Derecho y democracia en América Latina

Ernesto Garzón Valdés
Universidad de Maguncia, Alemania

Derecho y democracia en América Latina

Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 14, 2001, pp. 33 -63

Desde el punto de vista de la vigencia de ordenamientos políticamente democráticos y socialmente justos, América Latina sigue siendo el continte del desencanto y de la frustración. Al concluir el siglo XX, buena parte de sus países se encuentran en una situación más deficitaria aún que a comienzos del siglo. Basta pensar en las fundadas esperanzas que despertara la Revolución Mexicana, que promulgara en 1917 la primera Constitución con contenido verdaderamente social del mundo 1 , en la implantación en la Argentina en 1916 de una república democrática y aceptablemente liberal que aspiraba a integrar políticamente a los hijos de inmigrantes, en la superación de las guerras civiles que habían signado la vida política colombiana durante el siglo XIX. Chiapas, la creciente exclusión social argentina y la dislocación institucional de Colombia son realidades finiseculares que testimonian un fracaso institucional. Ni el Perú de Fujimori ni la Venezuela de Chaves son ejemplos alentadores de afianzamiento democrático. La Revolución Cubana, que alentara tantas legítimas expectativas, presenta alarmantes síntomas de degeneración autoritaria. Haití, país que tuviera la gloria de sancionar una de las primeras constituciones democráticas del mundo 2 sigue ocupando uno de los últimos lugares a nivel internacional por lo que a superación de la miseria se refiere.

Estos hechos confieren a la América Latina el poco afortunado carácter de ser un continente institucionalmente paradójico. En efecto: nació a la vida independiente bajo el auspicio de las mejores tradiciones europeas de los siglos XVII y XVIII: la corriente liberal de John Locke plasmada en la Constitución de los Estados Unidos, el proceso de la Ilustración española que, no obstante su tibia secularización, estuvo signado por un auténtico propósito de asegurar el imperio de la razón en las relaciones políticas y económicas, y el mensaje igualitario de la Revolución Francesa. Era razonable pensar que este continente, no obstante las dudas que en su hora formulara Hegel, estaba destinado a culminar la marcha de la razón en la historia y a realizar el ideal de una organización estatal perfecta.

Sin embargo, los países latinoamericanos se han convertido en laboratorios fecundos para la falsación de todas las teorías del desarrollo democrático con el consiguiente desconcierto de los politólogos que se ven forzados a recurrir a conceptos tales como “democracias sui generis”, “anomia” o “democracias imperfectas” para explicar el peculiar destino de estas sociedades. Las razones del fracaso han sido objeto de numerosísimos estudios que no he de analizar aquí. Deseo más bien detenerme a considerar, en forma fragmentaria, el papel que puede haber jugado el orden jurídico constitucional en los intentos de establecimiento de un sistema democrático. Ello puede permitirme sugerir, como conclusión, una mayor cautela con respecto a las expectativas de éxito de las reformas constitucionales emprendidas tras la eliminación de la dictadura en algunos países de la región.

Para avanzar por esta vía, quizá sea conveniente recordar, por lo pronto, un rasgo que pienso es común a muchos países latinoamericanos. Se trata de lo que podría llamarse

1. La vocación constitucionalista

No es muy osado afirmar que con respecto al ordenamiento constitucional existe en América Latina una actitud que difícilmente podría ser calificada de coherente. En efecto, mientras que por una parte se profesa una enorme fe en la Constitución como factor de ordenación democrática, por otra se tiene también clara conciencia de la notoria divergencia que existe entre lo constitucionalmente prescripto y la realidad político-social. Esta divergencia es tomada como un dato más o menos lamentable pero, en el fondo, irrelevante y el jurista se consagra al estudio de las normas sancionadas como si ellas fueran efectivamente vigentes 3 y, con la contribución activa de la clase política, se lanza periódicamente a la formulación de reformas parciales o totales de la respectiva Constitución.

Tomemos como ejemplo el caso de la Argentina. El llamado período de la organización nacional comienza en la Argentina después de la batalla de Caseros (1852) que puso fin al régimen de caudillismo nacional de Juan Manuel de Rosas.

Desde el punto de vista jurídico-institucional, la consecuencia más importante fue la promulgación de la Constitución de 1853. Nada más ilustrativo para comprobar la distancia que existió entonces entre el orden constitucional impuesto y la realidad del país, que tomar en cuenta los antecedentes doctrinarios de esta Constitución.

Desde este punto de vista, el documento más importante es el libro de Juan Bautista Alberdi Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina, derivados de la ley que preside al desarrollo de la civilización en la América del Sur. 4

Alberdi no oculta en ningún momento que el modelo institucional propuesto no se adapta a la realidad social de la Argentina. La alternativa era entonces o renunciar al modelo o cambiar el país. La vía elegida fue esta última. Como la estructura étnica argentina no estaba en condiciones de receptar un modelo institucional avanzado y éste debía ser impuesto para cumplir con la “ley capital y sumaria del desarrollo de la civilización cristiana y moderna” 5 , era necesario reforzar la acción modernizante de la Constitución con el debido cambio demográfico:

Es utopía, es sueño, es paralogismo puro el pensar que nuestra raza hispanoamericana, tal como salió formada de su tenebroso pasado colonial, puede realizar hoy la república representativa. [...] No son las leyes lo que necesitamos cambiar: son los hombres, las cosas. Necesitamos cambiar nuestras gentes incapaces de libertad por otras gentes hábiles para ella. 6

Y agrega:

Con tres millones de indígenas, cristianos y católicos no realizaréis la república ciertamente. No la realizaréis tampoco con cuatro millones de españoles peninsulares, porque el español puro es incapaz de realizarla allá o acá. Si hemos de componer nuestra población para el sistema de gobierno; si ha de sernos más posible hacer la población para el sistema proclamado que el sistema para la población, es necesario fomentar en nuestro suelo la población anglosajona. Ella está identificada con el vapor, el comercio, la libertad y nos será imposible radicar estas cosas entre nosotros sin la cooperación de esta raza de progreso y civilización. 7

La concepción de Alberdi con respecto a la incapacidad española o criolla –y, por supuesto indígena– para el desarrollo moderno coincidía plenamente con la expuesta por otro gran escritor y estadista argentino, Domingo Faustino Sarmiento, en un libro que puede ser considerado como uno de los primeros estudios sociológicos del continente: Facundo –Civilización y barbarie.

Esta desarmonía entre orden constitucional y realidad social fue, desde luego, percibida ya en el siglo XIX por algunos pensadores políticos latinoamericanos que veían con desconfianza la ciega imitación de los modelos constitucionales vigentes en otras latitudes. Así, por ejemplo, José Martí afirmaba rotundamente:

La incapacidad no está en el país naciente, que pide formas que se le acomoden y grandeza útil, sino en los que quieren regir pueblos originales [...] con leyes heredadas de cuatro siglos de práctica libre en los Estados Unidos, de diecinueve siglos de monarquía en Francia. Con un decreto de Hamilton no se le para la pechada al potro del llanero. Con una frase de Sieyès no se desestanca la sangre cuajada de la raza india. A lo que es, allí donde se gobierna, hay que atender para gobernar bien; y el buen gobernante en América no es el que sabe cómo se gobierna el alemán o el francés, sino el que sabe con qué elementos está hecho su país, y cómo puede ir guiándolos en junto, para llegar, por métodos e instituciones nacidas del país mismo, a aquel estado apetecible donde cada hombre se conoce y ejerce [...] El espíritu del gobierno ha de ser el del país. [...] El gobierno no es más que el equilibrio de los elementos naturales del país. 8

Y en clara alusión a la dicotomía sarmientina, agregaba:

No hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza. 9

Pero, en general, se impuso la fe en el poder conformador de las constituciones. Lo aquí dicho con respecto al caso argentino puede aplicarse –mutatis mutandis– a los demás países latinoamericanos. Valga al respecto la siguiente observación de José Galvao de Souza:

La formación constitucional del Brasil y de los pueblos de la América española acusa de una manera [...] elocuente el conflicto entre el derecho elaborado por las minorías dirigentes y las relaciones vividas por el pueblo en los caminos del progreso histórico de cada nacionalidad. Así se renegó de la constitución histórica y de todo su patrimonio institutional, rico en elementos aptos para dar nacimiento a un régimen democrático dotado de una autenticidad que es imposible encontrar en las instituciones modeladas sobre la experiencia de otros países, especialmente de los Estados Unidos de América. Desde los primeros jefes políticos en la época de la independencia –como Miranda en Venezuela o Maia en el Brasil– hasta los reformadores o creadores de constituciones –como el argentino Alberdi o el brasileño Ruy Barbosa– todos estaban impregnados de fórmulas democráticas anglo-sajonas y no conocían suficientemente la vida del pueblo en el interior del país. La Constitución se volvió así la obra de hombres instruidos por influencias extranjeras, desarraigados de sus respectivos países natales y vinculados a los intereses de la clase social dominante. Eran élites marginales [...] La Constitución adquiere el carácter de una carta ideológica, redactada en función de ciertas concepciones políticas y ya no es un instrumento pragmático destinado a preservar libertades concretas, como la Magna Carta británica [...] 10

No hay duda que quienes dictaron estas Constituciones tenían una fe inconmovible en el derecho; pero también es indudable que la realidad no se ajustaba a ellas y que este abismo entre orden normativo y realidad iba a ser una fuente de serios problemas políticos y sociales. En caso de conflicto entre el texto constitucional y las exigencias de la realidad social, se optaría por restringir la aplicación de la Constitución:

El constitucionalismo fue casi una obsesión desde el primer momento. [...] Los principios parecían sólidos, indiscutibles, universales. Pocas opiniones –ninguna– los objetaban. Sólo los contradecía la realidad social y económica, que desbordaba los marcos doctrinarios con sus exigencias concretas, originales y conflictivas. [...] Así, frente al constitucionalismo, se fue delineando poco a poco una mentalidad política pragmática que debía terminar justificando la dictadura de quien tuviera fuerza y autoridad para asegurar el orden y la paz resolviendo los conflictos concretos surgidos de los intereses y las expectativas en pugna. 11

Estas consideraciones referidas al siglo XIX son desgraciadamente válidas también a fines del XX para muchos ámbitos del derecho constitucional latinoamericano. Efectivamente, los esfuerzos de reforma constitucional en América Latina pueden ser considerados como expresión de la fe en la fuerza legitimante de la Constitución. 12 En noviembre de 1990, el gobierno colombiano publicó un documento titulado “Reflexiones para una nueva Constitución”. Las reflexiones allí contenidas acerca del papel de la Constitución como intrumento contra una “erosión de la legitimidad” son absolutamente correctas. Es indiscutible que una Constitución que establece el marco para el funcionamiento de una democracia participativa es una condición necesaria para un desarrollo pacífico de las sociedades latinoamericanas. Sin embargo, la cuestión es si, en vista de la actual situación social y económica de estos países, ella es también una condición suficiente.

Así lo considera también el mencionado documento cuando en la página 4 se dice:

Obviamente definir en un texto legal los derechos de los colombianos no asegura su efectiva protección. Pero es el primer paso ineludible que hará que los colombianos empiecen a apropiarse de esa Constitución que hoy ven lejana e ininteligible.

En un país como Colombia en donde luchan cinco ejércitos de diferente composición ideológica (el ejército nacional, el de los narcotraficantes, dos guerrilleros y el de los latifundistas) no puede sorprender que el marco constitucional se le presente al ciudadano de a pie como algo “lejano e ininteligible”. Pero estas lejanía e ininteligibilidad no son sorprendentes si se tiene en cuenta la

2. Falta de vigencia de las Constituciones

Para la consideración de este fenómeno habré de concentrarme en lo que sigue en tres casos que me parecen sumamente ilustrativos: Bolivia, México y Argentina.

a) Desde 1825 hasta 1957 –es decir, en 132 años– Bolivia tuvo 14 Constituticiones; en los cien años que van desde 1825 a 1925, sufrió 190 alteraciones del orden constitucional (revueltas, revoluciones, golpes de Estado). 13

La historia constitucional de Bolivia confirma también la tesis aquí sostenida:

El examen más superficial de la teoría y realidad constitucional nos lleva a patentizar un notorio desequilibrio entre ambas. Es ostensible la distancia que media entre lo que dice la ley y lo que se hace en nombre de ella o se ejecuta sin invocarla. Las viejas prácticas, los hábitos inveterados y la baja o ninguna cultura cívica conspiran contra la aplicación recta y veraz de las normas fundamentales. Pesa asimismo la tradición de la conducta que observaban las autoridades en relación a las leyes dictadas por el monarca español para las Indias, sintetizada en esta máxima: ‘Se acata pero no se cumple’. Infelizmente, nosotros podemos expresar todavía que la Constitución se acata, pero no se cumple sino esporádica y parcialmente. 14

Puede afirmarse sin más que

Las buenas o malas constituciones nunca fueron en Bolivia ni muro de autoridad ni empuje revolucionario, y los gobiernos cayeron unos tras otros a impulsos de fuerzas sociales, políticas o militares, lanzadas en su contra por debajo, por encima y a través de la Ley Fundamental. 15

En la última década, Bolivia pasó a ser uno de los países dominados por la mafia del narcotráfico, con un volumen de ventas superior a los ingresos fiscales del país. El internacionalmente conocido jurista Carlos S. Nino, ferviente creyente en el poder conformador de las Constituciones, perdió literalmente la vida intentando dar a Bolivia una nueva Constitución en los años en los que los jefes del narcotráfico ofrecían pagar la deuda externa del país si se los dejaba ‘trabajar’ tranquilos.

Ahora bien, podría sostenerse que no tiene sentido hablar de la relación entre Constitución y estabilidad en un país que ha experimentado tantas revueltas y golpes de Estado y que, por lo tanto, sería más adecuado analizar una situación caracterizada por una mayor tranquilidad política y por la existencia de una Constitución que no haya sido objeto de tantas reformas.

En América Latina, el mejor ejemplo de un caso tal podría ser México. La Constitución mexicana de 1917 sigue siendo vigente en la actualidad; desde 1930, todos los presidentes han concluido su mandato en los plazos fijados constitucionalmente y ninguno de ellos ha puesto en duda la prohibición de la reelección. Pero, si uno observa más de cerca la realidad constitucional y jurídica mexicana, no cuesta mucho llegar a la conclusión de que el rótulo de “dictadura perfecta”, acuñado por Mario Vargas Llosa 16 , sintetiza cabalmente aspectos relevantes de la realidad político- jurídica mexicana.

Vale la pena recordar que en no pocos documentos de los zapatistas de Chiapas se invoca como causa del levantamiento la falta de vigencia de una Constitución reiteradamente invocada. Algunas citas pueden bastar para ilustrar esta afirmación:

[C]omo nuestra última esperanza, después de haber intentado todo por poner en práctica la legalidad basada en nuestra Carta Magna, recurrimos a ella, nuestra Constitución, [...] en apego a nuestra Constitución [...] pedimos a los otros Poderes de la Nación se aboquen a restaurar la legalidad [...] Nuestra lucha se apega al derecho constitucional [...] 17

El obispo de Chiapas, Samuel Ruiz, comentaba en febrero de 1994:

El movimiento de Chiapas más que plantear la toma del poder plantea una interpelación al poder para que imponga un régimen democrático. 18

En 1992, una reforma constitucional incorporó un nuevo artículo 4 a la Constitución mexicana que prescribe con respecto a los pueblos indígenas:

[L]a ley protegerá y promoverá el desarrollo de [...] sus culturas, usos, costumbres [...] En los juicios y procedimientos agrarios en que aquéllos sean parte, se tomarán en cuenta sus prácticas y costumbres jurídicas en los términos que establezca la ley.

Buena parte de los conflictos entre el gobierno mexicano y las comunidades indígenas de Chiapas y Guerrero se han debido precisamente a la falta de aplicación de esta normativa constitucional.

Ciertamente alguien podría aducir que el caso de México es muy especial debido a la heterogeneidad étnica de su población (según los antropólogos, existen 56 grupos étnicos diferentes). Quizás sería un caso más interesante el de Argentina cuya población es étnicamente homogénea. Sin embargo, como veremos, el cuadro de Argentina no es mucho más alentador.

Desde la independencia, casi una tercera parte de la vida institucional de esta república ha estado signado por la existencia de gobiernos de facto. Para nuestro tema es interesante señalar que la Corte Suprema concedió siempre a estos gobiernos un status similar al de los gobiernos legítimos, algo que provocó una situación de notorio desconcierto por lo que respecta al papel de la Constitución como norma suprema.

El 6 de septiembre de 1930, un golpe militar puso fin a la primera democracia liberal argentina. Es interesante recordar la actitud de la Suprema Corte al respecto: el 10 de septiembre dictó una acordada reconociendo al nuevo gobierno y anunciando simplemente que controlaría la observancia de la Constitución (que también invocaban quienes la habían violado), tal como lo haría con un gobierno constitucional. Unos años más tarde, en 1933, la Corte aumentó las competencias del gobierno de facto autorizándolo a dictar decretos-leyes, es decir, a desempeñar funciones legislativas. 19

Esta tendencia a conferir a los gobiernos de facto amplias competencias se mantuvo en Argentina a lo largo de casi un medio siglo. Durante los gobiernos militares de 1955, 1966 y 1976, la fidelidad de la Suprema Corte fue asegurada cambiando periódicamente los jueces por otros „más confiables. 20 Restaurada la democracia, el segundo gobierno elegido libremente, el de Carlos Menem, supo también someter el Poder Judicial a los mandatos del Ejecutivo. La vía elegida fue simple y eficaz: aumentar el número de jueces de la Suprema Corte e incorporar a ella jueces políticamente complacientes. Y así, bajo el gobierno Menem el Congreso aprobó –el 5 de abril de 1990 en cuarenta y un segundos 21 – aumentar de cinco a nueve el número de jueces; el 19 de abril, en una sesión secreta del Se- nado que duró aproximadamente siete minutos y en la que no participó la oposición, se designaron cinco nuevos jueces, todos ellos del entorno menemista. Como señaló en su hora Jorge Bacqué, juez de la Corte que renunciara a raíz de la ampliación: “si en un tribunal que tiene cuatro miembros se incorporan cinco, lo que se ha hecho es incorporar una mayoría. Y con esto la seguridad jurídica disminuye.” 22

La idea de aumentar el número de jueces de la Corte no era nueva en América Latina. En 1965, en el Brasil, Castelo Branco designó cinco nuevos jueces elevando así el número de miembros de la Corte a dieciseis. El Acta Institucional No 2 autorizaba al presidente a aumentar el número de jueces a la vez que prohibía toda intromisión de la Corte en los actos del gobierno militar. En 1968, tres jueces fueron separados de sus cargos, otro fue jubilado prematuramente y el presidente de la Corte renunció. En febrero de 1969, el Acta Institucional No 6 redujo la jurisdicción de la Corte. Se logró así un perfecto sometimiento del Poder Judicial al Ejecutivo. Todas estas medidas se tomaron dentro del marco institucional de las Actas. Con ello se pretendía dar un viso de legalidad a las medidas del gobierno militar: no había que dar la impresión de que se procedía arbitrariamente.

Con el beneplácito de la nueva Corte Suprema se introdujeron en la Argentina reformas en la composición de otros tribunales e instancias judiciales de control del Poder Ejecutivo tales como la Procuración del Tesoro de la Nación, la Inspección General de Justicia, el Tribunal de Cuentas de la Nación, la Fiscalía de Investigaciones Administrativas, la Sindicatura General de Empresas Públicas y la Auditoría General de la Nación.

La política de contar con una justicia complaciente no deja de ser instrumentalmente interesante si se tiene ‘visión de futuro’:

Carlos Menem es un político precavido. Ya en 1993 comprendió que el primer balance de su gobierno se haría en los Tribunales y, entonces, no dudó en designar como jueces y fiscales federales a aliados que juraran lealtad eterna y que tuvieran una disposición militante para cerrar todas las causas abiertas por corrupción en contra de funcionarios, familiares y amigos. 23

Pero la política hegemónica del presidente Menem no se limitó a controlar a las instituciones que, entre otras, tenían la función específica de controlar la acción del Ejecutivo sino que extendió su influencia al ámbito del Legislativo. Una vez más, el espíritu “pragmático” del presidente supo encontrar la vía adecuada: había que recurrir al dictado de decretos de necesidad y urgencia. El uso que el presidente Menem hizo y hace de esta facultad no deja de ser sorprendente desde el punto de vista del derecho constitucional. En efecto, según la doctrina jurídica argentina, los decretos de necesidad y urgencia requieren la aprobación posterior del Congreso. Para obviar este control, la obediente Corte Suprema introdujo el criterio de la aprobación tácita, es decir, que si el Congreso no objetaba el decreto, éste se consideraba convalidado. Sólo el 4% de los decretos del presidente Menem ha sido ratificado por el Congreso. Para darse una idea de la gravedad de esta política legislativa, conviene tener en cuenta que en los primeros cinco meses de su gestión, Menem dictó más decretos de necesidad y urgencia que todos los presidentes argentinos anteriores juntos: 30. Como constata Horacio Verbitsky:

A la mitad de su mandato había octuplicado esa cifra. De este modo se esfumó una de las diferencias esenciales entre el gobierno de la ley y el de la fuerza, dando lugar a un estado de penumbra jurídica. 24

Desde el punto de vista del funcionamiento de las instituciones democráticas, el recurso a este tipo de decretos ha dado lugar a una “delegación legislativa” que refuerza el centralismo presidencialista y facilita el “avance del Poder ejecutivo sobre los otros poderes del Estado”. 25 En la práctica, las disposiciones de los artículos 76 y 99 inciso 3 de la Constitución de 1994 han sido sistemáticamente dejadas de lado y no han logrado poner freno al apetito legislador del Ejecutivo.

3. La precariedad del ordenamiento jurídico subconstitucional

La “penumbra jurídica” a nivel constitucional se proyecta a todo el ordenamiento jurídico subconstitucional. Algunos ejemplos:

En 1988, Alejandro M. Garro, al referirse al carácter vinculante de la jurisprudencia de la Corte Suprema mexicana en los casos de recursos de amparo, señalaba:

[L]a ley de amparo mexicana excluye a las autoridades administrativas y legislativas de la obligación de respetar las tesis jurisprudenciales que son obligatorias para el organismo judicial. La suposición del constituyente mexicano al limitar de esta forma los efectos de la sentencia de amparo fue que la ley declarada inconstitucional por el poder judicial perdería prestigio y caería en desuso [...] Pero esta aspiración del constituyente no se ha concretado, quedando a criterio de la autoridad administrativa decidir cuándo y en qué casos dejar de aplicar una norma reiteradamente declarada inconstitucional por la Suprema Corte de Justicia de México [...] Tampoco el poder legislativo pareciera estar obligado a acatar las decisiones de la Suprema Corte de México acerca de la constitucionalidad de las leyes [...] La situación de incertidumbre originada por la falta de certeza sobre la eventual aplicación de una norma que ha sido reiteradamente declarada inconstitucional por los tribunales de la federación ha provocado las críticas de una autorizada doctrina mexicana, que aboga por dotar a las sentencias de amparo de efectos erga omnes. 26

Desde luego, esto no significa que la Constitución mexicana no reconozca el principio de la división de los poderes. Por el contrario, el artículo 49 establece: “El poder supremo de la federación se divide en cuanto a su ejercicio, en el legislativo, ejecutivo y judicial”. Pero sí significa que hay que obrar con cautela cuando se trata de evaluar la importancia efectiva del recurso de amparo en México y el papel de la Suprema Corte en este país para no caer en juicios tales como el siguiente:

La Corte [...] fija límites generales al comportamiento del poder ejecutivo, del legislativo y de la administración. [...] La Corte funciona limitando el comportamiento gubernamental con respecto a las libertades civiles y los derechos de propiedad. Acepta regularmente recursos de amparo. Protege los derechos individuales y colectivos garantizados por la Constitución. 27

Quienes compartían esta falsa creencia en la vigencia eficaz del recurso de amparo deben haber experimentado una enorme sorpresa ante los acontecimientos de Chiapas. Dicho sea de paso, un mejor conocimiento del funcionamiento real de los sistemas jurídicos latinoamericanos puede ser un buen antídoto contra sorpresas y falsas ilusiones.

En no pocos países latinoamericanos, el orden jurídico dictado de acuerdo con la Constitución no regula en amplios campos de la interacción social las expectativas de comportamiento de las instituciones e individuos. No sólo es poco claro el status deóntico de las acciones sino que la aplicación de las disposiciones legales es también reducida en aquellos casos en los que no existe la menor duda acerca de qué es lo que está ordenado, permitido o prohibido legalmente.

Hans-Jürgen Brandt ha subrayado la dificultad de identificar el orden jurídico vigente en el Perú:

[E]ste ordenamiento legal es particularmente complejo y poco conocido incluso por aquellos que pertenecen a sectores dominantes de la sociedad. Esto es válido también para los entendidos en la materia que se debaten en el cúmulo de los aproximadamente 25.000 dispositivos legales, promulgados desde 1904, sin lograr determinar cuáles se encuentran aún vigentes. La avalancha de leyes y decretos (la producción legislativa anual oscila entre 300 y 500 dispositivos legales), la legislación desordenada, muchas veces incoherente, la ausencia de ediciones sistemáticas y actualizadas de las disposiciones legales vigentes han generado un enorme caos. En esta situación, es bastante difícil para el ciudadano promedio, adecuar sus acciones al ordenamiento jurídico, tal como lo ordena la Constitución. 28

No puede, por ello, sorprender que en el ámbito de lo que Joseph Raz denomina funciones sociales indirectas del derecho, 29 sobre todo en sociedades muy heterogéneas (como son las de los países andinos o la mexicana), la aplicación general de la Constitución (que, por lo general, se inspira en las dictadas para sociedades homogéneas) suela traer aparejado un reforzamiento de la desigualdad social.

En muchos países de América Latina, el ordenamiento constitucional ha resultado ser irrelevante para la legitimación de los actos de quienes detentan el poder. Quien con más claridad ha expuesto esta situación fue el capomafia Alfredo Yabrán, suicidado el 20 de mayo de 1998, y vinculado a las altas esferas gubernamentales argentinas: “Poder es impunidad”. No es necesario ser filósofo del derecho o de la política para saber que en todo Estado de derecho el principio básico es el del control legal y judicial del poder, justamente para evitar la impunidad.

En países como los latinoamericanos, en donde poder suele ser equiparado a impunidad, la dosis de poder de que goza no sólo la autoridad sino una parte de la ciudadanía se mide precisamente por el grado de impunidad. Surgen, de esta manera, subsistemas de distribución de cargas y beneficios al margen del sistema formalmente válido: una especie de régimen alternativo que pone de manifiesto el estado patológico del ordenamiento jurídico nacional. Más que de “penumbra jurídica” cabría hablar de “tembladeral jurídico”. 30

La ecuación poder = impunidad es patente, desde luego, en el caso de las Fuerzas Armadas que gobernaron antes de iniciarse el llamado “proceso de transición a la democracia”. No sólo en el caso argentino las leyes de punto final y obediencia debida del gobierno de Raúl Alfonsín y los indultos del presidente Carlos Menem aseguraron la impunidad de los agentes del terror estatal. También en otros países se produjeron situaciones análogas: con respecto a El Salvador, en 1993, bajo el título “Historia de una larga impunidad” el periódico madrileño El País informaba:

El Ejército, en El Salvador, aún hoy es sinónimo de terror. [...] Son los militares quienes todavía tienen la última palabra pese a que hoy el gobierno está regido por un gobernante civil elegido democráticamente. A pesar de la presión internacional, el presidente Alfredo Cristiani tuvo que renunciar en enero a emprender la purga militar que le exigían los acuerdos de paz firmados con la guerrilla. Cien militares [...] que tenían que salir del Ejército se negaron porque ya se había producido demasiado ‘sacrificio del honor’ dentro de la institución. 31

En 1998, en Chile, para no exigir un mayor “sacrificio del honor”, el presidente democrático Frei aconsejó a sus diputados y senadores la incorporación de Augusto Pinochet como senador vitalicio de la República. Los esfuerzos realizados por el gobierno chileno para impedir la extradición a España de este senador son de sobra conocidos y no es éste el lugar para exponerlos.

Desde luego, no son sólo los militares los que hacen gala de la impunidad de que gozan. En México, el dirigente sindicalista del PRI Fidel Velázquez proclamaba a voz en cuello la intangibilidad de los gobernantes con la más clara expresión de su preferencia por las balas frente a los votos: “a balazos ganamos el poder y a balazos nos lo van a tener que quitar”. 32 Y a balazos fueron ultimados en los años 90 un candidato presidencial con intenciones reformistas y dirigentes políticos ‘no confiables’. 33 En cambio, el ex presidente Carlos Salinas de Gortari pudo amasar una inmensa fortuna, adquirir fama internacional de sagaz economista y colocar al país al margen de la catástrofe financiera. En vista de estos hechos, cuesta creer que “en México hay una sola ley para todos”, como afirmara en 1995 José Angel Gurría, secretario de Relaciones Exteriores de México. 34

La impunidad es, desde luego, la manifestación judicial de un fenómeno más amplio: la corrupción. El grado de corrupción de la justicia en América Latina es ya un fenómeno tan notorio que no pocos juristas y sociólogos consideran que el término anomia es el más adecuado para designar esta situación. Según el índice de corrupción 1997 confeccionado por Transparency Internacional, en una lista de 52 países, pertenecen al grupo de los 17 más corruptos 7 países latinaomericanos: Uruguay, Argentina, Bolivia, México, Brasil, Colombia y Venezuela; en cuatro de ellos se han llevado a cabo reformas constitucionales en los años 90. De acuerdo con los resultados de una investigación publicada en julio de 1997, sobre el 50% del gabinete del presidente Menem pesa la sospecha de corrupción y de los 33 ministros por él designados, 17 fueron investigados por supuestas irregularidades. 35

En la Argentina, la crónica de los escándalos judiciales llena ya varios volúmenes y forma parte de la información cotidiana de los periódicos. 36 El ciudadano de a pie tiene que desarrollar estrategias flexibles para no ser víctima de la arbitrariedad judicial y, al mismo tiempo, obtener las mayores ventajas posibles de este desvencijado sistema normativo. La corrupción de no pocos jueces estimula la corrupción de los ciudadanos quienes, a su vez, a través del frecuente recurso del soborno, alimentan aquélla.

No puede sorprender por ello que, de acuerdo con una encuesta realizada en marzo de 1997 por Graciela Römer y Asociados sobre algo más de 800 casos en la Capital Federal y Gran Buenos Aires, en el ranking de credibilidad la justicia figure con un 6% mientras la prensa cuente con un 60% de los encuestados. 37

No muy diferente es el grado de credibilidad de las instituciones en Venezuela. De acuerdo con un cuadro elaborado por Friedrich Welsch, en abril de 1992 sólo el 18% de la población venezolana tenía confianza en la Suprema Corte, el 14% en el gobierno y el 12% en el Congreso. 38

Desde luego, la corrupción no es patrimonio exclusivo de un partido sino que es practicada por sirios y troyanos: en la Argentina, el ex gobernador radical Eduardo Angeloz fue procesado por enriquecimiento ilícito y para el caso de México Sergio Aguayo Quezada ofrece un descripción, en mi opinión adecuada, de la actitud del Partido Acción Nacional cuando tiene oportunidad de ejercer el poder político:

En Baja California, Chihuahua y Jalisco las banderas contra los corruptos priistas que ondeaban los candidatos panistas se fueron arriando discretamente cuando llegaron al poder. 39

En un amargamente irónico ensayo, Arnaldo Kraus se preguntaba hace unos años si México podría funcionar sin el soborno. Su respuesta:

Parto de la idea de que el vicio de la corrupción es un mal añejo en nuestro medio: se nace y se crece con él y en él. Lo añejo es similar a la herencia: es infranqueable. [...] El cohecho en México es universal: existe en las altas esferas gubernamentales, en la iniciativa privada, en las calles, en las escuelas, en los espectáculos. En todo. Tan arraigado se encuentra [...] que muchas actividades no podrían funcionar sin él: su existencia es indispensable. 40

El orden constitucional suele no estar en condiciones de ofrecer razones suficientes para el comportamiento de los individuos e instituciones. A los casos presentados de confusión e incertidumbre con respecto al orden jurídico vigente, hay que sumar las consecuencias cada vez más graves de la desintegración del aparato estatal provocada en algunos países por las organizaciones criminales vinculadas con el tráfico de drogas. El ejemplo más notorio al respecto es el de Colombia. Marcos Kaplan ha acuñado la expresión “narco-Estado” para designar el acoso a que se ve sometido el Estado colombiano por la mafia de los narcotraficantes. En un libro publicado en 1989, 41 Kaplan analiza con todo detalle los efectos socio-políticos del negocio de la droga en países como Colombia, Perú y Bolivia. Algunas citas pueden ilustrar la gravedad de la situación:

Se esfuma la confianza de personas y grupos en la autoridad del Estado. [...] Los narcotraficantes [...] parecen omnipotentes e indetenibles en su despliegue de la violencia [...] Se van perfilando de modo cada vez más claro y amenazante como desafío a la soberanía del Estado, a la legitimidad y efectividad de las autoridades públicas, a la posibilidad de existencia y vigencia real de la democracia y de sus instituciones. 42

Ante las constantes amenazas y asesinatos, un alto número de jueces debe abandonar el país. Los jueces que permanecen, intimidados o corrompidos, no procesan ni condenan a los narcotraficantes, o los liberan si el procedimiento criminal contra ellos ha comenzado; declaran la inconstitucionalidad del Tratado de Extradición y suspenden las extradiciones.

Similares son las observaciones de Henry Oporto Castro 43 con respecto a Bolivia:

Todo este poder económico (el del narcotráfico, E. G. V.) ha penetrado, por cierto, los mecanismos de decisión del Poder Ejecutivo, el Parlamento, la Justicia, la Policía, las Fuerzas Armadas, partidos, los medios de comunicación y de otras entidades de la sociedad y el Estado, donde el narcotráfico goza de protección. Sólo así se explica la inoperancia absoluta que hasta ahora viene demostrando la acción oficial para contener las mafias.

En 1996, la ministro colombiana de Agricultura, Cecilia López, declaró que los narcotraficantes poseían cuatro millones de héctareas en 13 departamentos, es decir, la mitad exacta del campo útil colombiano. 44

En la introducción a un libro que lleva el sugestivo título A la puerta de la ley. El Estado de derecho en México, editado por Héctor Fix Fierro en 1994, se dice:

No es casualidad que los mexicanos veamos a la ley como algo relativo, siempre sujeto a vaivenes y cambios según soplen los vientos. México cuenta con leyes, pero no es un cabal Estado de derecho. 45

En el otro extremo de América Latina, en la Argentina, Carlos S. Nino, no encontró mejor fórmula para describir su realidad nacional que la de Un país al margen de la ley. 46

Ante esta situación no puede sorprender que en declaraciones actuales se insista en la necesidad de hacer valer derechos humanos elementales.

Así, por ejemplo, en un reciente trabajo sobre reivindicaciones indígenas en Guatemala se recuerda que una de las exigencias básicas es

La creación de mecanismos para garantizar el derecho a la vida. 47

Que a esta altura de la historia, sea necesario incluir un párrafo como éste en una demanda de un grupo étnico es un escándalo y una muestra más de la falta de vigencia del ordenamiento jurídico penal y del carácter estático y amoral de algunas sociedades latinoamericanas.

Cuáles puedan ser las causas de la reducida vigencia de las instituciones jurídicas constitucionalmente establecidas es algo difícil de precisar. Joel G. Verner enumera siete causas diferentes que se extienden desde el predominio del Poder Ejecutivo hasta la forma de designar los miembros de la administración pública y de la justicia, pasando por la tradición romano-hispánica de aplicación del derecho. 48 En cada uno de estos intentos de explicación hay algo de verdad y en todos ellos se percibe una nota común: una adhesión retórica al marco normativo por parte de los detentadores del poder y un permanente intento de recurrir a nuevas normas para contrarrestar el olvido o la violación de las existentes.

En todo caso, los ejemplos aquí presentados ponen de manifiesto hasta qué punto es aventurado hablar de la vigencia de un orden jurídico acorde con la Constitución en un buen número de países latinoamericanos. Lo que en ellos existe es más bien un conjunto heterogéneo de reglas o formas de comportamiento practicadas sectorialmente según la posición social, económica o política de cada cual. Más que el imperio de la ley, lo que se percibe son estrategias variadas para escamotear su aplicación y moverse libremente en un ámbito al margen del derecho. Esto vale tanto para los poderosos como para los más débiles. Los primeros se benefician de la impunidad; los segundos procuran obtener un mínimo de seguridad evitando, dentro de lo posible, el contacto con las autoridades del Estado o pagando el precio del soborno. En muchas partes de América Latina sigue siendo cierta la observación formulada hace más de un siglo, en 1888, por Manuel González Prada:

Hay un hecho revelador: reina mayor bienestar en las comarcas más distantes de las grandes haciendas, se disfruta de más orden y tranquilidad en los pueblos menos frecuentados por las autoridades. 49

En un trabajo reciente, Guillermo O’Donnell llega a una conclusión tan correcta como deprimente:

primero, la obediencia voluntaria de la ley es algo que sólo practican los idiotas (o ingenuos forasteros o suicidas potenciales como sería el caso del conductor que quisiera seguir las reglas de tránsito) y, segundo, que estar sometido a la ley no significa ser portador de derechos exigibles sino más bien una clara señal de debilidad social. 50

Podría pensarse que esta situación se debe a un tipo de irracionalidad que resulta de una especie de ‘debilidad de la voluntad’ de los centros de decisión política que aún conservan una cierta fe en la posibilidad de establecer un Estado de derecho y que una forma de superar las falencias de la realidad jurídica consistiría en introducir reformas constitucionales con miras a reforzar el control de las autoridades y conferir más derechos a los ciudadanos. Esto es posiblemente lo que persiguen quienes de buena fe propician reformas constitucionales.

Conviene, pues, detenerse a considerar

4. La relevancia de las reformas constitucionales en América Latina

La senda que conduciría a un establecimiento efectivo de un Estado democrático de derecho parecería ser, pues, la reforma de la Constitución. Tengo, sin embargo, la impresión de que estas reformas suelen provocar, en la práctica, dos efectos negativos: distraen la atención sobre los problemas reales dilatando así su solución, y/o confieren respaldo jurídico a objetivos políticos personales del jefe del Ejecutivo. Dos ejemplos al respecto:

i) México

Como es sabido, la revuelta de Chiapas ha dado lugar a una serie de propuestas de reforma jurídico-constitucional que han sido objeto de comentarios por parte de políticos y juristas. Algunas de estas propuestas, tales como la aceptación de un derecho alternativo pueden ser calificadas de simplemente disparatadas: su aceptación significaría incorporar la patología jurídica en el texto constitucional.

Otro tipo de propuestas ponen tan sólo de manifiesto la falta de eficacia del sistema jurídico mexicano. Tal es el caso del pedido de equiparar jurídicamente la situación del hombre y la mujer. Se ignora así lo establecido ya en el texto de 1917. El primer tipo de propuestas es contradictorio; el segundo redundante. Pero, en ambos casos, los autores de las mismas suelen quedar satisfechos pensando que han hecho algo en favor de la miserable situación del indio mexicano.

ii) Argentina

La reforma de la Constitución argentina en 1994 es considerada por sus defensores como el hecho institucional más importante después de la sanción de la Constitución de 1853.

Agustin Zbar justifica este juicio con tres argumentos:

En primer término, la reforma constitucional de 1994 es la única en la historia argentina del último siglo que surge de un acuerdo político trascendental. [...] Ese acuerdo político-institucional le dio a la reforma previsibilidad y legitimidad política [...]

En segundo lugar, esta reforma [...] tiene una enorme trascendencia debido al extenso rango de materias que se incluyeron entre las enmiendas. En tercer lugar, la reforma de 1994 tiene un fuerte componente simbólico y político porque, a la vez, marca la era final de la transición democrática iniciada en diciembre de 1983 y fija una importante agenda institucional (y legislativa) para los próximos años. 51

Raúl Alfonsín ha tratado de explicar el sentido de la reforma constitucional de 1994 y la filosofía del pacto de Olivos con extensas citas de John Rawls cuya teoría de la justicia habría sido “la que presidió el accionar de la Unión Cívica Radical”. 52 Es probable que tal haya sido la intención de algunos miembros de la Asamblea Constituyente pero la opinión pública –que, desde luego ignora las reflexiones de Rawls– sabía desde el primer momento que el objetivo primordial de la reforma era permitir la reelección de Carlos Menem, continuando así la tradición de la reforma de 1949, y recibió con escepticismo la viabilidad de reducir el poder presidencial y establecer un sistema de “presidencialismo moderado”. El primer objetivo fue plenamente logrado; con respecto al segundo, lo expuesto más arriba acerca del uso discrecional de los decretos de necesidad y urgencia es suficiente para testimoniar el aumento del poder presidencial.

También desde el punto de vista técnico-jurídico, la Constitución de 1994 ha sido objeto de severas críticas por parte, entre otros, del constitucionalista Jorge R. Vanossi. En un artículo titulado “Reforma constitucional o cambio electoral”, critica la actual Constitución porque importantes campos normativos de nivel constitucional habrían quedado librados a la actividad legislativa normal. Se trataría de una “cuasi-Constitución, que tendría que ser completada a través de leyes que deben conferirle su perfil definitivo. Pero lo grave es que estas leyes pueden ser modificadas por otras leyes. En la práctica esto significa que cada vez que cambie la mayoría parlamentaria es posible cambiar el perfil constitucional. Según Vanossi, el único objetivo que sí se habría logrado sería la reforma del artículo 77 que prohibía la reelección inmediata. La Constitución de 1994, según Vanossi, habría reforzado la posición del presidente:

La nueva Constitución no es una Constitución cuasi sino superpresidencialista: confirma y refuerza el poder del presidente. 53

Si se tiene en cuenta lo expuesto más arriba acerca del significado de la palabra "poder" en el contexto argentino actual y las declaraciones de Carlos Menem en febrero de 1998 según las cuales, en caso de que la Corte Suprema no autorice la re-reelección, en 1999 la ecuación será “alguien al gobierno, Menem al poder” 54 , no cuesta mucho imaginarse la inseguridad jurídica que un programa tal implica. La fórmula de un presidente vicario fue ya practicada en 1973 bajo el lema “Cámpora al gobierno, Perón al poder”. Los resultados del vicariato son de sobra conocidos.

Así, pues, si las reformas constitucionales o bien son inoperantes o bien sólo sirven para reforzar situaciones institucionales deficitarias, no es muy aventurado pensar que la senda que puede conducir a una mayor legitimidad jurídica tiene que partir de una actitud gubernamental y ciudadana dispuesta a

5. Tomar las Constituciones en serio

En la historia constitucional de América Latina, las constituciones han jugado una función casi “metafísica” (para utilizar una conocida expresión de Pablo González Casanova) propia de una ideología siempre disponible y siempre descartable según las exigencias del momento. En reiteradas oportunidades han sido una especie de “reserva argumentativa” a la que los gobiernos y los partidos políticos pueden recurrir utilizando, además, la carga emotiva de la expresión “derecho constitucional”.

La Constitución se ha ido convirtiendo a lo largo de la historia de América Latina en un elemento esencial de la mitología política. Se la invoca en momentos de crisis procurando borrar la diferencia entre los valores declarados y el comportamiento real sin que por ello sus principios tengan alguna relevancia práctica. 55 Y cuando se considera que no conviene reiterar la invocación de un mismo texto, se reforma la Constitución como expresión de una fuerte voluntad política aparentemente dispuesta a modificar la realidad. Así lo debe haber pensado Francisco Vicente Bustos, gobernador de La Rioja (Argentina) quien en 1886 resolvió reformar la Constitución de su provincia “para mostrarse interesado por la problemática institucional”. 56 Ricardo Mercado Luna reconstruye el siguiente diálogo –digno de una novela de Gabriel García Márquez o de Alejo Carpentier– entre el gobernador y su ministro de Gobierno, Teniente Coronel Olímpides Pereyra:

–Por favor Ministro, prepáreme un proyecto declarando la necesidad de la reforma de la Constitución.

–Pero ...si nosotros no la aplicamos Gobernador... –repuso sinceramente extrañado el Ministro-militar.

–Eso es otra cosa. Yo necesito un buen argumento contra los opositores que me acusan de despreocuparme de las cuestiones institucionales y le- gales. 57

Durante veintidós años sesionó la Asamblea Constituyente riojana hasta terminar acordando una Constitución que no se diferenciaba substancialmente de la anterior y que, por supuesto, tampoco fue aplicada. 58 Pero, durante este lapso, se puso periódicamente de manifiesto la importancia política de los constituyentes y su retóricamente proclamada fe en el poder conformador de las constituciones. Un ejemplo más de lo expuesto en las secciones anteriores y que demuestra, según espero, la ineficacia de las estrategias reformistas.

Quizás la cuestión sea más simple y, al mismo tiempo, más difícil de poner en práctica. Jon Elster ha formulado, en mi opinión correctamente, el point de este asunto:

El problema no consiste en explicar por qué muchas constituciones no lo- gran vincular a sus creadores y nunca llegan a ser algo más que un pedazo de papel. Más bien de lo que se trata es de entender cómo muchas constituciones adquieren esta misteriosa fuerza vinculante. 59

Esta fuerza no puede provenir del texto mismo. Del hecho de que el art. 3 de la Constitución de Venezuela diga:

El gobierno de la República de Venezuela es y será siempre democrático, representativo, responsable y alternativo

no puede inferirse sin más que el actual régimen venezolano satisfaga estas características y, por supuesto, mucho menos que “siempre” habrá de satisfacerlas. 60

La fuerza vinculante de una constitución depende más bien de dos condiciones necesarias y conjuntamente quizás suficientes:

i) La aceptación del texto constitucional desde una perspectiva que, siguiendo la terminología de Herbert L. A. Hart, puede ser llamada “punto de vista interno” para distinguirlo del “punto de vista externo”. El primero significa la adhesión normativa por razones morales, en virtud del reconocimiento de que lo que una norma dispone es justo aun cuando en algunos casos pueda exigir la renuncia a ventajas personales. El “punto de vista externo”, en cambio, designa la actitud de quien sigue una norma por razones instrumentales o prudenciales, es decir, para la obtención de ventajas personales o para evitar supuestos males.

Esta actitud de adhesión interna es la que no se percibe en buena parte de la sociedad latinoamericana. Quienes detentan el poder ven en la Constitución un instrumento de dominación o un medio para obtener sus objetivos personales inmediatos. Los casos de reformas constitucionales con miras a reforzar la posición del presidente o permitir su reelección son un buen ejemplo al respecto. Quienes están en el llano tampoco adoptan un punto de vista interno porque saben que justamente las disposiciones que más les interesan no son tomadas en serio por quienes deberían hacerlas valer. La corrupción generalizada hasta el punto de convertirse en un elemento indispensable de las relaciones sociales, como afirma Arnaldo Kraus para el caso de México, es una manifestación elocuente de esta actitud. Surge así un fatal círculo vicioso del que es difícil salir pues nadie está dispuesto a dar el primer paso. Quien intenta darlo corre el peligro no sólo de ser calificado de ‘ingenuo’ o de ‘idiota’, si está en el llano, o de ‘suicida’, si detenta el poder, sino también de perder toda orientación en en la ‘penumbra’ o en el ‘tembladeral’ jurídicos.

El punto de vista interno exige una autosujeción voluntaria a las normas. Quien lo adopta no se ‘siente obligado’ a cumplir lo normativamente dispuesto sino que considera que ‘tiene la obligación’ de hacerlo. El contenido de las normas a las que adhiere internamente le ofrece, pues, razones últimas para su comportamiento social. Y como todo sistema normativo implica restricciones a la libertad, su obediencia significa también, en no pocos casos, una reducción del poder de decisión individual y de la satisfacción de ciertas preferencias. Esta no es, desde luego, una tarea fácil.

ii) A esta dificultad de tipo psicológico para salir de la encerrona se suman problemas ambientales que vuelven más difícil aún la práctica efectiva de la normativa constitucional. En efecto, una segunda condición necesaria para el funcionamiento de un ordenamiento democrático es la existencia de una sociedad homogénea en el sentido de que cada uno de sus miembros tenga la posibilidad de acceder a la satisfacción de sus necesidades básicas, es decir, pueda ejercer plenamente los derechos que la Constitución formalmente le confiere. Dejo aquí de lado, por supuesto, disposiciones disparatadas o de imposible cumplimiento como las siguientes:

Artículo 52 de la Constitución de Colombia reformada en 1991:

Se reconoce el derecho de todas las personas [...] a la práctica del deporte [...] El Estado fomentará estas actividades [...]

Como es de suponer que se trata de la práctica del deporte que cada persona prefiere, es díficil imaginar la puesta en práctica del reconocimiento de este derecho que puede llegar a incluir no sólo el fútbol en la calle con una pelota de trapo sino también aquello que suele llamarse „champagne tastes” (como la equitación, el golf o el surfing). Posiblemente se trata aquí de un caso de exceso de benevolencia normativa.

El artículo 54 de la Constitución de Venezuela de 1961 reza:

El trabajo es un deber de toda persona apta para prestarlo.

Esta disposición es más grave que la anterior. En un país que, según informes del BID, tenía en 1997 un índice de desocupación del 12,8% y que, también constitucionalmente, propicia una economía de mercado libre (arts. 95 ss.), una disposición de este tipo significa colocar al margen de la ley a una buena parte de la población por causas que escapan a la libre decisión de los destinatarios de este deber constitucional. Se trata aquí de un caso de malevolencia normativa.

La homogeneidad social y económica que requiere la democracia representativa no tiene nada que ver con estos dos extremos. Lo que importa es el reconocimiento jurídico de la dignidad individual de cada cual como sujeto autónomo que tiene un derecho a igual consideración y respeto, para decirlo con una fórmula corriente en las teorías actuales de la justicia. Este reconocimiento requiere, desde luego, la existencia de las condiciones que hagan posible la práctica de este derecho. La mayoría de las constituciones de América Latina, desde la de Apatzingán en México (1814) hasta las más recientes, contienen disposiciones vinculadas con estos derechos fundamentales. La persistencia de una injusticia institucionalizada en los países del subcontinente no se debe, pues, a la ausencia de normativas constitucionales sino a su no cumplimiento secular que ha convertido a las sociedades latinoamericanas en sociedades excluyentes. Este es un fenómeno perceptible hasta por el más torpe observador. No es necesario recurrir a estadísticas o a encuestas para confirmar lo archiconocido. Hasta qué punto la homogeneidad social incluyente en el sentido aquí expuesto es experimentada como necesaria lo expresa cabalmente Alfonso de León, campesino de La Pijal Ycaltic (Chiapas) cuando resume los deseos de los indios chiapatecos:

lo que queremos es que todos quepamos en la sociedad. 61

La adopción de un punto de vista interno democrático y el establecimiento de una sociedad homogéna son dos condiciones necesarias para la plena vigencia de un orden jurídico como el que prescriben las constituciones latinoamericanas. Queda pendiente la cuestión de saber si la conjunción de ambas las convierte en suficientes. Aquí conviene andar con cuidado. En efecto, la historia de las falsas expectativas en el desarrollo institucional de América Latina es larga e instructiva por lo que respecta al fracaso de pronósticos que confunden condiciones necesarias con condiciones suficientes. Un caso paradigmático es el de John J. Johnson y sus profecías formuladas en 1958 acerca de la estabilidad en America Latina. 62 Pero también en el ámbito jurídico abundan este tipo de ‘perlas’. Baste mencionar la correlación establecida por Raymond Duncan entre grado de alfabetización y participación política, por un lado y confianza en los tribunales de justicia, por otro:

hay que subrayar también que a medida en que avanza el desarrollo cultural y político del país, tiende a aumentar el prestigio y la profesio-nalización de los tribunales de justicia que se reflejan, en parte, la mayor influencia que las cualificaciones profesionales tienen para la selección de los jueces frente a su designación por razones puramente políticas. 63

En el caso de la Argentina, por más pesimista que se sea acerca de la vigencia real de sus instituciones jurídicas, no puede negarse que se trata de un país con un elevado grado de alfabetización y conciencia política desarrollada. Sin embargo, como se ha visto, el prestigio de los jueces argentinos no es precisamente alto.

Estos ejemplos muestran cuán riesgoso es caer en el entusiasmo imprudente de pasar de lo necesario a lo suficiente en el campo de las ciencias sociales. Ello se debe posiblemente al gran margen de indeterminación que existe en el campo de las decisiones sociales. Como ha observado Jon Elster:

Las decisiones sociales de gran alcance tienen efectos de equilibrio que son muy difíciles de determinar teóricamente porque la habitual metodología ceteris paribus es inaplicable. La incertidumbre y la ignorancia son mucho más notorias que en el caso de las decisiones individuales. Por lo tanto, la ignorancia no puede ser superada por el procedimiento de ensayo y error. El ‘aprendizaje a través de la experiencia’ procede con inferencias muy poco confiables desde efectos a pequeña escala, a breve plazo, transitorios, a efectos de equilibrio de gran alcance, a largo plazo. 64

Esta indeterminación e ignorancia insuperables teórica y empíricamente aconsejan proceder con enorme cautela en el campo de lo político. Además, los problemas con los que se ve enfrentada la realización de un orden democrático, también en los países en los que el Estado de derecho parece estar aceptablemente afianzado, ponen de manifiesto la complejidad de los problemas que hay que solucionar si se quiere avanzar por la senda de una sociedad justa.

Pero, sea como sea, dado que en América Latina ninguna de las dos condiciones necesarias aquí indicadas está satisfecha, podemos dejar para más adelante el análisis de lo perfecto y conformarnos, lo que no es poco, con la realización de lo imprescindible.

Si se acepta como correcta la descripción de la realidad político–social de América Latina que he intentado esbozar aquí y se admite que, como decía Alf Ross, la política jurídica

versa sobre la conexión causal entre la función normativa del derecho y la conducta humana [...] sobre las posibilidades de influir en la acción humana mediante el aparato de las sanciones jurídicas 65 ,

pienso que puede aceptarse también que

i) mientras no se satisfagan las dos condiciones necesarias arriba mencionadas, el papel del ordenamiento jurídico en la creación o afianzamiento de la democracia en América Latina habrá de ser sumamente reducido; pero,

ii) dado que las Constituciones latinoamericanas enumeran en sus disposiciones precisamente los derechos y deberes cuya vigencia debe ser asegurada para lograr la satisfacción de aquellas condiciones,

iii) el problema de la relación entre derecho y democracia en América Latina no reside tanto en la promulgación de nuevas Constituciones sino más bien en la aplicación efectiva de las ya existentes a través de una política jurídica que haga posible el establecimiento de una relación causal entre prescripción normativa y comportamiento humano. Esta es una vía más económica y moralmente más honesta que la reiterada reunión de asambleas constituyentes. Sé que ésta no es empresa fácil dada la cultura política que impera en nuestras latitudes, tan proclives a la retórica, al engaño manipulante y al encubrimiento de la injusticia. Pero no hay otro camino.

Notas

1 Basta pensar en el artículo 123 que establecía la jornada laboral de ocho horas, la prohibición del trabajo de menores de 12 años, la protección de la mujer durante los tres meses anteriores al parto y un mes después del parto con derecho a percibir salario íntegro y descansos extraordinarios durante el período de lactancia, la implantación de un salario mínimo “suficiente para satisfacer las necesidades normales de la vida del obrero, su educación y sus placeres honestos”, igual salario sin distinción de sexo o nacionalidad, la no embargabilidad del salario mínimo, el establecimiento de Cajas de Seguros Populares, de invalidez, de vida, de cesación involuntaria de trabajo, de accidentes, el derecho de huelga y de paros.

2 Me refiero a la Constitución de 1801 que contenía, entre otras, las siguientes disposiciones: Art. 3: La servidumbre ha sido abolida para siempre. Todos los hombres nacen, viven y mueren libres [...] Art. 5: No hay otra distinción que la de la virtud y el talento, ni otra superioridad que la otorgada por la ley en el ejercicio de la función pública. La ley es igual para todos, tanto cuando castiga como cuando protege.

3 Para algunos autores, como Howard J. Wiarda (“Law and Political Development in Latin America” en del mismo autor, Politics and Social Change in Latin America, The University of Massachussetts Press 1974, págs. 199-229), esta divergencia es hasta un dato positivo pues demostraría una cierta „flexibilidad frente a la realidad”.

4 Vaduz: System 1978.

5 Ibídem, pág. VIII

6 Juan Bautista Alberdi, op. cit., pág. 178.

7 Juan Bautista Alberdi, op. cit., pág. 180.

8 José Martí, “Nuestra America” en del mismo autor, Nuestra America, Caracas: Biblioteca Ayacucho 1977, págs. 26-33, págs. 27 s.

9 José Martí, loc. cit., pág. 28.

10 Cfr. José Galvao de Souza, “Remarques sur l’idée de constitution et la signification du droit constitutionel” en Jahrbuch des öffentlichen Rechts vol. 10, Tubinga 1967, pág. 63.

11 José Luis Romero, Prólogo a del mismo autor y Luis Alberto Romero, El pensamiento político de la emancipación, Caracas: Biblioteca Ayacucho 1977, págs. XXVII s.

12 Con respecto al caso argentino, cfr. Consejo para la Consolidación de la Democracia (ed.), Reforma Constitucional, 2 vols., Buenos Aires: Eudeba 1986 und 1987; Presidencialismo vs. Parlamentarismo, Buenos Aires: Eudeba 1988.

13 Cfr. Ciro Félix Trigo, Las Constituciones de Bolivia, Madrid: Instituto de Estudios Políticos 1958, pág. 61.

14 Cfr. Ciro Félix Trigo, Las Constituciones de Bolivia, Madrid 1958, págs. 48 s.

15 Ibídem, pág. 100.

16 Cfr. Mario Vargas Llosa, “México en llamas”, El País del 16 de enero de 1994, pág. 13.

17 Cfr. “Declaración de la Selva Lancandona” de 1993 en Chiapas. La palabra de los armados de verdad y fuego, Barcelona: Serbal 1994, pág. 22.

18 Cfr, Pablo González Casanova, “Chiapas es México” en cuatroSemanas y Le monde diplomatique, Año 2, No 13 (febrero 1994), pág. 5.

19 Cfr. Carlos S. Nino, Fundamentos de derecho constitucional - Análisis filosófico, jurídico y politológico de la práctica constitucional, Buenos Aires: Astrea 1992, pág. 131.

20 Esta política de sustitución de jueces no es, por cierto, patrimonio exclusivo de la Argentina. Como señala Victor Alba en The Latin Americans, Nueva York: Praeger Publications 1969, pág. 346: “Una de las primeras cosas que hacen muchos dictadores es designar nuevos jueces para la Suprema Corte.” Con respecto al caso de Chile, cfr. Robert J. Alexander, The Tragedy of Chile, Westport, Conn., Greenwood Press 1978, pág. 349; para Brasil: Robert M. Schneider, The Political Systems of Brazil, Nueva York: Columbia University Press 1971, pág. 275; Guatemala: Mario Rosenthal, Guatemala, Nueva York, Twayne 1962, pág. 247.

21 Cfr. Horacio Verbitsky, Hacer la Corte. La construcción de un poder absoluto sin justicia ni control, Buenos Aires: Planeta 1993, pág. 49.

22 Ibídem, págs. 60 s.

23 Cfr. tres puntos, Buenos Aires, Año 1, No 48 del 3 de junio de 1998, dossier, pág. 3.

24 Horacio Verbitsky, op. cit., pág. 165.

25 Cfr. Alberto Ricardo Dalla Via, “La emergencia constitucional en la República Argentina” en Giuseppe de Vergottini (ed.), Costituzione ed emergenza in America Latina. Argentina, Chile, Ecuador, Perù, Venezuela, convenzione interamericana, Turín: G. Giappichelli 1997, págs. 1-64, págs. 60 s.

26 Cfr. Alejandro M. Garro, “Eficacia y autoridad del precedente constitucional en América Latina: las lecciones del derecho comparado” en Revista Española de Derecho Constitucional, N° 24, septiembre-diciembre 1988, págs. 117 y 119. Lo expuesto aquí sobre el caso mexicano vale también para otros países de América Latina. Con respecto a Colombia, por ejemplo, cfr. el detallado análisis de la dependencia del Poder Judicial en sus relaciones con el Ejecutivo, realizado por Marcus Maurer en Organisations- und Verfahrensstrukturen in der Strafrechtspflege Kolumbiens, Francfort 1980. Para el caso argentino, cfr. Roberto Bergalli, “Jueces e intereses sociales en Argentina” en del mismo autor, Crítica a la criminología, Bogotá 1982, págs. 245 y ss.

27 Joel G. Verner, “Independence of Latin American Supreme Courts” en Latin American Studies No 16 (1984), págs. 463-506, pág. 485.

28 Cfr. Hans-Jürgen Brandt, Justicia popular - Nativos y Campesinos, Lima 1986, págs. 169 s.

29 Cfr. Joseph Raz, “On the Functions of Law” en A. W. B. Simpson, Oxford Essays in Jurisprudence, Second Series, Oxford 1973, págs. 278-304, especialmente pág. 299.

30 Afortunada expresión de Amadeo Frúgoli, “Se acata pero no se cumple” en La Nación, Buenos Aires, 3 de junio de 1998, pág. 19.

31 Cfr. El País del 16 de marzo de 1993, pág. 3.

32 Cfr. el periódico de Aguascalientes, Hidrocálido, del 10 de noviembre de 1995, pág. 3B.

33 Que el asesinato es una forma de hacer política lo confirma la conclusión a la que llegó la comisión investigadora de la muerte del candidato presidencial del PRI, Luis Donaldo Colosio, el 23 de marzo de 1994. Según la comisión, el asesinato “tuvo móvil político y fue el resultado de un compló”. Cfr. El País del 12 de marzo de 1995, pág. 4.

34 Cfr. El País del 12 de marzo de 1995, pág. 4.

35 Cfr. La Maga, Buenos Aires 9 de julio de 1997, pág. 3.

36 En octubre de 1996, el hasta poco meses antes ministro de Economía Domingo Cavallo declaraba en una conferencia de prensa en Quito que el ministro del Interior Carlos Corach le había escrito en una servilleta de papel el nombre de los jueces que obedecían sus instrucciones: “[Corach] escribió uno tras otro los nombres de los jueces [...] al final me dijo: ‘A estos los manejo’. Natural- mente, en ese momento no creí que algún día tendría que demostrar este hecho y no conservé la servilleta. [...] Lo que aquí cuenta es lo que Corach me dijo. Siempre se vanagloriaba de tener en un puño a jueces y fiscales” (citado según Clarín del 27 de octubre de 1996).

37 Cfr. José Claudio Escribano, “Justicia, prensa y opinión pública” en La Nación - Seminario sobre la reforma judicial, Buenos Aires 25 de julio de 1997, págs. 5 s.

38 Cfr. Marcelino Bisbal y Pasquale Nicodemo, “Venezuela en tiempos de crecimiento” en Institut für Iberoamerika Kunde, Lateinamerika. Analysen Daten Dokumentation, Hamburgo, No 9 (1992) 21, págs. 165-168, pág. 165.

39 Sergio Aguayo Quezada, “Justicia y corrupción” en La Jornada, México D.F., del 4 de octubre de 1995, pág. 10. Con respecto a la corrupción en México, cfr., entre otros, Stephen Morris, Corruption and politics in contemporary Mexico, Tuscaloosa: University of Alabama Press 1991.

40 Arnoldo Kraus, “Soborno: mal endémico” en La Jornada, México D.F., del 4 de octubre de 1995, pág. 14.

41 Marcos Kaplan, Aspectos sociopolíticos del narcotráfico, México 1989. 42 Op. cit., pág. 185.

42 Op. cit., pág. 185.

43 Cfr. Henry Oporto Castro, “Bolívia: el complejo coca-cocaína” en Diego García-Sayán (ed.), Coca, cocaína y narcotráfico - Laberinto en los Andes, 2a edición, Lima 1989, págs. 171-190, aquí pág. 178.

44 Cfr. Clarín, Buenos Aires, del 1o de diciembre de 1996, pág. 37.

45 Héctor Fix Fierro (ed.), A la puerta de la ley. El Estado de derecho en México, México: Cal y arena 1994, pág. 10.

46 Buenos Aires: Emecé 1992.

47 Cfr. María Teresa Coello Puente y Rolando Duarte Méndez, “La participación del movimiento maya en el proceso de paz guatemalteco” en Raquel Barceló, María Ana Portal y Matha Judith Sánchez, Diversidad étnica y conflicto en América Latina. Organizaciones indígenas y políticas estatales, México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1995, págs. 231-250, pág. 246.

48 Cfr. Joel G. Verner, op. cit., 463-506, págs. 468 ss.

49 Manuel González Prada, “Nuestros indios” en Manuel González Prada, Páginas libres. Horas de lucha, Caracas: Ayacucho 1987, págs. 332-343, pág. 343.

50 Guillermo O’Donnell, “Polyarchies and the (Un)Rule of Law in Latin America”, noviembre de 1997, manuscrito inédito, pág. 12.

51 Agustín Zbar, “Der Pakt von Olivos und die argentinische Verfassungsänderung von 1994: Institutionelle Herausfordeungen für die Zweite Republik” en Rafael Sevilla y Ruth Zimmerling, Argentinien, Land der Peripherie, Bad Honnef: Horlemann 1997, págs. 336-348, págs. 336 s.

52 Raul Alfonsín, Democracia y consenso. A propósito de la reforma constitucional, Buenos Aires: Corregidor 1996, 327 ff., bes. 329.

53 Jorge R. Vanossi, “Verfassungsreform oder Änderung des Wahlsystems?” en Rafael Sevilla y Ruth Zimmerling, Argentinien, Land der Peripherie, cit., págs. 349-373, pág. 372.

54 Cfr. Clarín, Buenos Aires, 15 de febrero de 1998, pág. 4.

55 Sobre esta concepción del mito político, cfr. K. M. Coleman, “The Political Mythology of the Monroe Doctrine”, en: J. D. Martz/L. Schoultz, Latin America, the United States, and the InterAmerican System, Boulder, Colorado: Westview Press 1980, págs. 95-114.

56 Cfr. Ricardo Mercado Luna, Solitarias historias del siglo que nos deja, La Rioja: Canguro 1998, pág. 15.

57 Ibídem, loc. cit.

58 El lector medianamente familiarizado con la literatura latinoamericana recordará posiblemente las reflexiones del Primer Magistrado en la novela de Alejo Carpentier El recurso del método (Madrid: Siglo XXI 1976, pág. 31) sobre “los pinches alzamientos de una época ya rebasada, clamando por el respeto a una Constitución que ningún gobernante había observado nunca, desde las Guerras de la Independencia, por aquello de que, como decimos allá, ‘la teoría siempre se jode ante la práctica’ y ‘jefe con cojones no se guia por papelitos’.”

59 Jon Elster, Salomonic judgements. Studies in the limitations of rationality, Cambridge: University Press 1989, pág. 196.

60 Esta formulación de eternidad supera casi la del art. 79 (3) de la Ley Fundamental alemana a cuya eficacia práctica me he referido en mi trabajo “Las limitaciones jurídicas del soberano” en Derecho, Etica y Política, Madrid: Centro de Estudios Constitucionales 1993, págs. 181-200.

61 Cfr. Carlos Fuentes, “Las dos democracias son una sola”, en El País del 22 de febrero de 1994, pág. 13.

62 Cfr. John J. Johnson, Political Change in Latin America. The emergence of the Middle Sectors, Stanford University Press 1958. Cfr. al respecto, Ernesto Garzón Valdés, “La paradoja de Johnson: acerca del papel político-económico de las clases medias en América Latina” en del mismo autor, Derecho, Etica y Política, Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, págs. 791-810.

63 Raymond Duncan, Latin American Politics, New York: Praeger 1976, pág. 152.

64 Jon Elster, op. cit. págs. 175 s.

65 Al Ross, Sobre el derecho y la justicia, traducción de Genaro R. Carrió, Buenos Aires: Eudeba 1963, págs. 318 s.