distinción entre un pueblo actual y una perpetuo. No se puede, por tanto, sostener, a la vez, que el juez constitucional aplica la constitución y que su poder se justifica sólo porque el pueblo no es el verdadero titular de la soberanía. Se objetará, sin duda, que si es la constitución la que atribuye la soberanía al pueblo y determina las modalidades de su ejercicio, ella misma debe emanar de otro ser, lo cual sería el signo indiscutible de la presencia de una jerarquía. Posiblemente se agregará que los actos del pueblo soberano no se reconocen mas que cuando han sido realizados de conformidad con la constitución, lo que el Consejo Constitucional expresa con la fórmula: “la ley no expresa la voluntad mas que de conformidad con la constitución”. Sin embargo, estas disposiciones de la constitución son únicamente definiciones y en ningún sentido habilitaciones conferidas al pueblo por un ser superior a él. Por lo demás, el argumento conduciría a una regresión al infinito, puesto que si se pretendiera que el pueblo actual no puede ser soberano más que en virtud de una atribución conferida por un pueblo perpetuo, de donde deriva este pueblo perpetuo su soberanía.

Me importa recordar que todo lo que precede no es mas que el análisis de los discursos y no de la realidad y que hasta ahora yo no me he pronunciado sobre la realidad del carácter democrático. Parece evidente que si uno se mantiene dentro de la concepción clásica de la democracia: un sistema en el cual el poder es ejercido exclusivamente por medio de normas generales adoptadas directamente por el pueblo o por sus representantes electos, la mayor parte de los sistemas reales no son democracias, puesto que un gran número de normas generales son creadas por jueces, que no son representantes electos. ¿Cuál es entonces la naturaleza de esos sistemas? Se puede escoger entre dos calificaciones.

O bien se considera que los parlamentos electos son democráticos y se debe llamar a estos sistemas «regímenes mixtos» puesto que el poder es ejercido conjuntamente por una autoridad democrática y una autoridad aristocrática.

O bien, se considera que los parlamentos no son más que una aristocracia electa y es necesario, por tanto, considerar que los sistemas en los que vivimos son repúblicas aristocráticas.

Notas

* Traducción del original en francés por Rolando Tamayo y Salmorán.

1 Aquí no se emplea ‘imputación’ en su sentido técnico habitual. En ese sentido técnico se tendría que decir que los actos son siempre imputados al Estado, no al Parlamento o al Gobierno. Pero en el lenguaje corriente, un órgano se identifica como el actor del acto y es de esta manera el Parlamento o el Gobierno son así identificados.

2 Des délits et de peines, Genève, Droz, 1965 (primera edición 1764)

3 El 6 de mayo de 1790.

4 Citado por Padoa Schioppa, Antonio. La Guiria all’Assamblea Constituente francese, en Pado Schioppa, Antonio (Ed.), The Trial Jury in England, France, Germany, 1700-1900, Berlín, Duncker und Humbolt, 1987, pp. 75 y s.

5 A.P. t. 15; p. 425.

6 Beccaria, op. cit.

7 Vid. su artículo en esta misma revista.

8 Artículo 4.

9 Artículo 5.

10 Cf.: Troper, Michel. “La forza dei precedente e gli effetti preverse del diritto”, en Ragion pratica, Núm. 6, 1996, pp. 65 y ss.

11 En una sentencia de 17 de noviembre de 2000, la Corte de Casación decidió reconocer, a favor de un niño nacido con una fuerte tara congénita, el derecho a una indemnización a cargo del médico, cuya falta de diagnóstico impidió abortar a la madre. El 4 de marzo de 2002, el Par- lamento adopta una ley cuyo artículo primero proclama que «Nadie puede aprovecharse de un perjuicio por el solo hecho de su nacimiento», lo que significa que un niño nacido con una tara congénita ya no puede reclamar una indemnización en reparación de la falta que ha causado este nacimiento anormal.

12 La democratie, sa nature, sa valeur, trad. de Charles Eisenmann de la 2a. Edición alema- na, París, Sirey, 1932; Segunda edición francesa, con Presentación de Michel Troper, París, Eco- nómica, 1988 (Existe versión en español de Rafael Luengo Tapia y Luis Legaz y Lacambra, Editora Nacional, México, 1974).

13 Cf.: Favoreu, Louis. “Les decisions du Conseil Constitutionnel dans l’affaire des nationalization”, en Revue du Droit Public, 1982, pp. 419 y s.

14 La Suprema Corte de la India ha anulado en dos ocasiones enmiendas hechas a la constitución, en 1976 una enmienda, que había validado una elección (Smt. Indira Nehru Gandhi v. Raj Narain), en 1980 (Minerva Mills v. Union of India) una enmienda que suprimía todas las limitaciones al poder de revisar la constitución, de tal manera que habría sido posible modificar la estructura fundamental de la constitución. (Cf.: Hidayatullah, M. Constitutional Law of India, Liverpool, Lucas Publication,

15 Vid.: en este sentido: Michelman, F. “Can Constitutional Democrats be Legal Positivist? or Why Constitutionalism?”, en Constellations, Vol. 2 (3), 1996, 1996, pp. 293 y ss.

16 Vid.: Olivier-Martin, F. Histoire du droit français des origines à la Révolution, París, 1948, (obra reimpresa por el Centre National de la Reserch Scientifique, 1984), pp.543 y ss; Richet, D. La France moderne: l’esprit des institution, París, Flammarion, 1973, pp. 32 y 157; Di Donato. “Introduction en un costuzionalismo di antico regime? Prospettive socio-istituzionali di storia giuridica comparata”, en Richet, D. La Francia moderna: lo spirito degl’istitutioni, Roma/Bari, Laterza, 1998 (Introducción).

17 “Schengen et Maastricht”, précit.

18 Hanley, S. Le «lit de justice» des rois de France. L’idéologie constitutionnelle dans la légende, rituel e le discour, París, Aubier, 1991.

19 A veces se me ha imputado erróneamente la idea de que el Consejo Constitucional debería realmente ser considerado como un representante (Cf.: por ejemplo Wachsman, Patrick. “Volonté du juge contre volonté du constituant? Dans un débat americain”, en Le rôle de la volonté dans les actes juridiques. Etudes à la memoire de Professeur Alfred Rieg, Bruselas, Bruylant, 2000, pp. 855 y ss.) En realidad yo no he pretendido proporcionar una justificación del control de la constitucionalidad en Francia, sino solamente hacer el análisis del significado de la expresión ontenida en el artículo 1° de la constitución francesa: «Francia es una república democrática» para conciliarla con el control [constitucional]. La conclusión de este análisis fue que, si se quería justificar el control [constitucional], dando un sentido a esta expresión, era necesario sostener que el juez constitucional, que participa en la formación de la ley, esto es, a la voluntad general, era un representante. Entre los autores que han efectivamente sostenido esta tesis se encuentra D. Rousseau, (cf.: Droit du contentieux constitutionnel, París, Montchrestien, 1999 y “La jurisprudence constitutionelle, quelle «nécesité démocratique»?”, en Drago, G. Y François, B, Molfessis, N. (Eds.), La légitimité de la jurisprudence du Conseil Constitutinnel, París, Economica, 1999, pp. 363-376 con mi comentario y la réplica de D. Rousseau [Cf.: ibid: pp. 377- 382]). La misma idea es defendida por Pierre Rosanvallon, quien escribe: “ciertamente, los representantes del pueblo son, aquellos que él ha elegido. Pero, no únicamente. Pueden igualmente ser considerados como representantes aquellos que hablan, actúan y que deciden «en nombre del pueblo». Este es, claramente, el caso de los jueces, sean judiciales o constitucionales, pero es, también, por extensión, el carácter que revisten múltiples autoridades de regulación.” (Rosanvallon, Pierre. La démocratie inachevé. Histoire de la suveraineté du peuple en France, París, Gallimard, 2000. p.407).

20 En Garvey, J.H. y Aleinikoff, A. pp. 235 y ss.

21 Ackerman, Bruce. We the People, Vol. I, Cambridge, Mass., Havard University Press, 1991.

22 Gauchet, Marcel. La révolution des pouvoirs. La souveraineté, le peuple et la répresentación, 1789-1799, París, Gallimar, 1995 ; Rousseau, Dominique. Droit du contentieux constitutionnel, París, Montchetien, 1999, en especial: pp. 469-470.

23 La Révolution des pouvoirs. La souveraineté, le peuple et la représentation, 1789-1799, cit., p. 45.

24 Marcel Gauchet escribe así: “el juez constitucional no está encargado de representar la soberanía del pueblo... él está encargado de poner en representación el hecho de que ella [la soberanía] debe tener la última palabra.” (Ibid. p. 42). Igualmente Dominique Rousseau: “el juez constitucional permite al pueblo verse como soberano gracias a un espejo, la constitución-carta jurisprudencial de los derechos fundamentales que refleja al pueblo su soberanía y a los delegados electos su subordinación al soberano. La justicia constitucional hace visible, así, lo que el modelo representativo hace olvidar: poniendo la representación en representación” (Droit du contentieux constitutionnel, cit., p. 470).

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