El uso democrático de la ley

Emilio Zebadúa
Instituto Tecnológico Autónomo de México, UNAM, México

El uso democrático de la ley

Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 17, 2002, pp. 283 -291

“The Law hath not been dead, though it hath slept.”

–Shakespeare, Measure for Measure

Nunca ha sido tan necesario revisar en la práctica la aplicación de la fórmula del equilibrio de poderes como ahora, que tanto a nivel federal como cada vez más a nivel local, las autoridades son generalmente electas con votaciones menores al 50 por ciento o por mayorías relativas.

¿Qué garantías o contrapesos legales deben existir para asegurar el debido equilibrio entre los poderes y órganos del Estado? La relación que se establece entre el Ejecutivo, el Legislativo, el Judicial, el Banco de México, el Instituto Federal Electoral y la Comisión Nacional de Derechos Humanos, entre otros organismos públicos, depende de esta manera de las protecciones (legales) que se les provea a cada uno, pues como escribió Madison 1 “no puede negarse que el poder es de una naturaleza expansiva y que debe ser efectivamente contenido para que no rebase los límites que se le impongan.”

La mera delimitación de las atribuciones de cada una de las instituciones u organismos públicos, aún en el texto constitucional, no es — añade Madisonsuficiente protección en contra de posibles abusos o usurpaciones de un poder sobre otro. Además recurrir eventualmente al pueblo no resulta eficaz; se requiere de un mecanismo permanente, que sea a la vez democrático e institucional.

El marco legal vigente en México desde 1917 se ha desarrollado bajo la sombra de un Estado centralizado y vertical, lo que ha traído como consecuencia la interpretación y aplicación de las leyes en el contexto de una cultura autoritaria y discrecional. Sobre las normas, por detalladas y precisas que sean, se ha impuesto históricamente la voluntad del poder. La transición democrática en los estados y a nivel federal ha modificado, en principio, las relaciones políticas entre los poderes del estado nacional y las entidades federativas.

No es, por lo tanto, superfluo insistir en “hacer del cumplimiento de la ley el primer deber de toda autoridad, bajo el postulado de que la ley es igual para todos, pero que el gobierno debe ser el primero y más estricto observante de la misma”. Es un reconocimiento explícito de que el punto de arranque de cualquier proceso de transformación democrática está en algo, en apariencia simple y llano, como es el cumplimiento de la ley, y específicamente, en el cumplimiento de la ley por parte de la autoridad.

El control de funcionamiento de los órganos del Estado está reglamentado —política y administrativamente—en la Constitución (en sus títulos tercero y cuarto), así como en leyes secundarias (como la Ley Federal de Responsabilidades de los Servidores Públicos o la Ley Orgánica de la Contaduría Mayor de Hacienda). La extensísima regulación administrativa que abarca no sólo reglamentos sino hasta acuerdos y circulares, constituye un verdadero laberinto del poder. A través de disposiciones muy concretas, se imponen los términos en los que se manejan bienes y personas vinculadas o dependientes del Estado.

De este modo, la forma en que el derecho administrativo se interpretó y aplicó durante la mayor parte del siglo veinte ilustra bien cómo funcionan en la práctica los órganos del Estado. Se trata de la rama del derecho que rige las relaciones internas y externas de los organismos y dependencias de la administración pública, además de varios aspectos de las relaciones entre los Poderes de la Unión, así como “las relaciones de derecho público que esa actividad origina entre los distintos sujetos”. 3

Todo sistema legal, incluido el mexicano, establece las normas específicas que determinan las relaciones entre los propios poderes y los organismos estatales. Las decisiones de las autoridades y jueces confieren, restituyen, modifican o despojan a los sujetos de derechos y obligaciones concretas, y así es como se aplica el poder en la realidad. La manipulación de la ley, y en particular, de las leyes administrativas que regulan el uso de los recursos públicos y la aplicación de los programas de gobierno han sido, en la práctica política mexicana, un instrumento de control político por parte de quien o quienes detentan el poder.

Es necesario considerar, en este sentido, tanto la discrecionalidad implícita en manos de la autoridad superior que se encuentra en la redacción de las siguientes disposiciones de la Ley Federal de Responsabilidades de los Servicios (LFRSP), como la preeminencia del Estado en la valoración política de la actuación de sus integrantes:

Es procedente el juicio político cuando los actos u omisiones de los servidores públicos... redunden en perjuicio de los intereses públicos fundamentales o de su buen despacho. 4

La dependencia y la Secretaría (o sea, la “autoridad”) en los ámbitos de sus respectivas competencias, podrán abstenerse de sancionar al infractor, por una sola vez cuando lo estimen pertinente, justificando la causa de la abstención, siempre que se trate de hechos que no revistan gravedad ni constituyan delito, cuando lo ameriten los antecedentes y circunstancias del infractor y el daño causado por éste no exceda de cien veces el salario mínimo diario vigente en el Distrito Federal. 5

Las claves en la interpretación y aplicación de estas y otras tantas normas del derecho público dependen de, por ejemplo, (i) ¿qué se entiende por “interés u orden público”?, (ii) ¿quién posee la facultad de definirlo?, (iii) ¿cuándo y por qué se justifica abstenerse de sancionar a un infractor de la norma administrativa?, (iv) ¿quién define la gravedad de los hechos y bajo qué criterios?, etcétera. En el corazón de la cuestión está la discreción en la aplicación de sanciones o recompensas dentro de la gestión pública, y las consecuencias que dicha discrecionalidad tiene para la legalidad –real o aparente– que rige en la política mexicana.

La extensa red de normas administrativas ha servido para, a la vez, ejercer un enorme poder que mantuvo sometido por igual a burócratas de la rama ejecutiva como a integrantes de los demás poderes, así como a miembros del partido gobernante y a ciudadanos comunes y corrientes, además de tolerar –en contraparte– la impunidad y la corrupción de altos funcionarios del Estado. La aplicación ambivalente y contradictoria de la justicia derivó históricamente en la devaluación de la ley, el deterioro del significado del Estado de derecho y el atraso en el desarrollo de una verdadera cultura de la legalidad. Una opinión común es que la ley es, a lo más, un instrumento moldeable a la conveniencia o necesidad de los sujetos –mientras más poderosos, más aún–.

Es por ello que en materia administrativa (y aun penal) bajo la misma ley y procedimientos, se determina la inocencia o culpabilidad de los individuos de acuerdo a la voluntad del “superior jerárquico”. Eso es lo que consigna implícitamente la frase adjudicada popularmente a Benito Juárez: “para los amigos justicia y gracia, para los enemigos la ley”. En otras palabras, la ley aparece como instrumento punitivo y de control político; algo que ha marcado la justicia que otorga un Estado autoritario. Sin equilibrios democráticos o pesos y contrapesos administrativos e institucionales, la última palabra siempre la tiene quien detenta el poder.

Este tipo de decisiones han estado concentradas históricamente en el Poder Ejecutivo. El Estado, y en particular el Presidente de la República, se colocaron en el centro de la actividad pública, y sus relaciones legales con los otros poderes y demás órganos se han normado como resultado de dicho modelo político. El régimen jurídico prevaleciente en la administración pública es también producto de la historia política del siglo veinte. El concepto de “orden público” o “interés general” predomina en la doctrina y la aplicación del derecho por parte de jueces y autoridades administrativas. En prácticamente cualquier decisión el interés del Estado puede (y suele) imponerse sobre el de las partes y, por ende, sobre el individuo. Una de las causas del movimiento democrático de los estudiantes en 1968 tenía como objetivo justamente la abrogación del “delito de disolución social” contemplado en el artículo 145 del Código Penal, por el cual se podía aplicar pena de cárcel a quien realizara alguna actividad “que perturbe el orden público o afecte la soberanía del Estado mexicano.” 6

El cambio democrático que se ha registrado en el país en los últimos años (¿desde 1968, 1977, 1982, 1988, ó 2000?) ha traído como consecuencia nuevos equilibrios. La aplicación de la ley no puede tener el fundamento de antes. Se han modificado las relaciones entre los propios Poderes de la Unión; entre gobierno federal y los gobiernos estatales, y también dentro de los propios órganos y dependencias respectivas. El “uso” de la ley debe corresponder, por lo tanto, al nuevo contexto político y a la redefinición de los equilibrios de poder. En este sentido, la declaración pública de la Suprema Corte de Justicia es poco después de las elecciones del 2 de julio del 2000 muy ilustrativa:

AQUI PUEDE INVALIDARSE UNA LEY

En este edificio (el de la Corte) trabajan los once ministros que integran la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Su voto puede invalidar una ley o un tratado internacional que no se apegue a nuestra Constitución. La acción de inconstitucionalidad sólo puede ser promovida por los grupos legislativos minoritarios, por el Procurador General de la República o, cuando se trata de leyes electorales, por los partidos políticos. (Poder Judicial de la Federación)

Por qué consideró el Poder Judicial necesario recordarle a los demás poderes que tiene la facultad de “invalidar leyes”? ¿Por qué expresarlo ahora? Aun teniendo anteriormente dicha atribución constitucional, ¿tenía en realidad, dentro de un régimen hegemónico, la fuerza necesaria para hacerlo valer aun en contra de la voluntad presidencial? ¿Puede hacerlo ahora? ¿Qué fue lo que en el Estado de derecho cambió el 2 de julio?

Las respuestas a estas preguntas no se explican tanto a partir de las diferencias teóricas que hay entre Hobbes y Rousseau, como las que existen entre Austin y Hart. Un régimen democrático no reemplazó repentinamente a un régimen autoritario, sustituyendo in toto las bases legales y políticas para gobernar. La Constitución bajo la cual ejercido el poder todos los gobiernos post-revolucionarios sigue en vigor, y las posibilidades de llevar a cabo reformas constitucionales o incluso en las leyes secundarias dependen de los consensos que logre construir el partido del gobierno dentro de las dos cámaras del Congreso y en las legislaturas de los estados. Formalmente, el régimen político y legal permanece inalterado.

La diferencia no es, pues, la que media entre un Estado autoritario que se erige por encima de los ciudadanos y la ley, y uno que deriva su legitimidad de la voluntad popular. 7 Todos los gobiernos electos desde la promulgación de la Constitución de 1917 han respetado las formalidades relacionadas con las elecciones como mecanismo de transmisión de poderes. Por ello, la diferencia es más sutil, pero no menos significativa.

El cambio que se ha dado (o puede darse) no es en el marco políticoinstitucional más amplio; es en la forma en que se puede interpretar y aplicar el derecho. La diferencia radica en la relación entre legalidad y legitimidad. No basta, para que sean legítimos, que los actos de la autoridad sean legales. En una democracia, la legalidad debe estar provista de legitimidad. En su desplegado de prensa 8 , los ministros de la Corte demuestran que reconocieron en este sentido el profundo cambio que el 2 de julio trajo implícito en la relación entre los Poderes de la Unión, y en general, en el uso de la ley para gobernar.

Por ello resultan más útiles las diferencias filosóficas entre Austin y Hart; menos profundas que las que distinguen a Hobbes de Rousseau, pero más relevantes al contexto político del México contemporáneo. Según John Austin, 9 en cualquier sociedad existe un soberano que crea las leyes que, a su vez, obligan a los ciudadanos que conforman dicha comunidad. Los sujetos deben obedecer o corren el riesgo de ser castigados. La autoridad de la ley se deriva, en este esquema, de la capacidad del soberano para sancionar a quien no cumpla las leyes —la fuente de la obligatoriedad de la ley es, por lo tanto, la fuerza. Quien tiene la fuerza aplica la ley y ésta debe ser obedecida tal y como la interpreta el soberano.

Para H.L.A. Hart 10 , en cambio, las leyes tienen un elemento normativo, que hace que su obligatoriedad no pueda derivarse exclusivamente de la fuerza que se ejerce sobre un sujeto. La ley deber ser producto de una autoridad que deriva su validez de la aceptación tácita o expresa de los ciudadanos. De esta forma el propio soberano está sujeto a la ley o leyes fundamentales que, a su vez, le prescriben los términos bajo los cuales debe interpretar y aplicar las leyes secundarias. Así, tanto los principios constitucionales que establecen las garantías de los individuos, como las facultades, límites y equilibrios de los poderes, representan en conjunto el marco legítimo de una democracia.

En la interpretación y aplicación del derecho –ya sea en la relación entre el gobierno y los ciudadanos o entre los propios Poderes del Estado– la diferencia fundamental estriba, pues, en la fuente de la que se deriva la legitimidad de la ley. O es la fuerza o es la autoridad. En un régimen plural donde existen divisiones y equilibrios entre los poderes, no puede imponerse la fuerza sin que se violente, o incluso quiebre el propio sistema de gobierno.

En el funcionamiento democrático de los distintos organismos y dependencias públicas, el derecho adquiere un nuevo valor y una mayor utilidad. Las leyes y reglamentos específicos establecen las facultades y atribuciones, los límites y prohibiciones, los procedimientos y plazos a los que deben ceñirse los órganos de poder público y los funcionarios y autoridades que lo ejercen. La ley es el elemento que introduce (o reintroduce) el orden donde antes había discrecionalidad.

La garantía de legalidad es por ello uno de los conceptos fundamentales de un régimen democrático. Este principio está consagrado en la Constitución mexicana, donde se señala que:

nadie podrá ser privado de la vida, de la libertad o de sus propiedades, posesiones o derechos, sino mediante juicio seguido ante los tribunales previamente establecidos, en el que se cumplan las formalidades esenciales del procedimiento y conforme a las leyes expedidas con anterioridad al hecho” (artículo 14); y además, que: “nadie puede ser molestado en su persona, familia, domicilio, papeles o posesiones, sino en virtud de mandamiento escrito de la autoridad competente, que funde y motive la cause legal del procedimiento” (artículo 16).

Se trata de la expresión (kantiana) de la “racionalidad de la libertad”: los legisladores están obligados, en principio, a promulgar leyes como si fueran la expresión de la voluntad colectiva de la población.” En otras palabras: la democracia y la legalidad están íntimamente relacionadas. Ambos conceptos se basan en la voluntad de los individuos –no del Estado–, y fundamentalmente, en la libertad del individuo. Dicha libertad tiene varias dimensiones, incluida la electoral, pero no se agota en ella: se recrea en el ejercicio del derecho por parte de los poderes y organismos públicos.

En respuesta a la continua preeminencia del Estado dentro del sistema jurídico mexicano han surgido recientemente diversas propuestas democratizadoras que promueven una reforma político-institucional y, en el extremo, una “nueva constitución”. 12 En general, el análisis y las propuestas de reforma centran su atención en la organización del Estado; esto es, en la parte orgánica de la Constitución, con lo que reducen a la Constitución a su elemento “político”. Con ello dejan a un lado la concepción democrática que atraviesa por otros aspectos fundamentales de la Carta Magna, incluyendo los derechos individuales y sociales de los mexicanos o, bien, los propios principios de legalidad que permiten una aplicación más ajustadas a las condiciones democráticas y de equilibrio republicano que existen hoy en día.

Los conceptos fundamentales del derecho positivo mexicano no necesitan cambiar, a pesar de las recientes transformaciones del mapa político del país. Es necesario que se apliquen–en cada una de las decisiones de autoridades, legisladores y jueces– con un sentido democrático, de equilibrio de poder y dentro de una cultura de la legalidad. Ni los más críticos juristas o politólogos de la Constitución consideran que deben reformularse las garantías individuales. En ellas se encuentran elementos democráticos básicos (legalidad, libertad de expresión, derecho de asociación, entre otros) que –interpretados desde una perspectiva que tenga al individuo y a la sociedad, y no necesariamente al Estado, en un lugar preeminente dentro del sistema de justicia– permitirán una mayor democratización del país.

Aunque varias de las actuales reglas del juego son producto de un modelo autoritario, otras son potencialmente democráticas. La interpretación, aplicación o reformas de unas y otras depende, en el fondo, de la teoría política y jurídica bajo la cual quien ejerce la dirección en los Poderes de la Unión, los gobiernos de los estados o los organismos autónomos cumpla con sus responsabilidades.

De ahí que, en el contexto de una cultura que le otorgue valor en sí mismo al cumplimiento de la ley, es necesario que se revise la teoría de los equilibrios y controles (tanto horizontales como verticales) dentro del Estado, y en consecuencia se amplíe y fortalezca también el sistema de responsabilidades de los servidores públicos. De esta manera, se constituiría un Estado de derecho, que con base en los principios formales actuales, estaría asegurando un respeto a la legalidad; ya no más a partir de un poder central y vertical del Presidente de la República, sino uno que lo incluya a él mismo, al igual que a los titulares de los demás poderes (el Legislativo y el Judicial) y de los organismos autónomos.

Notas

1 Véase The Federalist Papers, números 48 y 49, The New American Library of World Literature, 1961, Nueva York, Estados Unidos.

2 “Agenda para un México Nuevo”, Letras Libres, julio 2000.

3 Enciclopedia Jurídica Omeba, tomo VI, Argentina, Driskil, 1991.

4 LFRSP, artículo 6º (mi subrayado).

5 LFRSP, artículo 63

6 Véase el trabajo de Rómulo Rosales Aguilar, El delito de disolución social, México, Galerza, 1959.

7 Estas tesis contrarias sobre la legitimidad del poder se encuentran planteadas por Hobbes en El Leviatán y por Rousseau en varias obras, incluida, El contrato social.

8 El comuinicado de la Suprema Corte de Justicia fue publicado, entre otros medios, en la contraportada de Letras Libres, agosto, 2000.

9 The Province of Jurisprudence Determined, 1832.

10 The Concept of Law, 1961.

11 Emmanuel Kant, “On the Proverb: That May de True in Theory, Bust Is of No Practical Use” (1793), en Perpetual Peace and other essays on Politics, History, and Morals, Hackett Publishing Company, Indianapolis, Indiana, 1983, p. 77.

12 Véanse los trabajos de Jaime F. Cárdenas Gracia, Una constitución para la democracia: propuestas para un nuevo orden constitucional, UNAM, México, 1996, y de ignacio Marván Laborde, ¿Y después del presidencialismo? Reflexiones para la formación de un nuevo régimen,México, Océano, 1997.