Concepciones de la política y legislación

José Ramón Cossío 1
Instituto Tecnológico Autónomo de México, México

Concepciones de la política y legislación

Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 17, 2002, pp. 119 -156

I

En nuestro tiempo la legislación suele discutirse y analizarte desde una amplia variedad de puntos de vista. Así, por ejemplo, es el objeto de los estudios de la dogmática constitucional, siempre que traten de describirse las características del proceso previsto en la Constitución; igualmente, se le estudia en cuanto el resultado de una acción legislativa concreta que produce determinados contenidos normativos, sean de tipo penal, civil, fiscal, etc., o es considerada desde el punto de vista de la ciencia política, con el fin de aludir a las características (racionales) de las acciones realizadas por ciertos agentes, sean éstas directas (legisladores) o indirectas (votantes o grupos de presión). 1 En general, cada uno de estos enfoque estima que el proceso legislativo tiene la función de materializar una gran cantidad de elementos, tales como las relaciones políticas, las preferencias electorales o los contenidos de las normas constitucionales, por ejemplo. Sin embargo, estos enfoques no caen en la cuenta de que la legislación o, si se quiere, el proceso legislativo, se realiza a partir de concepciones complejas y anteriores a la actividad que está analizándose.

Tomemos el caso del derecho. ¿Cómo y qué es lo que analizamos al referirnos a la legislación? La respuesta, evidentemente, depende de la modalidad metodológica utilizada. Así, por ejemplo, si nos colocamos en la óptica de la teoría del derecho, echaremos mano de elementos formales de análisis, y aludiremos a los problemas relacionados con su jerarquía, relaciones de validez, sistema de fuentes y medios de control, primordialmente. En particular, y admitiendo que la legislación es una de las fuentes del derecho, y que éstas pueden definirse como procesos de creación de normas jurídicas, 2 estimaremos que desde el punto de vista de la teoría del derecho lo procedente será identificar aquellas notas que por su presencia en una pluralidad de órdenes pueden considerarse “propias” del proceso normativo llamado legislación. A su vez, desde el punto de vista del derecho constitucional, ya se dijo, lo procedente sería establecer, de modo concreto respecto de un orden jurídico determinado, las características del proceso legislativo, los contenidos que deben adquirir las normas resultantes de él, o la distinción entre los órganos facultados para crear las normas legales, por ejemplo. Si se quiere profundizar en ello y admitir, bajo esa curiosa idea de las “ramas” del derecho, 3 la existencia de un particular desmembramiento del derecho constitucional en el “derecho parlamentario”, tendremos entonces las posibilidad de complementar el análisis con la descripción, fundamentalmente, de los órganos que intervienen en el proceso legislativo (y de sus atribuciones). 4

Cada uno de los enfoque acabados de describir, así como cualquier otro que pudiéramos presentar, se hace cargo de los elementos constituidos por las normas jurídicas. Por lo mismo, su visión se constriñe, digámoslo así, a considerar los elementos preestablecidos en ellas, y a suponer que la legislación se agota en la realización de distintos procesos normativos llevados a cabo por los órganos estatales competentes. Conviene comenzar apuntando que, de una parte, la visión del derecho en términos de procesos creadores de normas es adecuada y altamente explicativa. A partir de ella, resulta posible comprender que las normas resultan de la acción llevada a cabo por un órgano facultado por una norma, siguiendo procesos específicos y con la pretensión de desarrollar de modo válido el contenido recogido, también, en normas. Es cierto que estas actuaciones orgánicas en modo alguno se reducen a una ejecución mecánica, donde lo establecido por un órgano del Estado pasa, sin más, a constituirse en el contenido de una norma de jerarquía inferior. Por el contrario, es preciso advertir que en todo momento existen importantes grados de discrecionalidad, derivados tanto del lenguaje utilizado al redactar la norma que habrá de ser individualizada o, en general, de las “imperfecciones” de las normas, 5 como del tipo de atribuciones conferidas al órgano que deba llevarla a cabo. Sin embargo, esta visión normativa deja sin responder importantes preguntas que, por lo demás, parecieran fundamentales para una adecuada comprensión del trabajo legislativo y de las otras funciones normativas (administración y legislación) que evidentemente guardan relación con él: ¿qué tanta legislación?, ¿qué grado de detalle debe haber en la formulación de las normas legales?, ¿qué objetivos deben perseguirse mediante las leyes?, ¿qué funciones deben realizar éstas?, ¿qué vinculación existe entre legislación y verdad?, ¿cuál es la relación de la ley, si es que la hay, frente al cambio?, ¿qué tipo de vínculos se dan entre legislación y poder?, por ejemplo.

Cada una de las preguntas planteadas atienden a cuestiones que, en rigor, no pueden responderse desde el punto de vista de las funciones normativas generales (legislación, administración y jurisdicción), 6 ni cabalmente a partir de los elementos determinantes de la jerarquía normativa (órganos, procesos y contenidos). La razón de negar la primera posibilidad estriba en que la distinción funcional permite, no ya a nivel de teoría del derecho sino de normas positivas, constituir un criterio competencial entre los principales órganos del Estado, desde el cual resulta imposible responder, por ejemplo, a la pregunta por el grado de desarrollo legislativo. Tocante a la segunda, y aún cuando pudiera haber algunos elementos que harían más complejo descartar este segundo planteamiento en relación con el primero, nos parece también difícil responder a esas preguntas sabiendo sólo que el contenido de tal o cual norma superior debe desarrollarse de tal o cual manera por determinado órgano estatal. Es cierto que, y fundamentalmente en relación con el contenido, pueden existir dentro del orden jurídico cierto tipo de criterios para determinar la forma en que la norma superior debe desarrollarse. De ser ello así, en el mejor de los casos podríamos responder a las interrogantes planteadas en relación con la propia materia a regular, pero no a preguntas como las formuladas.

II

Consideremos dos ejemplos para demostrar lo acabado de decir. Partamos, en primer lugar, de la consideración de las funciones del derecho. Podemos saber, por ejemplo, que en el orden jurídico mexicano la Constitución atribuye al Congreso de la Unión las atribuciones necesarias para crear leyes (artículos 49, 50 y 72) respecto de las materia previstas, fundamentalmente, en su artículo 73. Esta atribución significa que el Congreso de la Unión puede establecer un tipo particular de normas llamadas leyes, y atendiendo a lo dispuesto en otros preceptos constitucionales, que las mismas deben crearse por la intervención de las dos Cámaras del Congreso actuando de forma sucesiva; que éstas deben satisfacer un determinado quórum (de asistencia y de votación); que el proceso legislativo se compone de determinadas etapas, etc. Como puede verse, de las consideraciones que podrían deducirse de atender a la función legislativa como una actividad creadora de normas otorgada de modo “primordial” al Congreso de la Unión, es difícil saber qué características o grado de detalle debe tener la legislación, por ejemplo.

Si ante la inutilidad de este primer ejercicio buscamos responder a las interrogantes planteadas atendiendo a los contenidos de las normas (ámbito material de validez), en principio pareciera factible avanzar un poco más. Esto es, parece razonable suponer que si la norma superior (Constitución) tiene determinado contenido que debe ser desarrollado por la inferior (ley), la propia relación material habrá de determinar los alcances, evidentemente también materiales, de la segunda. 7 La consideración del ámbito material aislado (o mediante su conexión con el personal y el proceso creador), no nos permite, sin embargo, resolver los problemas planteados. Esto es así en tanto que, nuevamente, lo que resultaría es la posibilidad de entender que el proceso de individualización legal debe agotar determinado tipo de contenidos constitucionales, y nada más. Si tomamos como ejemplo la materia de las “pesas y medidas” recientemente discutida por el Pleno de la Suprema Corte de Justicia, 8 a lo más que podríamos aspirar es a resolver si el Congreso de la Unión violó algún precepto de la Constitución que pudiere producir su invalidez, y lo que aquí es más importante, si agotó o no la materia prevista en la Constitución. Por ello, y en caso de que sea así, la cuestión a determinar es si en la ley emitida el estándar de “agotamiento” se incumplió en exceso o en defecto. 9 Desde la pura normatividad constitucional es imposible ir más allá. En todo caso, tendríamos que acudir a la tradición constitucional del orden jurídico de que se trate, misma que se compone de prácticas sociales, máximas de actuación, proyectos de vida en competencia, v.g. 10 Lo importante entonces es admitir que si bien es cierto que el enfoque normativo es útil y necesario para hacer las primeras preguntas sobre la forma en que está estructurado el derecho y realiza sus funciones generales, no tiene la capacidad para resolver muchos de los problemas, que fuera del propio y estricto normativismo, son de la mayor importancia para la comprensión del derecho; es más, si se quiere, de comprensión de las propias condiciones de funcionamiento (contextualidad) del propio normativismo.

Como creemos haber demostrado, la dogmática jurídica no suele responder al tipo de preguntas apuntadas, mientras que la teoría del derecho no ha construido su objeto de estudio sobre ellas, de ahí que quepa formular dos cuestiones antes de continuar. Primera, si verdaderamente tiene sentido responder a preguntas como las planteadas; segunda, y en caso de ser afirmativa la respuesta a la anterior, averiguar en dónde deben obtenerse las respuestas. Sobre la primera cuestión, nos parece que la respuesta debe ser afirmativa. Como ya se dijo, sólo así es posible construir el contexto en el cual pueda comprenderse y explicarse la legislación, y a partir de ahí, solucionar problemas que si bien parecen estar resueltos desde el normativismo de las teorías o de la dogmática, en realidad son previos a éstas. Abundando en lo que inicialmente se insinuó, una cosa es saber si tal o cual precepto fue o no “desarrollado” en otro de carácter inferior, y otra muy distinta es saber si, por ejemplo, el grado de desarrollo normativo es “correcto”. Meterse en la dificultad de llevar a cabo la separación resulta innecesario, en tanto pareciera factible responder ambas preguntas desde las ideas de jerarquía e individualización; sin embargo, ¿cómo saber qué grado de desarrollo normativo –detalle o generalidades– debe comprender la ley si, a final de cuentas, de cualquier manera la norma Constitucional ya fue individualizada? Siguiendo con esto, ¿cómo puede saber el órgano de control constitucional que la ley emitida es excesiva en la regulación que hace de determinadas conductas si, por lo demás, cumple con los criterios de legalidad o materialidad previstos en la Constitución?

Desde un enfoque tradicional se dirá que como las preguntas que hicimos sobre la legislación deben responderse exclusivamente desde el punto de vista de la validez y la jerarquía normativa, por ser ello lo “específico” del derecho, las mismas son ajenas a éste y deben solucionarse desde la sociología jurídica o la ciencia política. Sin embargo, cabe preguntarse si ello basta para comprender el sentido dinámico y, sobre todo, positivo, del propio derecho; 11 es decir, si una explicación del y desde el derecho, puede dejar de lado cuestiones como las planteadas. A nuestro juicio, ello no es posible, pues es precisamente a partir de las respuestas que se obtengan como puede conferirse pleno sentido a la idea de positividad del derecho, esto es, al supuesto fundamental de que las normas son “puestas” mediante actos concretos de conducta humana. Si al llevarse a cabo el acto productor de las normas están presentes una serie de conductas por parte de quienes las formulan, así como un conjunto de fenómenos institucionales que bien pueden agruparse bajo la noción de “tradición” (jurídica), ¿cómo pueden comprenderse cabalmente las normas jurídicas (sus funciones) si se dejan de lado los elementos que aglutinan el sentido de las conductas que constituyen el “orden jurídico”? ¿Qué no es acaso determinante para la creación, aplicación o interpretación legislativa conocer, por ejemplo, qué grado de regulación debe haber en las normas legales o cuál es la representación que del hombre existe en el derecho a efecto de llevar a cabo la regulación de sus conductas? Nuevamente, pareciera que la solución a estas cuestiones está implícita en las normas, si bien en realidad forman parte de los entendimientos que lleguen a tenerse sobre el derecho. Para entender el sentido del problema, supongamos la existencia de dos órdenes jurídicos, en uno de los cuales la ley es considerada la expresión de la verdad social, y en otro una forma de regular conductas a efecto de obtener determinadas consecuencias. Mientras que en el primer caso la violación de lo preceptuado por la ley deberá sancionarse de forma que el individuo sea readaptado y reinsertado en la sociedad, en el segundo deberá aplicársele una pena que lo castigue por incumplir aquello que le estaba prohibido o le era obligatorio.

Pasando a la segunda cuestión, tenemos que averiguar “dónde” y cómo obtener respuestas como las que buscamos. Antes se dijo que esta cuestión tiene su grado de complejidad, en tanto que ni la teoría del derecho ni la dogmática constitucional se han ocupado de ella. Por ello, lo primero que cabría hacer es preguntarse si una teoría o una dogmática “distintas” podrían tener el objetivo de llevar a cabo esas explicaciones. Esta interrogante pasa por determinar aquello que podríamos entender por “distinta”, en tanto que si admitimos una nueva y completa reformulación, es evidente que puede darse cabida a cualquier cambio de objeto. Sin embargo, si nos atenemos a lo que tradicionalmente se admite por teoría del derecho o por dogmática y a lo que, primordialmente, es posible esperar de ellas en el futuro próximo, no cabe imaginar la realización de un cambio de tal magnitud como para responder a las preguntas formuladas, con independencia de su deseabilidad. 12 Este pesimismo se funda en el hecho de que el carácter normativo formal de la teoría del derecho hace impensable la introducción de criterios materiales que pudieran determinar los patrones de respuesta, o de criterios acerca de cómo sería deseable que se concibiera a la legislación. En el momento en que la teoría se sometiera a criterios históricos o valorativos, perdería su carácter general y, pienso, muchos de sus cultivadores entenderían que también su propia “naturaleza”. En el caso de la dogmática constitucional, la razón puede ser mucho menos estructural, pero no por ello menos pertinaz. Si las funciones de la dogmática constitucional han sido comúnmente reducidas a la identificación, ordenación, sistematización e interpretación de las normas constitucionales, 13 ¿cómo podría enfrentarse explícitamente con las tareas de reconstruir aquellos sentidos que, por no ser tradicionalmente normativos sí le dan sentido a muchas de las acciones o comprensiones llevadas a cabo con esas normas? Es cierto que toda dogmática construye o es un metalenguaje; sin embargo, la misma tiene límites en su función reconstructiva de la normatividad, de forma que de ir más allá terminaría por no ser más dogmática. 14

III

Para continuar, supongamos que ni la teoría ni la dogmática habrán de cambiar en el mediano plazo. Ello mantiene el problema de dónde extraer las respuestas que buscamos. Si lo que determina a la legislación, y por ende, la posibilidad de responder a preguntas como las planteadas es la propia realidad del derecho, lo pertinente es identificar y reconstruir sus prácticas. Es decir, si la incidencia de la legislación sobre las conductas depende de lo que realmente acontece, habrá que trabajar sobre lo acontecido para reconstruir las tradiciones o prácticas, y desde ahí, establecer el sentido que la legislación tenga en un determinado ordenamiento. Aun cuando esta solución es plausible, de inmediato se presenta un nuevo problema: ¿mediante qué tipo de conocimiento institucionalizado habrá de realizarse la tarea? El problema está en que, en principio, nos encontramos en una “tierra de nadie”, debido a que desde los conocimientos tradicionales no se ve la necesidad de enfrentar esas cuestiones. ¿Estaríamos planteando entonces la necesidad de un nuevo tipo de conocimiento, o más propiamente, el que saberes tradicionales se ocupen de esta nueva “parcela” de la realidad? En realidad, nos parece, estamos frente a cuestiones que se han resuelto o, al menos, enfrentado, en los estudios relacionados con el derecho, que no sobre el derecho. Lo que mantiene oculta su existencia es que tales estudios son de tal carácter que se presentan sólo en momentos de excepcionalidad, sea esta de la reflexión, o ante todo y en el caso que nos ocupa, de la dinámica constitucional.

Para precisar la anterior afirmación, formulemos otra pregunta: ¿qué tipo de condiciones tienen que darse para requerir la distinción entre el proceso legislativo tal como se encuentra previsto en un determinado ordenamiento, frente a las condiciones generales de su funcionamiento y comprensión? Es preciso tener en claro que lo que aquí estamos averiguando es la razón por la cual requerimos la distinción en determinados momentos, lo cual, en modo alguno, puede significar que la misma no se encuentre permanentemente presente en la legislación. En otros términos, lo que aquí nos interesa destacar es que siempre existe un conjunto de categorías que determinan el sentido de la legislación como, por cierto, ocurre con cualquier fenómeno, 15 pero que la necesidad de extraer esas categorías y reconstruirlas suele presentarse sólo en aquellas situaciones en las cuales se da cierto grado de crisis o excepcionalidad. Como su existencia es presupuesta, y salvo que se produzca el tipo de situaciones acabadas de mencionar, “…parece absurdo preguntarse por las pruebas de su existencia”. 16 La pregunta deja de serlo cuando se está frente a una situación en la que, por la razón que se quiera, se rompe o es preciso romper la relación de identidad entre el proceso legislativo y las condiciones de comprensión antes aludidas. Situaciones de este tipo tienen su fundamento en dos posibilidades: la pérdida de legitimidad de las autoridades creadoras de las normas legales, lo cual produce que la necesidad de formular preguntas acerca del carácter y los alcances que están dando a las leyes, o la denuncia o en la reivindicación de un nuevo status para la legislación, como cuando lo que se quiere es que la ley regule más de lo que ordinariamente hace, o por el contrario, cuando se busca que penetre en menos espacios sociales o individuales. En ambos casos, las materias, los órganos y los procedimientos pueden seguir constantes, pero no así la caracterización ni el énfasis normativo. 17 El rompimiento de la legitimidad o identidad (aspectos que por lo demás suelen ir juntos), suelen hacer necesaria la formulación de preguntas desde el plano explicativo: ¿qué hace que la legislación tenga tales o cuales características adicionales a sus constantes normativas? 18 Estas cuestiones se construyen también desde la excepcionalidad, puesto que si se está frente a una “ciencia normal”, aquella que explica situaciones ordinarias, difícilmente tiene cabida la “anormalidad”. 19 Sin embargo, es perfectamente posible entender la posibilidad de construcción de preguntas y respuestas desde esta posibilidad.

Si las anteriores son las condiciones que posibilitan la formulación de preguntas como las que hicimos, ahora debemos fijar “dónde” obtendremos respuestas para ellas, admitiendo que la solución parece pasar por la excepcionalidad (ello más en términos de apreciación que de exclusividad). Hasta aquí hemos dicho que aún cuando se trata de saber cuáles son las categorías o presupuestos que determinan la legislación, ello no puede saberse atendiendo a las explicaciones normativas tradicionales. Por lo mismo, y en un plano de mayor generalidad, podríamos tratar de averiguar si la respuesta es posible a partir de la formulación de una teoría de la Constitución, es decir, de una reconstrucción de segundo nivel de un texto constitucional específico. 20 Si, por ejemplo, consideramos a la Constitución mexicana de 1917, podríamos decir que con el conjunto de las formulaciones lingüísticas contenidas en sus 136 artículos, sería posible construir un metalenguaje a efecto de darle sentido y unidad al propio texto constitucional. Es decir, podría afirmarse que la Constitución mexicana determina la existencia de un Estado liberal, social, democrático, federal y republicano, en el cual, adicionalmente, se prevé una cierta posición respecto del orden jurídico internacional, se sustenta un régimen de derechos fundamentales, se trata de cierto modo a las minorías, etc. A partir de ahí, a su vez, sería posible establecer una serie de funciones y consecuencias que terminaran por darle sentido a las normas constitucionales en lo individual. Por ejemplo, si pudiera estimarse que la Constitución de 1917 contempla un modelo de democracia sustantiva y no meramente procedimental, ello traería diversas consecuencias para el diseño, comprensión y tareas que debiera cumplir la justicia electoral, toda vez que los órganos correspondientes tendrían que entender que su tarea se reduce a garantizar vías adecuadas en el proceso electoral y tratar de reconstruir en sus decisiones un sentido democrático pleno. 21

Sin embargo, y con independencia de sus condiciones de formulación, debemos preguntarnos si es posible extraer de una teoría de la Constitución el tipo de respuestas que buscamos. Es decir, si resulta posible explicitar los supuestos de la legislación a partir de los resultados de la teoría construida para una Constitución. La respuesta, obviamente, depende de los alcances que le atribuyamos a la expresión “teoría de la Constitución”, así como a las funciones que ésta efectivamente cumpla. Para no caer en un círculo vicioso acerca de qué debiera contener una teoría, tratemos de averiguar qué es lo que, en el promedio, las mismas suelen “contener”. Es cierto que en el ordenamiento mexicano no contamos actualmente con una reformulación dominante del texto Constitucional, ello debido a la falta de trabajo sobre el texto en vigor o a la consideración de que lo único relevante es cambiar ese texto a fin de que incorpore las normas vigentes en otros o a que de plano se expida otro que se asemeje a un modelo que sí “valga la pena” ser explicado. 22 Sin embargo, si nos atenemos a lo que se ha sustentado respecto de otros ordenamientos constitucionales, podemos identificar dos soluciones. La primera de ellas es la norteamericana, en donde existe una muy amplia discusión acerca de cuál es la teoría constitucional que “realmente” se deriva o infiere del texto y la práctica constitucionales en Norteamerica. Aún cuando referida a otra situación, Robert Burt ha clasificado de las siguiente manera a las principales corrientes interpretativas estadounidenses: la “originalista”, en la cual se sostiene la fidelidad estricta a la intención de los autores del texto constitucional; la “interpretacionista”, en la cual se busca la adhesión a los valores fundamentales de la cultura estadounidense, tales como la verdad, la integridad o la virtud republicana, etc.; la “procesal”, que estima que la función de la interpretación constitucional es mantener abiertos los cauces democráticos, y los Critical Legal Studies, cuyos sostenedores estiman que el derecho enmascara la pervivencia de una realidad social en la que se constituyen diversas formas de dominación. 23 El caso español se presenta distinto, en tanto que existe una forma de comprensión generalizada de su texto constitucional a partir de la noción recogida en la primera parte del artículo 1.1 (“España se constituye en un Estado social y democrático de derecho…”). Si bien es cierto que a nivel de la doctrina y de las diversas integraciones del Tribunal Constitucional existen diferencias en cuanto a la forma de entendimiento de esa fórmula, también lo es que, de modo prácticamente unánime, existe consenso en cuanto a que la misma expresa los elementos fundamentales de la Constitución en particular, y del ordenamiento español en general. Independientemente de que la formulación aludida no sea originariamente española y a que su posición sea hoy propia del constitucionalismo (al menos del europeo continental proveniente de los países de tradición no democrática), es posible entender que ella contiene buena parte de la teoría de la Constitución española. 24

Ahora bien, cabe preguntarnos si de las cuatro expresiones propias de la teoría estadounidense 25 o de la expresión general española, es posible obtener las respuestas que buscamos. A nuestro juicio no, por dos razones. Primera, porque las teorías de la Constitución no suelen introducir como uno de sus componentes los elementos relativos a la legislación. Ello puede deberse a que se estima, como antes lo apuntamos, que las características legislativas están incluidas en las condiciones generales del modelo constitucional, i.e., que son parte de la normalidad del mismo, o a que no es necesario aludir a ellas por separado, en tanto que sus posibilidades derivan de las condiciones funcionales del ordenamiento o, más precisamente, de la Constitución. En el primer caso, no se estima necesaria la separación al considerarse que está supuesta una visión general de la legislación; por ejemplo, la relativa a los ámbitos de validez, jerarquía y procesos de control; en el segundo, al admitirse que las funciones normativas realizadas desde la Constitución “hacia” el orden jurídico expresan de por si sus características. En otros términos, si las categorías determinantes de la legislación están incorporadas en la dinámica constitucional, ¿para qué explicitarlas u ocuparse de ellas en momentos de normalidad? Evidentemente, esta última operación será necesaria en el momento en que la normalidad deje de serlo, pero entonces difícilmente será posible buscar y obtener soluciones a partir de las concepciones establecidas para explicar o hacer frente a situaciones ordinarias.

En contra de lo acabado de afirmar podría argüirse que sí hay una práctica constitucional que incorpora a la legislación todo aquello por lo que nos estamos preguntando. Así lo único que habría que hacer es trabajar con esta práctica, lo que nos lleva a ubicar el problema no en lo que no existe, sino en lo que hemos dejado de hacer. Este nuevo problema puede tener un componente de verdad, en la parte de que no hemos explorado la práctica constitucional, de modo que bien a bien no sabemos qué existe ahí. La omisión radica, más que en un descuido o en la falta de herramientas analíticas para hacerlo, en la incorrecta percepción de lo que es y no es el derecho. Si, como se dijo, el enfoque de estudio se realiza integralmente sobre la positividad y no sólo sobre la normatividad, es evidente que habría de estudiarse esa práctica, y por lo mismo, extraer los elementos constantes que conforman y sustentan el derecho, entre ellos la legislación. 26

Con independencia de que el cambio de enfoque y la actividad correspondiente se realicen, lo cual parece improbable en el corto plazo, nos parece que las soluciones que podrían obtenerse del análisis de la práctica tendrían un alcance limitado. Ello es así puesto que, en el mejor de los casos, se sabría qué concepción es aquella en la cual descansa la legislación, pero difícilmente sería posible establecer las categorías que sustentan, a su vez, tales concepciones. Supongamos que mediante el análisis de la práctica constitucional es posible afirmar que, por ejemplo, las constantes nos refieren a leyes que afectan de tal o cual forma las conductas, o que establecen determinado tipo de relaciones con la verdad u otros postulados o valores sociales. ¿La información obtenida es suficiente para concluir el carácter de la legislación? Nos parece que la respuesta debe darse en un sentido negativo, sencillamente porque no es posible asignarle a los resultados el carácter de explicaciones finales, ya que los mismos deben, a su vez, explicarse en términos de otras categorías. Como afirma Steven Weinberg, la explicación no puede darse ni por vía teleológica ni por vía deductiva, sino únicamente por la elaboración de otras explicaciones más generales en las que aquello que originariamente quiso explicarse quede, a su vez, explicado. 27 Si en ello consiste la explicación, y no la mera descripción, los por qués de la legislación exigen ir más allá de donde nos podría dejar un ejercicio de teoría de la Constitución, en tanto ésta, por tener un objeto de estudio positivizado y ciertos límites analíticos, difícilmente podría formularse y contestar más preguntas que aquellas que fueren más allá de un razonable y generoso entendimiento de los preceptos constitucionales en vigor.

IV

Las respuestas que se buscan podrían encontrarse en otro plano explicativo, no ya en la teoría elaborada para dar cuenta de una Constitución, sino de la clase compuesta por ellas: el constitucionalismo. Esta última denominación se usa para aludir al conjunto de máximas de conducta, teorías o doctrinas políticas, principios de filosofía política, principios generales del derecho, precedentes jurisprudenciales, contenidos constitucionales (“partes” orgánica y dogmática), carácter jerárquico y formal (escrito) de los textos, ámbitos de validez, etc. que debieran, primero, estar incorporados en los textos constitucionales, y segundo, guiar la práctica constitucional cuando el texto correspondiente haya entrado en vigor. Se trata, en efecto, de una variedad de elementos muy amplia, compleja y sujeta a grandes tensiones, por la sencilla razón de que cada uno de ellos tiene orígenes, sentidos y funciones propios que pueden llevar a enfrentamientos con buena parte de los restantes. Estos elementos, adicionalmente, se encuentran inmersos en un proceso histórico, de forma tal que, simultáneamente, a la masa de elementos decantados a lo largo de grandes procesos (Independencia estadounidense o Revolución francesa, entre otros) o de prácticas que adquieren el carácter de paradigmas universales, se suman elementos nativos, todo lo cual exige complejos ejercicios de armonización.

La posibilidad de armonizar los elementos pasa, a su vez, por la construcción de narrativas muy complejas, en las que se pone énfasis en ciertos componentes y se dejan de lado otros, o se integra un todo a partir de la elección de ciertas partes. Estas narrativas dan lugar a diversas expresiones del constitucionalismo, las cuales contemplan variaciones importantes. En cuanto a la conformación del “producto”, algunas presentan al constitucionalismo como el resultado de una dialéctica histórica (como serían los ejemplos del llamado Estado social y democrático de derecho, 28 o del constitucionalismo revolucionario mexicano 29 ); en otros casos, se presentan como líneas de continuidad quebradas sólo por ciertos momentos específicos (como sería la explicación del constitucionalismo norteamericano en la visión de, por ejemplo, Bruce Ackerman). 30 En cuanto a los elementos, existen casos como el norteamericano, en el cual se estima que los mismos forman parte de una tradición propia reflejada en las concepciones de los Founding Fathers, y desarrolladas ante todo por la Suprema Corte de Justicia, o existen concepciones como las europeas, en las que el tema se piensa como si fuera el resultado de una gran cantidad de inserciones históricas dadas en un largo discurrir dialéctico.

Lo que normalmente hace el constitucionalismo es establecer grandes construcciones (narrativas) de carácter teórico, tratando de solucionar los problemas y conflictos provenientes de la incorporación de aquello que es distinto, sea en su origen 31 o en su dinámica. Por ser esa su necesidad, el constitucionalismo o teoría constitucional difícilmente pueden responder de modo acabado a las preguntas sobre la legislación. Es decir, si en último término hay que responder a cuestiones tales como el grado de regulación o los fines que con ella deben satisfacerse, el problema está en que de una mezcla heterogénea difícilmente puede obtenerse una solución unívoca, a menos, claro está, que al interior del propio constitucionalismo se hagan los “cortes” y los “ajustes” necesarios para que los elementos componentes no “resulten” heterogéneos. Por seguir el hilo de nuestra exposición, supóngase que llegamos a un punto en el cual es posible admitir la existencia de una constitucionalismo en el que los elementos integrantes resultan homogéneos. La primera cuestión que surge es que puede serlo al interior de su narrativa, pero no respecto del resto de las posiciones que puedan establecerse, a menos que se piense en un Estado autoritario. De no ser este el caso, que por lo demás no admitiría el sentido material genérico del propio constitucionalismo, habría una explicación de la legislación “en el modelo”, pero difícilmente podría utilizarse para obtener respuestas como las buscadas. Nos parece que la propia pretensión discursiva, normadora y referencial del constitucionalismo, le impide establecer de un modo acabado los criterios necesarios para enfrentar determinados retos o problemas prácticos. Si tuviera esa capacidad para el detalle, terminaría perdiendo su referencialidad general y su capacidad para articular, con todos los problemas que se quieran, la búsqueda de un mejor estadio social. Las soluciones adecuadas o las respuestas precisas sólo podrían provenir de una situación positiva, a menos, claro está, que realmente se acepte la idea de un constitucionalismo convertido en “axionomía”, donde a partir de primeros principios pudieran deducirse soluciones para cualquier tema o problema que llegara a presentarse. Como esta solución parece inverosímil en tiempos de pluralidad política, podemos concluir que desde el constitucionalismo es difícil encontrar respuestas a las preguntas que nos hemos planteado.

V

En lo que hasta aquí llevamos dicho, no parece posible responder a las interrogantes planteadas al inicio de este trabajo desde el punto de vista de la teoría del derecho, la dogmática constitucional, la teoría de la Constitución o el constitucionalismo. Las razones son variadas y aluden a diversos niveles de problemas. Sin embargo, al momento de explorar lo relativo a la teoría de la Constitución, señalamos que la misma, si puede hablarse así, estaba en posibilidad de responder a preguntas como las planteadas por considerar que los resultados obtenidos no tendrían el carácter de explicaciones finales, pues deberían explicarse en términos de otras categorías. Lo importante aquí es comenzar admitiendo que la única posibilidad de solucionar los problemas planteados pasa por el análisis de la práctica constitucional, pues de no ser en ella, ¿en dónde más podríamos obtener respuestas? 32 El problema, sin embargo, está en que la exploración que pueda hacerse de la práctica requiere de categorías constitutivas, pues en caso contrario se le reduciría a ser o un mero recuento o a formular una respuesta que, a su vez, no pudiera ser explicada. El problema, entonces, no se debe a que estemos en un camino equivocado, sino simplemente limitado. Por ello, ¿qué pasaría si al realizar el análisis de la práctica introducimos una categoría adicional? La respuesta puede ser afirmativa, siempre que en la misma concurran los criterios de pertinencia y superioridad explicativa. Ello nos exige preguntarnos cuál será la categoría que permita informar a cualquier teoría de la Constitución, a lo cual respondemos que la filosofía política satisface ambos requerimientos. 33

Para avanzar en nuestras consideraciones, resumamos las ideas de Isaiah Berlin, sencillamente porque las mismas contienen una línea de argumentación que conecta lo que antes dijimos con lo que enseguida habremos de exponer sobre las relaciones entre filosofía política y legislación. El problema que Berlin se plantea es el mismo que da título al artículo que estamos reseñando: “¿Existe aún la teoría política?” 34 En realidad, se trata de averiguar sobre la existencia de la filosofía política. Berlin afirma que la sospecha de desaparición de una disciplina se confirma cuando sus presuposiciones medulares (empíricas o metafísicas) han caído en descrédito o han sido refutadas, o porque nuevas disciplinas ejecutan el estudio del trabajo de las más antiguas. Avanzando sobre la primera posibilidad, Berlin sostiene que los problemas de que se han ocupado las disciplinas pueden resolverse, primordialmente, de dos maneras: mediante la observación de fenómenos y la deducción a partir de ellos (método empírico), y a través de soluciones formales derivadas de ciertos axiomas (método formal). 35 Adicionalmente, hay otras preguntas que caen fuera de estos dos grupos, caracterizadas por ser desconcertantes, por carecer de una técnica automática de resolución y de “pericia universal” para tratar de darles respuesta. Esto es, “descubrimos que no estamos seguros de lo que debemos hacer para aclarar nuestra mentes, buscar la verdad, aceptar o rechazar respuestas anteriores a estas preguntas”, 36 de ahí que la inducción, la observación o la deducción, no sean suficientes para darles respuesta.

Dentro de los problemas que peor se avienen a los métodos empíricos o formales, están todos aquellos relacionados con los juicios de valor. A pesar de los intentos por construir ciencias para darles un status científico al conocimiento mediante la construcción de valores universalmente aceptados, “el relativismo, el subjetivismo, el romanticismo y el escepticismo, no cejan de entrometerse”. 37 La filosofía política participa de ese carácter y mantiene esas limitaciones, en tanto se enfrenta, por ejemplo, a cuestiones como “la naturaleza de la igualdad, de los derechos, de las leyes, de la autoridad, de las reglas”. 38 Cada uno de esos temas conlleva dar respuesta a preguntas sobre la justificación de la obediencia, de la autoridad, o del modo específico de actuación pública que se esté exigiendo. Las diferentes respuestas que lleguen a darse no dependen sin más de las soluciones a las mismas, sino de concepciones más profundas, pues como afirma Berlin, “las nociones de derecho, justicia o libertad, pongamos por caso, habrán de ser radicalmente distintas para los teístas y para los ateos, para los deterministas mecanicistas y para los cristianos, para los hegelianos y para los empiristas, para los irracionalistas románticos y para los marxistas, y así sucesivamente”. 39 Es decir, el mundo en el cual es posible (y necesaria) la filosofía política, es aquel en el que hay un choque de fines. En el momento en el que haya fines diversos y en pugna, será necesario dilucidar el conflicto y encontrar formas de enfrentarlo, o en el mejor de los casos, resolverlo. 40 Los problemas a que da lugar el conflicto de valores no son puramente técnicos o formales, ni tampoco se resuelven mediante la determinación de las políticas adecuadas para lograr ciertos fines, sino que, en los términos apuntados, seguirán teniendo el carácter de filosóficas.

La existencia de diversos fines y, por ello, de conflictos que hacen necesaria a la filosofía, deriva de las diferentes creencias de los hombre en la esfera de la conducta. Estas creencias, a su vez, “son parte de la concepción que se forman de sí mismos y de los demás como seres humanos; y esta concepción, a su vez, consciente o no, es intrínseca a su imagen del mundo”. 41 Preguntas relativas a la libertad, la justicia, la igualdad o la justificación de la obediencia, serán respondidas desde varias concepciones y, por lo mismo, serán diametralmente distintas. 42 A partir de estas ideas, Berlin entiende que el modo de comprender de los hombres, podemos decir, de sus conductas y sus creaciones, es “traer a la conciencia el modelo o modelos que dominan y penetran su pensamiento y sus acciones”, hecho lo cual, deberá analizarlo, “y esto compromete al analista a aceptarlo, o a modificarlo, o a rechazarlo, y, en este último caso, a proporcionar en su lugar a un sustituto”. 43 Los intentos por reducir la totalidad de la política a una ciencia empírica fracasaron, por el hecho de que las concepciones que de ella tenemos “forman parte de nuestras nociones acerca de lo que es el ser humano”. 44 Ello significa que nuestra idea del hombre determina y fija las condiciones de uso de categorías mediante las cuales se ordena la realidad, y simultáneamente, no tienen el carácter de hipótesis científicas acerca de los datos a ordenar. Tales categorías pueden reconocerse por el hecho de que son elementos mucho menos variables que la gran variedad de las características empíricas de los fenómenos a estudiar, 45 de ahí que Berlin afirme: “Las categorías políticas (y los valores) son parte de esa red prácticamente ineludible del vivir, el actuar y el pensar, que podrá cambiar sólo a consecuencia de cambios radicales en la realidad, o a través de la disociación de la realidad por parte de los individuos; es decir, de su enloquecimiento”. 46

A partir de estas ideas, Berlin trata las tareas y los objetivos de los filósofos políticos. Para los fines de este trabajo, no nos detendremos a considerar su análisis sobre ese punto. Lo que realmente nos interesa ya está dicho: la política se construye, en última instancia, a partir de las ideas que se tengan del hombre y de la sociedad, y desde ellas, se determinan los fines, funciones, naturaleza, etc., de las instituciones, arreglos y visiones a través de los cuales habrá de pensarse o realizarse la política en concreto. El derecho (lato sensu) es desde siempre una de las manifestaciones más conspicuas de esas visiones del hombre que buscan articularse como política. Ello significa que si a partir de estas visiones se llevan a cabo arreglos complejos para cumplir determinadas funciones sociales, el derecho vendrá a ser una modalidad de realización, tal vez una de las más importantes. El derecho, entonces, no podrá ser concebido como un todo aparte o ajeno a la política, sino más bien como la vía para institucionalizarla. Si, por vía de ejemplo, se admite que el hombre está sujeto a cualquiera de las formas de la voluntad divina (Deo servire regnare est), el derecho no podrá sino recoger ese entendimiento y traducirlo en normas jurídicas y garantizarlas mediante el uso de la fuerza coactiva monopolizada en el Estado; 47 si, por el contrario, el hombre es tenido como un fin en sí mismo y dotado de importantes grados de autonomía (Sub lege, libertas), el derecho recogerá esa concepción y, del mismo modo que la anterior, terminará traducida en normas jurídicas. 48

VI

La cuestión que ahora debemos establecer son los modos de conexión, si puede decirse así, entre política y derecho partiendo de la concepción final del hombre y de la sociedad. Hecho lo anterior, estaremos en posibilidad de resolver las preguntas formuladas sobre la legislación. El modo de abordar esa forma de relación puede darse de distintas maneras, algunas de las cuales pueden significar, prácticamente, la reconstrucción de la filosofía política, la historia política o la historia del derecho. Como esta tarea está fuera de nuestras posibilidades, lo que enseguida haremos es considerar la exposición que tres importantes autores han hecho de lo que Berlin llamó las “concepciones del hombre, la sociedad y la política” para, a partir de ahí, entender el modo como determinan al derecho y a la legislación. Aun cuando se trata de un ejercicio individualizado respecto de las ideas de Weber, Kelsen y Oakeshott, nos parece posible hacerlo así debido a que, en todo caso, lo que estamos buscando son formas de relación y solución de problemas, mas no respuestas específicas. 49 Es decir, lo que queremos es demostrar que la solución a las preguntas planteadas tiene que llevarse, en última instancia, a un nivel profundo y general, para lo cual nos son relevantes autores como los mencionados. 50 Evidentemente, lo anterior no es obstáculo para que pudiéramos citar a otros que nos condujeran a soluciones diversas; sin embargo, la ventaja de utilizar las ideas de estos tres es que nos plantean sus reflexiones en términos binarios, lo cual permite comprender, simultáneamente, posiciones extremas y enfrentadas, y de ese modo, presentar cabalmente los temas a consideración.

A) En lo que concierne a Weber, vamos a considerar las ideas expuestas en 1919 en su célebre conferencia “¿Qué es la política?”. 51 Después de discurrir sobre el significado de la política, sus usos en diversos momentos históricos y la posición central de la legitimidad, hacia el final de su exposición se pregunta por las relaciones entre la primera y la ética. Este es el marco en el que trata de comprender las condiciones finales del ejercicio político, y por lo mismo, la que mejor se aviene a nuestras necesidades. Al hablar de la ética, dice Weber, no se está ante un carruaje que pueda tomarse o dejarse cuando a uno le plazca, 52 sino ante un sentido integral para quien al ejercer la política decide orientar por ella su actuar, sea ello mediante una “ética de la convicción” o una “ética de la responsabilidad”. 53 En el primer caso, por ejemplo, cabe decir que “el cristiano obra bien y deja el resultado en manos de Dios” (Oportet obedire Deo magis quam hominibus), mientras que en el segundo han de tenerse en consideración las consecuencias previsibles de la acción que haya de llevarse a cabo (Auctoritatem cum ratione omnino pugnare non potest). Por ello, afirma Weber,

cuando las consecuencias de una acción realizada conforme a una ética de la convicción son malas, quien la ejecutó no se siente responsable de ellas, sino que responsabiliza al mundo, a la estupidez de los hombres o a la voluntad de Dios que los hizo así. Quien actúa conforme a una ética de la responsabilidad, por el contrario, toma en cuenta todos los defectos del hombre medio… Quien actúa según una ética de la convicción, por el contrario, sólo se siente responsable de que no flamee la llama de la pura convicción, la llama, por ejemplo, de la protesta contra las injusticias del orden. Prenderla una y otra vez es la finalidad de sus acciones que, desde el punto de vista del posible éxito, son plenamente irracionales y sólo pueden y deben tener un valor ejemplar. 54

El enorme problema que se plantea a las dos éticas de la política radica en el hecho de que su medio específico, “la violencia legítima”, se ejerce por asociaciones humanas. Como los seguidores de una u otra modalidad requieren imponer en la tierra sus visiones, designios o políticas, necesitan un “aparato humano” a través del cual realizar sus fines propios. El jefe o jefes del aparato tienen que poner a la vista de sus seguidores premios y castigos lo suficientemente atractivos como para lograr su adhesión y obediencia, y con ello, un sistema permanente de lealtades que permita llevar a cabo el correspondiente ejercicio de dominación política. 55

En los términos apuntados han quedado plasmados los dos extremos de la posición weberiana: por una parte, existen dos modelos éticos para llevar a cabo la conducción de la política; por otro, ambos requieren de un aparato de ejercicio de la fuerza para realizar la política, i.e., “la aspiración a participar en el poder o a influir en la distribución del poder entre los distintos estados, o dentro de un mismo estado, entre los distintos grupos de hombres que lo componen”. 56 De lo anterior resulta que cada una de las distintas modalidades que se adopten en esas dos concepciones de la política van a producir consecuencias muy diversas respecto al orden establecido para regular y permitir el uso coactivo de la fuerza, es decir, sobre el derecho. 57 Así, por ejemplo, si se parte de una “ética de la convicción”, la totalidad del orden jurídico estará a su servicio, lo cual significa que la legitimidad de los poderes públicos, su diseño, la relación entre normas y poder político, etc., derivarán de ese entendimiento inicial. 58

Este mismo entendimiento tiene consecuencias particulares respecto de la legislación, ello debido a que es sólo una de las funciones normativas propias de todo orden jurídico. Esto quiere decir, como se apuntó, que dependiendo del tipo de ética que determine, en su caso, el ejercicio de la política, así y sólo así podrá ser la legislación. Supongamos que se está frente a un sistema en el cual impera la ética de la responsabilidad, ello derivado, obviamente, de la aceptación que los dirigentes hubieren hecho de esa forma de conducción de la política. Frente a esta posibilidad, cabría señalar que la legislación será una función mediante la cual se trate, por una parte, de generar los valores propios de esa ética pero, adicionalmente, de llevarlos también a su producto, es decir, a la ley misma. Si lo propio de esa ética es pensar en términos consecuencialistas y ponderar los pros y contras de las decisiones, el beneficio común o los efectos que podrán tener, resultará entonces que, en relación con las preguntas que nos formulamos, tendríamos respuestas del tipo siguiente. En cuanto al aspecto cuantitativo, no mucha legislación, pues si lo que se están considerando son efectos o consecuencias y éstos comúnmente se asumirían como inciertos, puede entenderse que entre menor sea la legislación, menores serán las posibilidades de cerrar el camino a análisis posteriores. Esta solución, sin embargo, puede plantear otra posibilidad, pues si lo que se busca es mensurabilidad, una amplia legislación podría lograrla. La solución correcta nos parece que está en la segunda posición, sencillamente porque es ella la que en realidad se refiere al quantum, mientras que la primera alude más bien al grado de flexibilidad que debe existir en la legislación para garantizar su acomodo al cambio que esté viviéndose. En lo referente al grado de detalle, en buena medida valen consideraciones como las acabadas de hacer, pues entre más elementos de regulación de conductas compongan las normas, más difícil será tener la posibilidad de valorar y revalorar las consecuencias de las decisiones asumidas. Los objetivos que deben perseguirse mediante las leyes no podrán plantearse en términos absolutos ni definitivos, sencillamente porque el estado de la cuestión o del arte evoluciona constantemente y no pueden quedar petrificados de una vez por todas, al extremo de excluir otras posibilidades. La relación entre legislación y verdad no existe, ni puede existir, debido a que la ley no es expresión de ésta, sino tan sólo la forma más adecuada de resolver los conflictos sociales o políticos que vayan presentándose de acuerdo con las tareas que correspondan al tipo de ejercicio político de que se trate. Finalmente, la relación de la ley frente al cambio tiene que aceptarse plenamente, pues si aquélla está ahí para permitir el logro de ciertos fines tomando en cuenta ciertas consecuencias, el cambio de éstas habrá de propiciar también la modificación de la ley. En síntesis, si se está frente a un ejercicio de la política guiado por la ética de la responsabilidad, la legislación será considerada como un instrumento para la realización del modelo político, pero siempre tomando en cuenta las consecuencias, lo cual habrá de darle un sentido abierto.

Si ahora consideramos el ejercicio de la política a partir de la ética de la convicción, tendremos resultados completamente opuestos a los anteriores. Por principio de cuentas, el quantum de la legislación será considerablemente mayor en los casos en que exista una autoridad legislativa legitimada al interior del modelo, ello por el hecho de que habrá que realizar el objeto del modelo político de manera plena y a profundidad; si, por el contrario y como es previsible, la autoridad legislativa no cuenta gran cosa, la ley tendrá un papel subordinado en aras de las decisiones individuales del detentador del poder. Si se está ante una autoridad legislativa fuerte, ello conlleva, en segundo término, una legislación detallada y que asuma, por lo demás, un grado también de detalle en la regulación de las conductas humanas. Ello es así, en la medida en que si se asume la idea de que mediante la ley se está realizando el modelo político y el mismo resulta de un pleno convencimiento, no hay razón alguna para dejar de lado ningún aspecto que pudiera evitar que las personas cumplan el objeto del convencimiento. Por el contrario, en caso de que la autoridad descanse en un individuo, la legislación será menor y las decisiones individuales serán parte fundamental del sistema de fuentes del derecho de ese ordenamiento. A diferencia de la ética de la responsabilidad, en la de la convicción los objetivos deben plantearse en términos absolutos, pues no sería aceptable ninguna otra modalidad de realización, y la relación con la verdad es absoluta igualmente, por la sencilla razón de que la ley es sólo el instrumento para la realización de una elemento “superior” o “trascendente”. Por ello mismo, la relación entre ley y verdad sí existe, pues la primera, en tanto realiza una convicción, no podría sino expresar a la segunda. Por último, la relación entre ley y cambio no es admisible, pues la convicción no puede mutar, a menos, claro está, que deje de serlo. Concluyendo de igual manera que el párrafo anterior, si se está frente a un ejercicio guiado por la ética de la convicción, la legislación será considerada como un instrumento para la realización del modelo político, pero siempre tomando en cuenta la convicción, la que por ser superior y determinante, provocará la comprensión de la legislación como una función cerrada en aquélla. 59

B) Kelsen, en la parte final de su Teoría General del Estado, 60 señala que la oposición entre democracia y autocracia (i.e., el problema de la forma estatal) es determinante para la comprensión de la creación jurídica. Dependiendo de la forma estatal que se adopte podremos saber si las normas se crean o no con participación de quienes habrán de someterse a ellas. Esta distinción, dice Kelsen, es meramente formal, en tanto ninguno de esos dos métodos de creación implica un contenido necesario. 61 Por ello, estima que la cuestión final sobre la democracia y la autocracia

gira en torno a si uno se cree facultado para considerar aquel contenido como justo, absoluta o relativamente. La cuestión decisiva es ésta: ¿hay o no un conocimiento de la verdad absoluta, una visión de los valores absolutos? Tal es la oposición fundamental de concepciones del mundo y de la vida, a la que se ordena la antítesis de autocracia y democracia: la creencia en una verdad y unos valores absolutos es el supuesto de una concepción metafísica y, sobre todo, místico-religiosa del mundo… Mas quien estima que el conocimiento no puede alcanzar verdades ni valores absolutos, no sólo ha de estimarse posible, cuando menos la propia opinión, sino la ajena y aun la opuesta. Por eso el relativismo es la concepción del mundo que presupone la idea democrática. 62

Las consecuencias de cada una de estas dos formas de la política son, como ya quedó dicho, determinantes del contenido del derecho. Afirma Kelsen que quien en sus actuaciones políticas puede invocar “la inspiración divina, el apoyo sobrenatural”, 63 puede dejar de escuchar y mirar a los hombres, hablar con el más allá y crear las normas que, por una parte, le permitan articular esos designios pero, también, regular mediante la coacción las conductas de los hombres sujetos a ese orden jurídico. Quien, por el contrario, “sólo se apoya en la verdad humana y sólo orienta las finalidades sociales con arreglo al conocimiento humano”, únicamente puede establecer las normas y prever la coacción a partir del asentimiento de aquellos que vayan a estar sujetos a ellas o, al menos, de la mayoría de éstos. 64

Las ideas acabadas de reseñar fueron desarrolladas por Kelsen pocos años después (1933) en su escrito “Forma de Estado y filosofía”. 65 No vamos a exponer aquí la totalidad de ellas, sino únicamente aquellas que permiten complementar las anteriores o contestar las preguntas que sobre la legislación hemos planteado. En primer lugar, conviene apuntar la formulación de la dualidad entre primado del conocimiento y primado de la voluntad. Ello quiere decir que la democracia se sustenta en la libre discusión de las ideas y en el otorgamiento de una posición privilegiada a las libertades que la hacen posible (pensamiento, prensa, conciencia, tolerancia e investigación científica); la autocracia, por el contrario, lo hace en el primado de la voluntad, en donde sólo puede pasar por verdadero lo que es bueno, lo cual únicamente puede definirse por la autoridad estatal, “de manera que quien osa resistir a esa a autoridad, no sólo delinque, sino que, además, incurre en error”. 66 En segundo lugar, Kelsen apunta que el carácter racionalista y cognitivo de la democracia se manifiesta en “su aspiración a organizar el orden estatal como un sistema de normas generales, preferentemente escritas, en las que los actos individuales de la administración y la jurisdicción se hallen determinados del modo más amplio posible, pudiendo considerarse como previsibles”. 67 La autocracia, contrariamente, desprecia esa racionalización y papel central de la legislación, pues lo importante es la manifestación de la voluntad del gobernante tal como la estime relacionada con el fin superior o verdad revelada a la cual sirva, lo cual se aviene mejor a la creación del derecho mediante actos individuales. 68 Este tipo de actos permiten consignar mejor la voluntad de la autoridad, y con ello, el designio o visión que debe realizarse. En tercer lugar, estima que los idearios políticos se asientan, en última instancia, en sistemas filosóficos contrapuestos. Más específicamente, dice que derivan de la posición que se adopte frente a lo absoluto. “La cuestión decisiva es si se cree en un valor y, consiguientemente, en una verdad y una realidad absolutas, o si se piensa que al conocimiento humano no son accesibles más que valores, verdades y realidades absolutas”. 69 Así, a la concepción “metafísicoabsolutista” del mundo corresponde un ejercicio autocrático, mientras que a la concepción “científicorelativista” corresponde la forma democrática. 70

Aún cuando Kelsen, como antes Weber, no profundiza en las consecuencias de sus distinciones respecto de la legislación en particular, podemos extraer algunos de ellos por vía de ejemplo. Colocados en el primado “metafísicoabsolutista” y su consecuente forma autoritaria, las preguntas formuladas podrían responderse del modo siguiente. Primero, poca legislación, en tanto ello permitirá la posibilidad de crear numerosas normas jurídicas de carácter individual, e impedir con ello que el autócrata se encuentre limitado en sus facultades por los órganos legislativos, en caso de que los hubiera. Segundo, el grado de detalle de la legislación no puede ser grande, pues al igual que en el punto anterior, ello impediría el arbitrio o la manifestación caprichosa o excepcional de la autocracia. Resulta mejor gobernar por principios o nociones generales, desde las cuales resulte posible construir las soluciones ad hoc que el caso requiera. Tercero, los objetivos a perseguir deben derivar de las verdades reveladas o descubiertas por quienes detentan el poder, de forma tal que, y aún dentro de su papel secundario, en la legislación no pueda sino haber pocos y precisos objetivos, debiendo éstos quedar constantemente presentes en la totalidad del ordenamiento. 71 Cuarto, las relaciones entre legislación y verdad se dan de un modo pleno, pues si todo el modelo político descansa en una verdad absoluta, la ley no puede sino ser su expresión y, como expresamente afirmaba Kelsen, su violación ha de verse como un error o pecado y no como un mero incumplimiento. 72 Quienes infrinjan la ley no son vistos como infractores, sino como sujetos que por partir del error o del pecado, deben ser readaptados o redimidos, ello no sólo en bien de la sociedad, sino fundamentalmente, del suyo propio, pues ¿cómo es posible que se les permita mantener una posición equivocada? 73 Quinto, la ley no puede guardar relación con el cambio, pues la verdad que sustenta al todo es atemporal; en todo caso, los ajustes que puedan tener las normas legales serán con el propósito de manifestar de “mejor” manera la verdad, pero no así para superarla o desconocerla, pues ello sería imposible. Sexto, el vínculo entre legislación y poder es total (en las condiciones apuntadas al inicio de este párrafo) pues la primera es la forma misma de expresar las concepciones y modalidades de la segunda. El poder, que está constituido y organizado para actualizar una verdad, se manifiesta en normas, entre ellas las legales, por lo cual éstas expresan de modo cabal al poder mismo (Prior auctoritas imperantis, quam utilitas servientis). ¿Sería posible, por ejemplo, pensar en un régimen autocrático en el que la ley no fuera la manifestación perfecta de sus supuestos absolutos?

Si pasamos ahora al primado de la concepción “científicorelativista”, las preguntas planteadas pueden ser contestadas del siguiente modo. Uno, que sí debe haber una cantidad importante de legislación, pues se trata del producto de la función central del orden jurídico democrático, en tanto que mediante ella se le confiere participación a quienes habrán de acatar las normas, se logra darle previsibilidad a la regulación de las conductas, y se subordinan los actos de individualización llevados a cabo por los órganos del Estado distintos a los legislativos. Dos, el grado de detalle en la legislación debe ser suficiente para permitir que las autoridades administrativas y jurisdiccionales ejecuten las determinaciones legislativas. Sin confundirnos con el punto anterior, la legislación, sin embargo, debe estar construida de un modo lo suficientemente flexible para que pueda admitir los cambios que provengan de nuevas invenciones, descubrimientos, o en general, de las transformaciones científicas que ocurran. Tres, los objetivos de la ley deben ser amplios para dar cabida a determinaciones que puedan ser asumidas por amplias mayorías, mientras que los de la legislación deben estar encaminados a mantener las posibilidades de una discusión amplia y en términos relativos. Es decir, y por tratarse de un modelo de valores no absolutos construido a partir de mayorías temporales, y por lo mismo, previsiblemente cambiantes, debe mantenerse la tensión entre la fijeza de las decisiones tomadas mayoritariamente y la ductilidad para modificarlas cuando cambie la correlación de fuerzas que las propiciaron. Cuatro, las relaciones entre legislación y verdad no pueden darse más que en el estricto nivel de la relatividad del conocimiento, de forma tal que al cambiar éste deberá hacerlo también la ley. 74 Para garantizar esto, es necesario mantener abiertas las posibilidades deliberativas de la democracia, y dar la oportunidad de que los cambios en el conocimiento propicien la modificación legal. 75 Cinco, en los mismos términos, la relación con el cambio debe estar abierta, pues ello es una condición de sus supuestos relativistas. Sexto, la legislación, finalmente, no es un vehículo del poder entendido como un ente ajeno a los destinatarios de las normas, sino que es comprendido como la manifestación de los sujetos que van a regir sus conductas mediante aquello que ellos mismos hayan decidido. De este modo, la legislación es, si cabe la metáfora, un vehículo del poder temporal y relativo de mayorías pasajeras, y sólo a partir de esta precaria base puede entenderse su relación con el poder.

C) El tercero de los autores a analizar es Michael Oakeshott, fundamentalmente a partir de lo dicho en su La política de la fe y la política del escepticismo. 76 Considera que una de las constantes de la política es la ambigüedad de su lenguaje, el cual, dice, no es el producto de una degeneración o mal uso, sino del hecho de que mediante él tratan de comprenderse fenómenos que en su origen y evolución son contradictorios entre sí. 77 Para comprender esta contradicción es necesario plantear sus extremos a efecto de saber dónde colocarnos. Hasta ahora, dice, los extremos se han fijado en el anarquismo y el colectivismo, esto es, el individuo como servidor del gobierno o el gobierno como agente del individuo. A su juicio, sin embargo, la distinción de los extremos no puede hacerse como si se tratara de magnitudes en el ejercicio del poder político o como la identificación de posiciones en una relación, sino que debe construirse a partir de la manera de llevar a cabo la actividad política y la forma de designar su realización. Por ello, dice que la importancia de la distinción entre “política de la fe” y “política del escepticismo” es que denota las oposiciones más profundas de la política moderna: 78 “con estas dos expresiones creo designar a la vez los polos de una actividad y los polos de nuestra comprensión de nuestra actividad, los extremos que vuelven inteligible la ambivalencia de nuestra conducta en el gobierno y la ambigüedad de nuestro vocabulario en política”. 79

La política de la fe y la del escepticismo son dos estilos de política que han estado constantemente presentes en la historia moderna y cuyos principios pueden ser establecidos por abstracción con independencia de la versión concreta que en cada momento acojan. Considerando en primer término el estilo de la fe, Oakeshott estima que este tipo de política significa que la actividad del gobierno está al servicio de la perfección humana. 80 Como la perfección no está presente, pero es alcanzable mediante el esfuerzo humano, se asume que el gobierno debe ser el agente principal del mejoramiento que culminará en perfección. Esta suerte de “pelagianismo” 81 presupone y asume las más altas cualidades en el poder humano de transformación, y entiende que el gobierno “es su principal inspirador y su único director”. En consecuencia, “este estilo de política requiere una doble confianza: el convencimiento de que el poder necesario se encuentra disponible o puede generarse y la convicción de que, aunque no sepamos exactamente qué constituye la perfección, conocemos el camino que conduce a ella”. 82 De este modo, una primera consecuencia tiene que ver con los órganos de gobierno, en tanto éstos terminarán siendo medios para llegar a la verdad y no sólo vías para facilitar la toma de decisiones. Por ello, el gobierno debe ser minucioso y omnicomprensivo, pues sólo así puede integrar la totalidad de las actividades de los gobernados hacia la perfección buscada. 83 La política del escepticismo, por su parte, es un estilo que entiende el ejercicio de gobierno como algo separado de la búsqueda de esa perfección y asume que su quehacer fundamental radica en “disminuir la gravedad de los conflictos humanos”, lo cual sólo puede derivarse del hecho de que cada cual esté en la búsqueda de su propio y personal proyecto. 84 Oakeshott identifica sus bases epistemo-lógicas en la “desconfianza prudente”, lo cual deriva de que sus afirmaciones sobre la actividad gubernamental no parten, como en el caso de la política de la fe, de la “naturaleza humana”, sino en una más modesta interpretación de la conducta de los hombres.

A diferencia de Weber y Kelsen, Oakeshott extrae expresamente las consecuencias sobre el derecho de cada una de las concepciones identificadas, y en algunos momentos, específicamente sobre la legislación. 85 Este ejercicio resulta de la mayor importancia, no sólo por poner de manifiesto la conexión entre los estilos de política y derecho, sino adicionalmente, por permitirnos conocer el modo en que el autor lleva sus repercusiones hasta el punto que nos interesa. Comenzando con el derecho que requiere el modelo político inspirado en la política de la fe, Oakeshott indica que el mismo no requiere ni puede consentir una alta formalidad, pues este estilo es “una aventura de dioses” que mal se avendría a reglas fijas; 86 los derechos y las acciones para deshacer los agravios tampoco tendrían cabida, pues ello podría oponerse a la marcha de la búsqueda común; los precedentes judiciales, así mismo, no tendrían un gran significado, pues el presente sería más importante que el pasado, y el pasado aún más respecto del mismo presente, y los gobernados tendrían que ver al derecho no sólo como motivo de obediencia, sino también de sumisión, amor o salvación. 87 Por su parte, el derecho que requiere el modelo político inspirado en la política del escepticismo, exige que la conducta del gobierno “siga leyes conocidas y establecidas, así como un sistema de derechos ligado y, en realidad, derivado históricamente de medios de reparación fáciles de manejar”; 88 que la actividad gubernamental sea judicial; que las personas encuentren restricciones importantes para promover en cualquier tiempo su proyecto político “preferido”; que sea necesario un alto grado de formalidad, sencillamente porque el rompimiento del orden que se busca puede llegar más rápidamente; 89 que se mantenga la división de poderes como un mecanismo para limitar la acción de los hombres, sencillamente porque los gobernantes son ante todo seres humanos y su naturaleza es falible, 90 y adicionalmente, que “el escéptico encuentra en lo que se llama el ‘imperio de la ley’ (rule of law) una manera de gobernar notablemente económica en su uso del poder, la cual, en consecuencia, se gana su aprobación”. 91

De lo dicho por Oakeshott respecto a los estilos y a las consecuencias sobre el derecho, es posible tratar de responder las preguntas sobre la legislación. Si nos colocamos bajo la política de la fe, tenemos que en cuanto a la cantidad de la legislación, ésta podrá o no ser abundante, siempre que quede plenamente garantizada la posibilidad de regulación detallada de todas aquéllas conductas encaminadas a lograr el perfeccionamiento humano. Es decir, no se está tanto frente a un asunto de cantidad sino como de calidad de la regulación, lo cual no quiere decir que ello necesariamente deba implicar extensos complejos normativos. Adicionalmente, el asunto está en que no es posible suponer que el tipo de intromisión detallista pueda darse mediante leyes, sino ante todo a través de normas individualizadas mediante las cuales sea posible exponer los actos concretos de voluntad dirigidos al logro de la perfección. Los objetivos que deben perseguirse mediante la legislación están claros y deben ser aquéllos que vayan encaminados al logro de la perfección del hombre. Este tema, como Oakeshott lo señala, puede dar lugar a variaciones importantes en cuanto a las vías para lograrlo o en lo tocante al momento en que se logra. Sin embargo, y admitiendo las posibilidades restringidas de la legislación, ésta debe buscar y mantener permanentemente el fin o fines precisados y no desviarse de ellos en ningún momento. La relación con la verdad es aquí particularmente clara, pues la ley no es un medio para lograr la realización de conductas humanas, sino ante todo la vía para realizar un fin superior. En esa medida, la ley expresa el horizonte a alcanzar, la visión redentora a perseguir y la separación de ella debe tenerse, según se dijo, como pecado o error. De la relación entre la legislación y la ley con el cambio en esta primera posibilidad de Oakeshott, debe decirse lo que ya antes se señaló tratándose de Kelsen o Weber, sencillamente porque es inadmisible que una vez visualizada la perfección, las normas encaminadas a obtenerla puedan cambiar. En todo caso, la única posibilidad es la de adecuación, pero siempre para insistir en la misma finalidad u objetivo. De la relación entre poder y legislación, por último, puede decirse también lo que se dijo, pues ésta será la forma de expresar a aquél, no como un desdoblamiento, sino como la modalidad normativa que le señala la forma de realización del perfeccionamiento, así sea “actualizable” por la propia autoridad.

Si pasamos ahora a la modalidad de ejercicio político que se realiza desde el escepticismo, la legislación deberá limitarse a ser suficiente para mantener el orden general en el que sean realizables los diversos proyectos individuales sin que a partir de ahí se justifique una mayor can tidad de normas. Importa mucho señalar que la existencia de un mínimo normativo no significa debilidad en cuanto a su previsión ni su ejecución; por el contrario, dentro de los límites adecuados, las normas deben ejecutarse con toda fuerza, pues sólo así se garantiza la existencia del orden. En lo tocante al grado de detalle, no debe presentarse una indebida intromisión en las actividades humanas, pues ello sería inaceptable para la construcción de proyectos personales. Como la modalidad que se busca realizar es la de un Estado judicial, las normas deben tener sentido a efecto de ordenar, por una parte, las formas de actuación de los tribunales, pero, por otro, de otorgarles a éstos grados suficientes de discrecionalidad para resolver los conflictos sociales que vayan presentándose. Los objetivos que deben perseguirse no pueden venir determinados de una vez y para todos los individuos, pues ello sería contrario a la posibilidad de que cada uno los determine y realice como mejor pueda. La ley debe limitarse a prever condiciones de mantenimiento de un orden general (rule of law) en el que cada cual pueda desarrollarse según su prudente arbitrio. La ley, por lo mismo, no puede pretender inmiscuirse en la determinación de la verdad, pues se está partiendo justamente de una posición escéptica respecto a las cualidades de los gobernantes para guiar a toda una sociedad hacia un fin común. La relación de la ley con el cambio está abierta debido a que es necesario que el orden jurídico se actualice en todo momento, resuelva conflictos y de cabida a diversos proyectos individuales. Sin embargo, y como en todo orden jurídico que desee conservarse, se hace necesario mantener una tradición y reelaborar el discurso jurídico a partir de ella. 92 Finalmente, la relación entre poder y legislación se actualiza en el sentido de que la ley no es la expresión de una situación de dominación, sino el modo más económico de resolver conflictos y garantizar la existencia de una sociedad que desconfía o, al menos se mantiene escéptica, sobre las posibilidades de actuación de sus gobernantes.

VII

Hasta aquí hemos analizado lo que dimos en llamar las concepciones políticas de tres importantes autores, para enseguida considerar la forma en que de ellas es posible inferir las respuestas a las preguntas que habíamos planteado sobre la legislación. Es cierto que si citáramos a otros, llegaríamos a soluciones diversas, pero de cualquier modo comprobaríamos la afirmación en el sentido de que las explicaciones sobre la legislación pasan, a final de cuenta, por las concepciones que sustentan a las representaciones que del hombre y la sociedad tenga cada modelo político. No es el caso abundar más aquí sobre estos puntos, sino simplemente dejar en claro que si deseamos profundizar en los elementos finales del derecho, entre ellos la legislación, es preciso ir más allá de las explicaciones tradicionales, sean éstas de teoría del derecho o de dogmática jurídica.

Es importante destacar que al realizar estas actividades no estamos produciendo un ejercicio simplemente especulativo. Por el contrario,estamos explicitando los supuestos de la legislación, lo que puede ser de gran trascendencia para el cumplimiento de diversas funciones normativas. Las mismas, por cierto, no están a la vista en tanto que se asumen como parte de la normalidad del derecho. Por vía de ejemplo, piénsese en la importancia de responder a preguntas como las realizadas para efectos del control de constitucionalidad de las leyes. El mismo dejaría de ser una acción de contraste entre una norma superior y otra inferior, para pasar a ser parte de una mucha más extensa y compleja realización constitucional, en donde el tribunal constitucional correspondiente no sólo llevaría a cabo una acción estricta de control a partir de parámetros normativos, sino teniendo como referente la comprensión del modelo constitucional y político en su conjunto. La ley, en este caso, sería juzgada por una diversidad de estándares, además del normativo, todo lo cual contribuiría a una más compleja institucionalización del modelo político por el cual una sociedad haya decidido guiarse.

El tipo de consideraciones hechas no agotan, evidentemente, la comprensión de los problemas acabados de apuntar. Por el contrario, son sólo un esbozo para comenzar a profundizar en su comprensión, la cual puede darse de dos maneras. Por una parte, y a un nivel descriptivo, permitiéndonos reconstruir las concepciones políticas subyacentes a la legislación. Desde esta perspectiva, la adecuada reconstrucción permitiría identificar los patrones de conducta de las autoridades, y desde ellos, exigir consistencia en las resoluciones, pero también, permitiría conocer cuáles son las concepciones que finalmente guían la actividad legislativa, y desde ahí cuando sea el caso, exigir su modificación, o al menos, dirigir su cuestionamiento. Por otra parte, y a nivel normativo, permitiría postular cuáles deberían ser las concepciones políticas que servirán de guía para articular la función legislativa. En cualquiera de estos dos casos estaríamos ante avances muy importantes para la mejor comprensión del derecho. En el futuro sería deseable que una “jurisprudencia integradora” 93 pudiera comprender la explicación de los fenómenos jurídicos desde un punto de vista, que conjugue, simultáneamente, lo que hoy se conoce como teoría del derecho, como dogmática jurídica, así como el tipo de explicaciones que hemos tratado de dar en este trabajo. Sin embargo, y mientras ese momento no llegue, debemos conformarnos con el tipo de análisis como el que aquí presentamos, pues sólo así es posible darnos cuenta de los supuestos que subyacen a las normas jurídicas que rigen nuestras conductas.

Notas

1 Almond, G. A. “Political Science: The History of the Discipline”, A New Handbook of Political Science, R. E. Goodin and H. D. Klingemann (ed.), Oxford, Oxford University Press, 1996, pp. 64-89.

2 Por ejemplo, Kelsen, H. Teoría Pura del Derecho, 2ª ed., R. J. Vernengo (trad.), México, UNAM, 1979, pp. 242-243.

3 Sobre esta distinción, cfr. Cossío, J. R. Cambio social y cambio jurídico, México, Miguel Angel Porrúa, 2001, pp. 294 y sigts.

4 Este es un buen ejemplo de lo que en el Informe de la Comisión Gulbenkian se denomina “disciplinarización y profesionalización del conocimiento” (cfr. Abrir las ciencias sociales, I. Wallerstein (coord.), S. Mastrángelo (trad.), México, Siglo XXI, p. 9), o lo que Edward O. Wilson estima uno de los defectos del Standard Social Science Model (Consilience. The Unity of Knowledge, New York, Knopf, 1998, pp. 181-188, especialmente).

5 MacCormick, N. Legal Reasoning and Legal Theory, Oxford, Clarendon Press, 1995, pp. 67-68 y 247-258; Twining, W. and D. Miers, How to do Things with Rules, fourth ed., London, Butterworths, 1999, pp. 181 y sigts.

6 Para el modo como comprendemos estas funciones, cfr. Cossío, J. R. Las atribuciones no jurisdiccionales de la Suprema Corte de Justicia, México, Porrúa, 1992, pp. 13 y sigts.

7 Es más, pareciera posible admitir que al relacionar ese ámbito material con el personal (órganos) y entender que ambos se realizan en un proceso creador específico, existirían suficientes elementos materiales como para poder caracterizar al proceso legislativo y, adicionalmente, a la legislación que de él habrá de resultar.

8 Sobre este tema, Cossío, J. R. “La posibilidad de promover controversias constitucionales”, Este País, febrero 2002, pp. 37-40.

9 Al respecto, cfr. Fernández Rodríguez, J. J. La inconstitucionalidad por omisión. Teoría general. Derecho comparado. El caso español, Madrid, Civitas, 1998, pp. 68 y sigts

10 Sobre las tradiciones y las tradiciones jurídicas, cfr. por ejemplo, Oakeshoot, M. “Rationalism in Politics: A Reply to Professor Raphael”, Political Studies, XIII, 2, 1965, pp. 8992; MacCormick, N., op. cit., pp. 102, 106, 112, 126, respectivamente.

11 Cossío, J. R. Cambio social y cambio jurídico, pp. 358 y sigts

12 Sobre la deseabilidad y la necesidad de esta transformación, idem., pp. 385 ysigts

13 Tamayo y Salmorán, R. El derecho y la ciencia del derecho, México, UNAM, 1984, pp. 143 y sigts.

14 Sobre estos límites, cfr. Wittgenstein, L. Investigaciones filosóficas, A. García Suárez y U. Moulines (trad.), Barcelona, UNAM-Crítica, 1988, pp. 281 y sigts

15 Sobre estas categorías previas, cfr. Berlin, I. “¿Existe aún la teoría política?”, Conceptos y categorías. Un ensayo filosófico, F. González Aramburo (trad.), México, FCE, 1983, donde a página 269 afirma: “…en nuestra experiencia hay elementos centrales que son invariables y omnipresentes, o por lo menos, mucho menos variables que la gran variedad de sus características empíricas, y que por tal razón merecen que se las distinga con el nombre de categorías”.

16 Idem.

17 Buen ejemplo de lo anterior son muchos de los cambios legislativos producidos en México durante el periodo presidencial de Salinas de Gortari, en los que habiéndose mantenido iguales los supuestos constitucionales en materia de bosques, aguas, pesas y medidas, etc., se produjo un cambio notable en términos del tipo y énfasis regulatorio, mismo que no puede ser explicado más en términos normativos.

18 La respuesta que se de, es evidente, puede mantenerse en un plano explicativo o, por el contrario, utilizarse para construir respuestas normativas, esta vez en el sentido de aquello que debiera ser la legislación

19 Sobre este concepto, cfr. Kuhn, T. S. La estructura de las revoluciones científicas, A. Contin (trad.), Madrid, FCE, 1986, pp. 33 y sigts.

20 En lo que sigue, y como lo he hecho en otros trabajos (por ejemplo, La Suprema Corte y la teoría constitucional, en prensa), entiendo por teoría de la Constitución una reconstrucción refe-rida a un texto en particular, y por teoría constitucional a una categorización más amplia que, finalmente, puede identificarse con el constitucionalismo.

21 Este tipo de relaciones tratamos de establecerlas en Cossío, J. R. “Concepciones de la democracia y justicia electoral”, Cuadernos de divulgación de la cultura democrática, México, IFE, 2002.

22 En el pasado reciente se intentó construir una modalidad de teoría de la Constitución en clave schmittiana, lo cual fue enormemente favorable para el régimen autoritario que vivía el país y para los juristas que hicieron esa labor. Afortunadamente, las condiciones políticas y la representación que de la vida política estamos construyendo ha variado considerablemente, de modo que tales concepciones han quedado desplazadas. Sobre este tema, cfr. Cossío, J. R. Cambio social y cambio jurídico, especialmente el capítulo II.

23 The Constitution in Conflict, Cambridge, Harvard University Press, 1995, pp. 1-3. Por vía de ejemplo, podrían mencionarse los trabajos de Alexander M. Bickel (The Least Dangerous Branch, New Haven, Yale University Press, 1962), John Hart Ely (Democracy and Distrust. A Theory of Judicial Review, Cambridge, Harvard University Press, 1980), Robert H. Bork (The Tempting of America. The Political Seduction in the Law, New York, Touhstone, 1990) u otros originalistas (Jack N Rakove (ed.), Interpreting the Constitution. The Debate over Original Intent, Boston, Northeastern University Press, 1990), Scalia, A, (A Matter of Interpretation. Federal Courts an the Law, Princeton, Princeton University Press, 1997) o las diversas obras de Ronald Dworkin.

24 Cossío, J. R. Estado social y derechos de prestación, Madrid, CEC, 1989, principalmente el cap. I. Igualmente, Abendroth, W., E. Forsthoff y K. Doerhing, El Estado social, J. Puente Egido (trad.), Madrid, CEC, 1986. Para el caso alemán, cfr. entre otros, Benda, E. “El Estado social de Derecho”, en Benda, et. al. Manual de derecho constitucional, A. López Pina (trad.), Madrid, IVAP-Marcial Pons, 1996, pp. 489 y sigts.; para el italiano, Zagrebelsky, G. El derecho dúctil. Ley, derechos y justicia, M. Gascón (trad.), Madrid, Trotta-Comunidad de Madrid, 1995; para su significado en el caso español, Cossío, J. R. Ult. op. cit.

25 Y, sobre todo, cada una de las muchas modalidades que caen dentro de la segunda posibilidad señalada por Burt.

26 Este cambio de enfoque es el que propusimos como conclusión en nuestro Cambio social y cambio jurídico, especialmente en la parte final del capítulo V.

27 “Can Science Explain Everything? Anything?”, The New York Review of Books, XLVIII, 9, may 31, 2001, pp. 47-50.

28 Por ejemplo, Cossío, J. R. Estado social y derechos de prestación, capítulo I.

29 Cossío, J. R. Cambio social y cambio jurídico, pp. 100-105.

30 We the People: Foundations, Cambridge, Harvard University Press, 1991

31 Por vía de ejemplo, Bobbio ha señalado las difíciles relaciones originarias entre liberalis mo y democracia, en su obra que lleva este título (J. Fernández Santillán (trad.), México, FCE, 1991, pp. 40-41, entre otras).

32 A menos, como ya se dijo, que se construya una teoría general de la Constitución sumamente abstracta y en la cual a partir de axiomas sea factible prever todas las modalidades de la legislación.

33 obre el sentido y la posición explicativa de la filosofía política respecto de la Constitución, cfr. Cossío, J. R. “La teoría constitucional moderna. Lecciones para México”, Metapolítica, vol. 4, núm. 15, julio-septiembre 2000, pp. 102-127.

34 Op. cit., pp. 237-280.

35 Idem, pp. 238-239.

36 Idem, 241

37 Idem, p. 244.

38 Idem, pp. 244-245.

39 Idem, p. 246.

40 Esta última posibilidad es remota, pues aún cuando se llegue a cierto consenso sobre los valores, seguirá estando presente el problema de los significados de las palabras, la “esencia” de ellos, o las forma de relación entre los elementos componentes.

41 Idem, pp. 253-254

42 Ello queda de manifiesto en este ilustrativo párrafo: “A esta pregunta (la relación entre libertad y autoridad) darán respuesta muy diferente los seguidores de Platón o de Kant, por ejem plo (no obstante que es toda una inmensidad la que separa a estos dos pensadores), que creen en verdades permanentes, impersonales, universales, objetivas, concebidas conforme al modelo de las leyes lógicas, o matemáticas o físicas, por analogía con las cuales formaron sus conceptos políticos. Otro conjunto más de respuestas, totalmente desemejante, estará determinado por las grandes concepciones vitalistas, cuyo modelo se ha sacado de los hechos del crecimiento, como los concibió la antigua biología, y para la cual la realidad es un proceso orgánico, cualitativo, que no puede descomponerse por análisis en unidades cuantitativas”. Idem, p. 255.

43 Idem, p. 261. Este proceder debe tomar en cuenta, adicionalmente, el hecho de que son po cas las personas que operan con un sólo modelo, sino más bien con un conjunto muy variado de elementos sin tomarse nunca la molestia de armonizar sus componentes.

44 Idem, p. 265.

45 Idem, p. 268.

46 Idem, p. 270.

47 Por ejemplo, la forma tradicional del Islam no admite la separación entre Estado y religión. Si la sharia es ordenada por dios, los hombres que crean su propia ley deben ser considerados apóstatas. Ello conlleva que los hombres no puedan pensar al derecho y la política sino como extensiones de la voluntad divina y, por lo mismo, la ley sólo puede tener el carácter de revelada y los “operadores” jurídicos el de sacerdotes. Al respecto, cfr. David, R. y C. Jauffret-Spinosi, Les grands systémes de droit contemporains, huitiéme éd., Paris, Dalloz, 1982, pp. 463 y sigts.

48 Para una magnífica propuesta de las diversas formas (doce) políticas o religiosas que le dan orígen al derecho, cfr. Pound, R. An Introduction to the Philosophy of Law, New Haven, Yale University Press, 1954, pp. 25-30.

49 En los últimos años, el profesor Peter Häberle ha venido construyendo sus trabajos a partir de lo que estima es la “imagen del ser humano en el Estado constitucional”, esto es, en la forma de organización política que estima prevaleciente en nuestro tiempo. Al respecto, cfr. su La imagen del ser humano dentro del Estado constitucional, C. Zavala (trad.), Perú, Pontificia Universidad Católica del Perú, 2001.

50 Lo anterior no es obstáculo, por supuesto, para que pudiéramos citarse otros que nos condujeran a soluciones por completo diversas, inclusive al interior de una misma tradición filosófico-política. Sobre este último punto, por ejemplo, si se toma la dualidad de concepciones liberales planteada por John Gray (Las dos caras del liberalismo. Una nueva interpretación de la tolerancia liberal, Mónica Salomon (trad.), Barcelona, Paidós, 2001), se llegarían a resultados distintos en cuanto a la legislación. Si el liberalismo se ve como la persecución de una vida ideal o como “la búsqueda de un compromiso entre diversos modos de vida”, el entendimiento de esa función normativa y de su producto resultarán claramente diferenciados. Sobre los problemas de esta distinción cfr., sin embargo, la reseña de Alan Ryan al libro de Gray, “Live and Let Live”, The New York Review of Books, XLVIII, 8, May 17, 2001, pp. 54-57.

51 Se cita por la muy conocida traducción de Francisco Rubio Llorente, recogida en el tomo II de la compilación de los Escritos Políticos de Weber, compilada por José Aricó, México, Folios, 1982, pp. 308-364.

52 Idem, p. 354

53 Idem, p. 355.

54 Idem, pp. 355-356.

55 “En las condiciones de la moderna lucha de clases, tiene que ofrecer como premio interno la satisfacción del odio y del deseo de revancha y, sobre todo, la satisfacción del resentimiento y de la pasión seudoética de tener razón; es decir, tiene que satisfacer la necesidad de difamar al adversario y de acusarlo de herejía. Como medios externos tiene que ofrecer la aventura, el triunfo, el botín, el poder y las prebendas” (idem, p. 360).

56 Idem, p. 309.

57 Sobre este punto, cfr. Cossío, J. R. Derecho y análisis económico, México, FCE, 1997, pp. 110 y sigts.

58 Este punto queda especialmente en claro en la siguiente cita de Ullmann, respecto del poder monárquico en el Estado feudal: “Hemos observado que la paz que en el reino se encomendaba al rey era la paz del rey, sostenida y garantizada por él en su función teocrática…Podía decirse que, en la medida en que se quebrantase la paz del rey, se establecían las diferentes categorías del crimen…El derecho que poseía el rey a imponer multas y confiscar los bienes del reo era simple consecuencia lógica del quebrantamiento de la paz del rey. Pero este aspecto lucrati vo de la jurisdicción criminal era, a su vez, simple consecuencia lógica de la ofensa cometida contra el rey (teocrático)”. Cfr. Ullmann, W. Principios de gobierno y política en la Edad Media, G. Soriano (trad.), Madrid, Alianza, 1985, p. 159.

59 Sobre el modo como estas ideas quedaron incluidas en el fascismo italiano, cfr. Rocco, A. La transformazione dello Stato. Dallo Stato liberale allo Stato fascista, Roma, Lavoce, 1927.

60 L. Legaz y Lacambra (trad.), México, Ed. Nacional, 1979, pp. 470-473.

61 Idem, p. 470

62 Idem, p. 472 (cursivas nuestras)

63 Idem.

64 Idem, p. 473.

65 Se cita por la versión recogida en Esencia y valor de la democracia, R. Luengo Tapia y L. Legaz y Lacambra (trad.), Barcelona, Guadarrama, 1977, pp. 133-159.

66 Idem, pp. 142-143.

67 Idem, p. 143. Por ello, estima que en el Estado democrático la función legislativa (y no la administrativa o la jurisdiccional) es la determinante.

68 Como apunta Cot, “Lo anterior nos permite concluir que la voluntad de Adolfo Hitler fue, durante el III Reich, la fuente única del derecho. Las fuentes autónomas, costumbre, jurisprudencia, se encontraron, crecientemente, sometidas a la interpretación dada por el Führer del misterioso Volksgeist. Hitler podía otorgar autoridad de derecho a una regla cualquiera. Él podía abrogar, por un simple acto de voluntad, toda norma socialmente aceptada” (La conception hitlerienne du droit, Paris, Librairie de Jurisprudence Ancienne et Moderne, 1938, p. 243).

69 Idem, p. 153.

70 Idem, p. 154.

71 Otra vez con respecto a los nazis, cabe señalar que adicionalmente al ámbito de la organización de los poderes públicos, se llevaron a cabo modificaciones normativas importantes, se crearon agrupaciones para supervisar la cultura y las artes, a la juventud y los sindicatos, por ejemplo. Igualmente, y recogiendo las nociones racistas expresadas desde 1923 por Hitler en Mi Lucha, la política antijudía fue plasmada en las leyes de Nuremberg de 1935 y en el Decreto 30 de 1943. Estas normas prohibieron las relaciones sexuales entre no judíos y judíos, y se les retiraron a éstos sus derechos políticos (pero no así sus obligaciones) y se les prohibió acudir ante los tribunales. Las normas jurídicas acabadas de reseñar adquirieron su contenido mediante los sucesivos actos de creación y aplicación llevados a cabo por los órganos del Estado/partido nazi, partiendo de los contenidos de su propia ideología. Cfr. Cot, M. Op. cit. p. 29.

72 Sobre los orígenes y las consecuencias de que el pensamiento jurídico y jurisprudencial norteamericano tuvieran su orígen en el puritanismo, cfr. Pound, R. The Spirit of the Common Law, Francestown, Marshall Jones Co., 1921, pp. 42 y sigts.

73 Como afirma bien Michel Foucault (Los anormales. Curso en el Collége de France 19741975, H. Pons (trad.), México, FCE, 2001, p. 27) respecto de las pruebas periciales psiquiátricas: “En resumen, la pericia psiquiátrica permite constituir un doblete psicológico ético del delito. Es decir, deslegalizar la infracción como la formula el código, para poner de manifiesto detrás de ella su doble, que se le parece como un hermano o una hermana, no se, y desde ella, justamente, ya no una infracción en el sentido legal del término, sino una irregularidad con respecto a una serie de reglas que pueden ser fisiológicas, psicológicas o morales, etcétera”.

74 Como apuntaba Camus, “Pero si reconozco los límites de la razón no la niego por ello, pues reconozco sus poderes relativos. Yo quiero solamente mantenerme en este camino medio, en el que la inteligencia puede seguir siendo clara. Si es esto consiste su orgullo, no veo motivo suficiente para renunciar a él”. El mito de Sísifo, L. Echávarri (trad.), México, Alianza-Lozada, 1997, p. 58.

75 Sobre las condiciones de esta forma de democracia, cfr. Deliberative Democracy, J. Elster (ed.), New York, Cambridge University Press, 1998, p. 9.

76 E. L. Suárez (trad.), México, FCE, 1998.

77 Idem, p. 42.

78 Idem, p. 46

79 Idem, p. 44.

80 Idem, p. 50.

81 Cfr., Plinval, G. de. “Pelagio e pelagianesimo”, Enciclopedia Cattolica, IX, Cittá del Vaticano, EECLC, 1952, pp. 1071-1078.

82 La política de la fe…, p. 54

83 Idem, pp. 56-57.

84 Idem, pp. 57-67. A pesar de que uno puede captar la preferencia personal de Oakeshott por la política del escepticismo, afirma sin ambages que “cuando cualquiera de estos estilos reclama para sí la independencia y la plenitud, revela un carácter contraproducente. Cada uno de ellos es tan socio como oponente del otro; cada uno necesita del otro para que lo rescate de la autodestrucción, y si cualquiera de ellos lograra destruir al otro, descubriría que, en el mismo acto, se ha destruido a sí mismo” (p. 128).

85 Oakeshott estima que una de las distinciones más importantes entre los dos estilos se da a partir del control: debido a que la política de la fe es una actividad “total”, “gobernar significa controlar en forma minuciosa y general todas las actividades (p. 129); en la política del escepticismo, el control se da sólo en términos de las leyes y siempre que el mismo sea necesario para garantizar las condiciones generales de convivencia entre diversos proyectos personales.

86 Idem, pp. 56 y 88.

87 Idem, pp. 56-57

88 Idem, pp. 61, 111 y 147.

89 Idem, p. 65.

90 Idem, p. 121

91 Idem, p. 124.

92 En este sentido, Goodrich, P. Languages of Law. From Logics of Memory to Nomadic Masks, London, Weidenfeld and Nicolson, 1990, p. 51.

93 Sobre la necesidad de esta idea, cfr. Cossío, J. R. Cambio social y cambio jurídico, pp. 385-387.

Notas de autor

1 Instituto Tecnológico Autónomo de México. Agradezco al profesor Ulises Schmill las sugerencias que me hizo al discutir las hipótesis del presente ensayo.