1. ¿Por qué repensar a los derechos fundamentales?
En Génova, hace poco más de un mes y bajo la proclama “es posible un mundo diferente”, intentaron marchar pacíficamente la mayoría de las, entre doscientas y trescientas mil personas, que impugnaban la reunión del G-8 y su particular manera de entender y llevar a cabo la llamada governance de la globalización. Todos sabemos, más allá de las dudas razonables, cómo acabó el asunto: las imágenes y las narraciones de los testigos le han dado la vuelta al mundo. Por lo mismo, no me detengo a recordar la trágica crónica de lo que sucedió esos días en Génova y sus alrededores. Pero quien quiera contestar a la pregunta sobre la pertinencia de seguir hablando de los derechos fundamentales podría empezar su respuesta a partir de lo que pasó en Génova. En esa ciudad se presentó, brutalmente, todo un repertorio ideológico (del que los hechos fueron una consecuencia más o menos directa) que, al menos en Europa Occidental, creíamos, tal vez por presunción pero también por ingenuidad culposa, que ya formaba parte de la historia. Este repertorio se puede sintetizar en dos palabras: la intimidación y la criminalización del disenso. Me refiero al disenso radical, esa clase de disenso que pone en el banquillo de los acusados a las estructuras profundas de una sociedad, a su proyecto político, a sus valores esenciales. En Italia, después de lo sucedido en Génova, quien crea que es posible un mundo diferente, sabe que esa actitud puede salirle bastante cara, sin excluir unos cuantos huesos rotos. Estas reflexiones, como es obvio, son independientes de cualquier juicio acerca del llamado ‘movimiento antiglobalización’ o, con mayor precisión, de cada una de sus múltiples almas. Es verdad que no todos los integrantes de dicho movimiento consideran que el mundo posible (ideal) es un mundo en el que los derechos fundamentales son universalmente reconocidos. Pero esta es cosa aparte.
Se podría pensar que todo esto, por si sólo, evidencia la importancia de continuar la lucha política para defender el derecho a la integridad personal, el habeas corpus, el derecho a manifestarse pacíficamente y así sucesivamente para los otros derechos civiles, políticos y sociales. En todos lados. Aún cuando esto es verdad, no es suficiente para explicar por qué es útil –como hace Ferrajoli– reconsiderar al constitucionalismo desde sus raíces decimonónicas, imaginando su expansión hasta el nivel internacional, o mejor dicho, supra-estatal, cosmopolita. Es más, paradójicamente, violaciones clamorosas de los derechos más elementales como las sucedidas en Génova –disculpen mi insistencia en este caso italiano, pero me parece que la insistencia se justifica porque, por desgracia, en una ocasión Italia ya fue un trágico “laboratorio político”– podrían terminar con un nuevo triunfo de lo que yo llamo la retórica de los derechos, paralela a la retórica de la democracia. Así como en la actualidad todos los Estados se declaran democráticos, todos los gobiernos de los Estados y los organismos internacionales aseguran que su actuación respeta, genéricamente, a los derechos humanos. Pareciera que no es importante que estos mismos Estados reivindiquen interpretaciones y contextualizaciones de los derechos que les sustraen completamente su valor. Valor que se afirma, sobre todo, en la universalidad de los derechos (esta idea me lleva a pensar en los llamados “derechos comunitarios” de los que hablaré en las conclusiones).
Al menos en el papel todos estaríamos de acuerdo en condenar determinadas violaciones de derechos fundamentales. Pero, si ponemos atención, se trata de un acuerdo totalmente superficial, sino es que vacío. Se trataría de un overlapping consensus deformado: en realidad se estaría evitando el tema de las precondiciones teóricas que dan o quitan fuerza a la definición (qué son pero también cuáles son) de los derechos y, por lo mismo, a la defensa de los mismos. (Defensa que se da en tres niveles: protección, garantía y tutela, como lo ha precisado Michelangelo Bovero en un artículo titulado “Tutela supranacional de los derechos fundamentales y ciudadanía” que será publicado próximamente en la “Revista Internacional de filosofía política”). Si no se aclaran estas premisas, la operación para determinar quién, cómo y en qué casos ha violado ciertos (¿cuáles?) derechos de algunos (¿quiénes?) sujetos, así como para identificar las sanciones correspondientes aplicables al caso, puede convertirse en una operación arbitraria e instrumental en vez de ser una necesaria y legítima interpretación de los hechos. Es decir, se corre el riesgo de que esta operación se transforme en su contrario: en una expresión y justificación de la “ley del más fuerte”. Al revés de lo que Ferrajoli identifica como el significado profundo del constitucionalismo: constituir la ley del más débil. Situación que, desde mi punto de vista, tuvo lugar en el nivel internacional con la intervención de la OTAN–aprobada a toro pasado por la ONU– en contra de la Federación yugoslava (y particularmente contra Serbia).
Ciertamente la multiplicación de estas instrumentalizaciones de los derechos fundamentales ha tenido el efecto (¿deseado?) de hacer a la opinión pública, también a la más preparada, cada vez más insensible ante estos temas. Creo que es una experiencia difundida que, al enfrentar estos temas en círculos sociales ajenos al ámbito académico, la primera objeción que se nos plantea es la abstracción, la evanescencia de toda esta perspectiva constitucionalista. Al menos por lo que a mi respecta, he constatado que la mayor parte de mis interlocutores, en su mayoría estudiantes, si bien (después de que yo me esfuerzo para convencerlos) reconocen algunos buenos argumentos a favor de los derechos, al final, permanecen escépticos. El prejuicio de que los derechos contenidos en las constituciones y, sobre todo, en las declaraciones y en los pactos internacionales son simples flatus vocis no ha sido todavía derrotado. De hecho, las diferentes y opuestas posiciones que surgen del debate tienen una matriz común en la profesión del escepticismo: por un lado, siempre minoritario, brotan algunos extraños y confusos llamado al marxismo, a la lucha de clases –a veces “modernizada” come lucha de los pueblos oprimidos, o de las minorías étnicas– que debería subvertir al orden burgués o capitalista del que el Estado de derecho democrático solo es la última representación; por el otro lado emerge, con o sin conciencia, una especie de darwinismo social: una competencia con todo y golpes que se considera “natural” y, de frente a la cual, cada individuo debe arreglarse como pueda. Son muchos los que de frente a esta última situación simplemente se resignan y suavizan la situación auspiciando medidas de solidaridad humana (o cristiana.).
Dejo para los sociólogos del derecho y para los científicos políticos la tarea de profundizar el análisis de la razones de fondo de lo que, desde mi perspectiva, se está configurando como un “eclipse del constitucionalismo” en la conciencia (in) civil. Sin embargo, desde el punto de vista de la filosofía política y del derecho, esta no es una buena razón para dejar de elaborar una teoría convincente de los derechos fundamentales. De hecho me parece que estamos ante el escenario contrario: este problema es el que aumenta la exigencia de una fuerte teoría prescriptiva. En esta dirección es en la que se construye la compleja arquitectura constitucional de Ferrajoli. A continuación sugeriré dos claves de lectura de esta prospectiva, aunque reconozco que contiene muchas más cosas de las que yo alcanzo a identificar. Así que me limitaré a presentar algunas consideraciones críticas: (a) Primero, sobre la distinción entre teoría del derecho y filosofía política, formalmente indiscutible, pero que tiende a opacar o a poner en segundo plano la distinción entre liberalismo de los derechos y liberalismo del mercado (según yo, el constitucionalismo de Ferrajoli parte de esta segunda distinción); (b) En segundo lugar, sobre la relación del constitucionalismo rígido con la democracia representativa. Esto es: si el constitucionalismo deba o no incluir una teoría de la democracia o, lo que es lo mismo, si la democracia deba abarcar al constitucionalismo –como parece sugerir Ferrajoli con su tesis de la “democracia sustancial”–, o bien, si el constitucionalismo deba ser una precondición de una democracia que solo puede ser formal y procedimental como sostiene Michelangelo Bovero.
Como ya lo he señalado, aunque lo haya hecho a través de una compleja trama de observaciones y objeciones, me parece que estas son las dos vertientes principales sobre las cuales se articula la reflexión de Ferrajoli sobre los derechos fundamentales. Esta reflexión fue presentada, junto con diversos comentarios, primero en “Teoría Política” y, después, fue recogida en un volumen editado por la editorial Laterza (Diritti fondamentali. Un dibattito teorico, a cura di Ermanno Vitale, Roma-Bari 2001 que de ahora en adelante citaré como DF). Dicho volumen fue, simultáneamente, traducido al español por Antonio de Cabo y Gerardo Pisarello y publicado por editorial Trotta bajo el titulo Los fundamentos de los derechos fundamentales. Las dos vertientes que arriba he señalado serán analizadas a continuación. En cambio, dedicaré la conclusión a ilustrar y a criticar, si bien en síntesis extrema, una propuesta alternativa al constitucionalismo de Ferrajoli, para el que los derechos fundamentales son derechos estrictamente individuales: la posible conjunción/ubicación de estos derechos al interior del marco de los llamados “derechos colectivos” o “comunitarios”. Con esta finalidad, utilizaré críticamente la clasificación propuesta por Will Kymlicka (diritti polietnici, diritti di rappresentanza speciale, diritti di autogoverno: cfr. La cittadinanza multiculturale, Il Mulino, Bologna 1999, ed. Or. 1995, pp. 48-61.).
2. Constitucionalismo, igualdad y democracia.
b) Teoría del derecho y filosofía política. En el transcurso del debate en “Teoría Política”, Ferrajoli ha insistido en la necesidad de distinguir entre los diferentes niveles de discusión. En particular, en la necesidad de distinguir entre el nivel de la teoría general del derecho y el de la filosofía política que para él es eminentemente prescriptivo (es la reflexión acerca de los que debería ser.). Ferrajoli considera que muchas de las objeciones a sus tesis son producto de confusiones entre estos dos niveles de la discusión. Así, bajo la óptica de la teoría general del derecho, Ferrajoli propone la siguiente definición de los derechos fundamentales: “son “derechos fundamentales” todos aquellos derechos subjetivos que corresponden universalmente a “todos” los seres humanos en tanto dotados del status de personas, o de ciudadanos o de personas capaces de actuar” (DF, p. 5). Esta definición, nos dice Ferrajoli, es válida independientemente del contexto histórico-político y de la doctrina política que se quiera asumir: “cualquiera que sea la filosofía jurídica o política compartida: juspositivista o jusnaturalista, liberal o socialista e, incluso, antiliberal o antidemocrática”.
Creo que Ferrajoli tiene razón en mantener esta distinción. Sin embargo, al definir en el nivel de la filosofía política, cuáles son o deberían ser los derechos fundamentales, nos indica cuatro criterios sustanciales, cuatro “valores”: igualdad, democracia, paz y constitucionalismo entendido como la defensa del más débil. Evidentemente, el nexo entre estos cuatro “valores” y los derechos fundamentales consiste “en la relación de racionalidad instrumental que vincula medios con fines: o sea, en la correspondencia, relativamente verificable en el plano empírico, de una determinada conducta o técnica o artificio institucional con relación a los objetivos fijados con anterioridad”. (DF, p. 300).
También estos criterios me parecen razonables y suscribibles. Lo único que me pregunto es, sencillamente, si el orden de la exposición –desde la definición formal hasta las implicaciones que se desprenden siguiendo un cálculo proposicional correcto– no termina por mandar a un segundo plano el orden de la invención, es decir, las posturas ideales/ideológicas y las preocupaciones políticas consecuentes. Propongo una analogía con el autor clásico del pensamiento político moderno por excelencia, Thomas Hobbes: si bien es reduccionista concebir su filosofía contractualista como una respuesta contingente al desorden político que generó la revolución inglesa, de todos modos se debe reconocer que su teoría política se apoya en el valor prioritario del “orden”. Me parece que a la base de la teoría general de Ferrajoli y, junto al punto de vista individualista que Hobbes aporta como dato característico de la filosofía política moderna, se encuentra el valor prioritario de la “igualdad”, valor que en el fondo absorbe a los otros tres.
Ciertamente se trata de una igualdad de todos pero solo en los derechos fundamentales. Pero que el constitucionalismo se entienda como la ley del más débil significa que este constituye un mecanismo, sin caer en un imposible y frecuentemente funesto igualitarismo (igualdad de todos en todo), para disminuir las enormes desigualdades que pasan de un individuo a otro por el factor meramente accidental del nacimiento. Factor accidental que hoy no hace referencia al estamento, a la clase social, sino a la ciudadanía de un estado rico o de un estado más o menos pobre. Este argumento que Ferrajoli ya había presentado en “Teoría Política” en un ensayo publicado en 1993, Diritti fondamentali e cittadinanza, ha sido después retomado con fuerza por Bovero: “¿Por qué debemos excluir que sea posible adoptar, progresivamente, la orientación normativa según la cual todas las clases de derechos fundamentales que hoy son atribuidos a clases restringidas de sujetos, deberían corresponder a todas las personas naturales y, entonces, que pueda ser sensata, en líneas generales, una redefinición teórica de los “derechos fundamentales” como “todos los derechos subjetivos que corresponden a todas las personas como tales”? (DF, p. 252).
Regresando a los otros criterios, el criterio de la “paz” nos envía a la idea de una menor desigualdad global, es decir; a la idea según la cual sin una redistribución más equilibrada de los recursos, la paz, o es una paz de imperio (pax romana, o mejor dicho, americana) o es una tregua frágil. Mientras que el criterio de la “democracia” nos lleva a la idea de la igualdad política, pero también, de nueva cuenta, a un conjunto de instituciones necesarias en materia de derechos de libertad y de derechos sociales, sin los cuales la democracia es la omnipotencia de la mayoría y asume características populistas y plebiscitarias.
Por eso me parece que si ubicamos la arquitectura constitucional de Ferrajoli al interior del debate teórico, pero también directamente político, entre el liberalismo del mercado (en Italia tenemos un término específico para denominarlo: liberismo) y liberalismo de los derechos, no estamos cometiendo una diminutio. En términos generales –subrayo: en términos generales– es el debate entre el liberalismo “anglosajón” que va desde Adam Smith hasta Friedrich von Hayek y el liberalismo “continental” que va desde Emmanuel Kant hasta Norberto Bobbio. Bien visto es también de un replanteamiento del debate académico, jurídico-político, que se generó en los años Setenta entre neoutilitarismo y neocontractualismo rawlsiano y que vino a reanimar a la teoría moral y política.
De forma esquemática y en contra de toda evidencia histórica, los neoliberales sostienen en nuestros días, como también lo han hecho los utilitaristas, que el aumento de la riqueza que se produce de forma colectiva (globalmente) llegará de forma espontánea, según las leyes del propio mercado, a beneficiar a los últimos, a los más débiles. Desde esta perspectiva los derechos fundamentales son superfluos –la autoregulación del mercado, por decirlo de alguna manera, otorgará a todos más de lo que les puede otorgar cualquier defensa jurídica: mejores escuelas, mejores servicios de salud, mejor trabajo, solo es cosa de saber esperar– o, incluso, se ve a los derechos como vínculos peligrosos porque se alejan de las actividades empresariales, de la fuerzas multiplicadoras de la riqueza y, por lo mismo, del “progreso”. En esta óptica, el único derecho verdaderamente fundamental es el derecho de empresa que se funda en el “sagrado” derecho a la propiedad privada. Derecho, este último, que Ferrajoli no impugna tout court pero que lo redefine a través de la distinción entre el derecho fundamental a convertirse en propietario “ligado a la capacidad jurídica” (bajo la especie de derecho a la autonomía privada) y los derechos patrimoniales o, si se prefiere, los derechos reales de propiedad. Ferrajoli señala cuatro diferencias entre ambos tipos de derechos, pero la más significativa, desde mi perspectiva, es la siguiente: “los derechos fundamentales son derechos indisponibles, inalienables, inviolables, intransigibles, personalísimos. En cambio, los derechos patrimoniales son disponibles por su propia naturaleza–desde la propiedad privada hasta los derechos de crédito– negociables y alienables. Estos derechos patrimoniales se acumulan, mientras los fundamentales permanecen inmutables (…) Un bien de propiedad se consume, se vende, se permuta o se presta. En cambio no se consumen ni pueden venderse el derecho a la vida, o a la integridad personal, o los derechos civiles y políticos. Por ello, la indisponibilidad de los derechos fundamentales significa que éstos son sustraídos de las decisiones políticas y del mercado.” (DF, p. 15).
Me parece que este análisis del derecho de propiedad es un buen punto de partida para entender la ratio del constitucionalismo rígido: la doctrina de los derechos fundamentales se presenta como la forma más evolucionada y teóricamente mejor fundada del neocontractualismo (del contenido de los dos principios de justicia) que Rawls propuso en su trabajo Una teoría de la justicia pero también profundizó en el ensayo Liberalismo político (esta idea fue retomada, crítica y oportunamente, por Rodolfo Vázquez en su libro reciente Liberalismo, estado de derecho y minorías, Paidós 2001). Existe un coto vedado que limita directamente las decisiones políticas de la mayoría, que fija lo que las mismas absolutamente no pueden hacer y lo que absolutamente deben llevar a cabo. Pero, indirectamente, esto también significa poner límites a los otros poderes, al poder económico y al poder ideológico (que hoy se expresa, como bien sabemos, a través de los medios masivos de comunicación). De hecho, significa obligar al legislador, por lo tanto al poder político, a producir normas que, por un lado, prohíban que las personas sean reducidas a simples mercancías y/o consumidores y, por el otro, sirvan como barrera a su transformación antropológica en “siervos contentos” o “esclavos fanáticos”.
b) democracia sustancial y formal. La segunda cuestión que ha encendido el debate sobre los derechos fundamentales hace referencia al nexo de éstos con la democracia, entendida ésta última como el procedimiento de decisión política basado esencialmente en la regla de mayoría (ya sea en el nivel de la elección de los representantes o en el de las decisiones públicas que éstos adoptan en las asambleas legislativas.). En palabras de Ferrajoli: “Si, de hecho, las normas formales sobre el vigor (de las leyes ordinarias) se identifican, en el estado democrático de derecho, con las reglas de la democracia formal o política, en tanto que disciplinan las formas de las decisiones que aseguran la voluntad de la mayoría, las normas sustantivas sobre la validez, vinculan bajo pena de invalidez la substancia (o el significado) de las mismas decisiones al respeto de los derechos fundamentales (que) corresponden a las reglas con las que podemos caracterizar correctamente a la democracia sustancial” (DF, pp. 19-20). Estas afirmaciones han sido el objeto de las críticas más severas, tal vez contundentes. Yo mismo, en un primer comentario, he utilizado una expresión bastante fuerte, “platonismo constitucional”, haciendo referencia al riesgo teórico de que no hubiera materia política de decisión para los órganos legislativos, sino solamente cuestiones administrativas en virtud de un mandato constitucional (cfr. DF, pp. 113-16). Más adelante señalé que, históricamente, la tendencia es la contraria: hoy parece que las constituciones son las que deben defenderse de la omnipotencia de las mayorías (cfr. DF, p. 220). Pero también hay quien ha hablado de manera más contundente de “derechos insaciables”, haciendo alusión a una especie de expropiación paternalista y, en el fondo, antidemocrática, que al entender a la constitución como un pacto eternamente válido, el constitucionalismo ejercería sobre las cambiantes mayorías políticas (cfr. A. Pintore en DF, pp. 179-200). Según esta posición sería antidemocrática la tesis que sostiene que sólo es legítimo modificar la constitución, como señala Ferrajoli, cuando se van a extender los derechos –por ejemplo transformando lo que es derecho del ciudadano en derecho de la persona– o para precisar el ámbito de aplicación de la misma, por ejemplo, para someter a normas más específicas las nuevas aportaciones de la tecnología y de las ciencias.
Bovero ha intervenido también en torno a esta tema. En realidad, según creo, Bovero es el primero y no el último en interesarse por este aspecto ya que el tema de la democracia sustancial, presente en escritos anteriores de Ferrajoli, había llamado su atención desde hace tiempo. En resumen: la critica de Bovero no impugna la definición de Ferrajoli sobre los derechos fundamentales ni las implicaciones que se desprenden de la misma, sino su incorporación al interior de la democracia. Propongo una imagen que quizá ayuda a entender el punto: Ferrajoli puede hablar de democracia sustancial porque sostiene que los derechos fundamentales se encuentran en una relación osmótica con la democracia. En cambio, Bovero, defiende a la democracia formal que no tiene vínculos constitucionales (suficientes y claros), en particular por lo que se refiere a lo que el Estado está obligado a realizar en materia de derechos sociales de los individuos. Esta posición coloca a Bovero de frente a una objeción de peso: “¿acaso tiene sentido, es oportuno, llamar “democracia” también al conjunto de reglas que establecen lo que no se puede decidir (de una forma o de otra)?; es decir ¿a los temas de frente a los cuales el cratos es nulo?, ¿aquello sobre lo que no tiene ningún poder? Ciertamente tiene sentido afirmar que el poder democrático –el cratos del demos-, en el marco de un Estado constitucional de derecho, es un poder limitado (…); pero si el contenido, la sustancia de las decisiones que adopta está completamente determinada por las normas constitucionales que establecen los derechos fundamentales, entonces, el poder democrático se encuentra anulado” (DF, p. 258). Me parece que en la réplica conclusiva y, haciendo de lado las cuestiones terminológicas, Ferrajoli concuerda–en substancia– con la observación de Bovero. Esto cuando declara que comparte “parcialmente esta crítica”. (DF., p. 321).
En conclusión, me parece que el sentido político profundo de este debate, o al menos de sus puntos más productivos, radica en ofrecer una perspectiva que permite articular mejor una lúcida intuición de Norberto Bobbio: el abrazo entre el capitalismo (o mercado) y la democracia no es necesariamente un abrazo vital. Puede también ser un abrazo mortal (cfr.: La democrazia realistica de Giovanni Sartori, “Teoría Política”, 1/1998, p. 158). El neoliberalismo del mercado que hoy impera –en la forma de un propio y verdadero pensamiento único, totalizante sino totalitario–observa con evidente desprecio tanto a los derechos fundamentales de los individuos como a la democracia, reducida ésta a la elección plebiscitaria de los jefes o del jefe que deberá encabezar la voluntad de las naciones pero sin demasiadas mediaciones institucionales. El reto que tenemos enfrente a nosotros es el de escapar de ese abrazo mortal, de la manzana envenenada de la globalización, sin renunciar a los enormes frutos que ha traído la modernidad política: el proyecto cosmopolita, la emancipación del individuo de toda forma de vínculo orgánico (sea el de una comunidad pequeña o el de una gran nación). Creo que la mejor defensa de la autonomía ideal y de la capacidad de elección moral y política del individuo radica en concebirlo, en todas partes, como titular de derechos fundamentales.
3. Otra respuesta: los derechos colectivos.
Aparentemente, la alternativa más consistente a estas tesis se funda en el intento, creo que equivocado, por escaparse de la globalización aunque sea cayendo en formas de vida y en concepciones pre-modernas. Me refiero sobre todo al debate en torno a los derechos colectivos. Por derechos colectivos no debemos entender a los derechos individuales ejercitados colectivamente, como lo son por ejemplo el derecho (o la libertad) de reunión –el derecho de huelga y de asociación– fundar o escribirse a un partido o a un sindicato (pero también a un club deportivo). Por el contrario, por derechos colectivos deben entenderse aquellos cuya titularidad se atribuye, o sería atribuible, a una comunidad o a una minoría concebida como un ente que tiene una voluntad única y se expresa de forma también unitaria. Esto independientemente de la forma en que dicha voluntad se forma (la deliberación de un consejo de ancianos, las visiones de un jefe carismático, etc.) y de qué tan numerosa o estructurada sea dicha comunidad: en todo caso la comunidad asume las características de un ‘macrosujeto’ orgánico que decide, precisamente, como si fuera un solo hombre. Aún después de aclarar esta confusión, debo decir que la noción de derechos colectivos es sumamente controvertida. Dichos derechos deberían limitarse a regular comportamientos de naturaleza ético-social o, más bien: ¿se trata de exigencias de participación política, por parte de comunidades, al interior de un cuerpo político más amplio?, ¿de reclamos de autonomía/devolution? o ¿de formas para realizar una secesión pacífica del cuerpo político?
No creo que sea constructivo discutir la versión débil de una teoría de los derechos colectivos que se limita a exigir interpretaciones favorables de los derechos de libertad para las personas que pertenecen a minorías culturales. Pienso en una teoría eventualmente limitada a los derechos que Kymlicka ha definido polyethnic rights: es decir a un conjunto de concesiones y derogaciones a favor de personas físicas que pertenecen a esta o a aquella minoría cultural. En el fondo, si la exigencia se reduce a la especificación de casos concretos o a la aplicación más laxa de normas que ya existen, sin alterar el paradigma jurídico-constitucional que se funda en la titularidad individual de los derechos fundamentales, lo que debemos vigilar es que, por este frente, no reaparezcan formas de discriminación injustificadas (por ejemplo, discriminaciones de género).
Un problema más interesante es el que se refiere al “derecho colectivo” de participación política. En principio, nada prohíbe que se constituyan partidos y movimientos fuertemente connotados de caracteres étnico-lingüísticos o locales. Siempre y cuando no se les concedan “cuotas” en los órganos institucionales de representación democrática (congreso, asambleas regionales, etc.). Si esto sucede, podría darse el caso de representantes que se representan, prácticamente, sólo a sí mismos, o a una minoría restringida (presumiblemente a una élite tradicional o económica) al interior de su minoría étnica y/o lingüística. No debemos excluir la posibilidad de que un número consistente de ciudadanos electores que pertenecen a un grupo étnico o lingüístico determinado, considere que sus intereses y convicciones se encuentran mejor representadas por otras organizaciones políticas que no son aquella, o aquellas, que reclaman la representación exclusiva de los miembros del grupo.
Admitamos que a un grupo o a una minoría de cien mil miembros electores se le otorgue por mandato de ley, esto es “por cuota”, dos diputados y que, por lo mismo, éstos dos representantes sean considerados por los observadores externos como los representantes oficiales de dicha minoría cultural. Es decir, exponentes con los que el parlamento y el gobierno central (nacional) deberán discutir y negociar todos los asuntos relacionados con dicha minoría. Si, al mismo tiempo, se permite que los ciudadanos miembros de la minoría elijan otros partidos –es decir, también partidos nacionales– puede presentarse el caso de una representación vacía, totalmente ficticia. Por ejemplo: si solamente diez mil electores votan por la lista, o las listas, que les fueron “reservadas” según el criterio de pertenencia cultural. Diez mil electores serían sobrerepresentados y noventa mil no contarían casi con representación. Viceversa: si no se permitiera a otras formaciones políticas representar a los miembros de dicha minoría, entonces los ciudadanos que la integran estaría obligados a confiar sus aspiraciones ideales y sus intereses a representantes sin poder elegir entre opciones reales. Es evidente que en ambos casos, los “procedimientos universales” que según Bobbio fundan a la democracia representativa serían violados (cfr. Teoria generale della política, Einaudi, Turín 1999, p. 381). Tendríamos un estado democrático en el que no todos los ciudadanos tienen los mismos derechos políticos.
Pero la cuestión que en verdad se encuentra a la base de los derechos colectivos, entiéndase de los derechos que encabezan a entes colectivos–cuyo titular, insisto, es concebido como un macrosujeto orgánico– es una política de amplias autonomías, incluso de independencia, que es reivindicada por pueblos que se autodefinen (tradicionalmente) sobre la base de características étnico-religiosas y/o lingüístico-culturales, es decir: con base en la sangre y en la tierra. Hay que decirlo claramente, esta reivindicación apunta hacia la reutilización del derecho colectivo por excelencia: el derecho de los pueblos a la autodeterminación externa. Entendido éste como el derecho de un pueblo a constituir un Estado. De esta forma, dicho derecho funciona como grimaldello para la constitución de nuevos Estados o para crear enclaves político-jurídicos lo más autosuficientes posibles, autárquicos, que escapan a los controles institucionales. Alguien podría replicar: ¿qué tiene de malo reconocer el carácter de Estado a un grupo que se considera a sí mismo como un pueblo? O, incluso: ¿en verdad sería una tragedia histórica, en términos geopolíticos, si debemos contar algún Estado de más, o hasta una decena de Estados nuevos? ¿No resulta banal hacer de este tema una cuestión de números?
Retomo una reflexión de Luigi Ferrajoli: “el derecho de los pueblos a la autodeterminación externa no significa un derecho a constituirse en un Estado, ni mucho menos un derecho a la secesión. Es más: un “derecho a constituir un Estado” es inconcebible ya que es autodestructivo. Al interior de la minoría que lleva a cabo la secesión siempre habrá otra minoría que querrá llevar a cabo otra secesión en contra de la minoría que se ha transformado en mayoría. (…) Lo que hace imposible que el derecho a constituir un Estado sea un “derecho fundamental” es su no universalidad, es decir, la imposibilidad de que dicho derecho sea reconocido igualmente a todos los pueblos contradice la noción teórica de derechos fundamentales. Todo esto admitiendo que sepamos que es un “pueblo” o una “minoría” (…). De hecho, es imposible generalizar este derecho a todos los pueblos: el mismo criterio que utilizamos para identificar a un pueblo será aplicable a minorías que conviven en el mismo territorio con éste y que no podrán gozar del mismo derecho sin contradecir el derecho reivindicado por el pueblo mayoritario” (¿Cuáles son los derechos fundamentales? En Derechos humanos y derechos de las minorías, compilado por E. Viitale, Rosenberg & Séller, Turín 2000, p.112, las cursivas son mías). Quisiera subrayar con insistencia, como lo hace el propio Ferrajoli, la inconsistencia lógica de la noción de derechos colectivos en su acepción más fuerte.
En todo caso, si se admiten los derechos colectivos, dichos derechos por su propia naturaleza, por el solo hecho de ser “derechos” de un grupo orgánico, no pueden dejar de ser “fundamentales”. Pero lo son en el sentido contrario al que propone Ferrajoli. Esto es: en el sentido de que dichos derechos tienen prioridad sobre los derechos individuales de los integrantes del grupo, de los miembros en su calidad de personas. Así las cosas, los derechos colectivos sólo pueden ser considerados, haciendo un uso conscientemente genérico del término kelseniano Grundnorm, como “norma fundamental”. Misma que tiene como justificación última la exigencia del grupo a ser protegido ante las amenazas de disolución y de disgregación. Sobre esta exigencia se funda la licitud de restringir, suspender o abrogar las libertades que Bobbio ha denominado las cuatro grandes libertades de los modernos (personal, de opinión, de reunión y de asociación). Es decir, las libertades que no sólo la teoría de Ferrajoli, que es mucho más exigente, sino todo el constitucionalismo que siguió a la Declaración de 1789 reconoce como derechos fundamentales, inalienables, imprescriptibles e indisponibles de la persona.
Las reivindicaciones diferenciadoras y multiculturalistas expresan malestar e inconformidad profunda y constituyen el objeto de un desafío que será enfrentado, en la práctica, a los diferentes niveles de las instituciones, desde el nivel local hasta el estatal e, incluso, en el internacional. Sería equivocado rasgarse las vestiduras por los eventuales acomodos que resulten de la negociación, por los éxitos diplomáticos si son capaces de evitar al menos parcialmente otras limpiezas éticas, el perpetuarse cotidiano de la violencia y la barbarie en muchas partes de la tierra. Pero siempre teniendo claro, en el plano de la filosofía política y jurídica, que entre “derechos colectivos” y “derechos individuales” existe una oposición lógica. Tertium non datur.
Notas
* Traducción del italiano por Pedro Salazar
** Los tres primeros textos que se reúnen bajo este título fueron presentados en el XI Seminario Eduardo García Máynez sobre teoría y filosofía del derecho organizado por el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM), la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), la Escuela Libre de Derecho (ELD) y la Universidad Iberoamericna (UIA). El evento se llevó a cabo en la Ciudad de México del 4 al 6 de septiembre de 2001.