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La filosofia de los derechos humanos*

Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 15, 2001

Instituto Tecnológico Autónomo de México

Horacio Spector

Universidad Torcuato Di Tella, Buenos Aires, Argentina

Vivimos en una época de numerosas e intensas preocupaciones morales, y entre ellas sobresalen las concernientes a los derechos humanos. Esto no siempre fue así. Durante la mayor parte de la historia de la humanidad, tanto en las organizaciones sociales más primitivas como en las civilizaciones más esplendorosas, las que hoy consideramos violaciones a los derechos humanos eran hechos corrientes. La conciencia universal por los derechos de las personas despierta, crece y se consolida en unos cuatrocientos años, un período breve desde la perspectiva de la especie. Las atroces violaciones a los derechos cometidas en este siglo, defendidas con ideologías diversas, impulsaron dos movimientos internacionales de protección de los derechos de las personas. En primer lugar, el movimiento de protección de los derechos de las minorías, plasmado en los Tratados de Versalles de 1918-19 y administrado por la Sociedad de las Naciones. La utilización retórica de los derechos de las minorías por el nazismo a fin de anexar o conquistar territorios con población étnicamente germana dejó claras los peligros que encierra una concepción colectivista de los derechos (Azcárate 1945). En segundo lugar, el genocidio, las torturas y otros actos de barbarie cometidos por el régimen nazi dieron lugar, una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial, al movimiento de los derechos humanos, que representa un masivo esfuerzo de reconocimiento y protección de principios éticos fundamentales por medio de un régimen jurídico internacional. La expresión “derechos humanos” aparece por primera vez en el derecho internacional en el artículo 68 de la Carta de las Naciones Unidas, que faculta al Consejo Económico y Social a establecer “comisiones de orden económico y social y para la promoción de los derechos humanos”. Esta cláusula dio lugar a la creación de la Comisión de Derechos Humanos. El documento fundador del movimiento es la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, cuyo artículo 1 establece: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros.”

El movimiento por los derechos humanos que surge a escala internacional luego de la Segunda Guerra Mundial es una respuesta al horror del Holocausto, el autoritarismo político y la discriminación racial y étnica (Rorty 1993, 117) (Little 1993). Así como la libertad de culto y el principio de tolerancia emergieron de las guerras de religión europeas y sus trágicas consecuencias, el movimiento por los derechos humanos es un resultado del exterminio de millones de seres humanos perpetrado entre los años 1939 y 1945. La clásica filosofía de los derechos naturales que, como enseguida veremos, se desarrolló a lo largo de siglos de pensamiento jurídico y político, estaba ahí, a mano, como hecha a medida para contrarrestar “el moderno potencial de patología política”, para usar una feliz expresión de Little. Tan solo fue necesario sustituir la palabra “naturales” por “humanos” para despojar al concepto de sus connotaciones metafísicas y facilitar su aceptación por regímenes políticos de diversas inspiraciones filosóficas.

Este ensayo tiene por objeto introducir al lector a un problema filosófico fundamental: ¿qué son los derechos humanos?, ¿qué función cumplen en nuestra deliberación moral y política?, ¿qué fundamentos tienen? El estudio de los derechos humanos en las facultades de derecho y en los departamentos de ciencia política con frecuencia pasa por alto este problema, que evidentemente no puede ser resuelto por la mera lectura o análisis de los textos constitucionales o los tratados internacionales que enumeran derechos humanos, ni de los fallos de los tribunales nacionales o internacionales que interpretan y aplican aquellas normas. Por otro lado, el examen del problema filosófico puede prestar amplias contribuciones institucionales. Al comprender más claramente qué sentido tienen los derechos humanos en nuestro pensamiento moral y político, estaremos mejor pertrechados para tomar decisiones relativas al alcance de estos derechos, particularmente cuando se hallan en conflicto entre sí o con otras consideraciones éticas y políticas, como el bien social o el principio de mayoría en la toma de decisiones políticas.

I. Origen de la noción de derechos humanos

La perplejidad inicial frente al concepto de derechos humanos es que resulta difícil entender qué aportación hace a las instituciones que guían la conducta humana, como la moral y el derecho. La historia del concepto puede darnos alguna pista. En el derecho romano no existía la noción moderna de derecho subjetivo. Sin embargo, los romanos empleaban la noción de ius para denotar la posición jurídica del titular de ciertas servidumbres prediales creadas por acuerdos privados (Tuck 1979, 8-9) y trazaban una distinción entre las acciones in rem e in personam que, aunque procesal, se relacionaba con la posición jurídica sustantiva del titular de la acción (McNair 1936, 66-67). El dominium era considerado como el control absoluto de un predio, esclavos o dinero. Durante el Imperio tardío las nociones de ius y de dominium se acercan hasta parecerse a la moderna noción de ius in rem (Tuck 1979, 10-11). Tampoco se encuentra la moderna noción de derecho subjetivo en el derecho natural clásico, originado en el pensamiento estoico y desarrollado por Cicerón (Cicerón 1992).

Recién en el siglo XII apareció la primer teoría moderna de los derechos, basada en la noción de derechos “pasivos” o pretensiones (derechos contra alguien), en la escuela de Boloña. Esta teoría distinguía, por primera vez en la historia, entre derechos in re (derechos en la cosa, como el usufructo y el dominio) y derechos pro re o ad rem (derechos a la cosa). Posteriormente, en la segunda y tercera décadas del siglo XIII Accursio ideó la distinción entre dominium utile (el que posee el usufructuario) y dominium directum (el que posee el señor superior), extendiendo la noción de dominio e iniciando así un proceso de redefinición de los derechos en términos de derechos “activos” (derechos a hacer algo), que culminó con Bartolo de Sassoferrato (Tuck 1979, 15-17).

La reconceptualización jurídica del concepto de dominio deriva de su utilización en la discusión que franciscanos y dominicanos tuvieron sobre la legitimidad de la propiedad privada. La discusión eclesiástica, planteada en torno a la cuestión de si el hombre tiene un dominio natural sobre sus posesiones, fue zanjada en 1329 por la bula Quia vir reprobus de Juan XXII. La tesis de que el primer análisis sistemático de los derechos subjetivos se halla en la crítica que Guillermo de Ockham realiza a la posición de Juan XXII, en la que se asocia la noción de derecho a la de potestas (Villey 1975), es rebatida por Tuck, quien señala que la noción activa de derecho subjetivo ya había sido desarrollada por los glosadores posacursianos. La crítica de Ockham, tal como es presentada por Tuck, se dirige a la idea de que puede haber un dominio natural, desligado del funcionamiento de las instituciones judiciales (Tuck 1979, 22-23). La teoría de los derechos naturales como derechos activos adquirió forma definitiva en la obra de Jean Gerson, quien formuló por primera vez la distinción entre ius y lex y concibió a los derechos de todos los hombres como facultades o poderes derivados de la voluntad de Dios (Tuck 1979, 25-27).

Durante el renacimiento, la teoría de los derechos naturales experimentó una nueva vuelta de tuerca que la haría un instrumento adecuado para el pensamiento contractualista del siglo XVII. François Connan, discípulo del gran abogado renacentista Alciato, sugirió que el ius naturale había regido cuando el hombre estaba solo en el mundo y que el ius Gentium apareció cuando los hombres comenzaron a interactuar (Tuck 1979, 37).Los humanistas asignaban a los derechos naturales una validez acotada alas condiciones del estado de naturaleza. Contemporáneamente, en España el dominicano Francisco de Vitoria criticaba la legitimidad moral de la esclavitud reavivando la idea tomista de lex. Francisco Suárez, seguidor del portugués Luis de Molina, defendía en De Legibus ac Deo Legislatore (1612) el dominio natural del hombre sobre su libertad, proveyendo una clara definición de ius como facultad moral.

El concepto de derecho natural reapareció en las obras contractualistas de Hugo Grocio –utilizada para justificar las políticas marítimas de Holanda–,Thomas Hobbes –destinada a justificar la monarquía absoluta inglesa–y John Selden –quien justificó la posición inglesa sobre el dominio de los mares–. Luego de una larga historia al servicio de la justificación de la legitimidad de instituciones cuestionadas –como la propiedad privada, la esclavitud y el dominio de los mares–, el concepto de derechos naturales encontró una función revolucionaria en la teoría liberal de John Locke, dirigida a justificar la revolución de 1688 (Páramo 1996). En la teoría liberal del contrato social las personas, al pasar a la sociedad civil, no renuncian a los derechos que tenían en el estado de naturaleza, sino que asignan al Estado facultades para la protección de esos derechos. En esta nueva función, la teoría de los derechos naturales sirvió para criticar el orden social existente y su tono fue revolucionario (MacDonald 1985). La doctrina fue expresada con un tono similar en la Declaración de la Independencia de los Estados Unidos, en la Declaración de Derechos de la Constitución norteamericana y en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano en Francia.

No obstante su exitosa contribución conceptual a la retórica de las revoluciones liberales, desde fines del siglo XVIII los derechos naturales empezaron a ser objeto de fuertes críticas por conservadores como Edmund Burke y David Hume y por reformistas como Bentham (Weston1996) (Peces-Barba 1999, 70-74). Burke rechazaba la idea metafísica de derechos naturales, aunque admitía que hay “verdaderos derechos” consistentes en los beneficios prácticos de una sociedad ordenada, como el derecho a la justicia y la seguridad en la propiedad (Burke 1993, 60–62)(Kirk 1995, 54-5) (Freeden 1991, 16). A esta posición replicó Paine ensu célebre defensa de la Revolución Francesa (Paine 1994). En la misma época una corriente de juristas sostenía que el common-law establece derechos naturales que no pueden ser violados por el Parlamento; movido por un afán reformador, Bentham reaccionó contra esta tendencia (Benn y Peters 1984, 106). En Falacias Anarquistas identifica los derechos con los derechos legales, y considera a “derecho (subjetivo)” y “ley” como términos correlativos, al igual que “hijo” y “padre”: “Un derecho natural–afirma– es un hijo que nunca tuvo un padre” (Bentham 1987, 73). Por consiguiente, los derechos naturales no pueden tener existencia; son “sin sentidos sobre zancos” (Bentham 1987, 53). A principios del siglo XX, en pleno apogeo del positivismo, la declinación de los derechos naturales se agudizó, y para la Primera Guerra Mundial difícilmente había teóricos que defendiesen los derechos del hombre sobre la base de la ley natural(Weston 1996).

Luego de la Segunda Guerra Mundial, la doctrina de los derechos naturales, remozados como derechos humanos, era el único instrumento normativo disponible para criticar un orden jurídico groseramente inmoral según criterios internacionales y juzgar a sus autoridades por actos legalmente admitidos 1 . El principio nullum crimen sine lege (que sostiene que no hay delito sin una definición contenida en una ley previa), asociado ala idea de debido proceso, puede tener efectos contraproducentes cuando se trata de castigar la violación de derechos humanos (Radbruch 1962).

La doctrina de los derechos humanos permite neutralizar estos efectos luego de la caída del régimen, y cumplen este papel porque “[s] ean cual es fueran los derechos otorgados a una persona como ciudadano de este o aquel Estado, sus derechos naturales van con él adonde vaya; se dice que son ‘inalienables’, ‘imprescriptibles’, ‘inderogables’” (Benn y Peters1984, 108).

El pasaje de los derechos naturales a los derechos humanos tiene un significado cuádruple: (1) desconecta la idea de derechos humanos de sus viejas implicancias ontológicas y metaéticas, acentuando el proceso de secularización que ya estaba implícito en el cambio desde el concepto de ley natural al de derechos naturales (Kamenka 1996) (Spector 1995b, 193)(Pogge 1995); (2) en lugar de actuar como principio de legitimidad de un estado nacional particular, los derechos humanos constituyen un esfuerzo por alcanzar estándares compartidos en una comunidad internacional (Sidorsky 1996); (3) todos los seres humanos son titulares de los derechos humanos (Sidorsky 1996) (Pogge 1995) (Laporta 1987b, 32-36); (4) los derechos humanos son violados por el gobierno y sus organismos de seguridad y defensa, por un movimiento guerrillero y por una gran empresa, pero no por un criminal o un marido violento (Pogge 1995).

En síntesis, los derechos naturales aparecen como noción jurídica con la Escuela de Boloña y son prestados al lenguaje filosófico político en cinco debates ocurridos en un largo período histórico: la discusión de la pobreza entre franciscanos y dominicanos, la discusión de la esclavitud, la discusión sobre el dominio de los mares y los nuevos territorios, la discusión sobre la legitimidad de la monarquía absoluta y la discusión sobre los límites de la monarquía y las potestades del Parlamento. Tras un corto tiempo de descrédito a fines del siglo XIX y primeras décadas del presente, los derechos naturales, ahora en la forma de derechos humanos, retornan al pensamiento jurídico para justificar decisiones judiciales no avaladas por las normas del derecho positivo.

Paralelamente, la filosofía moral teoriza sobre la noción de derechos. Estas investigaciones teóricas tienden a concebir a los derechos como restricciones éticas: (1) orientadas individualmente (Dworkin 1978) (Gewirth 1984a, 2); (2) derivadas de la autonomía individual (Richards1981) (Spector 1992), (3) absolutas o preeminentes con respecto a otras consideraciones morales (Gewirth 1985) (Laporta 1987b, 41); (4) irrestrictas: su aceptación no depende de una particular época, cultura, religión, tradición moral o filosofía (Pogge 1995); (5) ampliamente aceptables: pueden ser entendidas y apreciadas por personas de diferentes épocas y culturas, así como por adherentes a diferentes religiones, tradiciones morales y filosofías (Pogge 1995); (6) inalienables (Meyers 1985)(Laporta 1987b, 42-44), y (7) sistemáticas: deben generar una estructura jurídica bien articulada (un Rechtsstaat) imponible por igual a todos los miembros de la sociedad (Waldron 2000)

II. Derechos y deberes

El vocabulario normativo básico está compuesto por tres predicados o modalidades deónticas (que pueden ser entendidas moral o jurídicamente):obligatorio, prohibido y permitido. Ha corrido mucha tinta acerca del significado de estas modalidades, sus relaciones recíprocas y cómo se comportan cuando las proposiciones en las que aparecen son combinadas para dar lugar a proposiciones disyuntivas, conjuntivas o condicionales (Peczenik y Spector 1987). Viendo a la moral como un sistema que guíala conducta humana, podría parecer que el vocabulario normativo básico es suficiente, con lo cual el concepto de derechos humanos deviene superfluo. Sin embargo, a diferencia de la moral, el derecho está compuesto por instituciones que generan y aplican el material normativo. El diseño de las instituciones jurídicas requiere que el vocabulario normativo básico sea complementado con otras nociones relativas a las competencias o facultades que tienen los órganos políticos y judiciales (Ross 1963, 50–51) (Hart 1977, 118–120). De todos modos, funcionalmente hablando, el concepto de derechos humanos no aparece aún en escena.

El análisis Bentham-Hohfeld de los derechos subjetivos subraya que la palabra “derechos” se tiende a utilizar para denotar ideas diferentes. La teoría de Bentham sobre los derechos legales despliega muy tempranamente distinciones que luego analizará la filosofía jurídica y la lógica normativa europeas (Bentham 1945, 57-87) (Kanger 1971) (Lindahl 1977,3-75).

En un célebre ensayo Hart presenta la teoría de Bentham en términos de la diferencia entre derechos-libertad y derechos correlativos a obligaciones (Hart 1979b). Los derechos-libertad implican la ausencia de obligación de realizar cierta conducta. El derecho-libertad de Pedro de realizar cierta acción, por ejemplo, mirar el jardín de José, no entraña una obligación o deber de José (o de terceros) de no impedir o facilitar dicha acción. José podría levantar un muro que obstaculice la visión de Pedro y, al hacerlo, no transgredir los derechos de Pedro. Bentham concibe al derecho libertad como una modalidad normativa bilateral. Esto significa que si Pedro tiene el derecho-libertad de mirar el jardín del vecino: (1) Pedro no tiene el deber de abstenerse de mirar el jardín, y (2) Pedro no tiene el deber de mirar el jardín (Hart 1979b, 129-130). Generalmente se piensa que los derechos-libertad no implican la obligación de terceros de no impedir o de facilitar su ejercicio. Pero Hart señala que normalmente hay obligaciones, civiles o penales, que hasta cierto punto protegen el ejercicio de los derechos-libertad. Así, recuerda la distinción de Bentham entre derechos libertad “desnudos” (que carecen de un perímetro protector de obligaciones generales) y derechos “protegidos”, que sí gozan de tal perímetro de protección (Hart 1979b, 133). Hart sostiene que no tiene ninguna utilidad tratar a las libertades que carecen de un perímetro de protección como derechos (Hart 1979b, 134).

De acuerdo con Bentham, los derechos correlativos a obligaciones pueden tener por objeto un “servicio” o conducta negativa o positiva. Con dos excepciones, todas las obligaciones tienen derechos correlacionados. Las excepciones son las obligaciones auto–referentes, que generalmente tienen un propósito paternalista (por ejemplo, la obligación de usar cinturón de seguridad), y las obligaciones puras o simbólicas, que no afectan la utilidad de nadie (por ejemplo, la obligación de ponerse de pie cuando se entona el himno nacional) (Hart 1979b, 130).

Bentham distingue dos tipos de potestades. Las primeras son en realidad permisos, que la gente en general no tiene, de interferir físicamente con una persona (por ejemplo, la potestad de un policía de apresar a un fugitivo). Las segundas, más importantes, son poderes legales mediante cuyo ejercicio alguien puede cambiar la posición jurídica suya o de otras personas. Estas potestades “legales” no provienen de normas permisivas sino de normas que reconocen ciertos actos como formas válidas de introducir modificaciones jurídicas (Hart 1979b, 131-132).

Hohfeld agrega a las tres nociones de Bentham la de inmunidad (Hohfeld 1995, 47) 2 . Una persona P tiene inmunidad dentro de cierto ámbito con respecto a otra Q cuando Q carece de potestad para modificarla posición jurídica de P dentro de ese ámbito. Otra diferencia entre el análisis de Bentham y el de Hohfeld es que, en contraposición al concepto de “libertad” o “privilegio” de Bentham, el de Hohfeld es unilateral: alguien tiene el privilegio de entrar en un inmueble, por ejemplo, si no tiene el deber de permanecer fuera del mismo, aun cuando al mismo tiempo tenga el deber de entrar (Hohfeld 1995, 50-51).

El análisis Bentham-Hohfeld fue formulado para analizar los derechos subjetivos jurídicos. Aunque la distinción entre derechos-pretensión y privilegios(o libertades) se utiliza habitualmente en la filosofía moral y política, sólo Wellman ensaya una “traducción” completa de las categorías hohfeldianas a términos éticos; en lugar de concebir a un derecho moral como una sola entidad, Wellman cree que los derechos morales son(análogamente a los derechos jurídicos) sistemas o haces de libertades, pretensiones, potestades e inmunidades de índole ética (Wellman 1997,80-81). Mi impresión es que no es necesario introducir las nociones de potestad e inmunidad ética para dar cuenta de la forma en que hablamos de los derechos morales. Los filósofos del derecho tienden a reservar las categorías hohfeldianas para analizar los derechos jurídicos (Nino 1992a;Nino 1992b) o admiten que los conceptos hohfeldianos pueden figurar en los sistemas éticos pero analizan el concepto de derecho ético de forma no hohfeldiana (Laporta 1987b).

Valiéndonos del esquema de conceptos hohfeldianos, podemos plantear dos preguntas referentes a la relación entre derechos y deberes. Primero, ¿existe una correlatividad conceptual entre los derechos y los deberes? Segundo, ¿todo derecho (moral o jurídico) a hacer algo implica un privilegio o libertad para hacerlo (es decir, la ausencia de un deber moral de no hacerlo)?

La doctrina de la correlación entre derechos y deberes parece razonable cuando es aplicada a los derechos-pretensión. Esta doctrina sostiene que el derecho de una persona P equivale conceptualmente al deber de otra persona, Q, en relación con P. Por ejemplo, el derecho de Alberto a que Bernardo le pague 100 pesos equivale al deber de Bernardo de pagara Alberto 100 pesos; el derecho y el deber son algo así como el anverso y el reverso de la misma moneda (Kelsen 1949, 76-78) (Benn y Peters 1984,100) (Waldron 2000). Esta doctrina ha sido objeto de varias objeciones.

La primera, formulada por Lyons, es que la evaluación de la doctrina de la correlatividad no es neutral frente a si el derecho analizado es un derecho “activo” (un derecho a hacer algo) o, en cambio, un derecho “pasivo”(derecho contra alguien). En los derechos “pasivos” la doctrina se aplica correctamente. Sin embargo, los derechos “activos”, como el derecho a la libre expresión, no parecen ser susceptibles de análisis en términos de un perímetro de libre elección protegido por prohibiciones. Estos derechos son más bien inmunidades que niegan la potestad del gobierno para dictar normas legales que restrinjan ciertas libertades (como la libertad de expresión). La afirmación de que son derechos correlativos con deberes parte del supuesto de que las prohibiciones de interferir con, por ejemplo, la arenga política que hace un ciudadano derivan de su derecho a la no interferencia; esto es un error –sostiene Lyons–, porque igualmente tendríamos la obligación de no interferir si el ciudadano no tuviera derecho a realizar la arenga (por ejemplo, porque es calumniosa) (Lyons 1970). Otros autores analizan las libertades (o “permisos”) contenidas en textos constitucionales como “derogaciones” anticipadas de normas restrictivas que pudieran ser dictadas por la legislatura (Alchourrón y Bulygin 1991, 235-237). 3

En segundo lugar, se objeta que los derechos no tienen una correlación de uno a uno con los deberes, sino que cada derecho está asociado con un haz abierto de deberes. Raz llama “carácter dinámico” a la capacidad de los derechos de generar nuevos deberes (Raz 1986). Waldron adopta la misma postura. Puesto que hay muchas formas de servir a un interés –afirma–,es dable esperar que el mismo justifique una diversidad de deberes(Waldron 1993, 212-213). Estos deberes pueden tener mayor o menor precedencia, según que guarden una relación “interna” o esencial con el derecho en cuestión. Por ejemplo, el derecho a la libre expresión (en la filosofía de Mill) tiene el sentido de desafiar las creencias recibidas y evitarla complacencia moral; puesto que este derecho no podría cumplir su función si el deber de no censurar cediese frente al deber de evitar el malestar derivado del rechazo de las creencias recibidas, Waldron concluye que el deber de no censurar predomina “internamente”, en caso de conflicto, con el deber de evitar el malestar. Sin embargo, puede ocurrir que algún otro deber asociado con el derecho a la libre expresión (por ejemplo, el deber de castigar a quienes impidieron una expresión libre)no posea tal predominio (Waldron 1993, 220-224 ).

En tercer lugar, se criyica la doctrina de la correlatividad aseverando que estar sujeto a un deber en relación con P no es una condición suficiente (y probablemente tampoco una condición necesaria) de que P tenga un derecho. Así, del hecho de que tengamos deberes morales para con los animales no se sigue que los animales tengan derechos morales (McCloskey1965, 121) (Hart 1979a, 17). Muguerza lo dice con claridad: “Un animal puede ser, si los hombres le otorgan esa condición, sujeto de derechos en el sentido legal de la expresión pero ello no significa que tenga derechos morales” (Muguerza 1998a, 24-26). Aun concediendo que los animales pueden tener algunos derechos, de ahí no se sigue que todo deber para con los animales implique un derecho correlativo (Feinberg 1980, 185-206).

La segunda pregunta es si todo derecho moral implica un privilegio o libertad o, en otras palabras, si hay un derecho moral a hacer algo (moralmente)incorrecto. Algunos autores sostienen que no hay conexión lógica–sino, en todo caso, legal o moral– entre los derechos de P y los deberes de P (Benn y Peters 1984, 100-101) (Waldron 1993, 72-76). Esto significa que no necesariamente es moralmente correcta –no contraria a un deber moral– toda acción que una persona tiene derecho a hacer. Por ejemplo, un estanciero puede tener derecho a impedir que los propietarios de tierras ubicadas río abajo utilicen agua para regar sus campos en época de sequía, pero seguramente ése es un comportamiento inmoral 4 .

Los derechos liberales se agrupan bajo derechos más generales que protegen un compás de elección; el derecho a hacer X cae por regla general bajo un derecho más general a realizar haces de acciones (por ejemplo, X, Y o Z). A su vez esta protección se justifica en la importancia que la elección en el rango en cuestión tiene para la vida de la persona. La moral de los deberes tiene la función de guiar elecciones y la moral de los derechos, la de proteger la elección (Waldron 1993, 77-85).

III. Teorías sobre el concepto de derecho

Hay varias teorías sobre el concepto de derecho: la teoría del beneficio o interés, la teoría de la elección, la teoría de las pretensiones válidas, la teoría de los títulos (incluyendo aquí la teoría de la jurisdicción de Mack).

Teoría del beneficio o interés

La teoría del beneficio o del interés, que tiene como máximos exponentes a Bentham en el mundo de habla inglesa y a Ihering en el mundo germánico, básicamente afirma que los derechos son conferidos por obligaciones beneficiosas para quien es titular del derecho en cuestión. Como se ve, esta teoría apoya la doctrina de la correlatividad en una forma matizada: la correlatividad queda restringida a las obligaciones que aseguran una ventaja para el titular del derecho.

Es importante destacar que para esta teoría las obligaciones confieren derechos siempre que las reglas que las imponen estén justificadas de acuerdo con el criterio utilitarista (Lyons 1979). El lenguaje de los derechos tendría entonces la función de enfocar a las personas que disfrutan de los beneficios de una determinada regla. Más directamente, Mack interpreta la teoría del beneficio como una teoría utilitarista. Afirma que el hecho de que P tiene un derecho a X en relación con Q es equivalente al hecho de que Q tiene un deber utilitario de sostener X (donde “deber utilitario” significa el deber de maximizar el bien general). Ello implica que P tiene un derecho a X si y sólo si X es un componente del bien general. Así analizados, los derechos cesan de cumplir su rol distintivo en el razonamiento práctico y pasan a ser epifenómenos del principio de utilidad; más aún, la teoría del beneficio no logra explicar la idea de que Pestá en una posición especial con respecto a Q ni la idea de que X le es debido a P (Mack 2000).

Hart rechaza la idea de que un derecho sea un reflejo de un deber. Propone el siguiente ejemplo: Q le promete a P, en compensación por algún favor que ha recibido, que cuidará a la madre anciana de P en su ausencia. Es P –a quien la promesa le fue hecha– y no la madre de P quien tiene el derecho surgido de esta transacción (Hart 1979a, 18). Es a P a quien la conducta le es debida y es P quien tiene la pretensión moral contra Q y quien, por tanto, puede renunciar a esta pretensión y liberar a Q de la obligación. “En otras palabras, P está moralmente en una posición tal que puede determinar por su elección cómo Q actuará y de esta forma limitarla libertad de elección de Q” (Hart 1979a, 18) 5 .

Bentham piensa que todas las obligaciones penales –excepto las obligaciones auto-referentes y las simbólicas– están correlacionadas con un derecho. Los delitos violan derechos –arguye– tanto si perjudican a individuos especificados (por ejemplo, el homicidio) como si dañan a individuos no especificados (por ejemplo, el delito de evasión de impuestos). Hart objeta el análisis benthamiano del derecho penal. Admite el lenguaje de los derechos para describir los delitos, pero lo restringe a los casos en los que un delito acarrea un perjuicio particular para un individuo específico y distinguido de otras personas (Hart 1979b, 137-138).

La crítica de Hart a la teoría del beneficio, y la idea de que con esta teoría el lenguaje de los derechos parece superfluo, ha llevado a algunos autores a proponer dos versiones más sofisticadas de la misma teoría. La primera versión, denominada “calificada”, afirma que debe interpretarse más estrechamente el concepto de beneficiario: es la persona a quien se quiere beneficiar con la imposición de la obligación (Lyons 1979, 63). Lyons piensa que su teoría puede explicar el uso del lenguaje de los derechos para denotar la posición de las potenciales víctimas de prohibiciones penales–que, como veremos más adelante, no encaja estrictamente en la teoría de la elección–. Los deberes pueden producir beneficios en dos formas diferentes. Primero, la imposición del deber puede dirigirse a proteger o promover el interés de una persona o clase de personas. En estos casos, aun cuando la persona en cuestión no tiene un derecho contra alguien en particular, podemos decir que tiene un derecho porque su perjuicio es relevante para afirmar que el deber ha sido violado. Segundo, la imposición del deber puede ser beneficiosa para la sociedad en general(como el deber de pagar el impuesto a las rentas); en tales situaciones, no decimos que el incumplimiento del deber viola un derecho, ya que no se puede rastrear una conexión entre el cumplimiento o el incumplimiento del deber, por un lado, y el beneficio o pérdida de alguien en particular, por el otro (Lyons 1979, 67-8).

La teoría del beneficiario calificado trata de proveer una explicación homogénea de los que Hart denomina uso estricto y uso amplio del lenguaje de los derechos. Hart piensa que lo que explica ambos usos es que los deberes en juego comportan un tratamiento individualizado de los titulares de los derechos pertinentes, pero Lyons objeta que la obligación de un verdugo de ejecutar a un criminal implica un tratamiento individualizado del criminal, pero sin embargo no puede afirmarse que éste tenga un derecho a ser ejecutado. Lyons asevera que la intención de beneficiara alguien es una condición (1) suficiente y (2) necesaria de afirmar que esa persona tiene un derecho. Primero, en el ejemplo de la promesa de Hart,el deber resultante tiene por objetivo beneficiar a la madre y, por consiguiente–en contra de lo que dice Hart–, ésta tiene un derecho, lo cual implica que podría reclamar el cumplimiento del deber o liberar al promitente del mismo. Segundo, en ausencia de un beneficio para el hijo(por ejemplo, si le es indiferente la suerte de su madre y tan sólo extrae la promesa por malicia), podría afirmarse que él no tiene derecho al cumplimiento de la promesa (Lyons 1979, 69-75).

La segunda versión de la teoría, a veces llamada del interés justificante, fue defendida, con diversidad de matices, por (MacCormick 1976;MacCormick 1977), (Okin 1981), (Raz 1986), (Nino 1984; Nino 1989),(Laporta 1987b), (Freeden 1991) y (Spector 1992). La formulación de MacCormick es esclarecedora: “Adscribir a todos los miembros de una clase P un derecho [moral] al tratamiento A es presuponer que A es, en las circunstancias normales, un bien para cualquier miembro de P, y que A es un bien de tal importancia que sería incorrecto negarlo o retirarlo de cualquier miembro de P” 6 (MacCormick 1976, 311). Análogamente, Raz define a los derechos de la siguiente forma: P tiene un derecho si y sólo si P tiene derechos y, siendo iguales las otras cosas, un aspecto del bienestar de P (su interés) es una razón suficiente para que otra persona esté sujeta a un deber (Raz 1984; Raz 1986, 166). Raz sostiene, bien explícitamente, que un interés puede fundamentar un derecho si y sólo si existe un argumento sólido que tiene como conclusión que un deber existe y entre sus premisas (no-redundantes) figura un enunciado que asevera un interés del titular del derecho (Raz 1986, 181).

Laporta sostiene que las pretensiones, potestades e inmunidades las concede el sistema normativo (sea jurídico o moral) en base a los derechos, concebidos como títulos o razones justificantes de normas. El derecho es un tipo de razón justificante cuya existencia proviene de la adscripción apersonas individuales de un interés o beneficio que se considera digno de protección (a través de distintas técnicas, como la concesión de pretensiones o poderes) (Laporta 1987b, 27-31). Tales razones justificantes son intra-sistemáticas: el sistema normativo incluye, además de normas, juicios de valor que tienen relaciones argumentativas con las normas (Laporta1987a, 72).

Un primer problema de la teoría del interés justificante es señalado por Mack (Mack 2000). Esta teoría explica por qué si P tiene un derecho a X, P está en una posición especial con respecto a su derecho; la explicaciónes que es un interés de P lo que justifica el deber moral de Q de sostener X. Según la presentación de Mack, el interés que justifica un derecho (en la teoría del interés justificante) debe tener valor último (intrínseco). Así, para evitar la permisibilidad moral de compensaciones, la teoría del interés debería postular también que los intereses de las diferentes personas son inconmensurables. Sin embargo –arguye Mack– la única versión admisible de tal inconmensurabilidad es la aserción de que los intereses de las personas son sólo valiosos para ellas (“valiosos con respecto al agente”),y esta tesis es fatal para la teoría del interés justificante. En efecto, si el interés A de P sólo tiene valor para P, no puede justificar el deber de Q de promover A. Mediante este argumento Mack trata de mostrar que la teoría del interés justificante es incoherente. “El problema de la teoría del interés justificante es que está atrapada entre la Escila de la teoría del beneficio, utilitarista y neutral con respecto al agente, y la Caribdis del análisis basado en el fin individualizado, esto es, el valor relativo al agente”.

Además, Mack cree que un análisis de los derechos debería brindar una defensa del anti-paternalismo principista, como cosa distinta del antipaternalismo pragmático o epistémico. Sin embargo, el teórico del interés sostiene que la base del derecho de P es un interés de P, esto es, un aspecto del bienestar de P. Según esta explicación, entonces, no parece haber razón por la cual no se debería restringir el derecho de P a X si se sabe a ciencia cierta que al hacerlo está promoviendo su bienestar más eficazmente.

Otro problema de la teoría del interés es que no logra explicar cómo la importancia que otorgamos a ciertos derechos es mayor que la que asignamos a los intereses que constituyen el objeto de tales derechos (Raz 1986, 187; Raz 1994, 30). Una posible explicación es que el interés subyacente es un interés en tener cierta libertad (Raz 1994, 32) (Feinberg 1980, 30-44). Pero Raz encuentra insuficiente esta explicación (Raz 1994, 33-34). Para terminar de cerrar la brecha entre el valor que tiene un derecho para su titular y el valor que le damos en la cultura liberal, Raz apela a una conexión entre tales derechos y el bien común (Raz 1986, 251-254; Raz 1994, 37-40) (Spector 1987). Raz defiende, así, una concepción no individualista de los derechos liberales 7 . La importancia que el liberalismo otorga a derechos como la libertad de expresión, de reunión y de asociación, la libertad de prensa y de culto, el derecho a la privacidad y el derecho contra la discriminación, deriva de la circunstancia de que su protección constituye un servicio a la promoción y protección de una cierta cultura pública. Así, Raz señala que la libertad de culto es en la práctica el derecho de las comunidades a perseguir su estilo de vida así como el derecho de los individuos de pertenecer a comunidades respetadas. Algo semejante sucede con el derecho de objeción de conciencia, que sirve para proteger a miembros de ciertas comunidades religiosas así como a las comunidades mismas. La libertad de contratar no sólo tiene un ámbito de aplicación limitado, sólo explicable por la vigencia de valoraciones sobre el tipo de bienes susceptibles de compraventa, sino que presupone la existencia de un bien colectivo: el mercado libre. Asimismo, algunos aspectos de la libertad de expresión sólo pueden ser explicados teniendo en cuenta que ella protege ciertos bienes colectivos como el carácter abierto y tolerante de una sociedad; según Raz esto es lo que ocurre con las libertades y privilegios de los que goza la prensa en los países liberales, justificados por el servicio de la prensa a la comunidad en general. Por su parte, el derecho contra la discriminación racial o religiosa protege la capacidad de sentir orgullo por la pertenencia a una comunidad o colectividad, sentimiento que es esencial en la identificación con un grupo. En síntesis, la posición de Raz es que los derechos morales fundamentales son un elemento importante en la protección de ciertos bienes colectivos, o que su valor depende de la existencia de tales bienes.

Teoría de la elección

En su clásico ensayo Are There Any Natural Rights? Hart propone la tesis de que si hay algún derecho moral, se sigue que existe al menos el derecho igual de todos los seres humanos de ser libres. Este derecho significa que todo ser humano capaz de elección (1) tiene el derecho a que todos los demás se abstengan de usar la fuerza contra él excepto para detener la fuerza o la restricción, y (2) tiene la libertad de hacer cualquier acción que no sea coercitiva o restrictiva para otras personas, ni se dirija a dañarlas (Hart 1979a, 14). Para Hart el derecho a la libertad es (a) un derecho natural, y (b) de carácter prima facie. Por ser un derecho natural, lo tienen todos los seres humanos qua seres humanos (y no si son miembros de alguna sociedad o se hallan en cierta relación con otras personas), y además no es creado o conferido por la acción voluntaria de otros hombres; otros derechos morales sí lo son (Hart 1979a, 15).

Para Hart existe una conexión entre los derechos morales y los derechos legales. Los derechos morales forman parte de una parte especial de la moral, que los juristas continentales identifican con la expresión “derecho”. Hart ve también esta distinción en la Rechtslehre de Kant, cuando distingue entre los officia juris y los officia virtutis, según que el principio determinante de la voluntad sea el deber o no. Para Hart un elemento importante de un derecho moral es que “poseerlo es considerado como tener una justificación moral para limitar la libertad de otro y que… [el titular] tiene esta justificación… simplemente porque en las circunstancias presentes se mantendrá una cierta distribución de la libertad humana si él, por su elección, tiene autorizado determinar cómo otro actuará” (Hart 1979a, 17).

Si tener un derecho es tener una justificación moral para restringir la libertad de elección de otra persona, la utilización del vocabulario de los derechos implica que es menester una justificación moral para limitar la libertad de otras personas y esto es tanto como afirmar que las personas tienen un derecho igual a la libertad (Hart 1979a, 23-24). Pero Hart descarta el argumento de que los derechos morales presuponen un derecho igual a la libertad en el sentido de que presuponen la exigencia moral de que la interferencia con la libertad sea justificada. Su razón para dejar de lado el argumento es que el principio que exige proveer una justificación moral para limitar la libertad sería vacuo si no se restringiese el tipo de justificación moral que puede darse a tal efecto. Por ejemplo, si la justificación pudiese apelar a características religiosas o raciales, el derecho a la libertad supuesto en el lenguaje de los derechos carecería de contenido. Hart sostiene que, por definición de “derecho”, un derecho a limitar la libertad debe basarse o bien en un derecho especial (surgido de una transacción voluntaria) o bien en un derecho general (derivado de un sistema de restricciones mutuas). Cuando justificamos una interferencia con la libertad de otra persona en términos de un “derecho” moral, invocamos la existencia de un derecho igual de todas las personas a ser libres; en el caso de los derechos especiales, porque suponemos que la creación del derecho depende del ejercicio del derecho igual a la libertad del promitente o contratante; en el caso de los derechos generales, porque suponemos que cada uno de estos derechos es una parte de una distribución igualitaria de la libertad (Hart 1979a, 24-25). 8

En Bentham on Legal Rights Hart asevera que la diferencia principal entre el derecho penal y el derecho civil estriba en el hecho de que el derecho civil da a los individuos una posición jurídica diferente que el derecho penal. En este sentido, afirma: “La idea es la de un individuo al que el derecho le da control exclusivo más o menos extenso, sobre el deber de otra persona de modo que en el área de conducta cubierto por ese deber el individuo que posee el derecho es un soberano en pequeña escala a quien el deber le es debido” (Hart 1979b, 141). El derecho correlativo de una obligación es para Hart un caso especial de poder jurídico por el cual el titular del derecho puede abandonar el derecho o ejercerlo. La medida más plena de control incluye: (a) la facultad de renunciar o extinguir el deber o dejarlo existir (cuestión dispositiva), (b) luego de incumplimiento o amenaza de incumplimiento, la facultad de no hacerlo observar o de hacerlo observar a través de una acción por daños y perjuicios o de una acción de cese, (c) la facultad de renunciar o cancelar el deber de indemnizar derivado del incumplimiento. Los derechos son una especie de “propiedad normativa”; el titular del derecho lo posee, y el deber le es debido.

A pesar de que los deberes de bienestar no están correlacionados con la potestad de abandono ni con el deber secundario de indemnizar (y, por lo tanto, tampoco con la potestad de abandonar el derecho de compensación), puede decirse que tienen derechos correlativos merced a las siguientes dos características: (1) el deber del organismo administrativo depende de la presentación de una demanda que el particular puede presentar o no presentar, y (2) el particular puede iniciar una acción ante los tribunales para que el tribunal ordene al organismo cumplir el deber asistencial (Hart 1979b, 142-143).

En la última parte del ensayo Hart se ocupa de un tema de trascendental importancia. ¿Cuáles son los límites de la teoría de la elección legalmente protegida que él defiende? La teoría de la elección debe ser complementada con la idea de beneficio para dar cuenta del concepto de derecho en contextos constitucionales y de “crítica individualista” del derecho. Los derechos constitucionales están dirigidos a proteger del Parlamento a los ciudadanos y, por lo tanto, deben analizarse en términos de “inmunidades” –tesis que, como vimos, defendió también Lyons–; sin embargo, la inmunidad frente a un cambio legal ventajoso para una persona no puede denominarse un derecho. Por ejemplo, si el gobierno no tiene poder para otorgar una pensión graciable, todo ciudadano tiene inmunidad frente a este cambio legal, pero no diríamos que tiene un derecho (Hart 1979b, 146-147). Por “crítica individualista”, Hart entiende la descripción que puede hacer un jurista inglés de los deberes impuestos por la ley penal –en ausencia de inmunidades constitucionales– en términos de derechos que protegen necesidades individuales. En estos casos, aun cuando la noción de derecho como elección legalmente protegida no puede invocarse (puesto que la ley penal en general consagra la acción pública), el crítico del derecho puede describir las normas contra el homicidio y las lesiones, por ejemplo, como protectoras de los derechos a la vida y a la integridad física. Este uso “extendido” de la noción de derecho requiere una consideración distributiva o individualista de las necesidades de las personas (Hart 1979b, 147-148). 9

Teoría de las pretensiones válidas

En “The Nature and Value of Righs” Feinberg nos invita a imaginar un mundo, “Nowheresville”, en el cual no hay derechos (Feinberg 1980). La principal diferencia que este autor ve entre Nowheresville y nuestro mundo –en el que sí hay derechos– se relaciona con la actividad de pretender o demandar. Feinberg observa que este rasgo de los derechos es resaltado en el esquema hohfeldiano de derechos, en el cual se distinguen los derechos-pretensiones de las meras libertades, las potestades y las inmunidades. Feinberg señala que cuando se afirma que alguien tiene un derecho–pretensión legal a X, debe ser verdad (1) que él tiene libertad con respecto a X, y (2) que su libertad es la base de los deberes de otras personas de otorgarle X o de no interferir con él respecto de X. Esto es tanto como aceptar la teoría del interés, en la versión del interés justificante. Sin embargo, considera que esta explicación es inexacta porque ignora que un derecho–pretensión importa la posibilidad para su titular de elegir ejercerlo o no, de demandarlo, de reclamar o protestar por su violación, de liberar al obligado de su deber correlativo o de abandonarlo por completo. Feinberg no intenta una definición formal de “derecho” sino una elucidación informal de este concepto apelando a la actividad –gobernada por reglas– de demandar o pretender. Su posición puede reducirse a dos tesis: (1) los derechos se utilizan característicamente para plantear demandas, una actividad íntimamente asociada a la idea de dignidad humana y (2) tener un derecho es equiparable a tener una pretensión válida, lo cual a su vez significa estar en la posición adecuada –según un cierto sistema legal o moral– para pretender o demandar.

Evocando la teoría de Feinberg, Waldron dice que los derechos “son pretensiones hechas naturalmente en la voz de la persona que es su titular”. En tanto que el lenguaje de las necesidades es objetivo y, por lo tanto, apunta a la posibilidad de “autoridades” capaces de conocer las necesidades de P tan bien, o incluso mejor que P, los derechos desafían la autoridad y la objetividad; son reclamos articulados y auto-conscientes. La idea es que cuando alguien asevera sus derechos, expresa respeto a sí mismo y, al mismo tiempo, demanda ser tratado con respeto (Waldron 2000).

Paralelamente, Baier sostiene que el lenguaje de los derechos se utiliza para hacer escuchar un punto de vista, particularmente cuando el mismo discrepa de las opiniones expresadas. Los derechos humanos tienen entre sus fundamentos las facultades de decir ´no´, de protestar (Baier 1993, 159). Los derechos humanos son básicamente derechos individuales, para esta autora. A diferencia de las responsabilidades y deberes, cuyo cumplimiento implica organización y una división del trabajo moral, los derechos (incluso los derechos que poseen grupos de personas, como las generaciones futuras) vienen pre-asignados; no requieren ningún organismo distributivo. Aun cuando los derechos son individualistas, los bienes que protegen y a los cuales dan sus nombres sólo pueden ser provistos por la cooperación social. Este es el caso del derecho a la vida (especialmente durante la infancia y la vejez) y del derecho de libre expresión. Para Baier los derechos requieren de un conjunto de responsabilidades individuales y colectivas, sin las cuales no sería posible asegurar los bienes que constituyen el objeto de los derechos (Baier 1993, 163-4). Partiendo de la premisa de que los derechos son “armas” que las personas utilizan para exigir los bienes que fundamentalmente necesitan –como algo diferente de mendigarlos o tomarlos por la fuerza–, Baier no ve ninguna dificultad en incluir los derechos de bienestar entre los derechos básicos (Baier 1993, 166). Empero, con esta movida Baier pone en serio peligro la consistencia de toda su propuesta, puesto que el cumplimiento de los derechos de bienestar requiere una organización administrativa que desafía el análisis en términos de auto-asignación que ella misma propicia.

Teoría de los títulos

La teoría de los títulos es una variante de la teoría de la elección. McCloskey propuso por primera vez un análisis de los derechos en términos de títulos (McCloskey 1965). McCloskey estudia el uso habitual de la noción de derechos en contextos legales, institucionales y morales, y llega a la conclusión de que (con excepción de los derechos “especiales”, que surgen de acuerdos o promesas) los derechos no son pretensiones contra alguien, sino derechos (títulos) a algo. Mi derecho a la vida –dice McCloskey– “es esencialmente un derecho mío, no una lista infinita de pretensiones, hipotéticas y reales, contra un número infinito de seres humanos reales, potenciales o todavía no existentes” (McCloskey 1965, 118).

Nozick tiene una visión ambivalente de los derechos morales. Por un lado, los considera restricciones laterales, individualizadas y de carácter negativo (Nozick 1980, 28-9). Esta tesis ubica a Nozick al lado de los teóricos del beneficio, ya que los derechos son analizados como meros reflejos de deberes negativos de no interferencia. Por otro lado, Nozick sostiene una teoría titular de la justicia, que establece las condiciones de adquisición y transferencia legítimas de derechos o títulos sobre recursos físicos (Nozick 1980, 150-3). Si se toma en cuenta su teoría de la justicia, Nozick puede ser ubicado en la línea de McCloskey; en efecto, en esa teoría los derechos son conceptos básicos y no derivados.

Pero es sin duda Steiner quien presenta la teoría de los títulos en su forma más acabada. Steiner parte de la teoría de la elección: concibe a los derechos como conceptos que engloban pretensiones o inmunidades (derechos sustantivos o de primer orden) y potestades de imposición y de perdón (derechos procedimentales o de segundo orden) (Steiner 1994, 60- 1). La teoría de la elección puede explicar mejor que la teoría del beneficio la posición del tercero beneficiario, pero ¿cómo puede explicar los derechos correlativos de los deberes penales, habida cuenta de que los deberes penales, a diferencia de los deberes civiles, no son excusables o perdonables por el potencial damnificado de su incumplimiento? Según Steiner, es falso afirmar que el derecho penal no establece derechos en términos de la teoría de la elección; sí crea esos derechos, sólo que no los pone en manos de los ciudadanos sino de funcionarios gubernamentales (los fiscales) (Steiner 1994, 64-66). Una cuestión difícil es cómo explicar que, en muchos sistemas jurídicos, la Constitución priva a los fiscales de la potestad de perdonar por anticipado la violación de un deber penal (Steiner 1994, 71-2).

El diseño de un sistema de deberes y derechos correlativos requiere que los deberes estipulados no sean incoposibles. Para determinar si un sistema de derechos es incoposible hay que describir las acciones en forma extensional, es decir, identificando sus componentes físicos. “Dos acciones, A y B, son incoposibles –dice Steiner– si hay una coincidencia parcial (sea objeto-temporal o espacio-temporal) entre la descripción extensional de A y o bien (i) la descripción extensional de B, o bien (ii) la descripción extensional de C si C es un prerrequisito de B” (Steiner 1994, 37). Para explicar la coposibilidad de un sistema de derechos, Steiner apela a la distinción benthamiana entre una libertad “desnuda” y una libertad “protegida”; la distinción está dada por el hecho de que la libertad “protegida” –y no la “desnuda”– posee un perímetro de protección constituido por deberes que en la práctica impiden la interferencia con la libertad (Steiner 1994, 75-6). La libertad desnuda está en los intersticios de los derechos de las diferentes personas, en tanto que la libertad “protegida” es interna a tales derechos. La única forma de asegurar la coposibilidad en un conjunto de deberes (y de derechos correlativos) es que las libertades requeridas para su cumplimiento sean “protegidas”. Ello implica que la persona obligada necesita tener un conjunto de títulos (temporalmente calificados) sobre objetos físicos (derechos de propiedad) (Steiner 1994, 91-2). La concepción de los derechos como títulos es un requisito para asegurar la coposibilidad del sistema de derechos que distribuye interpersonalmente libertad negativa.

Mack propone una concepción de los derechos como títulos jurisdiccionales, basados en la necesidad de respetar el hecho de que las personas asignan valor intrínseco a algunos de los fines que guían sus elecciones y planes. Con esta teoría Mack espera superar las teorías del beneficio y de la elección al proveer una explicación de los derechos como “barreras morales, fundadas en principios, contra las compensaciones y las intervenciones paternalistas”. En la teoría de la elección, la existencia de un derecho no se basa en la “calidad moral” o en los efectos de la acción que el derecho protege o requiere; tampoco depende de una distribución pautada de libertad. En tanto que Hart se concentra en los derechos contractuales, a Mack le preocupa aplicar la teoría de la elección a los derechos no contractuales. Como los derechos contractuales, los no contractuales no están conectados con las cualidades de las acciones que protegen o requieren. Los derechos brindan formas de resolver conflictos sobre el control de los recursos físicos que no necesitan –y no deben– apelar al valor global ni al valor relativo al agente; este modo alternativo de resolución de disputas nos sugiere considerar “la cuestión de quién tiene jurisdicción sobre el medio controvertido”. A diferencia de la teoría de la elección, la teoría de la jurisdicción considera que los derechos son normativamente anteriores a las obligaciones. Es por referencia al alcance de la jurisdicción moralmente protegida de P que se pueden determinar las obligaciones de otras personas de no interferir con la conducta de P dentro de esa jurisdicción. La potestad moral de P de determinar las elecciones de otras personas es una consecuencia de las pretensiones jurisdiccionales de P (Mack 2000).

IV ¿Los derechos humanos son “derechos morales”?

La expresión “derechos morales” fue usada por John Stuart Mill y consolidada por Hart (Rojo 1988-89). Como hemos visto, Bentham negaba la posibilidad de entender los derechos fuera de contextos legales. Evocando la postura positivista de Bentham, dos filósofos del derecho argentinos afirman que la teoría de los derechos humanos está comprometida con una metafísica innecesaria para fines descriptivos o explicativos. Vernengo sostiene que la existencia de derechos subjetivos en cierto sistema normativo es un hecho institucional contingente; en tanto que sí se verifica en ciertos órdenes jurídicos positivos, no se puede presuponer su existencia en todo código moral, más aún cuando hoy en día la moral no tiene existencia institucional (Vernengo 1990). Análogamente, Bulygin asevera que, no habiendo derecho natural entendido como un sistema moral universalmente válido, no hay derechos humanos como derechos morales; los derechos humanos recién adquieren existencia tangible cuando se positivizan y, cuando ello ocurre, ya no son derechos morales sino derechos humanos jurídicos (Bulygin 1987).

Laporta responde a la crítica positivista. Para él los derechos (en general)son valoraciones o principios contenidos en sistemas normativos(morales y jurídicos) que dan apoyo (aunque no implican lógico-deductivamente)normas que atribuyen algunas de las facultades identificadas por Hohfeld. Laporta niega que estas valoraciones sean entidades metafísicas(más bien las trata como entidades lingüisticas). Afirma que los derechos son, básicamente, hechos valorados por un sistema normativo: “Los derechos tienen, a mi juicio, un componente predominante que es un estado de cosas al que se considera un bien, un objetivo que se trata de perseguir, una meta a la que llegar, etcétera, todo ello en virtud del sistema normativo en que se inscriben” (énfasis agregado) (Laporta 1990).Me parece evidente que lo que Laporta quiere decir es que la proposición “P tiene un derecho” es un juicio de valor –contenido en un sistema normativo–con un significado descriptivo (alude a un estado de cosas) y un significado valorativo (Peczenik y Spector 1987). Por supuesto, esto no lleva, por sí mismo, a la postulación de ninguna entidad metafísica (salvo, claro está, que se presuponga un intuicionismo à la Moore).

Laporta también sostiene que la oposición a hablar de derechos morales descansa en el presupuesto –inaceptable, por cierto– de que no existe la moral crítica o ideal. Efectivamente, las afirmaciones de Vernengo y Bulygin parecen ir en esa dirección, lo cual llevaría también a negar la existencia de otras relaciones normativas morales, como los deberes y las responsabilidades (Nino 1990, 313). Sin embargo, la argumentación también podría ser interpretada de un modo diferente. Si los derechos requirieran, por definición, un soporte institucional de protección, entonces la afirmación de que ni la moral crítica ni la moral individual tienen dicho soporte (lo cual no significa decir que no existan) implicaría la falsedad de toda proposición que afirma la existencia de derechos morales. Muy probablemente sea ésta la posición de Vernengo. 10 Interpretada así, esta posición tiende a equiparar a los derechos subjetivos con acciones procesales, lo cual no es aceptable ni siquiera en el caso de los derechos subjetivos establecidos por órdenes jurídicos positivos (Nino 1990, 314).

La identificación de los derechos con los derechos legales no tiene sustento histórico. En efecto, no hace justicia al uso de la noción de derechos en la tradición europea (también continental) de los derechos naturales, ala que hemos hecho referencia anteriormente (Peces-Barba 1983, 228-230). En realidad, sólo muy tardíamente, con las revoluciones americana y francesa, los derechos se convirtieron en herramientas del diseño institucional (Waldron 2000).

Otro argumento es idiomático: “Pero un moral right, esto es: un derecho subjetivo moral, en cambio, sí constituye en nuestro dominio idiomático, un hueso duro de tragar” (Vernengo 1989, 11). Carlos Nino ha rechazado este argumento. Por un lado, se utiliza a veces la expresión “derecho” en contextos no jurídicos (“tengo derecho a mover la pieza”).Por otro lado, aun cuando la expresión “derechos morales” no fuera correcta en castellano, si la categoría conceptual que los angloparlantes identifican con “moral rights” fuera importante, sencillamente deberíamos inventar un término en castellano para denotarla (Nino 1990, 312-313).

Una tesis más débil de la concepción positivista es que, aun cuando existan los derechos morales, apelar a ellos es prácticamente superfluo porque los derechos jurídicos (entre los que hay que mencionar a los derechos fundamentales, esto es, los consagrados en textos constitucionales o tratados internacionales) poseen capacidad justificatoria autosuficiente(o sea, con independencia de principios morales que establecen derechos subjetivos). Nino también ha criticado esta tesis (Nino 1992a; Nino 1990).Su crítica se basa en lo que él denomina el “teorema fundamental de la teoría general del derecho”, que pretende concluir que el razonamiento práctico que justifica la decisión del juez tiene que detener su ascenso, por razones conceptuales, en un principio que legitima éticamente a una cierta autoridad (constituyente o legislativa). La fundamentación del juez no será jurídica si no apela a la prescripción dictada por cierto legislador, pero del hecho que el legislador haya promulgado esa prescripción no se sigue que el juez deba aplicarla (ni que los ciudadanos deban obedecerla). Por ello, es menester suponer que un principio, aceptado no por su origen sino por su contenido, confiere legitimidad a la autoridad que promulgó la prescripción. Puesto que tal principio es, por definición, de carácter moral, las decisiones del juez se fundamentan en normas morales, incluso cuando esas decisiones invocan las prescripciones de un texto constitucional que establece derechos (derechos jurídicos). La conclusión que Nino intenta extraer de su teorema es la siguiente: “Si convenimos en que los derechos que están establecidos por normas morales son derechos morales, de aquí se sigue que sólo los derechos morales permiten justificar acciones o decisiones” (Nino 1990, 321).

El teorema de Nino no prueba la necesaria dependencia de los derechos fundamentales (derechos jurídicos) de los derechos morales (en el sentido corriente de “derechos morales”). Suponiendo que el teorema fuera correcto, deberíamos aceptar, por ejemplo, que un razonamiento judicial que declara inconstitucional una cierta medida del gobierno por violar el derecho (jurídico) a la privacidad en última instancia se justifica en un principio que confiere legitimidad moral a la autoridad constitucional; aun si aceptáramos que éste es un principio moral, sería cuestionable que él establezca un “derecho moral” en el sentido relevante para el argumento de Nino. Este principio moral establece un poder en el sentido de Hohfeld, esto es, una potestad o competencia para dictar normas, pero ello no significa que el derecho (jurídico) a la privacidad se fundamente o dependa de un derecho moral a la privacidad. Hay una diferencia entre un derecho jurídico moralmente justificado y un derecho moral. Un derecho jurídico se podría justificar, por ejemplo, apelando al objetivo social de maximizar el bienestar o la riqueza; pero esa justificación no transforma al derecho jurídico en un derecho moral. Por definición, un derecho moral está establecido por principios morales no consecuencialistas.

Siendo justos con Nino, hay que decir que él advierte que su argumento no apunta a los derechos morales. Por eso, distingue dos tipos de derechos morales: los derechos fundamentales, que son establecidos por normas morales en sentido estricto –cuyo contenido no depende de una promulgación constitucional o legislativa– y los derechos institucionales, que corresponden a lo que yo llamo derechos jurídicos moralmente justificados(o sea, derechos promulgados por una autoridad legitimada moralmente)(Nino 1990, 322-323). Luego de presentar su argumento, Nino aclara que no pretende concluir que los derechos jurídicos dependen necesariamente de derechos fundamentales (derechos morales en mi terminología) sino algo diferente, a saber, que los derechos jurídicos dependen de derechos institucionales. Esta conclusión excede el problema de los derechos morales y apunta, más bien, a la relación entre validez jurídica y validez moral. 11

Otros autores creen que el dilema derecho moral/derecho jurídico es falso. Para Muguerza, los derechos humanos presentan un rostro jánico, una de cuyas caras es ética y la otra jurídica (Muguerza 1998a, 21-22).Sin el reconocimiento jurídico, los derechos humanos son exigencias morales. Muguerza piensa que hablar de “derechos morales” es una contradicción pragmática, parecida a la que tendría lugar si se hablase de “leyes de tránsito” en ausencia de un código de circulación. En una línea similar, Peces-Barba observa que los derechos humanos pertenecen al ámbito del derecho moralizado, más que al de la moral ideal; para la comprensión de este concepto son importantes tanto la dimensión jurídica como la dimensión moral (Peces-Barba 1999, 35, 102-4).

V. Fundamentos de los derechos humanos

Con respecto a la fundamentación de los derechos humanos, tres respuestas posibles han sido ensayadas: (1) la fundamentación de los derechos humanos no es posible, (2) la fundamentación de los derechos humanos no es necesaria, y (3) la fundamentación de los derechos humanos es a la vez posible y necesaria. La primera alternativa es ejemplificada en MacIntyre. Este autor piensa que los derechos humanos son ficciones y que no hay razones universalmente convincentes para creer en los derechos humanos, así como no hay razones tales para creer en las brujas o los unicornios. MacIntyre critica la justificación kantiana de Gewirth alegando que necesita presuponer una forma social que reconoce los derechos y que, por tanto, presupone lo que quiere probar (MacIntyre 1981).

En la segunda alternativa encontramos a Rabossi. Para Rabossi el fundacionismo de los derechos humanos, propiciado por Gewirth y Nino, presupone una visión del mundo superada. Los derechos humanos –sostiene– se encuentran profundamente integrados en la cultura que sobreviene a la Segunda Guerra Mundial; son un hecho del mundo y, como tal, no necesitan fundamentación filosófica (Rabossi 1990). También podemos ubicar en esta alternativa a autores que consideran que los derechos humanos son evidentemente válidos, de modo que no requieren una fundamentación especial. Por ejemplo, Little sostiene una posición intuicionista (Little 1993). Ciertas verdades morales fundamentales, como la de que la tortura por diversión o para neutralizar una oposición política es incorrecta, no necesitan ninguna razón provista por una teoría moral normativa, basada en deberes, derechos o fines sociales; antes bien, el hecho de que una teoría moral normativa justifica la violación de esos mandatos morales, o debilita su vigencia y respeto, es la mejor prueba de que la teoría es errónea. En una palabra, Little invierte el orden de la prueba: no es la teoría la que puede justificar cierta convicción fundamental, sino que es la convicción la que sirve para poner a prueba la teoría.

La tercera respuesta es sin duda la más extendida. En esta alternativa se encuentra la mayor parte de los autores que han tratado el tema. Desdela justificación “natural” de la teoría de los derechos naturales y la justificación conservadora o comunitarista de Burke, hasta las justificaciones kantianas en base a principios morales abstractos, pasando por las justificaciones consensualistas o contractualistas, las teorías disponibles recorrento do el espectro de la filosofía moral. En el resto de esta sección mereferiré a algunas cuestiones centrales planteadas en los intentos por daruna justificación teórica de los derechos humanos.

1. Comunidad y Razón

La modernidad se caracteriza por una ambivalencia intelectual con respecto a los principios morales en general, y a los derechos humanos, en particular. Por una parte, creemos que una actitud liberal e igualitaria exige el rechazo del absolutismo ético, que pregona la existencia de estándares morales universales y objetivos. La mentalidad científica positivista es muy sensible a la evidencia histórica y antropológica de que a lo sumo hay unos pocos universales éticos, en tanto que la mayoría de las prácticas morales están sujetas a grandes variaciones en diferentes épocas y culturas. Por otra parte, pensamos que los principios fundamentales de nuestra ética liberal tienen un fundamento universal y que no son meramente preferencias o reacciones emocionales. Creemos que las violaciones de los derechos humanos cometidas en la Argentina entre 1976 y 1982 no fueron malas solamente en el sentido de que nuestras actitudes son contrarias a ellas; estamos convencidos de que hay algo realmente malo en torturar y matar a miles de personas. ¿Cómo debemos analizar esta aparente objetividad de nuestras convicciones morales?

En otro trabajo (Spector 1993) exploré la vinculación entre el realismo moral y el comunitarismo. Dos intuiciones básicas estaban detrás de este intento. La primera era que la importancia del elemento objetivo de la deliberación moral no queda suficientemente capturada por un análisis semántico-pragmático de los juicios de deber moral (Peczenik y Spector1987) 12 , y que tal importancia puede ser explicada apelando a la dimensión comunal de la moral, enfatizada por los comunitaristas. Así como Hegel reivindicó la Sittlichkeit, una moral comunal, contextualizada histórica y culturalmente, en lugar de la Moralität –una moral ideal o crítica–,los comunitaristas rechazan la ética pública del Iluminismo, que gira en torno de derechos naturales o deberes impuestos por la dignidad humana, en favor de los valores comunales que nutren la identidad personal. La tesis ontológica del comunitarismo, que sostiene que la verdad de los juicios morales depende de la existencia humana en sociedad, y no dela pura Razón o de la naturaleza, parecía ofrecer una alternativa para teorizar sobre la objetividad de la de liberación moral. Me parecía posible aceptar la existencia de “hechos morales” –tesis central en el realismo moral– y al mismo tiempo oponerse a la equiparación de estos hechos con entidades metafísicas misteriosas o con principios formales de racionalidad.

En el libro citado quizás no aclaré suficientemente que la comunidad en la que estaba pensando no era ninguna unidad nacional o étnica, sino la comunidad universal que comienza a desarrollarse en Europa a partir del siglo XV, expresada intelectualmente en la obra de filósofos y pensadores como Spinoza, Hobbes, Locke, Rousseau y Kant, e implementada políticamente en documentos pioneros como el Acta de Tolerancia, el Edicto de Nantes y los Tratados de Westfalia. 13 Esta comunidad universal, finalmente institucionalizada luego de las dos fatídicas Guerras Mundiales, no parte de la aceptación de una teoría de los bienes humanos, ya que está comprometida con la autonomía humana, es decir, con la capacidad de mujeres y hombres de elegir sus propios planes de vida. 14 Puesto que la autonomía personal es reconocida por la ética occidental, no me parecía que una posición comunitarista metaética u ontológica fuera incompatible con la defensa de los principios normativos del individualismo liberal, que había realizado en una obra anterior. 15

Mi segunda intuición era que la “fuerza” o la “exigencia” de las razones morales debía ser buscada, no en la necesidad lógica o racional, a la manera kantiana, sino en la supervivencia de la identidad personal. La aceptación de ciertos principios morales no es contingente para los miembros de una comunidad, como sostiene el convencionalismo social, sino necesaria. A partir del dato fenomenológico de que los sentimientos de arrepentimiento y remordimiento van unidos a los de alienación y pérdida de la identidad personal en la experiencia del agente moral que viola los mandatos morales de su comunidad, sugerí que la “fuerza” de las razones morales podía ser explicada de modo similar a la “fuerza” de las costumbres y tradicionales comunales. Así, la tesis ontológica del comunitarismo queda robustecida con una afirmación sobre la vinculación esencial entre los hechos morales (concebidos como hechos sociales) y la constitución del yo.

Todavía pienso que la ética moderna conserva la poderosa maquinaria psicológica de la moral tradicional, que utiliza el resentimiento y la alienación como mecanismos de control e imposición de sus mandatos. Sin embargo, creo que cabe distinguir entre la “fuerza” psicológica de las razones morales y su validez racional. El comunitarismo puede ofrecer una explicación fenomenológica de nuestra experiencia moral, especialmentede las convicciones morales más arraigadas, pero ella no equivale a una reconstrucción racional de la deliberación moral, que parta del concepto de “razones morales”, como cosa distinta de “imperativos de conciencia”. 16 Más aún, la epistemología comunitarista presenta la moral como un relicario de supersticiones y prejuicios arraigados, ignorando que las creencias morales tienen (y es deseable que tengan) un carácter dinámico y evolutivo; asimismo, ignora el papel de la deliberación racional en el desarrollo de la moral.

La civilización occidental, al menos desde los sofistas y Sócrates, ha llevado el uso de la razón crítica a todos los rincones de la práctica humana. La interacción entre creencias morales, prácticas políticas y deliberación racional ha dado lugar a una nueva dimensión de la realidad humana que no puede analizarse con el mismo esquema teórico utilizado para de la moral tradicional como un conjunto de costumbres comunales. Como sugerí antes, en gran parte ello es así porque la evolución de la comunidad ética occidental ha llevado a cuestionar críticamente a la tradición como fuente de autoridad en materia moral (Popper 1979) (Albert1978) (Nino 1997). En lugar de una ética basada en ideas comunalmente aceptadas sobre la vida virtuosa, la ética pública occidental subraya la autonomía personal, la igualdad y los derechos humanos.

El comunitarismo y el kantianismo parecen teorías que apuntan a diferentes estratos de nuestra tradición moral. El corazón de la ética occidentales sin duda de carácter deontológico y su fuerza motivacional depende de su papel en nuestra identificación personal; aquí el análisis comunitarista es relevante (Spector 1993, 172-184). Sin embargo, el Iluminismo introdujo un nuevo y poderoso estrato al extender el alcance de la razón crítica a la moral tradicional. De esta forma, los motivos morales como “imperativos de conciencia” pasaron a ser “razones” morales. La teoría kantiana es un intento de teorizar sobre este nuevo hecho en la evolución de la moral.

Podemos especular que la internacionalización de los derechos humanos después de la Segunda Guerra Mundial ha agregado un nuevo estrato a la evolución moral. Un rasgo de esta nueva etapa es que la validez jurídica de muchos actos de los gobiernos nacionales depende de su validez ética juzgada según estándares adoptados por la comunidad internacional. La fusión entre las ideas de validez moral y de validez jurídica internacional es por supuesto antigua. Ya hemos visto que la teoría de los derechos naturales fue utilizada por autores como Grocio y Selden para defender diferentes posturas de derecho internacional. Lo que es novedoso es que ahora no se apela a principios éticos universales para defender intereses nacionales, políticos o económicos, sino para proteger la dignidad de todos los miembros de la familia humana. Aun concediendo que la cultura de los derechos humanos pueda ser utilizada retóricamente para satisfacer los intereses de la burocracia internacional, o para conferir legitimidad ética a la hegemonía política y económica de las democracias industriales, es indudablemente un progreso que, como forma de lograr legitimidad, se invoquen principios éticos que han adquirido plena vigencia social en las naciones más poderosas.

2. Argumentos basados en principios

Los filósofos morales que han intentado fundamentar los derechos humanos sobre la base de principios racionalmente aceptables en general apelaron a alguna idea asociada a los imperativos categóricos kantianos 17 .Como ejemplos podemos mencionar a Alan Gewirth, Carlos Nino y Ronald Dworkin. La demostración de Gewirth depende de un principio de generalización o universalización, derivado de la exigencia kantiana de ajustarlas máximas de la conducta a una ley universal. El centro de gravedad de la teoría de Nino es el principio de inviolabilidad, que refleja la idea kantiana de que no podemos tratar a las personas como meros medios para los fines de otros. Finalmente, Dworkin intenta derivar los derechos liberales(como la libertad religiosa o la de orientación sexual) a partir del “postulado” de que el Estado debe tratar a todos los ciudadanos con “igual consideración y respeto”, que se parece a la concepción de Kant del reino de los fines. Veamos algo más en detalle cómo proceden los filósofos citados.

Gewirth propuso un famoso argumento para justificar la existencia de derechos humanos sobre los bienes necesarios de la acción: la autonomía y el bienestar (Gewirth 1978; Gewirth 1981; Gewirth 1984a; Gewirth1984b; Gewirth 1993; Gewirth 1996). La existencia de los derechos humanos es para Gewirth de naturaleza argumental: “Que los derechos , o que las personas tengan derechos humanos, es una proposición cuya verdad depende de la posibilidad, en principio, de construir un argumento moral justificante del cual se siga la proposición como una consecuencia lógica” (Gewirth 1984a, 3). Gewirth parte del supuesto de que la acción humana tiene dos rasgos genéricos: intencionalidad y voluntariedad. La suposición del primer rasgo permite describir a un agente(real o prospectivo) que ejecuta una acción como alguien que dice o piensa: “Hago X para el fin o propósito E”. Supuesto el rasgo de la voluntariedad, esa afirmación implica: “E es bueno”. Ahora bien, puesto que la libertad y el bienestar son requisitos de cualquier acción, el agente se ve llevado a afirmar que la libertad y el bienestar constituyen bienes necesarios y, mediante inferencias lógicas, a la proposición: “Yo tengo derechos a la libertad y el bienestar”. Dado que la razón invocada para fundar los derechos afirmados es la condición de agente intencional, y que esta condición es general, la última proposición citada conduce, aplicando el principio de universalización, a la proposición: “Todos los agentes intencionales(reales o prospectivos) tienen derechos a la libertad y el bienestar”. De ahí es fácil para Gewirth alcanzar lo que él denomina el Principio de Consistencia Genérica (PCG): “Actúa de conformidad con los derechos genéricos de todas las partes afectadas (incluyendo tú mismo)”. El método dialéctico (o “cartesiano” 18 ) de Gewirth busca encerrar al opositor a los derechos humanos en una contradicción pragmática, aceptando, claro está, que tal opositor también es –real o prospectivamente– un agente intencional. Por consiguiente, la afirmación de que los agentes intencionales tienen derechos humanos es un juicio moral necesario. 19

Nino sostiene que los derechos liberales derivan de tres principios: el principio de autonomía, que prohíbe al Estado y a las personas interferir con la libre adopción de planes de vida (que excluye las políticas perfeccionistas y paternalistas); el principio de inviolabilidad, que prohíbe imponer sacrificios y privaciones a otras personas en contra de su voluntad que no redundan en su propio beneficio (básicamente equiparable al imperativo del disenso de Muguerza, que se verá más adelante), y el principio de dignidad, que exige que las personas sean tratadas de acuerdo con sus decisiones, intenciones o expresiones de consenso; este último principio excluye la discriminación racial o religiosa. El principio de autonomía establece, al igual que el principio de utilidad, una función maximizadora agregativa, aunque el argumento de la función (en un sentido matemático)no es el bienestar general sino la autonomía entendida como libertad positiva. El principio de inviolabilidad es distributivo (parecido al principio de “ventaja para todos” desarrollado, por caminos diferentes, en las obras de Rawls y Gauthier). El principio de dignidad establece una condición adicional para maximizar la autonomía sacrificando a alguien en particular: la de que la diferencia esté basada en la elección de la persona(Nino 1984; Nino 1989).

Para Dworkin los derechos morales son cartas de triunfo sobre argumentos basados en la utilidad general. Sin embargo, no hay una contraposición entre el utilitarismo y una teoría de los derechos. Para Dworkin los derechos son instrumentos normativos necesarios para asegurar la neutralidad e imparcialidad del utilitarismo. El utilitarismo es igualitarista en la medida en que sopesa por igual los intereses o preferencias (igualmente intensas e importantes) de diferentes personas; no sería igualitario, por ejemplo, si contase doble las preferencias de cierto grupo de personas. Dworkin sostiene que el utilitarismo también dejaría de ser igualitario si admitiese las preferencias externas (esto es, las preferencias que tiene una persona sobre la asignación de bienes u oportunidades a otras). Dworkin menciona tres clases de preferencias externas: preferencias racistas, preferencias altruistas y preferencias moralistas. En cualquiera de estos tres casos computar las preferencias externas es “una forma de doble conteo”. Dworkin afirma que las preferencias externas se sitúan sobre el mismo nivel lógico que el utilitarismo, de modo que si el utilitarismo aceptase preferencias no neutrales, se estaría contradiciendo. En cambio, si el utilitarismo es adecuadamente reformulado, entonces la tesis liberal de que el Estado no puede imponer modelos de perfección personal es una derivación de esa teoría (Dworkin 1978, 234-6; Dworkin 1985).

3. Consenso y Disenso

A diferencia de las teorías de Dworkin y Gewirth, que tienen como trasfondo una concepción monológica de la racionalidad 20 , los filósofos de la ética comunicativa han subrayado el papel de la deliberación social (Habermas 1990) (Apel 1985). Javier Muguerza ha explorado esta vía filosófica, dando lugar a una interesante polémica (Muguerza 1998a). Vale la pena echar una ojeada sobre ella.

Muguerza aduce –en consonancia con los teóricos de la ética comunicativa–que el actual consenso internacional sobre los derechos humanos, por ser de carácter fáctico, no puede proporcionar una fundamentación racional de un principio moral. A partir de este rechazo del consensualismo–que en realidad es una simple aplicación del Principio de Hume, según el cual las proposiciones de deber no pueden ser deducidas lógicamente de un conjunto que tan sólo incluye proposiciones fácticas–, Muguerza inicia un derrotero argumentativo que lo llevará a indagar la posibilidad de fundamentar los derechos humanos en torno a la idea de disenso.

En el derrotero citado, Muguerza analiza la argumentación de Haber mas sobre un consenso racional, que “politiza” la moral (y la acerca al derecho, a la manera hegeliana) al hacer depender la validez de todas las normas, morales o legales, de la formación discursiva de la voluntad en una situación ideal de habla. En esta situación ideal la formación de la voluntad está guiada por un principio de aceptación crítica general, que requiere que todos los afectados examinen la validez de las normas propuestas. ¿Qué suerte corre este intento de superar el convencionalismo, que matiza el consenso fáctico con las exigencias de una racionalidad procedimental? Apoyándose en una acertada observación de Elías Díaz, Muguerza señala que la formación de la voluntad a la postre deberá descansar en alguna versión de la regla de mayoría, la cual puede obviamente conducir a decisiones injustas (Muguerza 1998a, 40-56). Así, concluye que la ética discursiva de Habermas o de Apel no puede ir más allá del mero convencionalismo.

Muguerza critica el formalismo habermasiano, tributario del formalismo kantiano. La cuestión, en palabras de Muguerza, es si “aquella racionalidad procedimental, con todos los complementos que se quieran, clausura sin residuo el ámbito de la razón práctica, lo que es tanto como decir el ámbito de la ética” (Muguerza 1998a, 58). Muguerza da una respuesta negativa. Cree necesario apelar a la fórmula del fin en sí mismo; que Kant utiliza para fundar su concepción del reino de los fines: “Obra de tal modo que tomes a la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como un fin y nunca solamente como un medio”. Muguerza llama a esta formulación imperativo de la disidencia, entendiendo que “lo que ese imperativo habría de fundamentares más bien la posibilidad de decir ‘no’ a situaciones en las que prevalecen la indignidad, la falta de libertad o la desigualdad” (Muguerza 1998a,59) 21 . En suma, Muguerza propone una fundamentación negativa o disensual de los derechos humanos.

Garzón Valdés ha cuestionado la prioridad conceptual y normativa de la noción de disenso con respecto a la de consenso. El disenso puede tener por objeto un consenso moralmente justificado o uno injustificado. En el primer caso, el disenso no es moralmente legítimo. (Garzón Valdés cita el ejemplo de los encomenderos de México y Perú, que lograron la derogación de las Leyes Nuevas.) En el segundo, puede darse uno de dos casos: el disenso está basado en razones oportunistas o lo está en razones morales; en la primera variante, tampoco el disenso tiene relevancia moral. Sólo cuándo el desacuerdo se dirige a un consenso moralmente ilegítimo y está él mismo guiado por consideraciones morales válidas, estamos en presencia de un disenso moralmente relevante (Garzón Valdés 1998,99-100). Garzón Valdés quiere decir que no importa tanto el hecho de que la posición normativa sustentada sea minoritaria o disidente o, en cambio, mayoritaria o unánime (es decir, la posición que goza de consenso); importa para él antes bien el contenido de los principios en los que se apoya la posición normativa –v.gr., si están de acuerdo con el imperativo categórico y respetan la autonomía personal-Precisamente, Garzón Valdés asevera que es éticamente admisible la imposición heterónoma de la legitimidad, por ejemplo, en la forma de intervención internacional para hacer respetar los derechos humanos. “La calidad moral, tanto del consenso como del disenso, no puede derivar del hecho del consenso o del disenso”, afirma con acierto (Garzón Valdés 1998, 103). Además, Garzón Valdés rechaza la relevancia normativa del carácter afirmativo o negativo del imperativo categórico; el mismo principio puede ser formulado como una prohibición o una obligación (Garzón Valdés 1998, 104). Por otra parte –agrego yo–, el carácter negativo del imperativo del fin en sí mismo –asumiendo que tal carácter es algo más que un mero accidente gramatical– no está relacionado con el carácter negativo del disenso: la aceptación de una norma prohibitiva (o proscripción) puede llevarnos a disentir (decir que no, en las palabras de Muguerza) o a consentir (decir que sí), según que la situación evaluada respectivamente transgreda o satisfaga la norma aceptada; lo mismo puede decirse, dicho sea de paso, de una norma obligante (o prescripción).

Garzón Valdés analiza otras posibles interpretaciones de la propuesta de Muguerza. Podría ser una forma de expresar un principio de tolerancia, en cuyo caso –afirma Garzón Valdés– concordaría con la idea de que hay derechos que no están sometidos a la discusión y decisión política y cuyo respecto constituye un prerrequisito de validez de la democracia representativa. O podría estar dirigida a contrarrestar el conformismo moral, en cuyo caso equivaldría a rechazar que las tradiciones o las creencias morales ampliamente compartidas tengan por su carácter de tal es autoridad moral (según declara Muguerza en su respuesta, “eso es todo cuanto tengo que pedir que se le conceda a mi propuesta” (Garzón Valdés1998, 152). Garzón Valdés no encuentra motivo para discrepar con Muguerza en ninguna de estas dos interpretaciones. En realidad, tanto Muguerza como Garzón Valdés están de acuerdo en rechazar el consensualismo fáctico o hipotético; ambos subrayan la importancia de respetarla autonomía personal, magistralmente expresada por Kant en su segunda formulación del imperativo categórico. La cuestión consenso-disenso es una distracción en la que cae Muguerza posiblemente motivada por elhecho de que presenta su posición principalmente en un diálogo con el consensualismo.

A mi juicio, Muguerza se acerca al meollo de la cuestión en su respuesta a Garzón Valdés cuando reconoce que la formulación del imperativo categórico del reino de los fines tiene un contenido sustantivo mayor que la formulación en términos del principio de universalización (Muguerza1998b, 139). La ética moderna reconoce el carácter no formal o sustantivo del imperativo categórico del reino de los fines. La pregunta crítica para determinar el alcance de la tesis de Muguerza es si la oposición de cada individuo a una cierta norma o institución garantiza la verdad de la proposición de que la norma o la institución lo trata meramente como medio y no al mismo tiempo como un fin en sí mismo. Si ello fuera así, entonces Muguerza podría defender la expresión “imperativo de la disidencia” con la que propone denominar el imperativo categórico del fin en sí mismo. Aun así, Muguerza debería contestar las siguientes objeciones. En primer término, como dice Garzón Valdés, el disenso podría ser oportunista o táctico. En segundo término, el principio que obliga tratar a la humanidad como un fin en sí mismo también podría llevarnos a asentir a una propuesta legislativa que, por ejemplo, derogue la prohibición de abortar o la de asistir médicamente a un paciente terminal que quiere suicidarse. En tercer lugar, aun cuando sea cierto que el principio protege el derecho a disentir ya reclamar, lo mismo es aplicable a toda norma (prohibitiva u obligante, como señalé antes): uno reclama cuando la norma no se cumple; ello tan sólo muestra que el lenguaje normativo frecuentemente tiene un sesgo reivindicativo.

VI ¿Necesitamos la noción de “derechos humanos”

La filosofía política contemporánea se caracteriza por un gran entusiasmo por la noción de derechos. ¿Está fundado ese entusiasmo? Allen Buchanan analiza si los aspectos asociados con los derechos justifican que se los considere herramientas morales indispensables (Buchanan 1985).Su conclusión es que hay otros principios morales que pueden cumplir las funciones asignadas a los derechos. Buchanan cita las siguientes funciones:(1) los derechos “desplazan” las consideraciones basadas en la maximización de la utilidad social, (2) los derechos implican la obligación de compensación para los casos de infracción, (3) los derechos permiten distinguir entre los principios morales cuya imposición coactiva es justificable y aquéllos que no satisfacen esta condición, (4) el concepto de derechos con nota la idea de algo debido a un individuo, (5) el respeto por las personas incluye su reconocimiento como titulares de derechos, y (6) un aspecto singular de los derechos es que el titular tiene la potestad de renunciar a su derecho o invocarlo.

Buchanan trata de mostrar que cada una de las funciones precedentes puede ser desempeñada por principios morales que prescinden de la noción de derechos. Sin embargo, como he sostenido en otro lugar (Spector1992, 89), aun cuando sea cierto que los derechos no son condiciones necesarias de ninguna de las implicancias normativas mencionadas, cabe sugerir que sí son condiciones suficientes prima facie de dichas implicancias. En particular, me interesa sostener que los derechos proveen una justificación prima facie de su imposición coactiva. No obstante suposición escéptica sobre la utilidad de los derechos, Buchanan declara que esta tesis parece capturar al menos una parte de la conexión entre los derechos y la imposición coactiva. Esta es una tesis que formuló Mill y que han sostenido Hart, Dworkin y Waldron, entre otros. La conexión entre derechos humanos y el derecho positivo no es que no puede haber derechos humanos que no estén positivizados (es decir, establecidos por un sistema jurídico positivo, nacional o internacional). Los derechos humanos son básicamente derechos morales y pueden existir como tales sin consagración positiva. Aun cuando el concepto de derechos humanos se ha desligado del de derechos naturales, sigue pretendiendo una forma de apoyo que trasciende las tradiciones y circunstancias históricas y culturales particulares, los sistemas jurídicos positivos, los gobiernos y las comunidades nacionales o regionales (Kamenka 1996).

Aunque los derechos humanos no son necesariamente derechos “legales”, qua derechos ciertamente tienen una pretensión de positivización. Esto tiene dos grandes implicancias. Primero, los principios morales que pueden ser considerados como derechos humanos deben configurar una estructura sistemática capaz de ser establecida y aplicada socialmente. Este es el rasgo de sistematicidad que, como vimos, subrayan Steiner y Waldron y que, inspirándome en Cranston, llamaré requisito de traducción institucional. Lamentablemente, no todos los juicios de valor que figuran como derechos humanos en la Declaración de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas satisfacen este requisito (Cranston 1989). La viabilidad fáctica y la justificabilidad ética de la implementación jurídica de ciertos principios éticos universales delimitan un área de la moral y, obviamente, es útil tener un nombre (“derechos humanos” u otro) con el que podamos denotar dicha clase. Segundo, los derechos humanos condicionan la validez jurídica de los actos realizados por autoridades nacionales.

El principio nullum crimen sine lege tiende a proteger al individuo contra el uso autoritario de la maquinaria estatal. Sin embargo, como ya se dijo, el principio puede jugar a favor de los dictadores si éstos toman el recaudo de conferir validez legal a sus actos. La limitación de la validez jurídica en base a principios éticos universales que tienen una pretensión de positivización es una idea normativa que busca evitar que los dictadores manipulen las normas jurídicas para obtener inmunidad. Esta limitación de la validez jurídica está, a su vez, matizada por el requisito de traducción institucional. La validez jurídica sólo puede estar restringida por principios éticos universales si la observancia y la aplicación de estos principios es empíricamente viable y éticamente admisible (i.e., no viola principios éticos independientes).

La internacionalización de los derechos humanos constituye la juridización a gran escala de principios morales fundamentales. Nuestra experiencia histórica indica que la noción de “derechos humanos” es indispensable. Nunca antes la ética había tenido tanta significación en la dirección de los asuntos humanos. Somos testigos de una nueva etapa en la que la frontera entre el derecho y la moral se desdibuja. Espero que este relevamiento de la literatura filosófica de los derechos humanos pueda contribuir a que transitemos esa etapa con una comprensión más aguda de las múltiples dificultades filosóficas que involucra.

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Notas

* Agradezco la colaboración del estudiante de derecho Martín Hevia y los comentarios de Guido Pincione y Eduardo Rivera López.

1 Sin embargo, Hans Kelsen no pensaba que el principio de la irretroactividad de la ley penal pudiera requerir apelar al derecho natural (Kelsen 1947). Richard Posner sostuvo recientemente una posición similar (Posner 1996).

2 Según Makinson, el ensayo de Hohfeld de 1913 fue realizado independientemente del análisis de Bentham (Makinson 1988, 70).

3 Para un análisis del concepto de libertades (o “permisos”) morales, que cuestiona su utilidad,véase (Spector 1988, 502-506).

4 Sin embargo, se podría argüir que el ejemplo se apoya en una confusión entre un derecho legal y un derecho moral; el estanciero tiene un derecho legal (supongamos) al uso exclusivo de las aguas que pasan por su terreno, pero no diríamos que posee un derecho moral a la exclusividad en toda condición concebible.

5 Por razones de uniformidad, se cambiaron las letras que figuran como variables en el original.

6 Por razones de uniformidad, se cambiaron las letras que figuran como variables en el original.

7 Hay una cierta tensión en la obra de Raz entre su análisis individualista del concepto de derechos y su fundamentación colectiva.

8 Se ha criticado el argumento de Hart por cometer la confusión elemental de sólo mostrar que el derecho igual a la libertad es una condición suficiente de tener derechos morales, pero no una condición necesaria. Si se supone que las personas tienen un derecho igual a la libertad –discurre la objeción-, entonces poseen derechos morales (especiales y generales); pero se podría aseverar que tienen derechos morales invocando, por ejemplo, una justificación utilitarista (diferente, como es obvio, de una justificación basada en el derecho igual a la libertad). Cf. (Haworth 1968).

9 Charles Taylor acepta la teoría de la elección para analizar el concepto tradicional de derechos humanos (Taylor 1996). El sistema de derechos personales tiene dos efectos: (a) limita las decisiones de los gobiernos y las decisiones colectivas protegiendo a los individuos y a los grupos específicos, y (b) ofrece a los individuos y a los grupos específicos el derecho a buscar compensación y les da un margen de libertad en la imposición de estos límites. Según Taylor, el sistema de derechos personales debe ser complementado con una concepción de los derechos como objetivos sociales que no deben ser abandonados, a fin de dar cuenta de los derechos humanos incluidos en el Pacto de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de las Naciones Unidas.

10 En otro artículo, Vernengo expone claramente esta posición: “Los derechos subjetivos jurídicos–expresión casi redundante en castellano y en la teoría general del derecho– son instituciones, cosa que no son los pretendidos derechos morales. La institución de un derecho subjetivo supone la existencia de un conjunto normativo que incluye, por lo menos, normas que facultan a un sujeto a ciertos actos, normas que determinan deberes jurídicos de otros sujetos y, por lo común, normas que prescriben el comportamiento de órganos estatales para el caso en que el titular del derecho subjetivo lo requiera” (Vernengo 1989, 13).

11 Tampoco es incuestionablemente cierto que los derechos jurídicos dependan necesariamente de “poderes morales”. Un juez podría fundar su decisión en una prescripción constitucional y en el principio que establece el deber moral de respetar los compromisos contraídos. Así, suponiendo que el juez ha jurado respetar la Constitución –lo cual de hecho sucede en muchas naciones-, su razonamiento justificatorio detendría su ascenso en un principio que establece un deber moral (como algo diferente de un poder).

12 El análisis dualista de los enunciados de deber propuesto en el artículo citado retiene, a mi juicio, su utilidad para explicar el comportamiento lógico de tales enunciados, aunque pueda ser insuficiente para proveer una explicación completa de nuestra experiencia moral.13 Ya efectué esta aclaración en (Spector 1995a, 67-92).

13 Ya efectué esta aclaración en (Spector 1995a, 67-92).

14 Para un análisis del ideal de autonomía personal, puede consultarse (Spector 1992).

15 No comparto, por ende, la objeción de contradicción que me formula (Abba 1995). Así como un no cognitivista puede sostener una teoría normativa liberal, un comunitarista metaético también puede hacerlo. Quizás la analogía no sea completa. Un comunitarista metaético no podría sostener consistentemente el liberalismo si la comunidad que provee su identidad personal carece de una tradición liberal. Por supuesto, éste no es el caso de la Argentina, que culturalmente participa, no obstante una fuerte tradición autoritaria, de los valores políticos europeos. En la práctica los comunitaristas metaéticos también son comunitaristas normativos, en lugar de liberales, posiblemente por su presuposición de que las comunidades necesitan ser promovidas estatalmente, como cosa diferente de meramente respetadas (Spector 1995a, 67-92). Para una posición diferente acerca de la relación entre comunitarismo metaético y liberalismo sustantivo, ver (Rivera López 1995).

16 Para el concepto de reconstrucción racional, ver (Lakatos 1974).

17 En Fundamentación de la metafísica de las costumbres Kant propuso varias fórmulas de su imperativo categórico. Aquí será útil recordar tres: (a) Fórmula de la ley universal: “Obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal; (b) Fórmula del finen sí mismo: “Obra de tal modo que tomes a la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como un fin y nunca solamente como un medio”, y (c) Fórmula del reino de los fines: “Obra sólo según leyes objetivas comunes que unan a todos los seres racionales”.

18 Así se lo califica en (Danto 1984).

19 Sobre la posibilidad de acomodar la idea de “juicios morales necesarios” en una teoría metaéticano realista, cf. (Spector 1999)

20 La teoría de Nino es un caso especial porque él se ocupa de aclarar que su fundamentación de los derechos humanos se apoya en los presupuestos de la práctica de la discusión moral; es ilustrativo el siguiente pasaje: “Participar en la práctica y, al mismo tiempo, negar aquellos presupuestos necesariamente aceptados cuando se participa en ella o sus implicancias es incurrir en una inconsistencia pragmática” (Nino 1997, 74). (bastardilla en el original). Sobre su defensa del “societarismo” metaético, ver especialmente el capítulo 5 de (Nino 1994).

21 Conceptualmente, la postura de Muguerza se alinea con la teoría de las pretensiones válidas, antes examinada.

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