República y derecho una aproximación a la filosofía jurídica y política de Kant

Enrique Serrano
Universidad Autónoma Metropolitana, Iztapalapa, México

República y derecho una aproximación a la filosofía jurídica y política de Kant

Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 17, 2002, pp. 157 -182

En comparación con otros pensadores clásicos de la teoría política moderna la filosofía jurídica y política de Kant ha recibido poca atención. En el mejor de los casos se la considera simplemente una variante de la tradición liberal, en la que se pone énfasis en la noción de Estado de Derecho. En el peor de los casos, se la considera un aspecto secundario de su sistema filosófico, que está muy lejos de la calidad e importancia de su teoría del conocimiento. “Sólo la debilidad senil de Kant explica su teoría del derecho, que no es más que un conjunto de errores nacidos unos de otros, sobre todo en lo que se refiere al derecho de propiedad, que funda en la ocupación”. 1 En tiempos recientes esta situación ha cambiado, debido en gran parte a la influencia de Rawls y Habermas. Sin embargo, los prejuicios en torno a la obra kantiana no ha desaparecido, como se puede apreciar en la crítica de Sandel al liberalismo kantiano. De acuerdo con este autor, la perspectiva deontológica kantiana, en la que se considera que “lo más importante no son los fines que elegimos sino nuestra capacidad para elegirlos”, se basa en el supuesto de un sujeto desvinculado de su contexto social particular. 2 Esta crítica pasa por alto nada menos que la crítica que el propio Kant realiza de la noción tradicional (sustancialista) de sujeto. Con el objetivo de contribuir a cuestionar los prejuicios que existen en torno a la filosofía práctica de Kant se tomará como punto de partida de estas reflexiones la teoría de la acción, en la cual se encuentra la mediación que une su pensamiento jurídico y político con el resto de su sistema filosófico. 3

1. – Teoría de la acción y derecho

De acuerdo con Kant la explicación de las acciones requiere superar el dilema respecto a si éstas tiene su causa en las razones o en las pasiones, para llegar a comprender como se entrelazan en el complejo proceso de formación de los motivos. El fundamento de su teoría de la acción se encuentra en la noción de facultad de apetecer (Begehrungsvermögen), entendida como “la facultad de ser, por medio de sus representaciones, causa de esas representaciones”. Las acciones humanas se caracterizan por el hecho de que estas representaciones se expresan en máximas, donde se condensan los fines que las guían. En la facultad de apetecer confluyen tanto los apetitos y las inclinaciones, generados por los sentimientos de agrado y desagrado, como las leyes emanadas de la voluntad (Wille), que no es otra cosa que la razón en su uso práctico. La mediación entre estos dos elementos la realiza el arbitrio (Willkür), el cual representa la instancia que define las máximas de la acción. En su función de mediación el arbitrio no suprime las tensiones que existen entre los distintos apetitos e inclinaciones, ni las que surgen cuando éstos se vinculan con las razones. Por el contrario, la actividad del arbitrio humano, en tanto complexio oppositorum, se caracteriza por realizarse en términos conflictivos. Precisamente, el conflicto entre los distintos apetitos e inclinaciones, así como entre todos estos impulsos sensibles y las razones permite, como veremos, la libertad propia del arbitrio.

El arbitrio que puede ser determinado por la razón pura se llama libre arbitrio. El que sólo es determinable por la inclinación (impulso sensible, stimulus) sería arbitrio animal (arbitrium brutum). El arbitrio humano, por el contrario, es de tal modo que es afectado ciertamente por los impulsos, pero no determinado; y, por tanto, no es puro por sí (sin un hábito racional adquirido), pero puede ser determinado a las acciones por una voluntad pura. (MS 213).

En la definición de las máximas del arbitrio humano los primeros elementos que intervienen son los apetitos y las inclinaciones. Aunque los objetos de estos impulsos sensibles varían en la pluralidad de individuos, la forma de la máxima es una constante y puede expresarse de la siguiente manera: Voy a buscar acceder a los objetos que me producen placer y rehuir de aquellos que me causen un sentimiento de desagrado. Es decir, el fin de las máximas es, en primer lugar, la felicidad (entendida en este punto como el simple placer). El problema reside en que los apetitos y las inclinaciones configuran una pluralidad caótica y conflictiva; por lo que, el individuo que sólo se guía por el impulso más fuerte es incapaz de acceder a la satisfacción. Se ve condenado a permanecer en el retorno constante de sus apetencias, lo cual lo condena a la frustración, así como al hastío. El deseo inmediato de la felicidad y la imposibilidad de alcanzarla de manera espontánea es lo primero que impulsa al arbitrio a buscar un fundamento racional de sus máximas. Este fundamento aparece en la forma de imperativos (constricciones) debido, precisamente, a que su arbitrio no es exclusivamente racional (puro). El actuar por la representación (lingüística) de máximas que cobran la forma de imperativos implica que los seres humanos pueden distanciarse de las exigencias inmediatas de sus impulsos sensibles para buscar, ante todo, los medios más adecuados para realizar sus fines.

Los imperativos en los que se establecen los medios para acceder a un fin se denominan hipotéticos y tiene una forma condicional: Si quieres X, entonces debes realizar A. Un imperativo hipotético puede ser únicamente una norma de habilidad, en la que se establecen los medios más eficientes para acceder a un fin; o bien; puede ser una norma pragmática, en la que se encuentra en juego definir de manera racional tanto los medios, como el fin. En este último caso el fin ya no es el mero placer, sino la felicidad, entendida ahora como la realización de un proyecto de vida buena racional, cuyo contenido es variable en cada ser humano (recordemos que la felicidad es un ideal de la imaginación y su potencial creativo). La contribución de la dimensión racional del arbitrio con sus imperativos hipotéticos es ordenar y establecer una jerarquía entre los múltiples apetitos e inclinaciones, en el proceso de definir una forma de vida buena racional. Sin embargo, aunque la felicidad representa un fin en sí mismo (carece de sentido preguntar: ¿Por qué quieres ser feliz?), desde la perspectiva kantiana ella no es parte del deber moral.

En efecto, la propia felicidad es un fin que todos los hombres tienen (gracias al impulso de la naturaleza), pero este fin nunca puede considerarse como deber sin contradecirse a sí mismo. Lo que cada uno quiere ya de por sí de modo inevitable no está contenido en el concepto de deber; porque éste implica una coerción hacia un fin a disgusto. Por tanto, es contradictorio decir que estamos obligados a promover nuestra felicidad con todas nuestras fuerzas. (MS 386)

¿Por qué no hacer a un lado las exigencias del deber moral, ya que este implica una coerción, para dedicarnos exclusivamente a la búsqueda de la felicidad, que ya por sí misma es una meta complicada? La respuesta kantiana a esta pregunta consiste en afirmar que la exigencia del deber moral precede a la búsqueda racional de la felicidad, pues lo primero que manda el deber es que cada individuo se convierta en sujeto de sus acciones, asumiendo con ello la responsabilidad de sus actos frente a los otros. Todos anhelan la felicidad, pero no todos se convierten en artífices responsables de su felicidad, ya que para ello se requiere subordinar las máximas del arbitrio a las exigencias de la razón. La gran diferencia con las éticas teleológicas estriba en que para Kant el convertirse en sujeto responsable de mis actos no asegura al individuo acceder a la felicidad, sino sólo el ser digno de ella.

Esta noción del deber es lo que subyace al imperativo categórico, en el que se condensa el principio supremo del deber moral: Obra sólo según aquella máxima que puedas querer que se convierta, al mismo tiempo, en ley universal. Este modo de expresar el imperativo categórico significa que el único fundamento racional del deber se encuentra en su forma de legalidad. A primera vista, ello parece ser un formalismo vacío, pues: ¿Qué es la forma de la legislación, abstraída de todo contenido? Para percatarse que la frecuente crítica a la ética kantiana de ser un mero formalismo carece de sentido es menester tener en cuenta que sólo puede legislarse sobre aquello que está en nuestras manos hacer o dejar de hacer. Al exigir el deber moral que la máxima de la acción adquiera la forma universal de la legalidad se pide, de manera implícita, actuar libremente, esto es, que el sujeto sea capaz de distanciarse de las exigencias de los impulsos sensibles, para hacer lugar a los imperativos de la razón. Por eso, para Kant lo único bueno sin restricciones es una buena voluntad (en el sentido amplio de facultad de apetecer), que es aquella voluntad autónoma capaz de autolegislarse.

Michael Sandel acierta cuando afirma que para Kant lo más importante (aquello que nos convierte en sujetos morales) no son los fines que elegimos, sino la capacidad (autónoma) de elegirlos. Sin embargo, se equivoca rotundamente cuando sostiene que esta capacidad presupone un sujeto descontextualizado, ajeno a las determinaciones de la sociedad concreta en la que se encuentra. Veamos esto: La tesis kantiana es que la experiencia de la libertad siempre se encuentra ligada a la experiencia de la legalidad. Actuar por la representación de la ley es lo que hace posible al sujeto cobrar conciencia de su libertad, la cual se manifiesta, en primer lugar, como la opción de actuar de acuerdo con la ley o de transgredirla. Junto con la prohibición inherente a la legalidad aparece la tentación de la transgresión. La legalidad permite conocer la libertad y la libertad es aquello que otorga sentido a la libertad. 4 En la medida que libertad y legalidad se encuentran entrelazadas y que la legalidad siempre hace referencia a los otros (referencia inherente a su universalidad), implícitamente se sostiene la tesis de que la libertad no es un atributo de la acción de un individuo aislado, sino que en todos los casos presupone un orden social. A diferencia de gran parte de la tradición liberal, para Kant la libertad no es una capacidad natural de los individuos, sino una cualidad que conquista el sujeto dentro de una trama de relaciones sociales concretas. Dicha conquista se alcanza cuando el arbitrio adquiere la capacidad de distanciarse tanto de las determinaciones naturales (apetitos e inclinaciones), como de las determinaciones culturales (máximas imperantes en su sociedad concreta), para definir autónomamente el orden jerárquico entre estos dos tipos de determinaciones en el proceso de definición de los motivos de la acción.

El arbitrio humano es libre en la medida que, en la determinación de su máxima, tiene la opción de situar la prioridad en las apetencias e inclinaciones o de situarla en la ley moral emanada de la razón. 5 Cuan-do otorga prioridad a las primeras, elige el mal moral; en cambio, cuando se la otorga a la segunda elige el bien moral, esto es, asume que la máxima que guía la acción debe subordinarse a una norma capaz de ser reconocida por todos como válida. De acuerdo con Kant, la tendencia de los seres humanos es preferir la primera opción, debido, a que la segunda opción requiere de una formación moral del arbitrio, mediante la adquisición de un hábito racional y, por tanto, implica un mayor costo. Es decir, según Kant, existe en los seres humanos una propensión al mal (Hange zum Böse).

Por lo tanto, la diferencia - esto es: si el ser humano es bueno o malo – tiene que residir no en la diferencia de los motivos que él acoge en su máxima (no en la materia de la máxima), sino en la subordinación (la forma de la máxima): de cuál de los dos motivos hace el hombre la condición del otro. Consiguientemente, el ser humano (incluso el mejor) es malo solamente por cuanto invierte el orden moral de los motivos al acogerlos en su máxima. Ciertamente acoge en ella la ley moral junto a la del amor a sí mismo y de las inclinaciones de éste la condición de seguimiento de la ley moral, cuando es más bien esta última la que, como condición suprema de la satisfacción de lo primero, debería ser acogida como motivo único en la máxima universal del albedrío (...) Pues bien, si en la naturaleza humana reside una propensión natural a esta inversión de los motivos, entonces hay en el hombre una propensión natural al mal; y esta propensión misma puesto que ha de ser finalmente buscada en un libre albedrío y, por tanto, puede ser imputada, es moralmente mala. Este mal es radical, pues corrompe el fundamento de todas las máximas (...) (Die Religion 34 35)

La tesis kantiana no es que el ser humano sea malo por naturaleza, ya que si el mal fuera resultado de un impulso natural el sujeto no sería responsable y no se trataría, por tanto, de un mal moral. Kant afirma que el ser humano, en tanto su acción se basa en un libre arbitrio, siempre enfrenta la alternativa de actuar bien o mal. Esta última posibilidad convierte al ser humano en un ser peligroso para sus congéneres. Precisamente, esa propensión al mal, inherente al arbitrio humano, impide que la constitución y estabilidad del orden civil pueda confiarse sólo a la convicción moral de sus miembros. En todos los casos se requiere para cumplir con este fin del derecho.

De acuerdo con la teoría kantiana de la acción el contenido de las máximas del arbitrio es variable en cada individuo, ya que cada uno define su proyecto de vida buena (búsqueda de la felicidad), de acuerdo con los ideales de su imaginación y su sabiduría pragmática. Sin embargo, la razón establece una restricción a la construcción del proyecto de vida buena de cada individuo, con el objetivo de hacer posible la convivencia social. Esta restricción se manifiesta como una legislación que comprende dos elementos: Primero, una ley que contiene el deber, esto es, la acción que se prescribe. Segundo, un móvil que liga subjetivamente la representación de la ley con la determinación de arbitrio. Con relación al primer elemento existe una coincidencia básica entre la legislación moral y la legislación jurídica, 6 la diferencia entre estas dos legislaciones se da en el segundo elemento, el móvil. En la legislación ética el respeto a la ley es el único móvil aceptable; en cambio en la legislación jurídica admite la presencia de otros móviles. De hecho lo que define a la legislación jurídica, en sentido estricto, es que junto a la representación de la ley, la amenaza de coacción se asume como un móvil complementario (“derecho y facultad de coaccionar significan, pues, una y la misma cosa.” MdS 232). La amenaza de coacción pretende contrarrestar la propensión al mal (el invertir los móviles de la acción dando prioridad al egoísmo sobre el deber). La idea consiste en sostener que dicha amenaza es un mal físico que se opone al mal moral, por lo que puede convertirse en un bien.

Ahora bien, esa amenaza de coacción sólo es válida en la medida en que se encuentra vinculada a una ley susceptible de ser reconocida por todos como válida. Desde esta perspectiva se puede decir lo siguiente: “El derecho en sentido estricto puede representarse también como la posibilidad de una coacción recíproca universal, concordante con la libertad de cada uno según leyes universales”. Cabe señalar en este punto que existe otra diferencia entre las legislaciones ética y jurídica. La legislación ética encierra un fin universal, el acceder a un “reino de los fines”, en donde cada individuo sea reconocido como persona y, mediante este reconocimiento, se den las condiciones sociales de su acción libre. Pero esta legislación deja sin determinar las acciones concretas que hacen posible realizar este fin. En cambio, la legislación jurídica determina las acciones concretas que los individuos deben cumplir para mantener el orden civil y social en general, pero deja sin determinar los fines que cada individuo se propone realizar.

El concepto de derecho, en tanto que se refiere a una obligación que le corresponde (es decir, el concepto moral del mismo), afecta, en primer lugar, sólo a la relación externa y ciertamente práctica de una persona con otra, en tanto sus acciones, como hechos, pueden influirse entre sí (inmediata o mediatamente). Pero, en segundo lugar, no significa la relación del arbitrio con el deseo del otro (por tanto, con la mera necesidad), como en las acciones benéficas o crueles, sino sólo con el arbitrio del otro. En tercer lugar, en esta relación recíproca del arbitrio no se atiende en absoluto a la materia del arbitrio, es decir, al fin que cada cual se propone con el objeto que quiere (...) Por tanto, el derecho es el conjunto de condiciones bajo las cuales el arbitrio de uno puede conciliarse con el arbitrio del otro según una ley universal de la libertad. (MdS 230)

2. – La validez racional de la legislación jurídica

Kant empieza por reconocer que el derecho es, en primer lugar, el conjunto de leyes vigentes estatuidas por un poder legislativo dentro de un orden civil concreto. Pero, al mismo tiempo, asume la necesidad de preguntarse por un criterio normativo racional que permita criticar la validez de la multiplicidad de códigos jurídicos. “Una doctrina jurídica únicamente empírica es (como la cabeza de madera en la fábula de Fedro) una cabeza hermosa, pero que lamentablemente no tiene seso” (MdS 230). La pregunta por la validez racional del derecho, antes de ser una cuestión teórica es una cuestión práctica, que surge, de manera ineludible en la dinámica política. El jurisconsulto puede conformarse con describir lo que es derecho en su sociedad (quid sit iuris), pero los ciudadanos no pueden dejar de preguntarse si el derecho vigente corresponde a su aspiración de libertad y a sus legítimos intereses.

Desde el comienzo de la filosofía jurídica (que podemos situar en la disputa entre Platón y los Sofistas) el tema de la validez del derecho se enfrentó a un dilema que parecía insuperable. Dilema que surge del presupuesto de que el lenguaje únicamente está constituido por nombres (de objetos o de sus propiedades) y por términos funcionales que permiten combinar esos nombres, para describir los estados de cosas objetivos (para decirlo en términos de Hannah Arendt, se trata del presupuesto de que todo sentido objetivo se reduce en última instancia a un problema de verdad). El problema que surge a partir de este presupuesto es que los términos normativos (bueno, malo, justo, injusto, etc.) carecen de un referente en el mundo objetivo por lo que se asume (como lo hacen los Sofistas y Hobbes) que carecen de sentido objetivo, ya que sólo expresan las preferencias subjetivas de aquellos que las utilizan o bien, se asume (como lo hace Platón entre muchos otros) que los términos normativos se refieren a un orden trascendente, el cual puede se ha interpretado de diversas maneras (orden cósmico, divino, natural, histórico, etc.). La tesis del dilema mencionado es que las leyes son válidas, poseen una legitimidad racional, si se adecuan a ese supuesto orden trascendente, o sea, en la medida que son verdaderas. La antítesis es sostener que no existe ese supuesto orden trascendente y, por tanto, que el único fundamento de las leyes es el poder de aquellos que las hacen valer. El apotegma (dictum) de la tesis es: Veritas, non Autoritas facit Legem. El de la antítesis es el inverso: Autoritas, non Veritas facit Legem.

En la argumentación kantiana en torno a la validez racional del derecho se asume en principio la tesis de Hume respecto a que el deber ser no se puede fundamentar en el ser, esto es, que la justificación de las normas no se puede expresar en términos de verdad o falsedad. Sin embargo, a diferencia de Hume, Kant sostiene que ello no implica que la normatividad sea ajena a las exigencias de la razón. Desde su punto de vista la validez de las normas jurídicas se encuentra en el consenso, siempre y cuando este consenso se base en la libertad de todos los participantes. Dicho de otra manera, para Kant determinar el criterio de validez racional del derecho requiere, no partir de la relación asimétrica mandato-obediencia, sino del reconocimiento simétrico de los individuos como personas (sujetos de derechos y deberes); reconocimiento que presupone que cada uno ve al otro como un sujeto, es decir, como un individuo que posee un arbitrio libre. “La libertad (la independencia con respecto al arbitrio constrictivo del otro), en la medida en que puede coexistir con la relación de cualquier otro según una ley universal, es este derecho único, originario, que corresponde a todo ser humano en virtud de su humanidad.” (MdS 237)

El que se califique el derecho a la libertad como un derecho originario, que corresponde a todo ser humano en virtud de su humanidad, no significa que este derecho preceda o trascienda la realidad social. A diferencia del iusnaturalismo, para Kant la libertad, como ya hemos señalado, no es un atributo natural de los individuos, sino una forma de acción social (el actuar por la representación de la ley es aquello que crea la posibilidad de un arbitrio libre). Son las acciones libres las que dan lugar a la constitución de un orden civil. Ello, a su vez, abre la posibilidad de recuperar la concepción republicana para la cual el orden civil no es una realidad que se impone a los individuos, limitado su supuesta libertad natural, sino un artificio social que permite la realización de la libertad. Incluso, Kant ve en la libertad propia de los modernos, esto es, la libertad que se ejerce en un ámbito privado, como una conquista del orden civil. Si bien existe un consenso amplio respecto a que el vínculo jurídico es elemento constituyente del orden civil, la novedad de la teoría kantiana es afirmar que esa forma de vínculo se encuentra ya, en potencia, en toda relación social, en la medida que en las relaciones entre los individuos existe la posibilidad de que estos se reconozcan como seres libres. Esta es la tesis que se encuentra en juego en el examen kantiano del derecho a la propiedad.

Kant empieza por distinguir entre posesión empírica (possesio phaenomenon) y posesión inteligible (possesio noumenon) 7 . La posesión empírica se refiere a la tenencia de un objeto en un espacio y tiempo concretos. En cambio, la posesión inteligible es una forma de propiedad que trasciende la posesión empírica, ya que, de acuerdo con esta segunda modalidad de posesión, el objeto es mío aunque yo no lo posea. Esta modalidad de posesión sólo puede explicarse como una relación social, en la que se establece un vínculo jurídico del sujeto con su posesión. La apropiación de un objeto por parte de un sujeto implica la pretensión de que los otros no pueden apropiarse de ese objeto. Dicha pretensión sólo se justifica racionalmente, si cada individuo al apropiarse de un objeto, al mismo tiempo, reconoce a los otros como legítimos poseedores de otros objetos. Para que sea reconocido socialmente como propietario un sujeto, este debe reconocer también al resto de los miembros de la sociedad como propietarios. El concepto de lo mío, implica el de lo tuyo, es decir, el derecho a la propiedad presupone un dimensión intersubjetiva, en donde se da un reconocimiento recíproco de todos los participantes como propietarios.

El derecho a la propiedad se basa en una voluntad universal, constituida por el acuerdo de los arbitrios de todos los miembros de la sociedad. Acuerdo que puede representarse como un contrato, con el objetivo de hacer explícito que el principio universal de justicia en el que se sustentan todas las normas jurídicas es su aceptación voluntaria ( volenti non fit iniura ). Sin embargo, representar teóricamente el fundamento del derecho en un contrato entre individuos iguales (como el que se realiza entre propietarios privados), deja sin resolver dos problemas básicos: Primero, la limitación concreta de la propiedad de cada uno, es decir, el contenido de las normas en las que encarna la justicia distributiva. Segundo, el definir la autoridad encargada de hacer efectiva esas normas, mediante la administración de una justicia punitiva, en los casos donde se transgredan la justicia universal (el reconocimiento recíproco) y/o la justicia distributiva.

Para Kant la solución a estos problemas se encuentra en advertir que las relaciones del derecho privado, representadas por el derecho a la propiedad, presupone ya el derecho público, sustentado así mismo en el consenso de los ciudadanos. Con esto se cuestiona las concepciones individualistas del derecho y se evita el error lógico que Hegel advierte en las teorías contractualistas, a saber el pasar por alto que el derecho privado implica ya la presencia de un derecho público. La posición kantiana consiste en afirmar que si bien la validez racional del derecho se encuentra en un consenso entre individuos libres e iguales, la eficiencia de ese derecho requiere de la constitución de un sistema institucional que garantice, mediante el control de los recursos de coacción, su cumplimiento. En este punto podemos volver a la tesis mencionada de que el derecho y la facultad de coaccionar significan una y la misma cosa, para introducir un matiz muy importante, a saber: Si bien la eficiencia o vigencia social del derecho se basa en la facultad de coacción, su validez se encuentra en el consenso.

Esta relación entre eficiencia y validez se puede apreciar cuando Kant afirma que la equivalencia entre amenaza de coacción y legislación jurídica define el derecho en sentido estricto (ius strictum), pero admite también un concepto amplio de derecho (ius latum), el cual posee un carácter equívoco (ius aequivocum). Este derecho amplio, cuya ambigüedad no puede ser resuelta por ningún juez competente, está formado por dos principios: El derecho en necesidad y la equidad. El apotegma del derecho en necesidad reza así: “La necesidad carece de ley” (necessitas non haber legem) y, agrega Kant, pero, con todo, no puede haber necesidad alguna que haga legal lo injusto. Se trata de que en situaciones extremas, en especial cuando un individuo se encuentra ante una amenaza real e inmediata de muerte, resulta muy problemático juzgar sus acciones, aunque con ellas se transgredan el derecho de terceros inocentes. El ejemplo de Kant es la situación de un náufrago que para salvar su vida arroja de la tabla, en la que se ha puesto ha salvo, a otro náufrago. Sin duda esta no es una acción digna de ser elogiada moralmente, pero resulta difícil de juzgar en términos jurídicos.

Más importante para la presente argumentación es la equidad, cuyo apotegma es: “el derecho más estricto constituye la mayor injusticia” (summum ius summa iniuria). A través del principio de equidad se reconoce que un derecho vigente puede contradecir los principios morales. En este caso, Kant admite que el daño no puede remediarse por el camino jurídico, porque pertenece al tribunal de la conciencia (forum poli), mientras que toda cuestión jurídica ha de llevarse ante el derecho civil (forum soli). Sin embargo, la presencia de esa inadecuación entre la legislación jurídica y la exigencia de justicia indica que es necesario corregir la primera y, al no poder realizarse esta tarea por la vía jurídica, se tendrá que recurrir a la política. Cuando se apela a la equidad en un caso concreto, se remite al principio de igualdad, implícito en el reconocimiento recíproco de las personas; reconocimiento en el que se fundamenta, como hemos dicho, la validez de las normas políticas. Desde este punto de vista, la política aparece como la posible mediación entre lo que el derecho es en una sociedad y lo que ese derecho debe llegar a ser.

Al admitir Kant un derecho equívoco (donde normatividad y coacción se desligan) asume, de manera implícita, que en la determinación del derecho tiene una prioridad el reconocimiento recíproco de las personas (validez) sobre la coacción. Esto significa que la amenaza de coacción inherente al derecho estricto debe siempre respetar la dignidad humana y, por tanto, que no puede justificarse en términos utilitaristas, es decir, no se puede justificar la amenaza de coacción diciendo que es un elemento que controla el arbitrio de los individuos mediante el miedo. Sólo es posible justificar la amenaza de coacción y su aplicación, en caso de violación de la norma jurídica, refiriéndose a la responsabilidad de los sujetos. En este punto debe situarse la peculiar defensa de la ley del talión que desarrolla Kant. De acuerdo con su concepción del derecho penal el primer criterio que debe tomarse en cuenta para fijar el tipo y el grado de castigo es la igualdad que encierra el imperativo ojo por ojo, diente por diente. No se castiga a los culpables de un delito para que otros potenciales delincuentes se abstengan de transgredir la ley; porque ello sería asumir la legitimidad del trato a los hombres como bestias que sólo responden al mecanismo de estímulo y respuesta. La dignidad humana requiere que los culpables de un delito sean tratados como personas, esto es, sujetos responsables de sus actos. En ese sentido el castigo va dirigido a restaurar la reciprocidad quebrantada.

Sin embargo, esta defensa de ley del talión no tiene nada que ver con el clamor de venganza. La misma exigencia de justicia conduce a Kant a sostener también que dicha ley sólo se aplicaría de manera racionalmente justificada en una situación ideal de reciprocidad, en donde, entre otras cosas, hay una igualdad real entre los seres humanos y no cabría la menor posibilidad de ningún error en la administración del derecho penal. Situación inalcanzable en las sociedades empíricas.

Sólo la ley del talión (ius talionis) puede ofrecer con seguridad la cualidad y cantidad del castigo, pero bien entendido que en el seno del tribunal (no en tu juicio privado); todos los demás fluctúan de un lado a otro y no pueden adecuarse al dictamen de la pura y estricta justicia, porque se inmiscuyen otras consideraciones.– Ahora bien, parece ciertamente que la diferencia entre las posiciones sociales no permite aplicar el principio del talión: Lo mismo por lo mismo; pero aunque no sea posible literalmente, puede seguir valiendo en cuanto a su efecto, respecto al modo de sentir de los más nobles. (MdS 332)

Kant admite que la amenaza de coacción, propia del derecho estricto, es de hecho un dique que contiene los actos de violación a la legalidad. Sin embargo, al situar el principio de la dignidad humana por encima de los argumentos estratégicos (aquellos que buscan legitimar la amenaza de coacción por su eficacia), se plantea que el respeto a la legalidad no tiene que ser el efecto del miedo, sino que debe ser la identificación de los ciudadanos con la legalidad (esta es la gran diferencia entre la filosofía jurídica de Hobbes, así como de gran parte de los representantes del liberalismo y la de Kant). Para que se llegue a esta identificación de los ciudadanos con la legalidad se requiere constituir un orden civil que garantice la libertad y la legalidad, esto es, se trata, mediante un proceso de formación histórica, de convertir al orden civil en una res-publica .

Ahora bien: la constitución republicana es la única perfectamente adecuada a los derechos del hombre. Pero es al mismo tiempo la más difícil de instituir y, más aún, de conservar; tanto, que muchos afirman que debiera ser un Estado de ángeles, puesto que los hombres, con sus inclinaciones egoístas, no son verdaderamente aptos para formar parte de una constitución realmente tan sublime. (Paz perpetua).

3. – Derecho y orden civil

Para Kant la noción de contrato social es una idea de la razón, que hace patente el principio de justicia universal en el que debe apoyarse todo orden civil, este principio es el ya mencionado volenti non fit iniura. Ello quiere decir que la argumentación contractualista no tiene un carácter histórico, en la que se trata de definir el origen del orden civil, sino que tiene un carácter normativo, en donde el objetivo es determinar las condiciones que hacen legítimo un orden civil. Es evidente que ningún orden civil se crea y mantiene por un contrato; sin embargo, en la medida que ese orden civil garantiza la libertad y la igualdad de todos los ciudadanos, se puede decir que cada uno de sus miembros pertenece de manera voluntaria, activa, a ese orden. En tanto el ciudadano acepta los beneficios y derechos (entre ellos el derecho a disentir), de manera implícita asiente sobre las normas que conforman ese orden y asume los deberes ligados a ellas.

Por otra parte, con la noción de contrato social no se habla del origen de la sociedad (todos somos arrojados a un mundo social ya establecido), sino del orden civil. El artificio no es lo social, sino la civilidad, cuya existencia requiere crear dos condiciones estrechamente entrelazadas, que no se dan de manera espontánea en la vida social: 1) la formación de los individuos como personas y b) mediante el reconocimiento de ese atributo de persona, convertir a sus miembros en seres iguales (igualdad frente a la ley que no implica homogeneidad).

El estado no jurídico, es decir, aquel en que no hay justicia distributiva, es el estado de naturaleza (status naturallis). A él no se opone el estado social (como piensa Achenwall), que podría llamarse estado artificial (status artificialis), sino el estado civil de una sociedad sometida a la justicia distributiva. Porque en el estado de naturaleza también puede haber sociedades legítimas (por ejemplo, la conyugal, la familiar, la doméstica en general y otras), para las que no vale la ley a priori “debes entrar en este estado”, mientras que del estado jurídico puede decirse que todos los hombres que pueden contraer relacione jurídicas entre sí (incluso voluntariamente) deben entrar en este estado. (MdS 306).

En esta aproximación al pensamiento jurídico y político de Kant no pretendo agotar la riqueza de la argumentación contractualista, únicamente quiero destacar las premisas centrales: 1) No puede existir lo mío sin lo tuyo, esto es, la institución de la propiedad privada presupone el reconocimiento recíproco de los individuos como propietarios; reconocimiento que presupone el reconocimiento recíproco de los seres humanos como personas. 2) El acuerdo de los arbitrios, implícito en el proceso de apropiación, hace referencia a un proceso de formación de una voluntad común, cuyo núcleo es un principio de justicia universal (reconocimiento) y un principio de justicia distributiva (criterios de apropiación). 3) La vigencia de los principios de justicia requiere crear un sistema institucional (un orden civil), capaz de implementar los procedimientos necesarios para dirimir los conflictos entre los personas (justicia penal). 4) Por tanto, es un imperativo categórico salir del estado de naturaleza (sociabilidad espontánea) y constituir un orden civil (“Un Estado (civitas) es la unión de un conjunto de hombres bajo leyes jurídicas”), en donde se renuncia a la violencia como medio privilegiado para enfrentar los conflictos y se acepta la autoridad del derecho, potencialmente presente en el reconocimiento de los seres humanos como personas, surgido de la dinámica social.

Del derecho privado en el estado de naturaleza surge, entonces, el postulado del derecho público: En una situación de coexistencia inevitable con todos los demás, debes pasar de aquel estado a un estado jurídico, es decir, a un estado de justicia distributiva.– La razón para ello puede extraerse analíticamente del concepto de derecho en las relaciones externas, por oposición a la violencia. (MdS 307)

La narración del tránsito del supuesto de naturaleza a la sociedad civil puede interpretarse también como un argumento de reducción al absurdo: 1) Los individuos no pueden eludir la interacción con los otros (el humano es un ser social). 2) En esa interacción es inevitable plantearse el problema de la justicia universal (legalidad) y la justicia distributiva (la riqueza social) ante los conflictos que emergen de manera ineludible en la coexistencia. 3) La administración racional de la justicia requiere de la constitución de una autoridad común (Una tercera persona) capaz de garantizar el cumplimiento de las normas convenidas. Porque, como afirma el refrán “no se puede ser parte y juez al mismo tiempo”. 4) Por tanto, el hipotético estado de naturaleza, entendido como una situación en la que únicamente rige el derecho privado, es un estado incompleto, provisional, ya que la vigencia del derecho privado presupone siempre un derecho publico (orden civil).

Los hombres pueden asociarse motivados por los más diversos intereses y crear distintos tipos de organización, que sirvan como medios para realizar sus fines. Pero, de acuerdo con Kant, la única asociación que representa un fin en sí mismo es el orden civil, porque él hace posible la formación de los individuos como seres libres, los cuales obedecen sólo a las leyes que ellos mismos han consentido. 8 Los miembros de la societas civilis, esto es, los ciudadanos poseen tres atributos jurídicos inalienables: 1) La libertad legal de no obedecer a ninguna otra ley más que a aquella a la que han dado su consentimiento. 2) La igualdad civil, es decir, la igualdad frente a la ley y, por tanto, el reconocer ninguna autoridad por encima de la ley. 3) La independencia civil que consiste en no agradecer la propia existencia y conservación al arbitrio de otro en el pueblo, sino a sus propios derechos y facultades como miembro de la comunidad. Este tipo de independencia es denominado también personalidad civil, la cual es no poder ser representado por ningún otro en los asuntos jurídicos. Una vez establecido las funciones del orden civil se trata de establecer qué requisitos debe satisfacer ese orden para cumplir adecuadamente con esas funciones.

El primer requisito que debe cumplir un orden civil es la división de los poderes, lo cual representa una primera garantía contra el uso arbitrario del poder al establecer un sistema de pesos y contrapesos. Kant habla de tres poderes como dignidades surgidas de la idea racional (normativa) de orden civil. El poder soberano, que recae en la persona del legislador; el poder ejecutivo, el cual recae en la persona del gobernante (siguiendo la ley) y el poder judicial, que recae en la persona del juez. En términos de su dignidad, la voluntad del legislador es irreprochable, la facultad ejecutiva del jefe supremo es incontestable y la sentencia del juez es irrevocable. Estos tres poderes tienen que actuar de manera coordinada, como personas morales (autónomas), para mantener la integridad de la unidad del orden civil, en su forma de Estado.

En la teoría kantiana de la división de los poderes surge un problema que requiere ser resulto para seguir adelante. En un primer momento, se dice que la unidad del Estado se encuentra constituida por el pueblo unificado bajo leyes jurídicas; pero, posteriormente, se dice que esa unidad del pueblo bajo leyes jurídicas debe conformar el poder legislativo. ¿Cómo puede ser la unidad del pueblo bajo leyes jurídicas el todo y, al mismo tiempo, una parte (el poder legislativo)? Para superar esta ambigüedad es necesario comprender la distinción kantiana entre forma de gobierno (forma regiminis) y forma de Estado (forma imperii). La forma de gobierno denota la manera de ejercer el poder soberano. Existen dos maneras: O bien se respeta el espíritu de los principios expresados en la teoría del contrato social (anima pacti originarii), es decir, se somete el ejercicio del poder soberano a una legalidad, sustentada en el consenso de los ciudadanos; o bien, se viola el espíritu del contrato originario, convirtiendo al soberano en un instrumento de quienes detentan ese poder. En el primer caso tenemos una forma de gobierno republicana, en el segundo una forma despótica.

Cuando se habla de forma de Estado se reconoce, de manera implícita, que en una sociedad moderna no todos los ciudadanos pueden formar parte de la organización estatal y que, por tanto, se requiere de un sistema representativo (en este punto la argumentación kantiana abandona el nivel puramente normativo para dar un paso hacia la complejidad empírica). Al igual que en la teoría política tradicional se distingue tres formas de Estado, de acuerdo al número de personas que representan al soberano: La autocracia, la aristocracia y la democracia. Kant explica que no utiliza en esta clasificación el término de monarquía, porque el monarca es “aquél que tiene el poder supremo, mientras que el autócrata es el que manda por sí solo, el que tiene todos los poderes; éste (el autócrata) es el soberano, aquél (el monarca) sólo lo representa.” (MdS 339) De acuerdo con esta observación, queda claro que Kant, en su clasificación de las formas de Estado, utiliza aquéllas que se consideran despóticas 9 . Ello se debe a que todo sistema representativo limita la soberanía popular y, con este límite, aparece el riesgo de que el representante del soberano se apropie de ese poder supremo. Entre el ideal republicano de la soberanía popular y la forma de Estado, es decir, el sistema representativo en el que se basa la organización concreta del Estado en una sociedad compleja, siempre existirá una tensión.

En la tensión entre la tendencia a la realización del ideal republicano y la tendencia a que la persona que representa al soberano usurpe el poder para su beneficio particular, se mueve la dinámica política de la sociedad. En tanto la práctica política es la manifestación de la libertad y del carácter contingente del orden civil, no se puede decir a priori cuál de estas tendencias predominará en la historia concreta de una nación; así como tampoco se puede establecer de antemano cuáles son los medios más adecuados para aproximarse a la realización del ideal republicano en cada sociedad. Lo único que puede decirse de antemano es que la tensión entre los ideales republicanos y el sistema representativo nunca podrá suprimirse; por lo que ninguna forma de Estado concreta puede considerarse definitiva, esto es, plenamente adecuada al ideal republicano. Para Kant la política implica un proceso continuo de reformas que permitan a un orden civil acercarse lo más posible a los ideales republicanos, es decir, a la realización de la soberanía popular.

Con estos elementos podemos superar ahora la ambigüedad que hemos mencionado con anterioridad. La tesis de Kant consiste en afirmar que la única forma de gobierno racional, es decir, legítima es la forma de gobierno republicana (en donde el ejercicio del poder político se encuentra sometido a la legalidad que ha sido aprobada por el pueblo). Para que esta forma de gobierno republicana sea posible empíricamente en las sociedades modernas se requiere, en primer lugar, una forma de Estado o dominio, en la que exista una división de los poderes y, con ella, un sistema representativo. El poder legislativo, que debe ser el superior en la forma de Estado, tiene que recaer en los representantes del pueblo. Por tanto, cuando se dice que el Estado es la voluntad unida del pueblo mediante leyes se hace referencia a la forma de gobierno republicana; en cambio, cuando se habla de esa voluntad unidad del pueblo como la persona en la que recae el poder legislativo se remite a una forma de Estado. Es decir, la ambigüedad desaparece cuando percibimos que estos dos usos del término voluntad unidad del pueblo se remiten a niveles distintos (forma de gobierno y forma de Estado)

Pero si hemos superado una ambigüedad, ahora enfrentamos un problema de ingeniería constitucional. Para enfrentar la tensión existente entre la exigencia republicana de la soberanía popular y el sistema de representación que se requiere en las sociedades modernas no basta la división de los poderes. Para que las leyes que emanan del poder legislativo (constituido por los representantes del pueblo) respondan en verdad a los intereses del pueblo se requieren más elementos. Se necesita, además, procesos electorales periódicos y competitivos para controlar a los representes del pueblo. Pero también es indispensable crear las condiciones para que el pueblo participe en el ejercicio del poder político. Por eso Kant considera que en todo orden civil debe generarse un espacio público (Öffentlichkeit) que permita a los ciudadanos conocer y discutir las leyes propuestas por sus representantes. Ello implica una crítica a la noción Absolutista de Razón de Estado, pero también a la idea de limitar la participación del pueblo a procesos electorales. La posición kantiana consiste en afirmar que para poder decir que un orden civil se sustenta en el consenso de los ciudadanos debe garantizarles el derecho a disentir, para lo cual es preciso crear un sistema de participación amplio (organizaciones ciudadanas de diversos tipos). Se trata de formar a los ciudadanos como un público que tiene la capacidad de usar la razón en el debate permanente sobre los asuntos comunes.

Prescindiendo, pues, de todo el contenido empírico que se halla en el concepto de derecho político y del derecho de las naciones (como, por ejemplo, la perversidad de la humana naturaleza que hace necesaria la coacción), encontramos la siguiente proposición, a la que se le puede denominar fórmula trascendental del derecho público: Las acciones referidas al derecho de otros hombres cuyas máximas no admiten publicidad son injustas. (Paz perpetua 351-352) 10

El poder ejecutivo representa la parte activa del Estado: es el medio que hace posible realizar los fines inscritos en las leyes emanadas del poder legislativo. Su mando no tiene carácter de ley, sino de decretos, que representan máximas ligadas a un arbitrio particular, referidas a unas circunstancias concretas. Ejemplo de estos decretos son las designaciones de su gabinete, encargado de auxiliarle en su función ejecutiva. Para Kant el mayor riesgo de que se cometan injusticias proviene de los gobernantes que ocupan el poder ejecutivo. Si bien Kant admite que el pueblo tiene la facultad de deponer al titular del poder ejecutivo cuando éste se comporte de manera injusta (cuando no adecua sus actos a las leyes reconocidas como válidas por todos), al mismo tiempo, afirma que no hay derecho de resistencia del pueblo –ya que ello sería limitar la soberanía de la legalidad–, porque esa resistencia es un fenómeno político que trasciende el ámbito jurídico (sobre este tema volveremos más adelante) 11 . Por último, en relación con el poder judicial Kant agrega que el orden civil tiene que garantizar la autonomía de este poder para que pueda cumplir su función de instancia imparcial capaz de mediar en los conflictos que surgen entre los ciudadanos, así como entre los ciudadanos en general y aquellos que forman parte de la administración estatal.

4. – La insociable sociabilidad

Si no hubiera más que dos hombres en el mundo, vivirían juntos, se prestarían apoyo, se perjudicarían, se harían caricias, se injuriarían, se pegarían y se reconciliarían después. No podrían vivir uno sin otro, ni tampoco vivir juntos.

Voltaire

Kant recurre a la argumentación contractualista para deducir las condiciones que debe cumplir un orden civil para poseer una legitimidad (el contrato social como idea de la Razón). Sin embargo, entre el nivel normativo y el empírico existe un enorme contraste; mientras en el primer nivel el orden civil se sustenta en un consenso surgido entre personas libres e iguales, en el segundo los distintos órdenes civiles aparecen como el escenario de acciones arbitrarias, de relaciones de dominio y actos de violencia. A partir de este contraste surge el problema de establecer una mediación entre estos dos niveles, esto es, una mediación entre la res publica fenomenon y la res publica noumenon. De lo contrario, la crítica racional a constatar que ningún orden civil empírico se ajusta de manera plena con las exigencias; es decir, nos condenaríamos a permanecer en la posición que más tarde Hegel calificará como la postura del alma bella, la cual se niega a ensuciar la inmaculada normatividad con el curso del mundo.

Para establecer una mediación entre el nivel normativo y el nivel empírico, Kant propone una narración sobre la presunta (Mutmaßliche) historia política de la humanidad, entendida como un proceso formativo moral y político de los seres humanos, así como del orden civil encargado de garantizar la convivencia pacífica. Se trata de una narración reflexiva (sustentada en la capacidad de juicio reflexionante) que tiene un objetivo pragmático: mostrar teóricamente que se pueden aplicar los principios prácticos de la razón. El presupuesto básico de esta narración es el asumir que los seres humanos tienen la capacidad de transformar la realidad social para adecuarla a las exigencias de la razón. La gran diferencia con otras filosofías de la historia estriba en que esta narración no pretende sustentarse en una verdad o ley histórica que asegure que se alcance el fin que en ella se propone. Se trata simplemente de una narración que se ofrece como guía para la práctica política y jurídica; y Kant sabe que la práctica, en tanto implica la libertad, es el ámbito de la contingencia.

Al final de su escrito Idea de una historia en sentido cosmopolita encontramos una observación que es indispensable conocer para entender los textos kantianos de filosofía de la historia. En ella Kant sostiene que la narración (hilo conductor a priori, reflexivo) de esa presunta historia no debe oponerse al trabajo empírico, porque “se trata de un pensamiento de lo que una cabeza filosófica (que, por otro lado, debería estar muy bien informada históricamente) podría intentar desde otro punto de vista”. La narración reflexiva no debe sustituir a la investigación empírica de los hechos históricos; por el contrario, debe ser un auxiliar de esta última al proponer un cierto sentido (organización de los datos) para aproximarse a la complejidad de la realidad histórica. El primer requisito para que pueda darse esta relación de complementariedad entre la reflexión filosófica y el trabajo empírico es asumir el carácter provisional, hipotético, de la narración filosófica.

Si la narración de un progreso moral y político de la humanidad es sólo una de las posibles narraciones del devenir histórico: ¿Por qué no contar la historia de la decadencia del género humano? En efecto, al contemplar el mal cariz que ofrece la cosa pública, así como los desastres que se concatenan en la historia alguien puede ofrecer una narración de la decadencia humana y sustentarla en una amplia base empírica. Kant no niega esta posibilidad, pero sostiene que la función de las narraciones reflexivas es orientar las acciones, por lo que ellas no sólo deben sustentarse en una base empírica, sino responder también a una exigencia de corrección moral. En sus escritos sobre la historia el primer interés de Kant no es la verdad del pasado, sino las posibilidades del futuro. Se trata de que los hombres cumplan con el imperativo de constituir un orden civil lo más aproximado posible al ideal republicano.

La primera dificultad que enfrenta la construcción de la presunta historia política de la humanidad es cómo hacer compatibles la tesis de que en el hombre existe una propensión al mal (anteponer sus intereses particulares al deber moral) y la hipótesis de que la historia representa un proceso formativo moral y político de los seres humanos (siempre se debe atemperar el optimismo de los escritos kantianos de filosofía de la historia con su pesimismo antropológico). La alternativa que encuentra Kant es apelar a la existencia de un proceso formativo que trasciende las intenciones de los individuos particulares. Para ello retoma la tesis de Hobbes respecto a que la experiencia del conflicto y los males inherentes a éste, es el fenómeno que exigirá a los hombres apelar a la razón como medio para hacer factible la convivencia. Es en este punto donde Kant introduce su conocido concepto de insociable sociabilidad (ungesellige Geselligkeit).

Entiendo en este caso por antagonismo la insociable sociabilidad de los hombres, es decir, su inclinación a formar sociedad que, sin embargo, va unida a una resistencia constante que amenaza perpetuamente con disolverla. Esta disposición reside claramente en la naturaleza humana. El ser humano tiene una inclinación a entrar en sociedad porque en tal estado se siente más como humano, es decir, que siente el desarrollo de sus disposiciones naturales. Pero también tiene una gran tendencia a aislarse; porque tropieza en sí mismo con la cualidad insocial que le lleva a querer disponer de todo según le place y espera, naturalmente, encontrar resistencia por todas partes, por lo mismo que sabe hallarse propenso a prestársela a los demás. Pero esta resistencia es la que despierta todas las fuerzas del hombre y le lleva a enderezar su inclinación a la pereza y, movido por el ansia de honores, poder o bienes, trata de lograr una posición entre sus congéneres que no puede soportar, pero de los que tampoco puede prescindir.

Podemos decir que desde la óptica kantiana el orden civil, en primer lugar, y, posteriormente, la realización de los ideales republicanos son resultados contingentes de una historia de conflictos políticos. Es decir, Kant toma como punto de partida de su narración sobre la presunta historia política de la humanidad el reconocer que los órdenes civiles empíricos son el teatro de relaciones de dominación, pero su moderado optimismo histórico se basa en la posibilidad que tienen los individuos de formarse como ciudadanos en la lucha contra los poderes establecidos. En un principio, parece que Kant coincide con Hobbes, cuando afirma que el ser humano necesita de “un señor que le quebrante su propia voluntad y le obligue a obedecer a una voluntad valedera para todos, para que cada cual pueda ser libre”. Pero las diferencias entre estos dos teóricos empiezan a surgir cuando Kant pregunta:

Pero ¿de dónde se escoge ese señor? De la especie humana, claro está: Pero este señor es también un animal que necesita, a su vez un señor.

Ya puede, pues proceder como quiera, no hay manera de imaginar cómo se puede procurar un jefe de la justicia pública que sea, a su vez, justo; ya sea que se le busque en una sola persona o en una sociedad de personas escogidas al efecto. Porque cada uno abusará de su libertad si a nadie tiene por encima que ejerza poder con arreglo a leyes. El jefe supremo tiene que ser justo por sí mismo y, no obstante, un hombre. Así resulta que esta tarea es la más difícil de todas; como que su solución perfecta es imposible; con una madera tan retorcida como es el hombre no se puede conseguir nada completamente derecho. Lo que nos ha impuesto la naturaleza es la aproximación a esa idea. (Idea, p 57)

El pesimismo antropológico de esta afirmación que encontramos en el trabajo Idea de una historia universal con propósito cosmopolita debe matizarse con la confianza que demuestra Kant en la Paz perpetua: “El problema de la instauración de un Estado puede ser solucionado hasta por un pueblo de diablos. Por muy duro que esto suene (basta únicamente con que sepan hacer uso de la razón)”. La solución al problema de la constitución de un orden civil con una legitimidad racional no se encuentra en el intento de transformar a los demonios humanos en ángeles, sino en la formación paulatina en la historia, a través la experiencia de los conflictos y los males a ellos ligados, de un sistema de pesos y contrapesos, para permitir que la soberanía llegue a residir en una legalidad aceptada por todos. El gran contraste con Hobbes reside en que para Kant el derecho no sólo debe ser un instrumento que permita la convivencia social, sino también un medio para la formación de los individuos como ciudadanos. Proceso formativo que sólo se puede desarrollar si al interior del orden civil se crea un espacio público que haga posible la participación de sus miembros. Kant es consciente que en las sociedades complejas no todos los ciudadanos pueden participar directamente en los asuntos del Estado, por eso la solución al problema de la participación la encuentra en romper la equivalencia entre lo político y lo estatal. El ámbito político remite a un orden civil, que si bien tiene en el Estado su eje, no se reduce a él.

De hecho, para Kant el Estado-Nación moderno, especialmente en su forma de Estado de Derecho, aunque representa un paso muy importante en la formación de los hombres como ciudadanos en la presunta historia política de la humanidad, no es su punto culminante. En la medida que el derecho se encuentra ligado a una pretensión de validez universal sólo puede conformarse con un orden civil cosmopolita, el que los Estados abandonen la estado de naturaleza que existe entre ellos para crear las condiciones de una paz duradera. La paz perpetua a la que se refiere Kant no es una situación en la que no existan conflictos (estos son un efecto ineludible de las acciones libres), sino una situación en la que los diversos conflictos que surgen constantemente en la convivencia se encuentre regulados por una legislación jurídica que compartan amigos y enemigos, con el objetivo de controlar su expresión violenta y, con ello, garantizando la integridad física y moral de los contrincantes, así como la estabilidad de dicho orden civil. Kant piensa ese orden civil cosmopolita como una federación de Estados. Sin embargo, su definición más precisa es una tarea que nos ha legado Kant.

El relacionar el pensamiento jurídico y político de Kant nos permite apreciar que para él, aunque el derecho y la moral tienen cada una su especificidad irreductible a las otras actividades, en la dinámica histórica se establece una mediación entre ellas. El término mediación se entiende aquí, como en toda la filosofía clásica alemana, no un punto intermedio entre dos extremos, sino como una actividad que los unifica. Por una parte, la política representa la mediación entre el derecho y la moral. Ello quiere decir que en los distintos contextos sociales e históricos la pretensión de validez universal ligada a la legislación jurídica se encuentra entrelazada con contenidos particulares. Esta confusión entre universalidad y particularidad denota la presencia de una relación asimétrica de dominación. A través del conflicto político, las particularidades que son excluidas de la pseudouniversalidad inherente a un orden positivo particular es cuestionada. Es la actividad política la que permite a las particularidades excluidas exigir su inclusión en la legalidad (pensemos en las luchas de la clase obrera, feministas, de los grupos étnicos y de las diversas minorías) y de esta manera adecuar el derecho a la exigencia de universalidad de los imperativos morales. Pensar la política como mediación entre derecho y moral permite comprender al derecho como una realidad social en continua transformación y esto, a su vez, hace posible superar gran parte de las antinomias tradicionales de la filosofía del derecho.

Pero, por otra parte, el derecho representa la mediación entre política y moral. Gran parte de los intentos de relacionar a la moral y la política conduce a una actitud moralista, ajena a la dinámica política real de las sociedades. Actitud que se muestra impotente ante el reto de hacer efectivos los principios morales en la acción política. En cambio, a través de la coacción propia del derecho se establece un medio para lograr la facticidad de las exigencias morales en la actividad política. Ello presupone asumir que el derecho no sólo es un instrumento para manejar la conducta de los seres humanos y un elemento más en el cálculo estratégico de los actores, sino una instancia de formación de los individuos como ciudadanos. Formación que es posible en la medida en que ese derecho sea un fundamento de amplia participación en el ejercicio del poder político, para convertir al orden civil en una auténtica res-publica.

BIBLIOGRAFÍA

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Villacañas, José Luis. Res Publica. Akal. Madrid, 1999.

Notas

1 Schopenhauer. Die Welt als Wille und Vorstellung. (4, § 62) El decir que el derecho de propiedad kantiano se reduce a la ocupación demuestra ya los prejuicios en los que se fundamenta esta afirmación.

2 “Desde el punto de vista kantiano la primacía de lo justo es al mismo tiempo moral y fundacional. Se fundamenta en el concepto de un sujeto dado antes que sus fines, un concepto que se sostiene como indispensable para nuestra comprensión de nosotros mismo en tanto seres autónomos, que eligen libremente.” Sandel, M. El liberalismo y los límites de la justicia. Barcelona. Gedisa, 2000, p. 23.

3 Esta aproximación al pensamiento jurídico y político no se adentra en problemas particulares de esta teoría. Su objetivo es ofrecer simplemente una panorámica que nos permita tener más elementos en la discusión de sus aspectos concretos.

4 “A fin de que nadie se figure topar aquí con incoherencias, cuando ahora describo a la libertad como la condición de la ley moral y luego, a lo largo del tratado, afirme que la ley moral supone la condición bajo la cual podemos cobrar consciencia de la libertad por vez primera, quisiera advertir que, si bien es cierto que la libertad constituye la ratio essendi de la ley moral, no es menos cierto que la ley moral supone la ratio cognoscendi de la libertad.” (KpV A5)

5 En la formación de los motivos siempre intervienen tanto apetitos e inclinaciones, como la razones. La cuestión es la jerarquía que se establece entre ellos.

6 En la legislación jurídica el imperativo categórico se expresa de la siguiente manera: Obra de tal modo que el uso libre de tu arbitrio pueda coexistir con la libertad de cada uno según una ley universal.

7 Esta distinción es la que no comprendió Schopenhauer en su juicio tajante sobre la filosofía jurídica de Kant.

8 Si para Hobbes y los liberales el orden civil es un medio para un fin (el primer caso el fin es la paz y la seguridad y en el segundo la garantía de la propiedad privada), para Kant el orden civil es un fin en sí mismo (he aquí su republicanismo), que hace posible la acción libre. El déficit de todas las teorías éticas que quieren justificar racionalmente las normas morales mediante argumentos estratégicos es el pasar por alto que la primera exigencia moral es constituirse en sujeto, esto es, persona responsable de sus actos, lo cual trasciende las consideraciones sobre los medios más adecuados para acceder a un fin dado.

9 Debemos tener en cuenta que el término democracia tiene para Kant una connotación peyorativa, es decir, es una forma de gobierno despótica que no respeta la división de los poderes. “De las tres formas de Estado, la democracia es, en el entendimiento propio de la palabra, necesariamente un despotismo, porque funda un poder ejecutivo, donde todos deciden sobre uno y, acaso también contra uno (quien, por tanto, no da su consentimiento), con lo que todos, sin ser todos, deciden; lo cual es una contradicción de la voluntad general consigo misma y con la libertad” (Paz Perpetua 317). Para Kant el modelo de democracia es la dictadura jacobina.

10 Sobre este tema consultar el trabajo de Habermas, Historia y crítica de la opinión pública. Barcelona, Gustavo Gili, 1981. Recientemente una autora cercana a la posición de Habermas ha escrito un libro en el que se destaca la convicción republicana de Kant y su exigencia de una amplia participación popular se trata: Maus, Ingeborg. Zur Aufklärung der Demokratietheorie. “Rechtsund demokratietheoretische Überlegungen im Anschluss an Kant”. Frankfurt a. M. Suhrkamp (stw 1153), 1994.

11 Cabe recordar en este punto que cuando Kant afirma que el pueblo no puede resistirse al poder soberano, ese poder soberano está constituido por ese mismo pueblo en tanto se encuentra unificado por una legislación avalado por todos. “La sumisión incondicionada de la voluntad del pueblo (que en sí está desunida, por tanto, sin ley) a una voluntad soberana (que une a todos mediante una ley) es un acto, que sólo puede empezar por la toma del poder supremo y que funda así por primera vez un derecho público. Permitir todavía una resistencia contra esta plenitud de poder (resistencia que limitaría aquel poder supremo) es contradecirse a sí mismo; porque entonces aquél (al que es lícito oponer resistencia) no sería el poder legal supremo, que determina primero lo que debe ser o no públicamente justo.” (MdS 372)