Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 17, 2002
Instituto Tecnológico Autónomo de México
Cass R Sunstein
Harvard University Press, Cambridge MA, Estados Unidos
Este trabajo sugiere que existen, en principio, poderosos argumentos en favor de la regulación social y económica. En este respecto, el relativamente bien comprendido fenómeno de los “fallos del mercado” se complementa con un amplio conjunto de defectos de la propia ordenación del mercado. Desde luego que un régimen general de diseño de las preferencias por parte del control gubernamental es una de las características centrales de los regímenes totalitarios. Y nadie negaría que este tipo de regímenes resulta intolerable. Pero sería muy raro utilizar esta razón para negar a los ciudadanos de una democracia representativa el poder para implementar mediante el Derecho sus aspiraciones colectivas; o para contrarrestar, facilitando información y oportunidades, ciertas preferencias y creencias adaptadas a un statu quo injusto o en cualquier otra forma objetable.
Los orígenes de las normas regulativas pueden discutirse en términos de su explicación o de su justificación. Una explicación pretende dar cuenta de la existencia de una norma, mientras que una justificación pretende decir que la norma es una buena idea. Felizmente, en ocasiones, una explicación puede ser también una justificación. Una ley puede prevenir el monopolio y, además, su promulgación puede ser atribuible a la comprensión por parte del legislador de ese hecho. Pero también, en un sentido inverso, puede ocurrir que la explicación de una norma sea insuficiente para su justificación o que, incluso, contribuya a su desacreditación. A menudo, explicamos la existencia de ciertas leyes como “meras” manifestaciones de intereses de grupo y, salvo que aceptemos asunciones muy artificiosas 1 , este tipo de explicaciones hace más por debilitar que por justificar las medidas en cuestión. Casi cada número del Journal of Law and Economics contiene alguna contribución señalando que una regulación aparentemente inspirada por fines públicos –incluidos la protección del medio ambiente y la seguridad en el lugar de trabajo- es realmente un intento por beneficiar a una industria poderosa o para crear un cártel; o que dicha medida sólo refleja lo que se ha descrito como “búsqueda de ventajas” (rent seeking): la dilapidación de energías productivas, invertidas en comportamientos políticos autointeresados inútiles. 2 Las páginas que siguen describen distintas explicaciones de normas regulativas que, en la mayoría de los casos, sirven también como justificaciones.
En este momento son oportunas ciertas aclaraciones. Muchas leyes pueden caer en más de una categoría y distintas normas de la misma ley pueden caer dentro de distintas categorías. Las razones particulares para la categorización dependerán de argumentos normativos y empíricos contestables y, además, es imposible hacer afirmaciones acerca del ámbito y la naturaleza específicos de la regulación sin saber mucho de los hechos relevantes. Mi objetivo es sugerir que, a pesar de estas dificultades, las normas regulativas pueden distinguirse mediante su función; que no deben ser tratadas como un todo indiferenciado; que caen dentro de modelos reconocibles y que, a menudo, son susceptibles de defensas poderosas, al menos en principio.
Los fallos del mercado
Muchas normas responden a fallos del mercado en el sentido en el que este concepto ha sido entendido por la economía neoclásica. Aquí será suficiente con esbozar algunos ejemplos convencionales. 3
Monopolio. Que las normas regulativas son una respuesta ante el riesgo de monopolio no es un asunto que suscite ninguna controversia. La regulación del gobierno dirigida a prevenir el comportamiento monopolístico o los cárteles –al igual que las reglas básicas de los contratos, la responsabilidad y la propiedad–, está diseñada para asegurar el buen funcionamiento del mercado. En ocasiones, la regulación gubernamental de los monopolios adopta la forma de sanciones civiles o penales. Aunque haya divergencias respecto de si son eficientes o no, una vez tenidos en cuenta sus costes de aplicación, la Sherman Act y la Clayton Act, al igual que la demás legislación antimonopolio, caen dentro de esa categoría.
Los controles jurídicos sobre el comportamiento monopolístico constituyen una solución muy débil o raquítica cuando se trata de monopolios naturales, como los que encontramos en áreas en las que las economías de escala permiten que, debido a sus menores costes, las grandes empresas expulsen a sus competidores. En esos casos la solución típica consiste en establecer precios tope y, quizá, también controles de calidad. El objetivo fundamental es proporcionar bienes y servicios en un nivel equivalente al de competencia. La Federal Comunication Act y la Natural Gas Act son esfuerzos para resolver este tipo de problemas. Hay muchas disputas respecto del espectro de la categoría de monopolio natural y, además, los cambios tecnológicos pueden convertir lo que otrora fuera un monopolio natural en un campo muy competitivo.
Los problemas de acción colectiva, las cuestiones de coordinación y los costes de transacción. Es bien sabido que el comportamiento privado individualmente racional puede conducir a la irracionalidad colectiva o pública. 4 Si todos actúan por su propio autointerés, se pueden llegar a producir graves daños. Buenos ejemplos de esto se encuentran cuando tratamos con bienes públicos o colectivos, caracterizados porque no se puede excluir a nadie de su goce y porque su consumo no es incompatible. El ejemplo estándar de este tipo de bienes es la defensa nacional: cuando ésta tiene lugar, nadie puede ser excluido de ella; no se puede proveer a alguien de defensa nacional sin proveer a los demás. Y, también, el hecho de que una persona sea protegida no disminuye en nada la protección que puedan recibir otros. En casos como éste, cualquier persona que actúe racionalmente se verá tentado a actuar como un gorrón (free rider), y la consecuencia de ello será que el bien no se proveerá en absoluto. La regulación de gobierno es necesaria para eliminar el problema de los gorrones y para asegurar la creación de bienes públicos.
El Derecho ambiental es un buen ejemplo de lo anterior, ya que el aire limpio y el agua pura tienen las características propias de los bienes públicos. Los costes sociales de la contaminación pueden ser mucho mayores que los beneficios sociales que ella produce pero, como en cada caso individual dichos costes son muy difusos y muy pequeños, el mercado no hará que los contaminadores individuales los tengan en cuenta. De manera bastante racional, cada contaminador llevará a cabo una actividad que conduzca a que la sociedad en su conjunto esté cada vez peor. Y como una eventual reparación supone, a su vez, altos costes individuales y bajos beneficios para cada víctima, 5 ésta tratará de gorronear los esfuerzos para obtener una compensación que realicen las demás víctimas; por lo que, de manera bastante racional, se negará a ser ella la primera en presentar la demanda. El resultado de todo esto es que ni el contaminador, ni las víctimas, detendrán los efectos dañinos de la actividad, que puede preverse que alcanzará un nivel mucho más alto que el óptimo. La regulación ambiental es una respuesta característica a este tipo de problemas.
Del mismo modo, un grupo de personas puede enfrentarse a un “dilema del prisionero”, donde el comportamiento racional individual lleva a que los actores relevantes se encuentren en una peor situación que si actúan cooperativamente. 6 El dilema del prisionero se presenta de la siguiente manera: a dos prisioneros, de quienes se sospecha que son culpables de un crimen, se les coloca en celdas separadas; se les interroga separadamente y se les ofrece algún tipo de arreglo con la fiscalía. El fiscal le dice a uno de los prisioneros: “Si confiesas el crimen, y el otro prisionero no confiesa, serás un testigo de la acusación, por lo que te liberaremos. Pero si tú confiesas el crimen y el otro prisionero también, serás acusado, por lo que tendrás que cumplir una sentencia de cinco años. Si tú no confiesas, y el otro prisionero tampoco confiesa, ambos serán acusados del delito menos grave del que ya tenemos pruebas suficientes, por lo que tendrán que cumplir una sentencia de un año. Pero si tú no confiesas, y el otro prisionero sí lo hace, entonces recibirás la sentencia máxima de diez años”.
Actuando separadamente, la mejor estrategia para cada uno de los prisioneros es confesar. Haga lo que haga el otro prisionero, el resultado de confesar es mejor que el de no confesar. Pero si siguen esta estrategia, el resultado consiste en una sentencia de cinco años, es peor que el que tendría lugar si ninguno de ellos confesara –un año de prisión–. Para obtener el mejor resultado posible se necesitaría un comportamiento cooperativo que los protegiera contra la defección recíproca. Esto es así porque este problema no se resolvería tampoco permitiendo que los prisioneros hablarán entre sí. Cada prisionero tiene un fuerte incentivo –su libertad– para romper el acuerdo, por lo que la decisión respecto de si cumplir o no el acuerdo, replantearía el dilema. Lo que se necesita para asegurar el cumplimiento es un mecanismo de aplicación coercitivo.
Problemas paralelos surgen en otros contextos. De hecho, tanto para los compradores como para los vendedores los mercados son dilemas del prisionero, por lo que ambos saldrán beneficiados si se llega a soluciones cooperativas. Ahora bien, existe un consenso extendido en que dicho dilema es deseable, al menos en lo que respecta a la conducta de los vendedores. Las leyes antimonopolio están diseñadas para que los consumidores, y la sociedad en su conjunto, se beneficien de este tipo de dilemas. Sin embargo, en ocasiones, el dilema del prisionero genera daños generales, por lo se hacen necesarias otras soluciones regulativas. Aquí también podemos entender por qué, por ejemplo, el control jurídico de la contaminación es una respuesta a este tipo de problemas. Cada persona que contamina o ensucia puede estar actuando racionalmente en su propio beneficio, pero el nivel agregado de contaminación o de basura llegará a un nivel muy por encima del óptimo social, al que sólo se puede llegar mediante una acción colectiva que garantice la cooperación, incluida la coerción. En este caso, el problema central consiste en que, para alcanzar los estados de cosas socialmente deseados, los mercados conllevan casi siempre costes de transacción. Resulta costoso para los individuos alcanzar por sí mismos acuerdos cooperativos, por lo que, en ausencia de fuertes normas sociales, la coerción será, en cualquier caso, indispensable.
Ideas de este tipo ayudan a justificar los controles regulativos que parecen interferir con las elecciones privadas pero que, de hecho, facilitan los resultados a los que la gente desea llegar, aunque no sea capaz de ello sin asistencia de los poderes públicos. La prohibición de tirar basura es un ejemplo de ello. Un ejemplo relacionado es también el de la prohibición jurídica de la discriminación racial en el servicio de los restaurantes que, paradójicamente, fue promovida por los propios empresarios. Era necesaria la fuerza del derecho para evitar las presiones impuestas por los clientes blancos y posibilitar, así, que los restaurantes atendieran a las personas que ya querían atender. El miedo a las represalias de los blancos encontró su remedio en la protección jurídica, permitiendo que los negocios hicieran algo que, en buena medida, ya querían hacer.
En el mismo sentido, el uso obligatorio de los cinturones de seguridad puede verse como un mecanismo para superar las presiones, impuestas sobre todo a los jóvenes, para no utilizarlo. En estos casos, el escudo del derecho remueve obstáculos psicológicos, ayudando a las personas a hacer lo que en verdad quieren hacer. 7 Algunas restricciones al consumo de tabaco pueden verse también como la respuesta frente al dilema del prisionero que llegan a enfrentar los jóvenes frente a la presión de sus compañeros. Este tipo de regulaciones no tienen por qué considerarse en absoluto paternalistas, sino como apoyos a los individuos para alcanzar una solución cooperativa.
De lo anterior podemos obtener una lección general. Algunas de las medidas gubernamentales que se consideran comúnmente como injustificadamente paternalistas, pueden ser vistas como esfuerzos para facilitar la satisfacción de deseos privados. Este fenómeno sugiere una explicación para el llamativo hecho de la diferencia entre las preferencias de las personas cuando actúan como ciudadanos o votantes y cuando actúan haciendo uso de sus capacidades privadas o de mercado. La mayoría de los ciudadanos toleran regulaciones que les evitan verse involucrados en actividades de las que, dados los dilemas de prisionero y los problemas de la acción colectiva, no podrían escapar en un sistema no regulado. La gente puede preferir un sistema en el que todos enfrentemos la prohibición de tirar basura o de conducir sin cinturón de seguridad, incluso en el caso en el que cada uno, personalmente, preferiría tirar basura o no usar el cinturón.
Un problema análogo es el de la coordinación: el arreglo de las conductas privadas por parte de los poderes públicos, de modo que satisfagan intereses particulares que, dejados a la decisión individual, generarían caos. 8 En estos casos, se necesita una norma social o una restricción jurídica para resolver el problema. A diferencia del dilema del prisionero, los problemas de coordinación no presentan ningún incentivo para no acatar la solución una vez que ésta tiene lugar. Los acuerdos para resolver problemas de coordinación son estables, mientras que los que resuelven dilemas del prisionero no lo son.
Los problemas de coordinación aparecen por todos lados. La regulación gubernamental del tráfico aéreo o de la circulación por carretera son buenos ejemplos de ello. Otro buen ejemplo es la concesión de licencias para la trasmisión radiofónica. En este caso, la regulación “no consiste en forzar a las personas a hacer lo que no quieren hacer, sino en darles la oportunidad de que hagan lo que en verdad quieren hacer, forzándolos a hacerlo”. 9 La categoría es amplia y también en este caso la regulación cumple funciones de facilitación que a menudo se pasan por alto.
Información inadecuada. A menudo la gente carece de información. Este es un problema especialmente grave en los campos de la seguridad y la salud. Por ejemplo, los trabajadores no cuentan con las herramientas necesarias para valorar los riesgos que corren de desarrollar carcinomas como consecuencia de su actividad laboral; simplemente, la información no está disponible. Asimismo, los compradores de distintos productos, que van desde alimentos hasta medicinas, suelen ser inconscientes de los riesgos relevantes que conlleva su consumo.
La ausencia de información puede ser resultado de fallos en el mercado de distintos tipos. 10 En este sentido, por ejemplo, la información puede ser un bien público. Imagínese un test para medir el peligro de los cigarrillos, de cuyo uso, una vez publicado, no puede excluirse ni a los ciudadanos ni a las compañías que no hayan aportado recursos para su desarrollo (gorrones). En estos casos, aunque para los fumadores en su conjunto la información en cuestión es de mucha importancia, a la luz del problema de los gorrones, para cada uno de ellos individualmente sería demasiado costoso generarla. El resultado es que habrá poca información.
También existe un fallo en el mercado cuando los fabricantes tienen pocos incentivos para facilitar información acerca de los peligros vinculados con sus productos. En vez de ayudar a que un proveedor particular venda más, la competencia respecto del nivel de peligrosidad puede llegar a generar una disminución generalizada de las ventas. Ante esta posibilidad habrá poca información disponible. Finalmente, mientras que, por lo general, los productores conocen el grado de peligrosidad de sus productos, los consumidores rara vez pueden saberlo. Esta asimetría en la información puede generar que los productos más seguros sean expulsados del mercado como consecuencia de que: (1) los productos más seguros no podrán venderse a un precio superior; (2) los productos seguros suelen ser más costosos de producir y, (3) los consumidores no serán capaces de reconocer la diferencia entre los productos seguros y los que no lo son. 11
El alcance de este tipo de problemas es una cuestión muy discutida. Puede suceder, incluso, que la falta de información tenga como consecuencia el éxito de un mercado. La información es costosa de producir y de procesar, por lo que, aunque sea relativamente bajo, puede ser que el mercado genere el nivel óptimo de información. Pero, si la información es inadecuada, la regulación gubernamental parece una solución sensata. En vez de prohibir la transacción, el mejor remedio suele consistir en proveer la información que el mercado no genera por sí mismo. En el interés de la autonomía y del bienestar, la presunción regulativa debe operar a favor de la información antes que de la de prohibición.
Ahora bien, en ocasiones, generar información puede resultar tan costoso que el mismo gobierno puede llegar a considerar indeseable producirla. Así pues, a veces, la solución de la revelación de información frente a la posibilidad de la prohibición, puede resultar tan cara o tan poco efectiva, que ésta última resulte la mejor aproximación al problema. Si la conducta relevante supone la asunción de riesgos que ninguna persona razonable e informada asumiría, y si proveer dicha información resulta muy costoso, prohibir esa conducta, en vez de sólo exigir que se revele la información en cuestión, será la solución más adecuada. Algunas regulaciones sobre medicinas, productos de consumo y seguridad en el trabajo pueden entenderse plenamente en estos términos.
Las soluciones que pasan por revelar información son especialmente complicadas dadas las enormes dificultades que enfrenta la gente para tratar con eventos poco probables. 12 Las personas tienden a confiar en ciertos tipos de razonamiento heurístico que, al no valorar adecuadamente el fenómeno de la regresión estadística (regression to the means), conducen a cometer errores sistémicos en la asignación de probabilidades; dando demasiado peso a las catástrofes recientes o partiendo de una expectativa general insuficientemente ajustada al problema en cuestión. 13 El resultado de ello es que el manejo popular de los riesgos de baja probabilidad suele ser seriamente errado. También hay muestras de que la provisión de información es poco útil cuando la percepción de los riesgos va contra corriente. La gente puede estar acostumbrada a creer que el riesgo es bajo, o puede desear creer que no está sujeta a tal riesgo; y es muy difícil contravenir esas creencias. Si la gente intenta reducir las disonancias cognitivas, si no quiere darse por enterada, las campañas informativas no alterarán sus creencias en absoluto. 14
Por este tipo de razones, no siempre es útil que el gobierno confíe la solución de revelar información en caso de que haya insuficiente información. Como se ha señalado, las prohibiciones directas se presentan como la solución natural. Gran parte de la moderna regulación de seguridad –que protege ante los daños nucleares, frente a la presencia de sustancias venenosas en el lugar de trabajo o respecto de venta de medicamentos o bienes de consumo peligrosos– puede entenderse como respuesta a problemas de información. Ahora bien, es probable que, si se utilizara con mayor frecuencia el recurso a la revelación de información este tipo de normas serían más efectivas y menos gravosas.
La categoría de información inadecuada incluye el problema del comportamiento impulsivo y del arrepentimiento: la posibilidad de que las elecciones ex ante no tengan en cuenta o minusvaloren la probabilidad de daños o insatisfacciones ex post. Este tipo de razones son la base para el “enfriamiento” forzoso de ciertas transacciones comerciales. También tiene mucho que ver con una maternidad subrogada, cuya regulación depende de la creencia de que, a causa de una especie de miopía, las partes contratantes no entienden los costes reales de la transacción en cuestión.
Externalidades. Hay muchas conductas privadas que tienen costes externos que no son tomados en cuenta adecuadamente por los mercados privados. La decisión de ofrecer empleo en lugares peligrosos o de producir productos peligrosos, puede afectar no sólo a los trabajadores o a los compradores, sino también a un amplio grupo de extraños –vecinos del lugar de producción o de uso; miembros de las familias de los afectados; participantes de los mercados de seguros, y quienes pagan los impuestos con los que se acaba indemnizando a los perjudicados-. Los costes son externos porque no son “internalizados” mediante el funcionamiento del mercado. Los controles gubernamentales relativos a cuestiones como los narcóticos, el uso de energía, el medio ambiente, la energía nuclear y los planes de pensiones, pueden entenderse plenamente como respuestas a este tipo de problemas.
En las democracias industrializadas, en las que hay una amplia interdependencia entre las personas dañadas y la población en general, las externalidades se encuentran por todos lados. Tomemos lo que puede ser, quizá, un ejemplo sorprendente: la protección de especies en peligro de extinción, que puede ser vista como el reconocimiento de grandes beneficios externos derivados de la preservación de la biodiversidad. Las distintas especies tienen cargas genéticas que proporcionan materias primas para bienes útiles, que van desde las medicinas hasta los pesticidas. Así, por ejemplo, el 25% de las medicinas que actualmente se venden en Estados Unidos provienen de la sintetización de productos químicos generados originariamente por plantas silvestres. La Endangered Species Act es, en parte, un producto la preocupación por conservar esos recursos.
El ejemplo más simple de externalización es el que suponen los daños directos a terceros –como ocurre en el caso en que una central nuclear pone en peligro la vida en los alrededores–. De un modo más controvertido, las externalidades pueden requerir lo que aparentemente sería una regulación paternalista de la seguridad o de la salud. Quienes, en la mayoría de los casos acaban pagando los costes de los tratamientos médicos de las enfermedades son los contribuyentes. Y el coste de la muerte, de las lesiones o de las enfermedades no sólo afecta al involucrado directamente, sino también a su familia. Ideas de este tipo han entrado en juego en la creación de la Occupational Safety and Health Act.
Es oportuno realizar dos matices que, en general, suelen pasarse por alto. En primer lugar, la idea de que el productor de artículos o sustancias dañinos ha “causado” los efectos adversos pretende ser puramente descriptiva pero, de hecho, tiene una dimensión normativa muy importante. Para establecer si los daños generados por productos peligrosos deben ser atribuidos a los actos del productor o a las acciones de un tercero, necesitamos de una teoría moral. Podríamos tratar este tipo de daños en función de acciones u omisiones de un amplio conjunto de personas. 15 En segundo lugar, las conductas privadas tienen muchísimas consecuencias externas que afectan a otros, y muchos estarían dispuestos a pagar por evitar muchas de las que suelen ser consideradas daños de algún tipo. Así, este tipo de lesiones podría incluir, por ejemplo, ofensas morales o daños a la autoestima causados por la degradación ambiental, por la discriminación racial, por la asunción de riesgos, por el matrimonio interracial o por la pornografía. Una teoría operativa de las externalidades tiene que establecer qué tipo de efectos cuentan como daños a terceros regulables. Y esa teoría tiene que partir de la teoría política y no de las ciencias o de la economía.
La redistribución por interés público
Muchas leyes se diseñan con el objeto de redistribuir recursos de un grupo a otro. Algunas de éstas responden a amplios consensos o a perspectivas fácilmente defendibles, de las que se desprende que el grupo beneficiado tiene una pretensión legítima respecto del recurso en cuestión. Las normas que trasfieren recursos directamente a los pobres o a los incapaces –como la Social Security Act o la Food Stamp Act– y la ayuda a familias con hijos dependientes caen dentro de esta categoría.
Ahora bien, a menudo, las medidas redistributivas no trasfieren directamente recursos a las personas desaventajadas o a quienes desea subsidiar, sino que tratan de manejar los problemas de coordinación o de acción colectiva que enfrentan los grandes grupos. Como hemos visto, la protección legal de los trabajadores es frecuentemente una respuesta a los problemas de coordinación dentro del mercado de trabajo. Supongamos, por ejemplo, que muchos empleados prefieren una jornada de nueve horas a una jornada de doce horas. Supongamos también que la gran mayoría de ellos prefieran trabajar doce horas antes que no trabajar en absoluto. En este caso, los trabajadores no pueden confiar en el mercado de trabajo para alcanzar su objetivo. Cada trabajador individual competirá con los demás en su propio perjuicio. La opción que prefieren los trabajadores tiene que ser el resultado de normas que eliminen la posibilidad de una jornada de trabajo ilimitada 16 .
Debido al problema de la acción colectiva, las normas regulativas tienen que hacer que los derechos relevantes sean inalienables. Si se deja a los trabajadores la libertad de negociar con esos derechos, el problema de la acción colectiva vuelve a plantearse. El mercado laboral crea un dilema del prisionero del que sólo se puede escapar mediante la acción de gobierno. Ideas de este tipo son las que justifican instituciones como el salario mínimo o la jornada laboral máxima y, en general, la Fair Labor Standars Act –aunque sus consecuencias redistributivas sean complejas, y dentro del grupo de los trabajadores haya tanto ganadores como perdedores–. 17 Este tipo de problemas de acción colectiva generan razones para la regulación que se basan en la redistribución, no en la eficiencia económica. En esta línea de ideas, no está claro que la posibilidad de que se creen sindicatos sea eficiente, aunque dicha posibilidad se establezca en beneficio de los autorizados. Desde esta misma perspectiva, no está tampoco nada claro, por ejemplo, que el salario mínimo no genere desempleo.
Frecuentemente, la regulación es un esfuerzo por redistribuir recursos a ciertos grupos. El objetivo de la regulación sobre salud y seguridad no es resolver un problema de acción colectiva, sino transferir, a expensas de los empleadores y de los vendedores, recursos a los trabajadores y a los compradores. Ahora bien, las razones para la regulación redistributiva son muy discutidas, y con razón. En general, las estrategias redistributivas son medios menos eficaces para la distribución de la riqueza que la transferencia directa de recursos. 18 Una de las paradojas del estado regulador es que los esfuerzos por distribuir recursos suelen perjudicar a los menos favorecidos o, en cualquier caso, suelen tener distintos efectos no deseados o perversos. El mercado tiene mucha imaginación para superar los esfuerzos para transferir recursos mediante la regulación.
Consideremos, como ejemplos particulares, los precios mínimos agrícolas y el control de alquileres. No está en absoluto claro que ninguna de estas regulaciones beneficie a un grupo con una buena razón para exigir la ayuda pública, ni que la pretendida redistribución tenga lugar de hecho. El control de alquileres no ha servido para transferir recursos directamente a los más desaventajados. Por el contrario, ha inhibido nuevas inversiones en la construcción de viviendas, generando una reducción de la cantidad disponible, beneficiando a los propietarios ya existentes que, en la mayoría de los casos, son sujetos económicamente bien situados. Y ese beneficio ha tenido lugar a costa de otro sujetos, en general, pobres.
De aquí se puede obtener una lección general. La gente suele creer que la regulación simple produce una redistribución desde una clase hacia otra, pero, a la luz de la flexibilidad del mercado para generar ajustes ex ante a los controles regulativos, los efectos redistributivos de la regulación son complejos y, en ocasiones, desafortunados. Así, por ejemplo, la legislación que impone un salario mínimo genera desempleo y ciertos tipos de normas relativas a la salud laboral generan descensos en la contratación y en los salarios. (Decir esto no significa que este tipo de legislación debe rechazarse; para poder hacer ponderadamente un juicio de este tipo, es necesario conocer la magnitud de todos estos efectos). Un problema relacionado con lo anterior es que, en ocasiones, se beneficia a grupos que no merecen ser ayudados. Es muy difícil argumentar a favor de los agricultores diciendo que, en cuanto clase, deben recibir el masivo y muy variado conjunto de subsidios previstos en las leyes federales.
Los deseos y las aspiraciones colectivos
Algunas leyes deben entenderse como la materialización de preferencias que no tienen carácter privado, sino que deben describirse como deseos colectivos que incluyen las aspiraciones, “las preferencias sobre preferencias” y los juicios de valor por parte de segmentos significativos de la sociedad. Las normas de este tipo son el producto de procesos deliberativos de los ciudadanos y de sus representantes. No pueden interpretarse como un esfuerzo por agregar o intercambiar preferencias individuales. Esta visión de la política recuerda la confianza de Madison en la democracia deliberativa. 19
Ocurre a menudo que no podemos entender las elecciones políticas como un proceso de agregación de preferencias prepolíticas. Puede ser, por ejemplo, que algunas personas quieran que exista una cadena de televisión no comercial, aunque sus propias preferencias como televidentes sea la de ver telenovelas. Puede suceder, por ejemplo, que algunos estén a favor de medidas de protección ambiental muy exigentes, aunque ellos no visiten personalmente los parques públicos. Puede ocurrir, por ejemplo, que algunos aprueben las normas que prescriben sistemas de seguridad social y de bienestar público, aunque ellos no ahorren o no hagan caridad. Puede ser que, por ejemplo, algunos apoyen las normas antidiscriminación, aunque su comportamiento individual diste mucho de ser neutral respecto del sexo o de la raza. Realizamos este tipo de elecciones como participantes de la política, no como consumidores. Como consecuencia de ello, la democracia exige la intrusión en los mercados. La extendida separación entre elecciones políticas y elecciones de consumo presenta algo parecido a un rompecabezas. De hecho, en ocasiones, tal separación da lugar a la impresión de que el orden de mercado es antidemocrático y de que las elecciones llevadas a cabo mediante los procesos políticos son una mejor base para la ordenación social.
Ahora bien, a la luz de los múltiples fallos de los procesos políticos y de las ventajas del orden de mercado en muchas áreas, una generalización de ese tipo resultaría muy exagerada. Pero también sería un error sugerir, como algunos hacen, que los mercados siempre reflejan mejor que la política las elecciones individuales, o que las elecciones políticas sólo difieren de las elecciones de consumo por su grado de confusión –en el sentido de que los votantes no suelen tener en cuenta que, en última instancia, ellos serán quienes soporten las cargas de los programas que apoyen–. No hay dudas de que, en ocasiones, el comportamiento de consumo refleja las preferencias mejor, o de manera más realista, que el comportamiento político. Pero, como las preferencias dependen del contexto, la propia idea de “reflejar mejor” las preferencias “reales” resulta confusa. Y aún más, podemos explicar las diferencias entre estos distintos tipos de decisiones a partir del hecho de que el comportamiento político refleja las muy variadas influencias propias del contexto de la política.
Este tipo de influencias incluye cuatro fenómenos íntimamente relacionados entre sí. En primer lugar, mediante su conducta política, pero no mediante el consumo, los ciudadanos intentan satisfacer aspiraciones individuales y colectivas. En tanto que ciudadanos, los individuos pueden querer colaborar con el Derecho en la realización de un estado social, superior, en algún sentido, al orden de mercado. En segundo lugar, puede ser que utilizando sus capacidades como ciudadanos, los individuos intenten satisfacer deseos altruistas, incompatibles con las preferencias autointeresadas que caracterizan al mercado. 20 En tercer lugar, las decisiones políticas pueden reivindicar lo que llamamos metapreferencias o preferencias de segundo orden. Las normas que protegen la diversidad biológica oponiéndose al consumo son un buen ejemplo de ello. La gente tiene deseos respecto de sus deseos y, en ocasiones, trata de reivindicar esos deseos de segundo orden o sus juicios ponderados acerca de aquello que es mejor obtener mediante el derecho. En cuarto lugar, las personas pueden comprometerse consigo mismas. La historia de Ulises y las sirenas es un buen modelo de ello. La adopción de una constitución es, por sí misma, un ejemplo de la estrategia del compromiso.
Por todas estas razones, por ejemplo, a pesar de que sus patrones de consumo vayan por la vía de las teleseries, las personas parecen apoyar una regulación que asegure transmisiones televisivas de calidad –un fenómeno que ayuda a justificar ciertas decisiones regulativas de la Federal Communications Comisión, exigiendo la transmisión de programas no comerciales sobre cuestiones de importancia–. Esta misma categoría de aspiraciones de espíritu público incluye medidas diseñadas para preservar las especies en peligro y los espacios protegidos, a pesar de que ello no despierte un gran entusiasmo en el público en general.
El carácter colectivo de la política, que permite responder a los problemas de acción colectiva, ayuda a explicar estos fenómenos. Puede ocurrir que la gente no quiera satisfacer sus meta-preferencias, ni ser altruista, a menos que esté segura de que los demás también se verán forzados a ello. Para decirlo simplemente: si las donaciones tienen carácter individual, puede suceder que la gente prefiera no contribuir al beneficio público, apoyando, en consecuencia, un sistema en el que contribuya, sí y sólo sí, hay alguna seguridad de que los demás también lo hagan. Como veremos más adelante, el carácter colectivo de la política puede superar también el problema de la adaptación de creencias y preferencias a estatus injustos y a la limitación de las oportunidades disponibles. Sin la posibilidad de una acción colectiva, parecería que el statu quo es insuperable; por lo que las conductas privadas se adaptarían a ello. Ahora bien, si la gente cree que puede actuar coordinadamente, las preferencias pueden llegar a adoptar una forma muy diferente; como hemos visto, por ejemplo, en los movimientos sociales relacionados con el ambiente, con el trabajo y con la discriminación racial o sexual.
Por otra parte, puede ocurrir que las normas sociales y culturales conduzcan a que las personas manifiesten sus aspiraciones y sus objetivos altruistas en el campo de la política, pero no en el del mercado. Este tipo de normas puede presionar en la dirección de que, en su capacidad de ciudadanos, las personas actúen ocupándose de otros o por el bien público. Los aspectos deliberativos de la política traen a colación informaciones y perspectivas adicionales que, eventualmente, pueden transformar las preferencias en el sentido expresado en los procesos de gobierno.
La acción del gobierno es una respuesta necesaria en estos casos. Los posibles ejemplos incluyen programas de reciclaje o de ahorro de energía; contribuciones al arte y a la cultura; ayudas a los marginales, la protección del paisaje, etc. El problema de la acción colectiva interactúa con las aspiraciones y deseos altruistas, con las preferencias de segundo orden y con las estrategias de compromiso. Por esta razón, ante los problemas de acción colectiva, es frecuente que estos elementos se reflejen en leyes. Es más, las decisiones de consumo son resultado de la disponibilidad privada a pagar, la cual, como es sabido, está en sí misma distorsionada. La disponibilidad a pagar es una función de la capacidad de pagar, y ésta, es una representante extremadamente cruda del utilitarismo. La conducta política remueve esta distorsión (lo que no equivale a decir que no introduzca las suyas propias).
Estas consideraciones generales sugieren que las leyes son, a menudo, respuestas al juicio ponderado de una parte del electorado, en el sentido de que deben superarse ciertas elecciones reflejadas en los patrones de consumo. Una justificación más limitada, pero relacionada con la anterior, es que las leyes protegen mejor que los mercados no regulados ciertos valores no negociables. 21 Los órdenes sociales de mercado tienen una capacidad de transformación del mundo a largo plazo que refleja, en la forma de un énfasis excesivo en el corto plazo a expensas del futuro, cierta miopía. En estos casos, la respuesta natural es la regulación. Como ejemplos de este tipo de regulaciones encontramos la promoción de programas de alta calidad en la transmisión televisiva; la protección de la diversidad mediante la conservación de los ecosistemas y de las especies en peligro. En todos estos casos, las elecciones políticas relevantes no pueden llevarse a cabo consultado los deseos privados, sino que deben responder procesos deliberativos diseñados para reflejar y dar forma a valores.
Si la medida en cuestión fuera tomada de manera unánime, no sería posible resistirse a argumentos en favor de deseos colectivos. Pero hay muchos más problemas cuando, como suele ocurrir, en favor de una mayoría, el derecho impone a una minoría lo que se considera una carga. Supongamos, por ejemplo, que la mayoría quiere una televisión de calidad en la que se prohíban espectáculos violentos y embrutecedores, pero que una minoría significativa quiere ver este tipo de programas (dejo la cuestión de la primera enmienda a un lado). Puede pensarse que no debe permitirse que quienes perciben la necesidad de adoptar un compromiso o de expresar una aspiración, lo hagan, si con ello privan a otros de la oportunidad de satisfacer sus propios intereses.
La cancelación de las preferencias de las minorías es algo lamentable, sin duda. Pero, en general, es difícil ver qué tipo de argumentos podían llegar a utilizarse en contra de una acción colectiva del tipo mencionado. Si se prohíbe que la mayoría realice sus preferencias de segundo orden o su altruismo a través de la legislación, sus propios deseos se verían frustrados. Es inevitable la elección entre las preferencias de la mayoría y las de la minoría; aun cuando sólo se permita el desplazamiento de las elecciones de la minoría cuando no haya otras alternativas menos restrictivas para realizar los fines en cuestión -por ejemplo, los acuerdos privados-.
El argumento de que la regulación materializa los deseos colectivos es mucho más débil en tres tipos de casos. Primero: si la elección particular en cuestión tiene carácter especial –por ejemplo, cuando se refiere a ciertos tipos de actividades sexuales íntimas– se considera, en general, que existe un derecho subjetivo y, por tanto, que la mayoría no tiene ninguna autoridad para intervenir. Segundo: algunos deseos colectivos pueden ser objetables o estar deformados. La preferencia social contra los matrimonios interraciales no puede justificarse sobre la base de que refleja una aspiración o un compromiso estratégico previo –aunque, para explicar por qué, es necesario presentar argumentos independientes que cuestionen esas preferencias, invocando razones de justicia–. Tercero: algunos deseos colectivos pueden ser muestra de alguna debilidad especial por parte de la colectividad. Considérese, por ejemplo, un toque de queda o, quizá, alguna otra prohibición general de ese tipo. En esas circunstancias, la solución jurídica puede llegar a debilitar algunos incentivos deseables para el autocontrol y, al “destapar” los deseos, tener efectos no pretendidos; además de resultar innecesaria a la luz de las alternativas disponibles. Cuando se da cualquiera de estos contextos, los argumentos a favor de la protección de los deseos colectivos son mucho menos fuertes. Pero en muchos casos este tipo de problemas están ausentes, por lo que los programas regulativos sobre esas bases resultan justificados.
Las diversas experiencias y la formación de preferencias
Algunos programas de regulación deben entenderse como esfuerzos por impulsar y promover diversas experiencias, con el objeto de ampliar las oportunidades para la formación de preferencias y creencias y, así, distanciarse críticamente de las ya existentes. Este tipo de razones están también en la base de la libre ordenación mediante la contratación privada. Pero cuando estas fuerzas tienden, como ocurre sobre todo en los países industrializados, a homogeneizarse y uniformarse requieren de la protección de la regulación.
Por ejemplo, el programa de Prevención de Deterioros Significativos de la Clean Air Act protege las áreas limpias de la degradación ambiental. Su objetivo es asegurar que en un periodo de creciente urbanización y homogeneización, las normas federales aseguren la preservación de áreas no contaminadas. Este fin sería valioso aunque las preferencias de la gente manifestadas en el mercado no lo tuvieran en cuenta. La Endangered Species Act es un esfuerzo de este tipo con el propósito de asegurar a la presente generación y a las futuras el poder explorar diversas especies de plantas y animales.
La regulación de los medios de comunicación –subsidiando canales públicos, asegurando una amplia variedad de programaciones o demandando programas de calidad– puede entenderse en términos similares. De hecho, la necesidad de dar oportunidad a la formación de distintas preferencias es una buena razón para no confiar en los mercados irrestrictos en los medios masivos o en las telecomunicaciones. Hay una firme base teórica para la muy criticada, y actualmente muy abandonada, “doctrina de la equidad” que exigía a las cadenas exponer cuestiones controvertidas y asegurar que fueran expuestos los distintos puntos de vista. 22 La doctrina de la equidad operaba como un correctivo extremadamente suave ante un mercado televisivo donde la mayoría de los espectadores rara vez ven programas que traten con problemas serios; donde abundan los programas sensacionalistas, lascivos, enajenantes o banales que reflejan y perpetúan una blanda y deslavada versión de las más convencionales visiones de la moral y la política; que están, en la mayoría de los casos, condicionados por los intereses de los patrocinadores y que, en no pocas ocasiones, están marcados por la violencia, el sexismo y el racismo. A la vista de la inevitable influencia que esa programación ejerce en el carácter y las creencias e, incluso, en las conductas de los televidentes, parece muy difícil sostener que, en una democracia constitucional, la –inacción– del gobierno es siempre adecuada. De hecho, parece que lo contrario es lo correcto.
La subordinación social
Algunas regulaciones no sólo tratan de redistribuir recursos, sino que tratan de eliminar o de reducir la subordinación social de varios grupos sociales. Muchas de las provisiones antidiscriminación están diseñadas para atacar prácticas y creencias que tienen consecuencias adversas para miembros de grupos desaventajados. Las actitudes y prácticas discriminatorias tienen como resultado la subordinación social de los negros, las mujeres, los discapacitados y los homosexuales. Las normas diseñadas para eliminar la discriminación intentan cambiar esas prácticas y actitudes. La idea que motiva este esfuerzo es que ciertas diferencias irrelevantes desde el punto de vista moral no deben transformarse en desventajas sociales, 23 y que ello, desde luego, no puede permitirse si la desventaja es sistemática. En todos estos casos, las prácticas sociales convierten las diferencias en daños sistemáticos al grupo relevante. Medidas como la Equal Pay Act, la Civil Rights Act de 1964 y la Bill of Rights Act intentan aportar este tipo de correcciones. Este tipo de medidas pueden ser vistas como la satisfacción de deberes constitucionales, aun cuando estos deberes no sean aplicados por los tribunales constitucionales.
Se ha señalado con frecuencia que las presiones del mercado son suficientes para contrarrestar la subordinación social y que, por lo tanto, la intervención legal es innecesaria. La idea es que las empresas que discriminen enfrentarán, en última instancia, la presión de aquellas que no lo hagan. La negativa a contratar negros o mujeres cualificadas tendrá como resultado la desventaja competitiva de los discriminadores; quienes tendrán mayores costes y, a la larga, saldrán del mercado. Se dice que este tipo de procesos constituyen un buen control cuando se trata sistemas de castas o de discriminación. 24 Pero, aunque este tipo de procesos tienen lugar frecuentemente, las presiones del mercado son, por varias razones, limitaciones inadecuadas.
Puede ocurrir que, en primer lugar, haya terceros que impongan costes serios a aquellos que quieran llegar a acuerdos con miembros del grupo desaventajado; en ocasiones, los clientes abandonan y proveedores retiran sus servicios. Tómese en consideración, por ejemplo, el riesgo que han enfrentado algunas empresas por contratar negros, mujeres, discapacitados y homosexuales. Mediante su capacidad para imponer costes, los clientes u otras personas bien situadas pueden evitar que se eliminen las prácticas discriminatorias. En estas circunstancias, las presiones del mercado no controlan la discriminación sino que, por el contrario, aseguran su continuidad. No cabe duda de que en muchos contextos este tipo de presiones ha contribuido a la perpetuación de la discriminación. 25
En segundo lugar, el comportamiento discriminatorio es, en ocasiones, una respuesta a generalizaciones o estereotipos que incluso en personas equilibradas y de mente abierta generan razones para decisiones de mercado económicamente racionales. Como el comportamiento no se basa en un ánimo dañino de competencia racial, sino que es económicamente racional, tenderá a persistir mientras persista el mercado. Por ejemplo, puede ser que un empleador actúe discriminatoriamente, no por odio a los negros o por desprecio a las mujeres, ni por ningún deseo general de no relacionarse con estos grupos, ni por tener «prejuicios» de ningún tipo contra ellos, y que aún así considere que los estereotipos son lo suficientemente acertados como para justificar sus decisiones en materia de empleo. Desde luego que no será nada fácil desenredar este conjunto de actitudes y seguramente a menudo se solaparán perjuicios de varios tipos. Pero en la historia de la discriminación, tanto de los negros como de las mujeres, no resulta en absoluto sorprendente que los estereotipos hayan sido, en ocasiones, económicamente racionales.
Esta forma de discriminación no sólo es objetable por ser el reflejo de un fanatismo común, ni sólo por su irracionalidad, sino porque opera como medio para perpetuar la ciudadanía de segunda clase a la que pertenecen los miembros de los grupos desaventajados. El mercado no puede hacer nada respecto de esta discriminación, pero los derechos individuales sí. El ejemplo sugiere que la línea divisoria entre las leyes antidiscriminación y los juicios de garantías (afirmative action) es menor de lo que generalmente se cree. 26
En tercer lugar, las preferencias tanto de los beneficiarios como de los perjudicados por la discriminación tienden a adaptarse a la injusticia existente, de modo que complican mucho la posibilidad de hacer cambios significativos. 27 Los beneficiarios del statu quo se aprovechan de estrategias que reducen la disonancia cognitiva como, por ejemplo culpar a la víctima. Las víctimas también reducen su propia disonancia adaptando sus preferencias a las oportunidades disponibles, o adaptando sus aspiraciones para que se adecuen a la persistente creencia de que el mundo es justo. 28 Los mecanismos de adaptación psicológica de este tipo constituyen una formidable barrera al cambio social.
En un fenómeno íntimamente relacionado con el anterior, los miembros de un grupo desaventajado que sean víctimas de una discriminación generalizada por parte de los empleadores, bien pueden responder a ese tipo de señales invirtiendo menos que otra gente en el desarrollo de las habilidades valoradas por el mercado. La productividad de una persona o de un grupo no es una variable independiente, sino que está en función de la demanda. Como consecuencia de ello, los miembros de un grupo discriminados pueden llegar a ser menos productivos, no sólo por el hecho de que su color o su género sea devaluado, sino porque el mercado les manda señales de que, en su caso, desarrollar las capacidades necesarias para competir vale menos la pena.
En cuarto lugar, y de manera más fundamental, los mercados incorporan las prácticas y las normas de los grupos aventajados. Hay múltiples ejemplos que muestran cómo las condiciones, los requisitos y las expectativas de empleo se estructuran en favor de los adaptados o del modelo de carrera masculino. En esos casos, los mercados son el problema, no la solución. Uno de los objetivos de quienes abogan por la antisubordinación, es reestructurar los mercados de modo que los grupos desaventajados gocen de plena igualdad –no ayudándoles a ser “como” los miembros del grupo aventajado, sino cambiando los propios criterios–. El derecho no puede resolver los problemas de un sordo o de quien necesite una silla de ruedas, pero puede agravar o aligerar las consecuencias sociales de la sordera o la parálisis. Las regulaciones que exigen señales luminosas o rampas para sillas de ruedas aseguran que las diferencias no se trasformen en desventajas sistemáticas. En este contexto, el propio criterio convencional para juzgar las leyes antidicriminatorias –preguntándose si el grupo desaventajado está situado en “condiciones similares” a las de los miembros del grupo aventajado–refleja las desigualdades, pues toma las normas y prácticas del grupo aventajado como la base a partir de la cual se mide la desigualdad 29 .
Las preferencias endógenas
Algunas leyes interfieren en el comportamiento del mercado cuando las preferencias son una función de, o endógenas a, las reglas jurídicas, a los actos de consumo, o las normas y practicas sociales existentes. En estas circunstancias, el propósito de la regulación es afectar el desarrollo de ciertas prácticas. La regulación de substancias adictivas, de la miopía o de ciertos hábitos son buenos ejemplos de ello. Para un adicto, el coste de no consumir -de vivir sin el bien al que tiene adicción-, se incrementa dramáticamente a lo largo del tiempo, mientras que los beneficios del consumo son constantes o varían muy poco. Aunque la elección de consumo inicial genere beneficios que superen los costes, el resultado agregado de los costes de consumo a lo largo del tiempo excede en mucho los beneficios agregados. Las conductas racionales en el consumo de cada individuo pueden conducir, en última instancia, a estados sociales muy inferiores en términos de bienestar. Es muy probable que en este tipo de casos la gente prefiera, desde un principio, no verse en absoluto relacionada con el producto de consumo. La regulación es una posible respuesta para ello.
Menahem Yaari ofrece el ejemplo de un grupo de comerciantes tratando de introducir el alcoholismo en una tribu india. 30 Al principio, las bebidas alcohólicas no son muy valiosas para el consumidor. Los consumidores sólo están dispuestos a comprarlas a un bajo precio, en el que los vendedores están también dispuestos ofrecer la bebida. Pero, como resultado del propio consumo, para el consumidor se incrementa sustancialmente el valor de la bebida, hasta el punto en que están dispuestos a pagar enormes sumas. Así, los vendedores pueden “manipular a los indios hasta una posición en la que la racionalidad entra en conflicto con la eficiencia de Pareto, i.e., una posición en la que ser eficiente es irracional y ser irracional es ser ineficiente [...] Para una unidad económica, la desventaja de haber cambiado sus gustos endógenos consiste en que, incluso con una información y previsiones perfectas, se ve forzado a realizar una acción que, para sus propios estándares, es Paretodominada”.
Debido al efecto que tiene a lo largo de tiempo el consumo en las preferencias, al largo plazo, un adicto a la heroína está en mucho peores condiciones. Y esto es así aunque, dados los costes y beneficios inmediatos, la decisión original de consumir no haya sido irracional. Las leyes que regulan substancias adictivas responden a la creencia social de que las preferencias relevantes no deberían haberse llegado a formar desde un principio.
Podemos decir que esta situación implica un problema de acción colectiva interpersonal 31 en la que, para un individuo, los costes y beneficios de llevar a cabo la actividad relevante cambian dramáticamente a lo largo del tiempo. El punto central es que los hábitos de consumo inducen cambios significativos en las preferencias. Una adicción es el caso más obvio, pero es sólo un ejemplo de una amplia categoría. Considérese, por ejemplo, el llevar a cabo una actividad que podemos llamar “miope”, que se puede definir como la negativa –debido a que los costes a corto plazo exceden los beneficios a corto plazo– a entrar en una actividad cuyos beneficios a largo plazo son muy superiores que los costes a largo plazo. Los hábitos que sigue la gente motivada por costes subjetivos a corto plazo inferiores a los beneficios a largo plazo, postulan otro tipo de problema de acción colectiva interpersonal. La acracia, o debilidad de carácter, tiene una estructura relacionada con ello, 32 y algunas leyes responden a sus formas individuales o colectivas.
En su gran mayoría, este tipo de problemas puede ser mejor tratado en un nivel individual o mediante asociaciones privadas, en los que se minimiza la coerción; pero las leyes son también una respuesta posible. Las normas que subsidian el arte o la televisión pública, o que desalientan ciertos hábitos y fomentan otros, son ejemplos de ello. También lo son los requisitos legales que imponen instalar cinturones de seguridad o los que obligan a su uso. El coste subjetivo del uso del cinturón de seguridad se reduce a lo largo del tiempo. Una vez que la gente tiene el hábito de utilizarlo, el coste es mínimo. El hecho de que una vez que se tiene el hábito los costes se hundan rápidamente, aporta argumentos en favor de la regulación en términos del bienestar y, quizá, también en términos de la autonomía.
Además, el comportamiento de mercado se basa a menudo en esfuerzos por minimizar disonancias cognitivas, ajustando las prácticas a los usos y a las oportunidades. Este punto tiene enormes implicaciones. Puede ocurrir, por ejemplo, que los trabajadores subestimen los riesgos de una actividad peligrosa, en parte, para reducir la disonancia que se generaría si fueran concientes de los verdaderos peligros a los que están sometidos en su lugar de trabajo. 33 En estos casos, la regulación puede producir buenos resultados, tanto para el bienestar como para la autonomía.
Ideas similares pueden servirnos para dar cuenta de los principios antidiscriminación. Es muy común que las creencias, tanto de los beneficiarios como de los perjudicados por la discriminación, se vean afectadas por estrategias dirigidas a ajustar las disonancias. 34 El fenómeno de culpabilizar a la víctima tiene claros fundamentos cognitivos y motivacionales. Las estrategias centrales de este fenómeno, consistentes en culpar de la víctima o asumir que un daño era merecido o inevitable, se dirigen a permitir que quienes no han sido víctimas, o los miembros del grupo beneficiado, reduzcan la disonancia asumiendo que el mundo es justo –una creencia generalizada, sostenida insistentemente y, en ocasiones, hasta de manera irracional–. 35 La reducción de disonancias cognitivas es una fuerza motivacional muy fuerte que opera como un obstáculo significativo para el reconocimiento de la injusticia social o de la irracionalidad.
Las víctimas participan también de las estrategias de reducción de las disonancias, entre las que se incluye la disminución de la autoestima, para acomodar, al mismo tiempo, el hecho de la victimización y la creencia de que el mundo es esencialmente justo. En ocasiones, es más fácil asumir que existen razones para el sufrimiento, que pensar que éste ha sido impuesto por crueldad o por suerte. Considérese aquí el sorprendente hecho de que en el juego de la lotería muchos de los participantes, beneficiados y no beneficiados, consideran que el resultado del proceso puramente azaroso es, de alguna forma, un resultado merecido. 36 El culpar a la víctima también es un reflejo del “efecto del lado oculto”, mediante el cual la gente cree, injustificadamente, que los eventos son más predecibles de lo que de hecho son; lo que, consecuentemente, se sugiere que las víctimas o los grupos desaventajados podrían haber prevenido el resultado negativo. 37
Hay interesante pruebas de este tipo de efectos dentro de la literatura psicológica. Algunos trabajos muestran cómo la gente que se involucra en conductas crueles, realizándolas o, simplemente, observándolas, cambia sus actitudes, devaluando el objeto en cuestión. 38 Este tipo de pruebas apoya las normas antidiscriminatorias en general. Algunos aspectos de las normas laborales y relativas a la discriminación, pueden entenderse como respuestas a la problema básico de las elecciones y preferencias distorsionadas. 39 También podemos encontrar implicaciones para las leyes relativas a la discriminación sexual. El movimiento para la eliminación de la discriminación sexual se funda en el convencimiento de que muchas mujeres –y también muchos hombres– se han adaptado a un statu quo injusto.
Por sí sola, la observación de que las preferencias son cambiantes y endógenas no alcanza a ser una razón suficiente para la regulación. Todas las preferencias son, en alguna medida, dependientes de las normas y de los patrones de consumo vigentes. Pero si no queremos dar licencia a la tiranía, ésta no puede ser una razón suficiente para la acción del gobierno. Los casos más claros son los que tienen que ver acciones colectivas destinadas a prevenir la adquisición de adicciones, a la superación de la miopía y a eliminar prácticas que son el resultado de la adaptación a situaciones injustas. Un buen argumento prima facie puede consistir en sostener que los programas de prevención de las adicciones producen importantes ganancias en términos de bienestar y autonomía, al menos en los casos en los que no haya suficiente información. También hay argumentos a favor de la regulación cuando las preferencias se adaptan a las oportunidades disponibles; sin embargo, su contenido será discutible y, en general, consistirán, de principio a fin, en proporcionar la información relevante y oportunidades. Así, la acción gubernamental que hace público el nivel de riesgo de una determinada profesión es, por ejemplo, una buena estrategia. Puede ocurrir, no obstante, que en algunos casos las estrategias moderadas sean poco efectivas, por lo que habrá que recurrir a la coerción.
Las categorías que abarcan a las normas que responden a las preferencias endógenas, a la subordinación, a las aspiraciones colectivas y valores no negociables, se sobreponen. Algunas normas antisubordinación son también esfuerzos para superar creencias inducidas por intereses y preferencias adaptativas. Es muy frecuente que las aspiraciones que están en la base de las leyes intenten influir en la formación de preferencias. En la mayoría de los casos, el carácter endógeno de las preferencias no se sostiene separadamente, sino sólo como parte de un argumento complejo en favor de la acción colectiva.
La irreversibilidad, las generaciones futuras, los animales y la naturaleza
Algunas leyes son una respuesta al problema de la irreversibilidad –al hecho de que si se continúan ciertos cursos de acción se dará lugar a ciertas consecuencias para la presente generación, o para las generaciones futuras, de las que no será posible recobrarse y, si lo es, sólo lo será a un coste muy alto–. Como los mercados sólo reflejan los intereses de los consumidores actuales, no toman en cuenta los efectos de las transacciones en las generaciones futuras. El coste de confiar en el mercado puede suponer, en ocasiones, una pérdida irrecuperable. La protección de especies en peligro de extinción surge, en parte, de este temor. Mucho del ímpetu detrás de las leyes que protegen los espacios naturales reside en la idea de que la regeneración ambiental es imposible o extraordinariamente costosa. También la protección del patrimonio cultural parte de este tipo de argumentos.
Este tipo de regulaciones sociales y económicas son, en gran medida, el resultado de la creencia de que la generación presente tiene ciertas obligaciones respecto de las futuras. Las prácticas actuales pueden tener consecuencias que podrían ser aceptables si nadie más fuera afectado, pero que son intolerables a la luz de las consecuencias para quienes no siguen. Los efectos en las generaciones futuras son, pues, un tipo de externalidad. 40 Estas externalidades pueden incluir limitaciones del espectro de posibles experiencias o la eliminación de recursos para medicinas o pesticidas.
Este tipo de argumentos pone énfasis, en formas más complejas, en los distintos valores envueltos en la protección de las especies, de los animales y de la naturaleza. Algunos de estos argumentos son “antropocéntricos”, en el sentido que, en última instancia, enfocan el valor de esa protección en términos de los seres humanos. Así, por ejemplo, muchas personas disfrutan viendo la diversidad de la naturaleza. En este mismo sentido, las plantas y animales proveen la mayor parte de las materias primas para las medicinas, pesticidas y otros tipos de sustancias de considerable valor instrumental para los seres humanos. Desde este punto de vista, la pérdida o la reducción de especies es una seria pérdida para los seres humanos. Debido a la dificultad para establecer, en un momento dado, los distintos usos que pueden llegar a tener las distintas especies, resulta muy difícil monetarizar sus respectivos valores.
Un argumento paralelo, aunque un tanto diferente, es el que pone énfasis en el valor de la diversidad en la naturaleza para la transformación de los valores y para la deliberación en torno al bien. Desde esta perspectiva, la preservación de especies y de la belleza natural sirve para transformar las preferencias existentes, y para dar ocasión para el análisis de los deseos y creencias actuales. Las experiencias estéticas juegan un papel importante en la formación de ideas y deseos, y para asegurar la necesaria diversidad puede hacer falta la regulación.
También puede argumentarse, desde un punto de partida distinto, que la eliminación de especies –en particular, de animales, aunque quizá también de los lagos y de los ríos– es objetable por razones que nada tienen que ver con sus efectos en los seres humanos, sino por ser bienes en sí mismos. Esta perspectiva adopta distintas formas. En ocasiones, el argumento es democrático: la mayoría de las personas cree que existen obligaciones respecto de objetos no humanos; y la mayoría tiene derecho a mandar. A veces, la invocación de los derechos de las criaturas y objetos no humanos puede entenderse mejor como un recurso retórico diseñado con el propósito de inculcar reglas sociales destinadas a superar los problemas de acción colectiva relacionados con la protección del medio ambiente. En algunos casos, sin embargo, en manos de quienes participan en la llamada “ecología profunda” (deep ecology), los argumentos no se refieren en absoluto a los seres humanos. Cuando ello es así, los argumentos plantean derechos generales de todos los seres vivos (y objetos naturales) frente a la depredación humana. Entre estos argumentos, los más fuertes suelen tener raíz utilitarista y, a menudo, se dirigen a mostrar el sufrimiento extremo e innecesario de los animales heridos o muertos. La Animal Welfare Act refleja este tipo de inquietudes.
La transferencia de intereses de grupo y la búsqueda de ventajas (“rent-seeking”)
Muchas leyes son el resultado de los esfuerzos de grupos de poder privados por redistribuir la riqueza en su favor. De hecho, las normas con propósitos públicos pueden llegar a servir intereses limitados o individualizados. Al respecto, los trabajos dentro de la tradición de la elección pública han estudiado las características estructurales de los procesos legislativos que agravan esta situación. En estos casos, los principales inculpados son los problemas de acción colectiva y las oportunidades para el comportamiento estratégico. Sobre todo, los grupos que pueden organizarse con los menores costes pueden llegar a influir en el legislador. Generalmente, los grupos relativamente difusos y desorganizados son incapaces de contrarrestar su poder.
Por definición, las transferencias hacia los intereses de grupo no sirven, desde ningún punto de vista plausible, al bienestar público. Muchos de los esfuerzos que se han llevado a cabo para generar controles en el sector bancario son difíciles de entender desde otra perspectiva que no sea la de proteger a los bancos de la competencia: considérese, por ejemplo, la prohibición de realizar actividades interestatales o la segmentación de las actividades y la prohibición de servicios en distintos sectores. 41 El perdedor es el público en general. Los enormes subsidios federales a la agricultura, directos o indirectos, pueden clasificarse en esta misma categoría. 42 La regulación de la industria del transporte, ahora en importante decrecimiento en Estados Unidos, fue originalmente justificada en un endeble interés público que llevó, de hecho, a la creación de cárteles a expensas del público.
Consideraciones del mismo tipo pueden hacerse respecto de otros programas, pero las conclusiones en los casos particulares serán discutibles. El principal problema para realizar una clasificación es elaborar una teoría completa que permita distinguir entre, por un lado, las distintas justificaciones discutidas antes y, por otro, las transferencias a favor de intereses de grupo. Tendría que ensamblarse la teoría con los hechos, de modo que se pudiera explicarse por qué, por ejemplo, la regulación de las transmisiones de televisión, el apoyo público al arte, los controles ambientales, las normas antidiscriminación, los subsidios agrícolas, son respuestas simples ante el poder de grupos privados autointeresados –si es que fuera ésta, de hecho, la respuesta adecuada.
Si la argumentación es persuasiva hasta el momento, aporta entonces algunas razones para pensar que al menos en principio, algunas medidas están justificadas. Si ello es así, la categoría de las transferencias hacia intereses de grupo debe verse como una categoría residual, útil para dar cuenta de la regulación que no puede justificarse adecuadamente sobre otras bases.
En ocasiones, el problema de identificar las transferencias a favor de los intereses de grupo se soluciona tratando como variables exógenas la distribución de la riqueza existente y los derechos. Desde esta perspectiva, que ha sido la dominante en la literatura económica y en la de la elección pública, cualquier cambio en el statu quo debe ser visto como el producto de la “búsqueda de una ventaja”. 43 En este contexto, la búsqueda de ventajas debe definirse como la disipación de la riqueza mediante esfuerzos por redistribuir recursos a través de la política, en lugar de la producción de riqueza mediante los mercados. La actividad política diseñada con el propósito de generar cambios en el statu quo resulta, pues, objetable –incluso aunque los cambios que sean resultado de la desregulación o de la eficiencia económica y, desde luego, cuando sean consecuencia de políticas de redistribución de recursos–. La “búsqueda de ventajas” es objetable porque produce “pesos muertos”: pérdidas en la forma de gastos en política, que deberían ser utilizados en las actividades productivas. El sentido que se le da “búsqueda de ventajas” cuando se aplica a las políticas no está nada claro. Este uso supone la incorporación de ideas muy raras respecto de la función del gobierno. Aunque, en ocasiones, resulta útil para realizar ciertos propósitos de las ciencias sociales positivas, por dos razones distintas resulta difícil tomarse en serio la base normativa de esta perspectiva.
En primer lugar, esta perspectiva incluye dentro de la categoría de “transferencias a favor de intereses de grupo” una amplia variedad de medidas que tienen un apoyo general y que pueden justificarse fácilmente. La propia noción de redistribución (si se usa con un sentido peyorativo) depende de la creencia de que la distribución existente de riqueza y derechos debe considerarse como neutral, prejurídica y, en cualquier caso, justa. A la luz de las múltiples formas en la que las distribuciones existentes son producto del derecho, y teniendo en cuenta la solidez de las muchas y muy bien fundadas críticas morales a las mismas, esta perspectiva no puede defenderse en absoluto. Desde esta perspectiva, las reformas del New Deal representaron el rechazo social a la idea de que todas las formas de redistribución deben ser vistas como un todo, y condenadas de esa misma manera.
En segundo lugar, la idea de “búsqueda de ventajas” rechaza, por improductivas, casi todas las actividades básicas de la política. Trata a la propia noción de ciudadanía como un mal. Los esfuerzos por dar carácter jurídico a ciertas aspiraciones públicas, por contrarrestar la discriminación o por proteger el medio ambiente, son vistos como el desperdicio de energías productivas. Esta perspectiva representa de forma peculiar el revés de la tradición liberal, que no ve a la acción política como un mal, sino como un espacio para la educación, la deliberación y la discusión acerca de la dirección de la nación; para el desarrollo de las facultades de los individuos, y para el florecimiento de las aspiraciones y sentimientos altruistas. 44 Sobre estos principios, la tradición liberal sigue gozando de buena salud en Estados Unidos y continúa siendo pertinente para describir muchas conductas públicas y privadas. Sería una tontería tratar de negar que muchas de las actividades políticas suponen desperdicios de recursos o esfuerzos por utilizar el poder del gobierno para fines egoístas. Catalogar todas las conductas políticas dentro de la categoría de objetables búsquedas de ventajas supone una devaluación grotesca de las actividades de los ciudadanos.
El problema de la categorización
Es posible, pues, conectar las distintas normas regulativas con una variedad de razones para la intervención en el mercado, y la regulación en las democracias liberales modernas tiende a incluir un número relativamente pequeño de categorías. Por esta razón, las leyes regulativas no deben ser tratadas ni como un todo indiferenciado ni como una serie de intervenciones particulares con el telón de fondo del derecho. Es más, el tejido jurídico de las democracias liberales contemporáneas debe más a las distintas ideas que he apuntado, que a las concepción del derecho privado anterior al New Deal o a las doctrinas del common law –aunque este hecho no haya llegado todavía a reconocerse en el derecho Público contemporáneo-.
Sin embargo, debe quedar claro que sin conocer mucho acerca de los hechos, no puede identificarse adecuadamente la naturaleza y el ámbito de la regulación; sobre todo, cuando se trata de los efectos en la práctica de las estrategias regulativas. Es más, el problema de la caracterización no siempre resulta simple y muchas leyes caen, con toda plausibilidad, dentro de más de una categoría. ¿Cómo deben catalogarse las leyes, dentro de una o de otra categoría?
La respuesta cambia dependiendo del propósito de la pregunta. Una aproximación será la de mirar a los efectos. Una ley que aparentemente se ha diseñado para realizar una distribución de interés público puede, de hecho, distribuir los recursos hacia grupos bien organizados. Una ley que se ha defendido en términos de la promoción de aspiraciones sociales puede servir, en la realidad, a intereses de un grupo de presión difíciles de justificar desde cualquier punto de vista.
Otra opción para catalogar las leyes regulativas consiste en realizar una pregunta cargada valorativamente en la que se considere cuál es la mejor –más atractiva- concepción del marco normativo. 45 Así, por ejemplo, las provisiones acerca de substancias tóxicas en la Occupational Safety and Health Act podrían considerarse como una respuesta a la falta de información por parte de los trabajadores, si esa caracterización fuera la que le diera mayor sentido –y si otras opciones parecieran, desde luego, menos defendibles–.
Otra aproximación es la que descansa en la razones explícitas para la acción legislativa invocadas por las autoridades. Las leyes pueden calificarse haciendo referencia a los propósitos legislativos ampliamente definidos. Este es concepto problemático, pero posiblemente quepa derivar el propósito del examen de los problemas y las fuerzas que dan lugar a la medida y de la historia legislativa relevante.
Una aproximación distinta, pero relacionada con la anterior, es la que trataría de explicar las motivaciones reales de la conducta legislativa enfocando, por ejemplo, el papel de los distintos grupos de poder relevantes. En estos casos, el objetivo será el de generar predicciones acerca de las circunstancias en las que surge la regulación social o económica y respecto de las formas que puede llegar a adoptar. El propósito de la caracterización sería entender las fuerzas y las presiones, en ocasiones quizá inobjetables o moralmente neutras, que dieron lugar a la ley. Gran parte del análisis económico de la legislación sigue esta estrategia.
Una última opción de catalogación- que no dependerá ni de los propósitos ni de las consecuencias de la legislación sino de una perspectiva mucho más amplia- parte de las ideas que se tenga respecto de las tareas del gobierno en una democracia liberal. En este caso, el esfuerzo consiste en desarrollar y aplicar los principios fundamentales del Estado regulador. Adoptan esta aproximación tanto quienes defienden las leyes creadas con el objeto de promover aspiraciones sociales, como muchos de los que asimilan gran parte de la regulación social y económica con la “búsqueda de ventajas”.
Hay un lugar para cada una de estas aproximaciones y, como he señalado, su aplicabilidad depende del propósito con el que se lleve a cabo la tarea de la catalogación. Para los propósitos de este trabajo no es necesario entrar en detalles respecto de las distintas categorías. He tratado de presentar las funciones la regulación, de modo que sugiriera que se puede justificar la amplia variedad de programas gubernamentales haciendo referencia a visiones bastante convencionales del bienestar y de la autonomía privada y pública. Ahora bien, resulte o no convincente este retrato, la cuestión se simplifica considerablemente para los tribunales y los órganos administrativos que tiene que tratar problemas de interpretación. Tanto los jueces como los administradores enfrentan limitaciones institucionales que constituyen argumentos poderosos contra ciertas perspectivas. Así, por ejemplo, la formulación de regulaciones a partir de principios fundamentales es algo que está más allá del ámbito de los poderes ejecutivo y judicial. En una democracia constitucional, los tribunales no pueden considerar que las leyes son trasferencias a favor de intereses de grupo, por el sólo hecho de no estar de acuerdo con el propósito del legislador de favorecer determinadas aspiraciones sociales. La tarea de la interpretación exige simpatizar con el estado regulador contemporáneo, pero no con el uso de principios manifiestamente contrarios a la regulación –una idea de importantes consecuencias para la práctica administrativa y judicial–. Del mismo modo, los efectos pueden ser de muchas maneras relevantes para la interpretación. Sin embargo, ello no puede llevar a que los tribunales adopten estrategias interpretativas que dependan centralmente de consideraciones empíricas complejas de los efectos de las normas, caso por caso. Y lo mismo vale contra los esfuerzos de los tribunales por explicar la regulación en términos de sus causas. Esta es una tarea difícil para la que no cuentan con las herramientas adecuadas.
Las estrategias interpretativas deben basarse, en su mayor parte, en una actitud de simpatía con la ley, tratando de mostrarla a la luz que le sea más favorable. Desde luego que, en ocasiones, no se podrá evitar la ambigüedad. La profundización en las funciones de las normas regulativas no consiste sólo en la reconstrucción de hechos, sino que es el producto de una ineludible investigación normativa, relativa a qué tipo de problema se refiere la ley y cómo pueden éstos resolverse. Pero, en muchos casos, las leyes regulativas –vistas con simpatía que exigen las democracias constitucionales- se ajustarán con comodidad en una u otra categoría.
Notas
* Publicado originalmente con el título “The Functions of Regulatory Statutes” en Sunstein, Cass R., After the Rights Revolution: Reconceiving the Regulatory State, Harvard University Press, Cambridge MA., 1990. Agradecemos al autor su autorización para la traducción y publicación de este artículo. Traducción de Pablo Larrañaga.
1 Vid., Gary S. Becker, “Public Choices, Pressure Groups, and Death Weight Costs”, 28 J. Pub. Econ. 329 (1985); y Gary S. Becker, A Theory of Competition Among Pressure Groups and Political Influence”, 98, O. J. Econ. 371 (1983). Respecto de la medida en la que las leyes tienen en cuenta fines públicos, compárese Arthur Maass, Congress and the Common Good (1983), Steven Kelman, Making Public Policy (1987), y Martha Derthick y Paul J. Quirk, The Politics of Deregulation (1985) con la perspectiva de Sam Peltzman, “Towards a More General Theory of Regulation”, 19 L & Econ. 211 (1976) y George J. Stigler, “The Theory of Economic Regulation”, 2 Bell J. Econ.& Mgmt. Sci, 3 (1971).
2 El problema de este tipo de argumentos reside en la propia noción de “búsqueda de venta- ja” (“rent seeking”); la cual, si se utiliza en un sentido normativo es absolutamente inútil en este contexto. Ver abajo.
3 Para una discusión más detallada vid., Sthephen Breyer, Regulation and Its Reform (1981).
4 Para una discusión general del problema, vid. Russel Hardin, Collective Action (1982) y David P. Gauthier, Morals by Agreement (1986).
5 Sobre el carácter controvertido de describir al contaminador como una víctima, vid., la dis- cusión de Coase en la siguiente cita.
6 Para tratamientos lúcidos de la cuestión, vid. Jon Elster, The Cement of Society (1989); Rational Choice, Jon Elster, ed. (1986); Edna Ullmann-Margalit, The Emergence of Social Norms (1977).
7 Vid., la discusión sobre cascos para jugar hockey en Thomas C. Schelling, Micromotives and Macrobehavior, 213-214, 223-224 (1978)
8 Vid., la discusión en Ullmann-Margalit, The Emergence of Social Norms (1977).
9 Thomas Nagel, “Moral Conflict and Political Legitimacy”, 16 Phil & Pub. Affairs, 215, 224 (1987); vid. también Hardin, “Political Obligation”, en The Good Polity. Normative Analysis of the State, 103, 106-107, Alan Hamlin y Philip Petit, eds. (1989).
10 Vid., Peter Asch, Consumer Safety Regulation (1988), al que sigo aquí.
11 Vid., George A. Akerlof “The Market for ‘Lemons’: Quality Uncertainty and the Market Mechanism”, 84, Q. J. Econ. 488 (1970).
12 Vid., Daniel Kahneman, Paul Slovic y Amos Tversky, eds., Judgment Under Uncertainty (1982)
13 Vid., Amos Tversky y Daniel Kahneman, “Judgment Under Uncertainty: Heuristics and Biases”, 185 Science 1124 (1974); vid. de manera general Judgment and Decision Making: An Interdisciplinary Reader, Hal R. Arkes y Kenneth R. Hammond, eds. (1986).
14 Vid., Elliot Aronson, The Social Animal (5ª ed. 1988).
15 Esta lección proviene de Ronald H. Coase, “The Problem of Social Cost”, 3 J. L. and Econ. 1 (1960).
16 Vid., la discusión en Russell Hardin, Morality within the Limits of Reason, 92-93 (1988); vid. también John Stuart Mill, Principles of Political Economy 958, J.M. Robson, ed. (1965).
17 Vid., Finis Welch, Minimum Wages: Issues and Evidence (1978).
18 Vid., Steven Shavell, “A Note on Efficiency vs. Distributional Equity in Legal Rulemaking: Schould Distributional Equity Matter Given Optimal Income Taxation?”, 71 Am. Econ. Rev. 414 (1981).
19 Cfr. Bernard Manin, “On Legitimacy and Political Deliberation”, 15 Pol. Theory 338 (1987); Jon Elster, Sour Grapes (1983).
20 Vid., Howard Margolis, Selfishness, Altruism, and Rationality (1982).
21 Vid., Richard B. Stewart, “Regulation in a Liberal State. The Role of Non-Commodity Values”, 92 Yale L. J. 1537 (1983).
22 Vid., Robert M. Entman, Democracy Without Citizens (1989).
23 En este aspecto considérese a John Rawls, A Theory of Justice, 102. (1971): “[Podemos] rechazar la afirmación de que, como consecuencia de que la distribución de los talentos naturales y las contingencias de las circunstancias sociales son injustas, la organización de instituciones es siempre insatisfactoria, y de que, como consecuencia de ello, tales injusticias rebasarán necesariamente los acuerdos humanos. En ocasiones, se postula esta reflexión como excusa para ignorar la injusticia, como si la negativa a aceptar la injusticia fuera lo mismo que la incapacidad de aceptar la muerte. La distribución natural no es justa ni injusta; no es ni justo ni injusto que las personas nazcan en una sociedad y en una posición particular. Estos son, simplemente, hechos naturales. Lo que es justo o injusto es la forma en la que las instituciones tratan esos hechos. Las sociedades aristocráticas o de castas son injustas porque hacen que estas contingencias constituyan la base para la adscripción de un individuo a clases sociales más o menos cerradas y privilegiadas. La estructura básica de estas sociedades incorpora la arbitrariedad que encontramos en la naturaleza. Pero no hay necesidad de que las personas renuncien a esas contingencias. El sistema social no es un orden inmutable, más allá del control humano, sino un esquema de acción humana”.
24 Vid., Gary Becker, The Economics of Discrimination (2ª ed. 1971); Finis Welch, “Labor- Market Discrimination: An Interpretation of Income Differences in the Rural-South”, 75 J. Pol. Econ. 584 (1967). Ambas aproximaciones consideran que, debido a las preferencias discriminatorias, la discriminación persiste a pesar de los incentivos económicos. Vid., también Jennifer Roback, “Southern Labor Law in the Jim Crow Area: Exploitative or Competitive?” en Labor Law and the Employment Market. Foundations and Applications 217, Richard A. Epstein and Jeffrey Paul, eds.
25 Vid., “The Economics of Caste and of the Rat Race and Other Woeful Tales”, en George a. Akerlof, An Economic Theorist’s Book of Tales 23 (1984). Esto puede servir para los sorprendentes hallazgos en James J: Heckman y Brook Paynor: “The Impact of Federal Antidiscrimination Policy on the Economic Status of Blacks: A Study of South Carolina”, 79 Am. Econ. Rev. 138 (1989) (en el que no se muestra ningún cambio en el empleo de los negros hasta el Título VII). Para una discusión acerca de la relación entre los mercados y la discriminación, vid., también Kenneth Arrow, “The Theory of Discrimination”, en Discrimination and Labor Markets 3-33, Orley Ashenfelter y Albert Rees, eds. (1973); Kenneth Arrow, “Models of Job Discrimination” en Racial Discrimination in Economic Life, A. H. Pascal, ed. (1972), Shelly Lundberg y Richard Startz, “Private Discrimination and Social Intervention in Competitive Labor Markets”, 73 Am. Econ. Rev. 340 (1983); George Akerlof, “Discriminatory, Status-Based Wages among Tradition- Oriented, Stochastically Trading Coconut Producers”, 93 J. Polit. Econ. 265 (1985); John J. Donohue, “Prohibiting Sex Discrimination in the Workplace: An Economic Perspective”, 56 U. Chi. L. Rev. 1337 81989); Paul Milgrom and Sharon Oster, “Job Discrimination, Market Forces, and the Invisibility Hypothesis”, 102 O. J. Econ. 453 (1987).
26 Vid., David A.Strauss, “The Myth of Colorblindness”, 1986 Supreme Court Review 99.
27 Vid., abajo.
28 Vid., abajo. Para algunos vívidos ejemplos, vid., Leon Litwack, Been in the Storm So Long (1977), en donde se discuten los complejos mecanismos de adaptación a la emancipación de los esclavos y de los dueños de esclavos, vid., también Jane J. Mensbridge, Why We Lost the ERA¸107 (1986).
29 Vid., Catherine A. MacKinnon, Toward a Feminist Theory of the State (1989).
30 Vid., Menahem Yaari, “Endogenous Changes of Tastes: A Philosophical Discussion”, en Decision Theory and Social Ethics 59, Hans W. Gottinger and Werner Leinfellner, eds. (1978).
31 .C. Schelling, “Egonomics, or the Art of Self-Managment”, 68 Am. Econ. Rev. 290 (Ac- tas y trabajos) (1978); Jon Elster, “Weakness of Will and the Free-Rider Problem”, 1 Econ & Phil. 231 (1985).
32 Vid., Elster, “Weakness of Will and the Free-Rider Problem”.
33 Vid., George A. Akerlof y William T. Dickens, “The Economic Consequences of Cognitive Dissonance” 72 Am. Econ. Rev. 307 (1982); Aronson, The Social Animal 162-164; vid., también el capítulo 1, nota 39. Pero vid., W. Kip Viscusi, Risk and Choice (1983). Hay que señalar que después del accidente nuclear de la Three Mile Island en 1979, cuanto más cerca de la zona vivía la gente, más dispuesta estaba a creer lo que afirmaba la Nuclear Regulatory Comission. Este fenómeno difícilmente se podría explicar sobre otras bases. Vid., Aronson, The Social Animal 176-178. Acerca de la disonancia cognitiva, vid., Leon Festinger A Theory of Cognitive Dissonance (1957); acerca de sus implicaciones para la teoría política, en especial para el utilitarismo, vid., en general, Jon Elster, Sour Grapes.
34 “Uno de los hallazgos más interesantes documentado cuidadosamente en los últimos tiempos es la manera en la que la gente altera su propia autoestima hasta llegar a creer que merecen su suerte, incluso cuando, bajo cualquier perspectiva objetiva, esa suerte haya sido infligida por fuerzas completamente ajenas a su control. Otras investigaciones han mostrado la forma en la que la gente que padece “objetivamente” una suerte terrible…suele eliminar la experiencia de la injusticia asociada con su suerte, reconociendo premios compensatorios, normalmente de naturaleza espiritual, asociados con el daño”. Malvin J. Lerner, “The Justice Motive in Human Relations”, en The Justice Motive in Social Behaviour 11, 21, Melvin J. Lerner y Sally C. Lerner, eds. (1981). Ver también la discusión sobre las relaciones complejas de los esclavos recién liberados en Litwack, Being in the Storm So Long. Vid., Elaine McCrate, “Gender Difference: The Role of Endogenous Preferences and Collective Action”, 78 Am. Econ. Rev. 235 (Trabajos y actas) (1988); vér de manera general The Justice Motive in Social Behavior, Melvin J.Lerner y Sally C. Lerner, eds. (donde se exploran las implicaciones para la formación de creencias de una creencia general en la justicia del mundo); Adrian Furnham y Barry Gunter, “Just World Belifs and Attitudes Toward the Poor”, 23 British J. Soc. Psych. 265 (1984) (donde se exploran las actitudes negativas hacia los pobres entre la gente que cree que el mundo es justo).
35 Vid., Melvin J. Lerner, The Belief in a Just World: A Fundamental Delusion (1980); Melvin J. Lerner y James R. Meindl, “Justice and Altruism”, en Altruism and Helping Behavior 213, J. Philippe Rushton y Richard S. Sorrentino, eds. (1981).
36 Vid., S. Rubin y A. Pepau, “Belif in a Just World and Reaction to Another’s Lot: A Study of Particiants in the National Draft Lottery”, 29 J. of Soc. Issues 73 (1973); vid., también Jon Elster, Salomonic Judgments 53-60 (1989). Sobre la relación con las víctimas ver en general Lerner, The Belif in a Just World.
37 Vid., Ronnie Janoff-Bulman, Christine Timko y Linda L. Carli, “Cognitive Biases in Blaming the Victim”, 21 J. Exper. Soc. Psych. 161 (1985).
38 Vid., Jonathan L. Freedman, “Long-Term Behavioral Effects of Cognitive Dissonance” 1 J. Exper. Soc. Psych. 145 (1965); Keith E. Davis y Edward E. Jones, “Changes in Interpersonal Perception as a Means of Reducing Cognitive Dissonance”, 61 Abnormal and Soc. Psych. 402 (1960); Aronson, The Social Animal 156-162. Aronson analiza los rumores que corrieron después del asesinato de estudiantes en la Universidad Estatal de Kent por parte de la Guardia Nacional de Ohio, en el sentido de que sus cuerpos estaban tan invadidos de sífilis, por lo que hubieran muerto de todos modos en pocas semanas. Un maestro de una escuela local afirmó: “cualquiera que aparezca con el pelo largo, la ropa sucia y los pies descalsos en una ciudad como Kent merece un tiro” (p. 157). Aronson trata las implicaciones de este fenómeno para el tema del racismo, pp. 161-162. Vid. También, Litwak, Being in the Storm So Long.
39 Vid. Paul Gerwirt, “Choice in the Transition”, 86 Colum. L. Rev. 728 (1986).
40 Vid. en general E. J. Mishan, “The Economics of Disamenity”, 14 Nat. Resourses J. 55 (1974); cfr. Derek Parfit, Reasons and Persons (1984). Sobre las cuestiones discutidas en esta sección, vid. en general, Peter Wenz, Environmental Justice (1988); Holmes Rolston, Environmental Ethics. Duties and Values in the Natural World (1988), Tom Regan, The Case of Animal Rights (1983); Peter Singer, Animal Liberation (1975); Ernest Patridge, ed. Responsibilities to Future Generations (1981); Bryan Norton, Why Preserve Natural Variety?, (1988).
41 Vid. Geoffrey P. Miller, “Interstate Banking in the Court”, 1985 Supreme Court Review 179 (donde se identifican las fuerzas de los grupos de intereses detrás de la prohibición de la prestación interestatal de los servicios bancarios); Jonathan R. Macey, “Special Interest Group Legislation and the Judicial Function: The Dilemma of Glass-Steagall”, 33 Emory L. J. 1 (1983)
42 Vid. Keith Schneider, “Cost of farm Law Might Be Double Original Estimate”, The New York Times, Julio 22, 1986 (en el año fiscal de 1986 la legislación sobre agricultura costó 35000 millones de dólares). Vid. también Ruben A. Kessel, “Economic Effects of Federal Regulation of Milk Markets”, 10 J. L. & Econ. (1967); Richard A. Ippolito y Robert T. Masson, “The Social Cost of Government Regulation of Milk”, 21 J. L. & Econ. 33 (1978); vid. también Geoffrey P. Miller, “The True Story of Carolene Products”, 1987 Supreme Court Review 397.
43 Vid. en general, Chicago Studies in Political Economy, George J. Stigler, ed. (1988); Richard A. Epstein, Takings (1985)
44 Vid. John Stuart Mill, Considerations on Representative Government (1867).
45 Cfr. Dworkin, Law’s Empire (donde se discute el carácter interpretativo del Derecho).