Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 14, 2001
Instituto Tecnológico Autónomo de México
Francisca Pou
Instituto Tecnológico Autónomo de México; Universitat Pompeu Fabra, México
1. Introducción.
Los noventa fueron marcados, en ámbitos muy variados, por los efectos de la caída del “socialismo real”. En el campo de la política y del pensamiento, las coordenadas del nuevo panorama mundial se tradujeron en una saludable revitalización de la idea de democracia, pero también en una llamativa dificultad a la hora de plantear propuestas de reforma genuina orientada a acortar la distancia entre los ideales democráticos y el imperfecto panorama presentado por las democracias “realmente existentes”. Ciertamente, contamos con diagnósticos –algunos muy pesimistas– sobre las transformaciones que sacuden el mundo actual (globalización, revolución informativa, resurgimiento del nacionalismo) y su impacto político, económico y cultural 1. Y los teóricos de la democracia, por su parte, van delineando con creciente precisión cómo las mutaciones actuales inciden en el atractivo y la factibilidad del ideal normativo que ésta encarna 2 . Lo que escasea son propuestas en la zona que media entre las dos anteriores (i.e., entre hechos e ideales): el ámbito institucional; propuestas dirigidas a mejorar la “calidad” de las democracias actuales y a reinventar en nuestro contexto las aspiraciones del estado social, con capacidad para refutar en el plano de los hechos la arrolladora “tesis de la convergencia” y seducir políticamente a sectores amplios de la población. El debate en torno a la “tercera vía” intenta dar algunas pasos en esa dirección, y algunas de las ideas surgidas en su contexto han encontrado resonancia en los programas políticos de Blair, Schröder o Jospin 3. Dado el breve tiempo transcurrido, sin embargo, es difícil aún apreciar la virtualidad de muchas de sus iniciativas.
Es, en todo caso, en el contexto de estos debates institucionales sobre las democracias actuales donde creo que la lectura de Democracy Realized (desde ahora, D.R.), el último libro de Roberto Unger, puede resultar refrescante y sugerente 4. En su influyente libro The Anatomy of Antiliberalism, Stephen Holmes analiza la obra de Unger en compañía de personajes tan incómodos como J. de Maistre o C. Schmitt, y lo muestra como paradigma de una de los dos grandes clases de corrientes antiliberales: aquella que critica al liberalismo no por ser una fuerza desintegradora que impide a individuos y comunidades llevar una vida valiosa (crítica comunitaria-conservadora) sino por ser tiránico, por hacer del individuo un ser conformista y apático bajo la disciplina de reglas de velada rigidez 5. Unger ejemplificaría la crítica radical-contracultural al liberalismo, por mucho que él insista en calificarse de “superliberal”. Holmes destaca su contradictoriedad (al mezclar críticas extremas al liberalismo con posiciones indistinguibles del mismo), su equívoco juego con una retórica exageradamente vitalista, su estilo irritante, la indeseabilidad de su ideal de continuo desafío de contextos y expectativas, la oscuridad y excentricidad de sus propuestas de reforma institucional, su incoherencia argumentativa. A pesar de que muchas de las apreciaciones de Holmes son impecables, creo que sería un error que los liberales descartáramos de entrada un libro como D.R y no entráramos en una discusión seria de sus propuestas 6. En contraste quizá con algunas de las obras anteriores de Unger, D.R es un libro claramente constructivo, que presenta una serie de propuestas de reforma con clara vocación de integrarse en el debate público de ciudadanos y especialistas. Aunque contiene mucho de criticable, algunas de sus tesis pueden ser objeto de una interpretación menos extrema que la que hace Holmes, y sobre todo, al venir con frecuencia conectadas con premisas incuestionablemente liberales, nos invitan a confrontar cuestiones sobre las que los liberales deberíamos tener una opinión.
En el corazón del mensaje que el libro contiene está la idea de que es falso que las circunstancias actuales reduzcan drásticamente el margen para reformar el mundo mediante la acción política. Tan pronto como nos liberemos de ciertas extendidas presuposiciones acerca de cómo funciona el mundo y cómo avanza la historia, comprenderemos que construir alternativas está en nuestras manos. Unger nos invita a sustituir nuestra actual pasividad por ejercicios de “imaginación programática” orientados a hacer realidad (o al menos a pensar, visualizar) un proyecto radicalmente democrático que aúne prosperidad y florecimiento individual y colectivo. Pero lo realmente novedoso es que el libro ilustra de una manera muy concreta algunas de las posibles traducciones prácticas del proyecto que defiende: en él encontramos decenas de propuestas de reforma –“experimentalismo democrático” en acción– cuya puesta en práctica es decididamente concebible. Al describirnos los resultados de su esfuerzo de reimaginación institucional, Unger nos muestra un camino que intenta liberarse del sofocante “pensamiento único” y del dilema que encara todo aquel que rechaza tanto el neoliberalismo como una socialdemocracia que en los últimos tiempos está ofreciendo poco al progresismo.
El libro se estructura en dos partes: un “Argumento”, cuyo desarrollo constituye el grueso del libro, y un “Manifiesto” formado por trece tesis que concentran algunas de las ideas fundamentales. Para desarrollar el primero, Unger combina tres elementos: una teoría de cómo funciona el mundo (una teoría social), una explicación de qué entiende él por esa democracia de acuerdo con la cual deberíamos estructurarlo (una interpretación del ideal democrático) y (la tarea fundamental del libro) una serie de propuestas de reforma institucional que muestran cómo avanzar hacia la “realización” de la democracia en las sociedades actuales. En lo que sigue voy a exponer los grandes rasgos de cada uno de estos tres segmentos y cerraré la reseña con unos breves comentarios críticos.
2. Entender y transformar el mundo
D. R. empieza con una concisa destilación de la teoría social y política ungeriana 7. Su entendimiento del cambio y estructura sociales puede ser resumido en la idea de “falsa necesidad” y fácilmente descrito contrastándolo con dos familiares variantes teóricas: la teoría de la “estructura profunda” y la ciencia social positivista. Al describir el mundo, la primera distingue entre el marco o contexto estructural de la sociedad y las actividades rutinarias que se desarrollan en su seno, y a continuación identifica el marco con un “tipo” determinado e indivisible de organización social situado en un punto particular de una línea evolutiva gobernada por ciertas “leyes históricas”. Este paradigma –difundido por el marxismo y por muchos “evolucionismos” liberales– ha sido arrinconado por la ciencia social actual, que suele prescindir de la distinción contexto/rutina y que interpreta las prácticas e instituciones de las democracias actuales bien como el precipitado de antiguos ejercicios de acomodación de intereses, bien como una especie de plataforma neutral que permite a los individuos realizar elecciones sin interferencia y actuar sobre su base.
En contraste con la ciencia social positivista, Unger destaca que el contexto formativo de instituciones y creencias influye crucialmente en el desarrollo de la vida de los hombres, pero separa este énfasis estructural de la pátina naturalista-determinista que lo recubre en la teoría social de “estructura profunda”. En su opinión, este tipo de teoría y nosotros por lo general somos víctimas de dos tipos de fetichismo: el fetichismo institucional, que nos lleva a pensar que ciertas concepciones político-institucionales (la democracia representativa, la economía de mercado, la sociedad civil) tienen una sola y única traducción en el campo de los diseños institucionales reales (de ordinario, la que encontramos en las democracias del Atlántico Norte), y el fetichismo estructural, que niega que nuestra voluntad baste para reformar las prácticas e instituciones que enmarcan nuestra actividad cotidiana. Lo que nos falta, señala Unger, es tomarnos con seriedad la idea definitoria de la Modernidad: que la sociedad es un artefacto y que los esquemas institucionales sobre los que nuestra vida se organiza son contingentes y reemplazables. Ideas abstractas como “mercado” o “democracia” son legal e institucionalmente indeterminadas, y la forma que presentan hoy día en occidente es una simple opción dentro del amplio abanico de “pluralismos alternativos” que podemos ir construyendo (pp. 20-27). Lo que paraliza, por ejemplo, a los descontentos del neoliberalismo, no son dificultades prácticas: es la ausencia de ideas; creen que “no hay alternativas” porque parten de las premisas que la teoría de la “falsa necesidad” rechaza.
Unger nos invita a revertir este panorama por medio de lo que él llama el “experimentalismo democrático”, y que es al tiempo una interpretación de la causa democrática y un conjunto de sugerencias para hacerla realidad. Unger lo define, en particular, como la combinación de dos esperan- zas con una particular manera de pensar y actuar que conduce al persistente y cumulativo “manoseo” de los arreglos sociales (pp. 5-20). La primera esperanza del demócrata es encontrar un modelo de organización social que reúna tanto las condiciones del progreso material (que fomente, por ejemplo, el crecimiento económico y el progreso científico que nos permiten escapar de la escasez, la enfermedad y la ignorancia) como las de la emancipación individual (i.e., que contribuya a liberar al individuo de los roles y jerarquías sociales que tan frecuentemente dificultan su desarrollo personal). La segunda esperanza del demócrata es la de presentar propuestas que estén en comunión con las necesidades y aspiraciones del hombre común, que no confundan la democracia con el elitismo 8 . La modalidad de política transformativa más apropiada para avanzar la causa democrática no es la revolución sino la reforma. Una reforma, eso sí, continua, experimental y cumulativa, orientada a construir paulatinamente y a partir de los materiales que nos quedan a la mano un mundo más acogedor al desarrollo personal y al bienestar colectivo. El autor cree –y esta es sin duda una idea que invita al debate– que la tendencia que tienen ciertos arreglos institucionales a generar divisiones sociales sofocantes está causalmente conectada con su relativa inmunidad al cambio, de modo que el experimentalismo democrático llama a establecer instituciones que inviten a su parcial y progresiva sustitución. En conexión con ello, defiende también que las reformas socioeconómicas han de ir acompañadas o incluso presuponen una democracia “reenergizada”, con estructuras que alienten la movilización ciudadana y eviten los “atascos” que hoy en día impiden la ejecución fluida de los programas políticos.
3. Materializando la alternativa progresista.
Tras este trabajo de fundamentación, D. R. se embarca en su contribución más característica: la discusión detallada de una amplia gama de propuestas programáticas de reforma en campos como la política fiscal, la inversión y el ahorro, el mercado laboral, las pensiones, la producción industrial y el mundo corporativo, la política inmigratoria, la educación, los regímenes de propiedad, las instituciones sucesorias, las estructuras representativas o el diseño constitucional. Unger presenta sus propuestas tanto a un nivel general o potencialmente aplicable a cualquier país actual como en el marco de varios contextos concretos: Rusia, China, Brasil, E.U.A., los Tigres asiáticos, la vieja Europa. 9 Las páginas que siguen trazan algunos rasgos de su línea de propuestas. Dado que en el contexto de D.R. la justificación y los detalles de cada propuesta están íntimamente ligados con los de todas las demás, mis pinceladas han de ser entendidas más como un expediente para excitar la curiosidad del lector y animarlo a leer el libro que como un perfil acabado de la “alternativa” ungeriana.
Aunque Unger sostiene que no hay ámbitos o instrumentos privilegiados de cara al desarrollo de pluralismos alternativos, el libro dedica una gran atención a la reorganización económica. Todas sus propuestas están inspiradas, de algún modo, por el ánimo de superar una división central: la división entre vanguardia y retaguardia. La producción vanguardista se caracteriza por beneficiarse de grandes asignaciones de capital, del uso de tecnología punta y del acceso a los grandes mercados; en la dinámica laboral, además, la frontera entre trabajo y aprendizaje se diluye: los trabajadores tienen una formación genérica muy poderosa y especializaciones fluídas, la diferencia entre definición y ejecución de tareas es porosa, y el control jerárquico se sustituye por un ambiente cooperativo en el que todas las rutinas están abiertas a revisión. Los trabajadores son poco ad- versos a la innovación porque gozan de las condiciones personales y educativas que saben que les garantizan seguridad económica en el tiempo. La producción no vanguardista es el reverso de este escenario y resulta bien ejemplificada por las empresas de producción “fordista”, con estructura jerarquizada y unos trabajadores que, acuciados por la inseguridad laboral y el desplome de su nivel de vida, reclaman prestaciones al estado y refuerzan así una dinámica que termina por profundizar la grieta entre ellos, los de “dentro”, y los de “fuera” –los parados, los indocumentados (pp. 30-35)–. La división entre vanguardia y retaguardia ya no separa hoy día países, sino que es perceptible en el interior de todos ellos 10. El libro discute de qué manera los problemas provocados por esta división se reflejan en dos grandes focos de debate: la discusión en los países ricos en torno a la reestructuración industrial y las relaciones entre gobierno, empresarios y trabajadores, y las manifestaciones de rechazo al neoliberalismo en muchos países en desarrollo (pp. 41-84). Y se argumenta y se ejemplifica en contextos concretos por qué tanto la socialdemocracia —que busca sin éxito reconciliar la flexibilidad “norteamericana” con la protección social “europea”, que no logra vincular las condiciones de la justicia social con las de la productividad, que no acierta a pensar en herramientas distintas a las transferencias impositivas— como el neoliberalismo —al menos en su versión “real”— no hacen más que adaptarse o reforzar la grieta entre vanguardias y retaguardias (pp. 84-132). Unger cree que es necesario cerrar en el largo plazo esta grieta, generalizando a todos los sectores sociales las ventajas materiales y “espirituales” de la vanguardia.
El programa inicial
Para ir en esa dirección, Unger imagina un avance en dos etapas: el programa “inicial” y el programa “avanzado”. El programa inicial (pp. 133-206) se hará sentir en el campo económico, en el político y en el cultural. En el económico Unger propugna, por ejemplo, una serie de medidas de política financiera e impositiva dirigidas a incrementar el ahorro público y privado y a transformarlo en inversión productiva (hoy día las empresas se autoinyectan capital a partir de ganancias retenidas porque el sistema financiero descuida su principal cometido para pasar a operar como una especie de casino) y a disminuir el peso relativo de los flujos internaciones de capital (más útiles cuanto menos se depende de ellos). En el ámbito impositivo, en particular, su propuesta se cementa muy provocativamente alrededor del establecimiento de impuestos indirectos al consumo (tipo I.V.A.) notablemente altos. Unger destaca su ventaja a la hora de proporcionar recaudaciones altas sin alterar substancialmente el sistema de incentivos al trabajo, al ahorro y a la inversión, y contrarresta las objeciones –muy extendidas entre los progresistas– que destacan su regresividad 11 . A estos gravámenes se añadirían dos impuestos directos y progresivos: uno sobre el consumo personal (la diferencia entre ingreso total y dinero destinado a inversión productiva), para atajar la jerarquía de niveles de vida; y el otro sobre las herencias y donaciones, para rebajar ese solapamiento insidioso de ventaja educativa y económica que el traspaso generacional de riqueza provoca. El tributo progresivo sobre el consumo, sugiere Unger, podría dedicarse a financiar las operaciones corrientes del aparato estatal, ligándose así el interés de los gobernantes con los avances redistributivos; el indirecto sobre el consumo podría financiar los fondos sociales y los centros de apoyo que dentro de la alternativa progresista operarán como agentes de cooperación descentralizada entre gobierno y empresarios; el impuesto sucesorio podría financiar la “herencia social” que ha de suceder a la herencia familiar a través del mecanismo de las “cuentas personales de dotación social”.
En cualquier caso, la reforma impositiva en cuyos grandes rasgos me he detenido está concebida para interaccionar con todas las demás iniciativas del programa inicial que aquí no hay tiempo de describir: las dirigidas a incrementar la tajada de riqueza nacional que representan los salarios, las que reestructuran el sistema laboral para reducir el antagonismo entre los trabajadores fijos, los temporales y los desempleados, las que instauran el libre franqueo de las fronteras, las que reorganizan las industrias, las que reorientan la acción económica estatal... De hecho y en relación con esto último, uno de los objetivos clave del programa inicial en el campo político es el de avanzar en la construcción de un estado que sea a la vez fuerte (capaz de formular políticas con independencia de los que tienen el dinero), y democrático (por eso los Tigres asiáticos no son un buen modelo), aunque el grueso de la reforma política la sitúa Unger en el programa avanzado. Por último, en su flanco cultural, el programa inicial ha de empezar a crear las condiciones para desarrollar la capacidad productiva y el espíritu crítico de los individuos. Unger propone, por ejemplo, aumentar la inversión en educación, hacerla presente en todas las etapas de la vida, enfatizar las capacidades genéricas y, en general, hacer de la escuela un lugar donde el niño recibe los medios para plantar resistencia a su circunstancia sociohistórica, donde se le transmite la idea de que siempre hay más en él que lo que deja adivinar el contexto que en un momento dado le rodea.
El programa avanzado
En coherencia con la idea base de “falsa necesidad”, el programa inicial goza de un amplio abanico de posibles futuros. El programa “avanzado” (pp. 206-235) será lo que resulte de la innovación experimentalista que el inicial habrá puesto en marcha. Unger nos presenta, de todos modos, lo que a su juicio sería una “versión” que conservara toda la energía experimental y emancipadora ya presente en su propuesta inicial. Las propuestas resultan ahora mucho menos familiares, aunque Unger apunta que constituyen en realidad un simple subrayado de líneas ya trazadas antes. Se proponen, por ejemplo, ligeros cambios en el sistema impositivo, entre otras cosas porque ahora el gobierno ya puede grabar una red de fondos independientes que administran capitales en el marco de regímenes de propiedad muy diversificados. Las cuentas de dotación social, por su parte, se han desarrollado plenamente, y proporcionan recursos que los individuos pueden “cobrar” en determinadas etapas de su vida o convertir en reclamos de servicios públicos. La intensificación de la vida asociativa adquiere ahora máxima relevancia, y se concibe como una combinación de esfuerzos “desde abajo” (desde la sociedad) y “desde arriba” (desde la acción estatal), reforzada por el rediseño de los actuales marcos legales. En relación con esto se encuentra también una de las iniciativas más chocantes (sin duda una de las menos claras): la de crear una nueva rama de gobierno encargada de intervenir localizada y episódicamente para eliminar exclusiones en áreas particulares de la vida social. Otra área cuya reforma Unger detalla mucho en el contexto del programa avanzado es la de la “escuela progresista”, cuya cooperación con la familia y la comunidad y cuya deseable sintonía con las necesidades del sector productivo son casi tan importantes como su aparentemente opuesta misión de rescatar al niño de su familia, clase y época histórica.
Pero sin duda uno de los proyectos verdaderamente centrales en la etapa avanzada es el persigue la profundización de la democracia, la constitucionalización de una política acelerada y la elevación del nivel de participación política. Sin esta espina dorsal política la transformación económica y social sería imposible (y viceversa). La tradición constitucional occidental tiene, para Unger, dos grandes defectos: en primer lugar, es un modelo que frena el ritmo de la política (en teoría para preservar una libertad vinculada al derecho de propiedad) y favorece el atasco y la dilución de las iniciativas políticas; tanto en sistemas de checks and balances como en sistemas parlamentarios asentados sobre un fondo de relativa apatía política, los diferentes poderes políticos y sociales tienen la oportunidad de vetar los proyectos, de manera que la lógica de intereses cristalizada en el statu quo no es nunca fundamentalmente afectada. En segundo lugar, es un sistema que mantiene a la sociedad en un nivel muy bajo de movilización. Para atajar el primer problema, Unger propone introducir más elementos de democracia directa (evitando caer en el populismo plebiscitario) y reformar el marco legal de nuestros sistemas de gobierno para resolver más fácilmente el impasse político –las reformas adecuadas al efecto dependerán de la estructura económica, del esquema de partidos y del vigor de la vida asociativa en cada país– 12. Para atajar el segundo problema, Unger menciona elementos como el voto obligatorio, un mayor acceso a los medios de comunicación por parte de los movimientos sociales, o esquemas de reforzamiento de partidos políticos como el sistema de listas cerradas o la financiación pública de las campañas. En realidad, lo que le interesa subrayar en este punto es la falsedad de la supuesta antinomia entre “fuerte movilización social” e “institucionalización”: la hospitalidad que las instituciones políticas ofrecen a la participación política vigorosa puede variar mucho y curiosamente, seña- la, las más hospitalarias son también las que invitan a su parcial y paulatina revisión y reconstrucción.
Unger no desarrolla otras dimensiones de diseño constitucional, excepción hecha de las puntualizaciones que sobre el lugar de los derechos fundamentales en la alternativa progresista realiza el Manifiesto. Allí se sostiene que la idea de derechos fundamentales debe ser preservada pero también fuertemente reinterpretada 13 . La cuestión de los derechos socia- les y económicos, por su parte, queda totalmente reconceptualizada en un mundo con cuentas de dotación social, propiedad pública y privada diversificada, rutinas productivas renovadas, etc.
La exposición de la alternativa progresista concluye sopesando los principales riesgos (que Unger considera calculados y asumibles) que encierra el intento de su realización: el primero se relaciona su capacidad para asegurar la estabilidad social y política en un mundo en el que las jerarquías enquistadas se han disuelto. El segundo, con la existencia de agentes capaces llevar adelante las prácticas políticas que el avance del experimentalismo democrático requiere 14. El tercero, con las implicaciones que el programa proyecta sobre el ideal de personalidad y sobre el balance entre las lealtades públicas y privadas de las personas.
Más allá de las instituciones
El Argumento de D. R. se cierra con un breve apartado dedicado a mostrar cómo el experimentalismo democrático proyecta una luz nueva sobre dos focos de debate muy actuales, pero que por lo general son situados en una esfera de algún modo distinta a aquella en la que se mueven las discusiones sobre mercado, democracia y sociedad civil. El primero es el reavivamiento de los nacionalismos. Unger considera que los debates actuales sobre nacionalismo e “identidad”, a menudo muy abstractos, evidencian más una voluntad de diferencia en un mundo cada vez más homogéneo que no la posesión y voluntad de proteger una forma de vida peculiar y única. La fuerza con que son enarboladas las diferencias que quedan proviene de la frustración que provoca la imposibilidad de ir más allá de ellas. El experimentalismo democrático, cree, va a cambiar las ansiedades que el nacionalismo refleja porque va a hacer las diferencias entre países más reales y, por tanto, menos peligrosas. La apertura de fronteras contribuirá a hacer de las naciones espacios de especialización moral en los que lo heredado será menos importante que lo que puede construirse en común. Una segunda cuestión muy discutida en los últimos tiempos atañe a la llamada “política de las relaciones personales”. Unger observa que su proyecto no será completo si no fomenta, mediante pero también más allá de los cambios institucionales, un cambio en la textura de la vida cotidiana y la desaparición de las dinámicas dominadas por la lógica de “patrones y clientes”. Buena parte del cambio se producirá a consecuencia de las reformas políticas y económicas, pero es también importante cambiar las historias que las personas se cuentan unas a otras e insistir en una educación que refuerce su capacidad para verse a sí mismas como individuos y no como simples moradores de “nichos” sociales.
4. Comentarios y conclusiones
Aunque la finalidad básica de esta reseña es informativa y no crítica, me gustaría cerrarla con algunos comentarios generales. D.R. es un libro escrito con mucha fuerza, muy estructurado y previsoramente atento a algunas posibles críticas 15 . Aunque el mismo combina una teoría social, una interpretación del ideal y del método democrático y un conjunto de propuestas de reforma institucional y sitúa estos tres elementos en refuerzo mutuo, me parece posible separar estas tres contribuciones y fragmentarlas internamente al sacar conclusiones sobre su coherencia y atractivo. Creo que es posible, por ejemplo, considerar plausible la teoría social de Unger sin aceptar su interpretación de la democracia y sus propuestas de reforma, o aceptar todo o parte de las primeras y criticar las últimas, o rechazar sus presupuestos teóricos pero incorporar algunas de las reformas institucionales que propone a otro marco teórico. Desde una perspectiva liberal, en particular, puede hallarse mucho de criticable pero también mucho de enriquecedor en D.R.
Por ejemplo, y para destacar uno sólo los aspectos indudablemente criticables del libro, considero que Unger desarrolla muy poco el constitucionalismo de la “democracia profundizada”, una dimensión que resulta sin embargo crucial para determinar si su “superliberalismo” es o no antiliberal. Unger debería elaborar más sus ideas acerca de la división horizontal de poderes, abordar directamente cómo influirá la división vertical y temporal de poderes en el desarrollo de sus propuestas y ser menos equívoco en relación a la idea misma de constitucionalizar decisiones. Así, aunque somete a examen los modelos tradicionales de relación entre ejecutivos y legislativos y presta alguna atención al sistema electoral, omite toda referencia al poder judicial, cuyo desempeño suele ser decisivo para la efectividad de los procesos de democratización y reforma. Tampoco queda claro cómo va a interaccionar su novedoso poder “reconstructivo”, un poder directa o indirectamente elegido y dotado de herramientas capaces de corregir localizadamente las exclusiones y jerarquías que se producen en diferentes ámbitos sociales, con el resto de poderes del estado. Del mismo modo, al lector pueden quedarle dudas sobre la influencia que la división “temporal” de poderes, que va ligada a la idea de elecciones periódicas y que parece inherente a la democracia, puede tener sobre el avance fluído de las reformas. Dado que al corto plazo es muy posible que las reformas produzcan grupos de descontentos, la oposición que reciba el apoyo de estos últimos tenderá a “deshacer” algunos de los avances del gobierno anterior cuando llegue al poder (o alternativamente, el gobierno tendrá muchos incentivos para suavizar las reformas a fin de conservar- lo). Es posible, desde luego, cuestionar los presupuestos institucionales de estos temores y tratar de reimaginar el sistema de llamadas periódicas al electorado, pero en cualquier caso Unger no lo hace –muchísimas de sus propuestas en realidad lo presuponen– y debe confrontar, por tanto, el problema de la discontinuidad (hacer-deshacer) al que me refiero. Por último, Unger debería pensar en cómo compatibilizar su democracia de alta velocidad con la división territorial de poderes. El reparto de competencias entre entes centrales, regionales y locales fomenta la dispersión de iniciativas y fuerza a la negociación incluso allí donde se ha buscado un reparto material nítido. La división vertical del poder, por tanto, puede disminuir sustancialmente el ritmo y la determinación de la reforma democrática y sin embargo a muchos les parecería opresiva esta última si la primera no existiera. Cierto que en el contexto del proyecto progresista las divisiones territoriales están destinadas a perder relevancia, al ser libremente franqueables y separar tan sólo instancias de “especialización moral”. Con todo, creo que la gente se resistirá a ser indiferente respecto a dónde y entre quienes se pone en marcha un proyecto de profundización democrática; la energía con que lo respalden puede depender de que la división territorial existente o proyectada les resulte aceptable. Y junto a la dimensión infranacional, la supranacional: dado que Unger insiste en que las políticas de las instituciones internacionales abortan muchos intentos por recorrer caminos alternativos, debería hacer más de lo que hace para defender la idea de que su alternativa puede triunfar en países aislados. ¿No deberían los programas nacionales correr paralelos a iniciativas similares en el nivel internacional?
Quizá el escaso desarrollo de este tipo de cuestiones se ligue con el ambiguo tratamiento que Unger hace de la idea misma de “constitucionalizar” (inmunizar temporalmente frente al cambio) decisiones. Sus alusiones al tema presentan tensiones internas y en puntos clave evidencian un “fetichismo destructivo” que no es esencial para la integridad de su proyecto y que le restan plasticidad y atractivo. Es difícil, por ejemplo, reconciliarse con la idea de que el experimentalismo democrático exige construir mundos institucionales que inviten su propia revisión. En su opinión, si lográramos reformar nuestro entorno político, económico y cultural en concordancia con el ideal progresista que propugna, estaríamos “realizando la democracia” solamente si los arreglos institucionales implantados nos incitaran a su desafío y reforma. Unger parece condenarnos a escoger entre una estructura estable y opresiva o una liberadora pero efímera. Pero curiosamente, el libro contiene también tesis que apuntan en dirección contraria, como cuando se reconoce que los esquemas institucionales no son infinitamente maleables y que una vez establecidos adquieren una cierta “necesidad de segundo orden”, cuando se reserva un lugar para los derechos fundamentales o cuando se considera un ejemplo de fetichismo estructural la ecuación existencialista entre la libertad y la rebelión contra las instituciones (p. 110). Me parece, entonces, que el argumento de Unger ganaría fuerza si decidiera a dejar de lado sus referencias al desmonte de estructuras “for its own sake, as an aspect of freedom” (p. 218).
Pero aparte de invitar a éstas y muchas otras posibles críticas, D.R. nos ofrece también análisis iluminadores y muchas buenas ideas. La visión que esboza, por ejemplo, de las diferentes maneras de entender el cambio social nos clarifica contextos teóricos muy complejos que subyacen al debate sociopolítico actual y nos ayuda a entender sus contornos, potencialidades y límites. La alternativa que Unger construye a los mismos a partir de mordiscos conceptuales como “falsa necesidad” o “la sociedad como artefacto”, por otro lado, no debería resultar excesivamente polémica entre los liberales si es entendida como una versión del antideterminismo que éstos en teoría comparten 16. Cosa distinta es que los muchos liberales parezcan no alejarse demasiado del determinismo en sus propuestas de acción política. ¿Puede negarse que las observaciones de Unger entorno al fetichismo y a la atrofia imaginativa identifican la actitud de la mayoría de los intelectuales y políticos actuales, incómodos ante la tesis de la convergencia pero faltos de la confianza necesaria para contribuir seriamente a desmentirla?
También hay elementos indudablemente atractivos en el contexto de la segunda de las contribuciones del libro, la interpretación de la causa democrática, como ese énfasis por construir un terreno en el que el progreso práctico y el desarrollo personal se refuercen mutuamente, o la atención simultánea a las vertientes “macro” y “micro” de los ideales que la democracia encarna –aunque como ya he señalado me parece vital separar siempre estos últimos del turbador “fetichismo de destrucción de estructuras” con el que Unger los vincula–. Pero sin duda lo más sugestivo del libro es el nutrido menú de reformas institucionales que propone y desarrolla. ¿Pueden los liberales negar que el funcionamiento del sistema financiero mundial es mejorable o resistirse a discutir propuestas para que pase a servir más a la inversión que a la especulación? ¿Pueden los defensores de la igualdad de oportunidades dejar de sentirse incómodos con los resultados prácticos del actual sistema sucesorio y negarse a discutir el esquema de las cuentas personales de recursos sociales como una manera de complementarlo o eventualmente de sustituirlo? ¿Es posible justificar desde el liberalismo la asimetría de encierra el abrir las fronteras a los capitales y cerrarlas a las personas? ¿No deberían los liberales animarse a debatir iniciativas concretas para intentar corregirla? ¿No deberíamos igualmente discutir en detalle cómo superar las actuales fallas del sistema educativo, quizá para acercarlo a la idea de “escuela emancipadora” de Unger, quizá para acercarlo a un modelo distinto que tras un esfuerzo de reflexión serio nos parezca mejor?
En resumen, me parece que los análisis y propuestas de D.R. pueden contribuir a enriquecer notablemente el debate actual entre los progresistas. El libro nos espolea a escapar de un conformismo que en realidad está en tensión con muchas de las ideas que defendemos. Y nos muestra, ante todo, que hay un nivel de discusión en el que nuestros debates más o menos abstractos sobre cómo deberíamos vivir deben ser necesariamente prolongados: el nivel institucional. Hay que recuperar la capacidad de visualizar intelectualmente futuros alternativos y convertir en un hábito los ejercicios de reimaginación institucional.
Notas
1 Un ejemplo brillante de este tipo de diagnóstico sería False Dawn:The Delusions of Global Capitalism, de J. Gray (Granta Books, 1998).
2 Véanse los dos tomos editados por I. Shapiro y C. Hacker-Cordón, Democracy’s Value y Democracy ́s Edges (Cambridge U. P., 1999), que recogen algunas de las contribuciones más finas e iluminadoras que recientemente se han hecho en el campo de la teoría de la democracia.
3 Véase, A. Giddens, La tercera vía (Taurus, 1998). Otros teóricos que recientemente se han aventurado en las resbaladizas aguas de la propuesta positiva son A. Touraine (¿Cómo salir del liberalismo? Paidós, 1999) (aunque el libro contiene menos novedad de la que el título promete) y B. Ackerman y A. Alstott (The Stakeholder Society, Yale U. P., 1999).
4 Democracy realized: The Progressive Alternative, Verso, 1998. Hay edición en español en Manantial (1999). Unger, profesor de la Harvard Law School, activista político especialmente pre- ocupado por la realidad latinoamericana, y sin duda uno de los pensadores más controvertidos de nuestra época, ha abordado en su obra la epistemología, la teoría social, la teoría política y el derecho. Entre los juristas es conocido sobre todo como uno de los principales animadores del movimiento de los estudios legales críticos. Véanse Knowledge and Politics (Free Press, 1985); Law in Modern Society: Toward a Criticism of Social Theory (Free Press, 1985); Passion: An Essay on Personality (Free Press, 1986); The Critical Legal Studies Movement (Harvard U. P., 1986); los tres tomos de Politics: A Work in Constructive Social Theory (Cambridge U.P., 1987) (existe una edición más breve: Politics: The Central Texts, ed. Z. Cui, Verso, 1998); What Should Legal Analysis Become? (Verso, 1996). D.R. vió la luz casi al mismo tiempo que The Future of American Progressivism, escrito por Unger y C. West (Beacon Press, 1998), que aplica al contexto estadounidense muchas de las ideas presentadas en D.R.
5 Véase The Anatomy of Antiliberalism (Harvard U.P., 1993), p. 141. Hay edición en español en Alianza (1998).
6 D.R, por razones de fechas, no entra en el análisis de Holmes, pero éste se le puede aplicar en la medida en que se considere que D.R descansa sobre las elaboraciones de la Política de Unger.
7 Ésta ha sido desarrollada in extenso en su Política. Pero en realidad, el autor sostiene que las premisas teóricas de su experimentalismo democrático no presuponen una teoría social fuerte y bien definida, sino que son compatibles con un abanico variado de opciones. Reconoce, sin embargo, que son incompatibles con las grandes tradiciones de teoría social clásica europea y con muchas de las ideas con más preponderancia entre los científicos sociales actuales (D.R., p. 15).
8 De todos modos, Unger destaca la importancia de no contemplar los actuales anhelos e intereses de la gente como algo que estuviera “dado” de una vez y para siempre, y de no entender la reforma democrática como su simple maximización. En su opinión, los intereses e ideales de la gente derivan en parte del escenario institucional dentro del cual se dan, de manera que la modificación de éste incidirá inexorablemente en el contenido de los primeros. La acción política puede lograr que la gente perciba la parte de sus intereses más orientada a la solidaridad y a la transformación.
9 Unger pone una esperanza especial (pero no exclusiva) en los grandes países continentales: China, India, Rusia, Brasil, Indonesia. Por cuestiones de historia y de simple tamaño y diversidad interna, estos países han resistido mejor al embrujo de la tesis de la convergencia y pueden ofrecer, en su opinión, un terreno más propicio para desarrollar políticas transformativas.
10 Si algo rescata finalmente Unger de la tesis de la convergencia es precisamente la idea de que los grandes problemas y las grandes oportunidades son ya muy parecidos en los P.V.D. y en los desarrollados.
11 Al fin y al cabo, señala Unger, los impuestos directos progresivos, tan comunes hoy, son progresivos sobre el papel y regresivos en la práctica, de manera que es mejor perseguir la compensación social por la vía del gasto público y de las reformas en otros aspectos del sistema económico.
12 En algunos, las elecciones presidenciales pueden servir para sacudir una estructura de intereses sociales muy rígida; en otros puede ser preferible combinar elementos de parlamentarismo y de presidencialismo En cualquier caso, Unger se permite sugerir mecanismos que favorecerían una política de “tiempo rápido”. Por ejemplo, la siguiente secuencia en tres pasos: primero, habría que priorizar los programas por encima de la legislación episódica, insistiendo en el deber gubernamental de aplicar el programa aceptado o renegociado por el parlamento; en caso de desacuerdo entre parlamento y gobierno, los dos deberían acordar la realización de un referéndum sobre el progra- ma de gobierno o alguna de sus partes; el riesgo de distorsión populista de esta consulta popular se evitaría por esta necesidad de acuerdo entre gobierno y parlamento (ya no sería una convocatoria de uno contra el otro), por los términos amplios del programa y porque de no haber acuerdo (tercer mecanismo) cualquiera de los dos podría convocar nuevas elecciones.
13 Su función, apunta Unger, tiene que ser la de asegurar a la gente el equipamiento político, económico y cultural que necesitan para florecer en las aguas del experimentalismo democrático: le tienen que dar la seguridad que necesita para no caer en la tentación de abandonar la libertad. Es bueno, además, apartar la definición y asignación de estos derechos de la política cortoplacista para poder ensanchar la agenda de esta última.
14 La preocupación por los “actores” del cambio aflora en varias partes del libro, aunque Unger no llega a ofrecer muchos detalles sobre este punto clave. Su esperanza está al parecer centrada en la posibilidad de fraguar una alianza popular inclusiva, formada por partidos y fuerzas izquierdistas y centristas, que iría aumentado su partidarios al compás del avance de las reformas (p. 207).
15 Aunque bien organizada, creo que la argumentación mejoraría con un pequeño cambio de orden: en el libro se describe la coyuntura de varios países concretos y sus posibilidades de avanzar en la construcción de una sociedad alternativa antes (y no después) de haber desarrollado en extenso la alternativa progresista (pp. 72-112). Esta opción le lleva a Unger a mencionar concisamente muchas reformas que al lector le parecen no tan convincentes precisamente porque echa en falta un mayor desarrollo que la obra realiza sólo posteriormente (pp. 133-246). Unger conserva, por otro lado, su costumbre de no citar, que puede parecer poco ética desde una perspectiva académica. Con todo, su opción puede vincularse a una voluntad de discutir “ideas” y no autoridades, sin la influencia inconsciente que ejerce un nombre a pie de página.
16 Y más si tenemos en cuenta que Unger conjuga este antideterminismo con una renuncia a defenestrar por completo el funcionalismo como instrumento de explicación y acción social, lo cual le permite ser constructivo (además de crítico) y evitar el nihilismo en el que caen muchos análisis posmodernos.